Capítulo 44

Echozar miró el gran fragmento de obsidiana y después apartó los ojos. Las ondulaciones del trozo oscuro y reluciente deformaban el reflejo de Echozar, pero nada podía modificarlo, y él no deseaba ver su propia imagen. Estaba vestido con una túnica de piel de ciervo, ribeteada con pedazos de piel y adornada con cuentas fabricadas con huesos huecos de pájaro, plumas teñidas y afilados dientes de animales. Nunca había poseído nada tan lujoso. Joplaya lo había confeccionado para él con motivo de la ceremonia en que oficialmente se incorporaría a la Primera Caverna de los lanzadonii.

Mientras entraba en el sector principal de la caverna, palpó el cuero suave, alisándolo con reverencia, pues sabía que las manos de Joplaya lo habían trabajado. Casi sufría tan sólo con pensar en ella. La había amado desde el primer momento. Ella era quien le hablaba, le escuchaba y trataba de arrancarle de su aislamiento. Nunca habría podido aquel año ponerse delante de todos esos zelandonii en la Reunión de Verano si no hubiera sido por ella, y cuando veía cómo la cortejaban los hombres, deseaba morir. Había necesitado meses para reunir valor y solicitarla: ¿Cómo era posible que un hombre que tenía la apariencia física de Echozar se atreviese a soñar con una mujer como ella? Pero cuando Joplaya no le rechazó, esa actitud alimentó la esperanza de Echozar. Pero ella había tardado tanto en darle una respuesta, que él estaba seguro de que era el modo de negarse que usaba Joplaya.

Y entonces, el día de la llegada de Ayla y Jondalar, cuando ella le preguntó si aún la deseaba, Echozar no pudo creerlo. ¡Vaya si la deseaba! Nunca había deseado tanto en el curso de su vida. Esperó el momento de hablar a solas con Dalanar. Pero los visitantes le acompañaron siempre. Y Echozar no deseaba molestarlos. Además, temía preguntar. Sólo la posibilidad de desaprovechar su única oportunidad de llevar una vida más feliz de lo que jamás había creído posible le infundía valor.

Después Dalanar dijo que Joplaya era hija de Jerika y que Echozar tendría que tratar el asunto con ella. Pero se había limitado a preguntar si Joplaya le aceptaba y si él la amaba. ¿Si la amaba? ¡Oh, Madre, cómo la amaba!

Echozar ocupó su lugar entre la gente que aguardaba expectante y sintió que el corazón le latía con más rapidez cuando vio que Dalanar se ponía en pie y caminaba hacia un hogar que estaba en el centro de la caverna. La pequeña escultura en madera de una mujer de formas generosas estaba clavada en el piso, frente al hogar. Los amplios pechos, el estómago lleno y las nalgas redondas del donii habían sido representados con fidelidad; pero la cabeza era poco más que una protuberancia sin rostro, y apenas estaban esbozados los brazos y las piernas.

Dalanar estaba en pie junto al hogar y miraba al grupo reunido allí.

—En primer lugar, deseo anunciar que este año volveremos a asistir a la Reunión de Verano de los zelandonii —comenzó Dalanar—, y que invitamos a quienes quieran unirse a nosotros. Es un viaje largo, pero abrigo la esperanza de convencer a uno de los zelandonii más jóvenes para que retorne y se establezca aquí. No tenemos Lanzadoni y necesitamos a Una que Sirva a la Madre. Está aumentando nuestro grupo, de modo que pronto habrá una segunda caverna, y llegará el momento en que los lanzadonii asistan a sus propias Reuniones de Verano.

—Hay otro motivo para ir allí. Por una parte, la Ceremonia Matrimonial que santificará la unión de Jondalar y Ayla, y por otra, este año habrá también un motivo más de celebración.

Dalanar levantó la representación en madera de la Gran Madre Tierra y asintió. Echozar estaba nervioso, pese a que sabía que ésta era sólo una ceremonia de anuncio y que tenía un carácter mucho más sencillo que la complicada Ceremonia Matrimonial, con sus ritos y tabúes purificadores. Cuando ambos estuvieron frente a él, Dalanar comenzó a decir:

—Echozar, Hijo de una Mujer Bendita por Doni, de la Primera Caverna de los lanzadonii, has solicitado a Joplaya, hija de Jerika, unida con Dalanar, para que sea tu compañera. ¿Esto es cierto?

—Es cierto —dijo Echozar, con una voz tan débil que apenas pudieron oírle.

—Joplaya, hija de Jerika, unida con Dalanar…

Las palabras no fueron las mismas, pero sí lo era el sentido, y Ayla se estremeció al sollozar, pues recordó una ceremonia igual durante la cual ella había permanecido en pie al lado de un hombre moreno que la miraba del mismo modo que Echozar miraba a Joplaya.

—Ayla, no llores, ésta es una ocasión feliz —dijo Jondalar, abrazándola tiernamente.

Ayla apenas podía hablar; sabía lo que era estar en pie junto al hombre equivocado. Pero no había esperanza para Joplaya, ni siquiera el sueño de que más tarde o más temprano el hombre amado rechazaría la costumbre para buscarla. Él ni siquiera sabía que Joplaya le amaba y ella no podía mencionar el asunto. Era un primo suyo, un primo cercano, más hermano que primo, es decir, un hombre con quien no podía unirse, y él amaba a otra. Ayla sentía como propio el dolor de Joplaya, y ahora sollozaba al lado del hombre a quien ambas amaban.

—Estaba pensando en el día en que me encontré al lado de Ranec, como ellos están ahora —dijo finalmente.

Jondalar recordaba perfectamente el hecho. Sintió una opresión en el pecho, un dolor en la garganta y la abrazó con fuerza.

—Vamos, mujer, a ese paso conseguirás que yo también me eche a llorar.

Miró a Jerika, que permanecía sentada, con rígida dignidad, mientras las lágrimas descendían por sus mejillas.

—¿Por qué las mujeres siempre lloran en estas ceremonias? —dijo.

Jerika miró a Jondalar con una expresión insondable en el rostro y después a Ayla, que sollozaba casi silenciosamente en los brazos del hombre.

—Ya era hora de que se uniera, hora de que abandonase los sueños imposibles. No todos podemos tener al hombre perfecto —murmuró en voz baja, y después volvió a centrar su atención en la ceremonia.

—… ¿La Primera Caverna de los lanzadonii acepta esta unión? —preguntó Dalanar, mirando a los que estaban reunidos allí.

—Aceptamos —replicaron todos al unísono.

—Echozar, Joplaya, vosotros habéis prometido uniros. Que Doni, La Gran Madre Tierra, bendiga esta unión —concluyó el jefe, tocando con la talla de madera la cabeza de Echozar y el estómago de Joplaya. Devolvió el donii al frente del hogar, mientras hundía las piernas de la figurilla en el suelo, de modo que se sostuviera por sí misma.

La pareja se volvió para mirar a la caverna reunida y después comenzó a caminar lentamente alrededor del hogar central. En el silencio solemne, el inefable aire de melancolía que envolvía a la mujer extrañamente hermosa le confería una cualidad tal que determinaba que ella pareciera aún más exquisita y atractiva.

El hombre que estaba al lado de Joplaya era ligeramente más bajo. Su nariz ancha y puntiaguda sobrepasaba una gruesa mandíbula sin mentón que sobresalía. El fuerte entrecejo, cuyos extremos se unían en el centro, se destacaba todavía más a causa de las cejas espesas e hirsutas que le cruzaban la frente en una sola línea velluda. Tenía los brazos muy musculosos; el pecho enorme y el cuerpo largo estaban sostenidos por unas piernas cortas, velludas y arqueadas. Eran los rasgos que le identificaban como parte del clan. Pero no podía decirse que fuese un cabeza chata. A diferencia de aquéllos, carecía de la frente baja e inclinada que terminaba en una cabeza grande y larga —el aspecto achatado que determinaba el nombre—. En cambio, la frente de Echozar se elevaba alta y despejada sobre el reborde óseo del ceño, como la cabeza de cualquier otro miembro de la caverna.

Pero Echozar era increíblemente feo. La antítesis de la mujer que estaba a su lado. Sólo los ojos desmentían la comparación; eran impresionantes. Los ojos marrones, grandes y brillantes, desbordaban tan tierna adoración hacia la mujer amada, que hasta se imponían a la inenarrable tristeza que impregnaba la atmósfera a través de la cual Joplaya caminaba.

Pero ni siquiera la evidencia del amor de Echozar podía imponerse al dolor que Ayla sentía por Joplaya. Hundió la cabeza en el pecho de Jondalar, porque el simple hecho de mirar la lastimaba profundamente, pese a que hacía todo lo posible para rechazar la desolación de su propia empatía.

Cuando la pareja completó el tercer circuito, la propia gente que se puso en pie para ofrecer sus buenos deseos quebró el silencio. Ayla quedó detrás e intentó recuperar el control de sí misma. Finalmente, apremiada por Jondalar, fue a presentar sus deseos de felicidad.

—Joplaya, me alegro de que celebres con nosotros tu Ceremonia Matrimonial —dijo Jondalar, y la abrazó. Ella se aferró al hombre. Jondalar se sorprendió de la fuerza del abrazo. Tuvo la desconcertante sensación de que ella se despedía, como si se preparase para perderle de vista definitivamente.

—Echozar, no necesito desearte felicidad —dijo Ayla—. En cambio, te desearé que siempre seas tan feliz como ahora.

—Con Joplaya, ¿acaso puede ser de otro modo? —contestó Echozar. Respondiendo a su impulso, Ayla le abrazó. Para ella no era feo; tenía un aspecto grato, conocido. Echozar necesitó un momento para reaccionar; no era frecuente que las mujeres hermosas le abrazaran, y ahora experimentó un cálido sentimiento de afecto hacia la mujer de cabellos dorados.

Después, ella se volvió hacia Joplaya. Cuando miró sus ojos, tan verdes como azules eran los de Jondalar, las palabras que se proponía decir se le atravesaron en la garganta. Con una exclamación dolorida extendió los brazos hacia Joplaya, conmovida por esa desesperada aceptación. Joplaya la abrazó también y le palmeó la espalda, como si Ayla fuera la que necesitase consuelo.

—Está bien, Ayla —dijo Joplaya, con una voz que sonaba hueca, vacía. Tenía los ojos secos—. ¿Qué podía hacer? Jamás encontraré un hombre que me ame tanto como Echozar. Hace mucho tiempo que sé que terminaría por unirme con él. En realidad, ya no había motivo para esperar más.

Ayla se apartó un poco, tratando de contener las lágrimas que ella derramaba por la mujer que no podía llorar, y vio que Echozar se acercaba. El hombre deslizó inseguro un brazo alrededor de la cintura de Joplaya, como si aún no pudiera creerlo. Temía despertar y descubrir que todo había sido un sueño. No sabía que recibía sólo la envoltura de la mujer amada. Pero no importaba. Esa envoltura era suficiente.

—Bien, no. No lo vi con mis propios ojos —dijo Hochaman—, y no puedo decir que entonces lo creí. Pero si vosotros podéis montar caballos y enseñar a un lobo a seguirlos, ¿por qué alguien no puede montar el lomo de un mamut?

—Por lo que tú sabes, ¿dónde sucedió eso? —preguntó Dalanar.

—No mucho después de que partiéramos, a gran distancia de aquí hacia el este. Seguramente fue un mamut de cuatro dedos —dijo Hochaman.

—¿Un mamut de cuatro dedos? Nunca oí hablar de nada parecido —dijo Jondalar—. Ni siquiera cuando estuve con los mamutoi.

—Mira, los mamutoi no son los únicos que cazan mamuts —dijo Hochaman—. Y en realidad ellos no viven muy al este. Créeme, comparados con el pueblo al que me refiero, los mamutoi son vecinos cercanos. Cuando llegas realmente al este y te acercas al Mar Infinito, los mamuts tienen cuatro dedos en las patas traseras. Además, también su pelaje tiende a ser más oscuro. Muchos son casi negros.

—Bien, si Ayla pudo cabalgar sobre el lomo de un león de las cavernas, no dudo de que alguien pudo aprender a cabalgar un mamut. ¿Qué te parece? —preguntó Jondalar, mirando a Ayla.

—Si uno lo recibe cuando es bastante joven —dijo Ayla—. Creo que si uno cría a cualquier animal en compañía de la gente desde que es muy pequeño, puede enseñarle algo. Por lo menos, puede enseñarle a que no tema a la gente. Los mamuts son inteligentes; pueden aprender mucho. Ya vimos cómo rompían el hielo buscando agua. Y muchos otros animales también se aprovecharon de ello.

—Pueden oler el agua desde muchísima distancia —dijo Hochaman—. En el este el tiempo es mucho más seco y allí la gente siempre dice: «Si se te agota el agua, busca un mamut». Pueden resistir bastante sin agua, si es necesario; pero más tarde o más temprano te llevan adonde hay agua.

—Es bueno saberlo —dijo Echozar.

—Sí, sobre todo si viajas mucho —dijo el hombre.

—Pero vendrás a la Reunión de Verano de los zelandonii —observó Jondalar.

—Por supuesto, para nuestra Ceremonia Matrimonial —explicó Echozar—. Y me gustaría veros de nuevo —sonrió, inseguro—. Sería estupendo que tú y Ayla vinieseis aquí.

—Sí. Espero que ambos aceptéis nuestro ofrecimiento —dijo Dalanar—. Jondalar, sabes que aquí tienes siempre tu hogar. Y excepto Jerika, que en realidad no está entrenada, no tenemos curador. Necesitamos un Lanzadoni y ambos pensamos que Ayla sería perfecta. Podrías visitar a tu madre y regresar con nosotros después de la Reunión de Verano.

—Créeme, Dalanar, agradecemos tu ofrecimiento —dijo Jondalar—, y lo tendremos en cuenta.

Ayla miró a Joplaya. Había adoptado una actitud retraída y se había replegado en sí misma. La mujer agradaba a Ayla, pero las dos se referían a temas superficiales. Ayla no podía superar su pena en vista del sufrimiento de Joplaya —ella había estado casi en una situación parecida— y su propia felicidad era un recordatorio permanente del dolor de Joplaya. Aunque había llegado a simpatizar mucho con todos, se alegraba de partir por la mañana.

Sobre todo, echaría de menos a Jerika y a Dalanar y sus acaloradas «discusiones». La mujer era minúscula; cuando Dalanar extendía el brazo, ella podía pasar debajo y hasta sobraba espacio. Pero tenía una voluntad indomable. Ejercía el mando de la caverna tanto como él y discutía a gritos cuando las opiniones de ambos discrepaban. Dalanar la escuchaba atentamente, pero también es verdad que no siempre cedía. El bienestar de su pueblo era su preocupación principal, y a menudo consultaba con la gente el asunto sometido a discusión; pero adoptaba por sí mismo la mayor parte de las decisiones con la misma naturalidad que demuestran los verdaderos jefes. Jamás exigía nada; simplemente, imponía respeto. Después de las primeras veces en que interpretó mal esos choques, Ayla comenzó a escuchar con agrado las discusiones entre ellos dos, y casi no se molestaba en disimular una sonrisa ante el espectáculo de la mujer de pequeña estatura que sostenía un debate acalorado con el hombre gigantesco. Lo que la sorprendía más era la facilidad con que podían interrumpir una discusión violenta con una tierna palabra de afecto o para hablar de otras cosas, como si un instante antes no se hubiesen mostrado dispuestos cada uno a asesinar al otro. Después reanudaban el combate verbal como si hubieran sido los peores enemigos. Una vez resuelta la discusión, se apresuraban a olvidarla. Pero parecía que los duelos intelectuales les agradaban, y pese a la exagerada diferencia de proporciones físicas, era un combate entre iguales. No sólo se amaban, sino que se respetaban profundamente.

La temperatura estaba aumentando y la primavera se encontraba en pleno desarrollo cuando Ayla y Jondalar reanudaron la marcha. Dalanar les pidió que transmitieran sus mejores saludos a la Novena Caverna de los zelandonii, y les recordó nuevamente su ofrecimiento. Ambos habían sentido que eran bien recibidos, pero la sensibilidad de Ayla frente a Joplaya determinaba que para ella fuese difícil pensar en la convivencia con los lanzadonii. Sería demasiado duro para ambas, pero, por lo demás, no era algo que pudiese explicar a Jondalar.

Ciertamente, él percibía una tensión peculiar en la relación entre las dos mujeres, a pesar de que parecían simpatizar mutuamente. Por otra parte, Joplaya adoptaba una actitud distinta ante él. Se mostraba más distante, no bromeaba ni jugaba como había hecho siempre. En todo caso, Jondalar se había sorprendido ante la vehemencia del último abrazo de Joplaya. Los ojos de la mujer se habían llenado de lágrimas. Él le había recordado que ahora no iniciaba un largo viaje; acababa de regresar y pronto volverían a verse en la Reunión de Verano.

Le aliviaba que les hubiesen acogido con tanta calidez y en realidad tendría en consideración el ofrecimiento de Dalanar, sobre todo si los zelandonii no adoptaban una actitud tan receptiva frente a Ayla. Era bueno saber que tendrían un lugar, pero en el fondo de su corazón, y a pesar de todo lo que amaba a Dalanar y a los lanzadonii, los zelandonii eran su pueblo. En todo caso, él deseaba vivir allí con Ayla.

Cuando al fin partieron, Ayla sintió que le quitaban un peso de encima. A pesar de las lluvias, le complacía sentir el tiempo cada vez más cálido y los días soleados; todo era demasiado hermoso y no permitía que la tristeza durase mucho. Ayla era una mujer enamorada que viajaba con su hombre y se dirigía al encuentro del pueblo de Jondalar y a su nuevo hogar. De todos modos, no podía evitar un sentimiento de ambivalencia, una mezcla de esperanza y a la vez de inquietud.

Era una región que Jondalar conocía; él redescubría, excitado, cada una de las señales familiares, y a menudo formulaba un comentario o relataba una anécdota pertinente. Atravesaron un paso entre dos cadenas montañosas y después remontaron un río que viraba y se desviaba en la dirección que ellos seguían. Lo abandonaron en su fuente y cruzaron varios anchos ríos que corrían de norte a sur por un ancho valle; después treparon por un extenso macizo coronado de volcanes, uno de los cuales todavía humeaba, mientras que los otros permanecían dormidos. Cuando cruzaron una meseta, cerca del origen de un río, pasaron a poca distancia de algunas fuentes de agua caliente.

—Estoy seguro de que éste es el comienzo del río que pasa frente a la Novena Caverna —dijo Jondalar, lleno de entusiasmo—. ¡Ayla, casi hemos llegado! Podemos estar en casa al anochecer.

—¿Éstas son las aguas calientes curativas que tú me mencionaste? —preguntó Ayla.

—Sí. Las llamamos las Aguas Curativas de Doni —dijo Jondalar.

—Pasemos aquí la noche —propuso Ayla.

—Pero si casi hemos llegado ya —dijo Jondalar—; estamos al final de nuestro viaje, y ya he estado ausente durante tanto tiempo…

—Por eso quiero pasar aquí la noche. Es el fin de nuestro viaje. Quiero bañarme en el agua caliente y pasar la última noche sola, sola contigo, antes de que conozcamos a todos tus parientes.

Jondalar la miró y sonrió.

—Tienes razón. Después de tanto tiempo, ¿qué es una noche más? Y durante mucho tiempo será la última vez que estaremos solos. Además —su sonrisa fue ahora más cálida— me agrada estar contigo cerca de las fuentes de agua caliente.

Armaron la tienda en un lugar que sin duda había sido usado antes. Ayla pensó que los caballos parecían inquietos cuando los soltaron a pastar en el prado de hierba verde de la meseta; pero ella había visto unas hojas tiernas de uña de caballo y de acedera. Cuando fue a recogerlas, vio algunas setas de primavera y flores de manzana silvestre y renuevos más antiguos. Regresó al campamento sosteniendo la parte delantera de la túnica como un canasto, colmado de plantas verdes y otros ingredientes sabrosos.

—Me parece que estás planeando un festín —dijo Jondalar.

—No es mala idea. He visto un nido y quiero volver y comprobar si tiene huevos —indicó Ayla.

—En ese caso, ¿qué te parece esto? —dijo él, mostrándole una trucha. Ayla sonrió complacida—. Me pareció verla en un arroyo, ahusé una vara verde y atrapé una lombriz para enroscarla en su extremo. Este pez mordió tan rápido que casi me pareció que estaba esperándome.

—¡Bien, ya tenemos los ingredientes del festín!

—Pero puedes esperar, ¿verdad? —preguntó Jondalar—. Creo que ahora mismo preferiría un baño caliente.

Los ojos azules de Jondalar transmitieron ciertos pensamientos a Ayla y provocaron su reacción.

—Una idea maravillosa —dijo ella, mientras vaciaba la túnica al lado del fuego; después se encaminó hacia los brazos del hombre.

Permanecieron sentados uno al lado del otro, algo retirados del fuego, satisfechos y completamente relajados, observando cómo las chispas dibujaban un arabesco y desaparecían en la noche. Lobo dormitaba cerca. De pronto levantó la cabeza y apuntó las orejas hacia la meseta oscura. Oyeron un relincho potente y enérgico, pero no les resultó conocido. Entonces, la yegua se movió inquieta y Corredor gimió.

—Hay otro caballo en el campo —confirmó Ayla, y se incorporó de un salto. Era una noche sin luna y la visión no era clara.

—Esta noche no podrás explorar en la oscuridad. Intentaré encontrar algo para fabricar una antorcha.

Whinney se quejó de nuevo, el caballo desconocido relinchó y oyeron ruidos de cascos que se alejaban en la noche.

—Ya sabemos a qué atenernos —dijo Jondalar—. Esta noche es demasiado tarde. Creo que Whinney se fue. Un caballo la atrapó otra vez.

—Esta vez creo que se fue porque así lo deseaba. Pensé que parecía nerviosa; hubiera debido prestar más atención —dijo Ayla—. Es su período de celo, Jondalar. Estoy segura de que era un garañón y me parece que Corredor les acompañó. Todavía es demasiado joven, pero sin duda otras yeguas están en celo y es posible que él se sienta atraído.

—Ahora está demasiado oscuro para buscarlos, pero conozco esta región. Podemos rastrearlos por la mañana.

—La última vez yo salí con ella y el garañón castaño vino a buscarla. Whinney volvió a mí por propia voluntad y después tuvo a Corredor. Creo que ahora tendrá otro potrillo —dijo Ayla, sentándose junto al fuego. Miró a Jondalar y sonrió—. Me parece justo que las dos nos quedemos embarazadas al mismo tiempo.

Pasó un momento antes de que él comprendiese.

—¿Las dos… embarazadas… al mismo tiempo? ¡Ayla! ¿Quieres decir que estás embarazada? ¿Tendrás un niño?

—Sí —dijo ella, asintiendo—. Jondalar, tendré un hijo tuyo.

—¿Un hijo mío? ¿Tendrás un hijo mío? ¡Ayla! ¡Ayla! —La levantó en sus brazos, giró sobre sí mismo y después la besó—. ¿Estás segura? Quiero decir, ¿estás segura de que tendrás un hijo? El espíritu pudo provenir de uno de los hombres de la caverna de Dalanar o incluso de los losadunai… Pero está bien, si eso es lo que la Madre desea.

—Pasé mi período lunar sin sangrar y me siento embarazada. Incluso me he sentido un poco enferma por la mañana, pero nada grave. Creo que comenzamos a formar el niño cuando descendimos del glaciar. Y es hijo tuyo, Jondalar, de eso estoy segura. No puede ser de otro. Comenzó con tu esencia. La esencia de tu virilidad.

—¿Mi hijo? —repitió Jondalar, con una expresión de dulce asombro en los ojos. Apoyó la mano sobre el vientre de Ayla—. ¿Tienes ahí a mi hijo? Lo he deseado tanto —dijo, desviando la mirada y parpadeando—. ¿Sabes?, incluso se lo pedí a la Madre.

—Jondalar, ¿no me has dicho que la Madre siempre te da lo que le pides? —Sonrió al ver la felicidad del hombre y al sentir la suya propia—. Dime, ¿pediste un varón o una niña?

—Ayla, nada más que un hijo. No importa si es varón o niña.

—Entonces, ¿no te opondrás si esta vez pido que sea una niña?

Él meneó la cabeza.

—Es suficiente con que sea hijo tuyo y quizá mío.

—La dificultad de rastrear caballos aquí radica en que pueden correr mucho más velozmente que nosotros —aclaró Ayla.

—Pero creo saber adónde han ido —dijo Jondalar—, y conozco un camino más corto, pasando la cima de ese risco.

—¿Y si no están donde tú crees?

—En ese caso, retrocederemos y buscaremos de nuevo el rastro; pero las huellas se encaminan en esa dirección —dijo Jondalar—. No te preocupes, Ayla, los encontraremos.

—Es necesario, Jondalar. Hemos pasado por muchas cosas. Ahora no puedo permitir que vuelvan a una manada.

Jondalar la guió hacia un campo protegido donde antes había visto caballos con frecuencia. Allí encontraron muchos animales. Ayla no necesitó demasiado tiempo para identificar a su amiga. Descendieron por el borde hasta el fondo cubierto de pasto y Jondalar vigiló de cerca a Ayla, un poco temeroso de que ella hiciera más de lo que sus fuerzas le permitían. Ayla emitió el consabido silbido.

Whinney irguió la cabeza y galopó hacia la mujer, seguida por el garañón corpulento de pelo suave y por otro más joven, de pelo castaño. El garañón se desvió para rechazar al animal más joven, que se apresuró a retroceder. Aunque estaba excitado por la presencia de hembras en celo, el potrillo no podía aún desafiar al veterano garañón y disputarle a su propia madre. Jondalar se abalanzó hacia Corredor, el lanzavenablos en la mano, preparado para protegerle del animal corpulento y dominante, pero la propia actitud del potrillo le había protegido. El caballo de pelaje claro se desvió hacia la yegua más receptiva.

Cuando el garañón llegó, se alzó sobre las patas traseras y exhibió toda su fuerza; Ayla estaba en pie, con los brazos alrededor del cuello de Whinney, que se apartó de la mujer y respondió al macho. Jondalar se aproximó, conduciendo a Corredor con una sólida cuerda atada al cabestro; el hombre parecía preocupado.

—Puedes tratar de ponerle el cabestro —dijo Jondalar.

—No. Esta noche acamparemos aquí. Todavía no está dispuesta a venir. Está formando un potrillo y Whinney lo desea. Quiero permitírselo —dijo Ayla.

Jondalar exteriorizó su asentimiento encogiéndose de hombros.

—¿Por qué no? No hay prisa. Podemos acampar aquí unos días —advirtió que Corredor pugnaba por acercarse a la manada—. Él también desea unirse con la manada. ¿Crees que podemos dejarlo?

—Me parece que no saldrán de aquí. Esto es un campo muy grande, y si se alejan, podemos trepar al risco y ver hacia dónde van. Quizá convenga que Corredor esté un tiempo con otros caballos. Tal vez aprenda de ellos —indicó Ayla.

—Creo que tienes razón —respondió Jondalar, deslizando el cabestro y observando a Corredor que galopaba a través del campo—. Quisiera saber si Corredor será alguna vez garañón de una manada. Y si compartirá los placeres con todas las hembras.

«Y quizá», pensó, «consiga que en cada una empiecen a formarse potrillos».

—Bien, podemos buscar un lugar para instalar el campamento y ponernos cómodos —dijo Ayla—. Además, tenemos que cazar algo para comer. Quizá entre esos árboles, junto al arroyo, encontremos perdices.

—Lástima que aquí no haya fuentes de agua caliente —lamentó Jondalar—. Es extraño cómo relaja un baño caliente.

Ayla contempló desde gran altura un infinito espejo de agua. En la dirección contraria, la planicie ancha y cubierta de pasto se extendía hasta donde la vista alcanzaba. Más cerca, un conocido prado montañés, con una pequeña caverna en una pared de rocas, sobre el borde. Las plantas de avellano crecían contra la pared, ocultando la entrada.

Tenía miedo. Fuera de la caverna nevaba, de modo que la entrada había quedado obstruida; pero cuando ella apartó los arbustos y salió al exterior, era primavera. Las flores se abrían y los pájaros cantaban. La nueva vida se manifestaba por doquier. De la caverna le llegó el llanto robusto de un recién nacido.

Ayla seguía a alguien que descendía por la ladera de la montaña, llevando a un niño apoyado en la cadera y sostenido por un pedazo de la capa. Cojeaba y caminaba con la ayuda de un bastón y sobre la espalda cargaba un bulto, envuelto en una capa. Era Creb, y estaba protegiendo al recién nacido de Ayla. Caminaron, pareció que eternamente, pero recorrieron una gran distancia a través de las montañas y las dilatadas planicies, hasta que llegaron a un valle con un campo protegido y cubierto de hierba. Allí acudían con frecuencia los caballos.

Creb se detuvo, se quitó la abultada capa y la depositó en el suelo. Ayla creyó que veía dentro el blanco del hueso, pero un joven caballo castaño salió de la capa y corrió hacia una yegua de pelaje de color amarillo leonado. Ayla silbó a la yegua, pero ella se alejó al galope con un garañón de pelaje claro. Creb se volvió e hizo señas a Ayla, pero ésta no pudo entender la seña. Era un lenguaje cotidiano que ella desconocía. Él hizo otra señal: «Vamos, podemos llegar antes de que oscurezca».

Ella estaba en un largo túnel que penetraba profundamente en una caverna. Delante parpadeaba una luz. Era una abertura para salir. Ayla estaba ascendiendo por un empinado sendero a lo largo de una pared de roca de color blanco cremoso, siguiendo a un hombre que daba pasos largos y briosos. Ella conocía el lugar y se dio prisa para alcanzar al otro.

—¡Espera! ¡Espérame! Ya voy —gritó.

—¡Ayla! ¡Ayla! —Jondalar estaba sacudiéndola—. ¿Tenías una pesadilla?

—Un sueño extraño, pero no una pesadilla —contestó Ayla. Se incorporó, sintió una oleada de náusea y volvió a acostarse, con la esperanza de que el malestar se aliviase.

Jondalar agitó la ancha lámina de cuero para asustar al garañón de pelaje claro y Lobo aulló y le hostigó, mientras Ayla deslizaba un cabestro sobre la cabeza de Whinney.

La yegua no tenía sobre el lomo más que un envoltorio pequeño. Corredor, firmemente atado a un árbol, soportaba la mayor parte del peso.

Ayla saltó sobre el lomo de la yegua y la apremió para que galopase, llevándola hacia el borde del ancho campo. El garañón les persiguió, pero disminuyó el ritmo a medida que se separaron del resto de las yeguas. Finalmente se detuvo, se alzó sobre las patas y relinchó, llamando a la yegua. Volvió a encabritarse y corrió de vuelta hacia el rebaño. Varios garañones ya habían intentado aprovechar su ausencia. Disminuyó la distancia que le separaba de las hembras y de nuevo se alzó sobre las patas, lanzando un desafío.

Montada en Whinney, Ayla continuó la marcha, pero ya no fue necesario mantener el rápido galope inicial. Cuando oyó ruido de cascos detrás, se detuvo y esperó a que se acercaran Jondalar y Corredor, con Lobo a poca distancia.

—Si nos damos prisa, podemos llegar antes de que oscurezca —dijo Jondalar.

Ayla y Whinney se pusieron a la par del resto. Ella tuvo la extraña sensación de que antes ya habían hecho lo mismo.

Avanzaron con paso tranquilo.

—Creo que ahora las dos tendremos hijos —dijo Ayla—. El segundo para cada una; y ambas ya tuvimos varones. Creo que eso es bueno. Podemos compartir esta situación.

—Podrás compartir tu embarazo con muchas mujeres —observó Jondalar.

—Estoy segura de que dices la verdad, pero será agradable compartirlo con Whinney, pues ambas hemos quedado embarazadas durante este viaje. —Cabalgaron en silencio un rato—. Pero ella es mucho más joven que yo. Ya soy vieja para tener un hijo.

—Ayla, no eres tan vieja. Yo soy el anciano.

—Esta primavera cumplo diecinueve años. Es mucho para tener un hijo.

—Yo soy mucho mayor. Ahora ya tengo veintitrés años cumplidos. Es mucha edad para el hombre que por primera vez instala su propio hogar. ¿Sabes que estuve ausente cinco años? Me pregunto si alguien me recuerda —se interrogó Jondalar.

—Por supuesto, te recordarán. Dalanar no tuvo la más mínima dificultad, y tampoco Joplaya —dijo Ayla. «Todos le reconocerán», pensó Ayla, «pero nadie sabrá de mí».

—¡Mira! ¿Ves esa roca, allí? ¿Después del recodo del río? ¡Ahí es donde maté mi primera presa! —dijo Jondalar, incitando a Corredor a apretar el paso—. Era un ciervo grande. No sé qué temía más…, si aquella gran cornamenta o errar el tiro y volver a casa con las manos vacías.

Ayla sonrió, complacida ante los recuerdos de Jondalar; pero ella no tenía nada que recordar. De nuevo sería una extranjera. Todos la mirarían y harían preguntas acerca de su extraño acento y de su origen.

—Cierta vez celebramos aquí una Reunión de Verano —dijo Jondalar—. Se organizaron hogares por todo el lugar. Fue la primera que presencié después de hacerme hombre. Oh, cómo me pavoneaba tratando de parecer mayor, pero temeroso de que ninguna joven me invitase a compartir sus Primeros Ritos. Supongo que no era necesario preocuparse tanto. Tres me invitaron, ¡y eso me atemorizó todavía más!

—Jondalar, ahí hay varias personas mirándonos —señaló Ayla.

—Es la Decimocuarta Caverna —dijo Jondalar, y saludó con la mano. Nadie contestó. En cambio, desaparecieron bajo un ancho saliente.

—Seguramente se trata de los caballos —dijo Ayla.

Él frunció el entrecejo, después meneó la cabeza.

—Se acostumbrarán.

«Así lo espero», pensó Ayla, «y también deseo acostumbrarme yo misma. Lo único conocido en todo esto será Jondalar».

—¡Ayla! ¡Ahí está! —dijo Jondalar—. La Novena Caverna de los zelandonii.

Ayla miró en la dirección que él señalaba y sintió que palidecía.

—Es fácil descubrirla por ese saliente alto. ¿Ves, donde parece una piedra que está próxima a caer? Pero no cae, a menos que todo el saliente se desplome. Te veo muy pálida.

Ella detuvo la marcha del caballo.

—Jondalar, ¡he visto antes ese lugar!

—¿Cómo es posible? Nunca has estado antes aquí.

De pronto, todo se reveló claramente. «¡Era la caverna de mis sueños! La que surgió de los recuerdos de Creb. Ahora sé lo que él intentaba decirme en mis sueños».

—Te dije que mi tótem te destinaba a mí y me arregló las cosas de modo que vinieses y me consiguieras. Deseaba que tú me llevases al hogar, al lugar en el que mi espíritu del León de la Caverna sería feliz. Es aquí. Jondalar, yo también he llegado a mi hogar. Tu hogar es mi hogar —dijo Ayla.

Sonrió; pero antes de que él pudiese responder, oyeron una voz que gritaba su nombre.

—¡Jondalar! ¡Jondalar!

Volvieron la mirada hacia un sendero que llevaba a un risco y vieron la figura de una joven.

—¡Madre! Ven, apresúrate —dijo la muchacha—. Jondalar ha vuelto. ¡Jondalar está en casa!

Ayla pensó: «Y también yo».