Capítulo 11

Whinney siguió de cerca a Ayla cuando la mujer entró en el campamento y se acercó al fuego que aún enviaba al cielo un tembloroso hilo de humo. Había cinco refugios dispuestos en semicírculo, y el foso del fuego, que era una excavación poco profunda en el suelo, estaba frente al refugio central. El fuego ardía vivamente; era obvio que el campamento había sido usado hasta poco antes, pero nadie anunció su derecho al lugar saliendo a saludarles. Ayla miró en torno suyo, se asomó al interior de las viviendas que estaban abiertas, pero no vio a nadie. Desconcertada, examinó más a fondo los refugios del campamento para comprobar si podía averiguar un poco más acerca de sus habitantes, así como de la razón por la cual se habían alejado.

El sector principal de cada una de las estructuras era análogo a la tienda cónica usada por los mamutoi en sus campamentos de verano; existían, no obstante, visibles diferencias. Los Cazadores del Mamut a menudo ampliaban el espacio habitable agregando piezas semicirculares confeccionadas con cueros a la vivienda principal, y con frecuencia usaban otras estacas para sustentar los suplementos laterales; en cambio, los refugios de este campamento presentaban añadidos en los que intervenían juncos y hierbas del pantano. Algunos eran sencillamente techos en pendiente, montados sobre varas más delgadas; otros estaban totalmente cerrados y eran estructuras redondas levantadas con paja y esterilla tejidas, agregadas a la vivienda principal.

Junto a la entrada del refugio más próximo, Ayla vio una pila de raíces pardas de espadaña encima de una estera de juncos trenzados. Al lado de la estera había dos canastos. El primero, confeccionado con un tejido muy apretado, contenía agua algo fangosa, el segundo estaba casi lleno de raíces blancas recién peladas. Ayla se acercó y sacó del canasto una raíz. Aún estaba húmeda; seguramente la habían depositado allí minutos antes.

Cuando volvió a meterla en el recipiente, vio un objeto extraño en el suelo. Estaba confeccionado con hojas de espadaña, entretejidas de manera que se asemejase a una persona, con dos brazos que partían de los costados y dos piernas, y un pedazo de cuero suave alrededor, como una túnica. Dos cortas rayas que representaban los ojos habían sido trazadas con carbón en la cara, en tanto que otra raya dibujaba una sonrisa. Dos matas de espolín adheridas a la cabeza hacían las veces de cabellos.

Las personas con quienes Ayla había crecido no fabricaban imágenes excepto para representar sencillos signos del tótem, por ejemplo, las marcas que ella exhibía en la pierna. Cuando era muy pequeña, un león de la caverna la había arañado gravemente, y debido a aquel accidente tenía el muslo izquierdo marcado por cuatro líneas rectas. El clan usaba un signo análogo para representar al tótem del León de la Caverna. Por eso Creb se había sentido tan seguro de que el León de la Caverna era el tótem de Ayla, pese al hecho de ser considerado como un tótem masculino. El Espíritu del León de la Caverna la había elegido y la había marcado él mismo y, por lo tanto, él era su protector.

Otros tótems del clan eran representados de forma similar, con signos esquemáticos derivados del movimiento o los gestos de la lengua de los signos. Pero la primera imagen realmente representativa que ella había visto jamás era el tosco esbozo de un animal que Jondalar había dibujado sobre un pedazo de cuero utilizado como blanco, de modo que, al principio, el objeto que vio en el suelo la desconcertó. Después, en un relámpago de intuición, comprendió de qué se trataba. Ayla no había visto nunca una muñeca mientras crecía, pero recordaba objetos análogos con los que jugaban los niños mamutoi y comprendió que era un juguete infantil.

Ayla se volvió y vio a Jondalar, que aún sostenía la cuerda que sujetaba a Corredor; estaba inclinado, con una rodilla doblada, en medio de una serie de esquirlas de pedernal, y examinaba un pedazo de la piedra que le interesaba. Miró a Ayla.

—Alguien ha estropeado una punta muy buena con un golpe final mal dado. Habría bastado con rozar apenas la punta, pero erró el blanco y el golpe fue demasiado fuerte… como si algo hubiera interrumpido de pronto al tallista. ¡Y aquí está el martillo de piedra! Sencillamente, lo abandonó.

Las muescas en la dura piedra ovalada indicaban que se había usado mucho la herramienta, y a un tallista que tenía experiencia trabajando el pedernal le resultaba difícil imaginar que alguien abandonase una de sus herramientas favoritas.

Ayla miró alrededor y vio pescado secándose sobre un bastidor y otros pescados enteros en el suelo, muy cerca. Uno tenía el vientre abierto, pero lo habían dejado allí. Había más indicios de tareas interrumpidas, pero ni la más mínima señal de la gente.

—Jondalar, hace poco aquí había personas, pero se han marchado precipitadamente. Incluso el fuego continúa ardiendo. ¿Dónde estarán?

—No lo sé, pero tienes razón. Se fueron deprisa. Lo abandonaron todo y… huyeron. Como si… tuvieran miedo.

—¿Por qué? —dijo Ayla, mirando alrededor—. No veo nada que sea temible.

Jondalar comenzó a menear la cabeza y entonces se dio cuenta de que Lobo olfateaba los rincones del campamento abandonado y metía el hocico en las tiendas, además de revisar los lugares donde habían dejado las cosas. A continuación, su atención se vio atraída por la yegua color de heno que pastaba cerca, arrastrando el armazón de estacas y el bote redondo, extrañamente desinteresada tanto de ellos como del lobo. Luego, el hombre se volvió para mirar al joven corcel de color pardo oscuro que le había seguido sin oponer la más mínima resistencia. El animal cargaba los canastos y la manta de montar y se mantenía pacientemente al lado de Jondalar, retenido tan sólo por el lazo sujeto a su cabeza con una tira de cuero y una cuerda.

—Ayla, creo que éste puede ser el problema. Sólo que nosotros no lo vemos —dijo. Lobo interrumpió de pronto su inquisitiva exploración, miró atentamente en dirección al bosque y partió en esa dirección—. ¡Lobo! —llamó Jondalar. El animal se detuvo y miró al hombre, meneando la cola—. Ayla, será mejor que le llames, porque quizá descubra a la gente de este campamento y la atemorice todavía más.

Ayla silbó y Lobo corrió hacia ella. La joven acarició el cuello de Lobo, pero miró preocupada a Jondalar.

—¿Quieres decir que nosotros los asustamos? ¿Que huyeron porque nos temen?

—¿Recuerdas el Campamento del Espolín? ¿Cómo se comportaron al vernos? Piensa lo que debemos parecerles a la gente cuando nos ven por primera vez. Viajamos con dos caballos y un lobo. Los animales no viajan con las personas; por regla general las evitan. Incluso los mamutoi de la Reunión de Verano necesitaron algún tiempo para acostumbrarse a nosotros, a pesar de que llegamos con la gente del Campamento del León. Si piensas en ello, debes reconocer que Talut se mostró muy valeroso al invitarnos, junto con nuestros caballos, a morar en su campamento la primera vez que le vimos —recordó Jondalar.

—¿Qué podemos hacer?

—Creo que deberíamos marcharnos. La gente de este campamento probablemente se oculta en el bosque y nos observa; cree que provenimos de algún lugar del mundo de los espíritus. Eso es lo que yo pensaría si viese a gente como nosotros que aparece de improviso.

—¡Oh! Jondalar —gimió Ayla, de pie en el centro del campamento vacío experimentando un sentimiento de decepción y soledad, pues ansiaba con todas sus fuerzas hablar con alguien. Miró de nuevo alrededor del campamento, y después inclinó la cabeza, asintiendo—. Tienes razón. Si la gente se ha marchado y no quiere darnos la bienvenida, debemos irnos. Pero me hubiese gustado conocer a la mujer con el niño que dejó el juguete y hablar con ella. —Empezó a caminar hacia Whinney, que acababa de salir del campamento—. No quiero que la gente me tema —dijo, volviéndose hacia el hombre—. ¿Podremos hablar con alguien en el curso de este viaje?

—No sé qué sucederá con los desconocidos, pero estoy seguro de que podremos visitar a los sharamudoi. Tal vez al principio se muestren un tanto temerosos, pero me conocen. Y ya sabes cómo es la gente. Una vez pasado el temor inicial, los animales les interesan mucho.

—Lamento que hayamos asustado a esta gente. Podemos dejarles un regalo, aunque no hayamos compartido su hospitalidad —dijo Ayla, y empezó a buscar en sus canastos—. Creo que un poco de comida estará bien…, quizá unos trozos de carne.

—Sí, es una buena idea. Por mi parte, tengo unas puntas de flecha. Creo que les dejaré una para reemplazar la que el artesano echó a perder. No hay nada más decepcionante que echar a perder una buena herramienta cuando uno está a un paso de terminarla —dijo Jondalar.

Mientras buscaba en su mochila el envoltorio de cuero en que guardaba las herramientas, Jondalar recordó que cuando él y su hermano viajaban, en el camino habían conocido a mucha gente que generalmente les daba la bienvenida y a menudo les ayudaban. Incluso en un par de ocasiones unos desconocidos les habían salvado la vida. Pero si la gente se inclinaba a temerles a causa de los animales que les acompañaban, ¿qué sucedería si Ayla y él llegaban a necesitar ayuda?

Abandonaron el campamento y remontaron las dunas arenosas que les condujeron al llano que formaba el nivel superior de la isla larga y angosta, deteniéndose al llegar a los terrenos cubiertos de hierba. Desde esa altura contemplaron la fina columna de humo del campamento y el río pardo que discurría más abajo, con su corriente que avanzaba visiblemente hacia la ancha extensión azul del Mar de Beran. De tácito acuerdo, ambos montaron y se volvieron hacia el este, para mirar mejor —por última vez— el gran mar interior.

Cuando llegaron al extremo oriental de la isla, aunque aún estaban en el territorio dominado por el río, se encontraban tan cerca de las aguas encrespadas del mar que podían ver las olas cubriendo los bancos de arena con su espuma blanquecina. Ayla miró más allá del agua y pensó que casi alcanzaba a distinguir el perfil de una península. La caverna del Clan de Brun, el lugar en que ella había crecido, estaba situada en el extremo meridional. Allí ella había dado a luz a su hijo y allí había tenido que dejarle cuando se vio obligada a partir.

Se preguntó cómo estaría. Sin duda, sería más alto que todos los varones de su edad. ¿Sería fuerte? ¿Estaría sano? ¿Se sentiría feliz? ¿La recordaría? Quién sabe. Si por lo menos pudiera verle una vez más, pensó Ayla, y entonces comprendió que si quería verle, ésta sería su última oportunidad. Jondalar proyectaba alejarse de allí en dirección al oeste. Ella jamás volvería a estar cerca de su clan o de Durc. ¿Por qué no dirigirse, en cambio, hacia el este? Tan sólo se trataría de un breve desvío lateral antes de continuar. Si evitaban la costa septentrional del mar, probablemente llegarían a la península en pocos días. Jondalar decía que estaba dispuesto a acompañarla, si deseaba tratar de encontrar a Durc.

—¡Ayla, mira! ¡No sabía que hubiera focas en el Mar de Beran! No he visto esos animales desde que era un chiquillo y salía de excursión con Willomar —dijo Jondalar, con voz que expresaba excitación y añoranza—. Nos llevó a Thonolan y a mí a ver las Grandes Aguas, y, después, el pueblo que vive cerca del borde de la tierra nos llevó al norte en una embarcación. ¿Habías visto focas alguna vez?

Ayla volvió su mirada hacia el mar, pero más cerca, al sitio que él señalaba. Varias criaturas oscuras, ágiles y perfiladas, con el bajo vientre de color gris claro, brincaban torpemente a lo largo de un banco de arena que se había formado detrás de algunas rocas casi sumergidas. Mientras ellos miraban, la mayor parte de las focas volvió a zambullirse en el agua, al percibir un cardumen de peces. Vieron emerger las cabezas mientras las últimas del grupo, más pequeñas y más jóvenes, también se zambullían. Instantes después se alejaron y desaparecieron con la misma rapidez con que habían llegado.

—Sólo desde lejos —respondió Ayla a la pregunta de Jondalar—, durante la estación fría. Les gustaban los hielos flotantes frente a la costa. El clan de Brun no se dedicaba a cazarlas. Nadie podía acercárseles, aunque Brun habló en cierta ocasión del día en que vio a varias de ellas sobre las rocas, cerca de una caverna marina. Algunas gentes creían que eran espíritus acuáticos invernales, no animales; pero una vez vi algunas muy pequeñas sobre el hielo y no pude creer que los espíritus acuáticos tuviesen hijos. Nunca supe dónde iban en verano. Seguramente venían aquí.

—Cuando lleguemos a mi hogar te llevaré a ver las Grandes Aguas. No tienes ni idea. Lo que tú ves aquí es un ancho mar, mucho más grande que todos los lagos que he visto en el curso de mi vida, y según dicen es de agua salada, pero no es nada comparado con las Grandes Aguas. Es como el cielo. Nadie llegó jamás procedente del lado opuesto.

Ayla percibió la ansiedad en la voz de Jondalar y sintió el anhelo de volver al hogar. Sabía que él no vacilaría en acompañarla si intentaba buscar el clan de Brun y a su hijo, si le decía que esto era lo que deseaba. Porque la amaba. Pero ella también le amaba y sabía que él se sentiría desgraciado a causa de su demora. Contempló el gran espejo de agua y después cerró los ojos tratando de contener las lágrimas.

De todos modos, pensó, no sabría dónde buscar al clan. Y ya no era el Clan de Brun. Ahora era el Clan de Broud y no le darían la bienvenida. Broud había lanzado contra ella la maldición de la muerte; estaba muerta para todos ellos, era un espíritu. Si ella y Jondalar habían atemorizado al campamento de la isla a causa de los animales y de su capacidad aparentemente sobrenatural de controlarlos, ¿cuánto más no atemorizarían al clan? Probablemente incluso a Uba y a Durc. A los ojos de aquella gente, ella sería un ser que retornaba del mundo de los espíritus y los animales que eran sus amigos constituían la mejor prueba de ello. Creían que un espíritu que volvía del país de los muertos lo hacía con el propósito de perjudicarlos.

Pero una vez que se encaminasen hacia el oeste, sería un paso definitivo. En adelante, y por el resto de su vida, Durc no sería más que un recuerdo. No tendría esperanza de volver a verle nunca. Ésa era la elección que debía realizar. Pensó que su decisión había sido tomada mucho tiempo atrás, pero no imaginaba que el dolor podría ser aún tan intenso. Volvió la cabeza, porque no quería que Jondalar viese las lágrimas que fluían a sus ojos mientras contemplaba la extensión de agua de color azul profundo, y en aquel momento Ayla envió por última vez un silencioso adiós a su hijo. Una renovada punzada de dolor atravesó su corazón, y comprendió que ese sufrimiento la acompañaría durante toda su vida.

Volvieron la espalda al mar y comenzaron a caminar a través de las altas hierbas de la estepa de la gran isla, permitiendo que los caballos descansaran y paciesen. El sol, luminoso y cálido, brillaba alto en el cielo. Trémulas oleadas de calor se elevaban del suelo polvoriento, portadoras del aroma cálido de la tierra y de lo que en ella crecía. En la planicie sin árboles que se extendía a cierta altura sobre la faja larga y estrecha de tierra, avanzaron protegidos por los sombreros de hierba trenzada, pero la evaporación de los canales fluviales circundantes cargaba el aire de humedad; gruesas gotas de sudor descendían ahora sobre la piel polvorienta de los viajeros. Éstos recibían agradecidos el ocasional hálito fresco del mar, la brisa irregular que traía el fuerte olor de la vida albergada en sus aguas profundas.

Ayla se detuvo para quitar de su frente la honda de cuero, sujetándola bajo el cordel que llevaba a la cintura, pues no quería que se humedeciese demasiado. Lo sustituyó por un pedazo de cuero blanco, análogo al que usaba Jondalar, aplicado sobre la frente y atado detrás, para absorber la humedad que le empapaba la piel.

Continuó andando y vio un saltamontes verdoso que saltaba y caía después para ocultarse en el acto, gracias al camuflaje de su color. Luego vio otro. Algunos emitían sonidos esporádicos que recordaban los enjambres de langostas. Pero aquí eran tan sólo una variedad más de insectos, como las mariposas que exhibían sus brillantes colores en una danza estremecida sobre los extremos superiores de la festuca, o el inofensivo zángano, que se asemejaba a la abeja de afilado aguijón y que ahora revoloteaba sobre un capullo.

Aunque el terreno elevado era mucho más pequeño, tenía el aspecto conocido de las estepas secas; pero cuando llegaron al extremo opuesto de la isla y miraron, se sintieron asombrados ante el mundo amplio, extraño y húmedo del enorme delta. Hacia el norte, a la derecha, estaba la tierra firme; más allá de una franja de arbustos ribereños había un pastizal de apagados matices dorados y verdosos. Pero hacia el sur y el oeste, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista —en la distancia parecía tan sólido y dilatado como la tierra—, quedaba el universo pantanoso que era la salida del gran río. Formaba un amplio lecho de juncos de un verdor intenso, que se balanceaban en un movimiento constante como el del mar, con el ritmo que le imprimía el viento, interrumpido sólo por algunos árboles que proyectaban sombras sobre el verde ondulante y los senderos sinuosos de los cursos de agua.

Mientras descendían por la ladera a través de los bosques abiertos, Ayla advirtió la presencia de los pájaros, un sinfín de variedades como no había visto nunca en un solo lugar, algunas de ellas desconocidas. Cuervos, cuclillos, estorninos y tórtolas emitían cada cual su gorjeo peculiar. Una golondrina, perseguida por un halcón, se zambulló y viró, y luego se hundió entre los juncos. Los milanos negros que volaban a gran altura y los busardos de los pantanos que rozaban el suelo buscaban peces muertos o moribundos. Las pequeñas currucas y los cazamoscas saltaban de los arbustos a los árboles altos, y las minúsculas tringas, los petirrojos y los alcaudones volaban de rama en rama. Las golondrinas flotaban en las corrientes de aire, casi sin mover una sola pluma, los poderosos pelícanos, con su vuelo majestuoso, navegaban en las alturas batiendo las alas anchas y poderosas.

Ayla y Jondalar emergieron en un sector diferente del río cuando llegaron de nuevo al agua, cerca de un matorral de sauces cabrunos que era la sede de una heterogénea colonia de aves del pantano: garzas nocturnas, pequeños airones, garzas púrpuras, cormoranes, y sobre todo relucientes ibis, todos ellos anidando juntos. En el mismo árbol, el acolchado nido de una variedad a menudo estaba a sólo una rama de distancia del nido de una especie completamente distinta, y en varios había huevos o polluelos. Las aves parecían mirar a los seres humanos y a los animales con tanta indiferencia como se miraban unas a otras, pero el activo lugar, hirviente de incesante actividad, era una atracción que el lobo joven y curioso era incapaz de ignorar.

Se aproximó lentamente, en actitud acechante, pero le distrajo la plétora de posibilidades. Finalmente, se abalanzó sobre cierto arbolito. Con estridentes chillidos y batir de alas, los pájaros más cercanos se elevaron en el aire, seguidos inmediatamente por otros que recibieron la advertencia. Otros más echaron a volar. El aire se pobló de aves del pantano, no cabía duda de que la vida aviar predominaba en el delta, puesto que más de diez mil individuos de diversas especies de la colonia mixta giraban y revoloteaban en un vuelo dramático.

Lobo volvió hacia el bosque, con la cola entre las patas, aullando y gañendo de temor ante la conmoción que él mismo había provocado. Para acrecentar el tumulto, los caballos, nerviosos y asustados, comenzaron a encabritarse y relinchar; después, galoparon hacia el agua.

Las angarillas limitaron los movimientos de la yegua, que en cierto modo tenía un carácter más equilibrado. Se aquietó con bastante rapidez, pero Jondalar tuvo bastantes dificultades con el joven corcel. Corrió hacia el agua en pos del caballo, y cuando la profundidad aumentó, se echó a nadar, y de pronto desapareció de la vista. Ayla consiguió rescatar a Whinney del canal y volver a tierra firme. Después de calmar y acariciar al animal, desenganchó las pértigas que el animal arrastraba y retiró el arnés para que la yegua corriese libremente y terminara de tranquilizarse. Seguidamente lanzó un silbido para llamar a Lobo. Fueron necesarios varios silbidos más para que el animal obedeciera, y cuando regresó, llegaba de una dirección distinta, de un lugar mucho más alejado del curso inferior, lejos del árbol que reunía a las aves y los nidos.

Ayla se quitó las ropas mojadas y se puso prendas secas, sacadas de un canasto; a continuación juntó leña para hacer fuego mientras esperaba a Jondalar. También él necesitaría cambiarse; felizmente, los canastos con sus cosas estaban en el bote redondo, donde se mantenían secas. Pasó un tiempo antes de que regresara y se acercase desde el oeste al fuego encendido por Ayla. Corredor había recorrido bastante trecho río arriba cuando Jondalar pudo alcanzarlo.

El hombre continuaba irritado con Lobo, lo cual era evidente no sólo para Ayla, sino también para el animal. El lobo esperó hasta que por fin Jondalar se sentó para beber una taza de infusión caliente, habiéndose cambiado previamente de ropa, y entonces se aproximó, arrastrándose sobre las patas delanteras, meneando la cola como un cachorro ansioso de jugar, gimiendo en tono de ruego. Cuando estuvo lo bastante cerca, Lobo trató de lamer la cara de Jondalar. El hombre le rechazó al principio aunque terminó por permitir que el tenaz animal se aproximara; Lobo pareció tan complacido que Jondalar tuvo que ceder.

—Parece que estuviera diciendo que lo lamenta, pero es difícil creerlo. ¿Cómo puede lamentarlo? Es un animal. Ayla, ¿es posible que Lobo sepa que se comportó mal y que lo sienta? —preguntó Jondalar.

Ayla no estaba sorprendida. Había visto actitudes semejantes cuando ella misma aprendió a cazar y observaba a los animales carnívoros a los que había elegido como presa. Las actitudes de Lobo hacia el hombre eran análogas al modo en que un lobo joven se comportaba a menudo con respecto al macho que era el jefe de la manada.

—No sé lo que sabe, ni lo que piensa —contestó Ayla—. Sólo puedo juzgar por sus actos. Pero ¿no sucede lo mismo con la gente? Uno nunca puede saber lo que alguien realmente sabe o piensa. Necesita juzgar por sus actos, ¿no te parece?

Jondalar asintió, sin saber todavía lo que debía creer o no. Ayla no dudaba de que Lobo lo sentía, pero no creía que eso importase demasiado. Lobo solía comportarse del mismo modo cuando ella intentaba que aprendiera a mantenerse lejos del calzado de cuero de la gente del Campamento del León. Había necesitado mucho tiempo para enseñar al lobo que debía dejar el calzado en paz, y por lo mismo no creía que él estuviera ya preparado para renunciar a la persecución de las aves.

El sol rozaba los picos altos e irregulares del extremo oriental de la larga cadena de montañas que se elevaba al oeste y arrancaba reflejos luminosos a las facetas heladas. La cordillera descendía desde las alturas de los peñascos meridionales a medida que avanzaba hacia el norte, y los picachos se suavizaban para convertirse en cimas redondeadas cubiertas por un reluciente manto blanco. Hacia el noroeste, las cumbres montañosas desaparecían detrás de una cortina de nubes.

Ayla se adelantó por una invitadora abertura de la orilla boscosa del delta fluvial y se detuvo. Jondalar iba detrás. El pequeño bosquecillo, con su alfombra de hierba, era un lugar un poco más amplio en una acogedora franja de árboles que conducía directamente a una laguna serena.

Aunque los brazos principales del gran río estaban colmados de un limo lodoso, la compleja red de canales y arroyos laterales que serpenteaban entre los juncos del enorme delta tenía agua limpia y potable. Los canales a veces se ensanchaban para formar amplios lagos o plácidas lagunas, rodeados por una gran diversidad de juncos, eneas, cañas y otras plantas, y a menudo estaban cubiertos por lirios acuáticos. Los resistentes nenúfares ofrecían lugares de descanso a las garzas más pequeñas y a innumerables ranas.

—Éste parece un buen sitio —dijo Jondalar, pasando la pierna sobre el cuello de Corredor y saltando ágilmente al suelo. Retiró sus canastos, la manta de montar y el cabestro, y soltó al joven corcel. El caballo avanzó en línea recta hacia el agua, y un momento después Whinney se le unió.

La yegua entró primero en el río y comenzó a beber. Al cabo de un momento empezó a golpear el agua con las patas, originando grandes salpicaduras que le empaparon el pecho y mojaron al joven corcel que bebía cerca de ella. La yegua inclinó la cabeza oliendo el agua, las orejas vueltas hacia delante. Después dobló las patas bajo el cuerpo, se zambulló en el agua, rodó de costado y se tumbó de espaldas. Con la cabeza en alto y las patas batiendo el aire, se revolvió complacida, frotando el cuerpo en el fondo de la laguna; después se echó sobre el costado opuesto. Corredor, que había estado mirando cómo se revolcaba su madre en el agua fresca, no pudo esperar más, e imitándola, se echó sobre los bajíos que estaban cerca de la orilla.

—Cualquiera hubiera dicho que ya se habían mojado bastante —dijo Ayla, que se acercó a Jondalar.

Él se volvió sonriendo al observar a los caballos.

—Les encanta chapotear en el agua, sin hablar del lodo o el polvo. No sabía que a los caballos les gustaba tanto revolcarse así.

—Ya sabes que les encanta que les rasquen. Creo que es su manera de rascarse solos —comentó la mujer—. A veces se rascan uno al otro, e incluso se comunican en qué parte quieren que les rasquen.

—Ayla, ¿cómo pueden comunicarse eso? A veces creo que te imaginas que los caballos son personas.

—No, los caballos no son personas. Son ellos mismos, pero obsérvalos alguna vez cuando están cabeza con cola. Uno rasca al otro con los dientes y después espera que lo rasquen en el mismo lugar —explicó Ayla—. Tal vez le dé un buen peinado a Whinney con la carda seca. Seguramente siente calor y picazón porque soporta el día entero las correas de cuero. A veces pienso que deberíamos abandonar el bote redondo…, aunque la verdad es que nos ha sido útil.

—Siento calor y picazón. Creo que también iré a nadar. Esta vez sin ropa —dijo Jondalar.

—Yo también lo haré, pero primero quiero sacar las cosas de los canastos. Las ropas que se mojaron todavía están húmedas. Las colgaré de esos arbustos y así se secarán. —Extrajo un bulto húmedo de uno de los canastos y comenzó a extender las prendas sobre las ramas de un matorral de aliso—. No me importa que las ropas se hayan mojado —indicó Ayla, mientras se ponía un taparrabos—, encontré un poco de raíz jabonosa, he lavado algunas prendas mientras te esperaba.

Mientras ayudaba a Ayla a colgar las ropas, Jondalar sacudió una prenda y descubrió que era su túnica. Se la mostró a la joven.

—Me ha parecido oír que habías lavado tus ropas mientras me esperabas.

—Lavé las tuyas después de que te cambiaste. El exceso de sudor pudre el cuero y ya estaban muy manchadas —explicó ella.

Jondalar no recordaba que se preocupase mucho por el sudor o las manchas cuando había viajado con su hermano, pero, de todos modos, la actitud de Ayla le complacía.

Cuando estuvieron preparados para entrar en el río, Whinney ya salía. Se detuvo en la orilla con las patas separadas, y después comenzó a sacudir la cabeza. La enérgica sacudida recorrió el cuerpo hasta llegar a la cola. Jondalar alzó sus brazos para protegerse de la rociada. Riendo, Ayla entró en el río y con las dos manos recogió más agua para arrojarla al hombre que comenzaba a sumergirse. Apenas el agua le llegó a la altura de las rodillas, Jondalar devolvió el favor. Corredor, que había concluido su baño y estaba cerca, recibió parte de la mojadura y retrocedió; después se encaminó hacia la orilla. Le gustaba el agua, pero en las condiciones que él mismo elegía.

Cuando se cansaron de jugar y nadar, Ayla comenzó a pensar en la cena de ambos. Del agua emergían hojas en forma de punta de lanza con flores de tres pétalos blancos que se oscurecían hasta volverse de color púrpura en el centro; y ella sabía que el tubérculo rico en almidón de la planta era nutritivo y agradable al paladar. Extrajo algunas plantas del fondo lodoso con los dedos de los pies; los tallos eran frágiles y se quebraban con demasiada facilidad, de modo que no convenía arrancarlos. Mientras Ayla regresaba a la orilla, también recogió plátanos acuáticos para cocinar y rábanos picantes que comerían crudos. El dibujo regular de unas hojas pequeñas y anchas que crecían a partir de un centro y flotaban en la superficie atrajo su atención.

—Jondalar, no pises esas castañas de agua —dijo, señalando los frutos con espinas diseminadas sobre la orilla arenosa.

Él recogió uno para examinarlo más de cerca. Las cuatro puntas estaban dispuestas de tal modo que mientras una siempre se aferraba al suelo, las otras apuntaban hacia arriba. Meneó la cabeza y la tiró al suelo. Ayla se inclinó para recogerla, junto con otras más.

—No es bueno pisarlas —indicó Ayla, en respuesta a la mirada interrogante de Jondalar—, pero son buenas para comer.

En la orilla, en la sombra que se formaba junto al agua, Ayla vio una conocida planta alta, de hojas color verde azulado, y miró alrededor para buscar otra planta cualquiera de hojas flexibles más o menos grandes para protegerse las manos mientras las arrancaba. Aunque había que tener cuidado mientras estaban frescas, las hojas aguzadas y urticantes serían deliciosas una vez cocidas. Una bardana acuática, que crecía al borde mismo del agua y alcanzaba casi la altura del hombre, tenía hojas basales de un metro de longitud que servirían perfectamente, pensó Ayla, y además también podían cocerse. En las inmediaciones crecían uña de caballo y varios tipos de helechos con sabrosas raíces. El delta ofrecía abundancia de alimentos.

Frente a la costa, Ayla vio una isla de altos juncos y espadañas que crecían en los bordes. Era probable que la espadaña fuese siempre un alimento frecuente para ellos. Estaban muy difundidas, eran prolíficas y tenían muchas partes comestibles, desde las viejas raíces aplastadas para separar las fibras del almidón, que se convertía en pulpa o en una sustancia que espesaba la sopa, a las raíces nuevas, ingeridas frescas o cocidas, y también la base de los tallos floridos, sin hablar de la densa concentración de polen, que podía convertirse en una especie de pan, todo era delicioso. Cuando eran frescas, las flores, agrupadas cerca del extremo del alto tallo, como un trozo de peluda cola de gato, también eran sabrosas.

El resto de la planta era útil en otros aspectos: las hojas, para fabricar canastos y esteras, y la pelusa y las flores, una vez desprendida la semilla, formaban un acolchado absorbente y una yesca excelente. Aunque Ayla, gracias a sus piedras de pirita de hierro, no necesitaba usarlas, sabía que los tallos leñosos y secos del año anterior podían retorcerse entre las dos palmas de la mano para hacer fuego, o utilizarse como combustible.

—Jondalar, saquemos el bote y vayamos a esa isla para recoger espadaña —pidió Ayla—. Hay muchas otras cosas buenas para comer que crecen allí, en el agua, como las vainas de semillas de esos lirios acuáticos y las raíces. Los tallos y las raíces de esos juncos tampoco son malos. Están bajo el agua, pero puesto que ya nos hemos mojado nadando, bien podemos arrancar algunos. Luego lo colocamos todo en el bote para traerlo aquí.

—Nunca has estado en este lugar. ¿Cómo sabes que esas plantas son buenas para comer? —preguntó Jondalar mientras desataba el bote sujeto a las angarillas.

Ayla sonrió.

—Había lugares pantanosos como éste cerca del mar, no lejos de nuestra caverna, en la península. No tan grandes como éste, pero también eran cálidos en verano, como ocurre aquí, e Iza conocía las plantas y el sitio en que podía encontrarlas. Nezzie me enseñó otras especies más.

—Me parece que conoces todas las especies que existen.

—Conozco muchas, pero no todas, y menos aún aquí. Ojalá pudiese preguntar a alguien. La mujer de esa isla grande, la que se fue cuando estaba limpiando raíces, probablemente hubiera podido informarme; lamento no haber podido conversar con ellos —dijo Ayla.

Su decepción era evidente y Jondalar comprendió que ansiaba la compañía de otras personas. Él también añoraba la presencia de la gente y deseaba haber podido relacionarse con alguien.

Empujaron el bote redondo hasta el borde del agua y se metieron en él. La corriente era lenta, pero más perceptible desde el interior de la embarcación redonda que se mecía y tuvieron que apresurarse a coger los remos para evitar ser arrastrados río abajo. Lejos de la orilla y de la alteración que habían provocado con su baño, el agua estaba tan clara que los cardúmenes de peces podían verse nadando alrededor de las plantas sumergidas. Algunos tenían proporciones bastante respetables, y Ayla pensó que, a la vuelta, atraparía algunos.

Se detuvieron frente a una concentración de nenúfares, tan densa que apenas podían ver la superficie del estanque. Cuando Ayla salió del bote y se sumergió en el agua, para Jondalar no fue tarea fácil mantener en su lugar la embarcación. El bote tendía a girar cuando él intentaba retroceder, pero cuando los pies de Ayla tocaron el fondo al mismo tiempo que se aferraba al costado de la embarcación, el pequeño cuenco flotante se estabilizó. Utilizando los tallos de las flores como guía, Ayla buscó las raíces con los dedos de los pies y las arrancó del suelo blando, recogiéndolas cuando flotaban sobre la superficie en medio de una nube de lodo.

Cuando Ayla se encaramó al bote, éste giró otra vez, pero los dos pudieron controlarlo con los remos, y después enfilaron hacia la isla, profusamente cubierta de juncos. Una vez cerca, Ayla advirtió que en las proximidades de la orilla crecía la variedad más pequeña de espadañas, así como arbustos de sauce, algunos casi del tamaño de árboles.

Remaron a través de la espesa vegetación en busca de un banco de arena, pero cuando apartaron los juncos no encontraron tierra firme, ni siquiera un banco de arena sumergido, y después de haberse abierto camino, el paso que habían practicado se cerró rápidamente detrás de ellos. Ayla tuvo un mal presentimiento y Jondalar experimentó la terrible sensación de ser capturados por una presencia invisible, rodeados como estaban por la selva de altos juncos. Sobre sus cabezas volaban pelícanos, pero tuvieron una impresión vertiginosa de que su vuelo recto se curvaba. Cuando miraron hacia atrás, entre el tupido cañaveral, les pareció que la orilla opuesta giraba lentamente.

—¡Ayla, estamos moviéndonos! ¡Girando! —gritó Jondalar, quien comprendió de pronto que lo que giraba no era la tierra que estaba enfrente, sino ellos mismos, porque la corriente movía en círculo tanto la embarcación como la isla entera.

—Salgamos de aquí —dijo ella, echando mano de su remo.

Las islas del delta eran generalmente de existencia efímera y siempre estaban sujetas a los caprichos de la Gran Madre de los ríos. Incluso las que ofrecían una densa vegetación de juncos podían desintegrarse, o la vegetación que comenzaba en una pequeña isla podía llegar a ser tan frondosa como para que una maraña de plantas se extendiera sobre el agua.

Cualquiera que fuese la causa inicial, las raíces de los juncos flotantes se entrelazaban y formaban una plataforma que sostenía la sustancia en descomposición —organismos acuáticos y vegetales— y ese material fertilizaba el rápido crecimiento de otros juncos. Con el tiempo se convertirían en islas flotantes cubiertas por distintas plantas. La enea, las variedades más pequeñas de espadaña de hojas angostas, los juncos, los helechos, incluso los arbustos de sauce que, con el tiempo, se convertían en árboles, crecían junto a los bordes, si bien los esbeltos juncos, que alcanzaban una altura de cuatro metros, constituían la vegetación principal. Algunos cenagales se transformaban en grandes paisajes flotantes, traicioneramente engañosos en su laberíntica ilusión de solidez y permanencia.

Valiéndose de los pequeños remos, aunque con bastante esfuerzo, obligaron al pequeño bote redondo a salir de la isla flotante. Cuando de nuevo llegaron a la periferia del inestable cenagal, descubrieron que no estaban frente a la tierra firme, sino ante las aguas abiertas de un lago, y la vista era tan espectacular que se les cortó el aliento. Sobre el fondo verde oscuro se delineaba una densa concentración de pelícanos blancos; cientos de miles agrupados, de pie, sentados, acurrucados en nidos confeccionados con juncos flotantes. Arriba, otros miembros de la enorme colonia volaban a diferentes niveles, como si los terrenos en que anidaban estuvieran demasiado llenos y ellos costeasen el lugar con sus grandes alas, en espera de que hubiese sitio libre.

Principalmente blancos, con un leve toque de rosado y las alas bordeadas por las plumas de color gris oscuro, las grandes aves alimentaban con sus largos picos y los abultados buches al racimo de polluelos de pelícano cubiertos de un suave plumón. Las ruidosas aves jóvenes silbaban y rezongaban, y los adultos respondían con gritos profundos y ásperos, todo en número tan elevado que la combinación era ensordecedora.

Parcialmente ocultos por las cañas, Ayla y Jondalar observaron fascinados la enorme colonia. Al oír un rezongo profundo, elevaron los ojos hacia el pelícano que volaba a escasa altura, y se preparaba para aterrizar, sostenido por las olas desplegadas que tenían una envergadura de tres metros. Llegó a un punto que estaba cerca del centro del lago, plegó las alas y se dejó caer como una piedra, golpeando el agua con un chasquido en un descenso torpe y desmañado. A poca distancia, otro pelícano, con las alas extendidas, se abalanzaba a través del espejo abierto del agua y trataba de remontar el vuelo. Ayla comenzó a comprender por qué preferían anidar a orillas del lago. Necesitaban mucho espacio para remontar el vuelo, aunque una vez en el aire, su vuelo era grácil y elegante.

Jondalar tocó el brazo de Ayla y señaló las aguas poco profundas, cerca de la isla, donde varias de las grandes aves nadaban formando una especie de frente que avanzaba con movimientos lentos. Ayla observó un momento y después sonrió al hombre. A cada poco, la hilera completa de pelícanos hundía simultáneamente la cabeza en el agua, y después, todos juntos, como si obedeciesen una orden, la alzaban, chorreándoles el agua de los grandes y largos picos. Algunos, pero no todos, habían atrapado algunos peces a los que estaban empujando. Otros podrían comer más tarde, pero todos continuaban moviéndose y hundiendo la cabeza en el agua, con un movimiento perfecto y rítmico.

Algunas parejas de otra variedad de pelícanos, con marcas un tanto distintas, y otros de una pollada anterior, anidaban en los bordes de la gran colonia. En la compacta aglomeración y sus alrededores, también anidaban y procreaban otras especies de aves acuáticas divertidas. Cormoranes, somormujos y una diversidad de patos, entre ellos los patos pelucones y los silvestres de ojos blancos y cresta roja. El pantano vibraba con una profusión de aves, todas ellas cazando y devorando los innumerables peces a su alcance.

El vasto delta era una extravagante y ostentosa demostración de abundancia natural; una riqueza de vida que se manifestaba casi con insolencia. Indemne, sin mácula, regida por su propia ley natural y sujeta únicamente a su exclusiva voluntad —y al gran vacío de donde provenía—, la Gran Madre Tierra se complacía en crear y mantener la prolífica diversidad de la vida. Sin embargo, asqueada por la furia depredadora, despojada de sus recursos, destruida por la contaminación sin freno y manchada por el exceso y la corrupción, su fecunda capacidad para crear y sustentar podía verse anulada.

Aunque convertida en estéril por la agresión destructiva, agotada su gran fertilidad productora, la ironía definitiva aún sería suya. Incluso estéril y despojada, la madre despreciada tenía poder para destruir lo que ella había creado. El dominio no puede imponerse; las riquezas de la Madre Tierra no pueden ser arrebatadas sin su conocimiento, sin tener su cooperación, sin respetar sus necesidades. Su voluntad de vivir no puede suprimirse sin pagar el castigo definitivo. Sin ella, la vida presuntuosa que ella creó no puede sobrevivir.

Aunque Ayla podía haber observado mucho más tiempo a los pelícanos, por fin comenzó a arrancar algunas de las espadañas y a depositarlas en el bote, pues ése era el motivo de la visita. Habían empezado a remar alrededor de la masa de juncos flotantes. Cuando volvieron a ver tierra, estaban mucho más cerca de su campamento. Apenas aparecieron, fueron saludados por un aullido largo, prolongado, rebosante de inquietud. Después de su incursión para cazar, Lobo había seguido el rastro de Jondalar y de Ayla y hallado el campamento sin dificultad; pero, al no encontrarlos allí, el joven animal se inquietó.

La mujer correspondió con un silbido para calmar la inquietud del lobo. Éste corrió hacia el borde del agua, elevó la cabeza y aulló de nuevo. Cuando cesó el aullido, olfateó las huellas, corrió arriba y abajo a lo largo de la orilla, y después se zambulló en el agua y comenzó a nadar hacia ellos. Al aproximarse, se apartó del bote y enfiló hacia la masa de juncos flotantes, confundiéndola con una isla.

Lobo trató de alcanzar la orilla inexistente, exactamente como habían hecho Ayla y Jondalar, pero chapoteó y se debatió entre los juncos, sin encontrar tierra firme. Finalmente, regresó nadando al bote. Con bastante dificultad, el hombre y la mujer aferraron el pelaje mojado del animal y lo depositaron en el bote redondo revestido de cuero. Lobo estaba tan excitado y aliviado a la vez que se abalanzó sobre Ayla y le lamió la cara, y acto seguido hizo lo mismo con Jondalar. Cuando al fin se calmó, permaneció en el centro del bote, se sacudió y aulló de nuevo.

Sorprendidos, oyeron en respuesta un aullido de lobo, después unos pocos gañidos y otra respuesta. Estaban rodeados por otra serie de aullidos lobunos, esta vez muy próximos. Ayla y Jondalar se miraron con un escalofrío de aprensión, sentados y desnudos en el pequeño bote, y escucharon los aullidos de una manada que provenía, no de la costa, donde terminaba el agua, sino de la isla flotante.

—¿Cómo puede haber lobos allí? —preguntó Jondalar—. No es una isla, no hay tierra, ni siquiera un banco de arena.

«Quizá en realidad no fueran lobos», pensó el hombre estremeciéndose. Tal vez fuesen… otra cosa…

Mirando atentamente entre los cañaverales, en dirección al lugar de donde había llegado el último aullido, Ayla alcanzó a ver una piel de lobo y unos ojos amarillos que la observaban. Después, un movimiento a mayor altura atrajo su atención. Miró hacia arriba y, parcialmente oculto por el follaje, distinguió un lobo que les contemplaba desde la cruceta de un árbol, con la lengua colgando.

Los lobos no trepaban a los árboles. Por lo menos, ninguno de los que ella había visto antes, y a decir verdad Ayla había visto muchos lobos. Tocó a Jondalar y señaló hacia donde se encontraba el lobo. El hombre vio al animal y contuvo la respiración. Parecía un auténtico lobo, pero ¿cómo se había encaramado al árbol?

—Jondalar —murmuró Ayla—, salgamos de aquí. No me gusta esta isla que no es una isla, con lobos que pueden trepar a los árboles y caminar sobre un suelo que no existe.

El hombre estaba tan nervioso como ella. Remontaron rápidamente las aguas del canal. Cuando estaban cerca de la orilla, Lobo saltó del bote. El hombre y la mujer lo siguieron y se apresuraron a arrastrar al pequeño bote hasta tierra firme, cogiendo las lanzas y los lanzadores. Los dos caballos miraban en dirección a la isla flotante. Normalmente, los lobos se mostraban tímidos y no les molestaban, sobre todo porque los olores mezclados de los caballos, los humanos y otro lobo constituían una situación extraña, pero ninguno se sentía seguro con respecto a estos lobos. ¿Eran lobos comunes, auténticos, o algo… contra natura?

Si el control en apariencia sobrenatural que ejercían sobre los animales no hubiera alejado a los habitantes de la gran isla, hubiesen sabido, gracias a aquellas personas familiarizadas con el pantano, que los extraños lobos no eran más antinaturales que ellos mismos. La tierra húmeda del gran delta era el hogar de muchos animales, incluso de los lobos de los juncos. Vivían principalmente en los bosques de las islas, pero se habían adaptado tan bien a aquel ambiente de aguas abundantes a lo largo de miles de años, que podían desplazarse fácilmente sobre los lechos de juncos flotantes. Incluso habían aprendido a trepar a los árboles, y eso, en un paisaje móvil e inundado, les proporcionaba una enorme ventaja cuando las crecidas los aislaban.

Que los lobos pudieran medrar en un ambiente que era casi acuático demostraba su gran capacidad de adaptación. Era esta misma adaptación que les permitía convivir tan bien con los seres humanos lo que, en el transcurso del tiempo, a pesar de que todavía podían procrear con sus antepasados salvajes, haría que llegasen a domesticarse por completo, hasta el extremo de que parecerían pertenecer a una especie distinta y muchos de ellos no se asemejasen en absoluto a los lobos.

Al otro lado del canal, en la isla flotante, se veían ahora varios lobos, dos de ellos en los árboles. Lobo miró expectante primero a Ayla y después a Jondalar, como si esperara instrucciones de los jefes de su manada. Otro de los lobos de los juncos emitió un aullido; el resto se le unió, provocando un escalofrío en la columna vertebral de Ayla. El sonido parecía distinto al de la canción de los lobos que ella estaba acostumbrada a oír, aunque no podía decir exactamente por qué. Cabía la posibilidad de que las reverberaciones del agua modificasen el tono, pero en todo caso acentuaba su inquietud acerca de los misteriosos lobos.

La situación terminó de súbito cuando los lobos desaparecieron, tan silenciosamente como se habían presentado. Momentos antes el hombre y la mujer, armados de sus lanzadores y acompañados de Lobo, se encontraban frente a una manada de extraños lobos de la que tan sólo les separaba un curso de agua, e instantes después los animales se habían ido. Ayla y Jondalar, que aún sostenían sus armas, se encontraron de pronto mirando fijamente a los inofensivos juncos y las espadañas y sintiéndose algo estúpidos a la par que inquietos.

Una fresca brisa, que hizo estremecer su piel desnuda, les advirtió que el sol había descendido tras las montañas que se levantaban al oeste y que caía la noche. Dejaron en el suelo sus armas, se vistieron deprisa, y a continuación se apresuraron a encender una fogata y a completar la organización del campamento; pero ambos parecían un tanto alicaídos. Ayla descubrió que con frecuencia comprobaba el estado de los caballos y se alegró de que éstos hubiesen decidido pastar en el campo verde en el que ellos habían acampado.

Mientras las sombras rodeaban el resplandor dorado del fuego, los dos mantenían un extraño silencio, atentos a los sonidos nocturnos del delta del río que surcaban el aire. Los graznidos de las garzas nocturnas ponían de manifiesto su actividad al anochecer, y luego sonó el canto de los grillos. Un búho emitió un fúnebre ulular. Ayla oyó un resuello entre los árboles cercanos y pensó que debía tratarse de un jabalí. Atravesando la distancia, el tartajeo grotesco de una hiena de las cavernas la sobresaltó, y después sonó más cerca el alarido frustrado de un gran felino al que se le había escapado la presa. Se preguntó si sería un lince, o quizá un leopardo de las nieves, y continuó esperando el aullido de los lobos; pero no hubo nada.

Ahora que las sombras aterciopeladas ocupaban todos los rincones y borraban los perfiles, apareció el acompañamiento de los restantes sonidos manifestándose en todos los intervalos de los anteriores. Desde todos los canales y las orillas de los ríos, los lagos y los estanques cubiertos de nenúfares, un coro de ranas ofrecía una serenata a la audiencia invisible. Las voces profundas y graves de las ranas de los pantanos y de las ranas comestibles marcaban el tono del coro anfibio, y los sapos de vientre rojizo se sumaron con su melodía resonante a modo de carillón. Servían de contrapunto los aflautados trinos de los sapos de diferentes colores, que se combinaron con el suave canturreo de los sapos cavadores, todo ello en armonía con la cadencia del áspero karreck-karreck-karreck de las ranas arborícolas.

Cuando Ayla y Jondalar se cubrieron con las pieles de dormir, el canto incesante de las ranas se había confundido con los demás sonidos familiares, pero los esperados aullidos de los lobos, cuando al fin se oyeron a lo lejos, continuaron provocando escalofríos en Ayla. Lobo irguió la cabeza y contestó a la llamada.

—¿Echará de menos a la manada de lobos? —preguntó Jondalar, rodeando con el brazo los hombros de Ayla. La joven se acurrucó contra el cuerpo del hombre, reconfortada por su calidez y su cercanía.

—No lo sé, pero a veces me lo pregunto. Bebé me abandonó para buscar a su compañera, pero el león macho siempre deja su territorio para buscar compañera de otro grupo.

—¿Crees que Corredor querrá abandonarnos? —preguntó el hombre.

—Whinney se ausentó un tiempo y vivió con un rebaño después de que su corcel muriera. No todos los caballos machos viven con rebaños de hembras. Cada rebaño elige un macho solo y éste tiene que rechazar a los demás. Los corceles jóvenes y los más viejos viven generalmente juntos en su propio rebaño, pero todos se sienten atraídos por las yeguas cuando es la temporada de compartir los placeres. Estoy segura de que Corredor hará lo mismo, pero en ese caso tendrá que luchar con el macho elegido —explicó Ayla.

—Tal vez pueda sujetarlo con una cuerda cuando llegue el momento —dijo Jondalar.

—No creo que debas preocuparte durante cierto tiempo. Los caballos suelen compartir los placeres en primavera, poco después de nacer las crías. Me preocupa más la gente con la cual podamos cruzarnos en nuestro viaje. No saben que Whinney y Corredor son especiales. Alguien puede intentar hacerles daño. Y tampoco parecen muy dispuestos a aceptarnos.

Mientras Ayla yacía en brazos de Jondalar, se preguntó lo que su pueblo pensaría de ella. Jondalar advirtió que Ayla estaba silenciosa y pensativa. La besó, pero ella no pareció tan sensible como de costumbre. Jondalar pensó que quizá estuviera fatigada; había sido un día muy movido. Él también estaba cansado. Se durmió escuchando el coro de las ranas. Despertó porque la mujer que estaba en sus brazos se agitaba y gritaba.

—¡Ayla! ¡Ayla! ¡Despierta! No pasa nada.

—¡Jondalar! ¡Oh!, Jondalar —exclamó Ayla, aferrándose a él—. Estaba soñando… con el clan. Creb intentaba decirme algo importante, pero nos hallábamos en el fondo de una caverna y estaba oscuro. Yo no podía ver lo que él decía.

—Probablemente has estado acordándote de ellos. Los mencionaste cuando estábamos en esa isla, mirando el mar. Me pareció que estabas inquieta. ¿Tal vez pensabas que ahora los dejabas atrás? —preguntó.

Ayla cerró los ojos y asintió, no muy segura de que pudiese pronunciar dos palabras sin llorar, y además no se atrevía a mencionar la inquietud que sentía en relación con su pueblo, ya que se preguntaba si la aceptarían no sólo a ella, sino también a los caballos y a Lobo. El clan y su hijo estaban perdidos para ella y no quería perder también a su familia de animales, si lograban llegar al hogar de Jondalar sanos y salvos con ellos. Sólo deseaba saber lo que Creb había intentado decirle en el sueño.

Jondalar la abrazó, consolándola con su calidez y su amor, comprendiendo su pena, pero sin saber qué decir. No obstante, la proximidad del hombre bastó para calmarla.