Capítulo 12

El brazo septentrional del Río de la Gran Madre, con su compleja red de canales, era el límite superior sinuoso y serpenteante del amplio delta. Los matorrales y los árboles estaban cerca del borde externo del río, pero más allá del angosto límite, fuera de la fuente inmediata de humedad, la vegetación leñosa dejaba paso a los pastos de la pradera. Cabalgando casi hacia el oeste a través de los pastizales secos, cerca de la faja boscosa, pero evitando los sinuosos recodos del río, Ayla y Jondalar lo remontaron por la orilla izquierda.

Se aventuraban a menudo en las tierras pantanosas, generalmente acampaban cerca del río y con frecuencia se asombraban ante la diversidad que veían. La ancha desembocadura ofrecía un aspecto uniforme vista desde lejos, cuando se encontraban en la extensa isla, mas a corta distancia revelaba una amplia gama de paisajes y vegetación, desde la arena desnuda hasta el bosque frondoso.

Cierto día cabalgaron dejando a su espalda un campo tras otro de espadañas, con penachos pardos agrupados como salchichas, coronados por púas cubiertas por masas de polen amarillo. Al siguiente, vieron amplios cuadros de gigantescos juncos, cuya altura era dos veces la de Jondalar, los cuales crecían junto a la variedad más corta y grácil; las esbeltas plantas proliferaban cerca del agua y formaban racimos más densos.

Las islas formadas por depósitos del limo en suspensión, por lo general largas y angostas lenguas de tierra constituidas por arena y arcilla, soportaban el embate de las aguas del río que fluía y de las corrientes encontradas del mar. El resultado era un variado mosaico de macizos de juncos, tierras bajas y anegadas, estepas y bosques en muchas etapas diferentes de desarrollo, todo ello sometido a rápidos cambios e infinidad de sorpresas. Esta permanente diversidad se extendía incluso más allá del límite. Los viajeros, de pronto, se encontraron con lagos que habían comenzado como depósitos de sedimentos en el río.

La mayor parte de las islas se habían estabilizado inicialmente gracias a las plantas de la playa y a las hierbas gigantes que alcanzaban una altura de casi un metro y medio y hacían las delicias de los caballos; su elevado contenido en sal atraía también a muchos otros animales. Sin embargo, el paisaje podía cambiar tan velozmente que a veces surgían islas, dentro de los confines de la inmensa desembocadura del río, con plantas todavía supervivientes en las dunas interiores al lado de bosques totalmente desarrollados, con su acompañamiento de lianas colgantes.

Mientras el hombre y la mujer avanzaban a lo largo del gran río, a menudo tenían que cruzar pequeños afluentes, pero los arroyos de aguas rápidas apenas eran perceptibles cuando los caballos los atravesaban chapoteando, y los pequeños cursos de agua en general podían vadearse fácilmente. Las tierras bajas anegadas de los canales que estaban secándose lentamente y cuyo curso había cambiado presentaban otros riesgos. Jondalar prefería dar un rodeo. Tenía perfecta conciencia del peligro de los terrenos pantanosos y del suelo suave y limoso que a menudo se formaba en esos lugares, a causa de la ingrata experiencia que él y su hermano habían sufrido cuando pasaron por allí. En cambio, desconocía los peligros que a veces se ocultaban bajo el abundante verdor.

Había sido un día largo y caluroso. Jondalar y Ayla, que buscaban un lugar para acampar durante la noche, se acercaron al río y vieron lo que parecía una posibilidad accesible. Descendieron una ladera en dirección a un bosquecillo fresco y sugestivo, con altas sargas, que proyectaban sombra sobre un prado especialmente verde. De pronto, una liebre parda y grande apareció ante ellos al otro extremo del campo. Ayla animó a Whinney a seguir adelante, al mismo tiempo que extraía la honda de su cintura, pero cuando comenzaron a atravesar el prado, el caballo vaciló porque sintió que el suelo firme bajo sus cascos se convertía en una sustancia esponjosa.

La mujer percibió casi inmediatamente el cambio de paso; afortunadamente, su primera reacción instintiva fue aceptar la actitud de la yegua, a pesar de que su pensamiento en ese momento era conseguir la cena. Frenó en el mismo momento en que Jondalar y Corredor llegaban al galope. El joven corcel también sintió el suelo más blando, pero llevaba más impulso, de modo que avanzó unos pocos pasos más.

El hombre casi salió despedido cuando las patas delanteras de Corredor se hundieron en una masa de lodo espeso y limoso, pero consiguió sostenerse y saltó al costado del caballo. Con un relincho agudo y un movimiento brusco, el joven corcel, con las patas traseras todavía apoyadas en suelo firme, logró sacar una pata del pantano que comenzaba a absorberla. Entonces retrocedió y, al encontrar un punto de apoyo firme, Corredor tiró hasta que la otra pata se liberó bruscamente de la arena movediza con un gorgoteo sonoro.

El joven caballo estaba impresionado, y el hombre se detuvo para apoyar la mano, en un gesto tranquilizador, sobre el cuello arqueado; después, arrancó una rama de un arbusto cercano y la usó para explorar el terreno que tenía al frente. Cuando el pantano se tragó la rama, tomó la tercera pértiga larga, que no se utilizaba en las angarillas, y exploró el suelo con ella; aunque cubierto de juncos y eneas, el estrecho campo era un profundo vertedero de arcilla y limo mezclados con agua. La ágil retirada de los caballos había impedido un posible desastre, pero en adelante Jondalar y Ayla se aproximaron con más prudencia al Río de la Gran Madre. Su caprichosa diversidad podía encerrar algunas sorpresas inesperadas.

Las aves continuaban siendo la vida silvestre predominante en el delta, en particular varias especies de garzas, airones y patos, así como una cantidad de pelícanos, cisnes, gansos, grullas y algunas cigüeñas negras e iris de brillantes colores que anidaban en los árboles. Las temporadas para anidar variaban según las especies, pero todas tenían que reproducirse durante el período más cálido del año. Los viajeros recogieron huevos de las diferentes aves para preparar comidas rápidas y fáciles —incluso Lobo descubrió el truco consistente en romper las cáscaras— y se aficionaron a algunas de las variedades que tenían un leve sabor a pescado.

Al cabo de algún tiempo, se acostumbraron a las aves del delta. Hubo menos sorpresas cuando comenzaron a tomar conciencia de lo que podían esperar, pero una tarde, cuando se acercaban cabalgando a los bosques de sarga plantada que crecían junto al río, presenciaron una escena asombrosa. Los árboles crecían frente a un amplio estanque, casi un lago, aunque al principio creyeron que era tierra más firme, pues los grandes nenúfares lo cubrían por completo. La visión que atrajo la atención de los dos consistía en la presencia de centenares de airones más pequeños, posados —los largos cuellos formaban una S y los largos picos estaban preparados para atrapar al pez— en casi todos los resistentes nenúfares que rodeaban a cada flor blanca, abierta y fragante.

Seducidos por el espectáculo, observaron un rato y después decidieron alejarse, temerosos de que Lobo acudiera a la carrera y asustase a las aves que ocupaban cada una su puesto. Estaban a poca distancia del lugar, atareados en organizar su campamento, cuando vieron centenares de airones de cuello largo elevándose en el aire. Jondalar y Ayla se detuvieron y contemplaron la escena mientras las aves, moviendo las grandes alas, se convertían en siluetas oscuras sobre el fondo de nubes rosadas del cielo del este. El lobo apareció trotando en el campamento, y Ayla supuso que era él quien había espantado a los airones. Aunque Lobo en realidad no intentaba atrapar ningún ejemplar, le divertía tanto perseguir a las bandadas de aves del pantano que Ayla se preguntaba si acaso procedía así porque le gustaba verlas elevarse hacia el cielo. En todo caso, ella desde luego se sentía maravillada por el espectáculo.

Ayla despertó a la mañana siguiente sintiéndose acalorada y con la piel pegajosa. El calor era cada vez más intenso y no tenía ganas de levantarse. Experimentó el deseo de descansar siquiera fuese un día. En realidad, más que fatigada, estaba cansada de viajar. Se dijo que incluso los caballos necesitaban descansar. Jondalar había insistido en seguir adelante, y ella adivinaba la necesidad que le impulsaba, pero si un día importaba tanto en la travesía del glaciar, como él insistía en afirmar, entonces ya era demasiado tarde. Necesitarían más de un día, seguro, con el tiempo apropiado, para avanzar sin riesgo. De todos modos, cuando él se levantó y comenzó a preparar las cosas, Ayla le imitó.

A medida que la mañana avanzaba, el calor y la humedad, incluso en la llanura abierta, se hicieron cada vez más agobiantes, y cuando Jondalar propuso que se detuvieran para nadar, Ayla aceptó sin vacilar. Se acercaron al río y contemplaron complacidos el claro sombreado que terminaba en el agua. Un arroyo estacional, todavía un poco fangoso y repleto de hojas en descomposición, dejaba apenas un pequeño sector de hierba, pero era un rincón fresco y atractivo, rodeado de pinos y sauces. Conducía a una zanja fangosa llena de agua, y un poco más lejos, en un recodo del río, una playa estrecha y pedregosa avanzaba hacia un estanque tranquilo, moteado por el sol que se filtraba a través de las ramas colgantes de los sauces.

—¡Esto es perfecto! —exclamó Ayla con una ancha sonrisa.

Al ver que la joven comenzaba a desenganchar las angarillas, Jondalar preguntó:

—¿Crees que es realmente necesario? No permaneceremos aquí mucho tiempo.

—Los caballos también necesitan descansar, y quizá deseen revolcarse en el suelo o bañarse —dijo Ayla, mientras retiraba de Whinney los canastos y la manta—. Y me gustaría esperar a que Lobo nos alcanzara. No le he visto en toda la mañana. Seguramente descubrió el olor de algo maravilloso y estará persiguiéndolo con todas sus fuerzas.

—Está bien —concedió Jondalar, y comenzó a desatar las cuerdas que sujetaban los canastos al lomo de Corredor. Los depositó en el interior del bote redondo que estaba al lado de Ayla y descargó sobre la grupa del corcel una palmada amistosa, para indicarle que era libre de seguir a su madre.

La joven se despojó rápidamente de sus escasas prendas y entró en el estanque, mientras Jondalar se detenía para orinar. Miró a Ayla y ya no pudo apartar los ojos. Estaba de pie con el agua reluciente hasta las rodillas, iluminada por un rayo de sol que se deslizaba a través de una abertura entre los árboles, envuelta en un halo luminoso y dorado que le encendía los cabellos y arrancaba reflejos a la piel desnuda y bronceada de su cuerpo flexible.

Al observarla, Jondalar se sintió impresionado por la belleza de Ayla. Durante un momento, el amor intenso que sentía por ella le abrumó y pareció que le anudaba la garganta. Ayla se inclinó para recoger agua con las manos y mojarse el cuerpo; aquel gesto acentuó la redonda plenitud de sus caderas y mostró la piel más pálida del interior del muslo, al mismo tiempo que provocaba en Jondalar una oleada de calor y deseo. Jondalar miró el miembro que aún sostenía en la mano y sonrió, y comenzó a pensar en algo más que en la posibilidad del baño.

Ella le miró cuando comenzó a internarse en el agua, vio su sonrisa y la expresión conocida y apremiante en los intensos ojos azules, y después vio la forma de su virilidad que comenzaba a cambiar. Experimentó una agitación profunda como respuesta; luego, se relajó, y cierta tensión de la que no se había dado cuenta se disipó. Ese día no continuarían el viaje, por lo menos si ella podía evitarlo. Ambos necesitaban un cambio de rumbo, una distracción que les complaciera y excitase.

Él había advertido la mirada que Ayla le dirigió, y en cierto momento percibió la respuesta positiva y un leve cambio de postura de la joven. Sin que en realidad cambiase de posición, su actitud se hizo más invitadora. La reacción de Jondalar fue evidente. No habría podido ocultarla, aunque lo deseara.

—El agua está maravillosa —dijo Ayla—. Ha sido una buena idea venir a nadar. Hace demasiado calor.

—Sí, siento mucho calor —confirmó Jondalar, con una sonrisa pícara mientras se acercaba a ella—. No sé cómo lo consigues, pero no puedo controlarme cuando estás cerca.

—¿Por qué quieres controlarte? Yo tampoco me domino cuando tú estás cerca. Es suficiente que me mires de ese modo, y ya estoy dispuesta.

Sonrió, con la sonrisa amplia y hermosa que a él le encantaba.

—¡Oh, mujer! —suspiró Jondalar mientras la abrazaba. Ella le echó los brazos al cuello y Jondalar se inclinó para tocar los labios suaves de Ayla con los suyos en un beso firme y prolongado. Deslizó las manos por la espalda de Ayla y sintió la piel bronceada por el sol. A ella le encantaba la caricia de Jondalar y respondió con un ansia instantánea y sorprendente.

Él bajó más las manos, hasta las nalgas suaves y redondeadas, y la estrechó aún más. Ella sintió toda la longitud de su tibia dureza contra el estómago, pero el movimiento la hizo perder el equilibrio. Trató de reaccionar, pero una piedra se hundió bajo su pie. Se prendió de Jondalar para sostenerse y desequilibró al hombre cuando los pies se le deslizaron. Golpearon ruidosamente el agua al caer y después se incorporaron riendo.

—No te habrás lastimado, ¿verdad? —preguntó Jondalar.

—No —contestó ella—, pero el agua está fría y yo pretendía entrar poco a poco. Ahora que estoy mojada creo que iré a nadar. ¿No es lo que hemos venido a hacer?

—Sí, pero eso no significa que no podamos hacer también otras cosas —dijo Jondalar. Vio que el agua llegaba exactamente bajo los brazos de Ayla y que sus pechos llenos flotaban, recordándole las proas curvas de un par de botes con extremos duros y rosados. Se inclinó y lamió un pezón, sintiendo su tibieza en el agua fría.

Ella respondió estremecida y echó la cabeza hacia atrás para permitir que la sensación la colmase. Él buscó el otro pecho, lo encerró en la mano; después deslizó la otra mano por el costado de Ayla y la acercó más. Ayla sentía intensamente, y la presión de la palma de Jondalar que rozaba el pezón duro enviaba nuevos ramalazos de placer a través del cuerpo femenino. Él succionó el otro pezón y después lo frotó y besó el resto del pecho y ascendió por la garganta y el cuello. Le sopló suavemente al oído y después buscó los labios de la joven. Ella entreabrió apenas la boca y sintió el contacto de la lengua del hombre y a continuación su beso.

—Ven —dijo él, cuando se separaron; se incorporó y le ofreció una mano para ayudarla—. Vamos a nadar.

Se internaron en el estanque, hasta que el agua alcanzó la cintura de Ayla; después apretó contra su cuerpo a la joven para besarla otra vez. Ella sintió la mano del hombre entre sus piernas y la frescura del agua cuando él le entreabrió los pliegues, y una sensación más intensa cuando encontró el nudo pequeño y duro y lo frotó.

Ayla dejó que la sensación la recorriese. Después, pensó que aquello estaba sucediendo con demasiada prisa, tanto que casi estaba dispuesta. Respiró hondo, se apartó de la mano de Jondalar, y riendo, le salpicó.

—Creo que deberíamos nadar —dijo Ayla, y extendió los brazos, nadando unas cuantas brazadas. El estanque en que nadaban era pequeño y estaba cerrado en el lado opuesto por una isla sumergida cubierta por un denso lecho de juncos. Después de atravesar el estanque, ella se puso de pie y miró a Jondalar. Éste sonrió y Ayla sintió la fuerza del magnetismo masculino, de su necesidad, de su amor, y le deseó. Jondalar nadó hacia ella y Ayla comenzó a nadar de regreso a la playa. Cuando se encontraron, él se volvió y la siguió.

Donde el agua era menos profunda, Jondalar se puso de pie y dijo:

—Bien, ya hemos nadado. —Y le cogió la mano y la llevó hacia la playa. La besó otra vez y sintió que ella le aferraba con más fuerza; Ayla pareció derretirse en los brazos de Jondalar, cuando sus pechos, su estómago y muslos se apretaron contra el cuerpo del hombre.

—Ahora es el momento de hacer otras cosas —dijo él.

Ayla sintió que se le cortaba la respiración y él vio que sus ojos se dilataban. La voz de Ayla se estremeció un poco cuando intentó hablar.

—¿A qué te refieres? —preguntó, tratando de insinuar una sonrisa burlona.

Él se echó sobre la alfombra de hierba y tendió una mano a Ayla.

—Ven aquí, te lo demostraré.

Ayla se sentó al lado de Jondalar. Él la acostó al mismo tiempo que la besaba, y enseguida, sin más preliminares, se movió para cubrirla. Deslizándose, le abrió las piernas y le pasó la lengua tibia sobre los pliegues húmedos y frescos. Los ojos de Ayla se abrieron de forma desmesurada y se estremeció ante la súbita y palpitante oleada que la invadió en lo más profundo de su ser. Después sintió una dulce comezón cuando él le succionó en el lugar de los placeres.

Jondalar deseaba saborearla, bebérsela, y sabía que ella estaba preparada. Su propia excitación se acentuó cuando percibió la respuesta de la joven, y las entrañas le dolían de deseo en el instante mismo en que su virilidad, poderosa y levemente curva, alcanzaba su máxima proporción. La frotó con la nariz, la mordisqueó, la sorbió, manipulándola con la lengua, y después se inclinó para saborear el interior de Ayla, y la degustó. Pese a toda su ansiedad, deseaba continuar así eternamente. Le encantaba darle placer.

Ayla sintió que el frenesí se acentuaba en su interior, gimió, después gritó cuando percibió que se aproximaba a la culminación y casi llegaba a la cima.

Si él hubiera querido, podría haberse liberado incluso sin penetrar en ella, pero también le encantaba sentirla cuando estaba dentro. Deseaba que hubiese un modo de hacer todo simultáneamente.

Ella extendió las manos hacia Jondalar y se alzó para ir a su encuentro mientras el clamoroso torbellino que se desataba en su interior se acentuaba; entonces, casi sin darse cuenta, de pronto, se produjo la erupción. Él sintió la humedad y la tibieza de Ayla; entonces se elevó un poco y, al acercarse, encontró la deliciosa entrada; con un movimiento enérgico e impetuoso, la llenó por completo. Su ansiosa virilidad estaba tan dispuesta, que no sabía cuánto tiempo podría esperar.

Ella pronunció el nombre de Jondalar, le buscó con las manos, ansiaba tenerle, y se arqueaba para corresponder al ímpetu del hombre. Él se zambulló otra vez y sintió la totalidad del abrazo femenino, y entonces, estremeciéndose y gimiendo, se retiró un poco y sintió la exquisita presión en sus entrañas cuando su órgano sensible provocó sensaciones profundas en su cuerpo. Y de pronto, estaba allí, no podía esperar más; cuando atacó de nuevo, sintió que el estallido de los placeres le transportaba. Ayla gritó con él, cuando su frenético deleite la desbordó.

Jondalar desencadenó unos pocos impulsos más; después se derrumbó sobre ella y ambos descansaron de la estimulante excitación y la tempestuosa liberación. Al cabo de un rato, él alzó la cabeza y Ayla se movió apenas para besarle, consciente del olor y el sabor a sí misma, lo que siempre le recordaba los increíbles sentimientos que Jondalar podía evocar en ella.

—Pensé que deseaba que esto durase, que tardásemos mucho tiempo, pero estaba tan preparada para ti…

—Bueno; eso no significa que no pueda durar —dijo Jondalar, y vio que los labios de Ayla dibujaban una lenta sonrisa.

Jondalar rodó de costado y después se sentó.

—Esta playa pedregosa no es muy cómoda —comentó—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—No lo advertí, pero ahora que lo mencionas, tengo una piedra clavada en la cadera y otra en el hombro. Creo que deberíamos buscar un lugar más blando… donde puedas acostarte —dijo ella con una sonrisa pícara y cierto brillo en los ojos—. Pero ante todo, quiero nadar de verdad. Quizá haya aquí cerca un canal más hondo.

Volvieron al río, nadaron la corta distancia del estanque, y continuaron aguas arriba, atravesando el lecho poco profundo y fangoso de juncos. En el otro lado, el agua, de pronto, se volvió más fría, y enseguida el suelo se hundió bajo sus pies y se encontraron en un canal abierto que seguía un curso sinuoso entre los juncos.

Ayla se adelantó a Jondalar, pero él hizo un esfuerzo y la alcanzó. Ambos eran nadadores vigorosos y no tardaron en mantener una competición amistosa, desplazándose a lo largo del canal abierto que se curvaba y pasaba entre los altos juncos. Estaban tan igualados, que la ventaja más pequeña podía determinar que uno u otro se adelantase. Ayla iba delante cuando llegaron a una bifurcación en la que los nuevos canales describían una curva tan brusca que cuando Jondalar giró había perdido de vista a la joven.

—¡Ayla! ¡Ayla! ¿Dónde estás? —llamó. No hubo respuesta. Llamó de nuevo y avanzó por uno de los canales. Éste viraba sobre sí mismo; lo único que el hombre podía ver era una superficie cubierta de juncos. Dondequiera que mirase, sólo había paredes de altos juncos. Dominado por un súbito pánico, volvió a llamar:

—¡Ayla! ¿En qué lugar del frío mundo acuático de la Madre estás?

De pronto oyó un silbido, el mismo que Ayla empleaba para llamar a Lobo. Un sentimiento de alivio le dominó, pero parecía sonar mucho más lejos de lo que él hubiera pensado. Silbó en respuesta y oyó la contestación de Ayla, y entonces comenzó a nadar para volver atrás. Llegó al lugar en que el canal se dividía y siguió la otra bifurcación.

También ésta giraba sobre sí misma y continuaba por otro canal. Sintió que una fuerte corriente le arrastraba y de repente se encontró avanzando río abajo. Pero delante de él descubrió a Ayla, que nadaba con todas sus fuerzas para compensar el empuje de la corriente, y trató de acercarse a la joven. Ella continuó avanzando cuando él se puso a su altura, temerosa de que la corriente la llevase de nuevo al canal si se detenía. Él se volvió y nadó río arriba, al lado de Ayla. Cuando llegaron a la bifurcación, se detuvieron para descansar, mientras se mantenían a flote.

—¡Ayla! ¿En qué estabas pensando? ¿Por qué no te aseguraste de que yo sabía adónde ibas? —la censuró Jondalar en voz alta.

Ella le sonrió, consciente de que la cólera de Jondalar era un modo de liberar la tensión provocada por el temor y la inquietud.

—Sólo intentaba adelantarte. No imaginaba que el canal hiciera esa curva tan brusca ni que la corriente fuera tan fuerte. Me arrastró antes de que yo misma comprendiese lo que sucedía. ¿Por qué es tan violenta?

Aliviada la tensión, y más tranquilo ahora que ella estaba a salvo, la irritación de Jondalar se disipó rápidamente.

—No lo sé —dijo—. Es extraño. Tal vez estemos cerca del canal principal, o quizá el suelo bajo el agua esté hundiéndose.

—Bien, volvamos. Estas aguas son frías y quiero llegar a esa playa soleada —concluyó Ayla.

Con la ayuda de la corriente, en el trayecto de regreso nadaron más despacio. Aunque no era tan fuerte como la corriente del otro canal, también los transportaba. Ayla se volvió para flotar de espaldas y contempló los juncos verdes que se deslizaban y, arriba, la bóveda celeste azul claro. El sol continuaba iluminando el cielo por el este, pero estaba alto.

—¿Recuerdas si entramos por este canal, Ayla? —preguntó Jondalar—. Me parece reconocer este sitio.

—Había tres pinos altos en hilera en la orilla, y el árbol del centro era más grande. Estaban detrás de algunos sauces de ramas colgantes —dijo ella, y después se volvió para nadar de nuevo.

—Aquí hay muchos pinos junto al agua. Tal vez deberíamos acercarnos a la orilla. Es posible que hayamos pasado de largo —dijo él.

—No lo creo. El pino que crecía más cerca de la orilla tenía una deformación extraña. Todavía no lo he visto. Espera…, allí delante…, ahí está, ¿lo ves? —gritó Ayla, acercándose al lecho de juncos.

—Tienes razón —dijo Jondalar—. Por aquí hemos pasado. Los juncos están torcidos.

Pasaron entre los juncos y se deslizaron en el pequeño estanque, cuyas aguas estaban tibias. Salieron a la pequeña lengua de terreno pedregoso con la sensación de que volvían al hogar.

—Creo que encenderé fuego y prepararé alguna infusión —propuso Ayla, pasándose las manos por los brazos para desprenderse del agua. Se recogió los cabellos y los escurrió; después fue en busca de los canastos y recogió algunos trozos de madera en el camino.

—¿Quieres tus ropas? —preguntó Jondalar, que traía más leña.

—Prefiero secarme un poco primero —dijo Ayla, quien observó que los caballos estaban pastando en la estepa próxima, pero no vio el menor rastro de Lobo. Experimentó un acceso de inquietud, aunque no era la primera vez que el animal se alejaba solo durante media jornada—. ¿Por qué no extiendes la manta ahí al sol sobre esas hierbas? Descansa, que yo prepararé la infusión.

Ayla encendió un buen fuego mientras Jondalar buscaba un poco de agua. Después examinó las hierbas secas de su provisión, escogiendo algunas con el mayor cuidado. Le pareció que la infusión de mielga sería conveniente, pues en general estimulaba y refrescaba, con algunas hojas y flores de borraja, que era un tónico saludable, y alhelíes, que aportaban dulzor y un sabor ligeramente picante. Para Jondalar eligió también alguno de los amentos machos rojo oscuro de los alisos, los mismos que había recolectado al principio de la primavera. Recordó que había experimentado sentimientos contradictorios al recogerlos, pues recordaba su promesa de unirse a Ranec, aunque siempre había deseado unirse a Jondalar. Experimentó una cálida oleada de felicidad cuando agregó los amentos al recipiente de Jondalar.

Hecho esto, llevó los dos cuencos con la infusión al lugar donde Jondalar descansaba. Parte de la manta que él había desplegado ya estaba en la sombra, pero Ayla se sentía igual de contenta. El calor del día ya había eliminado el frío del agua. Entregó a Jondalar el recipiente y se sentó a su lado. Descansaron juntos, como dos buenos camaradas, bebiendo el líquido refrescante, sin hablar casi, observando a los caballos que estaban juntos, cabeza contra grupa, espantando cada cual con la cola las moscas que se posaban en la cara del otro.

Cuando terminó, Jondalar se recostó, las manos enlazadas bajo la nuca. Ayla se alegró de verle más tranquilo y de que no insistiera en incorporarse y partir inmediatamente. Depositó su cuenco en el suelo y después se tendió al lado de Jondalar; apoyó la cabeza en el hueco bajo el hombro de su compañero y descansó el brazo sobre el pecho masculino. Ayla cerró los ojos, absorbió el olor del hombre y sintió que él la rodeaba con el brazo y que su mano se deslizaba hacia la cadera que ella le ofrecía, en una caricia gentil e inconsciente.

Ayla volvió la cabeza y besó la piel tibia; después sopló en dirección al cuello de Jondalar, quien experimentó un ligero estremecimiento y cerró los ojos. Ella le besó de nuevo, y a continuación se incorporó a medias y depositó una serie de besos leves sobre el hombro y el cuello de Jondalar. Los besos de Ayla le conmovieron más de lo que él podía soportar, pero al mismo tiempo le excitaron con tal intensidad que no quiso moverse y se obligó a permanecer quieto.

Ella le besó el cuello, la garganta, el mentón, y sintió el nacimiento del bigote en sus propios labios; después, se elevó un poco hasta que alcanzó la boca de Jondalar y le acarició los labios de un extremo al otro con sus suaves pezones. Seguidamente, se retiró y le miró. Jondalar tenía los ojos cerrados, pero en su cara había una expresión de expectativa. Por fin abrió los ojos y la vio inclinada sobre él, sonriendo con auténtica complacencia, los cabellos todavía húmedos y colgando sobre un hombro. Quiso apresarla, aplastarla contra su cuerpo, pero se limitó a responder con una sonrisa.

Ayla se inclinó tocando con la lengua la boca de Jondalar, con movimientos tan leves que él apenas podía sentirlos, pero la brisa que corría a través de la humedad le provocaba increíbles estremecimientos. Finalmente, cuando Jondalar pensaba que ya no podía soportar más, ella le dio un beso intenso. Jondalar sintió la lengua de Ayla que le abría la boca para penetrar en ella. Lentamente exploró el interior, así como la cavidad debajo de su lengua y el paladar de su boca, probando, tocando, acariciando, y después le pellizcó los labios con levísimos mordiscos, hasta que él ya no pudo soportar más. Levantó los brazos, aferró la cabeza de Ayla y la acercó, mientras él mismo levantaba la cabeza para darle un beso firme, fuerte y satisfactorio.

Cuando él echó la cabeza de nuevo hacia atrás y soltó a Ayla, ella sonreía perversamente. Había conseguido que reaccionara, y ambos lo sabían. Mientras él la observaba, tan complacida consigo misma, también él se sentía complacido. Ayla ansiaba innovar y jugar. Una oleada de sensaciones le recorrió el cuerpo sólo de pensarlo. Era una perspectiva interesante. Sonrió y esperó, observándola con sus sorprendentes ojos de un azul intenso.

Ella se inclinó y le besó de nuevo en la boca, en el cuello, los hombros y el pecho, y a continuación los pezones. Luego, en un súbito cambio, Ayla se arrodilló a un costado de Jondalar y se agachó sobre él, deslizándose hacia abajo hasta aferrar el órgano dilatado. Mientras tomaba todo cuanto podía en su boca cálida, él sintió cómo la húmeda tibieza de Ayla encerraba el extremo sensible de su virilidad y llegaba aún más lejos. Ayla retrocedió lentamente, provocando la succión, y él sintió un tirón que parecía partir de un lugar interno y profundo y extenderse a todos los rincones de su cuerpo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el placer cada vez más intenso, mientras ella movía las manos y la boca tibia y exigente ascendía y descendía por el largo vástago de Jondalar.

Ayla tanteó el extremo con su lengua exploratoria, después trazó rápidos círculos alrededor y él empezó a desearla con más apremio. Ella extendió la mano para sostener el blando saco que estaba debajo del miembro, y suavemente —él le había dicho que fuera siempre delicada cuando le tocase aquella parte de su anatomía— palpó los dos guijarros misteriosos, blandos y redondos, que había dentro. Se sintió intrigada, se preguntó para qué servían e intuyó que, de alguna manera, eran importantes. Cuando las tibias manos femeninas abarcaron el saco blando, él experimentó una sensación distinta, grata, pero con un toque de inquietud por ese lugar sensible, que parecía estimularle de otro modo.

Ella se apartó y miró a Jondalar. El placer intenso que él sentía con ella y con lo que hacía se manifestaba en su cara y en sus ojos al sonreír alentándola. Ella disfrutaba proporcionándole placer. Eso la estimulaba de un modo diferente, pero profundo y sugestivo, permitiéndola comprender un poco por qué a él le agradaba tanto complacerla. Después, la joven le besó; fue un beso largo y prolongado, tras lo cual retrocedió un poco y le pasó una pierna por encima sentándose a horcajadas sobre Jondalar, de cara a sus pies.

Sentada sobre el pecho de Jondalar, Ayla se inclinó y tomó entre sus manos el miembro duro y palpitante. Aunque estaba duro y dilatado, la piel era suave, y cuando ella lo sostuvo en su boca, lo sintió liso y tibio. Cubrió toda su extensión con besos suaves y pequeños mordiscos. Cuando llegó a la base, continuó un poco más en busca del saco blando, lo introdujo suavemente en su boca y sintió las firmes redondeces interiores.

Jondalar se estremeció cuando llamaradas de inesperado placer le recorrieron el cuerpo. Casi era demasiado. No sólo las sensaciones tumultuosas que experimentaba, sino la visión de Ayla. Ella se había elevado un poco para alcanzarle, y como tenía las piernas abiertas a ambos lados del cuerpo del hombre, él podía ver los pétalos y los pliegues húmedos, intensamente rosados, e incluso la deliciosa abertura. Ayla soltó el saco blando y retrocedió un poco para introducir de nuevo en su boca esa virilidad excitante y palpitante, y succionar otra vez, pero de pronto notó que él la obligaba a retroceder un poco más. Y entonces, en un inesperado arrebato de excitación, la lengua de Jondalar encontró los pliegues femeninos y el lugar de los placeres de la mujer.

La exploró ansioso, totalmente, con las manos y la boca, sorbiendo y manipulando, sintiendo la alegría de darle placer, y al mismo tiempo la excitación que ella le provocaba al avanzar y retroceder, introduciendo y retirando el miembro masculino, mientras lo succionaba.

Ella llegó muy pronto al límite, estaba preparada y ya no podía soportar más, pero él intentaba contenerse y se esforzaba por prolongar la situación. Le hubiera sido muy fácil entregarse, pero deseaba más, de forma que cuando ella se interrumpió, porque sus sentidos abrumados se lo impusieron, y arqueó hacia atrás el cuerpo y gritó, él se alegró, sintió la humedad de Ayla y rechinó los dientes en un esfuerzo por controlarse. De no haber sido por los placeres anteriores, sin duda no habría logrado su propósito, pero consiguió contenerse y alcanzó una especie de cima antes de llegar a la culminación.

—Ayla, ¡vuélvete! Te quiero toda —dijo apremiante. Ella asintió, porque había entendido. Y como también a él lo deseaba entero, retrocedió y volvió a ponerse a horcajadas encima de él una vez que invirtió la posición del cuerpo. Se alzó un poco, introdujo en su interior la plenitud de Jondalar, y después bajó el cuerpo. Él gimió y pronunció el nombre de Ayla varias veces cuando sintió que la abertura profunda y tibia le recibía. Ayla percibió presiones en lugares sensibles diferentes, mientras se elevaba y descendía, guiando la dura plenitud que estaba en su interior.

En la cima que él había alcanzado, su necesidad no era tan urgente. Podía tomarse un poco de tiempo. Ella se inclinó hacia delante, en una posición algo distinta. Él la apretó más contra su cuerpo, para alcanzar los pechos seductores, se llevó uno a la boca y chupó con fuerza; después buscó el otro, y, finalmente, los sostuvo juntos y los succionó simultáneamente. Como sucedía siempre que succionaba los pechos de Ayla, sintió la agitación estremecida en lo más profundo del cuerpo de la mujer.

Ella sintió que su excitación aumentaba más y más, a medida que se elevaba y descendía, se adelantaba y retrocedía encima de él. Entretanto, Jondalar estaba cada vez más en el pináculo, y sentía que ahora sus apremios más intensos se repetían, tanto que, cuando el cuerpo de ella descendía, él la aferró por las caderas y la ayudó a guiar sus movimientos, en el proceso de ascenso y descenso. Sintió una oleada cuando ella se elevó, y de pronto, súbitamente, ocurrió. Ayla volvió a descender sobre él y Jondalar gritó con un temblor estremecido que provenía de lo más profundo de sus entrañas, en una erupción desbordante, mientras Ayla gemía y se estremecía con la explosión que sentía en su propio ser.

Jondalar la guió hacia arriba y hacia abajo unas cuantas veces más, y después la apretó contra su vientre y le besó los pezones. Ayla se estremeció de nuevo, y acto seguido se derrumbó sobre él. Permanecieron inmóviles, jadeantes, tratando de recobrar el aliento.

Ayla comenzaba apenas a respirar mejor cuando sintió algo húmedo en la mejilla. Durante un momento pensó que era Jondalar, pero se trataba de una sensación fría al mismo tiempo que húmeda, y había un olor diferente, aunque no desconocido. Abrió los ojos y vio los dientes desnudos de Lobo. Él le acercó de nuevo el hocico y luego hizo otro tanto con el hombre.

—¡Lobo! ¡Vete de aquí! —gritó Ayla, apartando el hocico frío y el aliento lobuno, y después rodó de costado, al lado del hombre. Extendió la mano para aferrar el collar de pelo de Lobo y hundió los dedos en su pelaje—. Pero me alegra verte. ¿Dónde has estado todo el día? Ya empezaba a preocuparme un poco. —Se sentó y sostuvo la cabeza del lobo entre las manos; acercó su frente a la del animal y después se volvió hacia el hombre—. Me gustaría saber cuánto hace que regresó.

—Bien; me alegro de que le hayas enseñado a abstenerse de molestarnos. Si nos hubiese interrumpido hace un momento, no sé muy bien lo que habría hecho —dijo Jondalar.

Éste se incorporó y ayudó a Ayla a hacer lo mismo. La abrazó y la miró a los ojos.

—Ayla, ha sido algo…, ¿qué puedo decir? No encuentro palabras para explicártelo.

Ayla vio en los ojos de Jondalar una expresión tan profunda de amor y adoración, que parpadeó para contener las lágrimas.

—Jondalar, ojalá yo tuviese palabras, pero ni siquiera conozco los signos del clan que te expliquen lo que siento. Ignoro si existen.

—Pero, Ayla, ya me lo has demostrado, y con cosas mucho más importantes que las palabras. Me lo demuestras todos los días, de mil maneras diferentes. —De pronto, la atrajo hacia él y la apretó con fuerza, mientras sentía un nudo en la garganta—. Mujer mía, Ayla mía. Si llegase a perderte…

Ayla no pudo reprimir un escalofrío de miedo al oír estas palabras, pero se limitó a abrazar con más fuerza a Jondalar.

—Jondalar, ¿cómo sabes siempre lo que realmente deseo? —preguntó Ayla. Estaban sentados junto al resplandor dorado del fuego, bebiendo la infusión mientras contemplaban las chispas de la resinosa madera de pino que crepitaba y desprendía puntos luminosos en el aire nocturno.

Jondalar se sentía menos fatigado, más satisfecho y también más cómodo de lo que había estado en mucho tiempo. Por la tarde habían pescado —Ayla le había demostrado cómo sacaba un pez fuera del agua simplemente con las manos— y después ella había encontrado la planta jabonera, y ambos se habían bañado y lavado el cabello. Él acababa de terminar una maravillosa comida a base de pescado, además de los huevos de las aves del pantano con su ligero sabor a pescado, diferentes vegetales, un sabroso bizcocho de espadaña cocido sobre las piedras calientes y un puñado de bayas dulces.

Jondalar le dirigió una sonrisa.

—Me limito a prestar atención a lo que me dices —contestó.

—Pero, Jondalar, la primera vez pensé que deseabas que se prolongase, pero tú sabías mejor que yo lo que en realidad deseaba. Y más tarde, sabías que yo quería darte placeres, y me lo permitiste, hasta que de nuevo estuve preparada para ti. Y no hizo falta ya que te lo dijera. Tú ya lo sabías.

—Sí, me lo dijiste, pero no con palabras. Me enseñaste a hablar como habla el clan, con signos y movimientos, no con palabras. Sencillamente, intenté entender otros signos tuyos.

—Pero yo no te enseñé signos de esa clase. En realidad, no los conozco. Y tú supiste cómo darme placeres antes de que aprendieses siquiera a hablar en la lengua del clan.

Ella frunció el entrecejo y adoptó una expresión de profunda seriedad en un esfuerzo por comprender, y esto provocó la sonrisa de Jondalar.

—Es cierto. Pero entre las personas que hablan hay un lenguaje sin palabras, el cual es mucho más importante de lo que se suele creer.

—Sí, ya lo he visto —dijo Ayla, pensando en lo mucho que podía saber de personas a quienes acababa de conocer cuando prestaba atención a los signos que éstas emitían sin tan siquiera saberlo.

—Y a veces, tú aprendes a… hacer ciertas cosas sólo porque quieres hacerlas, y entonces prestas atención —dijo Jondalar.

Ella había estado mirándole a los ojos, dichosa al observar en ellos el amor que la profesaba, así como el deleite que parecía causarle las preguntas. No obstante, advirtió también su expresión distraída cuando dejó de hablar. Su mirada vagó por el espacio como si durante un momento estuviera viendo algo muy lejano; Ayla comprendió que Jondalar pensaba en alguien ausente.

—Sobre todo cuando la persona de quien deseas aprender está dispuesta a enseñarte —dijo Ayla—. Zolena te enseñó bien.

Jondalar se sonrojó, miró sorprendido a la joven y después desvió los ojos, inquieto.

—También de ti aprendí mucho —agregó Ayla, consciente de que su observación había turbado a Jondalar.

Él parecía no atreverse a mirarla directamente. Cuando al fin lo hizo, su frente estaba surcada por una arruga de inquietud.

—Ayla, ¿cómo has sabido lo que estaba pensando? —preguntó—. Me consta que tienes ciertos dones especiales. Por eso el Mamut te llevó al Hogar del Mamut donde te adoptaron, pero a veces se diría que adivinas mis pensamientos. Dime, ¿sacaste pensamientos de mi cabeza?

La mujer percibió la preocupación de Jondalar, y algo más inquietante, casi cierto temor con respecto a ella. Había tropezado con un temor análogo en algunos de los mamutoi durante la Reunión de Verano, cuando creyeron que Ayla poseía cualidades misteriosas; pero gran parte de todo ello era un simple malentendido, al igual que la idea de que ella ejercía un control especial sobre los animales, cuando lo único que hacía era recogerlos de cachorros y criarlos como si fueran hijos suyos.

Pero desde la Reunión del Clan, algo había cambiado. Ella no había tenido el propósito de beber parte de la mezcla especial de raíces que ella misma había preparado para los mog-ures, pero no pudo evitarlo y tampoco había deseado entrar en la caverna y hallar a los mog-ures; simplemente había sucedido.

Cuando los vio a todos sentados en círculo, en aquel hueco al fondo de la caverna, y… cayó en el vacío oscuro que estaba en su propio interior, creyó que se había perdido para siempre y nunca encontraría el camino de regreso. Entonces, quién sabe cómo, Creb se había introducido en su interior y le había hablado. Después, hubo ocasiones en que, a decir verdad, pareció que ella conocía cosas que no atinaba a explicar. Exactamente como cuando Mamut la llevó consigo en su búsqueda, y ella sintió que se elevaba y descendía a través de la estepa. Pero, al mirar a Jondalar y ver la extraña forma en que la observaba, el temor se acentuó en su fuero interno, el temor de que pudiera perderlo.

La observó a la luz del fuego y después bajó los ojos. No podía haber falsedades… ni mentiras entre ellos. No sabía que ella pudiera decir deliberadamente algo que no era cierto; es más, entre ellos no podía interponerse ahora ni siquiera el conocido recurso de «abstenerse de hablar», permitido por el clan en defensa de la intimidad. Incluso a riesgo de perderle si le decía la verdad, tenía que ser sincera y tratar de descubrir qué era lo que le turbaba. Entonces le miró a los ojos, tratando de hallar las palabras apropiadas para comenzar.

—No conocía tus pensamientos, Jondalar, pero podía imaginármelos. ¿No habíamos hablado de los signos sin palabras, hechos por las personas que hablan con palabras? Mira, tú también haces esos signos, y yo… los busco, y muchas veces sé lo que significan. Tal vez porque te amo tanto y quiero conocerte, siempre te presto atención. —Desvió los ojos un momento y agregó—: Eso es lo que se enseña a hacer a las mujeres del clan.

Volvió a mirarle. Había cierto alivio en la expresión de Jondalar, y también de curiosidad; Ayla continuó diciendo:

—No se trata de ti. No me crié con… mi pueblo, y estoy acostumbrada a comprender el sentido de los signos que hace la gente. Eso me ayudó a conocer a las personas que encontré, aunque al principio todo era muy confuso, porque la gente, cuando habla, a menudo dice una cosa, pero los signos sin palabras significan otra distinta. Cuando al fin aprendí eso, comencé a comprender algo más que las palabras pronunciadas por la gente. Por eso Crozie no quiso apostar más conmigo cuando jugábamos a las tabas. Yo siempre sabía en cuál de sus manos ocultaba el hueso marcado, por la manera de apretarla.

—Eso me intrigaba. Estaba considerada como una jugadora muy buena.

—Lo era.

—Pero ¿cómo sabías…, cómo podías saber que yo estaba pensando en Zolena? Ahora ella es Zelandoni. Generalmente pienso así en ella, y no por el nombre que tenía cuando era joven.

—Estaba observándote y tus ojos decían que me amabas y que te sentías feliz conmigo, y yo me sentía maravillosamente. Pero cuando hablaste acerca del deseo de aprender ciertas cosas, durante un momento dejaste de verme. Era como si estuvieses mirando algo que estaba muy lejos. Me hablaste antes de Zolena, de la mujer que te enseñó… tu don…, el modo de conseguir que una mujer sienta. Acabábamos de hablar de eso también, así que no me resultó difícil imaginar en quién estabas pensando.

—¡Ayla, eso es notable! —exclamó Jondalar con una amplia sonrisa de alivio—. Recuérdame que jamás debo tratar de evitar que conozcas un secreto. Tal vez no puedas descubrir los pensamientos que están en la cabeza de otro, pero estás muy cerca de conseguirlo.

—Sin embargo, hay otra cosa que deberías conocer —dijo Ayla.

Jondalar volvió a fruncir el entrecejo.

—¿Qué?

—A veces creo que puedo tener… una especie de don. Me sucedió algo cuando estaba en la Reunión del Clan, la vez que acudí con el clan de Brun, cuando Durc era muy pequeño. Hice algo que no debía hacer. No fue mi intención, pero bebí del líquido que había preparado para los mog-ures, y después sucedió que los encontré en la caverna. No estaba buscándolos. Ni siquiera sé cómo llegué a esa caverna. Estaban… —Sintió un escalofrío y no pudo terminar—. Me sucedió algo. Me perdí en la oscuridad. No en la caverna, sino en la oscuridad interior. Pensé que moriría, pero Creb me ayudó. Puso sus pensamientos en mi cabeza…

—¿Qué hizo?

—No sé explicarlo de otro modo. Puso sus pensamientos en mi cabeza, y desde entonces…, a veces… es como si él hubiese cambiado algo en mí. En ciertas ocasiones creo que puedo tener una especie de… don. Suceden cosas que no entiendo y no puedo explicar. Creo que Mamut lo sabía.

Jondalar guardó silencio un instante.

—Entonces, tuvo razón al adoptarte en el Hogar del Mamut, y no sólo por tus habilidades como curandera.

Ayla asintió.

—Quizá. Creo que sí.

—Pero ¿conocías mis pensamientos en ese momento?

—No. El don no es exactamente así. Se parece más a encontrarse con Mamut cuando él busca. O como ir a lugares profundos y lejanos…

—¿Los mundos de los espíritus?

—No lo sé.

Jondalar echó hacia atrás la cabeza y contempló el aire, mientras consideraba las consecuencias de lo que había oído. Después, meneó la cabeza con una sonrisa sombría.

—Creo que debe ser una broma que me gasta la Madre —dijo—. La primera mujer a quien amé fue llamada a servirla, y pensé que jamás volvería a amar. Y ahora, cuando he descubierto a una mujer a quien amar, veo que está destinada a servirla. ¿También a ti te perderé?

—¿Por qué tendrías que perderme? No sé si estoy destinada a servirla. No quiero servir a nadie. Sólo deseo estar contigo, y compartir tu hogar, y tener tus hijos —gritó Ayla.

—¿Tener mis hijos? —preguntó Jondalar, sorprendido ante las palabras empleadas por Ayla—. ¿Cómo puedes tener mis hijos? Yo no tendré hijos, los hombres no tienen niños. La Gran Madre da niños a las mujeres. Quizá utilice el espíritu del hombre para crearlos, pero no le pertenecen. Lo que ocurre es que debe alimentarlos cuando su compañera los tiene. Entonces son los niños de su hogar.

Ayla había hablado antes acerca de los hombres que inician la vida nueva que crece en una mujer, pero entonces él no había entendido bien que ella en verdad era una hija del Hogar de Mamut, que podía visitar los mundos de los espíritus, y quizá estaba destinada a servir a Doni. Quizá, en efecto, ella supiera algo.

—Jondalar, si lo deseas puedes afirmar que mis hijos son hijos de tu hogar. Yo quiero que mis hijos sean niños de tu hogar. Sólo deseo estar siempre contigo.

—Yo también, Ayla. Te quería y quería a tus hijos incluso antes de conocerte. Sencillamente, no sabía dónde encontrarte. Tan sólo espero que la Madre no haga crecer algo en tu interior antes del regreso.

—Lo sé, Jondalar —dijo Ayla—. Yo también prefiero esperar.

Ayla cogió los cuencos y los lavó, y después terminó los preparativos para partir temprano, mientras Jondalar guardaba todo el equipo, excepto las pieles de dormir. Se acurrucaron juntos, agradablemente fatigados. El hombre zelandonii miró a la mujer que estaba a su lado y respiraba serenamente, pero no consiguió conciliar el sueño.

«Mis hijos», pensaba. «Ayla ha dicho que sus pequeños serían mis hijos. ¿Hemos estado provocando el comienzo de la vida hoy, cuando compartimos placeres? Si de eso surgiera la nueva vida, tendría que ser muy especial, porque esos placeres han sido… mejores que…, los mejores de toda mi vida…

»¿Por qué fueron los mejores? No puede afirmarse que yo no hiciera antes algo parecido. Pero con Ayla es distinto…, nunca me canso de ella…, consigue que desee más y más…, sólo con pensar en ella me vuelve el deseo de poseerla… y ella cree que yo sé cuál es el modo de darle placeres…

»¿Pero si se queda embarazada? Todavía no ha llegado a eso…, tal vez no pueda. Algunas mujeres no pueden tener hijos. Pero ella ya tuvo uno, eso es seguro. ¿Podría tratarse de mí?

»Viví mucho tiempo con Serenio. Ella no quedó embarazada mientras yo estuve allí, y antes había tenido un hijo. Yo podría haberme quedado con los sharamudoi si ella hubiese tenido hijos…, eso creo. Poco antes de mi partida, dijo que creía que podía estar embarazada. ¿Por qué no me quedé allí? Dijo que no deseaba unirse conmigo, a pesar de que me amaba, porque yo no la amaba del mismo modo. Afirmó que yo amaba a mi hermano más que a cualquier mujer. Sin embargo, yo la amaba, quizá no de la misma manera en que amo a Ayla, pero si yo lo hubiese deseado realmente, creo que ella se habría unido a mí. Y eso yo lo sabía entonces. ¿Lo utilicé como una excusa para marcharme? ¿Por qué me alejé? ¿Porque Thonolan se había ido y yo estaba preocupado por él? ¿Ésa es la única razón?

»Si Serenio estaba embarazada cuando yo me fui, si tuvo otro hijo, ¿lo iniciaría la esencia de mi virilidad? ¿Ese hijo sería… mi hijo? Es lo que Ayla diría. No, eso no es posible. Los hombres no tienen hijos, salvo que la Gran Madre use el espíritu de un hombre para formar uno. ¿Se trata entonces de mi espíritu?

»Cuando lleguemos allí, por lo menos sabré si ella tuvo un hijo. ¿Qué sentirá Ayla si Serenio ha tenido un hijo que en cierto modo puede ser parte de mí? ¿Y qué pensará Serenio cuando vea a Ayla? ¿Y qué pensará Ayla de ella?».