Capítulo 30

Cuando Ayla y Jondalar se prepararon para dormir, ambos permanecieron atentos a todos los sonidos que alcanzaban a oír. Ataron cerca a los caballos y Ayla mantuvo a Lobo al lado de su lecho, pues sabía que él le avisaría si se producían ruidos extraños; pero, aun así, durmió mal. Sus sueños tenían un perfil amenazador, aunque desdibujado y desorganizado, sin mensajes o advertencias que ella pudiese precisar, excepto que Lobo aparecía constantemente en ellos.

Despertó cuando los primeros hilos de la luz del día se filtraron a través de las desnudas ramas de sauce y alerce, hacia el este, cerca del arroyo. Todavía estaba oscuro dentro del espacio cerrado, pero mientras observaba comenzó a ver que los abetos de gruesas agujas y los pinos piñoneros de agujas más largas se perfilaban en la luz paulatinamente más intensa. Un fino polvo de nieve seca había rociado todo el sector durante la noche, cubriendo las plantas verdes, los matorrales enmarañados, la hierba seca y las camas con un manto blanco, pero Ayla sentía una agradable tibieza.

Casi había olvidado lo gratificante que era tener a Jondalar durmiendo junto a ella; permaneció inmóvil un rato, gozando de la proximidad del hombre. Pero su mente no permanecía quieta. Continuó pensando en el día que la esperaba y reflexionando acerca de lo que iba a preparar para el festín. Finalmente, decidió levantarse, pero, cuando intentó deslizarse fuera de las pieles, sintió el brazo de Jondalar que le rodeaba la cintura y la retenía.

—¿Es necesario que te levantes? Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te sentí al lado, que detesto dejarte ir —dijo Jondalar, acariciándole el cuello.

Ella retornó a la calidez de las mantas.

—Yo tampoco deseo levantarme. Hace frío, y preferiría permanecer aquí, bajo las pieles y contigo, pero tengo que cocinar algo para el «festín» de Attaroa y prepararte el desayuno. ¿No tienes apetito?

—Ahora que lo mencionas, ¡creo que me comería un caballo! —dijo Jondalar, mirando exageradamente a los dos que estaban allí al lado.

—¡Jondalar! —exclamó Ayla, fingiéndose impresionada.

Él le dedicó una sonrisa.

—No uno de los nuestros, pero, de todos modos, eso es lo que he estado comiendo últimamente… cuando me daban de comer. Si no hubiese tenido tanto apetito, creo que no habría aceptado la carne de caballo; pero cuando no hay otra cosa, uno come lo que puede. Y no es mala.

—Lo sé, pero no es necesario que continúes comiéndola. Disponemos de otros alimentos —dijo Ayla. Se acurrucaron juntos un rato más; después Ayla apartó la piel—. El fuego se ha apagado; si enciendes otro, prepararé nuestra infusión matutina. Hoy necesitamos un buen fuego, con mucha leña.

Para la comida de la noche anterior Ayla había preparado una cantidad mayor de lo normal de una espesa sopa de carne seca de bisonte y raíces secas, agregando unos cuantos piñones de las piñas de los árboles que crecían cerca; pero Jondalar no había podido comer todo lo que le hubiera gustado. Después que ella apartó las sobras, acercó un canasto con pequeñas manzanas enteras, apenas más grandes que cerezas, que había descubierto mientras seguía la pista de Jondalar. Estaban heladas, pero aún se mantenían adheridas a un achaparrado bosquecillo de árboles sin hojas, sobre la ladera meridional de la colina. Ayla había cortado por la mitad aquellas manzanitas duras, las había despojado de las semillas y después las había hervido un rato con brotes secos de rosal. Dejó toda la noche este brebaje en el fuego. Por la mañana se había enfriado y espesado, gracias a la peptina natural, formando una salsa que tenía la consistencia de una jalea, con pedazos de piel de manzana más duros.

Antes de preparar la infusión de la mañana, Ayla agregó un poco de agua a la sopa que había sobrado, y colocó más piedras de cocinar en el fuego, para calentarla para el desayuno. También probó la espesa mezcla de manzanas. El frío había moderado la áspera acritud natural de las manzanas duras; la incorporación de los brotes de rosal había producido una coloración rojiza y un sabor fragante y dulzón. Sirvió un cuenco a Jondalar al mismo tiempo que la sopa.

—¡Éste es el mejor alimento que jamás he comido! —gritó Jondalar después de probar los primeros bocados—. ¿Qué has hecho para que tuviese tan buen sabor?

Ayla sonrió.

—Lo encuentras muy sabroso porque tienes apetito.

Jondalar asintió, y entre un bocado y otro dijo:

—Supongo que tienes razón. Esto hace que compadezca a los que aún están en el cercado.

—Nadie debería pasar hambre cuando hay suficiente alimento —dijo Ayla, y su cólera se encendió un momento—. La cosa es diferente cuando todos están necesitados.

—A veces, hacia el final de un invierno muy duro, puede suceder eso —indicó Jondalar—. ¿Alguna vez has pasado hambre?

—Me he visto obligada a prescindir de algunas comidas, y parece que los bocados favoritos siempre son los primeros que desaparecen, pero si sabes dónde buscar, generalmente siempre encuentras algo que comer… ¡Con la condición de que tengas libertad para buscar!

—He conocido a gente que pasó hambre porque se le terminaron los alimentos y no sabía dónde encontrarlos; pero, Ayla, se diría que tú siempre encuentras algo que comer. ¿Cómo sabes tanto?

—Iza me enseñó. Creo que siempre me interesaron las comidas y las cosas que crecen —dijo Ayla, y después hizo una pausa—. Pienso que hubo una época en que casi llegué a pasar hambre, poco antes de que Iza me encontrase. Era joven y no recuerdo mucho de esa época. —Una plácida sonrisa de remembranza se dibujó en su cara—. Iza decía que nunca había conocido a nadie que aprendiera con tanta rapidez a buscar el alimento, sobre todo porque yo no nací con el recuerdo de dónde o cómo buscarlo. Decía que el hambre me había enseñado.

Cuando terminó de devorar una segunda y generosa porción, Jondalar vio cómo Ayla examinaba sus reservas de alimento conservado, que estaban cuidadosamente guardadas, y comenzaba a preparar el plato que se proponía llevar para el festín. Había estado pensando en el recipiente apropiado para cocinar la comida; tenía que ser lo suficientemente grande como para contener la cantidad necesaria para todo el campamento s’armunai, pues habían escondido la mayor parte de su equipo y sólo traían consigo los elementos más esenciales.

Cogió el recipiente de agua más grande y vació el contenido en cuencos más pequeños y en otros cacharros de cocina; después separó el revestimiento de cuero, que había sido cosido con la piel afuera. El revestimiento provenía del estómago de un uro, que no era exactamente impermeable, pero filtraba muy lentamente. El cuero suave de la cubierta absorbía lentamente la humedad, que se evaporaba por los poros, de modo que la cara exterior se mantenía básicamente seca. Ayla abrió el extremo superior del revestimiento, lo ató a un marco de madera con tendones que extrajo de su bolso de costura, después volvió a llenarlo con agua y esperó hasta que se filtró una delgada película de humedad.

Ahora, el fuego vivo que habían encendido antes se había convertido en un montón de brasas; Ayla depositó directamente sobre ellas el saco de agua sujeto al armazón de madera, cuidando de que cerca hubiese más agua para mantener siempre lleno el recipiente de piel. Mientras esperaba que el agua hirviese, comenzó a entretejer un apretado canasto de ramas de sauce y paja amarillenta, flexibilizados por la humedad de la nieve.

Cuando comenzaron a aparecer burbujas, cortó tiras de carne seca magra y, junto con algunas untuosas tortas de sus provisiones de viaje, las introdujo en el agua para obtener un caldo espeso y carnoso. Después agregó una mezcla de diferentes cereales. Más tarde incorporaría también algunas raíces secas, zanahorias silvestres y cacahuetes ricos en almidón, además de otras hortalizas de vaina y tallo, pasas y bayas. Lo sazonó todo con una selecta serie de hierbas, que incluía uña de caballo, acedera, albahaca y barba de cabra, y un poco de sal que conservaba desde el día en que había abandonado la Reunión de Verano de los mamutoi y de cuya existencia Jondalar ni siquiera tenía idea.

Jondalar no quería alejarse mucho; permaneció cerca, recogiendo leña, trayendo más agua, arrancando hierbas y cortando ramas de sauce para los canastos que ella entretejía. Se sentía tan feliz de estar con ella que no deseaba perderla de vista. Ayla se sentía igualmente feliz de gozar nuevamente de la compañía de Jondalar. Pero cuando el hombre vio la gran cantidad de ingredientes que empleaba, comenzó a preocuparse. Acababa de pasar por un período de mucha necesidad y tenía una anormal apreciación de los alimentos.

—Ayla, en ese plato va gran parte de nuestras raciones alimentarias de emergencia. Si gastas tanto, podemos quedarnos desabastecidos.

—Quiero preparar suficiente comida para todos, para los hombres y las mujeres del campamento de Attaroa, porque quiero demostrarles lo que podrían tener en sus propios depósitos si colaborasen —explicó Ayla.

—Tal vez yo podría coger mi lanzavenablos y ver si puedo encontrar carne fresca —dijo Jondalar con una expresión preocupada.

Ella le miró, sorprendida por su preocupación. En general, la mayor parte del alimento que habían consumido durante el viaje provenía de las regiones que atravesaban y, casi siempre, cuando echaban mano de sus reservas, lo hacían más por comodidad que por necesidad. Además, tenían más alimentos guardados con el resto de sus cosas, cerca del río. Ella le examinó atentamente. Por primera vez advirtió que estaba más delgado y comenzó a comprender aquella preocupación tan poco característica en él.

—Quizá sea una buena idea —dijo Ayla—. Deberías llevar a Lobo contigo. Es eficaz descubriendo y levantando las presas y podría avisarte si alguien se acerca. Estoy segura de que Epadoa y las Lobas de Attaroa están buscándonos.

—Si llevo a Lobo, ¿quién te avisará a ti? —preguntó Jondalar.

—Lo hará Whinney. Sabrá si se aproximan extraños. Pero me gustaría salir de aquí apenas terminemos con todo esto y volver al asentamiento de los s’armunai.

—¿Tardarás mucho? —preguntó Jondalar, con señales de preocupación en su frente, mientras sopesaba sus alternativas.

—Creo que no mucho, pero no estoy acostumbrada a cocinar tanto de una sola vez y, por eso, no me siento muy segura.

—Quizá debiera esperar y salir después de cacería.

—A ti te toca decidirlo, pero si te quedas, me vendría bien un poco más de leña —añadió Ayla.

—Te traeré alguna leña —dijo. Mirando a su alrededor, añadió—: Y guardaré todo lo que no estás usando; de ese modo estaremos listos para partir.

Ayla necesitó más tiempo del que había previsto; alrededor de media mañana Jondalar se fue con Lobo a explorar el lugar, más con el propósito de asegurarse de que Epadoa no estaba cerca que de buscar animales. Le sorprendió un poco el entusiasmo con que el lobo le acompañó… una vez que Ayla se lo ordenó. Siempre había pensado que el animal pertenecía exclusivamente a Ayla y nunca se le había ocurrido llevarlo consigo. El animal demostró que era una buena compañía y, además, levantó alguna presa; pero Jondalar decidió que le permitiría consumir sólo el conejo que había atrapado.

Cuando regresaron, Ayla entregó a Jondalar una generosa porción caliente de la deliciosa pasta que había preparado para el campamento. Aunque generalmente comían sólo dos veces al día, apenas vio el cuenco repleto de alimento, Jondalar se dio cuenta de que tenía mucho apetito. Ayla retiró una parte de la ración y dio también un poco a Lobo.

Poco después de mediodía estuvieron listos para partir. Mientras se cocía el alimento, Ayla había terminado dos canastos redondos y altos, ambos de buen tamaño, pero uno un poco más grande que el otro; los dos fueron cargados con la espesa y sabrosa combinación. Incluso había agregado algunas aceitosas nueces de pino de las piñas arrancadas de los árboles. Suponía que a causa de su dieta formada principalmente por carne magra, la abundancia de grasas y aceites sería sobremanera atractiva para los habitantes del campamento. Sabía también, sin comprender muy bien la razón, que era lo que más necesitaban, sobre todo en invierno, como fuente de calor y de energía, y para lograr que, con el complemento de los cereales, todos se sintieran saciados y satisfechos.

Ayla cubrió los cuencos repletos con canastos vacíos invertidos, en funciones de tapas; los colocó sobre el lomo de Whinney y los aseguró con un tosco sustentáculo de hierba seca y ramas de sauce que había entrelazado rápidamente, pues los utilizaría sólo una vez para desecharlos después. Finalmente, retornaron al asentamiento s’armunai, pero por un acceso distinto. Durante el trayecto comentaron lo que iban a hacer con los animales apenas llegaran al campamento de Attaroa.

—Podemos ocultar los caballos en los bosques, junto al río. Atarlos a un árbol y hacer a pie el resto del trayecto —propuso Jondalar.

—No quiero atarlos. Si las cazadoras de Attaroa los encontraran, para ellas sería demasiado fácil matarlos —dijo Ayla—. Si están libres, por lo menos tienen la posibilidad de escapar y acudir a nosotros cuando silbemos. Prefiero más bien tenerlos cerca, donde podamos verlos.

—En ese caso, el campo de pasto seco que está junto al campamento puede ser un lugar apropiado. Creo que se quedarán allí sin necesidad de que los atemos. Generalmente se mantienen cerca si los llevamos a un lugar donde tienen algo que comer —dijo Jondalar—. Y a Attaroa y a los s’armunai les impresionará mucho si ambos entramos en el campamento montando caballos. Si son como los demás que hemos conocido, los s’armunai probablemente sentirán temor ante quienes pueden controlar a los caballos. Todos piensan que todo eso tiene que ver con los espíritus o los poderes mágicos, o algo por el estilo; pero mientras teman, estamos en ventaja. Como somos sólo dos, necesitamos todas las salvaguardas posibles.

—Es cierto —dijo Ayla, frunciendo el entrecejo, tanto a causa de la preocupación que sentía por ellos mismos y por los animales, como porque detestaba la idea de aprovecharse de los temores infundados de los s’armunai. Le parecía como si estuviera mintiendo, pero ahora sus vidas corrían peligro y muy probablemente sucedía lo mismo con la vida de los niños y los hombres del cercado.

Fue un momento difícil para Ayla. Se le exigía que eligiera entre dos males, pero había sido ella la que había insistido en regresar para ayudar a aquella gente, a pesar de que retornar constituía una amenaza para la vida de ambos. Tenía que dominar su innata compulsión a decir siempre la verdad absoluta; tenía que elegir el mal menor, adaptarse, si deseaba tener la posibilidad de salvar a los niños y a los hombres del campamento y salvarse ellos mismos de la locura de Attaroa.

—Ayla —dijo Jondalar—. ¿Ayla? —repitió, en vista de que no había respondido a su observación anterior.

—¡Ah!… ¿sí?

—¿Qué me dices de Lobo? ¿También vamos a entrar con él en el campamento?

Ayla meditó sobre el particular.

—No, no lo creo conveniente. Están enterados de lo de los caballos, pero nada saben de un lobo. En vista de lo que les encanta hacer con los lobos, no veo razón alguna para darles la oportunidad de acercarse demasiado al animal. Le diré que se mantenga oculto. Creo que lo hará, si me ve de vez en cuando.

—¿Dónde se podrá esconder? Alrededor del poblado es casi todo campo abierto.

Ayla reflexionó un momento.

—Lobo puede permanecer donde yo me ocultaba mientras estaba observándote. Podemos dar un rodeo desde aquí hasta la falda de la colina. Hay unos árboles y algunos matorrales a lo largo de un arroyuelo que corre en esa dirección. Puedes esperarme aquí con los caballos; después retornaremos y entraremos en el campamento desde otra dirección.

Nadie les vio entrar en el campamento desde la faja boscosa; los primeros que divisaron a la mujer y al hombre, cada uno en su caballo, atravesando a campo abierto en dirección al poblado, tuvieron la sensación de que habían surgido pura y simplemente de la nada. Cuando llegaron a la amplia morada de Attaroa, todos los que pudieron se reunieron para observarlos. Incluso los hombres del cercado se habían agrupado detrás de la empalizada y espiaban a través de las rendijas.

Attaroa estaba en pie, con las manos en jarras y las piernas separadas, adoptando su actitud de mando. Aunque jamás lo hubiera reconocido, estaba impresionada y bastante inquieta de verlos; y, ahora, a los dos montando caballos. Las pocas veces que alguien había escapado de ella, lo había hecho corriendo con toda la velocidad que sus piernas le permitían. Y nadie había regresado jamás voluntariamente. ¿Qué poder asistía a aquellos dos para decidirse a regresar con tanta confianza? Dominada por su temor profundo a la venganza de la Gran Madre y a Su Mundo de los Espíritus, Attaroa se preguntaba ahora qué significado podía tener la reaparición de la enigmática mujer y del hombre alto y apuesto. Pero sus palabras no dejaron traslucir la inquietud que sentía.

—De modo que habéis decidido volver —dijo, mirando a S’Armuna para indicarle que debía traducir.

Jondalar pensó que la hechicera también parecía sorprendida, pero percibió que aquella mujer se sentía aliviada. Antes de traducir al zelandoni las palabras de Attaroa, S’Armuna habló directamente a los dos viajeros.

—No importa lo que ella diga; os aconsejo, hijo de Marthona, que no os alojéis en su vivienda. Mi ofrecimiento todavía sigue en pie para ambos —dijo, antes de repetir el comentario de Attaroa.

La jefa miró a S’Armuna, segura de que había dicho más palabras de las necesarias para traducir. Pero, como no conocía la lengua, no podía asegurarlo.

—Attaroa, ¿por qué no habíamos de volver? ¿No hemos sido invitados a un festín en nuestro honor? —preguntó Ayla—. Hemos traído nuestra contribución a la comida.

Mientras S’Armuna traducía estas palabras, Ayla pasó la pierna sobre el cuello de Whinney y se deslizó hasta el suelo; después retiró el recipiente más grande y lo depositó entre Attaroa y S’Armuna. Levantó el canasto que servía de tapadera y el delicioso aroma del enorme montículo de cereales cocidos junto con otros alimentos hizo que todos miraran hacia allí maravillados mientras la boca se les hacía agua. Era un manjar que rara vez habían saboreado en los últimos años, sobre todo en invierno. Incluso Attaroa se sintió momentáneamente desconcertada.

—Parece que hay suficiente para todos —dijo.

—Esto es sólo para las mujeres y los niños —añadió Ayla. Después cogió otro recipiente un poco más pequeño que Jondalar acababa de traer y lo depositó al lado del primero. Retiró la tapa y anunció—: Éste es para los hombres.

Se oyó un murmullo procedente de un lugar que estaba detrás de la empalizada y de las mujeres que habían salido de sus viviendas; pero Attaroa estaba furiosa.

—¿Qué significa eso de «para los hombres»?

—Se da por sentado que, cuando el jefe de un campamento anuncia un festín en honor de un visitante, incluye a toda la gente. He supuesto que tú eres la jefa de todo el campamento y que se esperaba que yo trajera suficiente para todos. Tú eres la jefa de todos, ¿no es así?

—Por supuesto, soy la jefa de todos —masculló Attaroa, quien, de pronto, no supo qué añadir.

—Si todavía no estás preparada, creo que llevaré dentro estos recipientes para que no se enfríen —dijo Ayla, cogiendo de nuevo el más grande y volviéndose hacia S’Armuna. Jondalar, por su parte, cogió el otro recipiente.

Attaroa reaccionó deprisa.

—Os invité a quedaros en mi vivienda —dijo.

—Estoy segura de que los preparativos te tienen muy atareada —dijo Ayla—, y no deseo molestar a la jefa de este campamento. Es más apropiado que nos alojemos con La Que Sirve a La Madre. —S’Armuna tradujo y después agregó—: Así se hace siempre.

Ayla se volvió y dijo por lo bajo a Jondalar:

—¡Comienza a caminar hacia la morada de S’Armuna!

Mientras Attaroa les veía alejarse con la hechicera, una sonrisa de verdadera perversidad deformó lentamente sus rasgos y convirtió una cara, que podría haber sido bella, en una caricatura repugnante e infrahumana. «Han sido unos estúpidos volviendo aquí», pensó, al darse cuenta de que su regreso le daba la oportunidad que estaba deseando: la de destruirlos. Pero también sabía que debía sorprenderlos desprevenidos. Al pensar en ello, se alegró de que se hubiesen ido con S’Armuna. De ese modo no se cruzarían en su camino. Necesitaba tiempo para pensar y discutir un plan con Epadoa, que aún no había regresado.

Pero, por el momento, tendría que continuar con el proyectado festín. Hizo una señal a una de las mujeres, que tenía una niña pequeña y que era su favorita; le dijo que comunicase a las demás mujeres que preparasen alimentos para una celebración.

—Que haya suficiente para todos —dijo la jefa—, incluso para los hombres del cercado.

La mujer pareció sorprendida, pero asintió y se alejó a toda prisa.

—Supongo que querréis tomar una infusión caliente —dijo S’Armuna, después de señalar a Ayla y Jondalar los lugares donde podían dormir, esperando que Attaroa irrumpiese en cualquier momento. Después de haber bebido la infusión sin que nadie les molestase, se relajaron un tanto. Cuanto más tiempo Ayla y Jondalar estuviesen allí sin que la jefa se opusiera, más probable era que les permitieran permanecer en aquel lugar.

Pero una vez que cedió la tensión provocada por la posible aparición de Attaroa, un silencio incómodo se cernió sobre las tres personas sentadas alrededor del hogar. Ayla estudió a la mujer Que Servía a la Madre, evitando que su interés fuera demasiado evidente. Su cara presentaba una extraña irregularidad; el lado izquierdo era mucho más prominente que el derecho; supuso incluso que S’Armuna podía sentir un poco de dolor en el malformado lado derecho cuando masticaba. La mujer no hacía nada para disimular esa anormalidad y exhibía con sencilla dignidad sus cabellos de color claro salpicados de canas, peinados hacia atrás y recogidos en un moño cerca de la coronilla. Por alguna razón que ella misma no atinaba a explicar, Ayla se sentía atraída por aquella mujer mayor.

Pero Ayla no pudo dejar de advertir cierta vacilación en el comportamiento de S’Armuna y pudo adivinar que la torturaba una profunda indecisión. Insistió en mirar a Jondalar como si deseara decirle algo, pero no veía la forma de hacerlo, como si deseara hallar un modo delicado de obviar un tema difícil.

Guiada por su instinto, Ayla tomó la palabra.

S’Armuna, Jondalar me ha dicho que conociste a su madre —empezó—. Yo me preguntaba dónde aprendiste a hablar tan bien su lengua.

La mujer se volvió sorprendida hacia el visitante. «¿Su lengua, pensó, no la de Ayla?». Ayla casi percibió la súbita e intensa evaluación que la hechicera hacía de ella, pero la mirada que le dirigió fue igualmente franca.

—Sí, conocí a Marthona, y también al hombre con el que se unió.

Parecía como si deseara decir algo más; pero, por el contrario, guardó silencio. Jondalar llenó el vacío, pues deseaba hablar acerca de su hogar y su familia, especialmente con alguien que antes los había conocido.

—¿Joconan era el jefe de la Novena Caverna cuando estuviste allí? —preguntó Jondalar.

—No, pero no me sorprende que le nombraran jefe.

—Dicen que Marthona casi compartió el liderazgo, me imagino que con las mismas funciones de una jefa mamutoi. Por eso, después de que Joconan murió…

—¿Joconan ha muerto? —le interrumpió S’Armuna. Ayla percibió el choque emocional que la noticia le produjo y detectó un gesto que era más o menos afín al pesar. Después pareció reaccionar—. Seguramente fue un momento difícil para tu madre.

—Sin duda lo fue, aunque no creo que dispusiera de mucho tiempo para pensar en ello o para prolongar demasiado su duelo. Todos se apresuraron para obligarla a aceptar el puesto de jefa. No sé cuándo conoció a Dalanar, pero cuando se unió a él ya había sido jefa de la Novena Caverna durante varios años. Zelandoni me dijo que antes de la unión ya había recibido la bendición que condujo a mi nacimiento y, por tanto, hubieran debido ser felices; pero se separaron un par de años después de mi nacimiento y él decidió alejarse. No sé qué sucedió, pero todavía se recuerdan sombrías anécdotas y canciones acerca de su amor. Y todo eso perturba a mi madre.

Ayla le animó a continuar, pues le interesaba la narración; el interés de S’Armuna también era evidente.

—Volvió a unirse y tuvo más hijos, ¿verdad? Sé que tuviste otro hermano.

Jondalar continuó hablando y dirigió sus comentarios hacia S’Armuna.

—Mi hermano Thonolan nació en el hogar de Willomar, y también mi hermana Folara. Creo que para ella fue una buena unión. Marthona es muy feliz con él, y siempre fue condescendiente conmigo. Solía viajar mucho y salía en misiones comerciales para mi madre. A veces me llevaba consigo. También a Thonolan, cuando tuvo edad suficiente. Durante mucho tiempo consideré que Willomar era el hombre de mi hogar, hasta que fui a vivir con Dalanar y le conocí un poco mejor. Todavía me siento cerca de él, aunque Dalanar fue también muy bueno conmigo y llegué a amarle igualmente. Pero todos simpatizan con Dalanar. Descubrió una mina de pedernal, conoció a Jerika y fundó su propia caverna. Tenía una hija, Joplaya, que es prima mía cercana…

De pronto, Ayla pensó que si un hombre era tan responsable como la mujer del comienzo de la nueva vida que crecía en una mujer, entonces la «prima» a quien él llamaba Joplaya era en realidad su hermana; una hermana con el mismo derecho que lo era la llamada Folara. Jondalar decía que era su prima cercana: ¿quizá porque ellos reconocían la existencia de un vínculo más estrecho que la relación con los hijos de las hermanas de la madre o los compañeros de sus hermanos? La conversación acerca de la madre de Jondalar se había desarrollado mientras ella meditaba acerca de las implicaciones del parentesco de Jondalar.

—… Después, mi madre entregó el liderazgo a Joharran, aunque éste insistió en que ella continuara aconsejándole —dijo Jondalar—. ¿Cómo llegaste a conocer a mi madre?

S’Armuna vaciló un momento, su mirada se perdió en el espacio, como si estuviera contemplando una imagen del pasado, y después comenzó a hablar lentamente.

—Yo era poco más que una niña cuando me llevaron allí. El hermano de mi madre era el jefe y yo era su niña favorita, la única niña nacida de sus dos hermanas. Había realizado un viaje en su juventud, y sabía de la renombrada Zelandonia. Cuando se pensó que yo tenía cierto talento o don para Servir a la Madre, quiso que los mejores maestros me enseñaran. Me llevó a la Novena Caverna, porque su Zelandoni era el primero entre los Que Sirven a la Madre.

—Parece ser una tradición en la Novena Caverna. Cuando yo aparecí, nuestro Zelandoni acababa de ser elegido el primero —comentó Jondalar.

—¿Conoces el nombre anterior de quien ahora es el primero? —preguntó S’Armuna, bastante interesada.

Jondalar insinuó una sonrisa sesgada y Ayla creyó comprender la causa.

—La conocí con el nombre de Zolena.

—¿Zolena? Es joven para ser la primera, ¿verdad? No era más que una hermosa niñita cuando yo estaba allí.

—Quizá joven, pero consagrada a su función —dijo Jondalar.

S’Armuna asintió y después retomó el hilo de su historia.

—Marthona y yo teníamos casi la misma edad, y el hogar de su madre tenía una elevada jerarquía. Mi tío y tu abuela, Jondalar, llegaron a un acuerdo para que yo viviese con ella. Él permaneció allí sólo el tiempo necesario para asegurarse de que yo estaba bien. —Los ojos de S’Armuna tenían una expresión distante; después sonrió—. Marthona y yo éramos como hermanas. Incluso más unidas que hermanas, más bien como mellizas. Nos gustaban las mismas cosas y lo compartíamos todo. Incluso decidió adaptarse al modo de vida zelandonii al mismo tiempo que yo.

—No lo sabía —dijo Jondalar—. Quizá fuese allí donde desarrolló sus cualidades como jefa.

—Quizá, pero en ese momento ninguna de nosotras pensaba en el mando. Éramos inseparables y nos gustaban las mismas cosas…, hasta que aquello se convirtió en un problema.

De pronto, S’Armuna se calló.

—¿Problema? —inquirió Ayla—. ¿Era un problema sentirse tan unida a una amiga?

Había estado pensando en Deegie y en lo maravilloso que habría sido tener una buena amiga, aunque fuese por poco tiempo. Le habría encantado conocer a una persona semejante cuando ella estaba creciendo. Uba había sido como una hermana, pero por mucho que Ayla la amase, Uba pertenecía al clan. Por mucha intimidad que ella sintiera, había ciertas cosas que una jamás podría comprender acerca de la otra; por ejemplo, la curiosidad innata de Ayla y los recuerdos de Uba.

—Sí —dijo S’Armuna, mirando a la joven, súbitamente consciente de su extraño acento—. El problema fue que nos enamoramos del mismo hombre. Creo que Joconan pudo habernos amado a las dos. Cierta vez habló de una doble unión, y creo que Marthona y yo habríamos aceptado; pero para entonces el anciano Zelandoni había fallecido, y cuando Joconan acudió al nuevo pidiendo consejo, él le dijo que eligiese a Marthona. Pensé entonces que se debía a la belleza de Marthona y a que su rostro no estaba deformado; pero ahora creo que puede haber sido porque mi tío les había dicho que deseaba mi regreso. No asistí a la ceremonia matrimonial, estaba demasiado enfadada y resentida. Regresé apenas me lo dijeron.

—¿Volviste aquí sola? —preguntó Jondalar—. ¿Y cruzaste sola el glaciar?

—Sí —dijo la mujer.

—No muchas mujeres emprenden viajes tan largos, y sobre todo solas. Era realmente una empresa peligrosa y requería valor —dijo Jondalar.

—Peligroso, sí. Estuvo a punto de caer en una grieta, pero no estoy tan segura de mi valor. Creo que la cólera me sostenía. Pero cuando volví, todo había cambiado; había estado ausente muchos años. Mi madre y mi tía se habían ido al norte, donde viven muchos otros s’armunai, mis primos y hermanos; mi madre murió allí. También mi tío estaba muerto y era jefe otro hombre, un extraño llamado Brugar. No sé muy bien de dónde venía. De entrada parecía afable, no apuesto, aunque sí muy atractivo en su rudeza, pero era cruel y perverso.

—Brugar… Brugar —dijo Jondalar, cerrando los ojos y tratando de recordar dónde había oído aquel nombre—. ¿No fue el compañero de Attaroa?

S’Armuna se puso en pie y, de pronto, pareció muy agitada.

—¿Alguien desea seguir bebiendo? —preguntó. Tanto Ayla como Jondalar aceptaron. Trajo a cada uno una taza de infusión caliente preparada con hierbas y después se sirvió una ella misma; pero antes de sentarse se dirigió a sus visitantes—. Nunca he hablado de todo esto con nadie.

—¿Por qué nos lo dices ahora? —preguntó Ayla.

—Para que comprendáis. —Se volvió hacia Jondalar—. Sí, Brugar fue el compañero de Attaroa. Parece que comenzó a cambiar las cosas poco después de convertirse en jefe y empezó dando más importancia a los hombres que a las mujeres. Al principio fueron pequeños detalles. Las mujeres tenían que sentarse y esperar hasta que se les concediera permiso para hablar. No se permitía que las mujeres tocasen las armas. Al principio, el asunto no parecía grave, y a los hombres les agradaba ese poder; pero después de que la primera mujer fue muerta a golpes como castigo por haber expresado lo que pensaba, el resto comenzó a comprender que las cosas eran muy graves. En ese momento, la gente no sabía lo que había sucedido o cómo volver a la situación anterior. Brugar destacaba lo más degradante de los hombres. Tenía un grupo de secuaces, y creo que a los otros les atemorizaba la idea de contrariarle.

—Sería interesante saber dónde concibió esas ideas —dijo Jondalar.

Movida por una súbita inspiración, Ayla preguntó:

—¿Cómo era este tal Brugar?

—Tenía rasgos acentuados y ásperos, como he dicho antes, aunque era encantador y atractivo cuando se lo proponía.

—¿En esta región hay mucha gente del clan, muchos cabezas chatas? —preguntó Ayla.

—Solía haberlos, pero ahora no son tantos. Son mucho más numerosos al oeste de aquí. ¿Por qué?

—¿Qué piensan de ellos los s’armunai? ¿Sobre todo de los que tienen espíritus mezclados?

—Bien, no se les considera abominables, como creen los zelandonii. Algunos hombres han tomado como compañeras a mujeres de los cabezas chatas; y los hijos son tolerados, pero, según tengo entendido, nadie los acepta realmente.

—¿Crees que Brugar pudo haber sido un hombre de espíritus mezclados? —preguntó Ayla.

—¿Por qué formulas todas esas preguntas?

—Porque creo que él debe de haber vivido y quizá crecido con los hombres a quienes tú llamas cabezas chatas —replicó Ayla.

—¿Qué te lleva a pensar así? —preguntó la hechicera.

—Porque las cosas que tú describes son costumbres del clan.

—¿El clan?

—Es el nombre que se dan a sí mismos los «cabezas chatas» —explicó Ayla; después comenzó a hacer conjeturas—. Pero si él podía hablar tan bien que era encantador, no pudo haber vivido siempre con ellos. Probablemente no nació de ellos, pero fue a vivir con esa gente más tarde, y como era una mezcla, difícilmente le tolerarían y quizá hasta le consideraran deforme. Dudo que él realmente comprendiese las costumbres de los cabezas chatas y por eso le habrían tratado como un forastero. Su vida probablemente fue dolorosa.

S’Armuna se mostró sorprendida. Se preguntó cómo era posible que Ayla, una forastera recién llegada, pudiera saber tanto.

—Para tratarse de una persona a quien nunca has visto, pareces saber mucho de Brugar.

—Entonces, ¿nació de espíritus mezclados? —preguntó Jondalar.

—Sí. Attaroa me habló de su pasado, de lo que sabía sobre él. Al parecer, su madre fue realmente una mezcla, medio humana, medio cabeza chata; había nacido de una madre que era completamente cabeza chata —comentó S’Armuna.

Probablemente, pensó Ayla, una criatura originada por algún hombre de los Otros que la había forzado, como la niña de la Asamblea del Clan prometida a Durc.

—Su niñez seguramente fue desgraciada. Abandonó a su pueblo, cuando era apenas una mujer, con un hombre de una caverna del pueblo que vive al oeste de aquí.

—¿Los losadunai? —preguntó Jondalar.

—Sí, creo que así les llaman. De todos modos, no mucho después que ella huyó, tuvo un varón. Era Brugar —continuó diciendo S’Armuna.

—Brugar, pero ¿a veces no se le llama Brug? —la interrumpió Ayla.

—¿Cómo lo sabes?

—Es posible que Brug fuese su nombre en el clan.

—Creo que el hombre de quien su madre huyó solía castigarla. ¿Quién sabe por qué? Algunos hombres son así.

—Se educa a las mujeres del clan para que acepten eso —dijo Ayla—. No se permite a los hombres que se golpeen unos a otros, pero pueden castigar a una mujer para reprenderla. Se supone que no las castigan, pero algunos lo hacen.

S’Armuna asintió, en actitud comprensiva.

—De modo que quizá al principio la madre de Brugar consideró natural que el hombre con quien vivía la castigase, pero después la situación debió empeorar. Los hombres de esa condición suelen caer en excesos y él comenzó a castigar también al chico. Lo cual quizá fuese la causa por la que, finalmente, ella se alejó. Sea como fuere, tomó al niño y escapó de su compañero y regresó con su pueblo —dijo S’Armuna.

—Y si para ella era difícil crecer con el clan, seguramente era peor para su hijo, que ni siquiera era completamente mezclado —dijo Ayla.

—Si los espíritus se mezclaron como era previsible que sucediera, habría tenido tres partes humanas y sólo una parte cabeza chata —confirmó S’Armuna.

De pronto, Ayla pensó en su hijo Durc. Broud le hacía difícil la vida. ¿Y si se volviera como Brugar? Pero Durc es una mezcla completa y tiene a Uba para que le quiera y a Brun para que le enseñe. Brun le aceptó en el clan cuando era el jefe y Durc era un niño. Se ocupará de que Durc conozca las costumbres del clan. Sé que sería capaz de hablar si alguien le enseñase, pero también puede evocar los recuerdos. En ese caso, podría ser un miembro pleno del clan, con la ayuda de Brun.

S’Armuna tuvo una súbita sospecha en relación con la misteriosa joven.

—Ayla, ¿cómo sabes tanto acerca de los cabezas chatas? —preguntó.

La pregunta sorprendió a Ayla. No estaba alerta como lo había estado con Attaroa, y tampoco estaba preparada para soslayar la pregunta. En definitiva, dijo toda la verdad.

—Ellos me criaron —contestó—. Mi pueblo sucumbió en un terremoto y ellos me recibieron.

—Tu niñez seguramente fue incluso más difícil que la de Brugar —dijo S’Armuna.

—No. Creo que, en cierto sentido, fue más fácil. No me consideraban un niño deforme del clan; simplemente, era distinta. Uno de los Otros, así es como nos llaman. Nada esperaban de mí. Algunos de mis actos les parecían tan extraños que no sabían qué pensar acerca de mí. Excepto que estoy segura de que algunos de ellos creían que yo era un poco lenta, porque me costaba mucho recordar las cosas. No digo que fuese fácil crecer con ellos. Tuve que aprender a hablar a su modo y a vivir de acuerdo con sus costumbres, aprender sus tradiciones. Me vi en dificultades para introducirme, pero tuve suerte. Iza y Creb, las personas que me criaron, me amaban, y sé que sin ellos ni siquiera hubiera podido sobrevivir.

Cada una de estas afirmaciones suscitó interrogantes en la mente de S’Armuna, pero no era aquél el momento adecuado para formularlos.

—Es una suerte que en ti no haya mezcla —dijo, dirigiendo una mirada significativa a Jondalar—, sobre todo porque irás a reunirte con los zelandonii.

Ayla captó la mirada y tuvo una cierta idea de lo que la mujer quería decir. Recordó el modo en que Jondalar había reaccionado inicialmente cuando supo quién la había criado, y todavía fue peor cuando descubrió que había concebido un hijo de espíritus mezclados.

—¿Cómo sabes que todavía no los conoce? —preguntó Jondalar.

S’Armuna hizo una pausa para pensar en la pregunta. ¿Cómo lo había sabido? Dirigiéndose al hombre, sonrió.

—Has dicho que volviste a su casa, y ella dijo «su lenguaje», no el que ella habla. —De pronto, le asaltó un pensamiento, una revelación—. ¡La lengua! ¡El acento! Ahora sé dónde lo escuché antes. ¡Brugar tenía un acento como el tuyo! No tan claro como el tuyo, Ayla, aunque él no hablaba su propia lengua tan bien como tú hablas la de Jondalar. Pero seguramente se acostumbró a ese modo de hablar…, a ese amaneramiento, no es del todo un acento, mientras vivió con los cabezas chatas. Hay algo en el sonido de tu habla, y ahora que lo escucho, creo que jamás lo olvidaré.

Ayla se sintió avergonzada. Se había esforzado mucho para hablar correctamente, pero nunca había podido dominar ciertos sonidos. En general, ya no le molestaba que la gente aludiera a ello, pero S’Armuna estaba atribuyéndole excesiva importancia.

La hechicera notó la incomodidad de Ayla.

—Lo siento, Ayla. No quise avergonzarte. En realidad, hablas muy bien el zelandoni, probablemente mejor que yo, porque yo lo he olvidado mucho. Y a decir verdad, no tienes acento. Es otra cosa. Estoy segura de que la mayoría de la gente no lo advierte. Lo que sucede simplemente es que me has proporcionado una visión más clara de Brugar y eso me ayuda a comprender a Attaroa.

—¿Te ayuda a comprender a Attaroa? —preguntó Jondalar—. Ojalá pudiese yo comprender cómo alguien puede ser tan cruel.

—No siempre fue tan mala. En realidad, llegué a admirarla al principio, aunque también la compadecí mucho. Pero, en cierto modo, ella estaba preparada para Brugar y de pocas mujeres podría decirse lo mismo.

—¿Preparada? ¡Qué cosas tan extrañas dices! ¿Preparada para qué? —inquirió Jondalar.

—Preparada para su crueldad —explicó S’Armuna—. Attaroa fue muy maltratada cuando era niña. Ella nunca habla mucho sobre eso, pero sé que pensaba que incluso su propia madre la odiaba. He sabido por otras personas que, en efecto, su madre la abandonó o, por lo menos, eso afirmaban. Se marchó y no volvieron a oír hablar de ella. Finalmente, Attaroa fue recogida por un hombre cuya compañera había muerto de parto, en circunstancias muy sospechosas, y su hijo con ella. Las sospechas se confirmaron cuando se descubrió que golpeaba a Attaroa y que la había poseído incluso antes de que fuese mujer; pero nadie quería asumir la responsabilidad de la niña. Se comentaba algo sobre su madre, algo acerca de su pasado, pero lo cierto es que ese hombre se hizo cargo de Attaroa y la deformó con su crueldad. Finalmente, el hombre murió, y ciertas personas del campamento dispusieron su unión con el nuevo jefe de este campamento.

—¿Lo arreglaron sin el consentimiento de Attaroa? —preguntó Jondalar.

—La «indujeron» a aceptar, y la trajeron con el fin de que conociera a Brugar. Como ya he dicho, éste podía ser muy encantador, y estoy segura de que Attaroa le pareció atractiva.

Jondalar dejó entrever que estaba de acuerdo. Había advertido que, en efecto, Attaroa podía ser muy atractiva.

—Creo que ella esperaba con interés la unión —continuó S’Armuna—. Creía que podía ser la oportunidad de un comienzo distinto. Después descubrió que el hombre con quien se había unido era incluso peor que el anterior. Brugar siempre acompañaba sus placeres con golpes, humillaciones y cosas peores. A su modo, él… No me atrevo a decir que la amaba, pero creo que tenía ciertos sentimientos hacia ella. Sólo que Brugar era un individuo tan… retorcido. Sin embargo, ella fue la única que se atrevió a desafiarle, a pesar de todo lo que él le hizo.

S’Armuna hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó.

—Brugar era un hombre fuerte, muy fuerte, y le gustaba lastimar a la gente, y sobre todo a las mujeres. Creo sinceramente que le complacía provocar el sufrimiento de las mujeres. Has dicho que los cabezas chatas no permiten que los hombres golpeen a otros hombres, aunque pueden castigar a las mujeres. Tal vez eso tenga cierta relación con nuestro asunto. Pero a Brugar le encantaba el desafío de Attaroa. Era una cabeza más alta que él y es muy vigorosa. A Brugar le complacía el reto de quebrar la resistencia de Attaroa y le encantaba que se enfrentase con él. Eso le servía de excusa para lastimarla, lo cual le producía la sensación de que era un individuo poderoso.

Ayla se estremeció, recordando una situación no muy distinta de aquélla y sintió un impulso de empatía y compasión hacia la jefa del poblado.

—Brugar se pavoneaba frente a los restantes hombres, y ellos le alentaban, o por lo menos, se ponían de su lado —dijo la mujer mayor—. Cuanto más se resistía Attaroa, más se envalentonaba Brugar, hasta que ella, finalmente, se quebraba. Entonces la deseaba. Yo solía preguntarme: si al comienzo ella se hubiera mostrado complaciente, ¿Brugar se habría cansado y habría cesado de castigarla?

Ayla pensó en eso mismo. Broud se cansó de ella cuando dejó de resistirse.

—Pero no sé por qué, lo dudo —continuó diciendo S’Armuna—. Después, cuando ella se quedó embarazada y cesó de oponerse, él no cambió. Attaroa era su compañera, y por lo que a él se refería, la mujer le pertenecía. Podía hacer con ella lo que quisiera.

Ayla pensó: «Nunca fui la compañera de Broud y Brun nunca le permitía castigarme, por lo menos después de la primera vez. Aunque era su derecho, el resto del clan de Brun pensaba que el interés que me demostraba era extraño. Se oponían a su comportamiento».

—¿Brugar no cesó de golpearla, ni siquiera cuando Attaroa quedó embarazada? —preguntó desconcertado Jondalar.

—No, aunque parecía complacido porque ella iba a tener un hijo —dijo la mujer.

Ayla pensó: «Yo también quedé embarazada». Su vida y la de Attaroa presentaban muchas semejanzas.

—Attaroa vino a pedirme que la curase —continuó diciendo S’Armuna, cerrando los ojos y meneando la cabeza, como si intentara rechazar el recuerdo—. Las cosas que él le hacía eran horribles, no puedo revelároslas. Las magulladoras provocadas por los golpes eran lo de menos.

—¿Y por qué ella lo soportaba? —preguntó Jondalar.

—No tenía adónde ir. Carecía de parientes o amigos. La gente del otro campamento le había demostrado que no la quería; y al principio ella era demasiado orgullosa para regresar y explicarles que la unión con el nuevo jefe era un total fracaso. En cierto modo, yo sabía lo que sentía —dijo S’Armuna—. Nadie me castigaba, aunque Brugar lo intentó una vez, pero yo creía que no tenía otro lugar donde ir, a pesar de que cuento con parientes. Yo era La Que Servía a la Madre y no podía reconocer que las cosas se habían agravado tanto. Hubiera parecido que era mi propio fracaso.

Jondalar asintió para demostrar que lo comprendía. También en cierta ocasión había pensado que era un fracaso. Miró a Ayla y sintió que su amor por ella le desconcertaba.

—Attaroa odiaba a Brugar —continuó S’Armuna—, pero es posible también que, de un modo extraño, quizá le haya amado. A veces le provocaba intencionadamente. Yo me preguntaba si procedía así porque cuando el sufrimiento había pasado, él la poseía, y aunque no la amase o siquiera le provocase placer, por lo menos lograba que ella se sintiera deseada. Es posible que ella aprendiera a arrancar una forma perversa de placer de la crueldad de aquel hombre. Ahora no quiere a nadie. Siente placer provocando el sufrimiento de los hombres. Si la observas, puedes detectar su excitación.

—Casi la compadezco —dijo Jondalar.

—Compadécela, si quieres, pero no confíes en ella —dijo la hechicera—. Está loca, dominada por una gran perversidad. ¿Puedes entenderlo? ¿Alguna vez te dominó un odio tan profundo que perdieras la razón?

Los ojos de Jondalar se abrieron enormes y se sintió obligado a asentir. Había experimentado una cólera así. Había golpeado a un hombre hasta que éste quedó inconsciente; ni siquiera así había podido detenerse.

—En el caso de Attaroa es como si constantemente la dominase un odio parecido. No siempre lo demuestra, en realidad es muy buena disimulando; pero sus pensamientos y sus sentimientos están tan impregnados de ese odio perverso que ya no puede pensar o sentir como lo hace la gente común. Ya no es humana —explicó la hechicera.

—¿Es posible que pueda tener un sentimiento humano? —preguntó Jondalar.

—¿Recuerdas el funeral, poco después de tu llegada? —preguntó S’Armuna.

—Sí, tres jóvenes. Dos eran varones, pero no pude averiguar qué era el tercero, aunque todos estaban vestidos del mismo modo. Recuerdo que me pregunté cuál podía ser la causa de aquellas muertes. Eran tan jóvenes…

—Attaroa provocó sus muertes —dijo S’Armuna—. Y ése de quien no estabas seguro, era su propio hijo.

Oyeron un ruido y todos se volvieron al mismo tiempo hacia la entrada de la vivienda de S’Armuna.