Capítulo 39

Jondalar y Ayla enfilaron hacia el norte, de regreso al Donau, el Río de la Gran Madre que había guiado sus pasos durante una parte tan considerable de su viaje. Cuando llegaron allí, viraron de nuevo hacia el oeste y continuaron siguiendo la corriente en dirección a sus comienzos, pero el gran curso de agua había cambiado su fisonomía. Ya no era un enorme y sinuoso caudal que corría con grave dignidad atravesando las llanuras, recibiendo innumerables afluentes y cantidades de sedimento, para dividirse después en canales y formar lagos cerrados.

Cerca de su fuente, era un río más claro y luminoso, una corriente más angosta y menos profunda que avanzaba sobre su ancho lecho de rocas y descendía deprisa por la empinada ladera de la montaña. Pero el camino de los viajeros hacia el oeste, a lo largo del río de rápido curso, se había convertido en un ascenso permanente cuesta arriba, un avance que les acercaba cada vez más a la cita inevitable con la espesa capa de hielo permanente que cubría la ancha y alta extensión de la accidentada meseta que tenían enfrente.

Las formas de los glaciares seguían los perfiles del suelo. Los que aparecían sobre las cumbres de las montañas eran irregulares promontorios de hielo; los que estaban en la parte inferior se extendían como grandes panes, con un espesor casi uniforme, elevándose un poco más en el centro y dejando detrás acumulaciones de grava y excavando depresiones que se convertían en lagos y estanques. En su límite más avanzado, el lóbulo más meridional de la vasta masa continental de hielo, cuyo extremo superior casi llano era tan alto como las montañas que estaban alrededor, quedaba separado por menos de cinco grados de latitud del punto en que hubiera podido reunirse con las estribaciones septentrionales de las montañas. El territorio entre las dos masas era el más frío de la Tierra.

A diferencia de los glaciares de las montañas, los ríos helados que se deslizaban lentamente por las laderas de las montañas, el hielo permanente de las tierras altas redondeadas y casi llanas —el glaciar que tanto inquietaba a Jondalar, y que aún se extendía al oeste de los dos viajeros— era un glaciar llano, una versión en miniatura de la capa grande y espesa de hielo que se extendía sobre las llanuras del continente hacia el norte.

Mientras Ayla y Jondalar continuaron caminando a lo largo del río, cada paso que daban les llevaba a terrenos más altos. Realizaban el ascenso muy atentos a dosificar las fuerzas de los caballos que iban muy cargados, y con mucha frecuencia los llevaban del ramal en lugar de montarlos. Ayla estaba especialmente preocupada por Whinney, que cargaba la parte más importante de las piedras para hacer fuego, que, según ellos esperaban, asegurarían la supervivencia de sus compañeros de viaje cuando cruzaran la superficie helada, un terreno en el que los caballos jamás se habrían aventurado por propia iniciativa.

Además de la angarilla de Whinney, los dos caballos transportaban pesados bultos, aunque la carga puesta sobre el lomo de la yegua era más liviana, para compensar la molestia del artefacto que arrastraba. La carga de Corredor era una pila tan alta que a veces parecía engorrosa; pero incluso los equipajes de la mujer y el hombre eran pesados. Sólo el lobo se veía liberado de cargas adicionales, y Ayla ya había comenzado a examinar sus movimientos desenvueltos: también él podía llevar una parte del equipaje.

—Todo este esfuerzo para transportar piedras —comenzó Ayla por la mañana, mientras acomodaba su petate—. Si alguien nos viera subiendo por montañas con esta pesada carga de piedras, diría que somos bastante raros.

—Muchos más nos considerarían raros porque viajamos con dos caballos y un lobo —replicó Jondalar—, pero si deseamos encontrarlos mientras atravesamos el hielo, necesitamos viajar soportando la carga de las piedras. Y de una cosa podemos alegrarnos.

—¿De qué?

—De lo fácil que será la marcha una vez que hayamos pasado al lado opuesto.

El curso superior del río atravesaba el promontorio norte de la cadena de montañas del sur; era tan enorme que los viajeros apenas podían imaginarse esas proporciones inmensas. Los losadunai vivían en una región, exactamente al sur del río, formada por montañas, redondas y muy grandes, de piedra caliza, con amplias áreas de mesetas relativamente llanas, aunque desgastadas por la acción del viento y del agua; las alturas erosionadas tenían amplitud suficiente para ostentar relucientes coronas de hielo durante el año. Entre el río y las montañas había un paisaje de vegetación adormecida, que cubría una zona de piedra arenisca. A su vez, esta área estaba cubierta por un liviano manto de nieve invernal, que desdibujaba el límite inferior del hielo permanente, pero el resplandor del azul glaciar permitía apreciar su naturaleza.

Hacia el norte, al otro lado del río, el antiguo macizo cristalino se elevaba bruscamente, y la superficie ondulante estaba a veces dominada por grietas rocosas y cubiertas por rimeros de bloques de piedra, con altas hierbas entre ellos. Mirando al frente, hacia el oeste, algunas colinas redondeadas más altas, varias de ellas terminadas en pequeñas coronas de hielo propio, se extendían más allá del río helado, que no representaba un límite para el frío e iba a reunirse con el hielo de los riscos plegados más jóvenes de la cadena meridional.

El polvo seco de nieve sopló con menos frecuencia a medida que se acercaban a la parte más fría del continente, la región entre la extensión septentrional más lejana del glaciar de la montaña y las estribaciones más meridionales de las vastas sabanas de hielo que abarcaban el continente. Ni siquiera las ventosas estepas de loess de las planicies orientales, azotadas por el viento, podían alcanzar los rigores de ese frío cruel. La tierra se salvaba de la desolación de las láminas heladas sólo gracias a la influencia marítima moderadora del océano occidental.

El alto glaciar que ellos se proponían cruzar, sin el aire entibiado por el océano descongelado, que mantenía a raya el avance del hielo, podría haberse extendido, y en ese caso hubiera sido imposible cruzarlo. La influencia marítima que permitía el paso a las estepas y las tundras occidentales también evitaba que los glaciares cubriesen el país de los zelandonii, y de ese modo quedaban a salvo de la pesada capa de hielo que cubría otras regiones situadas en la misma latitud.

Jondalar y Ayla recayeron fácilmente en su rutina de viajeros, aunque a veces Ayla tenía la sensación de que habían estado viajando eternamente. Ansiaba llegar al fin de ese viaje. Los recuerdos del tranquilo invierno en el refugio de tierra del Campamento del León irrumpían en su mente mientras avanzaban con mucha dificultad a través de la monótona uniformidad del paisaje invernal. Recordaba complacida pequeños incidentes y olvidaba el sufrimiento que había ensombrecido constantemente sus días cuando creía que Jondalar ya no la amaba.

Aunque tenían que obtener el agua por destilación, generalmente derritiendo el hielo del río más que la nieve —la región era un lugar sombrío y estéril, con pocas acumulaciones de nieve—, Ayla se dio cuenta de que el terrible frío tenía algunas ventajas. Los tributarios del Río de la Gran Madre eran más pequeños y estaban totalmente congelados, de modo que era más fácil cruzarlos. Pero invariablemente, los dos viajeros aprovechaban con preferencia los pasos que hallaban siguiendo la orilla derecha, a causa de los intensos vientos que soplaban a través de los valles, de los ríos y los arroyos. Esos golpes de nieve traían masas de aire gélido procedente de las zonas de alta presión de las montañas sureñas, con lo que el viento helado venía a sumarse al aire ya muy frío.

Temblando a pesar de la protección de las gruesas pieles, Ayla se sintió aliviada cuando, al fin, atravesaron un alto valle y alcanzaron la barrera protectora del terreno cercano, que era más alto.

—¡Tengo tanto frío! —dijo ella, entre los dientes que le castañeteaban—. Ojalá hiciera un poco de calor.

Jondalar se alarmó.

—¡Ayla, no pidas eso!

—¿Por qué no?

—Tenemos que cruzar el glaciar antes de que cambie el tiempo. Un viento tibio significa que sopla el viento que derrite la nieve y señala el fin de la estación. En ese caso tendríamos que dar un rodeo por el norte, a través de la región del clan. Eso nos llevaría mucho más tiempo y, como consecuencia de todas las dificultades creadas a esa gente por Charoli, no creo que nos ofrecieran una bienvenida muy cálida —dijo Jondalar.

Ayla asintió, en actitud comprensiva, y al mirar hacia el lado norte del río, después de estudiar cierta extensión del territorio, Ayla dijo:

—Tienen el mejor lado.

—¿Por qué dices eso?

—Incluso desde aquí puedes ver que hay llanuras que ofrecen buenos pastos, y que allí hay más animales para cazar. De este lado hay sobre todo pinos achaparrados, es decir, la tierra es arenosa y el pasto escaso, excepto en unos pocos lugares. Este lado está sin duda bastante más cerca del hielo y es más frío y menos fértil —explicó.

—Quizá tengas razón —dijo Jondalar, y pensó que la apreciación de Ayla era sagaz—. No sé cómo es en verano; estuve aquí tan sólo un invierno.

Ayla había juzgado con acierto. Los suelos de las planicies septentrionales del valle del gran río estaban formados principalmente por loess sobre un lecho de piedra caliza, y eran más fértiles que en el lado sur. Además, los glaciares de las montañas del sur estaban más cerca unos de otros, y de ese modo los inviernos eran más duros y los veranos más frescos, y la temperatura apenas alcanzaba el nivel necesario para derretir la nieve acumulada y eliminar la capa helada del invierno hasta el límite de la línea alcanzada el verano precedente, o casi. La mayor parte de los glaciares estaba ampliándose otra vez, lentamente, pero lo suficiente para señalar un cambio respecto a las condiciones actuales, con intervalos un poco más tibios, sin el retorno a períodos más fríos, de modo que la tierra asistía a un último avance glaciar antes de la prolongada fusión que dejaría el hielo reducido tan sólo a las regiones polares.

El estado de vida latente de los árboles impedía a menudo que Ayla tuviese seguridad acerca de la especie de cada uno, hasta que saboreaba el extremo de una ramita o un brote o un pedazo del interior de la corteza. Donde el aliso era especialmente abundante cerca del río y a lo largo de los valles inferiores de sus afluentes, ella sabía que hallaría bosques con suelo de turba cuando llegase el verano; donde se mezclaba con el sauce y el álamo, encontraría los lugares más húmedos, y el fresno ocasional, el olmo o el calpe, apenas más que matorrales leñosos, indicaban un suelo más seco. El roble enano, poco usual, que luchaba para sobrevivir en nichos más protegidos, apenas sugería los enormes bosques de robles que un día cubrirían una región de clima más templado. Los árboles faltaban por completo en los suelos arenosos de la región más elevada, en la que podían brotar únicamente brezos, aliagas, algunas hierbas, musgos y líquenes.

Incluso en el clima más riguroso prosperaban algunas aves y animales, abundaban los animales de las estepas y las montañas, adaptados al frío, y la caza era fácil. Rara vez usaban los suministros que les habían entregado los losadunai, pues de todos modos deseaban reservarlos para la travesía. Sólo cuando llegaran al desierto helado necesitarían depender exclusivamente de los recursos que llevaban consigo.

Ayla vio un búho pigmeo de la nieve, una especie poco usual, y se lo señaló a Jondalar. Se acostumbró a cazar la perdiz de los sauces, que tenía un sabor igual al de la perdiz de plumas blancas que él tanto apreciaba, sobre todo de la forma en que Ayla la preparaba. Su variada coloración le permitía camuflarse en un paisaje que no estaba totalmente cubierto por la nieve. Jondalar creyó recordar que había visto más nieve la última vez que había pasado por allí.

La región estaba influida tanto por el este continental cuanto por el oeste marítimo, y esa característica se manifestaba en la mezcla desusada de plantas y animales que rara vez vivían cerca unos de otros. Las pequeñas criaturas peludas eran un ejemplo que llamó la atención de Ayla, aunque durante la estación más fría las ratas, los hurones, los ratones de campo, ardillas terrestres y los hámsteres rara vez eran visibles, excepto cuando ella tropezaba con un nido en busca de los alimentos vegetales que esos animales almacenaban. Aunque a veces también capturaba los animales para alimento de Lobo o, sobre todo, si encontraba hámsteres gigantes, para los propios humanos. Los animales pequeños servían generalmente para alimento de las martas, los zorros y los pequeños gatos salvajes.

En las llanuras altas y a lo largo de los valles fluviales, a menudo avistaban a los mamuts lanudos, generalmente formando rebaños de hembras emparentadas, con algún macho que se les unía en busca de compañía, si bien en la estación fría los machos se agrupaban a menudo. Los rinocerontes eran invariablemente animales solitarios, excepto las hembras, que tenían una o dos crías. En las estaciones más cálidas, el bisonte, el uro y todas las variedades del ciervo, desde el megaceros gigante al pequeño y tímido corzo, eran numerosas, pero sólo el reno permanecía en el invierno. En cambio, el musmón, la gamuza y el íbice habían emigrado de su privado hábitat estival, y Jondalar nunca había visto tantos bueyes almizcleros.

Parecía ser un año en el que la población de bueyes almizcleros había alcanzado un momento culminante del ciclo. Al año siguiente descendería a un número mínimo, pero, entretanto, Ayla y Jondalar comprobaron que el lanzavenablos era muy útil. Cuando se veían amenazados, los bueyes almizcleros, y sobre todo los machos belicosos, formaban una apretada falange de cuernos inclinados que apuntaban hacia fuera desde un círculo, con el fin de proteger a los becerros y algunas hembras. Esta conducta era eficaz contra la mayor parte de los depredadores, pero no contra el lanzavenablos.

Sin necesidad de acercarse demasiado y correr el riesgo de una carga rápida y repentina, Ayla y Jondalar podían obtener presas entre los animales que defendían su territorio, y les apuntaban desde una distancia segura. Era casi demasiado fácil, aunque debían realizar lanzamientos precisos y con mucha fuerza, para tener la certeza de que la lanza traspasaba el denso pelaje.

Como podían elegir entre diferentes variedades de animales, no era frecuente que carecieran de alimento, y a menudo dejaban los pedazos de carne menos atractivos a otros carnívoros y a los carroñeros. No se trataba de despilfarro, sino de necesidad. La dieta de carne magra, con elevado contenido de proteínas, a menudo les dejaba insatisfechos, incluso cuando habían comido hasta hartarse. El revestimiento interior de las cortezas y la infusión preparada con las agujas y las ramitas de algunos árboles les aportaban un alivio siempre limitado.

Los humanos omnívoros podían mantenerse con distintos alimentos; las proteínas eran esenciales, pero ellas solas no eran suficientes. Se conocían casos de personas que habían muerto por falta de proteínas si no podían ingerir, por lo menos, alguna sustancia vegetal o grasas. Como viajaban hacia el final del invierno, con muy escaso alimento vegetal, necesitaban grasa para sobrevivir; pero la estación estaba tan avanzada que los animales que cazaban ya habían consumido la mayor parte de sus propias reservas. Los viajeros seleccionaban la carne y los órganos internos que contenían más grasa y dejaban las partes flacas o se las daban a Lobo. Por lo demás, éste encontraba por sí mismo abundante alimento en los bosques y las llanuras que se extendían a lo largo del camino.

Otro animal que habitaba en la región era el caballo, y aunque lo veían con frecuencia, ni Jondalar ni Ayla podían decidirse a cazarlo. Sus compañeros de viaje se las arreglaban bastante bien con el pasto duro y seco, los musgos, los líquenes e incluso las ramitas y la corteza fina.

Ayla y Jondalar avanzaron hacia el oeste, siguiendo el curso de las aguas y desviándose ligeramente hacia el norte, acompañados por el macizo que atravesaba el río. Cuando el río se volvió hacia el sudoeste, Jondalar comprendió que estaban cerca. La depresión entre la antigua meseta norteña y las montañas del sur cobraba altura hasta llegar a un paisaje accidentado con abundancia de ásperas grietas. Atravesaron el lugar en el que tres arroyos se unían para formar el comienzo identificable del Río de la Gran Madre, y después cruzaron y siguieron a lo largo de la orilla izquierda del curso medio, es decir, la Madre Intermedia. Era el recorrido que, según había oído decir Jondalar, correspondía al verdadero Río de la Madre, aunque una cualquiera de las tres ramas podría haber representado ese papel.

La llegada a lo que era realmente el comienzo del gran río no se vio acompañada por la experiencia profunda que Ayla se había imaginado. El Río de la Gran Madre no nacía en un lugar claramente definido, como el gran mar interior en el que desembocaba. No había un comienzo visible, e incluso el límite del territorio septentrional, considerado como una región de cabezas chatas, no estaba bien definido; pero Jondalar tenía la sensación de que conocía la región en la cual se encontraba. Pensó que estaban cerca del borde del verdadero glaciar, aunque habían estado caminando sobre nieve durante cierto tiempo y era difícil saber a qué atenerse.

Aunque estaban a media tarde, comenzaron a buscar un sitio para establecer el campamento; atravesaron el lugar en busca de la orilla derecha del afluente más alto. Decidieron detenerse poco después, a escasa distancia del valle de un arroyo bastante ancho que venía del lado norte.

Cuando Ayla vio una franja de grava que corría junto al río, se detuvo para recoger algunas piedras redondas y lisas que eran muy adecuadas para su honda, y las guardó en su saquito. Pensó que podía salir a cazar la perdiz blanca o la liebre blanca más avanzada ya la tarde o quizá a la mañana siguiente.

Los recuerdos de su breve estancia con los losadunai ya estaban desdibujándose, reemplazados por la inquietud que les provocaba el glaciar; ésa era la preocupación de Jondalar. A pie y con una pesada carga, habían viajado más lentamente de lo planeado; temía que el fin del largo invierno llegase demasiado rápido. La llegada de la primavera siempre era previsible, pero éste era un año en que esperaba que la estación se retrasara.

Descargaron los caballos y organizaron el campamento. Como era temprano, decidieron salir a buscar carne fresca. Entraron en un lugar relativamente boscoso y encontraron huellas de ciervo, un hecho que les sorprendió a ambos e inquietó a Jondalar. Abrigaba la esperanza de que el regreso del ciervo fuese un signo de que pronto llegaría la primavera. Ayla hizo una señal a Lobo y los tres continuaron atravesando el bosque en fila india, con Jondalar delante. Ayla le seguía de cerca y Lobo venía detrás. Ella no deseaba que se abalanzara y asustase a la presa.

Siguieron la pista a través de los bosques abiertos hacia un alto saliente que bloqueaba la visión al frente. Ayla vio que Jondalar aflojaba los músculos y que caminaba más tranquilo; comprendió la razón cuando las huellas del ciervo demostraron que había saltado a un costado. Era evidente que algo le había asustado.

Los dos se pararon en seco al oír el gruñido ronco de Lobo. El animal había escuchado algo y los dos humanos solían respetar sus reacciones. Ayla estaba segura de que percibía el ruido y algunos movimientos que venían del lado opuesto de la gran roca que emergía de la tierra y les cerraba el paso. Ella y Jondalar se miraron; el hombre también lo había oído. Se adelantaron lentamente, y moviéndose subrepticiamente, rodearon el saliente. Entonces oyeron voces, el ruido de algo que caía pesadamente y casi al mismo tiempo un grito de dolor.

En el grito había algo que provocó un escalofrío en la espalda de Ayla; era un escalofrío de reconocimiento.

—¡Jondalar! ¡Alguien está en dificultades! —dijo, abalanzándose para rodear la piedra.

—¡Espera, Ayla! ¡Puede ser peligroso! —le advirtió él, pero ya era demasiado tarde. Aferrando su lanza, corrió para alcanzarla.

Cuando terminaron de rodear el saliente rocoso, vieron a varios jóvenes debatiéndose con alguien que estaba en el suelo y que intentaba rechazarlos sin mucho éxito. Otros hacían brutales comentarios a un hombre que estaba de rodillas y trataba de cubrir a una persona a la que dos más intentaban sujetar.

—¡Deprisa, Danasi! ¿Cuánta ayuda necesitas? Ésta se resiste.

—Quizá necesite ayuda para encontrar el lugar. En realidad, no sabe qué hacer con eso.

—Entonces, que ceda el sitio a otro.

Ayla entrevió la imagen de un mechón de cabellos rubios, y con un irritado sentimiento de disgusto, comprendió que estaban sujetando a una mujer y también advirtió lo que intentaban hacer. Mientras corría hacia ellos, tuvo otra visión. Quizá era la forma de una pierna o de un brazo, o el sonido de una voz, pero de pronto comprendió que era una mujer del clan… ¡una mujer rubia del clan! Se asombró, pero sólo por un momento.

Lobo estaba gruñendo, ansioso, pero observaba a Ayla y se contenía.

—¡Seguramente es la banda de Charoli! —dijo Jondalar, y se acercó por detrás a Ayla.

Dejó caer al suelo su mochila con el lanzavenablos; después de dar algunos pasos, llegó hasta los tres hombres que agredían a la mujer. Cogió al que estaba más cerca por la espalda y el cuello de la chaqueta y le separó de la mujer. Después se volvió; cerró el puño y lo descargó en la cara del hombre. Éste cayó al suelo. Los dos restantes miraron asombrados y después soltaron a la mujer y se volvieron para atacar al desconocido. Uno le saltó sobre la espalda, mientras el otro le golpeaba la cara y el pecho. El hombre corpulento se sacudió al que tenía en la espalda, recibió un fuerte golpe en el labio y contestó con un poderoso puñetazo al estómago del que estaba enfrente.

La mujer rodó por el suelo y retrocedió para alejarse cuando los dos hombres se lanzaron sobre Jondalar; después se incorporó y corrió hacia el otro grupo de hombres que se peleaban. Mientras un hombre se doblaba por la cintura, a causa del dolor, Jondalar se volvió hacia el otro. Ayla advirtió que el primero trataba de incorporarse.

—¡Lobo! ¡Ayuda a Jondalar! ¡Ataca a esos hombres! —dijo, haciendo una señal al animal.

El corpulento lobo se sumó entusiastamente a la pelea, mientras Ayla dejaba caer su alforja al mismo tiempo que retiraba su honda de la cabeza y buscaba piedras en el saquito. Uno de los tres hombres había caído de nuevo; Ayla vio que otro, con una expresión de terror en los ojos, alzaba un brazo para defenderse del enorme lobo que se le venía encima. El animal saltó sobre las partes traseras, hundió los dientes en la manga de una gruesa chaqueta de invierno; arrancó la manga, mientras Jondalar descargaba un fuerte puñetazo en la mandíbula del tercero.

Ayla puso una piedra en el retén de su honda y dirigió su atención al otro grupo de hombres que se debatían. Uno había elevado un garrote de hueso, lo sostenía con las dos manos y se disponía a descargarlo. La joven disparó deprisa la piedra y vio cómo el hombre del garrote caía al suelo. Otro, que sostenía, amenazador, una lanza sobre alguien que estaba en el suelo, vio caer a su amigo con una mirada de incredulidad. Meneó la cabeza y no vio la segunda piedra que ya llegaba por el aire: dejó escapar un alarido de dolor cuando sufrió el impacto. La lanza cayó al suelo y el hombre se cogió el brazo herido.

Seis hombres habían estado luchando con el que se hallaba en el suelo y, a pesar de todo, se habían visto en dificultades. La honda de Ayla había eliminado a dos; la mujer atacada estaba golpeando a un tercero, con bastante buen resultado. El hombre levantaba los brazos para defenderse. Otro, que se había acercado demasiado al hombre a quien intentaba sujetar, salió despedido por un potente puñetazo. Retrocedió trastabillando. Ayla ya tenía preparadas dos piedras más. Disparó una, apuntando a un muslo musculoso, pero no tan vital, y de ese modo dio oportunidad al caído —un miembro del clan, como Ayla había sospechado—. Aunque él estaba sentado, agarró al hombre que tenía más cerca, lo elevó en el aire y lo arrojó sobre otro hombre.

La mujer del clan renovó su ataque frenético y, finalmente, consiguió apartar al hombre con quien había estado combatiendo. Aunque no estaban acostumbradas a pelear, las mujeres del clan eran tan fuertes como sus hombres, en proporción a su físico; aunque ella había optado por someterse en lugar de combatir para defenderse de un hombre que deseaba abusar de ella y aliviar de ese modo sus necesidades, esta mujer se había visto impulsada a luchar en defensa de su compañero herido.

Pero ninguno de los jóvenes sentía deseos de continuar combatiendo. Uno yacía inconsciente cerca de la pierna del hombre del clan; de una herida que tenía en la cabeza manaba sangre que le manchaba los sucios cabellos rubios; ahora comenzaba a formarse en su cabeza una inflamación descolorida. Otro se frotaba el brazo y miraba hostil a la mujer que tenía lista su honda. Los otros estaban heridos y golpeados, uno con un ojo que comenzaba a hincharse y se cerraba. Los tres que habían atacado a la mujer permanecían encogidos, formando un grupo en el suelo, las ropas desgarradas, temerosos del lobo que los vigilaba mostrando los colmillos y emitiendo un amenazador rezongo.

Jondalar, que había recibido algunos golpes aunque parecía no notarlo, se acercó para comprobar que Ayla estaba ilesa; después miró de cerca al hombre tendido en el suelo y comprendió de pronto que se trataba de un miembro del clan. Se había dado cuenta desde el momento en que entraron en la escena, pero su aspecto no le había impresionado hasta entonces. Se preguntó por qué el hombre continuaba acostado. Apartó al atacante inconsciente y le obligó a volverse; respiraba. Entonces comprendió por qué el hombre del clan no se incorporaba.

La razón saltaba a la vista. El muslo de la pierna derecha, exactamente encima de la rodilla, formaba un ángulo antinatural. Jondalar lo miró impresionado. Con una pierna rota, había rechazado a seis hombres. Sabía que los cabezas chatas eran fuertes, pero nunca había comprobado hasta dónde llegaban su fuerza y su decisión. Seguramente sufría mucho, pero no lo demostraba.

De pronto, otro hombre, que no había participado en ninguna de las peleas, apareció ante ellos. Paseó la mirada por el maltratado grupo y enarcó el ceño. Todos los jóvenes parecieron encogerse incómodos a la vista del desprecio que el recién llegado manifestaba. No sabían cómo explicar lo que había sucedido. Un momento antes estaban maltratando a los dos cabezas chatas que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino, divirtiéndose con ellos; poco después estaban a merced de una mujer que podía arrojar piedras muy duras, de un hombre robusto con los puños duros como rocas y del lobo más corpulento que habían visto nunca. Sin hablar de los dos cabezas chatas.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el recién llegado.

—Tus hombres han recibido por fin un poco de lo que merecen —dijo Ayla—. Y ahora te toca a ti el turno.

La mujer era una total desconocida. ¿Cómo sabía que aquélla era su banda o tenía el más mínimo indicio de lo que ellos hacían? Hablaba en la lengua del recién llegado, pero tenía un acento extraño; el hombre se preguntó quién podía ser. La mujer del clan volvió la cabeza al oír la voz de Ayla y la examinó atentamente, aunque de eso no se percató nadie. El hombre con la inflamación en la cabeza estaba despertando y Ayla fue a comprobar la gravedad de su herida.

—Apártate de él —dijo el recién llegado, pero su bravuconada se vio desmentida por el temor que ella percibió en la voz.

Ayla se detuvo, miró sin disimulo al hombre y comprendió que su advertencia había sido formulada en beneficio del grupo de individuos y no porque le preocupase especialmente el herido.

Ella continuó examinándole.

—Sentirá dolor de cabeza durante unos días, pero se repondrá. Si yo me hubiese propuesto seriamente herirle, no habría resistido. Estaría muerto, Charoli.

—¿Cómo conoces mi nombre? —barbotó el joven, atemorizado, pero tratando de disimularlo. ¿Cómo era posible que aquella desconocida supiese quién era?

Ayla se encogió de hombros.

—Sabemos más que tu nombre.

Miró en dirección al hombre y la mujer del clan. La mayoría de la gente hubiera dicho que se mantenían impasibles, pero Ayla apreció la impresión y la incomodidad que estaban experimentando en los sutiles matices de su expresión y de su postura. Miraban cautelosamente a la gente de los Otros y trataban de comprender el extraño sesgo que habían tomado los hechos.

Por el momento, pensó el hombre, parecía que no corrían peligro de nuevos ataques, pero ese hombre corpulento, ¿por qué les había ayudado… o parecía ayudarles? ¿Por qué un hombre de los Otros luchaba contra hombres de su propia clase para ayudarles? ¿Y la mujer? En el supuesto de que fuese una mujer. Usaba un arma, un arma que él comprendía, mejor que la mayoría de los hombres a quienes había conocido en su vida. ¿Qué clase de mujer usaba un arma? ¿Contra hombres de su propia clase? Pero más inquietante incluso era el lobo, un animal que parecía amenazador frente a los hombres que habían estado atacando a su mujer…, su nueva mujer, que era muy especial. Quizá el hombre alto tenía un tótem del Lobo, pero los tótems eran espíritus, y ése era un lobo auténtico. En definitiva, él sólo podía esperar. Dominar el dolor que sufría y esperar.

Al ver la extraña mirada que el hombre del clan dirigía a Lobo y adivinar sus temores, Ayla decidió provocar de una sola vez todas las conmociones. Emitió un silbido, un sonido claro e imperativo que se asemejaba a la llamada de un pájaro, aunque fuera de un pájaro que nadie había oído jamás. Todos la miraron, expectantes, pero como nada sucedió inmediatamente, se tranquilizaron. Se habían apresurado. Apenas transcurridos unos momentos, oyeron el ruido de cascos; después dos caballos dóciles, una yegua y un corcel castaño bastante peculiar, aparecieron y se acercaron directamente a la mujer.

El hombre del clan se inquietó: ¿Qué era aquel fenómeno tan extraño? ¿Acaso él estaba muerto y había llegado al mundo de los espíritus?

Pareció que los caballos atemorizaban más a los jóvenes que a los otros miembros del clan. Aunque lo ocultaban tras el sarcasmo y la bravata, incitándose unos a otros a poner en práctica acciones cada vez más atrevidas y degradantes, todos y cada uno sentían en lo más profundo de su ser una tensa sensación de culpa y miedo. Cada uno de ellos estaba seguro de que llegaría el momento en que serían descubiertos y tendrían que responder por sus actos. Algunos en realidad lo deseaban; estaban ansiosos por terminar de una vez antes de que las cosas empeorasen, si ya no era demasiado tarde.

Danasi, el que había soportado las burlas de sus compañeros porque tenía dificultades para someter a la mujer, había comentado el caso con dos de ellos, en quienes tenía más confianza. Las mujeres cabezas chatas eran una cosa, pero aquella niña, que ni siquiera era todavía una mujer, y que gritaba y se debatía… Por supuesto que en aquel momento había sido excitante —a esa edad las mujeres eran siempre excitantes—, pero después se había sentido avergonzado y temeroso del castigo de Duna. ¿Qué les haría Ella a los jóvenes?

Y ahora, de pronto, aquí llegaba una mujer, una desconocida, con un corpulento hombre de cabellos rubios —¿no decían que Su Amante era más alto y más rubio que los restantes hombres?— ¡y un lobo! Y caballos que la obedecían. Nadie la había visto antes y, sin embargo, ella sabía quiénes eran los jóvenes. Tenía un modo extraño de hablar, sin duda venía desde muy lejos, pero conocía la lengua que ellos hablaban. ¿Hablaban del lugar de donde ella venía? ¿Era una dunai? ¿Un espíritu de la Madre en forma humana? Danasi se estremeció.

—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó Charoli—. No te hemos molestado. Sólo nos divertíamos un poco con estos cabezas chatas. ¿Qué tiene de malo entretenerse un poco con unos animales?

Jondalar vio que Ayla se contenía a duras penas.

—¿Y Madenia? —preguntó Jondalar—. ¿También ella era un animal?

¡Lo sabían! Los jóvenes se miraron; después volvieron los ojos hacia Charoli, buscando alguna orientación. El acento del hombre no era idéntico al de la mujer. Él hablaba zelandoni. Si los zelandonii lo sabían, ellos no podrían ir a ocultarse allí en caso de necesidad, fingiendo que realizaban un viaje, según lo tenían planeado. ¿Quién más lo sabía? ¿Habría algún lugar donde ir?

—Estas personas no son animales —dijo Ayla, con una fría cólera que atrajo la atención de Jondalar. Nunca la había visto tan irritada, pero se dominaba tanto que él no sabía muy bien si los jóvenes comprendían la situación—. Si fueran animales, ¿intentaríais siquiera forzarlos? ¿Forzáis a los lobos? ¿O a los caballos? No, estáis buscando una mujer, y ninguna mujer os quiere. Éstas son las únicas mujeres que podéis encontrar —dijo—. Pero estas personas no son animales. —Miró a la pareja de miembros del clan—. ¡Vosotros sois los animales! ¡Vosotros sois hienas! Con los andrajos que huelen mal, que huelen a la perversidad que almacenáis. Lastimando a la gente, forzando a las mujeres, robando lo que no os pertenece. Os advierto que si no regresáis ahora, lo perderéis todo. No tendréis familia, ni caverna, ni pueblo, y nunca habrá una mujer en el hogar de ninguno de vosotros. Pasaréis la vida como las hienas, siempre recogiendo las sobras de otros y obligados a robar a su propia gente.

—¡Sabe también eso! —dijo uno de los hombres.

—¡No digas nada! —ordenó Charoli—. No lo saben, a lo sumo, están adivinando.

—Lo sabemos —dijo Jondalar—. Todos lo saben.

Su dominio de la lengua no era perfecto, pero lo que decía estaba muy claro.

—Es lo que vosotros decís, pero ni siquiera os conocemos —dijo Charoli—. Tú eres un forastero, ni siquiera eres losadunai. No regresaremos. No necesitamos de nadie. Tenemos nuestra propia caverna.

—¿Por eso necesitáis robar comida y forzar a las mujeres? —preguntó Ayla—. Una caverna sin mujeres en el hogar no es una caverna.

Charoli trató de adoptar un tono indiferente.

—No tenemos por qué escuchar esto. Tomaremos lo que necesitemos y cuando lo necesitemos…, alimentos o mujeres. Nadie nos detuvo antes y nadie nos detendrá ahora. Vamos, salgamos de aquí —ordenó, volviéndose para iniciar la retirada.

—¡Charoli! —gritó Jondalar, llamando al joven y alcanzándole con unos pocos pasos.

—Tengo que darte algo —dijo el hombre.

Y entonces, sin advertencia, Jondalar cerró el puño y lo descargó en la cara de Charoli. La cabeza de Charoli cayó hacia atrás y el joven se elevó en el aire a causa del golpe demoledor.

—¡Eso es por Madenia! —dijo Jondalar, mirando al hombre tendido en el suelo. Después, dio media vuelta y se alejó.

Ayla miró al aturdido joven. Un hilo de sangre le corría desde la comisura de los labios, pero no intentó ayudarle. Dos de sus amigos le sostuvieron y consiguieron que se incorporase. Después, Ayla desvió su atención hacia el grupo de jóvenes y examinó individualmente a cada uno. Formaban una banda lamentable, desaliñados y sucios, las ropas desgarradas y mugrientas. Las caras demacradas reflejaban también el hambre. No podía extrañar que hubiesen robado comida. Necesitaban la ayuda y el apoyo de la familia y los amigos de una caverna. Quizá la vida desenfrenada de vagabundeo con la banda de Charoli había comenzado a parecerles menos atractiva y estaban preparados para regresar.

—Están buscándoos —dijo—. Todos, incluso Tomasi, que es pariente de Charoli, coinciden en que ya habéis llegado demasiado lejos. Si regresáis a vuestras cavernas y aceptáis vuestro merecido, podéis tener la oportunidad de reuniros nuevamente con vuestras familias. Si esperáis a que os encuentren, las cosas se pondrán peor para vosotros.

«¿Era por eso por lo que Ella había venido?, Danasi pensó: ¿Ha venido para avisarnos antes de que sea demasiado tarde?». Si regresaban antes de que dieran con ellos y ellos, por su parte, trataban de pagar sus culpas, ¿las cavernas los aceptarían?

Después que se retiró la banda de Charoli, Ayla se aproximó a la pareja del clan. Habían contemplado con asombro tanto el enfrentamiento directo de Ayla con los hombres como el puñetazo final de Jondalar, que había derribado al otro. Los hombres del clan nunca castigaban a otros hombres del clan, pero todos los hombres de los Otros eran personajes extraños. Se parecían a los hombres, pero su comportamiento no era el de los hombres, y eso valía sobre todo para el hombre que había sido golpeado. Todos los clanes conocían su existencia, y el hombre tendido en el suelo debía reconocer que experimentaba cierta satisfacción al presenciar cómo les humillaban. Pero se sintió más satisfecho cuando vio que todos desaparecían.

Ahora deseaba que los dos restantes también se alejasen. La intervención de esos dos había sido tan inesperada que se sentía incómodo. Sólo deseaba retornar a su clan, aunque ignoraba cómo lo conseguiría con una pierna rota. La actitud que Ayla adoptó a continuación sorprendió completamente al hombre y a la mujer. Incluso Jondalar pudo percibir la atónita confusión de ambos. Ayla se sentó grácilmente, con las piernas cruzadas, frente al hombre y, en una actitud modesta, clavó los ojos en el suelo.

Jondalar se sorprendió. Ella había hecho lo mismo con él en ciertas ocasiones, generalmente cuando tenía algo importante que decirle y se sentía frustrada porque no podía hallar las palabras apropiadas para expresarse, pero ésta era la primera vez que él la veía adoptar esa postura en un contexto como aquél. Era un gesto de respeto. Estaba solicitando permiso para hablarle, pero el hombre de elevada estatura se asombró de ver a Ayla, que era tan eficaz e independiente, acercarse a este cabeza chata, ese hombre del clan, con tanta deferencia. Ayla había intentado explicar cierta vez a Jondalar que eso era cortesía y tradición, el modo en que ellos hablaban y que no implicaba necesariamente una actitud humillante; pero Jondalar no conocía ninguna mujer zelandonii o, para el caso, de otro pueblo cualquiera, que se aproximase de ese modo a nadie, fuese hombre o mujer.

Ayla permaneció sentada pacientemente, esperando que el herido le tocase el hombro; ni siquiera estaba segura de que el lenguaje de los signos de esa gente del clan fuese idéntico al lenguaje del clan que la había criado. La distancia entre ellos era grande, y esta gente tenía un aspecto distinto. Pero ella había descubierto semejanzas en las lenguas habladas, aunque cuanto mayor era la distancia que separaba a dos grupos de personas, menos se parecía la lengua. Sólo podía abrigar la esperanza de que el lenguaje de los signos de este pueblo también fuese análogo.

Pensó que la lengua de los gestos, como gran parte de su saber y sus esquemas operativos, provenía de sus recuerdos, de los recuerdos raciales, afines al instinto, con los cuales nacía cada niño. Si esta gente del clan tenía los mismos comienzos antiguos que la que ella había conocido, su lengua debía ser, por lo menos, análoga.

Mientras esperaba nerviosamente, comenzó a preguntarse si ese hombre tendría una mínima idea de lo que ella intentaba hacer. De pronto, sintió un toque en el hombro y respiró hondo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que ella habló con gente del clan; no lo había hecho desde la maldición… Tenía que olvidar aquello. No podía permitir que esta gente supiera que ella estaba muerta por lo que se refería al clan, pues en ese caso dejarían de mirarla, exactamente como si no existiese. Miró al hombre y los dos se estudiaron atentamente.

Él no pudo ver ningún signo del clan en ella. Era una mujer de los Otros. No se asemejaba a esos que parecían extrañamente deformados por una mezcla de espíritus, al estilo de tantos que nacían en aquellos tiempos. Pero ¿dónde había aprendido esta mujer de los Otros el modo preciso de dirigirse a un hombre?

Ayla no había visto una cara del clan desde hacía muchos años; la de este hombre era una auténtica cara del clan, pero de ningún modo se asemejaba a las caras de la gente que ella había conocido. Los cabellos y la barba eran de un color castaño más claro y parecían suaves, y no tan rizados. También tenía los ojos más claros, castaños, y no los ojos profundos y líquidos, casi negros, de la gente de Ayla. Sus rasgos eran más acentuados, más enérgicos; el entrecejo era más grueso, la nariz más perfilada, la cara más alargada; se diría incluso que la frente retrocedía más bruscamente y que tenía la cabeza más larga. En cierto modo, podía decirse que parecía más clan que el clan de Ayla.

Ayla comenzó a hablar con los gestos y las palabras de la lengua cotidiana del clan de Brun, la lengua del clan que ella había aprendido en su niñez. Enseguida se vio que él no entendía. Entonces, el hombre emitió algunos sonidos. Tenían el tono y la calidad de voz del clan, más bien gutural, casi sorbiendo las vocales, y Ayla trató esforzadamente de entender.

El hombre tenía una pierna rota y ella deseaba ayudarle, pero también quería saber más de esta gente del clan. En cierto modo, ella se sentía más cómoda con ellos que con la gente de los Otros. Pero para ayudarle necesitaba comunicarse con él, necesitaba que él comprendiese. El hombre habló de nuevo y trazó signos. Daba la impresión de que los gestos debían ser conocidos, pero Ayla no lograba descifrarlos, y los sonidos de sus palabras no le parecían en absoluto conocidos. ¿Quizá la lengua del clan de Ayla era tan distinta que no podía comunicarse con los clanes de esa región?