Capítulo 34

Regresaron al Río de la Gran Madre y Ayla encabezó la marcha por el mismo sendero que había seguido para descubrir el campamento s’armunai; pero cuando llegaron al cruce del río, decidieron vadear el afluente más pequeño y después enfilar hacia el sudoeste. En busca del río cabalgaron por la campiña atravesando llanuras batidas por el viento de la antigua cuenca de tierras bajas que separaba los grandes sistemas montañosos.

A pesar de que nevaba poco, con frecuencia tenían que protegerse de la ventisca más o menos inclemente. En el frío intenso, los copos de nieve seca se elevaban y desplazaban de un lugar a otro impulsados por los vientos implacables, hasta convertirse en un polvo helado que a veces se mezclaba con las partículas de polvo de roca —loess— provenientes de las márgenes de los glaciares en movimiento. Cuando el viento era muy fuerte, les quemaba la piel desnuda. Las hierbas achaparradas de los lugares más expuestos hacía mucho que habían sido aplastadas, pero los vientos que impedían que la nieve se acumulase, excepto en los parajes resguardados, destapaban el forraje amarillento en la medida suficiente para permitir que los caballos pastaran.

Para Ayla, el trayecto de regreso fue mucho más rápido —ahora no se esforzaba por seguir una pista en un terreno difícil—, pero Jondalar se sorprendió ante la distancia que era preciso recorrer para llegar al río. Nunca hubiera imaginado haber estado tan al norte. Sospechó que el campamento s’armunai no estaba lejos del Gran Hielo.

Acertaba en sus cálculos. Si hubieran avanzado hacia el norte, podrían haber llegado a la maciza pared frontal del hielo continental en dos o tres días. A principios del verano, poco antes de iniciar el viaje, cazaron mamuts en la cara helada de la misma gigantesca barrera septentrional, pero mucho más hacia el este. Después descendieron a lo largo de la cara oriental de un pronunciado arco de montañas, rodeando la base meridional, y ascendieron por el flanco occidental de la cadena casi hasta alcanzar de nuevo las estribaciones del glaciar de enormes proporciones.

Dejando atrás los últimos ramales de las montañas que habían prevalecido en el curso de sus viajes, viraron hacia el oeste cuando llegaron al Río de la Gran Madre y comenzaron a aproximarse al promontorio septentrional de la cadena aún más ancha y elevada que aparecía al oeste. Estaban desandando camino en busca del lugar en el que habían dejado el equipo y las provisiones, por lo que seguían la misma ruta que habían comenzado en una etapa anterior a la estación, cuando Jondalar creyó que disponían de tiempo sobrado… hasta la noche en que el rebaño salvaje les arrebató a Whinney.

—Las señales parecen conocidas; debe ser por aquí —dijo Jondalar.

—Recuerdo ese peñasco, pero todo lo demás parece distinto. —Ayla examinaba el paisaje que se le antojaba diferente.

Se había acumulado más nieve, asentada firmemente en aquel paraje. La orilla del río estaba helada, y con la nieve amontonada en pequeños montículos que tapaban todas las grietas, era difícil saber dónde terminaba la orilla y comenzaba el río. Los fuertes vientos y el hielo que se había formado sobre las ramas durante los sucesivos períodos de congelación y deshielo de la temporada habían derribado varios árboles. Los matorrales y los arbustos se doblaban bajo el peso del agua helada adherida a las ramas; cubiertos de nieve, a menudo semejaban, a los ojos de los viajeros, elevaciones o montículos de rocas, hasta que se quebraban cuando ellos intentaban remontarlos.

La mujer y el hombre se detuvieron cerca de un bosquecillo y exploraron cuidadosamente el sector, tratando de descubrir algo que les proporcionase algún indicio del lugar donde habían dejado la tienda y los alimentos.

—Seguramente estamos cerca. Sé que éste es el lugar indicado, aunque lo encuentro muy distinto —dijo Ayla, quien, tras una corta pausa, miró al hombre—. Muchas cosas son diferentes de lo que parecen, ¿no es así, Jondalar?

—Bien, sí. —Él la miró desconcertado—. En invierno las cosas parecen distintas que en verano. Es lógico.

—No me refiero sólo a la tierra —dijo Ayla—. Es difícil de explicar. Es como cuando partimos y S’Armuna te encargó que le dijeras a tu madre que le enviaba su afecto, pero agregó que lo enviaba Bodoa. Ése era el nombre que tu madre usaba para ella, ¿verdad?

—Sí, estoy seguro de que fue eso lo que quiso decir. Cuando era joven probablemente la llamaban Bodoa.

—Pero tuvo que renunciar a su propio nombre cuando se convirtió en S’Armuna. Exactamente como la Zelandoni de quien hablamos, la que fue conocida con el nombre de Zolena —agregó Ayla.

—Se renuncia de buena gana al nombre. Es parte de la transformación de La Que Sirve a la Madre —indicó Jondalar.

—Entiendo. Sucedió lo mismo cuando Creb se convirtió en el Mog-Ur. No tuvo que renunciar a su nombre inicial, pero cuando dirigía una ceremonia como el Mog-Ur era alguien distinto. Cuando era Creb, se asemejaba a su tótem natal, el Corzo, y era tímido y discreto, parecía que estaba observándolo todo desde su escondrijo. Pero cuando era Mog-Ur, adoptaba la actitud de un ser poderoso y dominante, como correspondía a su tótem del Oso de las Cavernas —dijo Ayla—. Nunca era exactamente lo que parecía.

—Ayla, contigo también pasa un poco lo mismo. Casi siempre escuchas mucho y no dices gran cosa. Pero cuando alguien está herido o se ve en dificultades, tú casi te conviertes en una persona distinta. Asumes el control. Dices a la gente lo que tiene que hacer, y la gente obedece.

—Nunca lo pensé de ese modo. —Ayla frunció el ceño—. Se trata sólo de que deseo ayudar.

—Lo sé. Pero es más que el deseo de ayudar. Por lo general sabes lo que es necesario hacer, y la mayoría de la gente lo advierte. Creo que por eso haces lo que dices. En mi opinión, podrías ser La Que Sirve a la Madre, si tú lo quisieras —dijo Jondalar.

—No creo que quisiera eso. —Ayla frunció aún más el entrecejo—. No desearía renunciar a mi nombre. Es lo único que me queda de mi verdadera madre, del tiempo anterior a mi vida en el clan. —De pronto, su cuerpo se puso rígido en tanto señalaba un montículo cubierto de nieve, extrañamente simétrico—. ¡Jondalar!, mira allí…

El hombre fijó la vista en el lugar que ella indicaba, al principio sin ver lo que Ayla veía; de súbito, la forma cobró significado en su conciencia.

—¿Será eso…? —dijo, y espoleó a Corredor.

El montículo estaba en el centro de una maraña de espinos, y ese detalle acentuó la excitación de los dos viajeros. Desmontaron. Jondalar encontró una rama gruesa y comenzó a abrirse paso a través del matorral de espinos. Cuando llegó al centro y tocó el montículo simétrico, la nieve se desprendió y apareció el bote redondo invertido.

—¡Es aquí! —exclamó Ayla.

Golpearon y sacudieron las largas ramas de espino, hasta que pudieron llegar al bote y a los bultos cuidadosamente envueltos que estaban ocultos debajo.

Sin embargo, la protección no había sido totalmente eficaz, y fue Lobo quien les aportó el primer indicio. Era evidente que estaba agitado por un olor que todavía flotaba en el lugar, y cuando encontraron excrementos de lobo, comprendieron la razón. Los lobos habían saqueado el escondrijo. Sus intentos de abrir a dentelladas los bultos habían tenido éxito en algunos casos. Incluso la tienda estaba desgarrada, pero les sorprendió que el daño no fuera aún más grave. Por regla general, los lobos no podían mantenerse alejados del cuero, y una vez caía en sus fauces, les encantaba masticarlo.

—Podemos agradecérselo al repelente. Seguramente evitó que provocaran más daño —dijo Jondalar, complacido porque la mezcla de Ayla había evitado no sólo que Lobo, su compañero de viaje, se mantuviera apartado de las cosas, sino que había servido para ahuyentar a otros ejemplares de su especie—. Siempre creí que Lobo hacía más difícil nuestro viaje. En cambio, de no haber sido por él, probablemente ni siquiera tendríamos una tienda. Ven aquí, muchacho —dijo Jondalar, dándose unas palmadas en el pecho e invitando al animal a saltar y apoyar allí sus patas—. ¡Otra vez lo has conseguido! Nos has salvado la vida o por lo menos la tienda.

Ayla le vio apuñar el espeso pelaje del cuello del lobo, y sonrió. Le complacía ver el cambio de actitud de Jondalar con respecto al animal. No es que Jondalar se hubiera mostrado antes duro con él, o que no le tuviese simpatía. Era sencillamente que nunca se había mostrado tan francamente cordial y afectuoso. Era evidente que a Lobo también le encantaba verse tratado con tanto cariño.

Aunque habría sufrido daños mucho peores de no haber sido por el repelente contra lobos; de todos modos la sustancia no había impedido que éstos saquearan los depósitos de alimentos utilizados como reserva. La destrucción había sido devastadora. La mayor parte de la carne seca y las tortas de alimento para los viajes había desaparecido y muchos de los paquetes de frutas secas, verduras y granos habían sido desgarrados o faltaban, quizá devorados por otros animales después de la incursión de los lobos.

—Tal vez deberíamos haber aceptado más alimentos de los que nos ofrecieron los s’armunai cuando partimos —agregó Ayla—, pero ellos ya tenían poco para su propio consumo. Claro que siempre podríamos regresar.

—Prefiero no hacerlo. Veamos lo que tenemos. Si cazamos, tal vez tengamos suficiente para llegar donde habitan los losadunai. Thonolan y yo conocimos a algunos y pasamos la noche con ellos. Nos invitaron a volver y a quedarnos algún tiempo en su poblado.

—¿Nos darán alimentos para continuar nuestro viaje? —preguntó Ayla.

—Creo que sí —respondió Jondalar; añadió sonriendo—: En realidad, estoy seguro de que lo harán. ¡Existe una promesa de futuro que les obliga!

—¿Una promesa de futuro? —dijo Ayla, mirándole extrañada—. ¿Son parientes tuyos, como los sharamudoi?

—No, no son parientes, pero sí amigos y han traficado con los zelandonii. Algunos conocen la lengua.

—Ya me hablaste de eso, aunque nunca entendí bien lo que significaba una «promesa de futuro».

—Una promesa de futuro es el compromiso de dar lo que el otro pida, en cualquier momento del futuro, a cambio de algo dado, o lo que es más usual, ganado anteriormente. En general, se utiliza para pagar una deuda cuando alguien juega y pierde más de lo que puede pagar; pero también se emplea en otras circunstancias —explicó el hombre.

—¿Cuáles son esas otras circunstancias? —preguntó Ayla. Tenía la sensación de que la idea comprendía otras cosas, y de que podía ser importante que ella comprendiese.

—Bien, a veces sirve para recompensar a alguien por lo que hizo, casi siempre algo especial, pero de difícil evaluación —dijo Jondalar—. Como no te impone límites, una promesa de futuro puede ser una obligación muy pesada, pero la mayoría de las personas no piden más de lo que corresponde. A menudo el hecho mismo de aceptar la obligación de una promesa de futuro revela confianza y buena fe. Es una manera de proponer amistad.

Ayla asintió. Sí, como ella había previsto, el asunto tenía sus sutilezas.

—Laduni me debe una promesa de futuro —continuó diciendo el hombre—. No es una reclamación importante, pero está obligado a darme lo que yo le pida, y puedo pedir lo que quiera. Creo que se alegrará de cumplir su obligación entregándome algunos alimentos, cosa que de todos modos haría.

—¿Los losadunai están lejos de aquí? —preguntó Ayla.

—A bastante distancia. Viven sobre el extremo occidental de estas montañas, y nos encontramos en el extremo oriental; pero no es un viaje muy difícil si seguimos el curso del río. Desde luego tendremos que cruzarlo. Viven en la orilla opuesta, pero podemos realizar el cruce después de remontar el río —dijo Jondalar.

Decidieron acampar allí esa noche y examinaron con cuidado todas sus pertenencias. Lo que había desaparecido era principalmente el alimento. Cuando reunieron todo lo que pudieron rescatar, formaron una pila no demasiado grande; comprendieron que la situación podría haber sido peor. Tendrían que cazar y recolectar mucho en el camino, pero la mayor parte de los objetos estaba intacta y sería perfectamente utilizable con algunos trabajos de remiendo y reparación, con excepción del recipiente destinado a guardar la carne, el cual había sido completamente despedazado. El bote redondo protegió durante algún tiempo las cosas, aunque no había servido para salvarlas de los dientes de los lobos. Por la mañana tendrían que decidir si se llevaban el bote redondo cubierto de cuero.

—Estamos entrando en un terreno más montañoso. Creo que lo mejor sería dejarlo aquí —dijo Jondalar.

Ayla estaba ocupada en examinar las pértigas. De las tres pértigas que ella había usado para mantener el alimento a salvo de los animales, una estaba rota, pero ellos sólo necesitaban dos para las angarillas.

—¿Por qué no nos lo llevamos ahora? Si se convierte en un verdadero problema, siempre estamos a tiempo de abandonarlo. ¿No te parece? —propuso Ayla.

Viajando hacia el oeste, pronto dejaron atrás la cuenca de tierras bajas que formaban una llanura azotada por los vientos. El curso este-oeste del Río de la Gran Madre que ellos seguían era la línea divisoria de una gran batalla entre las fuerzas más poderosas de la tierra, una batalla librada con el movimiento infinitamente lento de los tiempos geológicos. Hacia el sur se encontraba la elevación de las altas montañas occidentales, cuyas estribaciones más encumbradas nunca eran calentadas por el sol y el calor del verano. Las elevadas prominencias acumulaban nieve y hielo año tras año y, más lejos, los picos más altos de la cadena relucían en el aire diáfano y frío.

Las mesetas del norte estaban formadas por la roca cristalina básica de un inmenso macizo, constituido por los vestigios redondeados y suavizados de antiguas montañas que se habían desgastado en el transcurso de eones. Se habían formado sobre la tierra en la época más temprana y estaban unidas al lecho de rocas más profundo. Contra ese cimiento inconmovible, la fuerza irresistible de los continentes, que se desplazaban lenta e inexorablemente desde el sur, había aplastado y plegado la corteza de roca dura de la Tierra, formando el imponente sistema de montañas que se extendía atravesando la región.

Pero el antiguo macizo no había salido indemne de las grandes fuerzas que crearon las montañas de altas cumbres. La inclinación, el resquebrajamiento y la ruptura de la roca, que se manifestaban en la destrucción de su estructura cristalina solidificada, relataban en la piedra la historia de los movimientos y los plegamientos violentos que había soportado mientras se mantenía firme frente a las presiones inconcebibles originadas en el sur. En la misma época, no sólo existía ya la alta cadena occidental a la izquierda de los dos viajeros, y otra también hacia el este, todavía más lejos, formada por el movimiento de los continentes que presionaban contra el inconmovible lecho de piedra, sino que también existía la larga y arqueada cadena oriental que ellos habían rodeado, y la serie completa de formaciones montañosas continuaba hacia el este, elevándose hasta los picos más altos de la tierra.

Más tarde, durante la edad del hielo, cuando las temperaturas anuales eran más bajas, el casquete helado se extendía hasta un nivel mucho más bajo en los flancos de las macizas cadenas montañosas, cubriendo incluso las alturas moderadas con una brillante corteza de cristal. Colmando y ampliando los valles y los barrancos mientras se desplazaba lentamente, el hielo glaciar dejaba detrás láminas desbordadas y terrazas de grava, y tallaba afiladas y altas torres de piedra en las cumbres más jóvenes toscamente recortadas. La nieve y el hielo también cubrían las mesetas septentrionales en invierno. Pero sólo la elevación más alta, cerca de las montañas heladas, alimentaba un verdadero glaciar, una capa duradera de hielo que persistía en verano y en invierno.

Con las estribaciones redondeadas de las montañas erosionadas que hacia el norte se extendían para formar mesetas y terrazas relativamente llanas, el curso superior de los ríos que corrían a través del antiguo territorio tenía valles poco profundos y suaves pendientes, aunque éstos cobraban un carácter más accidentado en el curso medio de las corrientes de agua. Excepto los que caían directamente por la cara del macizo, los ríos que descendían por las pendientes más acentuadas del lado meridional fluían con mayor velocidad. La demarcación entre la suave meseta septentrional y el sur montañoso era la tierra fértil de fecundo loess a través de la cual corría el Río de la Madre.

Ayla y Jondalar se dirigieron casi al oeste al continuar su viaje, y se desplazaron junto a la orilla norte del curso de agua, atravesando las llanuras abiertas y el valle fluvial. Aunque ya no era la enorme y voluminosa madre de ríos que había sido en su curso anterior, el Río de la Gran Madre todavía era importante, y al cabo de unos días, fiel a su naturaleza, volvió a dividirse en varios canales.

Medio día de viaje después, alcanzaron otro importante afluente, y la encrespada confluencia cuyas aguas procedían de terrenos más altos aparecía formidable, con carámbanos que se extendían en cortinas heladas y montículos de hielo quebrado que revestían las dos orillas. Los ríos que se unían al norte ya no venían de las tierras altas y las estribaciones de las conocidas montañas que dejaban atrás. Estas aguas provenían del terreno casi desconocido que se extendía al oeste. En vez de cruzar el peligroso río, o intentar seguirlo hasta su curso superior, Jondalar decidió volver y cruzar, en cambio, los diferentes ramales de la Gran Madre.

En definitiva, fue una decisión acertada. Aunque algunos canales eran anchos y estaban atestados de hielo en las orillas, en general el agua helada apenas llegaba a los flancos de los caballos. No les preocupó mucho hasta más avanzada la tarde, pero Ayla y Jondalar, los dos caballos y el lobo consiguieron por fin terminar de cruzar el Río de la Gran Madre. Después de sus peligrosas y traumáticas experiencias en otros ríos, cruzaron las corrientes de agua con tan escasos incidentes que resultó casi decepcionante; aunque a decir verdad, no lo lamentaron.

En el frío intenso del invierno, el mero hecho de viajar ya era de por sí bastante peligroso. La mayoría de la gente se mantenía encerrada y abrigada en viviendas cálidas, y amigos y parientes salían a buscar a todo el que permaneciera demasiado tiempo al aire libre. Ayla y Jondalar dependían exclusivamente de ellos mismos. Si sucedía algo, sólo contaban cada uno con el otro y con sus acompañantes, los animales.

El terreno ascendió gradualmente y comenzaron a advertir un cambio sutil en la vegetación. Abetos y alerces aparecieron entre los diferentes tipos de pino que crecían en las riberas. La temperatura de las llanuras de los valles fluviales era extremadamente fría a causa de las inversiones atmosféricas, con frecuencia más fría de cuanto lo era a mayor altura en las montañas circundantes. Aunque la nieve y el hielo blanqueaban las tierras altas que se extendían en los flancos, en el valle fluvial rara vez nevaba. Las escasas ventiscas, moderadas y secas, que se producían, provocaban escasa acumulación en el suelo helado, excepto en los huecos y las depresiones, y a veces ni siquiera allí. Cuando no había nieve, el único modo de conseguir agua para beber ellos y los animales era echar mano de las hachas de piedra, cortar hielo del río helado y derretirlo.

La situación determinó que Ayla prestara mayor atención a los animales que recorrían las llanuras en el valle de la Madre. Pertenecían a las mismas variedades que habían visto en las estepas durante el viaje, pero predominaban las criaturas amantes del frío. Ayla sabía que aquellos animales podían alimentarse con la vegetación seca que era fácil obtener en las planicies heladas, aunque esencialmente sin nieve. Se preguntó, no obstante, cómo obtendrían el agua.

Pensó que los lobos y otros carnívoros probablemente satisfacían parte de sus necesidades de líquido con la sangre de sus presas y que, como recorrían un territorio dilatado, podían hallar depósitos de nieve o pedazos sueltos de hielo que masticarían. Pero ¿qué podía decirse de los caballos y otros animales que pastaban y ramoneaban? ¿Cómo podían hallar agua en una región que en invierno era un desierto helado? Había bastante nieve en ciertas zonas, pero otras eran regiones áridas de piedra y hielo. Sin embargo, por seco que fuera el territorio, si existía en él algún forraje, sin duda estaba habitado por animales.

Aunque todavía escaseaban, Ayla observó que había más rinocerontes lanudos de los que jamás había visto en un solo lugar, y si bien no formaban rebaños, aparecían por todas partes. También vio bastantes bueyes almizcleros. Ambas especies gustaban del territorio abierto, ventoso y seco, pero los rinocerontes preferían las hierbas y los juncos, en tanto que los bueyes almizcleros, fieles a su naturaleza de criaturas caprinas, ramoneaban los arbustos más leñosos. Los grandes renos y los gigantescos megaceros de enormes cornamentas compartían asimismo la tierra helada, al igual que los caballos, con su espeso pelaje invernal, pero si había un animal que destacaba entre las demás especies del valle del curso alto del Río de la Gran Madre, éste era sin duda el mamut.

Ayla no se cansaba jamás de observar a las enormes bestias. Aunque en ocasiones eran acosadas y cazadas, manifestaban tal ausencia de temor que casi parecían domesticadas. A menudo permitían que el hombre y la mujer se les acercaran mucho, pues no veían peligro en ellos. El peligro existía, en todo caso, para los humanos. Aunque los mamuts lanudos no eran los ejemplares más gigantescos de su especie, desde luego eran los más grandes que los humanos habían visto nunca —o que la mayoría de la gente probablemente vería— y con su desgreñado pelaje, aún más abundante en invierno, y sus inmensos colmillos curvos, de cerca parecían todavía más voluminosos de lo que Ayla recordaba.

Los enormes colmillos comenzaban, en los becerros, con puntas de unos cuatro centímetros de longitud, es decir, unos incisivos superiores agrandados. Un año después, desaparecían esos colmillos de leche, reemplazados por colmillos permanentes que seguían creciendo siempre. Si bien los colmillos de los mamuts eran adornos sociales, importantes en las relaciones con ejemplares de su propia especie, también cumplían una función más práctica. Los usaban para quebrar el hielo, y en este sentido las habilidades de los mamuts eran extraordinarias.

La primera vez que Ayla observó tal práctica, había estado mirando un rebaño de hembras que se acercaba al río helado. Algunas utilizaron sus colmillos, un poco más pequeños y más rectos que los colmillos de marfil de los machos, para apoderarse del hielo retenido en las grietas de las rocas. Al principio semejante actividad desconcertó a Ayla, hasta que se dio cuenta de que un animal pequeño cogía un trozo con su trompa de reducido tamaño y se lo llevaba a la boca.

—¡Agua! —dijo Ayla—. Jondalar, es así como consiguen agua. Me preguntaba precisamente cómo lo harían.

—Tienes razón. Antes nunca me paré a pensar en el asunto, pero ahora que lo mencionas, creo que Dalanar dijo algo al respecto. Por otra parte, hay muchos proverbios acerca de los mamuts. El único que recuerdo es éste: «Nunca vayas hacia el norte cuando los mamuts van hacia el norte». Aunque podría decirse lo mismo en relación con los rinocerontes.

—No comprendo ese proverbio —contestó Ayla.

—Significa que se aproxima una tormenta de nieve —dijo Jondalar—. Por lo visto ellos siempre lo presienten. A esos grandes animales lanudos no les gusta mucho la nieve. Cubre las plantas que son su alimento. Pueden usar los colmillos y las trompas para apartar un poco la nieve, pero no cuando es realmente profunda; además, se atascan en la nieve. Y la cosa es especialmente grave cuando se derrite la nieve para helarse a las pocas horas. Se acuestan de noche, cuando todavía el terreno está blando a causa del sol de la tarde, y por la mañana su pelaje está helado y sujeto al suelo. No pueden moverse. En esos casos es fácil cazarlos, pero si no hay cazadores cerca y no deshiela, pueden llegar a morir lentamente de hambre. Se han dado casos en los que algunos mamuts han perecido congelados, y eso les sucede de manera especial a los más pequeños.

—¿Qué tiene que ver todo eso con la marcha hacia el norte?

—Cuanto más cerca se está del hielo, hay menos nieve. ¿Recuerdas cómo era cuando fuimos a cazar mamuts con los mamutoi? No había otra agua en los alrededores que la del arroyo procedente del propio glaciar, y estábamos en verano. En invierno, todo está congelado.

—¿Por eso hay aquí tan poca nieve?

—Sí, esta región siempre es fría y seca, sobre todo en invierno. Todos dicen que es así por la proximidad de los glaciares. Se encuentran en las montañas del sur, y el Gran Hielo no está demasiado lejos hacia el norte. La mayor parte del territorio que nos separa de ese lugar es el país de los cabezas chatas…, quiero decir el país del clan. Comienza un poco al oeste de aquí. —Jondalar advirtió la expresión de Ayla ante su error verbal, y se sintió avergonzado—. De todos modos, hay otro dicho acerca de los mamuts y el agua, pero no puedo recordar exactamente cómo es. Se trata de algo así como «Si no puedes encontrar agua, busca a un mamut».

—Entiendo lo que quiere decir ese proverbio —dijo Ayla, apartando los ojos de Jondalar para mirar un poco más lejos. El hombre la imitó.

Los mamuts hembras se habían desplazado río arriba, uniéndose a unos pocos machos. Varias hembras trabajaban sobre un banco de hielo estrecho y casi vertical que se había formado en la orilla del río. Los machos más grandes, incluso un veterano de porte muy digno, con mechones de pelos grises, cuyos colmillos impresionantes, aunque menos útiles, habían crecido tanto que se le cruzaban por delante, estaban raspando y horadando enormes pedazos de hielo depositados en las orillas. Después, los alzaban con las trompas arrojándolos al suelo con gran estrépito para convertirlos en pedazos más manejables, todo ello acompañado de mugidos, rezongos, patadas y trompeteos. Las enormes criaturas lanudas parecían convertir el asunto en un juego.

La ruidosa actividad de romper hielo era una práctica que todos los mamuts aprendían. Incluso los jóvenes que sólo contaban dos o tres años y que habían perdido poco antes sus colmillos infantiles, mostraban cierto desgaste en los bordes externos del extremo de sus minúsculas defensas de cinco centímetros; era el resultado de raspar el hielo. En cuanto a las puntas de los colmillos de setenta centímetros de los animales de diez años, aparecían muy gastados como consecuencia de la práctica de elevar y bajar la cabeza contra las superficies verticales. Cuando los jóvenes mamuts alcanzaban la edad de veinticinco años, sus colmillos comenzaban a crecer hacia delante, hacia arriba y hacia dentro, y la forma de utilizarlos cambiaba. Las superficies interiores comenzaban a mostrar parte del desgaste determinado por el raspado del hielo y la maniobra que consistía en separar la nieve que caía sobre la hierba seca y las plantas de las estepas. Sin embargo, quebrar el hielo podía ser una actividad peligrosa, pues los colmillos a menudo se rompían al mismo tiempo que el hielo. No obstante, los extremos quebrados volvían a afilarse en ocasiones debido a ulteriores maniobras de raspar y horadar el hielo.

Ayla advirtió que otros animales se habían reunido alrededor. Los rebaños de animales lanudos, con sus poderosos colmillos, quebraban el hielo suficiente para ellos mismos, incluidos los animales jóvenes y los viejos, así como para una comunidad de seguidores. Otros muchos animales sacaban provecho de esta actividad y seguían de cerca a los mamuts migratorios. Los grandes animales lanudos no sólo formaban en invierno pilas de trozos de hielo masticados por otros animales para aprovechar la humedad, sino que en verano a veces usaban sus colmillos y sus patas para abrir pozos en los lechos secos de los ríos; después, esos pozos se llenaban de agua y eran utilizados por diversos animales para saciar su sed.

Mientras seguían el curso de agua helada, la mujer y el hombre cabalgaban, y a menudo caminaban, bastante cerca de las orillas del Río de la Gran Madre. Como la nieve escaseaba tanto, no existía ninguna engañosa capa blanca que cubriera y disimulase el suelo, y la vegetación adormecida revelaba su grisáceo aspecto invernal. Los altos tallos de los juncos estivales y las plantas de espadaña se alzaban valerosos saliendo de su lecho helado en el suelo pantanoso, mientras los helechos y los juncos muertos yacían junto al hielo amontonado a lo largo de las orillas. Los líquenes se aferraban a las rocas como las escaras a las heridas que cicatrizan, y los musgos se habían mustiado para formar quebradizos y secos colchones.

Los largos y esqueléticos dedos de las ramas sin hojas se agitaban movidos por el viento intenso y penetrante, aunque sólo un ojo experto podía discernir si eran sauces, alerces o alisos. Las coníferas de color verde oscuro —abetos y diferentes clases de pino— podían distinguirse más fácilmente, y aunque los alerces habían perdido las agujas, su forma era reveladora. Cuando ascendieron a lugares más elevados para cazar, vieron alerces enanos y pequeños pinos que se mantenían cerca del suelo.

La caza menor suministraba la mayor parte de la comida; la caza mayor generalmente exigía más tiempo, pues había que acosar y abatir, y ellos no querían retrasarse, aunque no vacilaron en perseguir a un ciervo cuando lo vieron. La carne se congeló deprisa, e incluso Lobo no necesitó cazar durante un tiempo.

Conejos, liebres y algún que otro castor, abundantes en la región montañosa, eran el alimento más habitual; también prevalecían los animales esteparios de los climas continentales más secos, marmotas y hámsteres gigantes, y a los dos viajeros siempre les alegraba descubrir perdices blancas, las gordas y níveas aves de patas emplumadas.

Generalmente aprovechaban bien la honda de Ayla; tendían a reservar los lanzavenablos para la caza mayor. Era más fácil encontrar piedras que fabricar lanzas nuevas para reemplazar a las que se perdían o quebraban. Pero ciertos días la caza les hacía entretenerse demasiado, y todo lo que fuera perder tiempo irritaba a Jondalar.

A menudo complementaban su dieta, en la que predominaba en exceso la carne magra, con el revestimiento interior de la corteza de las coníferas y otros árboles, por lo general cocido en un caldo con carne, y se llevaban una alegría cuando encontraban bayas, heladas pero todavía unidas al arbusto. Las bayas de enebro, que eran especialmente sabrosas con carne, siempre que no se consumieran en gran cantidad, constituían uno de los ingredientes principales; los escaramujos eran más esporádicos, pero solían abundar, cuando los encontraban, y su sabor era más dulce una vez congelados; la baya rastrera, con un follaje verde que semejaba agujas, tenía bayas negras pequeñas y lustrosas que a menudo persistían a lo largo del invierno, lo mismo que las gayubas azules y los viburnos rojos.

Ayla agregaba también granos y semillas a las sopas de carne; las recogían con muchos esfuerzos de las hierbas secas que aún tenían semillas, aunque encontrarlas llevaba tiempo. La mayor parte del follaje de las hierbas con semillas se había desintegrado hacía mucho tiempo, y las plantas que estaban adormecidas hasta los deshielos de primavera despertarían entonces a una nueva vida. Ayla añoraba las frutas y los vegetales secos que habían sido destruidos por los lobos, aunque no lamentaba haber entregado aquellas provisiones a los s’armunai.

Aunque en verano Whinney y Corredor eran casi exclusivamente herbívoros, Ayla observó que su dieta se había ampliado al ramoneo de las puntas de las ramitas, la masticación de la corteza interior de los árboles y cierta variedad especial de líquen, del tipo preferido por los renos. Recolectó algunas de estas plantas y las probó en pequeñas porciones, luego preparó otra parte para ella y Jondalar. Comprobaron que el gusto era intenso pero tolerable, por lo que Ayla decidió experimentar diferentes modos de cocinarlas.

Otra fuente de alimento en invierno la proporcionaban los pequeños roedores, por ejemplo, los ratones y los lemmings; no los animales mismos —Ayla solía entregárselos a Lobo, en recompensa por haber ayudado a descubrirlos—, sino sus nidos. Buscaba los indicios sutiles que sugerían la existencia de una madriguera, después abría el suelo helado con un palo de cavar y encontraba a los animalitos rodeados por las semillas, las nueces y los bulbos que habían almacenado.

Además, Ayla tenía su saquito de medicinas.

Cuando recordaba todo el daño sufrido por las cosas que habían dejado ocultas, se estremecía al pensar lo que habría sucedido de haber estado allí su saquito de medicinas. A ella jamás se le hubiera ocurrido dejarlo allí, pero, aun así, la posibilidad de perderlo le contraía el estómago. Formaba parte de su ser hasta tal extremo que se habría sentido perdida sin él. En realidad, su importancia era incalculable, ya que los elementos contenidos en el saquito de piel de nutria, así como la extensa historia del saber acumulado por vía de prueba y error que le había sido transmitida, mantenía a los viajeros más sanos de lo que cualquiera de ellos alcanzaba a comprender.

Por ejemplo, Ayla sabía que podían utilizarse diferentes hierbas, cortezas y raíces para tratar de prevenir algunas enfermedades. Aunque no las denominaba enfermedades por carencia, ni tenía nombre para las vitaminas y los vestigios de minerales contenidos en las hierbas, así como tampoco sabía exactamente cómo actuaban, llevaba muchas de estas plantas en su saquito de medicinas y las incorporaba con regularidad a las infusiones que ambos bebían.

También utilizaba la vegetación que estaba al alcance de la mano incluso en invierno, por ejemplo, las agujas de las plantas de verdor permanente, y en particular los brotes más recientes arrancados de las puntas de las ramas, las cuales poseían en abundancia las vitaminas que prevenían el escorbuto. Las agregaba regularmente a las bebidas cotidianas, sobre todo porque a ambos les agradaba el sabor áspero, como de cítrico, aunque ella en efecto conocía además sus propiedades beneficiosas y tenía una idea bastante acabada de la oportunidad y el modo de usarlas. A menudo había preparado infusiones de agujas para las personas que sufrían de encías sangrantes y cuyos dientes se aflojaban durante los prolongados inviernos en que se alimentaban esencialmente de carne seca, una dieta determinada por las preferencias o por la necesidad.

Desarrollaron un sistema para buscar forraje apenas sin detenerse a medida que avanzaban hacia el oeste, lo que les permitió aprovechar el mayor tiempo posible para viajar. Si bien las comidas eran escasas, rara vez suprimían alguna por completo, aunque con tan poca grasa en la dieta y el ejercicio permanente de todos los días terminaron por adelgazar. No conversaban del asunto con frecuencia, pero ambos estaban cansándose del viaje y ansiaban llegar a su destino. Durante el día, nunca hablaban mucho.

Montados a caballo, o caminando y llevando a los corceles de la cuerda, Ayla y Jondalar avanzaban con frecuencia en fila, bastante cerca el uno del otro como para escuchar un comentario formulado en voz alta, pero no tan cerca como para entablar una conversación. En consecuencia, ambos disponían de tiempo sobrado para meditar tranquilamente y ahondar en sus propios pensamientos. Solían cambiar impresiones por la noche, cuando comían o yacían uno al lado del otro, protegidos por pieles de dormir.

Ayla pensaba con frecuencia en sus últimas experiencias. Había estado recordando los episodios del campamento de las Tres Hermanas, comparando a los s’armunai y sus crueles jefes como Attaroa y Brugar, con sus parientes los mamutoi y sus líderes, que cooperaban y mantenían una relación cordial de hermana-hermano. Y pensaba también en los zelandonii, el pueblo del hombre a quien ella amaba. Jondalar tenía tantas cualidades positivas, que ella estaba segura de que los zelandonii debían ser personas esencialmente buenas; pero en vista de los sentimientos que abrigaban hacia el clan, continuaba preguntándose si la aceptarían. Incluso S’Armuna había hecho veladas insinuaciones acerca de la intensa aversión que experimentaban hacia los individuos a quienes llamaban cabezas chatas; sin embargo, Ayla estaba segura de que ningún Zelandoni sería jamás tan cruel como la mujer que había desempeñado la función de jefa de los s’armunai.

—Jondalar, no sé cómo pudo hacer Attaroa las cosas que hizo —observó Ayla, mientras concluían la cena—. Todo eso me causa verdadera sorpresa.

—¿Y eso? ¿Qué es lo que te sorprende?

—Mi raza, los Otros. Cuando te conocí, me sentí agradecida porque por fin había conocido a alguien como yo. Me alivió saber que no era la única en el mundo. Y después, cuando comprobé que eras tan maravilloso, tan bueno, considerado y afectuoso, pensé que todas las personas de mi raza serían como tú —dijo—, y eso hizo que me sintiera bien.

Se disponía a recordarle la impresión tan desagradable que se llevó cuando él reaccionó con tanta repugnancia el día en que ella le relató su vida con el clan, pero cambió de actitud cuando vio que Jondalar sonreía, sonrojado de placer, evidentemente satisfecho. Había sentido una oleada de arrobo ante las palabras de Ayla, y pensaba que también ella era maravillosa.

—Después, cuando conocimos a los mamutoi, a Talut y el Campamento del León —continuó Ayla—, tuve la certeza de que los Otros eran buenas personas. Se ayudaban mutuamente y todos intervenían en las decisiones. Eran cordiales y reían mucho, y no rechazaban una idea sólo porque no la hubiesen escuchado antes. Por supuesto, estaba Febrec, que, a fin de cuentas, tampoco era tan malo. Incluso aquellos que en la Reunión de Verano se volvieron contra mí un tiempo a causa del clan, y hasta algunos de los sharamudoi lo hicieron por un temor mal entendido, no por mala intención. Pero Attaroa era perversa como una hiena.

—Attaroa era sólo una persona —le recordó Jondalar.

—Sí, pero mira sobre cuántos influyó. S’Armuna puso su saber sagrado al servicio de Attaroa para ayudarla e inutilizar gente, a pesar de que lo lamentara después, y Epadoa estaba dispuesta a hacer cuanto Attaroa dijese.

—Tenían motivos para ello. Las mujeres habían sido maltratadas con saña.

—Conozco los motivos. S’Armuna creyó que hacía lo que era justo, y creo que Epadoa amaba la caza y amó a Attaroa porque le permitía cazar. Conozco ese sentimiento. Yo también amo cazar, y me opuse al clan e hice cosas que no me permitían hacer sólo porque deseaba cazar.

—Bien; ahora Epadoa puede cazar para todo el campamento, y no creo que sea una persona tan mala —dijo Jondalar—. Me parece que está descubriendo la clase de amor que siente una madre. Doban me dijo que le prometió que nunca volvería a hacerle daño y jamás permitiría que otros le lastimasen. Es posible que el afecto que siente por él sea incluso más profundo por haberle herido tanto, y ahora tiene la oportunidad de compensar lo que hizo.

—En realidad, Epadoa no deseaba inutilizar a esos muchachos. Le confesó a S’Armuna que temía que si no acataba las órdenes de Attaroa ésta los mataría. Ésas fueron sus razones. Incluso Attaroa tenía razones. En su vida había tantas cosas negativas que se convirtió en un ser perverso. Ya no era humana, pero no existen razones suficientes que la justifiquen. ¿Cómo pudo hacer las cosas que hizo? Incluso Broud, malo como era, no era tan perverso, aunque me odiaba. Jamás lastimó a los niños. Yo solía pensar que mi gente era muy buena, pero ahora ya no estoy tan segura —dijo Ayla, con una expresión triste y acongojada.

—Ayla, hay personas buenas y personas malas, y en cada cual hay algo de bueno y de malo. —El ceño fruncido de Jondalar revelaba su preocupación. Se daba cuenta de que ella estaba intentando armonizar las impresiones que había recogido en su más reciente e ingrata experiencia con su esquema personal de las cosas, y él sabía que eso era importante—. Sin embargo, la mayoría de la gente es decente —afirmó—, y todos tratan de ayudarse mutuamente. Saben que es necesario; al fin y al cabo, uno no puede prever cuándo necesitará ayuda; por consiguiente, casi todos prefieren mostrarse amistosos.

—Pero hay algunos que están deformados, como Attaroa —dijo Ayla.

—Es cierto —el hombre asintió, dándole la razón—. También hay algunos que sólo dan lo indispensable, y hasta preferirían no dar nada, pero eso no los convierte en seres malvados.

—No obstante, una mala persona puede acarrerar la peor de las suertes a las personas buenas, como Attaroa hizo con S’Armuna y Epadoa.

—Pienso que lo mejor que podemos hacer es tratar de evitar que los seres perversos y crueles provoquen demasiado daño. Quizá debamos considerarnos afortunados de que no haya muchas mujeres como ella. Pero Ayla, no permitas que una persona mala desvirtúe tu concepto de la gente.

—Attaroa no pudo lograr que yo modificara mis sentimientos acerca de las personas que conozco y, Jondalar, estoy segura de que tienes razón acerca de la mayoría de la gente; pero ella logró que yo aprendiera a mostrarme más cautelosa y más prudente.

—No está mal cierta cautela al principio, pero concede a la gente la oportunidad de demostrar sus cualidades antes de llegar a la conclusión de que es mala.

La meseta que se extendía en el lado norte del río les acompañó mientras continuaban la marcha hacia el oeste. Las plantas verdes deformadas por el viento en las cimas redondeadas y las planicies llanas del macizo se recortaban contra el cielo. El río volvía a dividirse en varios canales que corrían atravesando una cuenca cerrada de tierras bajas. Los extremos meridional y septentrional del valle mantenían sus diferencias características, pero la roca baja estaba agrietada y había fallas que alcanzaban gran profundidad entre el río y el promontorio de piedra caliza de las altas montañas meridionales. Hacia el oeste, se divisaba el empinado reborde de piedra caliza de una falla. El curso del río viraba hacia el noroeste.

El extremo oriental de la cuenca de tierras bajas también estaba bordeado por el risco de una falla, provocada no tanto por la elevación de la piedra caliza cuanto por la depresión del suelo del valle cerrado. Hacia el sur, la tierra se extendía en una suave pendiente durante cierta distancia, antes de elevarse hacia las montañas; pero la meseta de granito del norte se aproximaba al río, hasta que comenzaba a empinarse bruscamente a poca distancia del agua.

Acamparon en el valle cerrado y bajo. Cerca del río, la suave corteza gris y las ramas desnudas de las hayas aparecían entre los abetos, los pinos y los alerces; el lugar estaba lo bastante protegido para permitir el crecimiento de algunos árboles de hoja caduca. Vagando alrededor y cerca de los árboles, en aparente confusión, había un pequeño rebaño de mamuts, hembras y machos. Ayla se aproximó lo más que pudo para ver lo que sucedía.

Un mamut estaba echado; era un viejo gigantesco con enormes colmillos que se le cruzaban al frente. Ayla se preguntó si sería el mismo grupo que habían visto antes quebrando el hielo. ¿Era posible que hubiera dos mamuts tan viejos en la misma región? Jondalar se acercó a la joven.

—Me temo que está muriéndose. Ojalá pudiera hacer algo por él —dijo Ayla.

—Probablemente ha perdido los dientes. Una vez que sucede eso, nadie puede hacer nada, excepto lo que están haciendo. Permanecen a su lado, lo acompañan.

—Quizá ninguno de nosotros podría pedir más.

A pesar de su cuerpo relativamente compacto, cada mamut adulto consumía diariamente grandes cantidades de alimento, sobre todo hierbas altas de tallo leñoso y a veces arbolillos. Con una dieta tan fibrosa, los dientes eran esenciales. Su importancia era tal que el plazo de vida de un mamut estaba condicionado por sus dientes.

Un mamut lanudo tenía varios juegos de grandes molares a lo largo de su vida, es decir, unos setenta años, por lo general seis a cada lado, arriba y abajo. Cada diente pesaba alrededor de cuatro kilogramos y estaba adaptado especialmente para la masticación de los pastos duros. La superficie estaba formada por numerosos rebordes sumamente duros, finos y paralelos —placas de dentina cubiertas con esmalte—, y poseían coronas más altas y más rebordes que los dientes de otra especie cualquiera, anterior o ulterior. Los mamuts eran ante todo comedores de pasto. Los jirones de corteza que arrancaban de los árboles, sobre todo en invierno, las hierbas de primavera y las hojas, las ramas y los arbolillos ocasionales, eran sólo un complemento de su dieta principal consistente en pastos duros y fibrosos.

Los molares más tempranos y pequeños se formaban cerca de la parte delantera de cada mandíbula, y el resto crecía detrás y avanzaba en una progresión regular durante toda la vida del animal, y sólo un diente o dos se usaban en cada ocasión. A pesar de su fortaleza, la importante superficie de masticación se desgastaba a medida que se desplazaba hacia delante y las raíces se desintegraban. Finalmente, los últimos fragmentos de cada molar, delgados e inútiles, se caían, y los nuevos sustituían a los antiguos.

Los últimos molares comenzaban a ser utilizados alrededor de los cincuenta años, y cuando casi habían desaparecido, los viejos animales de pelo grisáceo ya no podían continuar masticando el pasto duro. Aún podían consumir hojas y plantas más blandas, vegetales de primavera que en otras estaciones no estaban a su alcance. Desesperados, los veteranos mal alimentados a menudo abandonaban el rebaño en busca de pastos más verdes, pero lo único que encontraban era la muerte. El rebaño sabía cuándo estaba próximo el fin, y era algo corriente ver a los animales compartiendo los últimos días de los viejos.

Los otros mamuts demostraban con respecto a los moribundos una actitud tan protectora como la que observaban en relación con los recién nacidos y se reunían a su alrededor, tratando de ayudar a levantarse al caído. Cuando todo había concluido, sepultaban el cadáver bajo pilas de tierra, hierba, hojas o nieve. Era bien sabido que los mamuts incluso sepultaban a otros animales muertos, y también a los seres humanos.

Ayla, Jondalar y sus compañeros cuadrúpedos comprobaron que el camino se elevaba cada vez más y se hacía más difícil a medida que dejaban atrás las tierras bajas y a los mamuts. Estaban aproximándose a un barranco. Una estribación del antiguo macizo septentrional se había extendido muy al sur, y estaba dividido por el río. Subieron cada vez más, mientras las aguas del río irrumpían por el estrecho desfiladero, demasiado veloces para congelarse, pero arrastrando los témpanos de hielo provenientes de los tramos más tranquilos, situados hacia el oeste. Era extraño ver cómo se movía el agua a pesar de la enorme cantidad de hielo. Frente a los elevados contrafuertes que se extendían hacia el sur, había mesetas, colinas coronadas por altas plataformas, en las cuales crecían espesos bosques de coníferas, con las ramas salpicadas de nieve. El fino ramaje de los árboles de hoja caduca, así como los matorrales, aparecían pintados de blanco por una capa de lluvia helada, lo cual acentuaba tanto las ramas grandes como las pequeñas, y éstas atraían a Ayla con su belleza invernal.

La altura continuó aumentando, y las tierras bajas entre los riscos nunca descendían tanto como las precedentes. El aire era frío, terso y claro, e incluso cuando había nubes, no nevaba. La precipitación disminuyó a medida que avanzaba el invierno. La única humedad en el aire era el aliento tibio expulsado por los seres humanos y los animales.

El río de hielo se empequeñecía cada vez que atravesaban el valle de un afluente helado. En el extremo occidental de la tierra baja había otro barranco. Ascendieron al risco rocoso, y cuando llegaron al punto más alto, miraron al frente y se detuvieron, sobrecogidos por el espectáculo. A cierta distancia, el río se había dividido otra vez. Los viajeros no sabían si era la última vez que se separaría en los ramales y canales que habían caracterizado su avance a través de las llanuras desnudas por las que atravesaba durante gran parte de su recorrido. El barranco que se abría poco antes de las tierras bajas se curvaba bruscamente en el momento en que los diferentes canales se agrupaban, y allí se formaba un curioso torbellino por cuyas profundidades desfilaban el hielo y los restos flotantes, antes de caer en una depresión, un poco más lejos, donde rápidamente volvían a congelarse las aguas.

Se detuvieron en el lugar más elevado para mirar hacia abajo y vieron un pequeño tronco que describía interminables círculos y se hundía cada vez más en cada giro.

—No desearía caer allí —dijo Ayla, estremeciéndose ante la idea.

—Tampoco yo —respondió Jondalar.

La mirada de Ayla se sintió atraída por otro lugar distante.

—Jondalar, ¿de dónde vienen esas nubes de vapor? —preguntó—. Está helado y las montañas están cubiertas de nieve.

—Son fuentes de agua caliente, aguas que reciben el aliento cálido de la propia Doni. Algunas personas temen acercarse a esos lugares, pero la gente a la que yo quiero visitar habita cerca de uno de esos pozos profundos de agua caliente, o al menos eso me dijeron. Los pozos de agua caliente son sagrados para ellos, aunque algunos huelen muy mal. Se dice que usan el agua para curar enfermedades.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que lleguemos a casa de esas personas que tú conoces, las que usan el agua para curar enfermedades? —preguntó Ayla. Todo lo que podía enriquecer su caudal de conocimientos médicos siempre avivaba el interés de Ayla. Por otra parte, la comida empezaba a escasear y ellos no querían perder tiempo buscándola, pero lo cierto es que se habían acostado hambrientos un par de días.

La pendiente del terreno se acentuó perceptiblemente después de la última cuenca llana. Estaban encerrados por montañas a derecha y a izquierda. Hacia el sur, el manto de hielo tenía cada vez mayor elevación a medida que avanzaban en dirección al oeste. En lontananza, hacia el sur, y un poco hacia el oeste, dos picos se elevaban a gran altura sobre las restantes y accidentadas cumbres montañosas, uno más alto que el otro, como un matrimonio vigilando a sus niños.

Donde las tierras altas se nivelaban, en las inmediaciones de un tramo del río caracterizado por las aguas poco profundas, Jondalar viró hacia el sur, alejándose del río, para acercarse a una nube de vapor que se elevaba en la lejanía. Subieron a un risco bajo y desde la cumbre contemplaron un prado cubierto de nieve a orillas de un estanque de agua humeante, cerca de una caverna.

Varias personas les habían visto llegar y les miraban consternados, incapaces de moverse. Sin embargo, un hombre blandió una lanza con aire amenazador.