Capítulo 8

El alto pino herido por el rayo estaba ardiendo, pero la resina caliente que alimentaba el fuego debía luchar contra la lluvia torrencial, y las llamas vacilantes aportaban un poco de luz. De todos modos, era suficiente para señalar los perfiles generales del paisaje cercano. No había mucho que pudiera servir como refugio en las llanuras abiertas, salvo los matorrales bajos junto a una zanja de desagüe casi rebosante, que estaba seca la mayor parte del año.

Ayla contemplaba la oscuridad del valle, sobrecogida por la escena que había visto allá abajo. Mientras permanecían de pie en aquel lugar, la lluvia comenzó a caer de nuevo con más fuerza, les cubría y empapaba sus prendas ya mojadas, y finalmente apagó el fuego que hasta entonces había persistido en el árbol.

—Ayla, vamos —dijo Jondalar—. Tenemos que buscar refugio y defendernos de esta lluvia. Tienes frío. Los dos tenemos frío y estamos mojados.

Ella miró fijamente unos instantes más, y se estremeció.

—Estábamos allá abajo. —Miró al hombre—. Jondalar, habríamos perecido si la inundación nos hubiera atrapado.

—Pero salimos a tiempo. Ahora tenemos que encontrar un refugio. Si no hallamos un lugar para guarecernos, no importará que hayamos escapado del valle.

Jondalar tomó la cuerda de Corredor y avanzó hacia el matorral. Ayla hizo una señal a Whinney y le siguió, y Lobo trotó a su lado. Cuando llegaron a la zanja, vieron que los matorrales bajos conducían a un agrupamiento más espeso de matorrales más altos, casi de la altura de árboles pequeños, a cierta distancia del valle enclavado entre las estepas, y se dirigieron hacia allí.

Se abrieron paso hacia el centro del denso matorral de sauces. El suelo alrededor de las bases delgadas y con numerosos tallos del sauzal verde plateado estaba húmedo, y la lluvia aún se filtraba entre las hojas angostas, pero con menos fuerza. Arrancaron tallos leñosos de una pequeña haya, y después retiraron de los caballos los canastos con los enseres. Jondalar extrajo el pesado bulto de la tienda húmeda y la sacudió. Ayla cogió las estacas y las fijó alrededor del borde interior del área que acababan de limpiar, y después ayudó a extender los cueros de la tienda, todavía unidos a la base. Era una estructura improvisada, pero por el momento sólo deseaban sentirse protegidos de la lluvia.

Cogieron los canastos que formaban su equipaje y las demás cosas y lo metieron todo en el improvisado refugio, arrancaron hojas de los árboles para revestir el suelo mojado y extendieron las pieles de dormir también húmedas. Después, se quitaron las prendas exteriores. Entre los dos retorcieron el cuero empapado y colgaron las piezas de varias ramas. Finalmente, temblorosos, se acurrucaron y se cubrieron con las pieles de dormir. Lobo entró y se sacudió enérgicamente, difundiendo salpicaduras de agua, pero todo estaba tan húmedo que apenas importaba. Los caballos de la estepa, con su pelaje espeso e hirsuto, preferían con mucho el invierno frío y seco a la tormenta estival que los empapaba, pero estaban acostumbrados a vivir al aire libre. Se mantenían muy juntos al abrigo de los matorrales, resignándose a que la lluvia cayese sobre ellos.

En el húmedo refugio, tan mojado que la posibilidad de encender fuego era impensable, Ayla y Jondalar, envueltos en gruesas pieles, se acurrucaron estrechamente abrazados, Lobo se enroscó sobre las pieles de dormir, apretándose contra ellos, y finalmente el calor de los cuerpos consiguió entibiar a todos. El hombre y la mujer dormitaron un poco, aunque ninguno pudo dormir demasiado. La lluvia amainó casi al amanecer, y sólo entonces consiguieron conciliar un sueño más profundo.

Ayla escuchó, sonriendo para sí, antes de abrir los ojos. Entre la barahúnda de cantos de pájaros que la había despertado, pudo distinguir un gorjeo de notas agudas y elaboradas. Después, oyó a una melodiosa curruca, que parecía cantar con voz cada vez más sonora, pero cuando intentó hallar la fuente de los trinos vibrantes, tuvo que mirar con mucha atención para distinguir a la pequeña alondra, de plumas pardas y poco llamativas. Ayla rodó de costado para observarla.

La alondra atravesó el terreno con movimientos ágiles y rápidos, bien equilibrada sobre las anchas garras de las patas, y acto seguido inclinó la cabeza empenachada; cuando la levantó, tenía una oruga en el pico. Luego corrió hacia una depresión del suelo, cerca de los tallos de un arbusto de sauce, en el que un grupo bien disimulado de polluelos cubiertos de plumón, nacidos poco antes, de pronto cobró vida y cada boca abierta pidió ansiosamente que le entregaran el preciado bocado. Poco después, un segundo pájaro, con las mismas características pero de plumaje algo más oscuro, casi invisible sobre el fondo pardo de las estepas, apareció con un insecto alado. Mientras lo metía en el pico abierto, el primer pájaro remontó el vuelo y describió círculos hasta casi perderse de vista. Pero su presencia no pasó inadvertida, ya que desapareció en una espiral coronada por un canto increíblemente bello.

Ayla emitió suavemente la llamada musical, reproduciendo los sonidos con tanta precisión que el pájaro hembra cesó de inspeccionar el suelo en busca de alimentos y se volvió hacia la joven. Ayla silbó de nuevo y sintió el deseo de tener algunos granos que ofrecer al pájaro, como hacía cuando vivía en su valle y comenzaba a imitar los reclamos de las aves. Después de que ella perfeccionara su técnica, las aves acudían a su llamada, al margen de que les ofreciese o no granos, y así le prestaban compañía durante aquellos días solitarios. La alondra madre se aproximó, buscando al ave que estaba invadiendo el territorio de su nido, pero como no vio a otras alondras, reanudó la tarea de alimentar a sus pequeños.

Los silbidos, repetidos varias veces, más dulces y terminados en una suerte de cloqueo, acentuaron todavía más el interés de Ayla. Las ortegas tenían tamaño suficiente para proporcionar una comida decente, y lo mismo podía decirse de las tórtolas que se arrullaban, pensó Ayla, mirando alrededor para ver si podía distinguir a las aves de abultado pecho que se asemejaban a la ortega parda por el tamaño y la forma general. En las ramas bajas vio un sencillo nido de ramitas con tres huevos blancos, antes de distinguir a la regordeta paloma, con su cabecilla y su pico y sus patas cortas. El plumaje, suave y denso, era pardo claro, casi sonrosado, y en las alas y el lomo de firme dibujo, que se parecía un tanto a la concha de una tortuga, relucían sus manchas iridiscentes.

Jondalar se puso de costado y Ayla se volvió para mirar al hombre que yacía a su espalda, respirando con el ritmo profundo del sueño. Después advirtió que necesitaba levantarse para aliviar su vejiga. Temía despertar a Jondalar al moverse y detestaba la idea de molestarle, pero cuanto más intentaba olvidar el asunto, más la apremiaba su necesidad. Quizá debería deslizarse lentamente, pensó, tratando de salir de las pieles tibias y algo húmedas que los envolvían. Jondalar rezongó y se movió, mientras Ayla se liberaba de las pieles, pero cuando el hombre extendió la mano y descubrió que ella no estaba, se despertó.

—¿Ayla? ¡Oh!, estás ahí —murmuró.

—Vuelve a dormir, Jondalar. Aún no es necesario que te levantes —dijo Ayla, mientras salía del nido que ambos habían formado entre los matorrales.

Era una mañana luminosa y fresca, con el cielo de un azul claro y límpido, sin que se divisara tan siquiera el atisbo de una nube. Lobo había desaparecido, y Ayla supuso que habría salido a cazar y explorar. Los caballos también se habían alejado; los vio pastando cerca del borde del valle. Aunque el sol todavía estaba bajo, ya brotaba vapor del suelo mojado, y Ayla notó la humedad al agacharse para orinar. Después, vio las manchas rojas sobre la cara interior de sus propias piernas. Había empezado el período lunar, que sabía estaba al caer; tendría que lavarse y lavar sus prendas interiores, pero ante todo necesitaba la lana de musmón.

La zanja de desagüe estaba llena sólo hasta la mitad, pero el agua que corría por ella estaba limpia. Ayla se inclinó y se enjuagó las manos, bebió varias veces el líquido fresco y se apresuró a volver a la tienda. Jondalar se había levantado y sonrió cuando ella entró en el refugio en busca de uno de los canastos. Ayla lo sacó de la tienda y comenzó a revisarlo. Jondalar llevó afuera sus dos canastos y después regresó a buscar el resto de sus cosas. Deseaba comprobar los destrozos causados por la lluvia torrencial. En ese momento, Lobo llegó trotando y se acercó directamente a Ayla.

—Pareces satisfecho de ti mismo —dijo Ayla, frotándole el pelaje del cuello, tan espeso y abundante que casi parecía una melena. Cuando dejó de acariciarlo, Lobo saltó sobre ella; sus patas llenas de barro se apoyaron en el pecho de la mujer, casi al nivel de sus hombros. La pilló por sorpresa y estuvo a punto de derribarla, aunque recobró el equilibrio enseguida.

—¡Lobo! Mira cómo me has puesto de barro… —gritó, mientras él intentaba lamerle el cuello y la cara, y después, con un gruñido grave pero resonante, abrió la boca y le apretó las mandíbulas con los dientes. A pesar de sus impresionantes colmillos, el gesto fue tan contenido y gentil como si Lobo hubiese estado sosteniendo a un cachorro recién nacido. Ninguno de los dientes rasgó la piel; apenas la presionó. Ayla enterró de nuevo las manos en el pelaje, apartó la cabeza de Lobo y contempló la devoción que se reflejaba en sus ojos lobunos con tanto afecto como el que él le demostraba. Luego, le aferró una pata con los dientes y le aplicó el mismo tipo de mordisco ruidoso y gentil.

—Ahora, bájate, Lobo. ¡Mira cómo me has puesto! Tendré que lavar también esto.

Se quitó la suelta túnica de cuero sin mangas que llevaba puesta sobre los calzones cortos, que usaba como ropa interior.

—Ayla, si no supiera a qué atenerme, me asustaría al verle hacer eso —dijo Jondalar—. Ha crecido mucho, es un animal muy grande, y, por añadidura, cazador. Podría matar a alguien.

—No tienes que preocuparte por Lobo cuando actúa así. Es el modo en que los lobos se saludan unos a otros y demuestran su cariño. Creo que más bien está contento porque le despertamos a tiempo para salir del valle.

—¿Has echado una ojeada a ese lugar?

—Todavía no… Lobo, fuera de aquí —dijo Ayla, apartándole cuando comenzó a olerla entre las piernas—. Es mi período lunar. —Desvió la mirada y se sonrojó un poco—. He venido a buscar mi piel de musmón y todavía no he podido encontrarla.

Mientras Ayla atendía su higiene íntima y lavaba sus ropas en el arroyuelo, además de asegurar las tiras que sostenían en su lugar la lana y buscar otra cosa que ponerse, Jondalar se acercó al borde del valle para orinar y mirar hacia abajo. No había indicios de campamento o de un lugar donde pudieran organizarse. La cuenca natural del valle estaba parcialmente llena de agua, y los troncos, los árboles y otros restos flotantes se balanceaban y hundían mientras las aguas inquietas continuaban elevándose. El riachuelo que alimentaba las aguas del valle aún no tenía salida y continuaba provocando reflujos, si bien no seguía agitado por el oleaje de ida y vuelta de la noche precedente.

Ayla se acercó en silencio a Jondalar, que había estado examinando atentamente el valle y pensando. La miró cuando advirtió su presencia.

—Lo más seguro es que este valle se estreche en el curso inferior, y algo debe estar bloqueando el río —dijo Jondalar—, probablemente piedras o una avalancha de lodo. En cualquier caso, impide el paso del agua. Tal vez por eso hay aquí tanto verdor; es posible que antes haya sucedido lo mismo.

—Por sí sola la inundación nos habría arrastrado si nos hubiera atrapado —dijo Ayla—. Mi valle solía inundarse en primavera; aquello no era tan grave, pero esto…

No pudo encontrar palabras para expresar su pensamiento, e inconscientemente concluyó su frase con los movimientos del lenguaje de los signos del clan, que, a su entender, expresaban con más energía y precisión sus sentimientos, mezcla de desaliento y alivio.

Jondalar entendió. También a él le faltaban las palabras y compartía los sentimientos de Ayla. Ambos permanecieron de pie, en silencio, observando los movimientos allá abajo; de pronto, Ayla advirtió en la frente de Jondalar las arrugas que reflejaban su concentración y su inquietud. Finalmente, el hombre habló.

—Si la avalancha de lodo, o lo que sea, cede con demasiada rapidez, el agua que descienda río abajo será muy peligrosa. Ojalá no haya gente en esos parajes —dijo.

—En todo caso, no será más peligrosa que anoche —comentó Ayla—. ¿No te parece?

—Anoche estaba lloviendo y, por tanto, la gente podía esperar algo semejante a una inundación, pero si ésta se produce repentinamente, sin la advertencia de una gran tormenta, sorprenderá a todos y eso sería realmente destructivo —explicó.

Ayla asintió y después dijo:

—Pero si la gente utiliza este río, ¿no verá que las aguas ya no fluyen y tratará de descubrir la causa?

Jondalar se volvió para mirarla.

—¿Y nosotros, Ayla? Estamos de viaje, y no habría forma de que supiéramos que un río había cesado de correr. Podríamos encontrarnos en una situación parecida a ésta en un determinado momento, y sin recibir ningún aviso.

Ayla contempló una vez más las aguas que cubrían el valle y no contestó inmediatamente.

—Tienes razón, Jondalar —dijo al fin—. Podríamos vernos atrapados por otra súbita inundación, sin previo aviso. O el rayo podría habernos alcanzado, en lugar de destruir ese árbol. O un terremoto podría abrir una grieta en el suelo y tragarse a todos excepto a una niña pequeña, dejándola sola en el mundo. O alguien enferma, o nace con un defecto o una deformidad. El Mamut dijo que nadie puede saber cuándo decidirá la Madre convocar a uno de Sus hijos. De nada sirve preocuparse por cosas como ésas. No podemos cambiarlas. A Ella le toca decidir.

Jondalar escuchó con la misma expresión inquieta en su rostro; después, sus rasgos se suavizaron y abrazó a Ayla.

—Me preocupo demasiado. Es lo que solía decirme Thonolan. Se me ha ocurrido pensar en lo que habría podido suceder si hubiésemos estado en el extremo inferior de ese valle; no olvidaré lo de anoche. Y después pensé en la posibilidad de perderte y… —La apretó con más fuerza—. Ayla, no sé lo que haría si llegase a perderte —dijo, con súbito fervor, estrechándola contra su cuerpo—. Creo que no desearía continuar viviendo.

Ella experimentó cierta inquietud ante la intensa reacción que sus palabras habían provocado en el hombre.

—Jondalar, si eso ocurriera, confío en que continuarás viviendo y encontrarás otra persona a quien amar. Si llegara a sucederte algo, una parte de mí, de mi espíritu, se iría contigo, porque te amo, pero continuaría viviendo y una parte de tu espíritu siempre viviría conmigo.

—No sería fácil encontrar a otra persona a quien amar. Nunca pensé que te hallaría. Y ni siquiera sé si querría buscarla —sentenció Jondalar.

Comenzaron a regresar, caminando juntos. Ayla guardó silencio un momento, pensando, y después dijo:

—Me pregunto si eso es lo que sucede cuando uno ama a alguien y esa persona también le ama. Me pregunto si los dos intercambian partes del espíritu de cada uno. Tal vez por eso duele tanto perder a una persona amada. —Hizo una pausa, y después continuó—: Es como los hombres del clan. Son hermanos por la caza, e intercambian una parte del espíritu de cada uno, sobre todo cuando uno salva la vida de otro. No es fácil continuar viviendo cuando falta una parte de tu espíritu, y cada cazador sabe que una parte de sí mismo irá al otro mundo si el otro desaparece, y por eso vigila y protege a su hermano y hace lo imposible para salvarle la vida. —Se interrumpió y miró a Jondalar—. ¿Crees que hemos intercambiado parte de nuestros espíritus? Somos compañeros en la caza, ¿verdad?

—Y tú una vez me salvaste la vida, pero eres mucho más que un hermano en la caza —dijo, sonriendo ante la idea—. Te amo. Comprendo ahora por qué Thonolan no quiso continuar viviendo cuando Jetamio murió. A veces, creo que él buscó el modo de ir al otro mundo, para encontrarlos… a Jetamio y al niño que nunca nació.

—Pero si algo me sucediera, yo no querría que tú me siguieras al mundo de los espíritus. Desearía que permanecieras aquí y que encontrases a otra persona —dijo Ayla con verdadera convicción. No le agradaba que él hablara acerca de otros mundos. No estaba segura de cómo sería otro mundo después de éste, y tampoco, en lo más hondo de su corazón, de que existiese ese mundo realmente. Lo que sí sabía era que, para llegar a otro mundo, uno tenía que morir en éste, y ella no deseaba que se hablara de la muerte de Jondalar, antes o después de que ella misma muriese.

La reflexión acerca de los mundos del espíritu llevó a otros pensamientos accidentales.

—Tal vez sea eso lo que sucede cuando uno envejece —dijo Ayla—. Si tú intercambias parte de tu espíritu con las personas amadas, después de haber perdido a muchas de ellas, tantas partes de tu espíritu las habrán acompañado al otro mundo que ya no te quedará suficiente para continuar vivo en éste. Es como un edificio en tu interior que se agranda cada vez más, de manera que deseas ir al otro mundo, donde está la mayor parte de tu espíritu y tus seres amados.

—¿Cómo sabes tanto? —preguntó Jondalar con una leve sonrisa. Pese a que ella sabía muy poco del mundo de los espíritus, las observaciones ingenuas y espontáneas que formulaba le parecían en cierto modo lógicas a Jondalar y demostraban una inteligencia auténtica y reflexiva, aunque él no tenía modo de saber si tales ideas poseían una base cierta. Pensó que si Zelandoni hubiera estado allí, habría podido preguntarle. Y de pronto recordó que regresaban al hogar y que no pasaría mucho tiempo antes de que él pudiese preguntarle.

—Perdí parte de mi espíritu cuando era muy pequeña y la gente de la cual nací pereció en el terremoto. Y también Iza se llevó una parte cuando murió, y Creb, y Rydag. Y aunque no ha muerto, incluso Durc tiene una parte de mí misma, de mi espíritu, que ya no volveré a ver. Tu hermano se llevó con él una parte de ti, ¿no es así?

—Sí —afirmó Jondalar—, eso hizo. Siempre le echaré de menos y siempre sufriré por ello. A veces, todavía creo que tuve yo la culpa y que debería haber hecho lo que fuese para salvarle.

—Jondalar, no creo que pudieras hacer nada. La Madre lo reclamaba, y a Ella le toca decidir; nadie debe alterar el camino que lleva al otro mundo.

Cuando regresaron al alto matorral de sauces en el que habían pasado la noche, comenzaron a revisar sus pertenencias. Casi todo estaba por lo menos húmedo, y muchos objetos empapados. Desataron los nudos hinchados que aún unían la base con las paredes de la tienda, y cada uno tomó un extremo y lo retorcieron en direcciones opuestas para escurrir el agua. Pero si retorcían demasiado, forzaban la costura. Cuando decidieron levantar la tienda para facilitar su secado, descubrieron que habían perdido alguna de las estacas.

Extendieron la base de la tienda sobre el matorral y después examinaron el resto de las ropas, todavía muy mojadas. Algunos objetos guardados en los canastos habían corrido mejor suerte. Muchas cosas estaban húmedas, pero probablemente se secarían con rapidez; las depositaron en un lugar tibio y seco para ventilarlas. Las estepas abiertas eran un lugar apropiado durante el día, pero era el momento en que ellos necesitaban viajar, y durante la noche el suelo estaba húmedo y frío. No tenían muchos deseos de dormir en una tienda húmeda.

—Creo que es hora de que tomemos una infusión caliente —dijo Ayla, sintiéndose desalentada. No era más tarde que otras veces. Encendió el fuego y puso a calentar piedras, pensando en el desayuno. Y en ese momento advirtieron que no tenían el alimento que había sobrado de la cena de la noche precedente.

—¡Oh, Jondalar!, no tenemos nada que comer esta mañana —se quejó Ayla—. La comida está en el fondo de ese valle. Dejamos los granos de mi recipiente para cocinar cerca de los carbones calientes. También hemos perdido el canasto para cocinar. Tengo otros, pero ése era bueno. Menos mal que conservo mi bolso de medicinas —dijo con evidente alivio cuando lo descubrió—, la piel de nutria aún resiste en el agua a pesar de ser vieja. Todo lo de dentro está seco. Al menos puedo preparar alguna infusión. Le agregaré hierbas de buen sabor. Iré a buscar un poco de agua —comentó, y miró alrededor—. ¿Dónde está mi recipiente para preparar té? ¿También lo he perdido? Creí que estaba en el interior de la tienda cuando empezó a llover. Seguramente se cayó cuando nos apresuramos a partir.

—Dejamos atrás otra cosa, y eso no te complacerá mucho —dijo Jondalar.

—¿Qué? —preguntó Ayla, inquieta.

—Tu alforja y las estacas largas.

Ayla cerró los ojos y meneó la cabeza, desalentada.

—¡Oh, no! Era muy buena para conservar la carne y estaba repleta de carne de corzo. Y las estacas tenían exactamente el tamaño apropiado. Será difícil reemplazarlas. Más vale que vea si hemos perdido algo más y que me asegure de que contamos con el alimento de reserva.

Buscó en el canasto donde guardaba las pocas cosas personales que llevaba consigo, y las ropas y el equipo que utilizaría después. Aunque todos los canastos estaban húmedos y deformados, las cuerdas depositadas en el fondo habían mantenido el recipiente bastante seco, sin demasiado deterioro. El alimento que consumían en el camino estaba cerca del extremo superior del canasto; debajo se hallaba el paquete con las raciones de repuesto, todavía bien atado y prácticamente seco. Ayla llegó a la conclusión de que era el momento apropiado para examinar las vituallas y comprobar que nada se había echado a perder, y también para calcular cuánto tiempo podrían durar.

Extrajo los diferentes tipos de alimentos secos conservados que había traído consigo y los distribuyó sobre la piel de dormir. Había bayas —zarzamoras, frambuesas, arándanos, saúco, fresas, solas o mezcladas— que habían sido aplastadas y secadas para formar tortas. Había otras variedades dulces ya cocidas y desecadas que presentaban una textura correosa, a veces mezcladas con pedazos de pequeñas manzanas duras, ásperas, pero con un elevado contenido de peptina. Las bayas enteras y las manzanas silvestres, así como otros productos, por ejemplo, peras y ciruelas silvestres, estaban cortadas en rebanadas o habían quedado enteras al secarse al sol y se habían endulzado un tanto. Cualquiera de estos alimentos podía ser ingerido tal como estaba, o bien empapado o cocido con agua, y a menudo se usaban para aliñar las sopas o las carnes. También había granos y semillas, algunos cocidos parcialmente y después tostados; avellanas sin cáscara tostadas; y las piñas de pino repletas de piñones que ella había recogido la víspera en el valle.

Ayla también solía secar diferentes plantas —tallos, brotes y, sobre todo, raíces ricas en almidón, por ejemplo, la espadaña, el cardo, el helecho dulce y los tallos bulbosos de diferentes lirios—. Algunos eran cocidos al vapor en hornos al nivel del suelo, antes de secarlos, pero otros eran extraídos, pelados y colgados inmediatamente de cuerdas confeccionadas con la sólida corteza de ciertas plantas o con los tendones del espinazo o las patas de diferentes animales. También se colgaban de este modo los hongos, y para mejorar el sabor a menudo eran puestos a secar sobre fuego humoso; también se cocían al vapor y se secaban ciertos líquenes comestibles para formar hogazas espesas y nutritivas. Se completaban las provisiones con una abundante colección de carne y pescado, ahumados y secos, y en un paquete especial, reservado para las emergencias, había una mezcla de carne seca molida, grasa derretida limpia y frutas secas, que formaban pequeñas tortas.

El alimento seco era compacto y se conservaba bien; una parte tenía más de un año: era un resto de las provisiones del invierno precedente, pero las cantidades de ciertos artículos eran muy limitadas. Nezzie había reunido todos los productos pidiéndoselos a las familias y los parientes que llevaban las provisiones a la Reunión de Verano. Ayla había administrado con mucho cuidado las reservas de alimentos; en general, los dos vivían de lo que se procuraban ellos mismos durante el viaje. Era la temporada apropiada; si no podían sobrevivir aprovechando la abundancia de la Gran Madre Tierra cuando sus ofrendas proliferaban, jamás podrían abrigar la esperanza de sobrevivir atravesando las regiones durante los tiempos de escasez.

Ayla volvió a guardarlo todo. No quería depender de los alimentos secos para la comida matutina, a pesar de que en las estepas había menor número de pájaros con carnes abundantes que pudieran servirles como alimento. Con su honda derribó un par de ortegas, que fueron asadas ensartándolas en una estaca; algunos huevos de paloma que jamás serían incubados recibieron unos golpes leves y fueron puestos directamente al fuego, con la cáscara. El desayuno se enriqueció gracias al feliz hallazgo del escondrijo de una marmota, que había acumulado bellotas de primavera. El agujero en el suelo estaba debajo de las pieles para dormir y lo impregnaba el olor de las plantas dulces con abundante almidón que habían sido recogidas antes por el animalito, en el momento en que los bulbos, semejantes a raíces, habían alcanzado su mejor desarrollo. Los cocieron con los sabrosos piñones que Ayla había reunido la víspera, los cuales fueron extraídos de la piña con ayuda del fuego y golpeándolos con una piedra. Algunas zarzamoras frescas y maduras completaron la comida.

Después de abandonar el valle inundado, Ayla y Jondalar continuaron hacia el sur, girando levemente hacia el oeste, para acercarse poco a poco a la cadena montañosa. Aunque no era una cadena excepcionalmente elevada, los picos más altos de las montañas estaban perpetuamente cubiertos de nieve y a menudo envueltos en brumas y nubes.

Se encontraban en la región meridional del continente frío y el aspecto de los pastizales había cambiado sutilmente. Era algo más que una mera profusión de pastos y hierbas lo que explicaba la diversidad de animales que habitaban las llanuras frías. Los propios animales habían evolucionado y establecido diferencias en la dieta y en los esquemas migratorios, separaciones espaciales y variaciones estacionales; todos estos factores contribuían a la abundancia de vida. Como sucediera más tarde en las grandes llanuras ecuatoriales que se extendían mucho más al sur —el único lugar que casi estuvo cerca de igualar la extraordinaria fecundidad de las estepas de la Edad del Hielo—, la gran abundancia y variedad de animales compartía la tierra fértil en complejas interrelaciones que se apoyaban mutuamente.

Algunos animales se especializaban en la ingestión de determinadas plantas; otros, en ciertas partes de las plantas; algunos consumían las mismas plantas en etapas distintas de desarrollo; unos se alimentaban en lugares a los que otros no iban, o aparecían más tarde, o emigraban de distinta manera. Se mantenía la diversidad porque los hábitos de alimentación y de vida de una especie armonizaban entre o alrededor de los de otra, en habitáculos complementarios.

Los mamuts lanudos necesitaban gran cantidad de sustancias fibrosas, pastos duros, tallos y juncos, y como estaban expuestos a hundirse en las nieves profundas, los pantanos o los prados fangosos, se mantenían en los terrenos firmes, barridos por el viento, que se extendían cerca de los glaciares. Realizaban largas migraciones a lo largo de la pared de hielo y se desplazaban hacia el sur únicamente en primavera y verano.

Los caballos de las estepas también necesitaban cantidades abundantes; como los mamuts, digerían deprisa los tallos y los pastos ásperos, pero se mostraban un poco más selectivos y preferían las variedades de hierba de altura media. Podían excavar la nieve para encontrar alimento, pero de ese modo gastaban más energía de la que obtenían y se veían en dificultades para recorrer el territorio cuando se acumulaba la nieve. No podían subsistir mucho tiempo en la nieve profunda y preferían las planicies de suelo duro, barridas por el viento.

A diferencia de los mamuts y los caballos, el bisonte necesitaba las hojas y las vainas del pasto para obtener un contenido de proteínas más elevado, con preferencia las hierbas cortas, acudiendo a las zonas de pastos medianos y altos sólo en los períodos en que había retoños, generalmente en primavera. Pero en verano se establecía una cooperación importante, aunque involuntaria. Los caballos utilizaban sus dientes como instrumentos cortantes para aprovechar los tallos duros. Una vez habían pasado los caballos, recortando los tallos, el pasto de densas raíces se veía estimulado a producir nuevos brotes de hojas. A las emigraciones de caballos seguía a menudo, después de un intervalo de pocos días, la del bisonte gigante, que consumía de buen grado los nuevos retoños.

En invierno, el bisonte pasaba a las extensiones meridionales de clima variable y nieve más abundante, lo que mantenía las hojas de pasto de reducido crecimiento más húmedas y frescas de cuanto podía observarse en las planicies septentrionales secas. Sabían apartar la nieve con el hocico y los carrillos para encontrar su alimento preferido, que crecía cerca del suelo, mas las estepas nevadas del sur no carecían de riesgos.

Aunque les mantenían calientes en un medio relativamente frío y seco, incluso en el sur, donde eran más intensas las nevadas, los pelajes densos y desordenados del bisonte y otros animales de capas cálidas que emigraban hacia el sur en invierno, podían ser peligrosos o incluso fatales cuando el clima era frío y húmedo, con frecuentes variaciones entre el hielo y el deshielo. Si el pelaje se empapaba durante el deshielo, podían ser vulnerables a un enfriamiento fatal durante una helada posterior, sobre todo si el golpe de frío les sorprendía descansando en el suelo. Entonces, si el pelo largo se congelaba deprisa, no podían volver a incorporarse. La nieve excesivamente profunda o la capa de hielo sobre la nieve también podían ser fatales, y otro tanto podía decirse de las ventiscas invernales, o de las caídas al romperse el hielo delgado de los lagos cerrados o de los valles fluviales inundados.

La oveja musmón y los antílopes saiga también prosperaban; se alimentaban selectivamente con plantas adaptadas a condiciones muy secas, hierbas pequeñas y pastos cortos de hojas abundantes que crecían cerca del suelo; pero a diferencia del bisonte, el antílope saiga no tenía fácil su supervivencia en los terrenos irregulares o en la nieve profunda, donde no era capaz de saltar bien. Eran corredores veloces de larga distancia que podían dejar atrás a sus depredadores sólo en las superficies lisas y firmes de las estepas barridas por el viento. En cambio, el musmón, la oveja salvaje, era una experta trepadora y aprovechaba el terreno inclinado para huir, pero no podía sortear la nieve acumulada. Prefería los terrenos altos, rocosos y batidos por el viento.

Las especies caprinas emparentadas con el musmón, la gamuza y la cabra montesa, determinaban su ámbito según la altura, o a través de las diferencias del terreno y el paisaje; el antílope caprino salvaje y la cabra montesa, se instalaban en los terrenos más altos, de grietas más empinadas; seguía, en elevaciones un poco menores, la gamuza más pequeña y de extraordinaria agilidad; y más abajo, en el último puesto, se situaba el musmón. En cualquier caso, todos vivían en terrenos accidentados, incluso en los planos más bajos de las estepas áridas, porque estaban adaptados al frío, con tal de que éste fuese seco.

Los carneros almizcleros también eran animales de tipo caprino, aunque más corpulentos, y su espeso pelaje doble, que se asemejaba al de los mamuts y los rinocerontes lanudos, hacía que pareciesen más corpulentos, más «semejantes a bueyes». Mordisqueaban constantemente los matorrales bajos y los juncos, y estaban especialmente adaptados a las regiones más frías; preferían las llanuras abiertas, muy frías y ventosas, que estaban cerca del glaciar. Aunque perdían la lana interior en verano, los carneros almizcleros se veían en dificultades si el tiempo llegaba a ser demasiado cálido.

El ciervo gigante y el reno se mantenían en terreno abierto formando rebaños, pero la mayor parte de los restantes ciervos eran ramoneadores de hojas de los árboles. El alce solitario del bosque era un animal poco común. Le gustaban las hojas estivales de los árboles deciduos, las suculentas algas de los estanques y las plantas acuáticas de los pantanos y los lagos; con sus anchos cascos y sus largas patas podía atravesar los fondos pantanosos y lodosos. En invierno sobrevivía con los pastos más indigestos, o con el ramaje de los sauces que crecían en los terrenos bajos y los valles fluviales; las patas largas de pie ancho le permitían atravesar fácilmente la nieve barrida por el viento, que se desplazaba y apilaba por doquier.

Los renos eran animales amantes del invierno y se alimentaban de líquenes que crecían en los suelos yermos y en las rocas. Podían oler sus plantas favoritas incluso a través de la nieve y desde muy lejos; y sus cascos estaban adaptados para caminar a través de la nieve profunda si era necesario. En verano consumían pasto y matorrales de hojas abundantes.

Tanto el alce como el reno preferían los prados alpinos o las mesetas herbáceas en primavera y verano, pero a menor altura que las ovejas que poblaban la zona; el alce tendía a ingerir más hierba que arbustos. Los asnos y los onagros preferían invariablemente las colinas áridas más altas; en cambio, el bisonte ocupaba un nivel un poco más bajo, aunque generalmente llegaba a mayor altura que los caballos, los cuales tenían la posibilidad de elegir terrenos más exteriores que los mamuts o los rinocerontes.

Aquellas llanuras primitivas, con sus pastizales complejos y variados, mantenían grandes multitudes de una mezcla fantástica de animales. Ningún otro lugar de la tierra consiguió en épocas posteriores otra cosa que aproximarse a algunos puntos de dicha zona. El ambiente frío y seco de las altas montañas no admitía comparación, aunque hubiera semejanzas. Las ovejas, las cabras y los antílopes moradores de las montañas extendían su ámbito hacia las áreas inferiores, pero los nutridos rebaños de animales no pudieron mantenerse en el terreno empinado y rocoso de las altas montañas cuando cambió el clima de las tierras bajas.

En los húmedos y precarios pantanos septentrionales no sucedía lo mismo. Eran demasiado húmedos para permitir el crecimiento de grandes masas de pasto, y sus reducidos y ácidos suelos producían plantas cuyas toxinas evitaban que fueran consumidas por grandes multitudes, las cuales habrían destruido la flora de crecimiento lento y delicado. Las variedades formaban un número limitado y ofrecían nutrientes pobres a la voracidad de inmensos rebaños; no había comida suficiente. Y sólo los animales que tenían pezuñas anchas, como el reno, podían vivir allí. Las enormes criaturas de mucho peso, con patas grandes y rechonchas, o los corredores veloces de pezuñas estrechas y elegantes se atascaban en la tierra blanda y húmeda. Necesitaban un suelo sólido, firme y seco.

Más tarde, las llanuras cubiertas de pasto de las regiones más cálidas y más templadas originaron fajas diferenciadas de vegetación, controladas por la temperatura y el clima. Aportaban muy escasa diversidad en verano y exceso de nieve en invierno. La nieve también atollaba a los animales que necesitaban un terreno firme, y para muchos era difícil apartar la nieve para llegar al alimento. El ciervo podía vivir en los bosques de nieve profunda, pero sólo porque ramoneaba hojas y los extremos de las ramitas de los árboles que crecían sobre la nieve; el reno podía excavar la nieve para llegar al liquen que le alimentaba en invierno. El bisonte y el uro subsistieron, pero alcanzaron menores proporciones, y ya no desplegaron todo su potencial. Otros animales, por ejemplo, los caballos, vieron disminuir su número al reducirse el medio que ellos preferían.

La combinación específica de los numerosos elementos de las estepas de la Edad de Hielo fomentó la aparición de las grandiosas manadas, y no había uno sólo de ellos que no fuera esencial, sin excluir el frío intenso, los crueles vientos y el hielo mismo. Y cuando los grandes glaciares retrocedieron limitándose a las regiones polares y desaparecieron de las latitudes inferiores, también los grandes rebaños y los animales gigantescos se empequeñecieron o desaparecieron por completo de un área que había cambiado y que ya no podía proporcionarles sustento.

Mientras continuaban su viaje, la pérdida de la alforja y las largas estacas continuaba inquietando a Ayla. No sólo eran útiles, podían ser necesarias durante el largo viaje que tenían por delante. Ayla deseaba reemplazarlas, pero eso le obligaría a detenerse más de una noche, y ella sabía que Jondalar ansiaba continuar avanzando.

Pero Jondalar no se sentía muy a gusto con la tienda húmeda, ni ante la idea de verse obligado a buscar refugio en ella. Además, no era conveniente que las pieles húmedas estuviesen plegadas y formasen apretados bultos; podían echarse a perder. Era necesario ponerlas a secar, y probablemente habría que trabajar los cueros mientras se secaban, para conservar su flexibilidad, y eso a pesar del ahumado que habían recibido durante la preparación inicial. Jondalar estaba seguro de que eso les llevaría más de un día.

Por la tarde se acercaron a la profunda depresión de otro ancho río que separaba la llanura de las montañas. Desde el punto de mira de los dos, sobre la meseta de las estepas abiertas, a cierta altura sobre el ancho valle con su amplio curso de aguas rápidas, podían ver el territorio que se extendía al lado opuesto. Las estribaciones inferiores de las montañas, allende el río, estaban cortadas por infinidad de barrancos y desfiladeros secos, los accidentes provocados por la inundación, así como por muchos otros afluentes. Era un río importante, que recogía una parte considerable de las aguas y que drenaba la cara oriental de las montañas para volcarse en el mar exterior.

Mientras rodeaban el recodo de la planicie esteparia y descendían la pendiente, Ayla recordó el territorio que se extendía alrededor del Campamento del León, si bien el paisaje más accidentado del otro lado del río era distinto. Pero de este lado veía el mismo tipo de barrancos profundos tallados por la lluvia y la nieve hundida en el suelo de loess, y los altos pastos que en el suelo mismo se convertían en heno. Sobre la planicie aluvial, allá abajo, aparecían dispersos y aislados alerces y pinos entre matorrales frondosos, en tanto que los grupos de espadañas, altos juncos y eneas marcaban el borde del río.

Cuando llegaron al río, se detuvieron. Era un curso de agua importante, ancho y profundo, engrosado por las lluvias recientes. No sabían muy bien cómo lo cruzarían. Era necesario trazar un plan.

—Lástima que no tengamos un bote —dijo Ayla, mientras pensaba en los botes redondos recubiertos de cuero que los moradores del Campamento del León usaban para cruzar el río que discurría cerca de sus viviendas.

—Es cierto; creo que necesitaremos algún tipo de bote para cruzarlo sin que se moje todo. No sé muy bien por qué, pero no recuerdo que tuviera tanta dificultad para cruzar los ríos cuando Thonolan y yo viajábamos. Nos limitábamos a apilar nuestras cosas sobre un par de troncos y atravesábamos a nado —explicó Jondalar—. Pero me parece que no teníamos tantas cosas, sólo un saco que cada uno llevaba a la espalda. Era todo lo que podíamos transportar. Con los caballos, podemos tener más cosas, aunque después surjan más motivos de preocupación.

Mientras descendían río abajo, examinando la situación, Ayla vio un grupo de altas y delgadas hayas que crecían en las inmediaciones del agua. El lugar le parecía tan conocido que casi esperaba ver la larga vivienda semisubterránea del Campamento del León excavada en el flanco de la ladera, al fondo de una terraza que terminaba en el río, con la hierba que crecía a los costados, la cima redondeada y la entrada de arco perfectamente simétrica que tanto le había sorprendido la primera vez que la había visto. Pero cuando, en efecto, vio un arco de ese estilo, sufrió una impresión sobrecogedora que la alarmó.

—¡Jondalar! ¡Mira!

Él volvió los ojos hacia la ladera, en dirección al lugar que ella señalaba. Y entonces vio no uno, sino varios arcos perfectamente simétricos, y cada uno de ellos era la entrada de una estructura circular y abovedada. Ambos desmontaron, y una vez que descubrieron el sendero que venía del río, ascendieron hasta el campamento.

Ayla se sorprendió al comprobar la gran ansiedad que sentía por conocer a la gente que vivía allí, y entonces comprendió que hacía mucho tiempo que no reían ni hablaban con nadie, fuera de la mutua compañía. Pero el lugar estaba vacío; plantada en el suelo, entre los dos colmillos curvos de mamut unidos por las puntas en el extremo superior que formaban la entrada en arco de una de las moradas, había una figurilla de marfil tallado que representaba a una mujer de pechos y caderas generosos.

—Por lo visto se han marchado —dijo Jondalar—. Han dejado un donii que proteja cada morada.

—Probablemente estarán cazando, o en una Reunión de Verano, o de visita —comentó Ayla, que se sintió sinceramente decepcionada al comprobar que allí no había gente—. Es una gran lástima. Me hubiera alegrado ver a alguien. —Se volvió con el propósito de salir de allí.

—Espera, Ayla. ¿Adónde vas?

—Vuelvo al río. —Le miró desconcertada.

—Pero esto es perfecto —dijo él—. Podemos quedarnos aquí.

—Dejaron un mutoi, un donii, que vigila sus moradas. El espíritu de la Madre les protege. No podemos permanecer aquí sin turbar su Espíritu. Nos acarreará mala suerte —dijo Ayla, consciente de que eso él ya lo sabía.

—Podemos quedarnos, si lo necesitamos. No podemos apoderarnos de nada que no nos haga falta. Eso se sobrentiende. Ayla, necesitamos un refugio. Nuestra tienda está empapada. Tenemos que ofrecerle la oportunidad de que se seque. Mientras esperamos, podemos salir a cazar. Si capturamos el tipo apropiado de animal, podremos emplear su piel para fabricar un bote que nos permita cruzar el río.

El entrecejo fruncido de Ayla se convirtió lentamente en una sonrisa luminosa, a medida que comprendía el sentido de las palabras de Jondalar y advertía sus implicaciones. En efecto, necesitaban unos días para recobrarse de lo que casi había sido un desastre y sustituir algunas cosas perdidas.

—Quizá también consigamos cueros suficientes para confeccionar una nueva alforja —dijo—. Después de limpiarlo y quitarle el pelo, el cuero crudo no necesita mucho tiempo para asentarse, no más de lo que se requiere para secar la carne. Se necesita únicamente estirarlo y dejar que se endurezca. —Volvió los ojos hacia el río—. Mira todas esas hayas. Creo que podría fabricar unas buenas estacas con algunas de ellas. Jondalar, tienes razón. Es necesario que nos quedemos aquí unos días. La Madre comprenderá. Y podríamos dejar un poco de carne seca a la gente que vive aquí, para agradecerles la utilización de su campamento… si tenemos suerte en la caza. ¿Qué morada usaremos?

—El Hogar del Mamut. Allí es donde suelen alojarse los visitantes.

—¿Crees que hay un Hogar del Mamut? Es decir, ¿te parece que es un campamento mamutoi? —preguntó Ayla.

—No lo sé. No es una amplia residencia excavada en la tierra, donde viven todos, como en el Campamento del León —dijo Jondalar, mientras observaba el grupo de siete moradas redondas cubiertas con una leve capa de tierra endurecida y arcilla del río. En lugar de una sola casa amplia, para varias familias, como la que ellos habían ocupado durante el invierno, aquí había varias moradas más pequeñas agrupadas, pero el propósito era el mismo. Consistía en un asentamiento, una comunidad de familias más o menos emparentadas.

—No, es como el Campamento del León, donde se celebraba la Reunión de Verano —explicó Ayla al detenerse frente a la entrada de una de las pequeñas residencias, todavía un poco reacia a apartar la gruesa colgadura y entrar en la casa de extraños sin ser invitada, a pesar de las costumbres generalmente aceptadas que se habían afirmado como consecuencia de la necesidad mutua, en beneficio de la supervivencia en períodos de necesidad.

—Algunos de los más jóvenes que asistían a la Reunión de Verano creían que las moradas eran anticuadas —dijo Jondalar—. Les seducía la idea de una vivienda individual sólo para una o dos familias.

—¿Significa que deseaban vivir solos? ¿Una sola vivienda para una o dos familias? ¿En un campamento de invierno? —preguntó Ayla.

—No —contestó Jondalar—. Nadie deseaba vivir solo todo el invierno. Nunca se ve una de estas pequeñas moradas completamente aislada; siempre hay cinco o seis, a veces más. Ésa era la idea. La gente con la cual hablé creía que era más fácil construir una morada más pequeña para una o dos familias nuevas que amontonarse en una vivienda grande hasta que tuviesen que levantar otra. Pero deseaban construir cerca de sus familias y permanecer con sus campamentos, además de participar en las actividades y las comidas con los alimentos que recogían y acumulaban en común para el invierno.

Jondalar apartó el pesado cuero que colgaba de los colmillos unidos que formaban la entrada, se inclinó y pasó al interior. Ayla permaneció detrás, sosteniendo la colgadura para permitir que entrara un poco de luz.

—¿Qué opinas, Ayla? ¿Parece una morada mamutoi?

—Podría ser. Es difícil decirlo. ¿Recuerdas aquel campamento sungaea donde nos detuvimos de camino a la Reunión de Verano? No era muy distinto de un campamento mamutoi. Sus costumbres quizá fueran algo diferentes, pero en muchos aspectos eran bastante similares a las de los Cazadores de Mamuts. Y Mamut dijo que hasta la ceremonia fúnebre era muy parecida. Creía que antes habían estado emparentados con los mamutoi. Pero yo observé que la forma de sus adornos no era la misma. —Hizo una pausa, tratando de recordar otras diferencias—. Y algunas de sus ropas…, como aquella hermosa manta de lana de mamut y de otros animales que usaron para cubrir a la muchacha que había muerto. También los campamentos mamutoi tienen distintas formas. Nezzie siempre sabía a qué campamento pertenecía alguien por las pequeñas variaciones del estilo y la forma de los dibujos de las túnicas, aunque yo misma no podía distinguir demasiado la diferencia.

Gracias a la luz que se filtraba por la entrada, era fácil ver los principales elementos de apoyo de la construcción. La morada no había sido armada con madera, aunque algunas estacas de haya estaban dispuestas estratégicamente; había sido levantada con huesos de mamut. Los huesos grandes y sólidos de las enormes bestias eran el material de construcción más abundante y fácil de obtener en aquellas estepas que casi no tenían árboles.

La mayor parte de los huesos de mamut utilizados como material de construcción no provenía de animales cazados con ese fin. Se obtenían de animales que habían perecido por causas naturales, y eran recogidos en los lugares donde aquéllos habían caído, en la estepa misma, o con más frecuencia, en los montones donde se habían acumulado hasta ser arrastrados por los ríos desbordados, cuyas aguas los depositaban en ciertos recodos o barreras del río. A menudo se construían refugios invernales permanentes sobre las terrazas fluviales cerca de tales pilas, porque los huesos y los colmillos de mamut eran pesados.

Por regla general se necesitaban varios individuos para levantar un solo hueso, y nadie deseaba llevarlos muy lejos; el peso total de los huesos de mamut utilizados para construir una pequeña morada alcanzaba de mil a mil quinientos kilos o más. Para la construcción de estos refugios no bastaba la actividad de una sola familia, sino un esfuerzo comunitario, dirigido por alguien que poseía saber y experiencia y organizado por quien era capaz de conseguir que otros ayudasen.

El lugar que ellos denominaban campamento era una aldea estable, y las personas que vivían allí no eran perseguidores nómadas de animales trashumantes, sino esencialmente cazadores y recolectores sedentarios. A veces el campamento quedaba desierto durante algún tiempo, en verano, es decir, el período en que los habitantes salían a cazar o a recolectar vegetales, alimentos que eran conservados en pozos cercanos, o a visitar a familiares y amigos de otras aldeas, con el fin de intercambiar noticias y también cosas; pero aun así, se trataba de la sede de un hogar permanente.

—No creo que esto sea un Hogar del Mamut, o como quiera que se llame aquí a estos hogares —dijo Jondalar, mientras dejaba caer la colgadura, que levantó una nube de polvo a su espalda.

Ayla enderezó la figurilla femenina, cuyos pies estaban intencionadamente apenas esbozados, de modo que las piernas presentaban una forma aguzada que había sido hundida en el suelo, para montar guardia frente a la entrada. A continuación siguió a Jondalar, que pasó a la morada siguiente.

—Ésta es probablemente la residencia del jefe o del Mamut, o tal vez de ambos —dijo Jondalar.

Ayla vio que era un poco más amplia y que la figura femenina que estaba delante había sido mejor trabajada, y asintió para indicar que coincidía con él.

—Creo que de un Mamut, si son mamutoi o un pueblo parecido. La jefa y el jefe del Campamento del León tenían moradas que eran más pequeñas que las del Mamut, pero la de éste servía para alojar a los visitantes y también a todos los demás cuando se reunían.

Ambos estaban de pie en la entrada, sosteniendo la colgadura, en espera de que sus ojos se adaptasen a la penumbra del interior. Pero dos lucecillas continuaban refulgiendo. Lobo gruñó y la nariz de Ayla percibió un olor que la inquietó.

—¡No entres, Jondalar! ¡Lobo! ¡Quieto! —ordenó, apoyando la orden con un gesto de la mano.

—¿Qué es, Ayla? —preguntó Jondalar.

—¿No lo hueles? Ahí hay un animal, algo que puede producir un olor fuerte, creo que es un tejón, y si lo asustamos producirá un olor terrible que tarda mucho en disiparse. No podremos usar esta vivienda, y la gente que vive aquí se verá en dificultades para eliminar el olor. Jondalar, si sostienes la colgadura, tal vez salga por propia voluntad. Estos animales cavan madrigueras y no les gusta demasiado la luz, aunque a veces cazan de día.

Lobo inició un gruñido grave y prolongado; era evidente que deseaba arrojarse sobre la fascinante criatura. Pero como la mayor parte de los miembros de la familia de la comadreja, el tejón podía rociar al atacante con el contenido extraordinariamente intenso y acre de sus glándulas anales. Lo que menos deseaba Ayla era tener cerca a un lobo que hediese con ese olor fuerte y almizclado, y no sabía muy bien cuánto tiempo podría retener a Lobo. Si el tejón no salía pronto, quizá tendría que emplear un método más drástico para librar a la morada del animal.

El tejón no veía bien con sus ojillos insignificantes, pero en todo caso éstos se mantenían fijos en la abertura iluminada. Cuando pareció evidente que el tejón no se marcharía, Ayla echó mano de la honda que llevaba sujeta a la cabeza y buscó una piedra en el saco que colgaba de su cintura. Puso una piedra en la honda, apuntó a las dos lucecillas, y con un movimiento rápido y experto para obtener mayor impulso, disparó la piedra. Oyó un golpe seco y las dos lucecillas se apagaron.

—¡Ayla, creo que le has dado! —dijo Jondalar, pero esperaron un momento hasta asegurarse de que no había movimiento antes de penetrar en la morada.

Cuando entraron, miraron desconcertados. El animal, bastante grande, unos noventa centímetros desde la punta del hocico al extremo de la cola, estaba tendido en el suelo con una herida en la cabeza, pero era evidente que había pasado algún tiempo en la morada, explorando y destruyendo todo cuanto pudo hallar. ¡El lugar era un desastre! El suelo de tierra apisonada había sido arañado y excavado, y en algunos lugares aparecían los excrementos del animal. Dos esteras que antes cubrían el piso estaban desgarradas, lo mismo que varios recipientes tejidos. Los cueros y las pieles extendidos sobre las plataformas altas, utilizados como lechos, estaban masticados y desgarrados, y por doquier aparecía desparramado el relleno de plumas, lana o hierbas de las camas. Hasta había desaparecido una parte de la compacta pared; el tejón había perforado su propia entrada.

—¡Mira esto! No me gustaría volver y encontrar algo parecido —dijo Ayla.

—Es siempre el riesgo que se corre cuando se deja deshabitado un lugar. La Madre no protege una morada de Sus restantes criaturas. Sus hijos deben apelar directamente al espíritu animal y arreglárselas por su cuenta con los animales de este mundo —dijo Jondalar—. Quizá podamos limpiar un poco esta vivienda, aunque no logremos reparar todo el daño.

—Voy a desollar este tejón; dejaré aquí la piel y así sabrán qué fue lo que provocó todo esto. En todo caso, el cuero les servirá —confirmó Ayla, cogiendo por la cola al animal para llevarlo fuera.

Con mejor luz, pudo ver el lomo gris con su pelo duro, las partes inferiores más oscuras, y la peculiar cara de rayas negras y blancas, y comprobó que, en efecto, se trataba de un tejón. Lo desolló con un afilado cuchillo de pedernal y lo dejó sangrar. Después, regresó a la vivienda y se detuvo un momento antes de ir a inspeccionar el resto de las habitaciones abovedadas. Trató de imaginar cómo serían estando habitadas y experimentó un intenso sentimiento de pesar porque no lo estaban. Un ser humano podía sentirse muy solo sin la presencia de otras personas. De pronto, se sintió muy agradecida a Jondalar y, durante unos instantes, pensó que la desbordaba el amor que sentía por él.

Buscó el amuleto que colgaba de su cuello, palpó los objetos reconfortantes guardados en el saco de cuero y pensó en su tótem. No evocaba del mismo modo que antes al espíritu protector de su Caverna del León. Era un espíritu del clan, aunque Mamut le había dicho que su tótem siempre la acompañaría. Jondalar se refería constantemente a la Gran Madre Tierra cuando hablaba del mundo de los espíritus, y ahora Ayla pensaba más en la Madre, después de las enseñanzas que había recibido de Mamut; pero siempre pensaba que era su León de la Caverna quien le había traído a Jondalar y se sentía impulsada a comunicarse con su espíritu totémico.

Utilizando el antiguo lenguaje sagrado de los signos manuales que se empleaba para invocar al mundo de los espíritus, así como para comunicarse con otros clanes, cuyas sintéticas palabras cotidianas habladas y los signos manuales más comunes eran distintos, Ayla cerró los ojos y dirigió sus pensamientos a su tótem.

«Gran Espíritu del León de la Caverna», dijo con gestos, «esta mujer se siente agradecida porque ha sido considerada digna de tu gracia; agradecida de haber sido elegida por el poderoso León de la Caverna. El Mog-Ur siempre dijo a esta mujer que era difícil convivir con un espíritu poderoso, pero que siempre valía la pena. El Mog-Ur acertó. Aunque las pruebas a veces han sido difíciles, los dones han estado a la altura de las dificultades. Esta mujer se siente muy agradecida por los dones, los dones del saber y la comprensión. Esta mujer también se siente agradecida por el hombre que el gran Espíritu totémico le permitió encontrar, y que está llevando a esta mujer de regreso a su hogar. El hombre no conoce los Espíritus del clan, y no comprende del todo que también él fue elegido por el Espíritu del Gran León de la Caverna, pero esta mujer se siente agradecida porque también a él se le consideró digno de tu gracia».

Se disponía a abrir los ojos, cuando de pronto concibió otro pensamiento.

«Gran Espíritu del León de la Caverna», continuó, mentalmente y con el lenguaje mudo, «el Mog-Ur dijo a esta mujer que los espíritus totémicos siempre quieren un hogar, un lugar al cual retornar, donde son bienvenidos y desean permanecer. Este viaje concluirá, pero el pueblo del hombre no conoce a los espíritus de los tótems del clan. El nuevo hogar de esta mujer no será el mismo, pero el hombre honra al espíritu animal de cada uno, y el pueblo del hombre debe conocer y honrar al Espíritu del León de la Caverna. Esta mujer diría que el Gran Espíritu del León de la Caverna siempre será bienvenido y siempre tendrá un lugar dondequiera se dé la bienvenida a esta mujer».

Cuando Ayla abrió los ojos, vio que Jondalar la miraba.

—Parecías… ocupada —dijo—. No quise molestarte.

—Estaba… pensando en mi tótem, mi León de la Caverna —dijo Ayla—, y en tu hogar. Ojalá sea… un lugar cómodo.

—Los espíritus animales se sienten cómodos cerca de Doni. La Gran Madre Tierra los creó y dio nacimiento a todos. Las leyendas hablan de eso —explicó él.

—¿Leyendas? ¿Historias acerca de los tiempos antiguos?

—Supongo que podría decirse que eran historias, pero se las llamaba de un modo especial.

—También había leyendas del clan. Me encantaba cuando Dorv las narraba. Mog-Ur puso a mi hijo el nombre de una de mis favoritas: «La leyenda de Durc» —dijo Ayla.

Jondalar se sintió algo sorprendido y no pudo reprimir un cierto grado de incredulidad ante la idea de que el pueblo del clan, tan atrasado, pudiera tener leyendas e historias. Para él era difícil superar ciertas ideas arraigadas que le habían inculcado desde la infancia, pero, en todo caso, ya había comprobado que aquella gente era mucho más compleja de lo que él hubiera creído posible; entonces, ¿por qué no podían tener leyendas e historias?

—¿Conoces algunas leyendas de la Madre Tierra? —preguntó Ayla.

—Bien, creo que recuerdo un fragmento de una de ellas. Las narran de modo que sea más fácil recordarlas, pero sólo los zelandonii especiales las conocen todas.

Hizo una pausa para recordar, y después inició una suerte de canturreo:

Las aguas de su parto afluyeron, llenando ríos y mares.

Después inundaron la Tierra y nacieron los árboles.

De cada gota caída, crecieron hojas y pastos nuevos.

Hasta que las verdes plantas que brotaban ocuparon toda la superficie de la Tierra.

Ayla sonrió.

—¡Qué maravilloso, Jondalar! Cuenta la historia con un grato sentimiento y palabras sonoras, algo que se asemeja a los ritmos de las canciones mamutoi. Seguramente es muy fácil recordarla.

—Suele cantarse a menudo. Distintas personas entonan a veces canciones diferentes para decir lo mismo, pero las palabras en general son casi siempre iguales. Algunas personas pueden cantar la historia entera, con todas las leyendas.

—¿Sabes otras?

—Algunas. Las he escuchado todas y generalmente conozco la historia, pero los versos son muchos y hay que esforzarse para recordarlos. La primera parte se refiere a Doni y su soledad, y al nacimiento del sol, es decir, Bali, «la gran alegría de la Madre, un niño inteligente y hermoso», y después las historias relatan cómo Ella lo pierde y de nuevo está sola. La luna es su Amante, Lumi, pero Ella también lo creó. Esa historia es más bien la leyenda de una mujer; se refiere a los períodos lunares y a su transformación en mujer. Hay otras leyendas en que Ella da a luz a todos los espíritus animales, y al espíritu mujer y hombre, a todos los Hijos de la Tierra.

En ese momento, Lobo ladró, un ladrido de cachorro que reclama atención y que había comprobado que le permitía alcanzar su objetivo; y eso le indujo a continuar con aullidos que ya no eran de cachorro. Ambos miraron hacia donde estaba Lobo; entonces comprendieron la causa de su excitación. Abajo, en la planicie aluvial del ancho río, con sus escasos árboles, un pequeño rebaño de uros se desplazaba lentamente. El ganado salvaje estaba formado por animales enormes, con macizos cuernos y pelaje desordenado, la mayor parte de un color rojizo intenso, casi negro. No obstante, en el rebaño había unos pocos que mostraban grandes manchas blancas, principalmente alrededor de la cara y los cuartos delanteros. Se trataba de leves aberraciones genéticas que aparecían ocasionalmente, sobre todo en los uros.

Casi en el mismo instante, Ayla y Jondalar se miraron, y ambos asintieron y llamaron a sus caballos. Retiraron deprisa los canastos, que depositaron en el interior de la morada, y después de coger los lanzavenablos y las lanzas, montaron y enfilaron hacia el río. Cuando se aproximaron al rebaño que pastaba, Jondalar se detuvo para estudiar la situación y decidir cuál sería el mejor método. Ayla imitó el ejemplo y se detuvo a su vez. Ella conocía a los animales carnívoros, en especial a los más pequeños, si bien los animales de las proporciones del lince y la hiena de las cavernas, poderosa y corpulenta, habían sido algunas de sus presas, y un león había vivido antaño con ella, y ahora tenía un lobo; pero no estaba tan familiarizada con los animales que pastaban y ramoneaban, y a los que normalmente se daba caza para obtener alimento. Aunque había ideado sus propios métodos para cazarlos cuando vivía sola, Jondalar había crecido persiguiéndolos y tenía mayor experiencia.

Quizá porque había tratado de comunicarse con su tótem y con el mundo de los espíritus, Ayla se encontraba en una extraña disposición mental mientras contemplaba el rebaño. Casi parecía excesiva coincidencia que, precisamente cuando habían decidido que la Madre no se opondría si ellos permanecían allí algunos días para reparar sus pérdidas y cazar un animal que les suministrase un cuero resistente y mucha carne, de pronto apareciera un rebaño de uros. Ayla pensó si no sería un signo de la Madre o quizá del tótem que la protegía, y que tal vez fuesen ellos quienes habían llevado el rebaño hasta allí.

Sin embargo, no era un episodio infrecuente. A lo largo del año, y sobre todo durante las estaciones más cálidas, diferentes animales, en rebaño o individualmente, emigraban atravesando los bosques y los abundantes pastizales de los grandes valles fluviales. En muchos parajes distribuidos a lo largo de un río importante, era usual ver un tipo u otro de animales que hacían a menudo acto de presencia, y en ciertas estaciones había nutridos desfiles que se sucedían día tras día. Esta vez era un rebaño de ganado salvaje, exactamente el tipo de animal que podía satisfacer las necesidades de Jondalar y Ayla, aunque había otras especies que también hubieran sido útiles.

—Ayla, ¿ves aquella hembra corpulenta? —preguntó Jondalar—. ¿La que tiene la mancha blanca en la cara y en la paletilla izquierda?

—Sí —dijo la joven.

—Creo que deberíamos probar con ella —propuso Jondalar—. Ya es completamente adulta, pero, por el tamaño de los cuernos, no parece demasiado vieja, y se ha apartado del resto.

Ayla experimentó un escalofrío de reconocimiento. Ahora estaba convencida de que era un signo. ¡Jondalar había elegido al animal que se distinguía de los demás! El que tenía las manchas blancas. Cada vez que ella había afrontado situaciones difíciles en su vida, y después de pensarlo mucho, finalmente había razonado, o racionalizado, para llegar a una decisión, su tótem le había confirmado que era la actitud apropiada mediante un signo, un objeto desusado de cualquier género. Cuando era niña, Creb le había explicado tales signos y le había dicho que los conservase para propiciar la buena suerte. La mayor parte de los pequeños objetos que llevaba en el saquito decorado colgado del cuello eran signos de su tótem. La súbita aparición del rebaño de uros, después de haber optado por quedarse en el lugar, y la decisión de Jondalar en el sentido de cazar al animal diferente, parecían extrañamente afines a los signos de un tótem.

Aunque la decisión de permanecer en aquel campamento no había sido personal ni dolorosa, era importante y les había obligado a reflexionar seriamente. Era el hogar invernal permanente de un grupo de personas que habían invocado el poder de la Madre para defender el lugar mientras ellos estaban ausentes. Si bien las necesidades de la supervivencia permitían, en efecto, que un extraño que pasara lo utilizara en caso de necesidad, tenía que haber una razón legítima. Nadie atraía a la ligera sobre su cabeza la posible cólera de la Madre.

La tierra estaba abundantemente poblada de criaturas vivas. En sus viajes, Ayla y Jondalar habían visto incontable número de animales muy variados, pero pocas personas. En un mundo tan desprovisto de vida humana, reconfortaba la idea de que un reino invisible de los espíritus supiera de la existencia de los humanos, se ocupara de sus actos y quizá dirigiera sus pasos. Incluso un espíritu severo u hostil que se interesaba lo suficiente como para exigir ciertos actos de desagravio era mejor que la cruel indiferencia de un mundo duro e indiferente, en que la vida de cada uno dependía exclusivamente de sí mismo, y no era posible acudir a nadie en momentos de necesidad, ni tampoco apelar a otro ni siquiera con el pensamiento.

Ayla había llegado a la conclusión de que si la caza tenía éxito, significaba que podían usar el campamento, pero si fracasaban, tendrían que irse. Les había sido revelado el signo, aquel animal poco común, y para merecer la buena suerte debían conservar una parte de él. Si no podían hacerlo, si el intento fracasaba, el hecho presagiaría mala suerte, sería un signo de que la Madre no deseaba que permanecieran allí y de que deberían marcharse inmediatamente. La joven se preguntó cuál sería el desenlace.