Capítulo 43

Ayla se puso en pie y salió de la tienda. Una bruma flotaba cerca del suelo y sobre la piel desnuda se sentía el frío y la humedad del aire. Alcanzaba a oír el estruendo de la cascada a lo lejos, pero el vapor se espesaba para formar una densa niebla cerca del fondo del lago, un espejo largo y angosto de agua verdosa, tan turbia que era casi opaca.

Ayla estaba segura de que en un lugar así no había peces, del mismo modo que no había vegetación a lo largo de la orilla; todo era demasiado nuevo, demasiado crudo para sostener la vida. Sólo se veía agua y piedra y una especie de fijación del tiempo antes del tiempo, los antiguos comienzos antes del principio de la vida. Ayla se estremeció y volvió a experimentar el sombrío regusto de su terrible soledad antes de que la Gran Madre Tierra crease todas las cosas vivas.

Se detuvo a orinar y después cruzó deprisa en dirección a la orilla de bordes afilados, cubierta de grava; vadeó la corriente y se agachó. Estaba fría como el hielo y cargada de limo. Deseaba bañarse —no había podido hacerlo mientras cruzaban el hielo—, pero no en aquella agua. No le importaba demasiado el frío, pero necesitaba agua clara y limpia.

Regresó a la tienda para vestirse y ayudar a Jondalar a guardar las cosas. En el camino, miró a través de la bruma el paisaje sin vida y divisó un atisbo de árboles más abajo.

De pronto, sonrió.

—¡Ahí están! —dijo, y emitió un silbido estridente.

Jondalar salió inmediatamente de la tienda. Sonrió con la misma alegría que Ayla al ver a los dos caballos que galopaban hacia ellos. Lobo venía detrás; Ayla pensó que el animal parecía muy contento consigo mismo. No había estado con ellos aquella mañana y Ayla se preguntaba si el lobo habría desempeñado alguna función en el retorno de los caballos. Meneó la cabeza, pues comprendió que probablemente jamás lo sabrían.

Saludaron a cada caballo con abrazos, palmadas y caricias, restregones cordiales y palabras de afecto. Al mismo tiempo, Ayla los examinó atentamente, pues quería comprobar que no estaban heridos. La bota de la pata trasera derecha de Whinney había desaparecido y le pareció que la yegua se encogía cuando le examinó la pata. ¿Habría quebrado el hielo del borde del glaciar y, al soltarse, se habría desprendido la bota y se habría lastimado la pata? Fue la única explicación que Ayla pudo imaginar.

Ayla retiró las restantes botas de la yegua, levantando cada pata para desatarlas, mientras Jondalar permanecía cerca para calmar al animal. Corredor todavía conservaba todas sus botas, aunque Jondalar advirtió que estaban gastándose sobre los afilados cascos; el propio cuero de mamut no podía durar mucho si se usaba sobre los cascos.

Después de reunir todas sus cosas y de arrastrar el bote, descubrieron que el fondo estaba empapado y blando. Por una fisura entraba el agua.

—No creo que convenga volver a cruzar un río con este bote —dijo Jondalar—. ¿Crees que deberíamos abandonarlo?

—Tendremos que hacerlo, a menos que queramos arrastrarlo nosotros mismos. Ya no tenemos las estacas para armar la angarilla. Las dejamos atrás cuando descendimos por esa pendiente de hielo. Y por aquí no veo árboles para fabricar nuevas pértigas —agregó Ayla.

—Bien, ¡asunto arreglado! —dijo Jondalar—. Me alegro de que ya no necesitemos continuar cargando piedras; hemos aligerado tanto el peso que creo podríamos llevarlo todo nosotros mismos, incluso sin los caballos.

—Si los animales no hubieran regresado, eso es lo que estaríamos haciendo mientras los buscábamos —dijo Ayla—, pero me alegro enormemente de que nos hayan encontrado.

—Yo también estaba preocupado por ellos —admitió Jondalar.

Mientras descendían la empinada ladera sudoeste del antiguo macizo que sostenía el terrible manto de hielo sobre su gastada cumbre, cayó una ligera lluvia, vaciando los bolsones de nieve sucia que llenaban las oscuras depresiones del bosque abierto de abetos que estaban atravesando. Pero una especie de pátina verde acuarela teñía la tierra parda de un prado inclinado y rozaba las puntas de los matorrales próximos. Debajo, a través de algunos huecos en la brumosa niebla, alcanzaron a ver imágenes de un río que serpenteaba de oeste a norte, obligado por las mesetas circundantes a seguir el trazado de un profundo valle. Más allá del río, hacia el sur, el accidentado promontorio alpino se desdibujaba en una bruma púrpura, pero, elevándose y emergiendo de la bruma como una corona, estaba la alta cadena montañosa cubierta de hielo desde la cima hasta la mitad de su altura.

—Dalanar te gustará —decía Jondalar, mientras cabalgaban tranquilamente uno al lado del otro—. Te gustarán todos los lanzadonii. La mayoría de ellos antes eran zelandonii, como yo.

—¿Por qué decidió organizar una nueva caverna?

—No lo sé muy bien. Yo era tan pequeño cuando él y mi madre se separaron que en realidad no llegué a conocerle hasta que fui a vivir con él, y él nos enseñó, a Joplaya y a mí, el modo de trabajar la piedra. No creo que decidiera establecerse y fundar una nueva caverna hasta que conoció a Jerika, pero eligió este lugar porque descubrió la mina de pedernal. Cuando yo era niño, la gente hablaba de la piedra de los lanzadonii —explicó Jondalar.

—Jerika es su compañera, y… Joplaya… es tu prima, ¿verdad?

—Sí. Prima cercana. Hija de Jerika, nacida en el hogar de Dalanar. Ella también es buena talladora de pedernal, pero nunca le reveles que yo te lo he dicho. Es una gran bromista y siempre está de guasa. Me gustaría saber si ya encontró compañero. ¡Gran Madre! ¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Se sorprenderán de vernos!

—¡Jondalar! —dijo Ayla con un murmullo fuerte y apremiante. Él sofrenó el caballo—. Mira allí, cerca de esos árboles. ¡Hay un ciervo!

El hombre sonrió.

—¡Vamos a cazarlo! —dijo, echando mano de una lanza al mismo tiempo que preparaba su lanzavenablos y hacía una señal a Corredor con las rodillas. Aunque su método para guiar al caballo no era igual al de Ayla, después de casi un año de viaje era tan buen jinete como ella.

Ayla rectificó la trayectoria de Whinney casi simultáneamente. Sentía la satisfacción de verse por una vez libre, sin el estorbo de la angarilla, y montó su lanza en el lanzavenablos. Sobresaltado por el rápido movimiento, el ciervo comenzó a huir a grandes saltos, pero ellos lo persiguieron, acercándose uno por cada lado, y con la ayuda de los lanzavenablos, despacharon fácilmente al animal joven e inexperto. Cortaron los trozos favoritos y eligieron otros trozos seleccionados para llevarlos como regalo a la gente de Dalanar; después dejaron que Lobo consumiera lo que quedaba.

Hacia el atardecer encontraron un arroyo de aguas rápidas y burbujeantes, de aspecto saludable, y lo siguieron hasta que llegaron a un amplio campo abierto con algunos árboles y algunos matorrales junto al agua. Decidieron acampar temprano y cocer parte de la carne del ciervo. La lluvia había amainado y ya no tenían la más mínima prisa, si bien ellos mismos necesitaban recordar a cada momento que la urgencia había pasado.

A la mañana siguiente, cuando Ayla salió de la tienda, se detuvo y miró asombrada, desconcertada por el espectáculo. El paisaje era casi irreal, aunque tenía el carácter de un sueño especialmente vívido. Parecía imposible que hubieran podido soportar la intensidad más cruel y dura de las condiciones invernales extremas apenas unos días atrás; y ahora, de pronto, había llegado la primavera.

—¡Jondalar! ¡Oh, Jondalar! ¡Ven a ver!

El hombre asomó la cara, de expresión soñolienta, por la abertura y ella advirtió que comenzaba a sonreír.

Estaban en una elevación de escasa altura; la llovizna y la bruma de la víspera habían dado paso a un sol limpio y luminoso. El cielo mostraba un azul intenso decorado con manchas blancas. Los árboles y los arbustos tenían muchos puntos de un verde brillante y lustroso, el de las hojas nuevas, y el pasto del campo parecía tan fresco que resultaba hasta apetitoso. Las flores —los lirios, las aguileñas, las azucenas y otras— abundaban por doquier. Había pájaros de todos los colores y muchas variedades, que cruzaban veloces el aire, piando y cantando.

Ayla identificó a casi todos —tordos, ruiseñores, pájaros carpinteros de cabeza negra y currucas del río— y les contestaba con su propio canto. Jondalar se levantó y salió de la tienda a tiempo para observar admirado mientras ella atraía pacientemente hacia su mano a un alcaudón gris.

—No sé cómo lo haces —observó Jondalar, mientras el pájaro se alejaba volando.

Ayla sonrió.

—Iré a buscar algo fresco y delicioso para comer esta mañana —dijo.

Lobo había desaparecido de nuevo; Ayla estaba segura de que el animal se había dedicado a explorar o a cazar; la primavera traía aventuras también para él. La joven se dirigió adonde estaban los caballos, que se encontraban en el centro del prado, mordisqueando la hierba corta y tierna. Era la estación de la abundancia, el momento del despertar de toda la tierra.

Durante la mayor parte del año las anchas planicies que se extendían alrededor de las láminas de hielo de varios kilómetros de espesor y los altos prados de las montañas eran lugares secos y fríos. Las lluvias y la nieve eran escasas; los glaciares solían absorber la mayor parte de la humedad del aire. Aunque en las antiguas estepas la capa siempre helada era un fenómeno tan general como en las tundras septentrionales más húmedas de épocas ulteriores, los vientos influidos por el glaciar hacían que los veranos fuesen áridos y que la tierra se mantuviera seca y firme, con escasos lugares pantanosos. En invierno, los vientos desplazaban la nieve poco profunda, de modo que grandes áreas del suelo helado quedaban desnudas, pero cubiertas con el pasto que se secaba y convertía en heno; este forraje mantenía un enorme número de grandes animales que pastaban.

Pero no todos los pastizales son iguales. Para propiciar la fecunda abundancia de las planicies de la Edad del Hielo, lo que importaba no era tanto la magnitud de la precipitación —mientras fuese suficiente—, sino el momento en que llovía; la combinación de humedad y viento que secaban el terreno, todo en la proporción apropiada y en el momento oportuno, era el factor fundamental.

A causa del ángulo de incidencia de la luz solar, en las latitudes más bajas el sol comienza a calentar la tierra no mucho después del solsticio de invierno. Donde se ha acumulado nieve o hielo, la parte principal de la luz solar de principios de la primavera se refleja y vuelve al espacio, y lo poco que se absorbe y convierte en calor será utilizado para fundir la cubierta de nieve, condición indispensable para que crezcan las plantas.

Pero en los antiguos pastizales, en los que los vientos habían desnudado la planicie, el sol derramaba su energía sobre el suelo oscuro y era muy bien recibido. Las capas altas, secas y siempre heladas, comenzaban a calentarse y a derretirse, y aunque aún hacía frío, el caudal de energía solar hacía que las simientes y las largas raíces se preparasen para emitir brotes. Pero para que su desarrollo prosperase, era necesario que hubiese agua en estado aprovechable.

El hielo reluciente resistía la acción de los rayos cálidos de la primavera y reflejaba la luz del sol. Pero como había tanta humedad almacenada en las capas de hielo de la alta montaña, éstas no podían rechazar por completo los avances del sol o la caricia de los vientos tibios. Las cumbres de los glaciares comenzaban a derretirse y algo de agua descendía por las fisuras y comenzaba lentamente a formar arroyos y después ríos; más avanzando el verano, estos ríos llevaban el precioso líquido a la tierra desecada. Pero eran aún más importantes las nieblas y las brumas que se desprendían de las masas glaciares de agua helada, porque formaban en el cielo una capa de nubes de lluvia.

En primavera, la cálida luz del sol hacía que la gran masa de hielo desprendiese humedad en lugar de absorberla. Casi por única vez a lo largo de todo el año, ahora llovía no sobre el glaciar, sino sobre la tierra sedienta y fértil que lo rodeaba. En la Edad del Hielo el verano podía ser cálido, pero era breve; la primavera primitiva era prolongada y húmeda, y el crecimiento de los vegetales era explosivo y profuso.

Los animales de la Edad del Hielo también crecían en primavera, cuando todo era fresco y verde; abundaban los nutrientes que ellos necesitaban y precisamente en el momento en que los necesitaban. Por naturaleza, al margen de que la estación sea húmeda o seca, la primavera es la época del año en que los animales desarrollan los huesos jóvenes o los colmillos y los cuernos viejos, o producen cornamentas nuevas y más grandes, o se desprenden del espeso pelaje invernal y comienzan a formar otro nuevo. Porque la primavera comenzaba temprano y duraba mucho, la estación del crecimiento de los animales se prolongaba, lo que facilitaba que adquiriesen proporciones generosas y luciesen apéndices córneos impresionantes.

Durante la larga primavera, todas las especies compartían indiscriminadamente la abundancia de hierbas verdes, pero, al final de la estación fértil, competían fieramente unas con otras por los pastos y las hierbas que estaban madurando y que eran menos nutritivos o menos digeribles. La competencia no se manifestaba en disputas acerca de quiénes comerían primero o comerían más o en la defensa de áreas determinadas. Los rebaños de animales de las planicies no tenían un carácter territorial. Emigraban a gran distancia y eran sumamente sociales, buscaban la compañía de individuos de su propia especie en el curso de sus desplazamientos y compartían sus territorios con otros que se adaptaban a los pastizales abiertos.

Pero siempre que más de una especie compartía hábitos de alimentación y vida casi idénticos, invariablemente una sola prevalecía. Las otras adoptaban modos distintos de aprovechar ese ámbito, aprovechaban otro elemento del alimento disponible, emigraban a un área distinta o se extinguían. Ninguno de los muchos animales distintos que pastaban y ramoneaban competían directamente con otros precisamente por el mismo alimento.

Los combates los libraban siempre machos de la misma especie y estaban reservados para la temporada de la brama, cuando, a menudo, la mera exhibición de una cornamenta muy impresionante o de un par de cuernos o de colmillos era suficiente para sentar el dominio y el derecho de procrear, es decir, la exhibición de razones genéticamente decisivas en virtud de los grandiosos adornos estimulados por el fecundo desarrollo primaveral.

Pero una vez que pasaba esa especie de exceso primaveral, la vida de los moradores itinerantes de las estepas se ajustaba a esquemas fijos y nunca era tan fácil. En verano tenían que mantener el crecimiento espectacular propiciado por la primavera y echar carnes y engordar con vistas a la difícil estación que se avecinaba. El otoño era para algunos la imperiosa temporada de la brama; para otros significaba la aparición de un denso pelaje y la adopción de otras medidas de protección. Pero el momento más difícil era el invierno; en invierno, tenían que sobrevivir.

El invierno determinaba la capacidad de la tierra para sostener a sus moradores; el invierno decidía quién viviría y quién moriría. El invierno era un momento difícil para los machos, que tenían un cuerpo más grande y unos pesados apéndices «sociales», que debían mantener o formar de nuevo. El invierno era difícil para las hembras, que tenían menores proporciones, porque no sólo debían mantenerse básicamente con la misma cantidad de alimento disponible, sino también alimentar a la generación siguiente, formándola en el interior de su propio cuerpo o amamantándola, o ambas cosas. Pero el invierno era sobremanera difícil para las crías, que carecían de las proporciones de los adultos para almacenar reservas y consumían en el crecimiento lo que habían acumulado. Si lograban sobrevivir al primer año, sus posibilidades eran mucho mayores.

En los viejos pastizales, secos y fríos, cerca de los glaciares, la gran variedad de animales compartía la tierra compleja y fecunda y se mantenían porque los hábitos de alimentación y vida de una especie armonizaban o coexistían con los de otra. Incluso los carnívoros tenían sus presas preferidas.

Pero una nueva especie, dotada de inventiva y capacidad creadora, una especie que no tanto se adaptaba al ambiente cuanto lo modificaba para acomodarlo a sus propias necesidades, comenzaba a hacer acto de presencia.

Ayla estaba extrañamente silenciosa cuando se detuvieron a descansar cerca de otro rumoroso arroyo de montaña; allí terminaron la carne de venado y la verdura fresca que habían recogido aquella mañana.

—Ahora no estamos muy lejos. Thonolan y yo nos detuvimos cerca de aquí en nuestro viaje —dijo Jondalar.

—Es impresionante —contestó ella, pero sólo una parte de su mente estaba apreciando la belleza del paisaje.

—Ayla, ¿por qué estás tan callada?

—He estado pensando en tus parientes. Y de pronto comprendí que yo no tengo parientes.

—¡Los tienes! ¿Qué me dices de los mamutoi? ¿Acaso no eres Ayla de los mamutoi?

—No es lo mismo. Los echo de menos y siempre los amaré, pero no fue tan difícil dejarlos. Fue peor la otra vez, cuando tuve que separarme de Durc.

Una expresión de dolor se manifestó en sus ojos.

—Ayla, sé que para ti fue difícil abandonar un hijo. —La abrazó—. Quizá no lo recuperes de ese modo, pero es posible que la Madre te dé otros hijos… más adelante…, quizá hasta hijos de mi espíritu.

Le pareció que ella no le oía.

—Dijeron que Durc era deforme, pero eso no era cierto. Pertenecía al clan, pero también era mío. Era parte de ambos. Ellos no creían que yo fuese deforme, sino solamente fea, y además era más alta que los hombres del clan…, alta y fea…

—Ayla, no eres ni alta ni fea. Eres bella, y recuerda que mi estirpe es tu estirpe.

Ella le miró.

—Jondalar, antes de que tú llegases yo no tenía a nadie. Ahora te tengo y te amo, y quizá un día tenga un niño tuyo. Eso me haría feliz —dijo Ayla sonriendo.

La sonrisa de Ayla alivió a Jondalar y su mención del hijo le tranquilizó todavía más. Observó la posición del sol en el cielo.

—Si no nos damos prisa, no llegaremos hoy a la caverna de Dalanar. Vamos, Ayla, los caballos necesitan un poco de ejercicio. Te desafío a una carrera a través del prado. Creo que no podría soportar otra noche en la tienda cuando ya estamos tan cerca.

Lobo salió del bosque, desbordando energía y deseos de jugar. Pegó un brinco, apoyó las patas en el pecho de Ayla y le lamió el mentón. Ayla pensó que aquélla era su familia y apuñó el pelaje del cuello de Lobo. Este magnífico animal y la yegua fiel y paciente, el animoso corcel y el hombre, aquel hombre maravilloso. Poco más tarde conocería a la familia de Jondalar.

Guardó silencio mientras preparaba lo poco que aún conservaban. De pronto, comenzó a retirar las cosas de un envoltorio distinto.

—Jondalar, me bañaré en ese arroyo y me pondré una túnica y calzones limpios —dijo, mientras se quitaba la túnica de cuero que había estado usando hasta entonces.

—¿Por qué no esperas a que lleguemos? Ayla, te congelarás. Esa agua es probable que venga directamente del glaciar.

—No me importa, no quiero conocer a tu gente completamente sucia por el polvo del viaje.

Llegaron a un río de aguas verdosas y turbias a causa del desagüe del glaciar; el caudal estaba creciendo, aunque el nivel de las aguas podía ser mucho más elevado cuando alcanzase su volumen total, al final de la estación. Miraron hacia el este, río arriba, hasta que encontraron un lugar poco profundo y pudieron vadear su curso; después ascendieron en dirección al sudeste. Estaba cayendo la tarde cuando llegaron a una pendiente poco pronunciada que terminaba cerca de una pared rocosa. Bajo un saliente se ocultaba la abertura oscura de una caverna.

Una joven estaba sentada en el suelo, de espaldas a los viajeros, rodeada por láminas y nódulos rotos de pedernal. Con una mano sostenía un botador, una vara de madera aguzada, sobre el núcleo de una piedra gris oscura, tratando de situarla exactamente, y preparándose para golpearla con un pesado martillo de hueso que sostenía en la otra mano. Estaba tan absorta en su tarea que no advirtió que Jondalar se deslizaba en silencio y se acercaba por detrás.

—Continúa practicando, Joplaya. Un día llegarás a ser tan buena como yo —dijo con una sonrisa.

La maza de hueso falló el blanco y quebró la hoja que estaba afinando; la mujer se volvió bruscamente, con una expresión de incredulidad en la cara.

—¡Jondalar! ¡Oh, Jondalar! ¿Eres tú realmente? —exclamó, y se arrojó en los brazos del hombre. Con los brazos alrededor de la cintura de Joplaya, él la alzó y giró sobre sí mismo. Joplaya se aferró a él, como si no deseara soltarlo jamás—. ¡Madre! ¡Dalanar! ¡Jondalar ha regresado! ¡Jondalar ha regresado! —gritó.

La gente salió corriendo de la caverna y un hombre mayor, tan alto como Jondalar, se acercó al visitante. Se abrazaron, se separaron, se miraron; después volvieron a abrazarse.

Ayla hizo una señal a Lobo, que se le acercó más mientras la joven retrocedió y se quedaba mirando, sosteniendo las cuerdas que sujetaban a los dos caballos.

—¡De modo que has vuelto! Te ausentaste tanto tiempo, que no creía que regresaras —dijo el hombre.

Y entonces, por encima del hombro de Jondalar, Dalanar contempló un espectáculo muy sorprendente. Dos caballos, cargados de canastos y bultos, cada uno con una plancha de cuero sobre el lomo y un corpulento lobo, esperaban cerca de una mujer alta, vestida con un chaquetón de piel y calzones de extraño estilo, con una decoración casi desconocida. Ella se había quitado la capucha, y sus cabellos dorados descendían en ondas a ambos lados de la cara. Sus rasgos tenían un aire decididamente extranjero, lo mismo que el estilo poco frecuente de sus prendas; lo que no hacía sino destacar más la belleza de la forastera.

—No veo a tu hermano, pero no has vuelto solo —dijo el hombre.

—Thonolan ha muerto —dijo Jondalar, cerrando involuntariamente los ojos—. Yo también habría muerto de no ser por Ayla.

—Lamento saberlo. El muchacho me gustaba. Willomar y tu madre sufrirán mucho. Pero veo que tu gusto por las mujeres no ha cambiado. Siempre mostraste preferencia por las bellas Zelandoni.

Jondalar se preguntó por qué él creía que Ayla era Una Que Servía a la Madre. Después volvió los ojos hacia Ayla, rodeada por los animales y de pronto la vio como debía verla el hombre de más edad, y sonrió. Se acercó al borde del claro, cogió la rienda de Corredor y comenzó a regresar, seguido por Ayla, Whinney y Lobo.

—Dalanar de los lanzadonii, da la bienvenida a Ayla de los mamutoi —dijo.

Dalanar extendió las dos manos, con las palmas hacia arriba, en el saludo que expresaba franqueza y amistad. Ayla cogió las dos manos con las suyas.

—En el nombre de Doni, la Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los mamutoi —dijo Dalanar.

—Yo te saludo, Dalanar de los lanzadonii —replicó Ayla, con la formalidad debida.

—Hablas bien nuestra lengua para ser una persona que llega de tan lejos. Me complace conocerte.

El formalismo de Dalanar se veía desmentido por su sonrisa. Había advertido el modo de hablar de Ayla y pensaba que era muy sugestivo.

—Jondalar me enseñó a hablar —dijo ella, que no pudo disimular cierta expresión de asombro. Miró a Jondalar, y después nuevamente a Dalanar, desconcertada por el parecido entre los dos.

Los largos cabellos rubios de Dalanar eran un poco más ralos sobre la cabeza y tenía la cintura un tanto más gruesa; pero poseía los mismos ojos intensamente azules —con algunas arrugas en los ángulos—. Su voz tenía también el mismo timbre, el mismo tono. Incluso acentuaba del mismo modo la palabra «placer», sugiriendo un atisbo de doble sentido. Era realmente extraño. La calidez de sus manos provocó en ella una reacción peculiar. La semejanza incluso desconcertó por un momento el cuerpo de Ayla.

Dalanar percibió esa reacción y sonrió como sonreía Jondalar, pues comprendía el motivo y por eso mismo simpatizaba con ella. «Si tiene un acento tan extraño», pensó, «seguramente viene de un lugar lejano». Cuando soltó las manos de Ayla, el lobo se le acercó de pronto, sin demostrar el más mínimo temor, aunque él no podía decir lo mismo. Lobo insinuó la cabeza bajo la mano de Dalanar, reclamando atención, como si ya conociera al hombre. Dalanar advirtió sorprendido que acariciaba al hermoso animal, como si fuese una actitud perfectamente natural mimar a un corpulento lobo vivo.

Jondalar sonreía.

—Lobo te confunde conmigo. Todos han dicho siempre que nos parecemos. Cuando menos lo pensemos, estarás sentado en el lomo de Corredor.

Acercó la cuerda al hombre.

—¿Has dicho «sobre el lomo de Corredor»? —preguntó Dalanar.

—Sí. Hemos recorrido la mayor parte del camino sobre el lomo de estos caballos. Yo llamo Corredor a este potro —dijo Jondalar—. El caballo de Ayla se llama Whinney, y esta bestia grande que tanto ha simpatizado contigo se llama «Lobo» —pronunció la palabra mamutoi que significaba lobo.

—¿Cómo has podido llegar a tener un lobo y dos caballos? —comenzó Dalanar.

—Dalanar, ¿dónde están tus modales? ¿No crees que otras personas desean conocer a la mujer y escuchar sus relatos?

Ayla, todavía un poco desconcertada por el asombroso parecido de Dalanar con Jondalar, se volvió hacia la que hablaba y se descubrió a sí misma mirando de nuevo atentamente. La mujer no se asemejaba a nadie que Ayla hubiera conocido antes. Los cabellos, recogidos para formar un rodete sobre la coronilla, eran negros y relucientes, con algunas hebras grises en las sienes. Pero su cara atrajo especialmente la atención de Ayla. Era redonda y chata, con pómulos salientes, una nariz minúscula y unos ojos negros y sesgados. La sonrisa de la mujer contradecía su voz severa; Dalanar sonrió admirado.

—¡Jerika! —exclamó Jondalar, sonriendo complacido.

—¡Jondalar! ¡Qué alegría verte de nuevo! —Se abrazaron con evidente afecto—. Como este oso salvaje que es mi compañero no tiene modales, ¿por qué no me presentas a tu amiga? Y después puedes explicarme por qué esos animales se quedan aquí en lugar de huir —dijo la mujer.

Avanzó hasta quedar entre los dos hombres, empequeñecida por ellos. Los dos tenían exactamente la misma estatura; la cabeza de Jerika apenas llegaba a la mitad del pecho de cualquiera de ellos. La mujer caminaba con paso vivo y enérgico. Ayla pensó en un pájaro, una impresión que se veía reforzada por aquel cuerpo diminuto.

—Jerika de los lanzadonii, te presento a Ayla de los mamutoi. Es la responsable de la conducta de los animales —dijo Jondalar, que sonrió a la mujercita, de modo que en su cara apreció la misma expresión que la de Dalanar—. Ella puede explicarte mejor que yo por qué no huyen.

—Bienvenida aquí, Ayla de los mamutoi —dijo Jerika extendiendo las manos—. Y también bienvenidos los animales, si puedes prometer que mantendrán esa conducta tan extraña.

Mientras hablaba miraba a Lobo.

—Te saludo, Jerika de los lanzadonii. —Ayla correspondió a la sonrisa. El apretón de la mano de la mujercita tenía una fuerza sorprendente y, Ayla así lo percibió, su carácter—. El lobo no lastimará a nadie, a menos que alguien nos amenace. Los caballos se inquietan cuando hay extraños y suelen encabritarse si uno se acerca demasiado, lo cual puede ser peligroso. Sería mejor que la gente se mantuviese lejos de ellos por lo menos al comienzo, hasta que conozcan mejor a todos.

—Me parece razonable, pero me alegro de que nos lo hayas advertido —replicó Jerika, y miró a Ayla con desconcertante franqueza—. Has venido de muy lejos. Los mamutoi viven más allá del fin del Donau.

—¿Conoces el país de los Cazadores del Mamut? —preguntó Ayla, sorprendida.

—Sí, e incluso más al este, aunque no recuerdo mucho. A Hochaman le encantará hablarte de esos lugares. Nada le agrada más que contar sus historias a nuevos oyentes. Mi madre y él vinieron de un país que está cerca del Mar Infinito, sobre el extremo este de la tierra. Yo nací en el camino. Vivimos con muchos pueblos, a veces durante muchos años. Recuerdo a los mamutoi. Buena gente. Excelentes cazadores. Querían que nos hubiéramos quedado con ellos —dijo Jerika.

—¿Por qué no aceptasteis?

—Hochaman no deseaba asentarse todavía. Su sueño era viajar hasta los confines del mundo, para ver cuánto se extendía la tierra. Conocimos a Dalanar no mucho después de la muerte de mi madre y decidimos permanecer aquí y ayudarle a aprovechar la mina de pedernal. Pero Hochaman ha vivido para ver realizado su sueño —dijo Jerika, volviendo los ojos hacia su compañero, el hombre de elevada estatura—. Ha recorrido todo el camino que va del Mar Infinito del este hasta las Grandes Aguas del oeste. Dalanar le ayudó a completar su viaje, hace unos años, llevándole sobre sus espaldas la mayor parte del camino. Hochaman lloró cuando vio el gran mar occidental y lavó a todos con agua salada. Ahora no puede caminar mucho, pero nadie ha realizado un viaje tan largo como Hochaman.

—O como tú, Jerika —agregó orgulloso Dalanar—. Has viajado casi tan lejos como yo.

—Hmmm. —La mujer se encogió de hombros—. No es como si yo hubiese hecho la elección. Pero estoy riñendo a Dalanar y, además, yo misma hablo demasiado.

Jondalar mantenía el brazo alrededor de la cintura de la mujer a la que había sorprendido.

—Desearía conocer a tu compañera de viaje —dijo ella.

—Por supuesto, discúlpame —dijo Jondalar—. Ayla de los mamutoi, ésta es mi prima, Joplaya de los lanzadonii.

—Te doy la bienvenida, Ayla de los mamutoi —contestó la mujer extendiendo las manos.

—Yo te saludo, Joplaya de los lanzadonii —dijo Ayla, que de pronto tuvo conciencia de su propio acento y se alegró de vestir una túnica limpia bajo el chaquetón. Joplaya era tan alta como ella, quizá un poco más. Tenía los pómulos salientes de su madre, pero su cara no era tan chata y su nariz se asemejaba a la de Jondalar, sólo que era más delicada y estaba mejor cincelada. Las suaves cejas negras armonizaban con los largos cabellos negros, y las gruesas pestañas enmarcaban los ojos que sugerían el tipo de la madre, ¡pero de un verde deslumbrante!

Joplaya era una mujer de asombrosa belleza.

—Me alegro de conocerte —dijo Ayla—. Jondalar me ha hablado de ti muchas veces.

—Me alegro de que él no me haya olvidado —replicó Joplaya. Retrocedió un paso y el brazo de Jondalar le rodeó de nuevo la cintura.

Otras personas se habían ido acercando y Ayla tuvo que pechar con la ceremonia formal con cada miembro de la caverna. Todos tenían curiosidad por conocer a la mujer que Jondalar había traído, pero el examen y las preguntas de los habitantes del lugar comenzaron a incomodarla; por eso se alegró cuando intervino Jerika.

—Creo que deberíamos reservar algunas preguntas para después. Estoy segura de que podrán contarnos muchas cosas, pero seguramente se encontrarán cansados. Vamos, Ayla, te mostraré dónde podéis descansar. ¿Los animales necesitan algo especial?

—Sólo deseo descargarlos y encontrar un lugar en el cual puedan pastar. Si no tienes inconveniente, Lobo permanecerá dentro, con nosotros —pidió Ayla.

Vio que Jondalar estaba enfrascado en su conversación con Joplaya, y descargó sola los bultos que los dos caballos traían; pero él se apresuró a ayudarla cuando llegó el momento de introducir las cosas en la caverna.

—Creo que sé cuál es el lugar más conveniente para los caballos —dijo Jondalar—. Los llevaré allí. ¿Quieres ocuparte de Whinney? Voy a atar a Corredor con una cuerda larga.

—No, no creo que sea lo mejor. Ella se quedará cerca de Corredor —Ayla advirtió que Jondalar se sentía tan cómodo que ni siquiera había pensado en oponerse. Pero ¿por qué no? Estas personas son sus parientes—. De todos modos, te acompañaré. De ese modo Whinney se tranquilizará enseguida.

Atravesaron un pequeño prado cubierto de pastos, con un arroyo que lo atravesaba rodeándolo por un costado. Lobo les acompañó. Después de atar bien la cuerda de Corredor, Jondalar inició el regreso.

—¿Vienes? —preguntó.

—Me quedaré un poco más con Whinney —dijo ella.

—Entonces, ¿puedo ocuparme de meter nuestras cosas?

—Sí, adelante.

Él parecía ansioso por regresar y Ayla no se lo criticaba. Ordenó a Lobo que permaneciera con ella. También para él todo era nuevo. Salvo Jondalar, los animales y Ayla necesitaban un poco de tiempo para adaptarse. Cuando regresó, le buscó y descubrió que estaba inmerso en una conversación con Joplaya. Vaciló, porque no deseaba interrumpirles.

—Ayla —dijo Jondalar cuando la vio—. Estaba hablando de Wymez a Joplaya. ¿Después le mostrarás la punta de la lanza que él te regaló?

Ayla asintió. Jondalar se volvió hacia Joplaya.

—Ya verás lo que hemos traído. Los mamutoi son excelentes cazadores del mamut y emplean en sus lanzas puntas de pedernal en lugar de hueso. Perforan mejor el cuero grueso, sobre todo si las hojas son delgadas. Wymez inventó una técnica nueva. Talla la punta para obtener dos caras, pero no como lo haría con el filo de un hacha tosca. Calienta la piedra, ahí está la diferencia. De ese modo se desprenden esquirlas más finas, más delgadas. Puede fabricar una punta que no es más larga que mi mano, de un grosor tan reducido y un filo tan agudo que parecería increíble.

Estaban de pie, tan cerca que los cuerpos casi se tocaban, mientras Jondalar explicaba excitado los detalles de la nueva técnica; esa desenvuelta intimidad inquietaba a Ayla. Aquellos dos habían vivido juntos durante sus años de adolescencia. ¿Qué secretos había revelado Jondalar a Joplaya? ¿Qué alegría y dolores habían compartido? ¿Qué frustraciones y triunfos habían conocido juntos mientras ambos aprendían el difícil arte de tallar el pedernal? Quizá Joplaya conociera a Jondalar mucho mejor que ella.

Antes ambos habían sido forasteros para los pueblos con quienes se cruzaron en el viaje. Ahora, sólo ella era la forastera.

Se volvió hacia Ayla.

—¿Qué te parece si voy a buscar esa punta de lanza? ¿En qué canasto estaba? —preguntó, y ya había comenzado a alejarse.

Ella respondió a la pregunta y sonrió nerviosamente a la mujer de cabellos oscuros después que él se alejó; pero ninguna de las dos habló. Jondalar regresó casi al instante.

—Joplaya, he dicho a Dalanar que viniese…, hace mucho que deseo mostrarle esta punta. Ya verás cuando él la conozca. —Abrió con mucho cuidado el envoltorio y mostró una punta de pedernal cuidadosamente trabajada, en el momento mismo en que apareció Dalanar. Al ver la fina punta de lanza, Dalanar la recibió de las manos de Jondalar y la examinó atentamente.

—¡Es una obra maestra! Nunca vi un trabajo tan minucioso —exclamó Dalanar—. Mira esto, Joplaya, tiene dos caras, pero muy delgadas; se han eliminado las escamas más pequeñas. Piensa en el control y la concentración que sin duda fueron necesarios. El tacto y el lustre de este pedernal son diferentes. Parece casi… resbaladizo. ¿Dónde lo conseguiste? ¿En el este tienen un tipo distinto de pedernal?

—No, es un proceso nuevo, inventado por un mamutoi llamado Wymez. Es el único tallador que he conocido que pueda compararse contigo, Dalanar. Calienta la piedra. De ahí el lustre y el tacto; pero hay algo todavía mejor: después de calentarla, puedes desprender esas escamas tan finas —explicó Jondalar, muy animado.

Ayla comprobó que ella misma estaba observándole.

—Las escamas casi se desprenden solas, por eso se puede controlar bien el proceso. Te mostraré cómo lo hace. No soy tan bueno como él, necesito trabajar y perfeccionar mi técnica, pero ya verás cómo lo hago. Necesito conseguir buen pedernal mientras estemos aquí. Con los caballos podemos transportar más peso y me gustaría llevar a casa algunas piedras de los lanzadonii.

—Jondalar, ésta es también tu casa —dijo Dalanar—. Pero sí, podremos ir mañana a la mina y extraer piedras nuevas. Me gustaría ver cómo lo haces; pero ¿es realmente una punta de lanza? Parece tan fina y elegante, casi demasiado frágil para cazar con ella.

—Emplean estas puntas de lanza para cazar el mamut. Sí, se quiebran más fácilmente, pero el pedernal afilado perfora el cuero grueso mucho mejor que una punta de hueso y se desliza entre las costillas —dijo Jondalar—. Tengo que mostrarte otra cosa. La inventé mientras me recobraba de las heridas que me infligió el león de las cavernas, en el valle de Ayla. Es un lanzavenablos. Con este aparato, una lanza recorre doble distancia. ¡Espera, te mostraré cómo funciona!

—Jondalar, creo que quieren que vayamos a comer —dijo Dalanar, al ver que se había reunido la gente a la entrada de la caverna y que hacía señas—. Todos querrán escuchar tus relatos. Entrad; así estaréis más cómodos y los demás podrán escuchar. Nos intrigas con estos animales que obedecen tus deseos y los comentarios acerca de los ataques del león de las cavernas, los lanzavenablos y las nuevas técnicas para tallar las piedras. ¿De qué otras aventuras y maravillas tienes que hacernos partícipes?

Jondalar se echó a reír.

—No hemos hecho más que empezar. ¿Me creerás si te digo que hemos visto piedras que permiten encender el fuego y piedras que arden? Viviendas construidas con huesos de mamut, puntas de marfil para pasar el hilo y enormes botes usados en el río para pescar peces tan grandes que se necesitan cinco hombres de tu estatura, uno encima del otro, para llegar de la cabeza a la cola.

Ayla nunca había visto a Jondalar tan feliz y relajado, tan desembarazado y expresivo, y comprendió cuánto le alegraba estar con su gente.

Jondalar pasó los brazos alrededor de Ayla y Joplaya mientras regresaban a la caverna.

—Joplaya, ¿todavía no has elegido compañero? —preguntó Jondalar—. Me pareció no haber visto a nadie decidido a reclamarte.

Joplaya se echó a reír.

—No, Jondalar, estaba esperándote.

—Otra vez con tus bromas —dijo Jondalar, sonriendo. Se volvió para hacer una aclaración a Ayla—. Como sabes, los primos cercanos no pueden unirse.

—Lo tengo todo planeado —continuó diciendo Joplaya—. Pensé que podíamos huir juntos y fundar nuestra propia caverna, como hizo Dalanar. Aunque, por supuesto, sólo aceptaríamos a los talladores de pedernal.

La risa de Joplaya parecía forzada y miraba únicamente a Jondalar.

—Ayla, ¿entiendes lo que quiere decir? —dijo Jondalar, volviéndose hacia ella, pero propinando al mismo tiempo un pellizco a Joplaya—. Siempre bromeando. Joplaya es una guasona.

Ayla no estaba muy segura de entender la broma.

—En serio, Joplaya, tendrás que comprometerte.

—Echozar me solicitó, pero yo todavía no lo he decidido.

—¿Echozar? Me parece que no le conozco. ¿Es un zelandonii?

—Es lanzadonii. Se unió a nosotros hace pocos años. Dalanar le salvó la vida, le encontró cuando ya casi se había ahogado. Creo que todavía está en la caverna. Es un hombre tímido; comprenderás la razón cuando lo veas. Parece… bien distinto. No le agrada tratar con extraños y dice que no desea acompañarnos a la Reunión de Verano de los zelandonii. Pero es muy bondadoso cuando llegas a conocerle y está dispuesto a hacer lo que sea necesario por Dalanar.

—¿Iréis a la Reunión de Verano este año? Así lo espero, por lo menos para asistir a la Ceremonia Matrimonial. Ayla y yo nos uniremos.

Esta vez Jondalar dio un pellizco a Ayla.

—No lo sé —dijo Joplaya, con los ojos fijos en el suelo. Después miró a Jondalar—. Siempre supe que no te unirías con Marona, esa mujer que quedó esperándote el año en que te marchaste; pero tampoco supuse que traerías contigo una mujer.

Jondalar se sonrojó ante la mención de la mujer con quien había prometido unirse y que había quedado en la región y no advirtió que Ayla erguía el cuerpo mientras Joplaya se acercaba deprisa a un hombre que acababa de salir de la caverna.

—¡Jondalar! ¡Ese hombre!

Jondalar percibió el sobresalto en la voz de Ayla y se volvió a mirarla. La joven tenía el rostro ceniciento.

—¿Qué sucede, Ayla?

—¡Se parece a Durc! O quizá a lo que parecerá mi hijo cuando crezca. ¡Jondalar, ese hombre tiene sangre del clan!

Jondalar miró con más atención. Era cierto. El hombre a quien Joplaya exhortaba a acercarse tenía la apariencia del clan. Pero cuando se aproximaron, Ayla advirtió una importante diferencia entre el hombre y los miembros del clan a quienes ella conocía. Era casi tan alto como la propia Ayla.

Cuando se aproximó, Ayla esbozó un movimiento con la mano. Era sutil, casi imperceptible para el resto, pero los grandes ojos castaños del hombre se abrieron sorprendidos.

—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó, y esbozó el mismo gesto. Tenía la voz profunda, pero clara y bien definida. No tenía dificultades para hablar; una señal evidente de que era una mezcla.

—Me crió un clan. Me descubrieron cuando yo era muy pequeña. No recuerdo cuál era mi familia antes de que sucediera eso.

—¿Un clan te crió? Ellos maldijeron a mi madre porque me dio a luz —dijo el hombre con amargura—. ¿Qué clan aceptó criarte?

—No me ha parecido que el acento de Ayla fuese mamutoi —intervino Jerika. Varias personas estaban alrededor.

Jondalar respiró hondo y cuadró los hombros. Había previsto desde el principio que el pasado de Ayla apareciera más tarde o más temprano.

—Jerika, cuando yo la conocí ni siquiera sabía hablar…, por lo menos, no hablaba con palabras. Pero me salvó la vida después que me atacó el león de las cavernas. La adoptaron los mamutoi del Hogar del Mamut porque es muy hábil para curar.

—¿De modo que es Mamut? ¿La Que Sirve a la Madre? ¿Dónde está su señal? No veo ningún tatuaje en su mejilla —dijo Jerika.

—Ayla aprendió a curar de la mujer que la crió, una hechicera del pueblo a quien ella denomina el clan, los cabezas chatas, pero es tan eficaz como los zelandonii. El Mamut estaba comenzando a enseñarle para que Sirviera a la Madre, antes de nuestra partida. Nunca la iniciaron. Por eso no tiene la marca —explicó Jondalar.

—Sabía que era Zelandoni. Tiene que serlo para controlar así a los animales, pero ¿cómo pudo aprender de una cabeza chata el arte de curar? —exclamó Dalanar—. Antes de conocer a Echozar, yo pensaba que eran poco más que animales. Por lo que él me dice, entiendo que, en cierto modo, saben hablar, y ahora tú dices que tienen curadores. Echozar, debiste explicarme eso.

—¿Cómo podía saberlo? ¡No soy un cabeza chata! —Echozar escupió la palabra—. Sólo conocí a mi madre y a Andovan.

Ayla se sorprendió ante el rencor que se reflejaba en la voz del hombre.

—¿Has dicho que maldijeron a tu madre? ¿Y, sin embargo, ella sobrevivió y te crió? Seguramente fue una mujer notable.

Echozar miró francamente los ojos azul grisáceos de la mujer alta y rubia. No hubo vacilación y ella no esquivó la mirada. Echozar se sentía extrañamente atraído por esta mujer a la que nunca había visto antes; se sentía cómodo con ella.

—No hablaba mucho del asunto —dijo Echozar—. La atacaron unos hombres, que mataron a su compañero cuando intentó protegerla. Él era hermano del jefe de su clan y achacaron a mi madre la culpa de su muerte. El jefe dijo que traía mala suerte, pero después, cuando ella supo que tendría un hijo, él la tomó como segunda mujer. Y cuando yo nací, el jefe dijo que yo era la prueba de que mi madre era una mujer de mala suerte. No sólo había provocado la muerte de su compañero, sino que había dado a luz un hijo deforme. Y entonces la maldijo con la maldición de la muerte.

Hablaba con esta mujer más francamente de lo que lo hacía con otros, y él mismo estaba sorprendido.

—No sé muy bien qué significa eso…, una maldición de la muerte —continuó diciendo Echozar—. Ella me habló del asunto una sola vez, pero no terminó de relatarme el episodio. Afirmó que todos se apartaban de ella, como si no pudiesen verla. Decían que estaba muerta, y aunque intentaba conseguir que la mirasen, era como si no estuviese allí, como si estuviera muerta. Seguramente tuvo que ser terrible.

—En efecto —dijo Ayla en voz baja—. Es difícil continuar viviendo si uno no existe para los seres amados.

Sus ojos se enturbiaron con el recuerdo.

—Mi madre me llevó y se alejó de ellos para morir, como supuestamente debía hacer; pero Andovan la encontró. Él era ya anciano y vivía solo. Nunca me dijo por qué se había alejado de su propia caverna; había algo acerca de un jefe cruel…

—Andovan… —le interrumpió Ayla—. ¿No era sarmunai?

—Sí, creo que sí —dijo Echozar—. Pero no hablaba mucho de su pueblo.

—Sabemos algo de ese jefe cruel —dijo Jondalar con gesto sombrío.

—Andovan nos cuidó —continuó Echozar—. Me enseñó a cazar. Aprendí a hablar el lenguaje de los signos del clan gracias a mi madre, pero ella nunca pudo decir más que unas pocas palabras. Yo aprendí las dos lenguas, aunque ella se sorprendía al ver que yo podía pronunciar los sonidos y las palabras que me enseñaba Andovan. Andovan murió hace pocos años y con él se desvaneció la voluntad de vivir de mi madre. Finalmente, la maldición de la muerte se la llevó.

—Y entonces, ¿qué hiciste? —preguntó Jondalar.

—Viví solo.

—Eso no es fácil —dijo Ayla.

—No, no es fácil. Traté de buscar compañía. Ninguno de los clanes permitió que me acercase. Me apedreaban y decían que yo era deforme, que traía mala suerte. Tampoco las cavernas querían relacionarse conmigo. Afirmaban que era una abominación de espíritus mezclados, mitad hombre y mitad animal. Al cabo de un tiempo me cansé de intentarlo. Ya no quería estar solo. Cierto día me arrojé de un peñasco al río. Y cuando recobré el sentido, Dalanar estaba mirándome. Me llevó a su caverna. Ahora soy Echozar de los lanzadonii —concluyó orgullosamente, mirando al hombre de elevada estatura a quien idolatraba.

Ayla pensó en su hijo y se sintió agradecida porque le habían aceptado cuando era muy pequeño, y también porque había gente que le amaba y deseaba tenerle cuando ella tuvo que abandonarlo.

—Echozar, no odies al pueblo de tu madre —dijo Ayla—. No se trata de que sean malos, sucede únicamente que son tan antiguos que cambian con mucha dificultad. Sus tradiciones se remontan a un pasado muy lejano y no comprenden las nuevas costumbres.

—Y son personas —dijo Jondalar a Dalanar—. Eso es algo que he aprendido en este viaje. Conocimos una pareja un poco antes de iniciar el cruce del glaciar, ésa es otra historia, pero están planeando organizar reuniones para tratar los problemas que han tenido con algunos de nosotros y sobre todo con ciertos jóvenes losadunai. Y alguien hasta se ha aproximado hasta ellos con la idea de comerciar con ellos.

—¿Los cabezas chatas tienen reuniones? ¿Comerciar? Este mundo está cambiando más rápidamente de lo que yo puedo comprender —dijo Dalanar—. Antes de conocer a Echozar, ni siquiera lo hubiera creído.

—Echozar, quizá la gente les llame cabezas chatas y animales, pero tú sabes perfectamente que tu madre era una mujer valerosa —dijo Ayla, y después le tendió las manos—. Sé lo que se siente cuando uno no tiene un pueblo. Ahora yo soy Ayla de los mamutoi. ¿Nos darás la bienvenida, Echozar de los lanzadonii?

Él la cogió de las manos y Ayla sintió que las del hombre temblaban.

—Ayla de los mamutoi, eres bienvenida aquí —dijo.

Jondalar se adelantó con las manos extendidas.

—Yo te saludo, Echozar de los lanzadonii —dijo.

—Te doy la bienvenida, Jondalar de los zelandonii —dijo Echozar—, pero no necesitas que a ti se te dé la bienvenida aquí. He oído hablar del hijo del hogar de Dalanar. No hay ninguna duda de que naciste de su espíritu. Te le pareces mucho.

Jondalar sonrió.

—Todos lo dicen, pero ¿no crees que su nariz es un poco más grande que la mía?

—No lo creo. Creo que tu nariz es más grande que la mía —dijo riendo Dalanar, palmeando la espalda del joven—. Entra, la comida se está enfriando.

Ayla se retrasó un momento para conversar con Echozar; cuando se volvió para entrar, Joplaya la retuvo.

—Deseo hablar con Ayla, Echozar, pero no entres todavía. También contigo quiero conversar —dijo. Él se apartó deprisa, para dejar solas a las dos mujeres, pero no antes de que Ayla percibiese la adoración que se traslucía en sus ojos cuando miraba a Joplaya.

—Ayla, yo… —comenzó a decir Joplaya—. Yo… creo que sé por qué Jondalar te ama. Quiero decirte… que os deseo felicidad a ambos.

Ayla miró atentamente a la mujer de cabellos negros. Percibió un cambio en ella, cierto retraimiento, un sentimiento de sombría determinación. De pronto, Ayla supo por qué se había sentido tan incómoda frente a esa mujer.

—Gracias, Joplaya. Yo le amo profundamente; para mí sería difícil vivir sin él. Me dejaría un gran vacío interior y sería muy difícil soportarlo.

—Sí, muy difícil soportarlo —dijo Joplaya, cerrando un momento los ojos.

—¿Vais a venir a comer? —preguntó Jondalar, que había salido de la caverna.

—Adelante, Ayla. Hay algo que tengo que hacer antes.