Capítulo 9

Jondalar observó la distribución de los uros a lo largo del río. Los animales estaban dispersos entre la base de la colina y el borde del agua; ocupaban diferentes pastizales pequeños de abundante hierba verde, que aparecían mezclados con arbustos y árboles. La hembra manchada estaba en un pequeño prado, con un denso bosquecillo de hayas y plantas de aliso en un extremo, separada del resto del rebaño. El matorral continuaba a lo largo de la falda de la colina y dejaba paso a grupos de juncos y cañas de hojas ahusadas en los terrenos bajos y húmedos del extremo opuesto, los cuales, a su vez, conducían a una entrada pantanosa cubierta de altos juncos y espadañas.

Jondalar se volvió hacia Ayla y señaló el pantano.

—Si cabalgas a lo largo del río y dejas atrás esos juncos y espadañas, y yo me acerco a través de la abertura que hay en los arbustos de aliso, la acosaremos entre los dos y podremos atraparla.

Ayla analizó la situación y asintió. Después, desmontó.

—Quiero preparar mi lanzador antes de que empecemos —dijo, y aseguró la larga funda de cuero crudo de forma tubular a las tiras que se unían con la manta de montar de suave piel de ciervo. En la funda de cuero duro había varias lanzas cuidadosamente fabricadas, con puntas de hueso redondas y finas, talladas y pulidas para darles filo y divididas en la base, con el fin de asegurarlas a las largas astas de madera. Cada lanza tenía dos plumas rectas en la base y se les había practicado una muesca en el mango.

Mientras Ayla aseguraba su funda, Jondalar extrajo una lanza del carcaj que llevaba a la espalda, sujeto por una cuerda pasada por un hombro. Siempre llevaba el carcaj cuando cazaba a pie y estaba acostumbrado a él; aunque cuando viajaba caminando sobre sus piernas y usaba un saco que cargaba sobre la espalda, mantenía las lanzas en un recipiente especial, a un costado. Colocó la lanza en su lanzavenablos para tenerla pronta.

Jondalar había inventado el lanzador durante el verano en que vivió con Ayla en su valle. Era una innovación original y trascendente, una creación fruto del talento que provenía de su aptitud técnica natural y de cierto sentido intuitivo de los principios físicos que serían definidos y codificados centenares de siglos más tarde. Aunque la idea era ingeniosa, el lanzador en sí era aparentemente sencillo.

Formado por una sola pieza de madera, tenía una longitud aproximada de cuarenta y cinco centímetros y unos cuatro centímetros de ancho, estrechándose hacia el extremo delantero. Estaba hecho para ser sostenido horizontalmente y tenía una ranura en el centro, en la cual descansaba la lanza. Una sencilla curva tallada en el extremo posterior del lanzador coincidía con la muesca en el mango de la lanza; esta curva actuaba como freno y ayudaba a sostener la lanza en su lugar cuando ésta era arrojada, lo cual contribuía a la precisión del arma. Cerca del extremo delantero, el lanzador llevaba adheridas dos presillas de cuero suave de becerro, una a cada lado.

Para usar el artefacto, se depositaba la lanza sobre el lanzador, con el mango apoyado en la depresión posterior. Los dos primeros dedos pasaban por las presillas de cuero, en la parte delantera del lanzador, que llegaba hasta un punto situado un poco antes del centro de la lanza, mucho más larga, con un buen equilibrio y que mantenía la lanza en su sitio. Pero una función mucho más importante entraba en juego cuando se disparaba la lanza. Al sostener con firmeza el frente del lanzador mientras se arrojaba la lanza, el extremo posterior se elevaba, y esto, al hacer las veces de una prolongación del brazo, aumentaba la longitud. El aumento de la longitud incrementaba la fuerza y el impulso, con lo cual se ampliaba la potencia y la distancia de vuelo de la lanza.

Arrojar la lanza con un lanzador era semejante a arrojarla con la mano; la diferencia estaba en los resultados. Con el lanzador, el largo eje de punta aguzada podía recorrer doble camino que una lanza arrojada con la mano, y se multiplicaba la fuerza.

La invención de Jondalar potenciaba la ventaja mecánica para transmitir y aumentar la fuerza de la potencia muscular, pero no era el primer instrumento que aprovechaba estos principios. Su pueblo poseía una tradición de invención creadora y había utilizado de otros modos ideas análogas. Por ejemplo, un pedazo afilado de pedernal sostenido con la mano era una eficaz herramienta de corte, pero al agregarle un mango, el usuario aumentaba extraordinariamente la fuerza y el control de la misma. La idea, en apariencia sencilla, de aplicar mangos a las cosas —cuchillos, hachas, azuelas y otras herramientas para tallar, cortar y perforar, y un mango más largo para las palas y los rastrillos, e incluso una forma de mango separable para arrojar una lanza multiplicaba muchas veces la eficacia—. No era simplemente una idea sencilla, también era una invención importante que facilitaba el trabajo y aumentaba la probabilidad de supervivencia.

Aunque los antepasados habían desarrollado y mejorado lentamente distintos instrumentos y herramientas, la gente como Jondalar y Ayla fueron los primeros que imaginaron e innovaron hasta un nivel tan notable. Tenían facilidad para la abstracción. Eran capaces de concebir una idea y planear el modo de realizarla. Partiendo de objetos sencillos basados en principios avanzados que ellos comprendían intuitivamente, sacaban conclusiones y las aplicaban en otras circunstancias. Hacían más que inventar herramientas utilizables, inventaban ciencia. Y a partir del mismo venero de capacidad creadora, merced a su capacidad de abstracción, fueron los primeros en ver de modo simbólico el mundo que les rodeaba, para extraer su esencia y reproducirla; es decir, crearon arte.

Cuando Ayla terminó de asegurar su portalanzas, volvió a montar. Entonces, al ver que Jondalar tenía preparada una lanza, ella también aplicó la suya a su lanzador, y sosteniéndola con soltura y cuidado, partió en la dirección que él había indicado. El ganado salvaje se desplazaba lentamente a lo largo del río, pastando a su paso, y la hembra que ellos habían elegido ya estaba en un lugar distinto y no aislada como antes. Un becerro y otra hembra se le aproximaban. Ayla siguió el curso del río, guiando a Whinney con las rodillas, los músculos y los movimientos del cuerpo. Mientras se acercaba a la pieza elegida, vio que el hombre alto montado en su caballo cruzaba el prado verde aproximándose a través del claro en el matorral. Los tres uros estaban entre los dos.

Jondalar alzó el brazo que sostenía la lanza, con la esperanza de que Ayla interpretara que era la señal de que debía esperar. Quizá hubiera debido estudiar mejor la estrategia antes de separarse, pero era difícil planear con exactitud la táctica que se iba a emplear en la caza. Esto dependía en gran parte de la situación que encontraran y de las reacciones de la presa. Los dos animales que ahora se habían agregado y pastaban cerca de la hembra de manchas blancas representaban otra complicación, pero no era necesario apresurarse. Los animales no parecían alarmados por la presencia de los humanos y Jondalar deseaba trazar un plan antes de lanzarse al ataque.

De pronto, las hembras alzaron la cabeza, y su tranquila indiferencia se convirtió en inquietud ansiosa. Jondalar miró más allá de los animales y sintió una oleada de irritación que se convirtió en verdadera cólera. Lobo había llegado y avanzaba hacia los animales con la lengua colgando, con lo que su aspecto resultaba al mismo tiempo amenazador y juguetón. Ayla todavía no lo había visto, y Jondalar tuvo que contener el impulso de gritarle y decirle que apartase al lobo. Pero un grito asustaría cuando menos a las hembras, y probablemente las impulsaría a correr. En cambio, cuando un gesto de su brazo atrajo la mirada de Ayla, Jondalar señaló al lobo con su lanza.

Entonces, Ayla vio a Lobo, pero por los movimientos de Jondalar no sabía muy bien qué era lo que quería, y trató de responderle con gestos de la lengua del clan, pidiéndole que se explicase. Aunque comprendía esencialmente la lengua del clan, Jondalar no pensaba en los gestos como un idioma en ese preciso momento, y no identificó los signos de Ayla. Concentraba la atención en la manera de salvar una situación que se deterioraba. Las hembras habían comenzado a mugir, y el becerro, que notó el temor de los dos animales, comenzó a berrear. Todos parecían preparados para huir. Lo que había comenzado como una combinación casi perfecta para realizar una cacería fácil, se estaba convirtiendo rápidamente en un esfuerzo inútil.

Antes de que las cosas empeoraran, Jondalar espoleó a Corredor, y en el mismo instante la hembra de un solo color dio un brinco y comenzó a huir del caballo y el jinete que se acercaban, en dirección a los árboles y el matorral. El becerro que berreaba la siguió. Ayla esperó únicamente el tiempo necesario para saber a qué animal perseguía Jondalar, y después también ella se alejó en pos de la hembra manchada. Los dos estaban confluyendo sobre el uro que aún seguía en el prado, mirándolos y mugiendo nerviosamente, cuando el animal, de pronto, echó a correr dirigiéndose al pantano. La persiguieron, pero cuando ya se cerraban sobre ella, la hembra dio media vuelta, para pasar veloz entre los dos caballos en busca de los árboles, en el extremo opuesto del prado.

Ayla desplazó el peso de su cuerpo y Whinney cambió en el acto de dirección. La yegua estaba acostumbrada a los cambios rápidos. Ayla había cazado antes a caballo, aunque generalmente había perseguido animales pequeños a los que derribaba con su honda. Jondalar tenía mayores dificultades. La rienda no transmitía las órdenes con tanta rapidez como la variación del peso del cuerpo, y el hombre y su joven corcel tenían mucha menor experiencia en cacerías conjuntas; pero tras alguna vacilación inicial, ya estaban persiguiendo también al uro de manchas blancas.

La hembra enfilaba veloz hacia el bosquecillo y los espesos matorrales que crecían al frente. Si llegaba allí, sería difícil seguirla, y era muy posible que escapase. Ayla montada en Whinney, y detrás, Jondalar y Corredor estaban acortando la distancia, pero todos los animales herbívoros dependían de la velocidad para escapar de los depredadores, y los bovinos salvajes solían ser casi tan veloces como los caballos cuando se veían acosados.

Jondalar animó a Corredor y el caballo respondió con un supremo esfuerzo. Tratando de estabilizar su lanza para dirigirla contra el animal que huía, Jondalar alcanzó a Ayla, y después se adelantó, pero la yegua, obediente a una señal sutil de la mujer, mantuvo el mismo ritmo. Ayla tenía también preparada su lanza, pero incluso al galope ella cabalgaba con una gracia desenvuelta y natural que era el resultado de la práctica y de su entrenamiento inicial de los caballos, que había sido espontáneo. Ayla sentía que muchas de las señales que transmitía al caballo eran más una prolongación de su pensamiento que una orden propiamente dicha. Le bastaba pensar cómo y dónde deseaba que fuese la yegua, y Whinney obedecía. Se comprendían tan íntimamente, que Ayla apenas advertía que los sutiles movimientos de su cuerpo habían acompañado al pensamiento, que transmitía una señal al animal sensible e inteligente.

Cuando Ayla estaba preparando su lanza, de pronto Lobo apareció corriendo al costado de la hembra que huía. El uro prestó atención al depredador más conocido y se desvió hacia un lado, aminorando la carrera. Lobo saltó sobre el enorme uro, y la gran hembra manchada se volvió para rechazar con sus largos y afilados cuernos al cuadrúpedo depredador. El lobo cayó, volvió a incorporarse y, tratando de encontrar un lugar vulnerable, se aferró al hocico blando y espeso con los dientes afilados de sus fuertes mandíbulas. La enorme hembra mugió, alzó la cabeza, levantó del suelo a Lobo y lo sacudió, en un esfuerzo por librarse de la causa de su sufrimiento. Bailoteando como un saco de piel, el aguerrido y joven animal se mantuvo aferrado.

Jondalar había advertido enseguida el cambio de velocidad y estaba preparado para aprovecharlo. Corrió al galope hacia los animales, y así, desde cerca, arrojó con tremenda fuerza su lanza. La afilada punta de hueso penetró en el costado del uro y se deslizó entre las costillas para alcanzar órganos internos vitales. Ayla estaba detrás de Jondalar y su lanza encontró el blanco un momento después, entrando en un ángulo que estaba detrás de las costillas, en el lado opuesto, y penetró profundamente. Lobo continuó aferrado al hocico de la hembra hasta que ésta cayó al suelo. Con el peso del corpulento lobo arrastrándola, se desplomó de costado, quebrando la lanza de Jondalar.

—Pero nos ayudó —dijo Ayla—. Detuvo a la hembra antes de que llegase a los árboles.

El hombre y la mujer se esforzaron por mover al enorme uro, con el propósito de dejar al descubierto el costado; hacían lo posible por evitar la sangre espesa que se había acumulado bajo el corte profundo que Jondalar había practicado en el cuello del animal.

—Si no hubiese empezado a perseguirla en ese momento, nuestra hembra probablemente no habría echado a correr hasta que hubiéramos estado casi encima de ella. Habría sido una presa fácil —se quejó Jondalar. Recogió el asta de su lanza rota y luego la arrojó de nuevo, pensando que habría podido conservarla si Lobo no hubiese derribado a la hembra sobre el arma. Se necesitaba mucho trabajo para obtener una buena lanza.

—No puedes estar seguro de eso. Nuestra hembra nos esquivó con mucha rapidez, y además era buena corredora.

—Todos esos uros apenas nos miraron, hasta que apareció Lobo. Traté de decirte que le llamases, pero no quería gritar y asustarlos.

—No sabía lo que deseabas. ¿Por qué no me lo dijiste con los signos del clan? Estuve preguntándote, pero no me prestaste atención —dijo Ayla.

«¿Los signos del clan?», pensó Jondalar. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que ella estuviera usando la lengua del clan. Podía ser un modo eficaz de emitir señales. Después, meneó la cabeza.

—Dudo que eso hubiera servido de mucho —dijo—. Lobo probablemente no se habría detenido aunque intentaras llamarle.

—Tal vez no; pero creo que Lobo podría aprender a ayudarnos. Ya me ayuda a espantar animales pequeños. Bebé aprendió a cazar conmigo. Y era un buen compañero de cacería. Si un león de las cavernas puede aprender a cazar con la gente, Lobo también podría —sentenció Ayla, adoptando una actitud protectora respecto al animal. Después de todo, habían abatido al uro y Lobo había colaborado.

Jondalar pensó que la opinión de Ayla acerca de las habilidades que un lobo podía asimilar no se ajustaba a la realidad, pero no tenía sentido discutir con ella. Trataba al animal como si fuera un niño, como en efecto lo era, y la discusión sólo conseguiría que lo defendiese aún más.

—Bien; será mejor que destripemos a esta hembra antes de que empiece a hincharse. Y habrá que desollarla aquí mismo y descuartizarla para poder llevar la carne al campamento —dijo Jondalar, y entonces advirtió que había otro problema—. ¿Qué vamos a hacer con el lobo?

—¿Qué sucede con Lobo? —preguntó Ayla.

—Si despedazamos al uro y llevamos una parte al campamento, él podrá comerse la carne que dejamos aquí —manifestó el hombre, cada vez más irritado—, y cuando regresemos para buscar más carne, él podrá hacer lo mismo con la que dejemos en el campamento. Uno de nosotros tendrá que permanecer aquí para vigilar, y el otro tendrá que estar allí. En ese caso, ¿cómo trasladamos la carne? Tendremos que armar aquí la tienda para secar la carne, en lugar de utilizar la morada del campamento, ¡y todo por culpa de Lobo!

Estaba exasperado por los problemas que, según él, provocaba el lobo y no pensaba con claridad.

Su actitud irritó a Ayla. Quizá Lobo se echara sobre la carne si ella no estaba, pero no se acercaría mientras Ayla le acompañase. Se ocuparía de que Lobo permaneciese con ella. No era un problema tan grave. ¿Por qué Jondalar se encarnizaba con Lobo? Se disponía a replicarle, pero cambió de idea y silbó para llamar a Whinney. Con un movimiento ágil, montó y después se volvió hacia Jondalar.

—No te preocupes. Yo llevaré el uro hasta el campamento —dijo mientras se alejaba y ordenaba a Lobo que la acompañase.

Fue hasta la vivienda, descendió de un salto y entró deprisa. De momento salió con un hacha de piedra de mango corto, que Jondalar le había fabricado. Volvió a montar y exhortó a Whinney a que se dirigiera hacia el bosque de hayas.

Jondalar la vio llegar y acercarse al bosque después de desmontar, y se preguntó qué pensaría hacer. Él había comenzado a cortar el vientre para retirar los intestinos y el estómago de la hembra, pero, mientras trabajaba, era presa de sentimientos contradictorios. Pensaba que su inquietud con respecto al joven lobo era lógica, pero lamentaba haber hablado del asunto con Ayla. Sabía lo que ella sentía por el animal. Las quejas de Jondalar no cambiarían nada, y él tenía que reconocer que las enseñanzas de Ayla habían logrado mucho más de lo que él hubiera creído posible.

Cuando oyó que ella estaba cortando madera, de pronto comprendió lo que se proponía hacer, y se encaminó hacia el bosque. Vio a Ayla ocupada en asestar fieros hachazos a una alta y erguida haya que crecía en el centro del bosquecillo. La joven descargaba su cólera a medida que trabajaba.

Se decía que Lobo no era tan malo como creía Jondalar. Era posible que hubiera asustado a los uros, pero después les ayudó. Hizo una pausa momentánea, para cobrar aliento, y frunció el ceño. Si no hubieran atrapado al uro, ¿significaría eso que no eran bienvenidos? ¿Que el espíritu de la Madre no deseaba que permaneciesen en el campamento? Si Lobo hubiese echado a perder la caza, ahora ella no estaría pensando en el modo de trasladar los restos, sino alejándose de allí. Pero si estaban destinados a permanecer en aquel sitio, él no podría haber estropeado la caza, ¿verdad? Volvió a su tarea de golpear el árbol con el hacha. La cosa era excesivamente complicada. Habían capturado a la hembra manchada, incluso con la interferencia —y la ayuda de Lobo—, de modo que era justo usar la vivienda. Quizá, pensó, después de todo les había guiado hacia aquel lugar.

De pronto apareció Jondalar, quien trató de quitarle el hacha.

—¿Por qué no buscas otro árbol y me permites que termine yo con éste? —inquirió.

Aunque ya no estaba tan irritada, Ayla rechazó la ayuda que él le ofrecía.

—Ya te he dicho que llevaría este animal al campamento. Puedo hacerlo sin tu ayuda.

—Sé que puedes, del mismo modo que me llevaste a tu caverna en el valle. Pero si trabajamos los dos, conseguiremos con mayor rapidez tus estacas nuevas —dijo Jondalar, y después agregó—: Y sí, debo reconocer que tienes razón. Lobo nos ayudó.

Ella se detuvo en mitad de un hachazo y le miró. El entrecejo fruncido de Jondalar revelaba su sincera preocupación y sus expresivos ojos azules reflejaban una mezcla de sentimientos. Aunque ella no entendía las prevenciones de Jondalar acerca de Lobo, el intenso amor que él sentía por Ayla también se manifestaba en sus ojos. Ella se sintió atraída por esos ojos, por el magnetismo masculino de su proximidad, por la fascinación que él mismo no advertía del todo o cuya intensidad desconocía, y sintió que su resistencia se iba desvaneciendo.

—Bueno; tú también tienes razón —dijo Ayla, sintiéndose un tanto contrita—. Él asustó a los animales antes de que estuviéramos preparados, y habría echado a perder la cacería.

La tensión desapareció del rostro de Jondalar y sonrió aliviado.

—De modo que ambos tenemos razón —dijo. Ayla le sonrió; un instante después se abrazaban y la boca de Jondalar encontró la de Ayla. Se mantuvieron unidos, aliviados porque la discusión había terminado y deseosos de acortar con la proximidad física la distancia que los separaba.

Cuando dejaron de expresar su sentimiento de ferviente alivio, pero todavía abrazados, Ayla dijo:

—Sí, creo que Lobo podría ayudarnos a cazar. Solamente tenemos que enseñarle.

—No lo sé; quizá. De todas formas, puesto que viaja con nosotros, creo que deberías enseñarle todo lo que pueda aprender. A lo mejor consigues enseñarle a que no interfiera cuando estemos cazando —dijo Jondalar.

—Tú también deberías ayudar; de ese modo prestará atención a los dos.

—Dudo que me preste atención —repuso Jondalar, aunque al ver que ella se preparaba a discrepar, agregó—: Pero si lo deseas, lo intentaré. —Tomó el hacha de piedra de las manos de Ayla y decidió exponer una idea que ella misma había formulado—. Dijiste algo del uso de los signos del clan cuando no queramos gritar. Eso podría ser útil.

Ayla sonreía mientras se alejaba en busca de otro árbol de la forma y el tamaño apropiados.

Jondalar examinó el árbol en el que ella había estado trabajando para comprobar cuántos golpes más necesitaba para cortarlo. Era difícil talar un árbol duro con un hacha de piedra. El quebradizo pedernal de la cabeza del hacha era bastante grueso, pero para impedir que se quebrase fácilmente con el golpe, había que manejarla con tiento y los hachazos no podían ser muy profundos. El árbol, pues, parecía mordisqueado más que astillado. Ayla escuchó el ruido rítmico de la piedra que cortaba la madera, sin dejar por ello de examinar con atención los árboles del bosquecillo. Cuando descubrió uno apropiado, marcó la corteza y buscó después un tercero.

Una vez cortados los árboles necesarios, los transportaron hasta el claro y utilizaron cuchillos y el hacha para despojarlos de las ramas, alineándolos luego en el suelo. Ayla calculó el tamaño y marcó los troncos; después los cortaron todos de modo que tuviesen la misma longitud. Mientras Jondalar retiraba los órganos internos del uro, ella regresó a la vivienda en busca de cuerdas y un artefacto que había confeccionado con tiras de cuero y correas anudadas y entretejidas. Cogió también una de las esteras rotas, y a continuación llamó a Whinney y le ajustó el arnés especial.

Utilizó dos de las largas estacas —la tercera era necesaria únicamente en el trípode que usaban para mantener el alimento fuera del alcance de los depredadores que siempre merodeaban— para unir los extremos más estrechos al arnés que había aplicado a la yegua, y los pasó sobre la cruz. Los extremos más pesados arrastraban por el suelo, uno a cada lado de la yegua. Aseguraron con varias cuerdas la estera de hierba sobre las pértigas bien separadas de las angarillas, cerca del suelo, y añadieron más cuerdas para atar y sujetar al uro lo mejor posible.

Al contemplar las proporciones de la enorme hembra, Ayla comenzó a preguntarse si no sería un peso excesivo para el fuerte caballo de la estepa. El hombre y la mujer se esforzaron para depositar el uro sobre las angarillas. La estera representaba tan sólo un soporte mínimo; por eso ataron al animal directamente a las pértigas, de modo que no arrastrara por el suelo. Después de los esfuerzos realizados, Ayla se sintió incluso más preocupada que antes por la posibilidad de que la carga fuese excesiva para Whinney, y casi cambió de idea. Jondalar ya había retirado el estómago, los intestinos y otros órganos; tal vez debieran desollarlo allí mismo y cortarlo en trozos que pudieran manipularse mejor. Ayla no sentía ya la necesidad de demostrar a Jondalar que podía llevar sola la presa al campamento, pero como el animal ya estaba colocado sobre las angarillas, decidió que Whinney lo intentase.

Si Ayla se sorprendió cuando el caballo comenzó a tirar de la pesada carga sobre el suelo irregular, el asombro de Jondalar fue todavía mayor. El uro era más grande y más pesado que Whinney, y exigía esfuerzo, pero como sólo arrastraba de dos puntos y la mayor parte del peso sostenido por las pértigas descansaba en el suelo, la carga era manejable. La pendiente fue más difícil, pero el robusto caballo de las estepas superó la prueba. Sobre el suelo desigual de una superficie natural, las angarillas eran con mucho el medio más eficaz para transportar cargas.

El artefacto era invención de Ayla y el resultado de la necesidad, la oportunidad y cierta visión intuitiva. Cuando vivía sola y nadie la ayudaba, a menudo había afrontado la necesidad de mover cosas que eran demasiado pesadas y que ella no podía transportar o arrastrar —por ejemplo, un animal adulto entero— y generalmente tenía que dividirlo en trozos más pequeños; después debía pensar en el modo de proteger de los depredadores lo que quedaba atrás. Su único recurso era la yegua que ella había criado y la posibilidad de utilizar la fuerza de un caballo para ayudarse. Mas su especial ventaja era un cerebro que sabía vislumbrar una posibilidad e idear los medios necesarios.

Cuando llegaron a la morada, Ayla y Jondalar desataron al uro, y después de dedicar a Whinney palabras de elogio y acariciarla en señal de agradecimiento, regresaron con ella al claro del bosque, para recoger las entrañas del animal, ya que también éstas eran útiles. Cuando llegaron al claro, Jondalar recogió su lanza rota. El frente del eje se había quebrado; la punta todavía seguía enterrada en el cuerpo del uro, pero la larga y recta sección posterior aún estaba entera. Jondalar pensó que quizá podría usarla, y decidió llevársela.

De vuelta al campamento, le quitaron el arnés a Whinney. Lobo se dedicaba a olfatear las entrañas, su plato favorito. Ayla vaciló un momento. De haberle hecho falta, podría aprovechar los intestinos para diversos fines, desde el almacenamiento de grasa a la confección de un recipiente impermeable; pero no era posible llevar con ellos mucho más de lo que ya tenían.

¿Por qué sería que, precisamente por tener caballos y poder llevar consigo más cosas, parecían necesitar aún más? Tras haberse hecho esta pregunta, Ayla recordó que, al abandonar el clan y viajar a pie, llevaba todo lo necesario en un canasto que cargaba a la espalda. Verdad era que la tienda que ahora usaban ambos era mucho más cómoda que el refugio de cuero de escasa altura utilizado por ella en aquel entonces, y que tenían mudas y prendas de invierno que aún no usaban, y más comida, más utensilios, y… comprendió que ahora no podría llevar todo eso en un canasto cargado a la espalda.

Arrojó a Lobo los intestinos, que eran útiles, pero por el momento innecesarios, y ella y Jondalar se dedicaron a descuartizar el bovino salvaje. Después de practicar varios cortes estratégicos, juntos comenzaron a arrancarle la piel, un proceso que era más eficaz que desprenderlo con un cuchillo. Usaban un instrumento afilado para cortar unos pocos puntos de adherencia. Con escaso esfuerzo, la membrana que separaba la piel del músculo podía desprenderse limpiamente, y así, al terminar, tuvieron una piel perfecta afeada únicamente por los dos agujeros de las puntas de las lanzas. La enrollaron para evitar que se secara con excesiva rapidez y separaron la cabeza. La lengua y los sesos eran sabrosos y tiernos, y se propusieron comer por la noche tan deliciosos bocados. Pero dejarían en el campamento el cráneo con los grandes cuernos. Podía tener un significado especial para alguien, y en todo caso, aún ofrecía muchas partes aprovechables.

Después, con el propósito de lavarlos, Ayla llevó el estómago y la vejiga al arroyuelo que suministraba agua al campamento, y Jondalar descendió al río en busca de mimbres y árboles delgados que fueran lo bastante flexibles para preparar un armazón redondo en forma de cuenco, es decir, la base de la pequeña embarcación. También buscaron ramas secas y madera arrastrada hasta allí por las aguas. Necesitarían varias hogueras para mantener alejados de la carne del uro a los animales y a los insectos, y también tendrían que encender fuego durante la noche en la morada.

Trabajaron casi hasta el anochecer; dividieron al uro en grandes pedazos, y después cortaron la carne en pequeñas piezas alargadas, que colgaron a secar sobre bastidores improvisados hechos con maderas del matorral; aunque eso no significaba que hubiesen terminado. Por la noche metieron los bastidores en la vivienda. La tienda aún estaba húmeda, pero la plegaron y la metieron también. Volverían a desplegarla al día siguiente, cuando sacaran al aire libre la carne; entonces el viento y el sol acabarían de secarla.

Por la mañana, cortados los últimos trozos de carne, Jondalar comenzó a construir el bote. Utilizando el vapor y las piedras calientes puestas al fuego, curvó la madera para formar la estructura del bote. Ayla se mostró muy interesada y quiso saber dónde había aprendido el método.

—De mi hermano Thonolan. Fabricaba lanzas —explicó Jondalar, mientras inclinaba el extremo de un arbolillo recto que había curvado, y ella lo unía a una sección circular con un tendón extraído de las patas traseras del uro.

—Pero ¿qué tiene que ver la fabricación de lanzas con la del bote?

—Thonolan podía fabricar el vástago de una lanza perfectamente recto y seguro. Sin embargo, para eliminar la curva de la madera, primero hay que aprender a doblarla, y él sabía hacerlo con la misma eficacia. En eso era mucho más hábil que yo. Tenía verdadero talento. Imagino que podría decirse que su oficio no era sólo el de fabricar lanzas, sino el de trabajar la madera. Podía confeccionar los mejores zapatos para la nieve; para ello tenía que coger una rama o un árbol recto y curvarlos por completo. Quizá por eso se sentía tan cómodo con los sharamudoi. Ellos eran expertos artesanos de la madera. Utilizaban agua caliente y vapor para dar a sus piraguas la forma que deseaban.

—¿Qué es una piragua? —preguntó Ayla.

—Es una embarcación trabajada sobre el tronco entero de un árbol. El extremo delantero forma un fino borde, y el posterior también, y puede deslizarse en el agua tan fácil y suavemente como si se la cortara con un cuchillo afilado. Son unas hermosas embarcaciones. La que estamos fabricando ahora es un tanto tosca comparada con la auténtica piragua, pero por aquí no hay árboles grandes. Verás piraguas cuando hayamos llegado al país de los sharamudoi.

—¿Cuánto tiempo nos falta para llegar?

—Todavía falta mucho. Hay que pasar esas montañas —dijo Jondalar, mirando hacia el oeste, en dirección a las altas cumbres casi cubiertas por la bruma estival.

—¡Oh! —exclamó Ayla, sintiéndose decepcionada—. Confiaba en que no estarían tan lejos. Me gustaría ver a algunas personas. Ojalá hubiera aquí alguien en este campamento. Tal vez regresen antes de que nos marchemos.

Jondalar percibió ansiedad en el tono de voz de Ayla.

—¿Te sientes sola y deseas ver gente? —preguntó—. Pasaste tanto tiempo sola en tu valle, que creí que te habías acostumbrado.

—Quizá sea ésa la razón de lo que ahora siento. Ya pasé demasiado tiempo sola. No me importa si se trata de unos días, y a veces me gusta, pero hace mucho que no vemos a nadie…, me pareció que sería agradable conversar con alguien —dijo Ayla, y miró a Jondalar—. ¡Me alegro tanto de que estés conmigo! Me sentiría muy sola sin ti.

—Yo también soy feliz, Ayla. Feliz porque no tengo que hacer solo este viaje, y más feliz de lo que soy capaz de expresar porque has venido conmigo. También ansío ver gente. Cuando lleguemos al Río de la Gran Madre, veremos gente. Hemos estado avanzando a campo traviesa. La gente tiende a vivir cerca del agua dulce, de los ríos o los lagos, no a campo descubierto.

Ayla asintió, y después sostuvo el extremo de otro delgado tallo, que había estado calentándose sobre las piedras calientes y al vapor, mientras Jondalar lo curvaba cuidadosamente para formar un círculo; luego ella le ayudó a unirlo a los restantes. Fijándose en el tamaño del armazón, Ayla advirtió que se necesitaría toda la piel del uro para cubrirlo. Sólo sobrarían algunos trozos que no bastarían para confeccionar otro saco de cuero crudo donde guardar la carne, en sustitución del que habían perdido en la súbita inundación. Necesitaban el bote para cruzar el río, y ella tenía que pensar en la posibilidad de emplear otro material. Pensó que quizá serviría una canasta; la confeccionaría con un tejido muy apretado dándole una forma alargada, y más bien chata, además de añadir una tapa. Allí había espadañas, juncos y mimbres, es decir, abundancia de materiales para confeccionar canastas. Pero ¿serviría realmente la que se proponía hacer?

Al transportar la carne de un animal recién sacrificado, el problema era que la sangre continuaba manando, y por muy apretado que fuese el tejido, en algún momento se filtraba. Por eso el cuero crudo, grueso y duro era tan eficaz. Absorbía la sangre, pero lentamente, y no filtraba; después de un período de uso podía ser lavado para volver a secarlo. Ayla necesitaba algo que cumpliese la misma función.

El problema de reemplazar la alforja continuaba fijo en su mente, y una vez concluido el armazón, mientras dejaban que se asentase y aguardaban a que el tendón se secara, de modo que quedase duro y firme, Ayla bajó al río para recoger algunos materiales destinados a confeccionar una canasta. Jondalar la acompañó, pero sólo hasta el bosque de hayas. Puesto que se había dedicado a trabajar la madera, decidió fabricar algunas lanzas nuevas para sustituir a las que se habían perdido o roto.

Antes de partir, Wymez le había regalado buen pedernal tallado y con una forma especial para fabricar puntas nuevas con facilidad. Había confeccionado las lanzas de punta de hueso antes de que abandonaran la Reunión de Verano, para demostrar cómo se hacían. Eran típicas del estilo de su pueblo, pero Jondalar había aprendido también a fabricar las lanzas mamutoi de punta de pedernal, y como era un experto tallador del pedernal, empleaba menos tiempo en hacerlas que en dar forma y alisar las puntas de hueso.

Por la tarde, Ayla comenzó a confeccionar un canasto especial para guardar carne. Cuando vivía en el valle, había pasado muchas y largas noches de invierno aliviando su soledad con la fabricación de canastos y esteras, entre otras cosas, y, además de lograr un buen tejido, había llegado a ser muy rápida. Casi podía fabricar un canasto en la oscuridad, y el nuevo contenedor de carne quedó concluido antes de acostarse. Estaba muy bien confeccionado; Ayla había pensado mucho en la forma y el tamaño, los materiales y la firmeza del tejido, pero aun así no se sentía del todo satisfecha con el resultado.

Salió a la penumbra cada vez más densa para cambiar su paño de lana absorbente y lavar en el arroyuelo la prenda que usaba. Puso el paño a secar cerca del fuego, pero fuera de la vista de Jondalar. Después, sin mirarlo, se acostó al lado del hombre, entre las pieles de dormir. A las mujeres del clan se les enseñaba a evitar todo lo posible a los hombres cuando sangraban y a no mirarlos nunca de frente. Los hombres del clan se inquietaban mucho si se hallaban próximos a las mujeres durante ese período. Ayla se había sorprendido cuando vio que Jondalar no modificaba su actitud hacia ella en tales circunstancias, pero de todas formas se sentía incómoda y hacía todo lo posible por cuidar de su propia persona con cierta discreción.

Jondalar siempre se había mostrado considerado con ella durante el período lunar, pues adivinaba las molestias de Ayla; pero cuando ella se acostó, Jondalar se inclinó para besarla. Aunque mantuvo los ojos cerrados, Ayla respondió cálidamente, y cuando él se puso de nuevo boca arriba, y estaban el uno al lado del otro mirando el juego de las luces del fuego sobre las paredes y el techo de la cómoda estructura, empezaron a conversar, si bien ella evitaba cuidadosamente mirarle.

—Desearía revestir ese pellejo después de montarlo sobre el armazón —dijo Jondalar—. Si hiervo los cascos y los restos de piel, junto con algunos huesos, durante varias horas, obtendré una especie de caldo muy espeso y pegajoso, que, al secarse, se endurecerá. ¿Tenemos algo que pueda usar para hacerlo?

—Seguramente podré pensar en algo. ¿La cocción dura mucho tiempo?

—Sí. Es necesario que se consuma el agua para que espese.

—En ese caso, será mejor cocerlo directamente sobre el fuego, como una sopa…, quizá con un pedazo de cuero. Habrá que vigilarlo, y agregar agua, pues mientras se mantenga húmedo, no se quemará… Espera…, ¿qué te parece el estómago de ese uro? Lo he llenado de agua, conque no se secará, porque necesito una provisión para cocinar y lavar, pero creo que también te serviría —concluyó Ayla.

—No lo creo —dijo Jondalar—. No tenemos que preocuparnos de agregar agua. Lo que hace falta es que espese.

—Entonces, creo que será preferible utilizar un buen canasto impermeable y las piedras calientes. Puedo hacer uno por la mañana —dijo Ayla, pero después, mientras yacía en silencio, su mente no le permitía dormir. Pensaba que había un modo mejor de hervir la mezcla que Jondalar deseaba obtener. Sólo que no atinaba con el sistema perfecto. Casi se había dormido cuando, de pronto, lo descubrió—: ¡Jondalar! —gritó—. Ahora lo recuerdo…

También él estaba medio dormido y se despertó sobresaltado.

—¿Qué? ¿Qué sucede?

—Nada malo. Sólo que acabo de recordar cómo hacía Nezzie para derretir la grasa, y creo que sería la mejor manera de preparar esa sustancia espesa que tú quieres. Cavas un hoyo poco profundo en el suelo, en forma de cuenco, y lo revistes con un pedazo de pellejo, seguramente queda un trozo bastante grande del uro; eso servirá. Partes algunos huesos; los distribuyes sobre el fondo y después echas el agua y los cascos y todo lo que desees. Puedes hervirlo mientras continuemos calentando piedras; los pequeños trozos de hueso evitarán que las piedras calientes toquen directamente el pellejo, y así éste no se perforará.

—Muy bien, Ayla, eso es lo que haremos —murmuró Jondalar, que todavía seguía medio dormido. Se volvió, y al poco rato estaba profundamente dormido.

Pero en la mente de Ayla había otra cosa que la mantenía despierta. Había pensado dejar el estómago del uro a la gente del campamento, con la idea de que lo usaran como recipiente de agua después de que ellos se marcharan; pero era necesario mantenerlo húmedo. Cuando se secara, se convertiría en un material rígido y no recuperaría su condición original, la de una sustancia flexible y casi impermeable. Incluso en el caso de que lo llenara de agua, más tarde o más temprano el agua desaparecería, y ella no sabía cuándo volverían aquellas personas.

De pronto, concibió la idea. Estuvo a punto de llamar otra vez a su compañero, pero se contuvo a tiempo. Jondalar dormía y no quería despertarle. Dejaría que el estómago se secara, lo emplearía para forrar su nuevo depósito de carne y mientras aún estuviese húmedo le daría la forma exacta. Cuando se adormecía en la morada en sombra, Ayla se sintió complacida porque había hallado un modo de reemplazar un elemento tan necesario como el que habían perdido.

Durante los próximos días, mientras la carne se secaba, ambos estuvieron muy atareados. Completaron el bote redondo y lo revistieron con la gelatina que Jondalar preparó hirviendo los cascos, los huesos y los pedazos de pellejo. Mientras el revestimiento se secaba, Ayla confeccionó canastos para la carne que dejarían como regalo a los habitantes del campamento, para cocinar y reemplazar los que ella había perdido, y para recolectar; y parte de todo eso se proponía dejarlo allí. Recogió todos los días plantas y hierbas medicinales y secó algunas para llevarlas consigo.

Jondalar la acompañó un día, buscando algo que le permitiese fabricar remos para el bote. Poco después de salir, tuvo una agradable sorpresa al descubrir el cráneo de un ciervo que había muerto antes de que la gran cornamenta chata se desprendiese; ahora tenía dos cuernos del mismo tamaño. Aunque era temprano, permaneció con Ayla el resto de la mañana. Jondalar estaba aprendiendo a identificar ciertos alimentos, y mientras lo hacía, empezaba a comprender que en realidad Ayla sabía mucho. El conocimiento que la joven tenía de las plantas y su memoria de las distintas aplicaciones era increíble. Cuando regresaron al campamento, Jondalar recortó las puntas de las anchas cornamentas, uniéndolas acto seguido a estacas sólidas y más bien cortas, de modo que se convirtieron en remos perfectamente útiles.

Al día siguiente decidió utilizar el artefacto para moldear la madera que había preparado para doblar la empleada en el armazón del bote; ahora lo empleó para enderezar los vástagos de las lanzas nuevas. Dar forma y alisar esos vástagos le llevó casi la totalidad de los dos o tres días siguientes, y eso a pesar de las herramientas especiales de que disponía, las cuales transportaba en un rollo de cuero atado con dos cuerdas. Pero mientras trabajaba, cada vez que pasaba por el lateral de la morada, donde la había arrojado, Jondalar miraba el asta rota de la lanza que había traído del valle y sentía una oleada de irritación. Le avergonzaba no haber podido rescatar aquel mango recto, sino tan sólo fabricar con él una lanza corta y desequilibrada. Cada una de las lanzas en las que estaba trabajando con tanta intensidad podía quebrarse con la misma facilidad.

Cuando llegó a la conclusión de que las lanzas surcarían bien el aire, empleó otro instrumento, una estrecha hoja de afilado pedernal con una punta parecida a un cincel, unida a un mango de cuerno de ciervo, para practicar una muesca profunda en los extremos más gruesos de los vástagos. Después, con los nódulos de pedernal preparados previamente que llevaba consigo, Jondalar talló nuevas hojas y las unió a los vástagos de las lanzas con la espesa gelatina preparada para revestir el bote y con tendones frescos. El resistente tendón se encogió al secarse y así formó una atadura fuerte y sólida. Jondalar terminó fijando varios pares de plumas largas, halladas cerca del río, y que provenían de las numerosas águilas de cola blanca, los halcones y los milanos negros que vivían en la región alimentándose de la abundante población de ardillas y otros pequeños roedores.

Habían preparado un blanco: una gruesa colchoneta rellena de hierba, destrozada e inutilizada por el tejón. Cubierto con parches de piel del uro, absorbía la fuerza de una lanza sin perjuicio para el arma. Jondalar y Ayla practicaban todos los días. Ayla lo hacía para conservar su precisión, pero Jondalar estaba experimentando con diferentes longitudes de los vástagos y los tamaños de las puntas, con el fin de comprobar cuál era más eficaz con el lanzador.

Una vez terminadas y secas las nuevas lanzas, las llevaron adonde estaba la diana para probarlas con el lanzador y elegir las que cada uno prefería. Aunque ambos eran muy aficionados a aquel tipo de arma de caza, algunos de los lanzamientos erraban mucho el blanco y pasaban por un lateral del objetivo acolchado; generalmente aterrizaban sin causar el menor daño. Pero cuando Jondalar arrojó una lanza recién terminada con un poderoso impulso, y no sólo erró el blanco, sino que alcanzó un ancho hueso de mamut utilizado como asiento al aire libre, se estremeció. Oyó un crujido cuando la lanza se curvó y rebotó. El vástago de madera se había astillado en un punto débil, más o menos a treinta centímetros de la punta.

Cuando se acercó para examinar el arma, vio que la quebradiza punta de pedernal también se había roto en un borde; se había desprendido un trozo dejando una muesca en el resto; no valía la pena recogerla. Jondalar estaba furioso consigo mismo, porque había estropeado una lanza que le había costado tanto tiempo y esfuerzo, antes de usarla para algo provechoso. En un súbito impulso de cólera, apoyó la lanza sobre su rodilla, la partió en dos y después arrojó lejos los restos.

Cuando volvió la mirada, vio que Ayla le observaba y se apartó rojo de vergüenza por su estallido de furia. Luego dio unos pasos, se inclinó y recogió los pedazos rotos, deseoso de eliminarlos discretamente. Cuando volvió a mirar, Ayla se preparaba para arrojar otra lanza como si no hubiese visto nada. Jondalar se acercó a la morada y dejó caer la lanza rota cerca del vástago que se había quebrado durante la cacería; después de contemplar los pedazos, se dijo que era un estúpido. Era ridículo enojarse tanto por la pérdida de una lanza.

No obstante, no pudo por menos de pensar que fabricarla suponía mucho trabajo y clavó los ojos en el largo vástago con el extremo roto, así como en la sección de la otra lanza con la punta de pedernal rota aún adherida. Desde luego era una lástima que no fuera posible unir esos pedazos para formar por lo menos una lanza.

Mientras los miraba, comenzó a preguntarse si tal vez no sería posible hacer algo; recogió de nuevo ambos fragmentos, examinando con cuidado los extremos rotos. Los unió, y durante un instante, los extremos astillados se mantuvieron unidos, aunque después volvieron a separarse. Al examinar la totalidad del largo eje, observó la muesca que él había tallado al final del mango para insertarla en la depresión del lanzador, y a continuación miró de nuevo el extremo roto.

Pensó que si tallaba una muesca más profunda en aquel extremo y afilaba el extremo de aquel pedazo con el pedernal roto hasta adelgazarlo, y los unía, tal vez podrían mantenerse juntos. Muy excitado, entró en la morada y cogió su envoltorio de cuero. Una vez en el exterior, se sentó en el suelo y lo desenrolló, desplazando la diversidad de herramientas de pedernal cuidadosamente fabricadas, y eligió la que servía como cincel. La depositó a su lado, examinó el vástago roto, desenfundó el cuchillo de pedernal y comenzó a cortar las astillas y suavizar el extremo.

Ayla había cesado de practicar con su lanzador y lo depositó con sus lanzas en el contenedor que había adaptado para cargarlo al hombro, tal como hacía Jondalar. Regresaba a la vivienda, con algunas plantas que había arrancado, cuando Jondalar se acercó a ella con una gran sonrisa.

—¡Mira, Ayla! —exclamó, sosteniendo en alto la lanza. El fragmento con la punta rota todavía adherido estaba unido al extremo superior del largo vástago—. Lo he arreglado. ¡Ahora veremos si funciona!

Ella le acompañó hasta el blanco y le observó mientras colocaba la lanza en el lanzador; retrocedía y apuntaba, para después arrojar la lanza con fuerte impulso. El largo proyectil dio en el blanco y rebotó. Pero cuando Jondalar fue a ver lo que había pasado, descubrió que la punta rota unida al pequeño vástago ahusado estaba empotrada firmemente en el blanco. Con el impacto, el largo vástago se había soltado y rebotado, pero cuando Jondalar fue a inspeccionarlo, comprobó que no había sufrido ningún daño. La lanza compuesta de dos elementos había funcionado.

—¡Ayla! ¿Comprendes lo que eso significa? —Jondalar casi gritaba de tan excitado como se sentía.

—No estoy muy segura —dijo ella.

—Mira, la punta dio en el blanco, y después se ha separado del vástago sin romperse. Eso significa que la próxima vez sólo necesitaré una punta nueva y la añadiré a un vástago corto como éste. No necesito fabricar un vástago largo completamente nuevo. Puedo preparar dos puntas como ésta, en realidad varias, y sólo necesitaré unos pocos vástagos largos. Podemos llevar un número mucho mayor de vástagos cortos con puntas que de lanzas largas, y si perdemos algún vástago, no será tan difícil reemplazarlo. Mira, prueba —dijo, mientras aflojaba la punta rota clavada en el blanco.

Ayla miró a Jondalar.

—No soy muy buena fabricando el vástago de una lanza larga, y mis puntas no son tan hermosas como las tuyas —aseguró Ayla mirándole—; pero creo que incluso yo podría elaborar una de éstas.

Estaba tan entusiasmada como Jondalar.

La víspera del día en que se proponían partir pasaron revista a todo lo que habían hecho para reparar los estragos causados por el tejón; colocaron la piel del animal de un modo que, a su entender, demostraría claramente cuál había sido la causa del desastre, y alinearon sus regalos. Colgaron el canasto que contenía la carne de un bastidor de huesos de mamut para dificultar que fuese robada por otro animal merodeador. Ayla agrupó otros canastos y colgó también varios manojos de hierbas medicinales secas y plantas alimenticias, sobre todo de las que eran utilizadas habitualmente por los mamutoi. Jondalar dejó al propietario de la morada una lanza especialmente bien trabajada.

También pusieron el cráneo parcialmente seco del uro hembra, con sus enormes cuernos, encima de un poste que estaba frente a la vivienda, con el fin de que tampoco en este caso los depredadores pudiesen apoderarse del trofeo. Los cuernos y otras partes óseas del cráneo eran igualmente útiles, lo que, además, era una forma de explicar la clase de carne que habían dejado en el canasto.

El joven lobo y los caballos parecían percibir un cambio inminente. Lobo brincaba de aquí para allí, desbordante de entusiasmo y energía. Los caballos estaban inquietos; Corredor hacía honor a su nombre, e iniciaba carreras cortas y veloces, mientras Whinney se mantenía cerca del campamento, sin perder de vista a Ayla, y relinchaba cuando ésta la miraba.

Antes de acostarse, lo guardaron todo excepto las pieles de dormir y los elementos esenciales para el desayuno, incluida la tienda seca, aunque era más difícil plegarla y meterla en el canasto. Los cueros habían sido ahumados antes de convertir las pieles en una tienda, por lo que incluso después de una buena mojadura se mantendrían bastante flexibles; pero el refugio portátil todavía estaba un tanto rígido y sólo recobraría la flexibilidad con el uso.

La última noche, en la comodidad de la morada que los acogía, Ayla observaba la luz parpadeante del fuego moribundo que jugueteaba sobre las paredes del sólido refugio y sentía que sus emociones se agitaban en su mente con un movimiento análogo de luces y sombras. Ansiaba reanudar la marcha, pero lamentaba dejar un lugar que, en el breve tiempo que habían estado allí, había llegado a ser como un hogar, aunque aparte de ellos no hubiera otras personas. Durante los últimos días se había sorprendido ella misma elevando los ojos hacia la cima de la pendiente, con la esperanza de que el regreso de la gente que vivía en el campamento se produjera antes de que ella y Jondalar tuvieran que irse.

Aunque aún deseaba que llegaran de improviso, había renunciado a que se cumpliera su esperanza, confiada en la posibilidad de llegar al Río de la Gran Madre y tal vez de cruzarse con alguien a lo largo de su curso. Amaba a Jondalar, pero sentía la ausencia de otras personas, de las mujeres y los niños, y de los ancianos, de las risas y las charlas, de los momentos compartidos con otros seres de su especie. Pero no deseaba pensar mucho más allá del día siguiente, o del próximo campamento con gente. No deseaba pensar en el pueblo de Jondalar, o en lo mucho que aún tendrían que viajar antes de llegar al hogar del hombre, y tampoco deseaba pensar en cómo tendrían que cruzar aquel río ancho y rápido, contando tan sólo con un pequeño bote redondo.

Jondalar también estaba despierto, inquieto a causa del viaje. Ansiaba volver a ponerse en camino, aunque en realidad estaba convencido de que su estancia en aquel lugar había sido muy provechosa. La tienda se había secado; se habían reabastecido de carne y reemplazado los elementos necesarios, perdidos o dañados; además, le entusiasmaban las posibilidades de la lanza de dos piezas. Se alegraba de tener el bote redondo, pero incluso así le preocupaba cómo cruzar el río. Era un curso muy grande, ancho y rápido. Probablemente no estaban muy lejos del mar, y no era probable que el curso de agua se estrechase. Muchas cosas podían suceder. Se alegraría de alcanzar la orilla opuesta.