Capítulo 14

Excepto por la desaparición del voluminoso caudal, el terreno no cambió cuando por primera vez se desviaron y comenzaron a seguir el curso del arroyuelo —pastizales secos y despejados con arbustos achaparrados cerca del agua—, pero Ayla experimentó la sensación de haber perdido algo. La amplia extensión del Río de la Gran Madre había sido su compañera permanente durante tanto tiempo que se sentía desconcertada al no percibir su presencia consoladora allí, al lado de ellos, mostrándoles el camino. A medida que caminaban hacia las estribaciones de las montañas y alcanzaban cotas cada vez más altas, los matorrales aumentaban, se convertían en plantas más altas y más frondosas y se extendían a gran distancia en la llanura.

La ausencia del gran río afectó también a Jondalar. Un día se había convertido en otro, con tranquilizadora monotonía, mientras viajaban junto a las aguas fecundas en la calidez natural del verano. Esa generosa abundancia era previsible y les había producido una gran complacencia y calmado la ansiosa inquietud de Jondalar, que se centraba en la necesidad de llegar sano y salvo al hogar en compañía de Ayla. Después de apartarse de la abundancia de la Madre de los Ríos, sus inquietudes retornaron y la variación de la campiña le indujo a meditar en el paisaje que tenía enfrente. Comenzó a pensar en las provisiones y a preguntarse si llevaban consigo alimentos suficientes. No estaba tan seguro acerca de la fácil captura de peces en aquel curso de agua más pequeño; menos seguro aún estaba de que pudieran hallar alimentos en las montañas boscosas.

Jondalar no tenía un conocimiento tan cabal de las características de la vida silvestre en el bosque. Los animales de las llanuras abiertas tendían a congregarse en rebaños y era posible verlos desde lejos; pero la fauna que vivía en el bosque era más solitaria y se ocultaba tras los árboles y los matorrales. Cuando vivía con los sharamudoi, siempre había cazado con alguien que conocía la región.

La etnia shamudoi del pueblo gustaba de cazar la gamuza en las altas cumbres y conocía las costumbres del oso, el jabalí, el visón de la foresta y otras esquivas presas de la región boscosa. Jondalar recordó que junto a ellos Thonolan había adquirido cierta preferencia por la caza en las montañas. En cambio, la etnia ramudoi conocía el río y capturaba a sus criaturas, sobre todo el esturión gigante. Jondalar había demostrado más interés por los botes y por el aprendizaje de las formas propias del río. Aunque a veces había escalado las montañas con los cazadores de la gamuza, no le atraían mucho las alturas.

Al ver un pequeño rebaño de ciervos rojos, Jondalar pensó que sería una buena oportunidad para obtener una provisión de carne suficiente para alimentarse durante los pocos días siguientes, hasta que llegasen al territorio de los sharamudoi; y quizá hasta pudiesen llevar consigo una parte para compartirla con ellos. Ayla acogió entusiasmada la idea cuando se la propuso. Le agradaba cazar y en los últimos tiempos no había tenido muchas oportunidades, excepto la captura de unas pocas perdices y otra caza menor, lo que generalmente hacía con la honda. El Río de la Gran Madre había sido tan generoso que no parecía necesario cazar mucho.

Encontraron un lugar para establecer el campamento cerca del pequeño río, dejaron los canastos y la angarilla y partieron en dirección al rebaño, con los lanzavenablos y las lanzas dispuestas. Lobo estaba excitado; había cambiado la rutina y los lanzavenablos y las lanzas dejaban traslucir las intenciones de los humanos. Whinney y Corredor también parecían más animados, aunque sólo fuera porque ya no transportaban canastos ni tenían que arrastrar pértigas.

Aquel grupo de ciervos rojos era un rebaño de solteros; las cornamentas de los animales viejos estaban revestidas con una especie de terciopelo. Hacia el otoño, en la época de la brama, cuando los cuernos bifurcados hubiesen alcanzado el desarrollo correspondiente a ese año, el suave revestimiento de piel y los vasos sanguíneos que los nutrían se secarían y las astas se caerían; para lograr que se desprendieran, el ciervo las frotaba contra los árboles y las piedras.

El hombre y la mujer se detuvieron para estudiar la situación. Lobo estaba colmado de impaciencia, gemía y se aprestaba para el encuentro. Ayla tenía que ordenarle que permaneciese quieto, con el fin de que no iniciara la persecución y dispersara al rebaño. Jondalar, satisfecho de verle aquietado, pensó un instante con admiración en el modo en que Ayla le había entrenado; después siguió estudiando a los ciervos. Montado en el caballo, el hombre tenía ante sí todo un panorama general, otra ventaja de la cual no habría gozado si se hubiese acercado a pie. Varios de los animales de cornamenta habían cesado de ramonear, advertidos de la presencia de los recién llegados, pero los caballos no constituían una amenaza. Eran animales que también pacían y a los que generalmente se toleraba o ignoraba, si no daban señales de temor. A pesar de la presencia de los humanos y del lobo, los venados aún no estaban tan inquietos como para correr.

Al examinar el rebaño para decidir a cuál intentaría cazar, Jondalar se sintió atraído por un magnífico macho con una imponente cornamenta, que parecía mirarle directamente, como si, a su vez, estuviese evaluando al hombre. Si hubiera estado con un grupo de cazadores que necesitasen alimento para una caverna entera y hubiera sentido el deseo de exhibir su habilidad, quizá hubiese contemplado la idea de cazar al majestuoso animal. Pero estaba seguro de que, cuando en el otoño llegase la temporada de los placeres de los ciervos, muchas hembras desearían unirse al rebaño que eligiese a este animal. Jondalar no podía decidirse a matar a un animal tan orgulloso y bello sólo por un poco de carne. Eligió otro ejemplar.

—Ayla, ¿ves al que está cerca del matorral alto? ¿Sobre el borde del rebaño? —La mujer asintió—. Parece que está en posición favorable para separarse del resto. Tratemos de atraparle.

Comentaron la estrategia que aplicarían y después se separaron. Lobo observó atentamente a la mujer que montaba a caballo y, al ver la señal de Ayla, se lanzó hacia delante, en dirección al ciervo que ella indicaba. Montada en la yegua, Ayla venía a poca distancia de Lobo. Jondalar se acercaba desde el lado opuesto, el lanzavenablos y la lanza prestos.

El ciervo presintió el peligro y lo mismo le sucedió al resto del rebaño. Comenzaron a brincar en todas direcciones. El animal que ellos habían elegido saltó para evitar al lobo que le atacaba y a la mujer que le embestía, y fue a caer sobre el hombre montado en el corcel. Se acercó tanto que Corredor retrocedió asustado.

Jondalar estaba preparado con su lanza, pero el rápido movimiento del corcel le impidió apuntar y se distrajo. El macho cambió de dirección, tratando de apartarse del caballo y del humano que bloqueaban su paso, pero se encontró con un enorme lobo en su camino. Atemorizado, el ciervo saltó a un costado, se apartó del depredador que gruñía y se abalanzó entre Ayla y Jondalar.

Cuando el ciervo pegó otro brinco, Ayla modificó la posición del cuerpo y apuntó. Whinney, que comprendió la señal, se lanzó en persecución del ciervo. Jondalar recuperó el equilibrio y arrojó su lanza hacia el macho que huía, en el momento mismo en que Ayla despidió la suya.

La orgullosa cornamenta se estremeció una vez, y después otra. Las dos lanzas alcanzaron el blanco con mucha fuerza, casi simultáneamente. El gran macho trató de escapar otra vez, pero era demasiado tarde. Las lanzas habían dado en el blanco. El ciervo rojo vaciló y después cayó apenas iniciado un intento de salto.

La llanura se había quedado vacía. El rebaño había desaparecido, pero los cazadores no prestaron atención, y de un salto desmontaron de sus caballos al lado del ciervo. Jondalar desenfundó el cuchillo de mango de hueso, aferró la cornamenta aterciopelada, echó hacia atrás la cabeza y cortó el cuello del animal grande y viejo. Permanecieron de pie en silencio y vieron cómo la sangre formaba un charco alrededor de la cabeza de la presa. La tierra seca absorbió el líquido.

—Cuando retornes a la Gran Madre Tierra, preséntale nuestro agradecimiento —dijo Jondalar al venado rojo moribundo en el suelo.

Ayla asintió para ratificar su acuerdo. Estaba acostumbrada a este rito. Jondalar decía palabras análogas cada vez que mataban un animal, aunque fuese pequeño, pero ella intuía que no lo hacía por rutina, que no se limitaba a decirlo. En sus palabras había sentimiento y reverencia. Su agradecimiento era auténtico.

La llanura baja y ondulada daba paso a las altas montañas, y entre los matorrales aparecían alerces, bosques de carpes y hayas junto con algunos robles. Donde las elevaciones eran menores, la región se asemejaba a las colinas boscosas que habían atravesado cerca del delta del Río de la Gran Madre. Cuando llegaron a mayor altura, comenzaron a ver pinos y abetos, y unos pocos alerces y pinos entre los enormes árboles deciduos.

Llegaron a un claro, una prominencia abierta y redondeada, un poco más alta que el bosque circundante. Jondalar se detuvo para orientarse, pero Ayla se sintió preocupada ante el espectáculo. Estaban a mayor altura de lo que ella había supuesto. Hacia el oeste, más allá de las copas de los árboles, pudo ver a lo lejos el Río de la Gran Madre, con todos sus canales, que habían confluido de nuevo, serpenteando a través de un profundo barranco de paredes rocosas. Comprendió entonces por qué Jondalar se había desviado para rodear el curso de agua.

—Navegué por ese pasaje en un bote —explicó Jondalar—. Lo llaman la Puerta.

—¿La Puerta? ¿Quieres decir la que pones en un marco? ¿Para cerrar la abertura y guardar dentro los animales? —preguntó Ayla.

—No lo sé. Nunca lo pregunté. Pero quizá de ahí provenga su nombre. Aunque se parece más a la empalizada que uno construye a los dos lados y que termina en la entrada. Se prolonga cierto trecho. Ojalá pudiese llevarte allí —sonrió—. Quizá lo haga.

Avanzaron hacia el norte, en dirección a la montaña, descendiendo del promontorio durante un trecho para desembocar después en una planicie. Frente a ellos, como una pared inmensa, había una larga fila de árboles enormes, el comienzo de un bosque profundo, denso, en el que se mezclaban los árboles de madera dura y las plantas de verdor permanente. Apenas entraron en la zona de sombras del elevado dosel de hojas, se encontraron en un mundo distinto. Necesitaron un momento hasta conseguir que los ojos se adaptaran tras haber pasado de la luz intensa a la penumbra sombría y silenciosa del bosque primitivo; pero percibieron inmediatamente el aire húmedo y frío, y olieron la abundancia húmeda y fecunda de las plantas que crecían y se descomponían.

El espeso musgo cubría el suelo, formando un manto continuo de verdor, que trepaba por los peñascos, se extendía sobre las formas redondas de antiguos árboles caídos hacía mucho tiempo; rodeaba los tocones que se desintegraban y también los árboles que aún vivían. El corpulento lobo que marchaba por delante saltó sobre un leño cubierto de musgo. Quebró el núcleo antiguo y descompuesto que estaba disolviéndose lentamente para retornar al suelo, y puso al descubierto las largas plantas que se retorcían, sorprendidas por la luz del día. El hombre y la mujer desmontaron poco después para buscar más fácilmente un camino a través del bosque, sembrado con los restos de la vida y los nuevos retoños.

Los renuevos brotaban de los troncos musgosos y descompuestos, y las plantas rivalizaban por ocupar un lugar bajo el sol allí donde un árbol abatido por el rayo había arrastrado con él a varios más. Las moscas zumbaban alrededor de los racimos de gaulterias con sus flores rosadas, bajo los rayos luminosos que llegaban al suelo del bosque a través de un hueco en el dosel. El silencio era sobrecogedor; los más tenues sonidos se ampliaban. Ayla y Jondalar hablaban como en murmullos, sin que hubiese razón alguna para ello.

Había hongos por doquier y había setas de todas las variedades casi en cada rincón. Plantas sin hojas, como el hongo de la haya, la dentaria de lavanda, y variedad de orquídeas pequeñas de flores muy coloridas, a menudo sin hojas verdes, pululaban por todas partes, implantadas en las raíces de otras plantas vivas o en sus restos descompuestos. Cuando Ayla vio una serie de tallos pequeños, pálidos y serosos, sin hojas, con corolas que se balanceaban, se detuvo para recoger algunos.

—Esto ayudará a calmar las molestias en los ojos de Lobo y de los caballos —explicó, y Jondalar advirtió una sonrisa cálida y al mismo tiempo triste en la cara de la mujer—. Es la planta que Iza usaba para tratarme los ojos cuando yo lloraba.

Mientras tanto recogió algunas setas porque estaba segura de que eran comestibles. Ayla nunca corría riesgos: se mostraba muy precavida con las setas. Muchas variedades eran deliciosas; otras no eran muy sabrosas pero tampoco nocivas; algunas eran eficaces como medicinas, otras podían intoxicar levemente a una persona, unas pocas podían ayudarle a uno a ver el mundo de los espíritus y un reducido número era mortal; era fácil confundir algunas especies con otras.

Se vieron en dificultades para avanzar a través del bosque a causa de la angarilla, debido a que los travesaños estaban muy separados. Se atascaban entre los árboles que crecían cerca unos de otros. Cuando Ayla concibió por primera vez el método sencillo y eficaz de utilizar la fuerza de Whinney para facilitar el transporte de objetos muy pesados y que ella no podía llevar con sólo sus fuerzas, encontró el modo de que el caballo ascendiera por el sendero estrecho y empinado que llevaba a la caverna; en efecto, con ese fin acercó más las pértigas. Pero ahora que el bote redondo reposaba sobre el armazón, Jondalar y Ayla no podían mover las largas pértigas y era difícil desplazar los objetos que arrastraban. La angarilla era muy eficaz en terrenos irregulares, no se atascaba en los agujeros, las zanjas o el lodo, pero necesitaba campo abierto.

Estuvieron dándole vueltas al asunto el resto de la tarde. Finalmente, Jondalar desató completamente el bote redondo y lo arrastró él solo. Comenzaron a contemplar seriamente la posibilidad de abandonarlo. Había sido muy útil para cruzar los ríos y los afluentes más pequeños que volcaban sus aguas en la Gran Madre, pero ahora no estaban seguros de que valiese la pena cargar con él cuando tenían que atravesar la densa espesura de los bosques. Aun cuando todavía les esperaban muchos más ríos, ciertamente podrían cruzarlos sin el bote y en ese momento el artefacto estaba retrasando la marcha.

La oscuridad les sorprendió en el bosque. Organizaron el campamento para pasar la noche, pero ambos estaban inquietos y se sentían más expuestos que en medio de la ancha estepa. A campo abierto, incluso en la oscuridad, podían ver algo: las nubes, las estrellas o las siluetas de formas móviles. En el denso bosque, con los grandes troncos de los altos árboles, que podían ocultar incluso a criaturas corpulentas, la oscuridad era absoluta. El ubicuo silencio que parecía sobrecogedor cuando habían penetrado en ese universo de árboles, resultaba ahora terrorífico en la profundidad del bosque durante la noche, si bien ambos evitaban exteriorizar lo que sentían.

Los caballos también estaban tensos y se mantenían al amparo de la seguridad protectora del fuego. Lobo también permaneció en el campamento. Ayla se alegraba de que así fuera, y mientras le suministraba una ración de comida, pensó que, de todos modos, debía retenerlo cerca. Incluso Jondalar se alegraba; la presencia de un lobo corpulento y amistoso era reconfortante. Podía oler y sentir cosas que no estaban al alcance de un ser humano.

La noche era más fría en el bosque húmedo, una especie de humedad pegajosa, tan densa que casi parecía lluvia. Se deslizaron temprano bajo las pieles de dormir y, aunque estaban fatigados, estuvieron charlando hasta bien entrada la noche; no parecían dispuestos a entregarse al sueño.

—No sé si conviene que continuemos preocupándonos por el transporte de ese bote redondo —comentó Jondalar—. Los caballos pueden vadear los pequeños arroyos sin que las cosas se mojen demasiado. Si los ríos son más profundos, podemos cargar los canastos sobre el lomo de los animales en lugar de dejarlos colgando.

—Cierta vez até mis cosas a un tronco. Después que abandoné el clan y cuando estaba buscando personas como yo, llegué a un ancho río. Lo atravesé a nado, empujando un tronco —dijo Ayla.

—Seguramente fue difícil, y quizá más peligroso, porque tus brazos no tenían libertad de movimientos.

—Fue difícil, pero tenía que cruzar y no encontré otro modo —concluyó Ayla.

Permaneció en silencio un momento, pensativa. El hombre, acostado junto a Ayla, se preguntaba si estaría adormecida; entonces, Ayla desveló el sentido de sus pensamientos.

—Jondalar, estoy completamente segura de que ya hemos viajado mucho más de lo que yo caminé para encontrar mi valle. Hemos recorrido un largo trayecto, ¿verdad?

—Sí, hemos recorrido un largo trayecto —replicó Jondalar, en una respuesta un tanto cautelosa. Se volvió de costado y apoyó la cabeza en un brazo, para ver a Ayla—. Pero todavía estamos lejos de mi hogar. Ayla, ¿ya estás cansada de viajar?

—Un poco. Desearía descansar un rato. Después podría reanudar la marcha. Mientras esté contigo, no me importa cuán lejos podamos llegar. Sucede sencillamente que no sabía que este mundo fuera tan grande. ¿Termina en algún punto?

—Al oeste de mi hogar, la tierra termina en las Grandes Aguas. Nadie sabe lo que hay después. Conozco a un hombre que afirma que viajó incluso más lejos y que vio grandes aguas en el este, aunque mucha gente duda de su palabra. La mayoría de la gente viaja, pero pocos se alejan mucho, y por eso les parece difícil creer en los relatos acerca de largos viajes, a menos que vean algo que les convenza. Pero siempre hay unos pocos que viajan lejos. —Esbozó una sonrisa despectiva—. Aunque yo nunca esperé ser uno de ellos. Wymez viajó alrededor del Mar del Sur y descubrió que había más tierra incluso internándose hacia el sur.

—También encontró a la madre de Ranec y la trajo consigo. Es difícil dudar de Wymez. ¿Has visto alguna vez otra persona con la piel oscura como Ranec? Wymez tuvo que viajar mucho para encontrar una mujer así —dijo Ayla.

Jondalar se fijó en la cara que resplandecía a la luz del fuego, y sintió un profundo amor por la mujer que estaba a su lado, y también una profunda inquietud. Esta conversación acerca de los viajes largos le llevaba a pensar acerca del largo trayecto que aún debían salvar.

—En el norte la tierra termina en el hielo —continuó Ayla—. Nadie puede pasar más allá del glaciar.

—A menos que vaya en un bote —dijo Jondalar—. Pero he oído decir que lo único que uno encuentra es un país de hielo y nieve, donde viven los espíritus de osos blancos y hay peces más grandes que mamuts. Algunos miembros del pueblo del oeste afirman que hay brujos que son tan poderosos que pueden convocarlos a la tierra. Y una vez que llegan aquí, no pueden regresar, pero…

Se produjo un súbito estrépito entre los árboles. El hombre y la mujer se sobresaltaron atemorizados; después permanecieron perfectamente inmóviles, sin decir palabra. Casi no respiraban. De la garganta de Lobo brotó un gruñido grave y rumoroso, pero Ayla le rodeaba el cuello con el brazo; no estaba dispuesta a permitirle que atacase. Hubo otro movimiento y después volvió el silencio. Un rato más tarde, Lobo suspendió también sus gruñidos. Jondalar no sabía si podría dormir esa noche. Finalmente, se puso en pie para echar un leño al fuego; se sintió satisfecho porque antes había encontrado unas ramas rotas de buen tamaño, a las que había cortado en pedazos con su pequeña hacha de piedra con mango de marfil.

—El glaciar que debemos cruzar no está al norte, ¿verdad? —preguntó Ayla cuando regresó al lecho; seguía preocupada por el viaje que ambos estaban realizando.

—Bien, está al norte de aquí, pero no tan lejos como esa pared de hielo del norte. Hay otra cadena de montañas al oeste de ésta y el hielo que debemos cruzar cubre una meseta, al norte de esas montañas.

—¿Es difícil cruzar el hielo?

—Hace mucho frío y pueden producirse terribles ventiscas de nieve. En primavera y verano se funde un poco y el hielo se quiebra. Se abren grandes grietas. Si uno cae en una grieta profunda, nadie puede sacarle de allí. En invierno, la mayor parte de las grietas se cubren con nieve y hielo, pero aun así puede resultar peligroso.

De pronto, Ayla se estremeció.

—Dices que hay un modo de rodear el glaciar. ¿Por qué tenemos que cruzar el hielo?

—Es el único modo de evitar a los cabezas cha… la región del clan.

—Querías decir el país de los cabezas chatas.

—Ayla, es el nombre que yo siempre he escuchado —trató de explicar Jondalar—. Así les llaman todos. Mira, tendrás que acostumbrarte a esa palabra. La mayoría de la gente los denomina así.

Ella dio por no oído el comentario, y continuó diciendo:

—¿Por qué debemos evitarlos?

—Hubo algunas dificultades. —Jondalar frunció el entrecejo—. Ni siquiera sé si esos cabezas chatas del norte son los mismos de tu clan —se interrumpió y después continuó—: Pero ellos no provocaron las dificultades. Cuando veníamos hacia aquí, hemos oído hablar de un grupo de jóvenes que estaban… molestándolos. Son los losadunai, la gente que vive cerca del glaciar de la meseta.

—¿Por qué los losadunai tratan de provocar problemas con el clan? —preguntó desconcertada Ayla.

—No son los losadunai. O no son todos. No quieren dificultades. Se trata sólo de ese grupo de jóvenes. Imagino que creen que es algo divertido, o por lo menos así comenzó todo.

Ayla pensó que la idea que alguna gente tenía de lo que era divertido no le parecía muy divertido a ella, pero, en realidad, lo que no podía apartar de la mente era el viaje que estaban realizando y cuánto trayecto les quedaba por recorrer. Según se manifestaba Jondalar, ni siquiera estaban cerca. Llegó a la conclusión de que quizá fuera mejor no anticiparse demasiado. Trató de apartar de su mente aquel asunto.

Volvió los ojos hacia la noche y pensó en lo que le habría gustado ver el cielo a través del alto dosel.

—Jondalar, creo que allí veo estrellas. ¿Alcanzas a distinguirlas?

—¿Dónde? —dijo él, levantando la mirada.

—Allí. Tienes que mirar en línea recta hacia arriba y un poco hacia atrás. ¿Ves?

—Sí…, sí, creo que sí. No se parece al sendero de leche de la Madre, pero, en efecto, veo unas pocas estrellas —dijo Jondalar.

—¿Qué es el sendero de la Madre?

—Es otra parte de la historia acerca de la Madre y Su hijo —explicó Jondalar.

—Cuéntamelo.

—No sé si lo recuerdo bien. Veamos; es algo así como… —comenzó a entonar el ritmo sin palabras; después llegó a la mitad de un verso—:

Su sangre formó grumos secos en el suelo ocre rojizo,

Pero el niño luminoso consiguió que todo eso valiera la pena.

La gran alegría de la Madre.

Un niño vivaz y luminoso.

Se elevaron las montañas escupiendo llamas de sus cimas.

Ella amamantó a Su hijo a sus pechos montañosos.

Él chupó tan fuerte, y las chispas se elevaron tan alto,

Que la leche caliente de la Madre formó un camino en el cielo.

—Sí, así es —concluyó—. Zelandoni se sentiría complacido de que yo lo haya recordado.

—Jondalar, es maravilloso. Me encanta cómo suena, la sensación que produce el sonido. —Cerró los ojos y repitió los versos por sí misma, en voz alta, unas cuantas veces.

Jondalar escuchó, y entonces recordó que ella podía memorizar con mucha rapidez. Ayla repitió exactamente los versos después de haberlos oído una sola vez. Jondalar hubiera deseado que su memoria fuese tan buena y su capacidad para asimilar una lengua tan amplia como la de Ayla.

—En realidad no es cierto, ¿verdad? —preguntó Ayla.

—¿Qué no es cierto?

—Que las estrellas son la leche de la Madre.

—No creo que en realidad sean leche —dijo Jondalar—. Pero sí que hay verdad en el sentido de la historia. La historia entera.

—¿Qué quiere decir la historia?

—Se refiere a los comienzos de las cosas, cómo hemos llegado a ser. Dice que fuimos creados por la Gran Madre Tierra, de Su propio cuerpo, que Ella vive en el mismo lugar que el sol y la luna, y que para ellos es la Gran Madre Tierra como lo es para nosotros; y que las estrellas son parte de su mundo. —Ayla asintió—. Es posible que en eso haya cierta verdad —dijo. Le agradaba lo que él decía y pensó que quizá llegaría el momento en que la complacería conocer a este Zelandoni y pedirle que le relatase la historia entera—. Creb me dijo que las estrellas eran el hogar de la gente que aún no ha nacido. Y el hogar de los espíritus de los tótems.

—También en eso es posible que haya cierta verdad —dijo Jondalar. Pensó: «Los cabezas chatas realmente deben ser casi humanos. Un animal no pensaría así».

—Cierta vez me mostró dónde estaba el hogar de mi tótem, el Gran León de la Caverna —dijo Ayla, y ahogando un bostezo, se volvió de costado.

Ayla trató de ver el camino que se abría ante ella, pero los enormes troncos de los árboles, cubiertos de musgo, le impedían la visión. Continuó ascendiendo, no muy segura del lugar al que se dirigía o de la razón de su propio caminar; sólo deseaba poder detenerse y descansar. Estaba fatigada. Si al menos pudiera sentarse. El tronco que veía allí delante parecía acogedor, si al menos pudiese llegar allí, pero siempre parecía estar un paso más lejos. De pronto se encontró con él, pero cedió bajo su peso y se deshizo en madera descompuesta y larvas que se retorcían. Ayla se estaba cayendo, aferrándose a la tierra, tratando de volver a incorporarse.

Entonces desapareció el bosque denso y ella estaba trepando por la empinada ladera de una montaña a través de un bosque abierto, a lo largo de un sendero conocido. En la cima había un alto prado montañés en el que se alimentaba un pequeño grupo de ciervos. Las plantas de avellano crecían contra la roca de una pared de la montaña. Ayla estaba asustada y se hubiera sentido más segura detrás de los arbustos, pero no podía hallar el modo de pasar. La abertura estaba bloqueada por las plantas de avellano, que crecían y crecían hasta alcanzar las proporciones de enormes árboles, con troncos musgosos. Intentó ver el camino hacia delante, y estaba oscureciendo. Tenía miedo, pero de pronto, a lo lejos, vio algo que se movía entre las sombras profundas.

Era Creb. Estaba en pie frente a la abertura de una pequeña caverna, bloqueando el paso de Ayla, y los signos que dibujaba con la mano decían que ella no podía permanecer allí. No era su lugar. Tenía que marcharse. Encontrar otro sitio. El lugar al que pertenecía. Él intentaba indicarle el camino, pero estaba oscuro y Ayla no alcanzaba a ver lo que él estaba diciendo, sólo comprendía que debía continuar su marcha. Entonces, él extendió el brazo sano y señaló.

Cuando miró hacia el frente, los árboles habían desaparecido. Comenzó a trepar otra vez, en dirección a la boca de otra caverna. Aunque sabía que jamás la había visto antes, le resultaba una caverna extrañamente conocida, con un peñasco peculiarmente fuera de lugar, la silueta de la piedra recortándose contra el cielo que se extendía allá arriba. Cuando volvió los ojos, Creb se alejaba. Ella le llamó, rogándole.

—¡Creb! ¡Creb! ¡Ayúdame! ¡No te vayas!

—¡Ayla! ¡Despierta! Estás soñando —dijo Jondalar, mientras la sacudía suavemente.

Ayla abrió los ojos, pero el fuego se había apagado y estaba oscuro. Se aferró al hombre.

—Oh, Jondalar, era Creb. Se cruzaba en mi camino. No quería permitirme la entrada…, no me permitía permanecer allí. Intentaba decirme algo, pero estaba tan oscuro que yo no podía ver. Señalaba una caverna, y algo en ella me parecía conocido, pero él no quería quedarse allí.

Jondalar sintió que temblaba y la abrazó con fuerza, reconfortándola con su presencia. De pronto, Ayla se sentó.

—¡Esa caverna! A la que él me cerraba el paso. Ésa era mi caverna. Allí fui después que nació Durc, cuando temía que ellos no me permitieran conservarle.

—Es difícil comprender los sueños. A veces un Zelandoni puede explicarte lo que significan. Quizá aún te duela haber dejado a tu hijo —dijo el hombre.

—Quizá —asintió ella. Sí, le dolía haber dejado a Durc. Pero si eso era lo que el sueño significaba, ¿por qué estaba soñándolo ahora? ¿Por qué no había sucedido a raíz de su estancia en esa isla, contemplando la extensión del Mar de Beran, tratando de divisar la península, y llorando en su despedida definitiva de Durc? Había algo en todo eso que la llevaba a pensar que el sueño tenía un sentido más profundo. Finalmente, Ayla se tranquilizó y los dos dormitaron un rato. Cuando ella despertó otra vez, había amanecido, aunque los dos continuaban en la zona de penumbra del bosque.

Por la mañana, Ayla y Jondalar partieron temprano, a pie, con las varas de la angarilla unidas y después aseguradas en el centro del bote redondo. Si cada uno de ellos sostenía un extremo, podían levantar las pértigas y el bote evitando así los obstáculos mucho más fácilmente que si los llevaban arrastrando detrás del caballo. Además, de ese modo los caballos también iban más descansados, pues sólo debían cargar los canastos y soportar su propio peso. Pero al poco rato, como la mano del hombre sobre el lomo ya no le guiaba, Corredor tendió a desviarse para ramonear un poco las hojas verdes de los árboles jóvenes, pues hasta allí no había encontrado mucho pasto. Se apartó hacia un lado y retrocedió un poco cuando olió la hierba que crecía en un pequeño claro, donde un fuerte viento había derribado varios árboles, permitiendo así el paso de la luz del sol.

Jondalar se cansó de perseguirle; al cabo de un rato trató de sujetar tanto el ronzal de Corredor como el extremo de las pértigas, pero resultaba difícil estar al tanto de los movimientos de Ayla para no entorpecer su paso con ellas, observar donde él mismo ponía el pie y cuidar de que el caballo joven no metiese la pata en un agujero, o algo peor. Hubiese deseado que Corredor le siguiese sin rienda ni arnés, exactamente como Whinney seguía a Ayla. Finalmente, cuando Jondalar impulsó accidentalmente su extremo de la pértiga y golpeó con bastante fuerza a Ayla, ella formuló una sugerencia.

—¿Por qué no atas a Whinney a la cuerda de Corredor? —dijo—. Como sabes, ella me sigue y vigila su propio paso, de modo que no permitirá que Corredor se desmande; además, él está acostumbrado a seguirla. De ese modo no tendrás que preocuparte de si se aleja o se mete en otras dificultades; podrás atender tu extremo de las pértigas.

Jondalar se detuvo un momento, frunciendo el entrecejo y de pronto esbozó una amplia sonrisa.

—¿Por qué no se me ha ocurrido a mí? —dijo.

Aunque el terreno se había levantado lentamente, cuando el suelo formó una pendiente visiblemente más empinada, el bosque cambió de aspecto con cierta rapidez. Los árboles empezaron a ralear y los dos viajeros muy pronto dejaron atrás los grandes árboles deciduos de madera dura. El pino y el abeto se convirtieron en los árboles más numerosos y las restantes especies de madera dura, incluso las de la misma variedad, estaban representadas por ejemplares mucho más pequeños.

Llegaron a la cumbre de un risco; pasearon la mirada sobre una amplia meseta que descendía suavemente y después se extendía casi plana hasta cierta distancia. Un bosque formado principalmente por coníferas, abetos de corteza de color verde oscuro, abetos rojos y pinos, con algunos alerces, cuyas agujas, que cobraban un color dorado, dominaba la meseta. Destacaba gracias a la presencia de pastos verdes y dorados y estaba salpicado de pequeños lagos azules y blancos, que reflejaban el cielo diáfano arriba y las nubes distantes. Un río de aguas rápidas dividía el espacio; estaba alimentado por varias cascadas que descendían por la ladera más alejada de la montaña. Elevándose más allá de la meseta y cubriendo parte del cielo, aparecía la imagen impresionante de una alta cumbre coronada de blanco, cubierta parcialmente por las nubes.

Parecía tan cercana que Ayla creyó que casi podía extender la mano y tocarla. Por detrás de las montañas, el sol iluminaba los colores y las formas de las piedras; las rocas de color marrón claro emergían de las paredes grises; las superficies casi blancas contrastaban con el gris oscuro de las columnas extrañamente regulares que habían emergido del candente núcleo de la tierra y se habían enfriado adoptando la forma angular de la estructura cristalina básica. Reluciendo sobre el conjunto se desplegaba el hermoso hielo color verde azulado de un auténtico glaciar, decorado por la nieve que aún se mantenía sobre las más altas cumbres. Y mientras ellos observaban el cielo, el sol y las nubes cargadas de lluvia dibujaban como por arte de magia un arco iris resplandeciente y lo proyectaban en un gran arco sobre la montaña.

El hombre y la mujer contemplaban maravillados y absorbían la belleza y la serenidad. Ayla se preguntó si el arco iris sería un mensaje que ellos debían entender, o, por lo menos, significaba que se les daba la bienvenida. Advirtió que el aire que estaba respirando era deliciosamente fresco y suspiró aliviada porque ahora estaban alejándose del calor sofocante de la planicie. De pronto, comprendió que los enjambres de irritantes cínifes habían desaparecido. Por lo que a ella concernía, no sentía necesidad de alejarse ni un paso de esa meseta. Podría instalar allí mismo su hogar.

Se volvió y miró al hombre. Jondalar se sintió asombrado por un momento ante la intensidad misma de los sentimientos de Ayla, ante el placer que provocaba en ella la belleza del lugar y ante su deseo de permanecer allí; pero él sentía, a su vez, el placer que le provocaban la belleza de Ayla y el deseo que inspiraba en su corazón. La deseaba en aquel preciso momento; este sentimiento se manifestaba en sus intensos ojos azules y en su expresión de amor y anhelo. Ayla sintió la fuerza de ese amor, que reflejaba el que ella misma sentía, pero transmutado y ampliado a través del hombre.

Montados en sus caballos, se miraron a los ojos, transfigurados por algo que no atinaban a explicar aunque sentían su fuerza; los sentimientos de los dos, parejos aunque originales, el poder de un carisma que cada uno de ellos poseía y que apuntaba al otro y la intensidad del mutuo amor. En un gesto impulsivo, extendieron los brazos el uno hacia el otro —un gesto que los caballos interpretaron mal—. Whinney comenzó a descender la ladera y Corredor la siguió. El movimiento determinó que el hombre y la mujer recobrasen la conciencia del lugar en que estaban. Sentían una calidez y una ternura inexplicables y pensaban que ellos mismos eran presa de un toque de locura porque no sabían muy bien lo que había sucedido; se miraron sonrientes, con una expresión que encerraba una promesa; continuaron descendiendo en dirección al noroeste, para seguir caminando por la meseta.

La mañana en que, según creía Jondalar, podían llegar al asiento de los sharamudoi, trajo un brusco descenso de la temperatura del aire, anticipando el cambio de estación; Ayla acogió satisfecha aquel cambio. Mientras atravesaban las laderas boscosas, llegó casi a pensar que antes había estado allí, aunque sabía muy bien a qué atenerse. Sin comprender con exactitud la razón de su propia actitud, continuaba esperando el momento en que pudiera descubrir una señal en el terreno. ¡Todo le parecía tan conocido! Los árboles, las plantas, las laderas, la configuración del terreno. Cuanto más veía, más creía estar en su propio hogar.

Cuando vio avellanas, todavía en el árbol y con sus envolturas verdes punteadas, pero casi maduras, como a ella le gustaban, tuvo que detenerse y recoger algunas. Mientras partía unas pocas con los dientes, de pronto comprendió. La razón por la cual creía conocer la región y le parecía como si hubiera sido su propio hogar era que se asemejaba a la zona montañosa del extremo de la península, alrededor de la caverna del clan de Brun. Ella había crecido en un lugar muy semejante a éste.

La región le resultaba cada vez más familiar también a Jondalar, y con razón; cuando descubrió un sendero claramente señalado, el cual reconoció, que descendía hacia otro sendero que llevaba al borde exterior de un risco, se dio cuenta de que no estaban lejos. Podía sentir la excitación que se acentuaba en su interior. Cuando Ayla encontró un zarzal grande y espinoso, con zarcillos largos y afilados, y ramas cargadas de moras maduras y jugosas, experimentó un amago de contrariedad porque quería retrasar la llegada para recoger algunas.

—¡Jondalar! ¡Detente! Mira. ¡Moras! —gritó Ayla, mientras desmontaba y corría hacia el zarzal.

—Pero si casi hemos llegado.

—Podemos llevarles algunas. —Tenía la boca llena—. No he saboreado moras como éstas desde que abandoné el clan. ¡Pruébalas, Jondalar! ¿Alguna vez has comido algo tan bueno?

Tenía las manos y la boca de color púrpura; había recogido pequeños puñados de moras, que pasaban casi inmediatamente a su boca.

Al verla, Jondalar de pronto se echó a reír.

—Deberías verte —dijo—. Pareces una cría, manchada de moras y toda excitada.

Meneó la cabeza y sonrió. Ella no contestó. Tenía la boca demasiado llena.

Jondalar cogió algunas moras, las encontró muy dulces y buenas y recogió más. Después de haber cogido unos pocos puñados más, se detuvo.

—Me pareció oírte decir que recogerías algunas para llevarlas a la gente. Ni siquiera tenemos dónde ponerlas.

Ayla se detuvo un momento; después sonrió.

—Sí, tenemos —dijo, y se quitó el sombrero cónico tejido y manchado de sudor, y buscó algunas hojas para forrarlo—. Usa tu sombrero.

Cada uno había llenado casi las tres cuartas partes de su sombrero cuando oyeron el gruñido de advertencia de Lobo. Volvieron la mirada y vieron a un joven alto, casi un hombre, que se había acercado siguiendo la huella y que miraba asombrado a los humanos y al lobo, que estaba tan cerca; el recién llegado tenía los ojos muy abiertos a causa del miedo. Jondalar miró de nuevo.

—¿Darvo? ¿Darvo, eres tú? Soy yo, Jondalar de los zelandonii —dijo acercándose al muchacho.

Jondalar hablaba una lengua con la cual Ayla no estaba familiarizada, aunque había alcanzado a escuchar algunas palabras y entonaciones que le recordaban a los mamutoi. Observó que la expresión de la cara del joven pasaba del miedo al asombro y al reconocimiento.

—¿Jondalar? ¡Jondalar! ¿Qué haces aquí? Creí que te habías marchado y que nunca volverías —confesó Darvo.

Corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron; después, el hombre retrocedió un paso y miró a Jondalar, sosteniéndole por los hombros.

—¡Déjame mirarte! ¡Es increíble cuánto has crecido!

Ayla miró fijamente al joven, atraída por el espectáculo de otro ser humano después de tanto tiempo sin ver a nadie.

Jondalar abrazó de nuevo a Darvo. Ayla podía percibir el sincero afecto que los unía, pero, después de los primeros saludos, Darvo pareció un poco entrecortado. Jondalar comprendió la súbita reticencia. Después de todo, ahora Darvo era casi un hombre. Los abrazos formales de salutación eran una cosa, pero las demostraciones exuberantes de afecto ilimitado, incluso para alguien que había sido como el hombre del hogar durante un tiempo, eran otra cosa diferente. Darvo miró a Ayla. Después se fijó en el lobo, al que ella retenía, y los ojos se le agrandaron de nuevo. Y un poco después vio a los caballos que permanecían tranquilamente a poca distancia, con los canastos y las pértigas colgando, y los ojos se le abrieron todavía más.

—Creo que es mejor que te presente a mis… amigos —dijo Jondalar—. Darvo de los sharamudoi, ésta es Ayla de los mamutoi.

Ayla reconoció la cadencia de la presentación formal y entendió la mayor parte de las palabras. Ordenó a Lobo que se quedara quieto y después se acercó al muchacho, con las manos extendidas, las palmas hacia arriba.

—Soy Darvalo de los sharamudoi —dijo el joven, cogiéndole las manos, y después añadió en el lenguaje mamutoi—: Bienvenida, Ayla de los mamutoi.

—¡Tholie te enseñó bien! Hablas mamutoi como si hubieses nacido sabiéndolo, Darvo. ¿O ahora debo decir Darvalo? —preguntó Jondalar.

—Ahora me llaman Darvalo. Darvo es un nombre infantil —dijo el joven, y de pronto se sonrojó—. Pero tú puedes llamarme Darvo si lo deseas. Quiero decir que es el nombre que tú conoces.

—Creo que Darvalo es un hermoso nombre —dijo Jondalar—. Me alegro de que hayas continuado recibiendo las lecciones de Tholie.

—Dolando pensó que sería útil. Dijo que yo necesitaría esa lengua cuando fuésemos a comerciar con los mamutoi, en la primavera próxima.

—Darvalo, ¿te gustaría conocer a Lobo? —preguntó Ayla.

El joven frunció el entrecejo consternado. En el curso de su vida nunca había contemplado la posibilidad de encontrarse con un lobo cara a cara, y no deseaba hacerlo. Darvalo pensó: «El caso es que Jondalar no le teme, y la mujer tampoco… Es una mujer extraña… y su modo de hablar también es un poco extraño. No se equivoca, pero no habla como Tholie».

—Si acercas la mano y le permites que la huela, Lobo podrá conocerte —dijo Ayla.

Darvalo no estaba muy seguro de que deseara que su mano estuviera tan cerca de los dientes del lobo, pero le pareció que ahora ya no podría retroceder. Extendió titubeante la mano. Lobo se la olió, y después, inesperadamente, la lamió. Tenía la lengua tibia y húmeda, pero ciertamente no lastimaba. En realidad era más bien agradable. El joven miró al animal y a la mujer. Ella tenía el brazo rodeando descuidada y cómodamente el cuello del lobo, y le acariciaba la cabeza con la otra mano. Darvalo se preguntó: «¿Qué podría sentir uno cuando acariciaba la cabeza de un lobo vivo?».

—¿Deseas tocarle el pelo? —preguntó Ayla.

Darvalo pareció sorprendido; después extendió la mano para tocarle, pero Lobo movió la cabeza para olerle y aquél retrocedió.

—Aquí —explicó Ayla, tomando la mano de Darvalo y aplicándola firmemente sobre la cabeza de Lobo—. Le agrada que le rasquen así —dijo, haciendo una demostración.

De pronto, Lobo sintió una pulga, o aquel rascado inseguro le recordó la existencia de una pulga. Se sentó sobre las patas traseras, y con un espasmo rápido, se rascó la oreja con una pata. Darvalo sonrió. Nunca había visto a un lobo en esa posición tan cómica, rascándose rápida y furiosamente.

—Te dije que le agradaba que le rasquen. También a los caballos —dijo Ayla, y ordenó a Whinney que se acercara.

Darvalo miró a Jondalar. Éste se mantenía inmóvil, sonriendo, como si no hubiese absolutamente nada extraño en una mujer que rascaba a los lobos y a los caballos.

—Darvalo de los sharamudoi, ésta es Whinney —presentó Ayla.

—¿Puedes hablar con los caballos? —dijo Darvalo, completamente desconcertado.

—Todos pueden hablar con un caballo. Pero el caballo no escucha a todos. En primer lugar, el caballo y la persona tienen que conocerse, por eso Corredor escucha a Jondalar. Conoció a Corredor cuando era apenas un potrillo.

Darvalo se volvió para mirar a Jondalar y retrocedió dos pasos.

—¡Te sientas sobre el lomo de ese caballo! —dijo.

—Sí, eso hago. Porque me conoce, Darvo. Quiero decir, Darvalo. Incluso me permite montarlo cuando corre, y podemos correr muy rápido.

Pareció que el joven también estaba dispuesto a huir despavorido; Jondalar pasó una pierna y se dejó caer al suelo.

—A propósito de estos animales, tú podrías ayudarnos, si lo deseas —dijo. El muchacho parecía petrificado y dispuesto a escapar—. Hace mucho que estamos viajando y realmente deseo ver a Dolando y Roshario y a todos los demás, pero la mayoría de la gente se pone un poco nerviosa cuando ve la primera vez a los animales. No están acostumbrados. Darvalo, ¿quieres venir con nosotros? Creo que si todos ven que no te da miedo quedarte cerca de los animales, quizá tampoco a ellos les preocupe demasiado.

El joven se tranquilizó un poco. Eso no parecía tan difícil. Después de todo, ya estaba allí junto a ellos, y quizá la gente no se sorprendiera cuando le viesen llegar con Jondalar y los animales. Sobre todo Dolando y Roshario…

—Casi lo había olvidado —dijo Darvalo—. Prometí a Roshario que la llevaría algunas moras, porque ella ya no puede recogerlas.

—Nosotros tenemos moras —dijo Ayla, y casi simultáneamente Jondalar preguntó—: ¿Por qué no puede recogerlas?

Darvalo miró primero a Ayla y después a Jondalar.

—Cayó del risco al embarcadero y se rompió el brazo. Creo que nunca se le pondrá bien. No lo tiene bien colocado.

—¿Por qué no? —preguntaron los dos.

—No había nadie que supiera hacerlo.

—¿Dónde está Shamud? ¿O tu madre? —preguntó Jondalar.

—Shamud murió el último invierno.

—Lamento mucho saber eso —dijo el hombre.

—Y mi madre se fue. Un hombre mamutoi vino a visitar a Tholie no mucho después de que tú te marcharas. Es un pariente, un primo. Creo que simpatizó con mi madre y le pidió que fuese su compañera. Ella sorprendió a todos y se fue a vivir con el mamutoi. Él me pidió que les acompañara, pero Dolando y Roshario me rogaron que continuase con ellos. Y eso hice. Soy sharamudoi, no mamutoi —explicó Darvalo. Miró a Ayla y se sonrojó—. No quiere decir que haya nada malo en ser mamutoi —se apresuró a agregar.

—Por supuesto, no hay nada malo —dijo Jondalar, con un gesto de preocupación en la cara—. Comprendo lo que sientes, Darvalo. Yo todavía soy Jondalar de los zelandonii. ¿Cuánto tiempo hace que Roshario tuvo el accidente?

—Más o menos por la luna del verano —dijo el muchacho.

Ayla miró a Jondalar con una expresión interrogante.

—Más o menos en esta fase de la última luna —explicó Jondalar—. ¿Te parece demasiado tarde?

—No lo sabré hasta que la vea —dijo Ayla.

—Darvalo, Ayla es curandera. Muy buena. Quizá pueda ayudar —propuso Jondalar.

—Me preguntaba si era shamud, al verla con estos animales y todo lo demás. —Darvalo hizo una pausa momentánea, mirando a los caballos y al lobo, y asintió—. Sin duda, es muy buena curandera. —Irguió un poco más el cuerpo, como desmintiendo sus trece años—. Os acompañaré y así nadie temerá a los animales.

—¿Quieres llevar también por mí esas moras? De ese modo, yo podré estar cerca de Lobo y Whinney. A veces, también a ellos les asusta la gente.