Capítulo 13

A la mañana siguiente, Ayla se levantó temprano, deseosa de ponerse en marcha lo antes posible, aunque el tiempo no era menos bochornoso que la víspera. Mientras arrancaba chispas con el pedernal, pensó que no le atraía tomarse la molestia de encender fuego. El alimento que había preparado la noche anterior y un poco de agua bastaría como desayuno, y al pensar en los placeres que ella y Jondalar habían compartido, sintió el deseo de olvidar la medicina mágica de Iza. Si no bebía la infusión especial, tal vez podría descubrir que entre los dos habían iniciado un niño. Pero Jondalar se excitaba tanto ante la idea de que ella quedara embarazada durante este viaje, que tendría que beberla.

La joven no sabía cómo actuaba la medicina. Solamente sabía que si bebía un par de amargos tragos de un concentrado de hilos de oro todas las mañanas hasta el período lunar, y un pequeño cuenco del líquido obtenido hirviendo raíces de salvia diariamente, mientras sangraba, conseguía evitar un embarazo.

No sería tan difícil cuidar del niño mientras viajaban, pero Ayla no deseaba estar sola cuando diese a luz. No sabía si habría sobrevivido al nacimiento de Durc de no haber estado Iza a su lado.

Ayla aplastó un mosquito que se había posado sobre su brazo y después examinó su provisión de hierbas en tanto se calentaba el agua. Tenía suficiente cantidad de ingredientes, de modo que la infusión matutina duraría algún tiempo; y más valía que fuera así, pues no había visto que ninguna de aquellas plantas creciera en los alrededores del pantano. Por lo visto, preferían mayores elevaciones y terrenos más secos. Tras inspeccionar los saquitos y paquetes contenidos en su gastado bolso de piel de nutria, llegó a la conclusión de que poseía cantidades adecuadas de la mayor parte de las hierbas medicinales que necesitaba en caso de emergencia, aunque hubiera sido conveniente sustituir algunos productos de la cosecha del año anterior con plantas más frescas. Por suerte, hasta ahora no había tenido muchas ocasiones de utilizar las hierbas curativas.

Poco después de reanudar la marcha hacia el oeste, llegaron a un río bastante ancho, de curso rápido. Mientras desataba los canastos que colgaban de los flancos de Corredor y los cargaba en el bote redondo montado sobre las angarillas, Jondalar se tomó el tiempo necesario para estudiar los ríos. El pequeño afluente se unía a la Gran Madre formando un ángulo agudo que comenzaba río arriba.

—Ayla, ¿ves cómo este afluente se une a la Madre? Corre en línea recta y las aguas siguen su curso sin dividirse. Creo que ésta es la causa de la corriente rápida que nos empujó ayer.

—Me parece que tienes razón —dijo Ayla, comprendiendo lo que el hombre quería decir. Después, le dirigió una sonrisa—. Te gusta conocer la razón de las cosas, ¿verdad?

—Bueno, el agua no comienza a correr veloz sin un motivo. Me pareció que tenía que existir una explicación.

—Y la hallaste —concluyó Ayla.

La joven pensó que el humor de Jondalar parecía excelente al continuar la marcha una vez cruzado el río, y eso le complacía. Lobo permanecía con ellos en lugar de alejarse, y eso también le agradaba. Incluso los caballos parecían más animados. El descanso les había sentado bien. Ayla se sentía también activa y descansada, y tal vez porque acababa de inspeccionar sus medicinas, estaba alerta a los detalles de la vida vegetal y animal en la desembocadura del gran río y en los pastizales adyacentes que ahora estaban atravesando. Aunque se trataba de algo bastante sutil, percibía leves cambios.

Las aves eran todavía la forma dominante de la vida silvestre que los rodeaba, y prevalecía sobre todo la familia de las garzas, aunque la abundancia de otras aves sólo era menor en comparación. Grandes bandadas de pelícanos y de bellos cisnes surcaban el cielo, así como numerosas especies de aves de rapiña, entre ellas los milanos negros y las águilas de cola blanca, los alfaneques y los sacres parecidos al halcón. Vio gran número de aves pequeñas que saltaban, volaban, cantaban y desplegaban sus brillantes colores: ruiseñores y currucas, alondras y papamoscas de pecho rojo, oropéndolas doradas, y otras muchas.

Los pequeños alcaravanes eran comunes en el delta, pero las aves del pantano, esquivas y bien camufladas, podían ser más fácilmente oídas que vistas. Emitían el día entero sus notas características, bastante resonantes y ásperas, y con mayor intensidad al caer la noche, pero cuando alguien se aproximaba, alzaban los largos picos y se confundían tan eficazmente con los juncos entre los cuales anidaban que daban la impresión de que se esfumaban. Sin embargo, Ayla vio muchas volando sobre las aguas en busca de peces. Los alcaravanes eran muy peculiares en el vuelo. El plumaje —las plumitas en la parte frontal de las alas y en la base de la cola, las cuales cubrían el extremo de los cañones de las grandes plumas que les permitían sostener el vuelo— era muy claro y ofrecía un marcado contraste con las alas oscuras y el dorso del cuerpo.

Pero los pantanos también albergaban una cantidad enorme de animales que necesitaban una variedad de ambientes: el corzo y el jabalí salvaje de los bosques, las liebres, los hámsteres gigantes y los ciervos gigantes de la periferia, entre otros. A medida que Ayla y Jondalar avanzaban, montados en sus caballos, advirtieron la presencia de muchas criaturas a las cuales hacía tiempo que no veían, y se las señalaban el uno al otro: el antílope saiga, que corría y dejaba atrás a los pesados uros; un pequeño gato salvaje de pelaje rayado, que acechaba a un pájaro, y a su vez era observado por un leopardo que se había encaramado a un árbol; una familia de zorros con sus crías; una pareja de rechonchos tejones, y algunas raras mofetas con sus pelajes en los que se combinaban el blanco, el amarillo y el marrón. Vieron nutrias en el agua, visones, así como su alimento favorito, las ratas almizcleras.

Y había insectos. Las grandes libélulas amarillas pasaban a gran velocidad, y las delicadas mariposas relucientes de alas azules y verdes que adornaban las apagadas flores espinosas de los plátanos eran las excepciones más hermosas de los enjambres insufribles que aparecían repentinamente. Parecía como si todo sucediera en una jornada, aunque la humedad abundante y el calor de los perezosos arroyos laterales y los fétidos estanques habían estado nutriendo sin cesar los minúsculos huevos. Las primeras nubes de pequeños cínifes habían aparecido por la mañana, cerniéndose sobre el agua, pero el cercano pastizal seco estaba ahora libre de ellos y por eso los habían olvidado.

Hacia el atardecer fue imposible olvidarlos. Los mosquitos se hundían en el pelaje denso y sudoroso de los caballos, zumbaban alrededor de los ojos, se metían en la boca y la nariz. El lobo no lo pasaba mejor. Los pobres animales estaban fuera de sí a causa del sufrimiento provocado por los millones de insectos. Los molestos cínifes incluso se adherían a los cabellos de seres humanos, y tanto Ayla como Jondalar descubrieron que estaban escupiendo y frotándose los ojos para desembarazarse de los minúsculos bichos mientras cabalgaban. Los enjambres de cínifes eran mucho más densos cerca del delta, y ya comenzaban a preguntarse dónde acamparían durante la noche.

Jondalar divisó una colina cubierta de hierba a la derecha y pensó que la elevación les permitiría una visión más amplia. Cabalgaron hasta la cumbre de la elevación y vieron abajo las aguas luminosas de un lago cerrado. No tenía la vegetación frondosa del delta —ni las aguas estancadas que facilitaban la proliferación de los insectos—; en cambio, unos pocos árboles y unos cuantos arbustos crecían en las orillas, encerrando una playa amplia y sugestiva.

Lobo descendió a la carrera y los caballos le siguieron sin necesidad de animarlos a ello. El hombre y la mujer apenas pudieron contenerlos el tiempo suficiente para retirar los canastos y desenganchar las angarillas de Whinney. Todos se arrojaron a las aguas claras en una carrera contenida únicamente por la resistencia del agua. Incluso el inquieto Lobo, a quien le desagradaba cruzar los ríos, no vaciló lo más mínimo mientras chapoteaba en el lago.

—¿Crees que por fin empieza a gustarle el agua? —preguntó Ayla.

—Así lo espero. Aún tenemos que cruzar muchos ríos más.

Los caballos inclinaron la cabeza para beber, resoplaron y arrojaron agua por la nariz y la boca, y después regresaron a la orilla fangosa donde se acostaron para revolcarse y rascarse; Ayla no pudo evitar la risa al ver las muecas en las caras y los ojos que se movían y centelleaban expresando complacencia. Cuando se incorporaron, estaban cubiertos de lodo; pero cuando éste se secase, el sudor, la piel muerta, los huevos de los insectos y otros elementos que eran la causa del prurito caerían con el polvo.

Acamparon al borde del lago y partieron temprano al día siguiente. Hacia el anochecer confiaban en que se les ofreciese la posibilidad de hallar otro lugar igual de agradable. Una ola de mosquitos reemplazó a los cínifes, provocando inflamaciones rojas y ardientes que obligaron a Ayla y a Jondalar a vestir ropas protectoras más gruesas, pese a que esto les provocaba un incómodo calor después de haberse acostumbrado a ir semidesnudos o totalmente desnudos. Ninguno de los dos podía determinar cuándo habían aparecido las moscas. Siempre habían visto algunos tábanos rondándoles, pero ahora había aumentado súbitamente la cantidad de moscas más pequeñas que picaban inclementes. Aunque era una tarde cálida, se cubrieron temprano con las pieles de dormir, sólo para escapar de las hordas voladoras.

No levantaron el campamento hasta bien entrado el día siguiente, y sólo después de que Ayla hubiera buscado hierbas que podía usar para calmar las picaduras y preparar repelentes contra los insectos. Halló escrofularia, con su flexible racimo de flores pardas de extraña forma, en un lugar húmedo y sombreado cercano al agua, y recolectó las plantas enteras para preparar un líquido que curaba la piel y aliviaba el escozor. Cuando vio las anchas hojas de llantén, las arrancó para agregarlas a la colección. Eran excelentes para curar distintos males, desde picaduras a forúnculos, e incluso úlceras graves y heridas. En un paraje más alejado de la estepa, donde el terreno era más seco, recogió flores de ajenjo para utilizarlas como antídoto general de los venenos y las reacciones tóxicas.

Le complació encontrar caléndulas intensamente amarillas, poseedoras de virtudes antisépticas y curativas, para suavizar el ardor de las picaduras; además, eran muy eficaces para ahuyentar a los insectos frotándose el cuerpo con su esencia en forma de una solución concentrada. Y en el lindero soleado de los bosques, encontró orégano, que no sólo era un eficaz repelente de los insectos, preparado en una infusión para lavar la superficie de la piel, sino que, bebido, proporcionaría al sudor de una persona un olor picante que desagradaba a los cínifes, las pulgas y la mayor parte de las moscas. Ayla incluso trató de lograr que los caballos y Lobo bebiesen un poco, aunque en realidad no se sintió demasiado segura de su éxito.

Jondalar observaba los preparativos de la joven, le formulaba preguntas y escuchaba con interés sus explicaciones. Cuando se aliviaron las irritantes picaduras y comenzó a sentirse mejor, pensó que era muy afortunado al viajar con una persona que podía hacer algo para combatir a los insectos. De haber estado solo, no habría tenido más remedio que soportarlo.

Más o menos a media mañana estaban de nuevo en camino; los cambios que Ayla había advertido antes se acentuaban de manera mucho más acusada. Ahora veían menos pantanos y más agua, y había disminuido el número de islas. El brazo septentrional del delta veía reducirse su red de sinuosos cursos de agua y todos ellos confluían en uno. Después, casi sin aviso previo, el brazo septentrional y uno de los cursos intermedios del gran delta fluvial se reunieron, duplicando la amplitud del canal y creando un enorme curso de aguas móviles. Un poco más lejos, el río se amplió de nuevo cuando el brazo meridional, que se había unido con el otro canal principal, se fusionó con el resto, de modo que los cuatro brazos formaron un solo canal profundo.

El gran curso de agua había recibido centenares de afluentes y el desagüe de dos cadenas cubiertas de hielo en su curso a través de un continente entero, pero las masas de granito de antiguas montañas habían bloqueado su avance hacia el mar en los territorios más meridionales. Finalmente, incapaces de resistir la presión inexorable del río en marcha, habían cedido, mas el obstinado lecho de las rocas se había sometido con cierta rebeldía. La Gran Madre, contenida por el estrecho pasaje, agrupaba durante un breve trecho sus distintos brazos, antes de virar bruscamente y desembocar en el mar a través del inmenso delta.

Era la primera vez que Ayla apreciaba la magnitud completa del enorme río, y aunque ya había pasado otra vez por allí, Jondalar lo había visto desde una perspectiva distinta. Estaban asombrados, paralizados por el espectáculo. La sobrecogedora extensión parecía más un mar fluyente que un río, y la superficie brillante y móvil apenas sugería la gran fuerza que se ocultaba en sus profundidades.

Ayla vio una rama rota que avanzaba hacia ellos, poco más que una estaca arrastrada por la corriente profunda y veloz, pero algo en aquel objeto atrajo su atención. Necesitó más tiempo de lo que ella había previsto para alcanzarlo, y cuando estuvo cerca, contuvo sorprendida la respiración. Desde luego, no era una rama, ¡era un árbol completo! Mientras pasaba flotando serenamente, Ayla miró maravillada uno de los árboles más grandes que había visto jamás.

—Éste es el Río de la Gran Madre —dijo Jondalar.

Antaño había recorrido todo su curso y conocía la distancia que había salvado, el terreno que había cruzado y el viaje que aún les esperaba. Aunque Ayla no comprendía por completo todo lo que aquello implicaba, sabía que, al confluir en un lugar por última vez, al final de su largo viaje, el Río de la Madre, vasto, profundo y poderoso, había llegado a su culminación; era ahora tan «grande» como ya no llegaría a serlo jamás.

Continuaron remontando el curso de las aguas espumosas, dejando detrás la desembocadura del río de aguas tumultuosas y, con ella, a muchos de los insectos que les habían atormentado y así descubrieron que también estaban alejándose de las estepas abiertas. Los amplios pastizales de los pantanos llanos dejaron paso a colinas onduladas cubiertas de grandes bosques entre los cuales se extendían verdes prados.

Hacía más fresco a la sombra de los bosques abiertos. Era un cambio tan agradable que cuando llegaron a un amplio lago rodeado de árboles, cerca de un hermoso prado verde, se sintieron tentados de detener la marcha y acampar, pese a que estaban apenas en mitad de la tarde. Siguieron avanzando a lo largo de un arroyo, en dirección a una playa arenosa, pero, cuando se aproximaron, Lobo comenzó a emitir un gruñido grave y profundo, y con el pelo erizado, adoptó una postura defensiva. Ayla y Jondalar exploraron el área con la mirada, tratando de ver lo que inquietaba al animal.

—No veo nada extraño —dijo Ayla—, pero no cabe duda de que aquí hay algo que no le gusta a Lobo.

Jondalar contempló nuevamente el lago de aspecto invitador.

—De todos modos, es temprano para acampar. Continuemos —dijo, obligando a Corredor a desviarse y a regresar hacia el río. Lobo permaneció rezagado, hasta que, por fin, se decidió a darles alcance.

Mientras atravesaban las hermosas regiones boscosas, Jondalar se sentía tan feliz que decidió que no se detendrían temprano a orillas del lago. Durante la tarde pasaron junto a otros lagos de diferentes proporciones, numerosos en la zona. Jondalar pensó que hubiera debido conocer aquel detalle debido a su recorrido anterior río abajo, pero de pronto recordó que él y Thonolan habían descendido el curso del río en una embarcación ramudoi y sólo ocasionalmente se habían detenido en la orilla.

Pero sobre todo pensaba que, por fuerza, tenía que haber gente que habitara en un lugar tan ideal y trató de recordar si alguno de los ramudoi había mencionado la existencia de miembros del Pueblo del Río que vivieran en el curso inferior de la corriente. En cualquier caso, no comunicó sus pensamientos a Ayla. Si aquella gente no se dejaba ver, sería porque no deseaba ser vista. Sin embargo, Jondalar no podía por menos que preguntarse qué habría provocado que Lobo se pusiera a la defensiva. ¿Quizá el olor del miedo humano? ¿Un sentimiento de hostilidad?

Mientras el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas que se alzaban enormes frente a ellos, se detuvieron a orillas de un lago más pequeño, donde iban a parar las aguas de varios riachuelos que descendían desde los terrenos más altos. Un canal conducía directamente al río; las grandes truchas y los salmones de río habían remontado la corriente hasta llegar al lago.

Desde el día en que llegaron al río y añadieron el pescado a su dieta regular, Ayla había trabajado a veces tejiendo una red similar al tipo utilizado por el clan de Brun para atrapar grandes peces marinos. Tenía que confeccionar primero las cuerdas; con ese fin probó varios tipos de plantas que tenían partes correosas y filamentosas. El cáñamo y el lino parecían ser especialmente eficaces, si bien el cáñamo era más resistente.

Ayla creía que había fabricado una red lo suficientemente grande para probarla en el lago, y con Jondalar sosteniendo un extremo y ella el otro, se internaron un poco en el agua y comenzaron a retroceder hacia la orilla, sosteniendo la red entre los dos. Cuando atraparon un par de truchas grandes, Jondalar se mostró incluso más interesado y pensó en la posibilidad de agregar un mango a la red, de modo que una persona pudiese atrapar un pez sin entrar en el agua. La idea se fijó en su mente.

Por la mañana avanzaron en dirección a los riscos montañosos que se alzaban al frente, atravesando una zona boscosa peculiar, frondosa y variada. Los árboles, una amplia gama de variedades de hoja caduca y coníferas, como las plantas de las estepas, estaban distribuidas en un mosaico de diferentes especies, interrumpidos a veces por la aparición de prados y lagos, y en algunas zonas bajas, por turberas o pantanos. Ciertos árboles crecían en grupos de una sola especie o asociados con otros árboles o distintas plantas, de acuerdo con las variaciones relativas al clima, la elevación, la disponibilidad del agua o de los suelos, que podían ser fangosos o arenosos, o de arena mezclada con arcilla o bien con otras combinaciones.

Los árboles de color verdoso preferían las laderas que daban al norte y los suelos más arenosos, y donde había suficiente humedad alcanzaban gran altura. Un frondoso bosque de altos abetos, cuyos ejemplares superaban los cincuenta metros, ocupaba una ladera más baja que se combinaba con los pinos que parecían alcanzar la misma altura, los cuales, si bien llegaban a los cuarenta metros, en realidad crecían en el terreno más alto que estaba inmediatamente encima. Los esbeltos grupos de abetos de color verde oscuro dejaban paso a las densas comunidades de elevadas hayas, de troncos gruesos y corteza blanca. Incluso los sauces superaban los veinticinco metros.

Donde las colinas miraban al sur y el suelo era húmedo y fértil, los árboles de madera dura y hojas anchas también alcanzaban alturas sorprendentes. Había grupos de robles gigantes con los troncos perfectamente rectos, sin ramas que se extendiesen, excepto un ramillete de hojas verdes en la copa superior; estos ejemplares superaban los cuarenta y cinco metros. Los tilos y los fresnos inmensos alcanzaban casi la misma altura, y los grandiosos arces no se quedaban atrás.

Frente a ellos, en lontananza, los viajeros podían ver las hojas plateadas de los álamos blancos mezclados con un bosquecillo de robles, y cuando llegaron al lugar, descubrieron que los robles estaban habitados por gorriones con sus crías, que anidaban en todos los recovecos concebibles. Ayla incluso descubrió nidos de gorriones con huevos y polluelos, construidos dentro de los nidos de urraca y alfaneques, a su vez ocupados por huevos y avecillas. En los bosques también había muchos petirrojos, pero sus crías ya habían emplumado.

En las laderas de acentuada pendiente, donde los huecos en el dosel de hojas permitían que la luz solar llegase mejor al suelo, la vegetación era exuberante; había clemátides floridas y otras lianas que a menudo descendían de las ramas altas del dosel. Los jinetes se aproximaron a un bosquecillo de olmos y sauces blancos cubiertos de enredaderas que trepaban por los troncos y plantas que descendían. Allí encontraron los nidos de numerosas águilas manchadas y cigüeñas negras. Pasaron al lado de álamos temblones, que se estremecían sobre las plantas de zarzamora, y de frondosas mimbreras junto a un arroyo. Un bosquecillo mixto de majestuosos olmos, elegantes hayas y fragantes tilos que se elevaba sobre una ladera, proyectaba su sombra sobre un matorral de plantas comestibles. Ambos se detuvieron allí, y cogieron frambuesas, ortigas, ramas de avellano, cuyos frutos no estaban aún del todo maduros, precisamente como le gustaban a Ayla, y unas pocas piñas con sabrosos piñones de cáscara dura en su interior.

Más lejos, un grupo de carpes había desplazado a las hayas, aunque, algo más lejos, éstas volvían a reemplazarlos. Más allá, un gigantesco carpe caído, cubierto por una densa capa de hongos de color amarillo anaranjado, movió a Ayla a iniciar una ávida recolección. El hombre colaboró en la recogida de las deliciosas setas comestibles que ella había encontrado, pero fue Jondalar quien descubrió el árbol de las abejas. Con la ayuda de una antorcha humeante y el hacha, trepó por una escala improvisada formada por el tronco caído de un abeto que aún tenía varias ramas sólidas, y desafió algunas picaduras para coger unos panales de miel. Engulleron allí mismo el desusado manjar, ingiriendo al mismo tiempo la cera y algunas pocas abejas, lo que les hizo reír como niños a causa de la pegajosa suciedad que ellos mismos habían provocado.

Aquellas regiones meridionales habían sido durante mucho tiempo la reserva natural de los árboles, las plantas y los animales de la zona templada, expulsados del resto del continente por el tiempo frío y seco. Algunas especies de pinos eran tan antiguas que habían presenciado la formación de las montañas. Criadas en pequeñas áreas que favorecían su supervivencia, estas reliquias tenderían, cuando el clima volviese a cambiar, a difundirse rápidamente por las regiones que de nuevo les serían propicias.

El hombre y la mujer, con los dos caballos y el lobo, continuaron avanzando hacia el oeste junto al ancho río, dirigiéndose a las montañas. Los detalles eran cada vez más nítidos, pero los riscos nevados constituían una imagen siempre presente, y la aproximación a ellos era tan gradual que apenas advertían que estaban acercándose. Realizaban incursiones ocasionales por las colinas de la campiña boscosa que se extendía al norte y que a veces era accidentada y difícil, pero en general permanecían cerca de la llanura, en las proximidades de la depresión ocupada por el río. El terreno era distinto, pero las planicies boscosas incluían muchas plantas y árboles iguales a los que crecían en las montañas.

Los viajeros advirtieron que el carácter del río había experimentado un cambio importante cuando llegaron a un ancho afluente que descendía de las montañas. Lo cruzaron con la ayuda del bote redondo, pero poco después tropezaron con otro río de curso rápido, en el momento mismo en que estaban virando hacia el sur, en el punto en que el Río de la Gran Madre se apartaba del extremo inferior de la cordillera. El río, que no podía trepar a las mesetas septentrionales, se desviaba bruscamente ampliándose para llegar al mar.

El bote redondo demostró nuevamente su utilidad en el cruce del segundo afluente, aunque tuvieron que remontar el curso a partir de la confluencia, a lo largo del afluente, hasta que descubrieron un lugar de aguas menos agitadas para intentar el paso. Otros cursos de agua más pequeños se incorporaban a la Madre exactamente debajo del recodo. Después, siguiendo el curso de la orilla izquierda, los viajeros se desviaron un poco hacia el oeste y a continuación intentaron dar otro rodeo. Aunque el gran río continuaba a la izquierda, ya no estaban frente a las montañas. La cadena montañosa quedaba ahora a la derecha; giraron hacia el sur, es decir, hacia las estepas abiertas y secas. Enfrente, muy lejos, las distantes prominencias púrpura cortaban el horizonte.

Ayla observaba constantemente el río a medida que remontaban el curso. Sabía que las aguas de todos los afluentes corrían hacia el curso inferior y que el gran río ahora era menos caudaloso que antes. La amplia superficie del agua en movimiento no parecía distinta, y, sin embargo, ella sentía que las aguas de la Gran Madre habían disminuido. Era una sensación que sobrepasaba los límites del conocimiento consciente y ella trataba en todo momento de comprobar si el inmenso río había cambiado de modo perceptible.

Pero antes de que pasara mucho tiempo, la apariencia del enorme río, en efecto, varió. Enterrado profundamente bajo el loess, el suelo fértil que había comenzado como polvo de roca molido finamente por los enormes glaciares y batido por el viento, y las arcillas, las arenas y las gravas depositadas en el curso de milenios por las aguas, se encontraba el antiguo macizo. Las firmes bases de arcaicas montañas habían formado un escudo permanente, tan duro que la inquebrantable corteza de granito, que presionaba sobre aquél a causa de los movimientos inexorables de la tierra, había cedido para elevarse y formar las montañas cuyos casquetes helados brillaban ahora al sol.

El macizo oculto se extendía bajo el río, mas un risco al aire, erosionado por el tiempo, pero todavía tan alto que bloqueaba la marcha del río hacia el mar, había obligado a la Gran Madre a desviarse hacia el norte en busca de una salida. Finalmente, la red impenetrable, aunque no sin resistencia, había permitido un paso estrecho; pero, antes de reagruparse entre sus límites inexorables, el enorme río había corrido paralelo a la costa del mar, atravesando la planicie, extendiéndose lánguidamente en dos brazos unidos entre sí por una serie de canales sinuosos.

El antiguo bosque quedó atrás, y Ayla y Jondalar cabalgaron hacia el sur, donde se adentraron en una región de paisaje llano y colinas bajas y onduladas cubiertas de heno, junto a un enorme pantano fluvial. La campiña se asemejaba a las estepas abiertas que se extendían junto al delta, pero era una zona más cálida y más seca, con sectores de dunas de arena, en general estabilizadas por hierbas duras, resistentes a la sequía, y con menor cantidad de árboles incluso cerca del agua. Algunas hierbas, principalmente ajenjo, salvia y estragón aromático, se imponían a los grupos de plantas leñosas que trataban de extraer sus escasos medios de subsistencia del suelo seco, en ocasiones disputando el terreno a los pinos y a los sauces achaparrados y deformes, agrupados en las inmediaciones de las márgenes de los arroyos.

El pantano, la zona inundada con frecuencia entre los brazos de los ríos, tenía una extensión apenas menor que la del gran delta, y presentaba la misma abundancia de juncos, marismas, plantas acuáticas y vida silvestre. Las islas bajas, con árboles y pequeños prados verdes, estaban rodeadas por los canales principales amarillos y fangosos, o por los espejos laterales de aguas claras habitados por peces, a menudo de proporciones poco usuales.

Cabalgaban a través de un campo abierto, bastante cerca del agua, cuando Jondalar obligó a Corredor a detenerse. Ayla y Whinney les imitaron. Él sonrió ante la expresión desconcertada de Ayla, pero antes de que ella hablase, la obligó a callar llevándose el índice a los labios, y señaló en dirección a un estanque de aguas claras. Al principio, ella no vio nada extraño; después, emergiendo sin esfuerzo de las profundidades verdosas, apareció una enorme y bella carpa dorada. Otro día, vieron varios esturiones en un lago; el gigantesco pez tenía sus buenos diez metros de longitud. Jondalar recordó un embarazoso incidente con la participación de un ejemplar de la misma especie del enorme pez. Pensó en contárselo a Ayla, pero luego cambió de idea.

Los lechos de juncos, los lagos y los estanques distribuidos a lo largo del curso irregular del río invitaban a las aves a anidar, y las grandes bandadas de pelícanos se deslizaban aprovechando las corrientes ascendentes del aire cálido; apenas necesitaban batir las anchas alas. Los sapos y las ranas comestibles entonaban los coros vespertinos y a veces servían para una comida. Los pequeños lagartos que brincaban sobre las orillas fangosas no atraían la atención de los viajeros, que en general evitaban las serpientes.

Al parecer, había más sanguijuelas en aquellas aguas, y por eso Ayla y Jondalar se mostraban más cautelosos y selectivos cuando deseaban echarse a nadar, si bien la joven estaba intrigada por las extrañas criaturas que se adherían a sus cuerpos y les extraían sangre sin que ellos se percataran. Sin embargo, las criaturas más pequeñas eran las que más mortificaban. A causa de la proximidad del pantano, había también insectos molestos, al parecer más que antes, cuyas diferentes especies obligaban a veces a los humanos y a los animales a introducirse en el río para encontrar cierto alivio.

Las montañas que se elevaban hacia el oeste retrocedieron cuando ellos se aproximaron al extremo meridional de la cordillera, estableciendo una extensión mayor de llanuras entre el gran río cuyo curso seguían y la línea de cumbres irregulares que se desplazaba hacia el sur, con los viajeros sobre su flanco izquierdo. La cadena cubierta de nieve terminaba en un brusco recodo, donde otra rama de la cordillera, que avanzaba en dirección este-oeste y definía el límite meridional, se reunía con el ramal que corría al costado de los dos viajeros. Cerca de la esquina sudeste más lejana, unos picos muy elevados dominaban a todos los demás.

Cuando continuaron hacia el sur, a lo largo del río, y se alejaron más y más de la cadena principal, alcanzaron la perspectiva que da la distancia. Al mirar hacia atrás, comenzaron a ver la extensión total de la larga línea de elevadas cimas que se desplazaban hacia el oeste. El hielo relucía en los picos más altos, en tanto que la nieve cubría las empinadas pendientes y revestía de blanco los riscos adyacentes; era un recordatorio constante de que la breve estación de calor estival en las llanuras meridionales era sólo un corto interludio en un país dominado por el hielo.

Después de dejar atrás las montañas, hacia el oeste el panorama parecía vacío; las estepas áridas e ininterrumpidas mostraban una planicie sin accidentes hasta donde alcanzaba la vista. Sin la diversidad de las colinas boscosas que modificara el panorama, o de las abruptas alturas que interrumpiesen el paisaje, un día se mezclaba con otro, y pocas cosas cambiaron mientras seguían la orilla izquierda del curso de agua y los pantanos, en dirección al sur. En cierto lugar, el río se juntó durante un tramo, y Jondalar y Ayla alcanzaron a ver estepas y mayor abundancia de árboles en la orilla opuesta, aunque todavía había islas y lechos de juncos en el ámbito de la gran corriente.

Sin embargo, antes de que terminase el día, la Gran Madre comenzó nuevamente a extenderse. Siguiendo su curso, los viajeros continuaron hacia el sur y se desviaron un poco hacia el oeste. A medida que se acercaban, las distantes colinas color púrpura cobraban altura y comenzaban a mostrar su propio carácter. En contraste con los afilados picos del norte, las montañas del sur, si bien alcanzaban cumbres tan altas que mantenían una capa de nieve y hielo hasta bien entrado el verano, tenían formas redondas y adquirían así la apariencia de mesetas.

Las montañas meridionales también afectaban al rumbo del río. A medida que los viajeros se acercaban a ellas, advirtieron que el gran curso de agua cambiaba, de acuerdo con un esquema que ya habían observado antes. Los canales sinuosos se agrupaban y enderezaban, para unirse después con otros, y finalmente lo hacían con los brazos principales. Los lechos de juncos y las islas desaparecían; los diferentes canales formaban uno solo, profundo y ancho, y de pronto, el enorme curso de agua se desvió formando un amplio recodo y se acercó a ellos.

Jondalar y Ayla siguieron el curso de ese desvío, hasta que de nuevo se encontraron mirando hacia el oeste, hacia el sol que se hundía en un cielo rojo oscuro y brumoso. Jondalar no alcanzaba a ver nubes, y se preguntaba cuál sería la causa del color vibrante y uniforme que se reflejaba en las cumbres irregulares del norte y las accidentadas mesetas allende el río, el mismo que teñía de matices sangrientos las aguas ondulantes.

Continuaron remontando el curso a lo largo de la orilla izquierda, atentos a encontrar un sitio apropiado para acampar. Ayla advirtió que de nuevo examinaba el río, intrigada por la grandiosa corriente. Varios afluentes de diferentes proporciones, algunos bastante caudalosos, habían ido a unirse desde los dos lados con el ancho río, y cada cual incrementaba el prodigioso volumen de las aguas que avanzaban hacia la desembocadura. Ayla comprendió que la Gran Madre era ahora más pequeña, pues así lo indicaba el volumen de cada uno de los ríos que habían dejado atrás; pero aun así, el río era tan grande que todavía resultaba difícil advertir cierta disminución de su tremenda capacidad. Sin embargo, en un nivel profundo de su conciencia, la joven sentía que eso era lo que había sucedido.

Ayla despertó antes del alba. Le gustaban los amaneceres cuando aún hacía fresco. Primero preparó su medicina anticonceptiva de sabor amargo y después una taza de infusión de estragón y salvia para el hombre que dormía y otra para ella. Bebió su tisana mientras contemplaba el sol matutino que despertaba a las montañas del norte. Todo comenzó con el primer atisbo sonrosado que marcó los dos picos helados, extendiéndose lentamente al principio, proyectando un resplandor rosado hacia el este. Luego, de pronto, incluso antes de que el borde de la reluciente bola de fuego enviase un fulgor titubeante sobre el horizonte, las refulgentes cumbres montañosas anunciaron su aparición.

Cuando el hombre y la mujer reanudaron la marcha, esperaban ver que el gran río se ensanchaba; por consiguiente, les sorprendió que permaneciera confinado a un solo y ancho canal. Unas pocas islas cubiertas de matorrales aparecían en el ancho curso, pero el río no se dividió en cursos diferentes. Ayla y Jondalar estaban tan acostumbrados a verlo seguir un curso sinuoso sobre los pastizales llanos, en un avance arrollador y desordenado, que les pareció extraño observar cómo la enorme masa de agua aparecía contenida durante cierto tramo. Pero la Gran Madre invariablemente recorría los terrenos más bajos abriéndose paso no sólo alrededor de las altas montañas, sino también entre éstas, en su discurrir a través del continente. El río fluía hacia el este a través de las llanuras más meridionales de su largo recorrido. El terreno bajo estaba al pie de las montañas erosionadas, las cuales limitaban y definían la orilla derecha.

En la orilla izquierda, entre el río y las cimas relucientes y perfiladas de granito y pizarra que se alzaban al norte, se extendía una plataforma, una especie de promontorio de piedra caliza, cubierta principalmente por una capa de loess. Era una región áspera y accidentada, sujeta a extremos violentos. Los vientos intensos y crueles procedentes del sur secaban la tierra en verano; la presión elevada del glaciar septentrional asestaba en invierno frígidos golpes de aire helado a través del espacio abierto. Con frecuencia eran arrastrados hasta allí, desde el este, furiosas tempestades originadas en el mar. Las lluvias ocasionales e intensas y los vientos que todo lo secaban deprisa, así como los tremendos cambios de la temperatura, determinaban que la piedra caliza que constituía la base del suelo de loess poroso se quebrara, dando origen a flancos irregulares y empinados que encerraban las mesetas lisas y abiertas.

Las hierbas duras sobrevivían en el paisaje ventoso y seco, pero había una ausencia casi total de árboles. La única vegetación leñosa estaba formada por ciertos tipos de arbustos que podían soportar tanto el calor árido como el frío cortante. Podían verse matorrales de tamariscos de ramas finas, con su follaje plumoso y los racimos de florecillas rosadas, o un espino, con bayas negras y redondas y agudas púas, los cuales salpicaban el paisaje. También había algunos arbustos de grosellas negras, pequeños y frondosos, pero predominaban los distintos tipos de artemisa, incluso un ajenjo desconocido para Ayla.

Los tallos oscuros parecían desnudos y muertos, pero cuando Ayla arrancó algunos, creyendo que sería un buen combustible para hacer fuego, descubrió que no estaban secos y quebradizos, sino verdes y vivos. Se trataba de una variedad que, tras un chaparrón, desarrollaba varias hojas dentadas con un bello plateado en el reverso, las cuales crecían a partir de los tallos, y en los extremos bifurcados había multitud de florecillas amarillentas, que semejaban ramilletes de margaritas. Excepto por los vástagos más oscuros, se parecía a la especie más conocida y de colores más claros que solía crecer cerca de la festuca y el pasto común, hasta que el viento y el sol secaban las llanuras. Entonces de nuevo parecía una planta inerte y muerta.

Con su variedad de hierbas y arbustos, las llanuras meridionales alimentaban a numerosos animales, pero ninguno que ellos no hubiesen visto ya en las estepas que se extendían más al norte, aunque en proporciones distintas; algunas de las especies que más apreciaban el frío, por ejemplo, el buey almizclero, nunca se internaban tanto al sur. En cambio, Ayla jamás había visto antes en un mismo lugar un número tan elevado de antílopes saiga. Era una especie muy extendida, cuyos ejemplares aparecían casi por doquier en las llanuras abiertas, aunque por lo general no formaban grupos muy numerosos.

Ayla se detuvo, dedicándose a observar un rebaño de aquellos animales extraños y de aspecto torpe. Jondalar había ido a investigar una caleta en el río, porque había visto allí algunos delgados troncos de árboles alineados en la orilla y le parecía que aquél no era su medio. No había árboles en este lado del río, por lo que cabía suponer que alguien los había colocado allí adrede. Cuando él volvió, Ayla tenía la mirada perdida en la lejanía.

—No estoy seguro —dijo Jondalar—. Es posible que los troncos hayan sido puestos allí por algunos miembros del Pueblo del Río; quizá alguien amarraba allí un bote. Pero también podrían ser maderos arrastrados por la corriente.

Ayla asintió, y después señaló en dirección a las estepas secas.

—Mira todos esos saigas.

Al principio Jondalar no los vio. Tenían el color del polvo. Después descubrió el perfil de los cuernos rectos con los extremos enroscados, levemente inclinados hacia delante en las puntas.

—Me recuerdan a Iza. El espíritu saiga era su tótem —dijo sonriendo la mujer.

Los antílopes saiga siempre provocaban la sonrisa a Ayla, con sus largos hocicos colgantes y su peculiar modo de andar, cosa que no disminuía su velocidad. A Lobo le encantaba perseguirlos, pero su carrera era tan rápida, que rara vez podía acercárseles demasiado, o por lo menos no podía hacerlo durante mucho rato.

Estos antílopes saiga parecían preferir sobre todo el ajenjo de tallo negro y se agrupaban en rebaños mucho más numerosos de lo acostumbrado. Un pequeño rebaño de diez o quince ejemplares era lo normal y generalmente estaba formado por hembras, con uno o dos animales jóvenes; algunas madres tenían poco más de un año. Pero en aquella región los rebaños alcanzaban la cifra de cincuenta ejemplares. Ayla se preguntó dónde estarían los machos. Los veía en cantidad elevada sólo durante la época de celo, cuando cada uno trataba de dar placer al mayor número posible de hembras, y cuantas veces podía. Después, siempre se hallaban cadáveres de machos. Era casi como si los machos se hubieran agotado en los placeres y durante el resto del año hubiesen decidido dejar a las hembras y sus crías el escaso alimento existente.

En las llanuras había también unos pocos íbices y musmones, que a menudo preferían permanecer cerca de las laderas empinadas y escarpadas, por donde las cabras y las ovejas salvajes podían trepar fácilmente. Diseminados por el territorio había enormes rebaños de uros, la mayoría con el pelaje de un negro rojizo intenso, aunque una cantidad sorprendente de ellos tenía manchas blancas, algunas bastante grandes. Vieron gamos con su pelaje de manchas irregulares, ciervos rojos, bisontes y numerosos onagros. Whinney y Corredor veían a la mayor parte de los cuadrúpedos que pastaban, pero atraían su atención sobre todo los onagros. Observaban a los rebaños de asnos parecidos a caballos y olfateaban intensamente los montones uniformes de estiércol.

Como era de esperar, no faltaba el complemento acostumbrado de pequeños animales de los pastizales: ardillas, marmotas, jerbos, hámsteres, liebres, y un tipo de puercoespín encopetado que era nuevo para Ayla. Los depredadores se ocupaban de limitar la cantidad de todas estas especies. Vieron también unos pequeños gatos salvajes, linces más grandes y enormes leones de las cavernas, además de oír la risa tartajeante de las hienas.

En los días que siguieron, el gran río cambió a menudo su curso y su dirección. Mientras el paisaje de la orilla izquierda, por donde avanzaban, continuó siendo más o menos el mismo —colinas onduladas y bajas, cubiertas de hierba, y llanuras lisas de laderas escarpadas, con montañas de bordes irregulares detrás—, vieron que la orilla opuesta presentaba un perfil más irregular y variado. Los afluentes habían practicado valles profundos; los árboles trepaban por las montañas erosionadas y a veces cubrían una ladera entera hasta el borde del agua. Las estribaciones y sus quebradas, que caracterizaban la orilla meridional, contribuían a las amplias curvas que se desviaban en todas las direcciones, e incluso giraban sobre sí mismas, pero, en general, el curso del río discurría hacia el este, en dirección al mar.

Con sus amplios giros y desvíos, el gran caudal de agua que fluía hacia ellos se extendía y dividía en diferentes canales, pero no se convertía de nuevo en una región pantanosa como el delta. Era sencillamente un enorme río o, en terreno más llano, una sinuosa serie de corrientes paralelas, con matorrales más abundantes y prados más verdes en las proximidades del agua.

Aunque a veces resultaba molesto, Ayla echó de menos el croar de las ranas del pantano, si bien el gorgorito aflautado de las diferentes especies de sapos continuaba repitiéndose en la mezcolanza de la música nocturna. Los lagartos y las víboras de las estepas también estaban presentes, y con ellos las hermosas garzas, que se alimentaban de reptiles, así como de insectos y caracoles. Ayla disfrutó observando a un par de aves de largas patas, de plumaje gris azulado con las cabezas negras y los blancos grupos de plumas detrás de cada ojo, alimentando a sus crías.

Por el contrario, no echó en falta la presencia de los mosquitos. Privados de su criadero pantanoso, los insectos irritantes y agresivos habían desaparecido casi por completo. No podía decirse lo mismo de los cínifes. Nubes enteras de estos insectos todavía agobiaban a los viajeros, y sobre todo a los que estaban cubiertos de pelo.

—¡Ayla! ¡Mira! —dijo Jondalar mostrándole una sencilla construcción de troncos y tablas al borde del río—. Es un desembarcadero. Fue construido por el Pueblo del Río.

Aunque Ayla no sabía lo que era un desembarcadero, saltaba a la vista que no se trataba de una distribución casual de materiales. Había sido construido expresamente para algún uso humano. La mujer experimentó una oleada de excitación.

—¿Eso significa que hay gente en los alrededores?

—Es probable que ahora no, porque no veo ningún bote en el desembarcadero; pero no deben de estar lejos. Supongo que es un lugar utilizado con frecuencia. No se tomarían el trabajo de construir desembarcaderos si no los utilizaran mucho; tampoco utilizarían a menudo un lugar muy alejado.

Jondalar examinó un momento el desembarcadero, y después volvió los ojos río arriba y hacia la orilla opuesta.

—No estoy seguro, pero diría que quienes construyeron esto viven al otro lado del río y que desembarcan aquí cuando cruzan. Tal vez vienen a cazar, a recolectar raíces o algo así.

Remontaron el curso del río, sin dejar de mirar en dirección a la orilla opuesta. Excepto de un modo general, hasta entonces no habían prestado mucha atención al territorio que se extendía al otro lado, y Ayla pensó que quizá allí había gente cuya presencia no habían advertido antes. No habían recorrido mucho trecho cuando Jondalar vio un movimiento en el agua, a cierta distancia, en el curso superior. Se detuvo para fijarse mejor.

—Ayla, mira allí —dijo, cuando ella le alcanzó—. Podría ser un bote ramudoi.

Ella miró y divisó algo, pero no estaba muy segura de lo que veía. Animaron a los caballos. Cuando se acercaron más, Ayla vio una embarcación distinta de las que había conocido hasta el momento. Estaba familiarizada únicamente con los botes de estilo mamutoi, armazones cubiertos de cuero, con la forma de cuenco, como el que llevaban sujeto a las angarillas. La embarcación que vio en el río era de madera, con la proa en punta. Estaba ocupada por varias personas que formaban una fila. Cuando se adelantaron un poco más, Ayla vio más gente en la orilla opuesta.

—¡Hola! —gritó Jondalar, agitando el brazo a modo de saludo. Gritó otras palabras en una lengua que ella no conocía, aunque le pareció existía una vaga semejanza con el mamutoi.

La gente del bote no respondió; Jondalar se preguntó si no le habrían oído, aunque creía que le habían visto. Gritó de nuevo, y esta vez tuvo la certeza de haber sido escuchado; pero no respondieron al saludo. En cambio, comenzaron a remar con todas sus fuerzas en dirección a la orilla opuesta.

Ayla vio que una de las personas que estaban en la otra orilla también les había visto. Corrió hacia otros que estaban cerca, y a través del río señaló a los dos viajeros. Después, él y varios más se alejaron deprisa. Un par de personas permaneció allí hasta que el bote llegó a la orilla; después, se alejaron.

—Otra vez los caballos, ¿verdad? —dijo Ayla.

A Jondalar le pareció ver un brillo de lágrimas en los ojos de Ayla.

—De todos modos, no habría sido conveniente cruzar aquí el río. La caverna de los sharamudoi que yo conozco se encuentra a este lado.

—Imagino que es así —comentó Ayla, e indicó a Whinney que continuara la marcha—. Sin embargo, podrían haber cruzado con su bote o, al menos, haber respondido al saludo.

—Ayla, piensa que nuestro aspecto debe parecerles muy extraño, a lomos de estos caballos. Debemos parecer salidos del mundo de los espíritus, con cuatro patas y dos cabezas. No puedes censurar a la gente por temer a lo que no conoce.

Más adelante, en la orilla opuesta, divisaron un espacioso valle que descendía de las montañas cercanas hasta el nivel de la poderosa corriente que se deslizaba junto a ellos. Un río de proporciones considerables atravesaba el centro del valle y vertía sus aguas en la Gran Madre con una turbulencia que provocaba remolinos en ambas direcciones y ensanchaba el curso de la corriente principal. Para hacer todavía más complicado el juego contracorriente, poco después del afluente la cordillera meridional que limitaba la orilla derecha del río se retorcía en una extraña curva.

En el valle, cerca de la confluencia de los dos ríos, pero encaramadas en una ladera, vieron varias viviendas de madera, sin duda un asentamiento. De pie, en torno de las cabañas, estaban las personas que vivían allí y miraban asombradas a los viajeros que pasaban por el lado opuesto del río.

—Jondalar. —El acento de Ayla sonaba apremiante—. Desmontemos.

—¿Por qué?

—Será la mejor manera de que esa gente, por lo menos, vea que parecemos personas, y que los caballos son sólo caballos y no criaturas de dos cabezas y cuatro patas. —Y sin más, Ayla desmontó y empezó a caminar delante de la yegua.

Jondalar asintió, pasó la pierna sobre el lomo de su caballo y saltó al suelo. Aferró la cuerda sujeta al cabestro de Corredor y siguió a la joven. Ésta había comenzado apenas a caminar, cuando el lobo se acercó corriendo a ella y la saludó como solía hacer. Saltó apoyándose en sus patas traseras, puso las delanteras en los hombros de Ayla, la lamió y le mordisqueó con suavidad el mentón. Cuando el animal se apartó, algo, tal vez un olor que había atravesado el ancho río, le hizo fijarse en las personas que los observaban. Se acercó al borde de la orilla y, alzando la cabeza, lanzó varios aullidos que terminaron en un escalofriante alarido de lobo.

—¿Por qué hace eso? —preguntó Jondalar.

—No lo sé. Tampoco él ha visto gente desde hace mucho tiempo. Quizá se alegre de verlos y quiera saludarles —dijo Ayla—. Yo también lo haría, pero no podemos cruzar fácilmente y pasar a la otra orilla, y ellos no quieren acercarse.

Después de apartarse de la amplia curva del río que había modificado la dirección que seguían antes, es decir, en busca del sol poniente, los viajeros habían torcido un poco hacia el sur, dentro de su marcha general hacia el oeste. Pero más allá del valle, donde las montañas se desviaban, marcharon de nuevo hacia el oeste. Habían llegado al punto más meridional que alcanzarían en su viaje, justo en la estación más cálida del año.

En la culminación del verano, con un sol incandescente que quemaba las llanuras sin sombra, incluso cuando las capas de hielo que tenían el espesor de las montañas cubrían una cuarta parte de la Tierra, el calor podía ser agobiante en los extremos meridionales del continente. Un viento intenso, cálido y constante, que excitaba sus nervios, empeoraba las cosas. El hombre y la mujer, que cabalgaban uno al lado del otro, o bien caminaban sobre la ardiente estepa para permitir que los caballos descansaran, se ajustaban a una rutina según la cual, el viaje, si no fácil, por lo menos se hacía posible.

Despertaban con el primer resplandor del alba en los picos septentrionales más elevados, y después de un ligero desayuno, consistente en té caliente y comida fría, se ponían en marcha antes de que hubiese amanecido por completo. A medida que el sol se elevaba en el cielo, asestaba sus rayos con tal intensidad sobre las estepas abiertas que de las entrañas de la tierra brotaban oleadas de calor sofocante. Una película de sudor que les deshidrataba hacía brillar la piel intensamente bronceada de los humanos y empapaba el pelaje de Lobo y los caballos. La lengua del lobo colgaba de sus fauces y el animal jadeaba a causa del calor. No deseaba correr por su cuenta para explorar o cazar; en cambio, acoplaba su paso al de Whinney y Corredor, que avanzaban pesadamente, gacha la cabeza. Los jinetes mantenían el cuerpo laxo y permitían que los caballos avanzaran a su aire; hablaban poco durante el asfixiante calor del mediodía.

Cuando ya no podían soportarlo más, buscaban una playa llana, preferiblemente cerca de un remanso de aguas claras o de un canal poco impetuoso de la Gran Madre. Ni siquiera Lobo resistía la tentación de sumergirse en las aguas más lentas, aunque todavía vacilaba un poco si la corriente era rápida. Cuando los humanos con quienes viajaba se acercaban al río, desmontaban y comenzaban a desatar los canastos, Lobo se abalanzaba y se zambullía el primero en el agua. Si era un afluente, por lo general todos se sumergían en las aguas refrescantes y cruzaban el río antes de desatar las angarillas, los canastos o el arnés.

Después de renovar sus fuerzas en el agua, Ayla y Jondalar buscaban con qué alimentarse, si no les habían quedado restos o no habían hallado algo en el camino. El alimento abundaba, incluso en las estepas cálidas y polvorientas, y en particular en los lugares frescos y de aguas abundantes, sobre todo si se sabía dónde y cómo conseguirlo.

Casi siempre lograban atrapar peces cuando se lo proponían, con el método de Ayla, o el de Jondalar, o una combinación de los dos. Si la situación lo exigía, utilizaban la larga red de Ayla, internándose en el agua, sosteniéndola entre los dos. Jondalar había ideado un mango para una parte de la red de Ayla, y de ese modo había creado una especie de red sumergible. No se sentía del todo satisfecho con el artefacto, pero, en determinadas circunstancias, era útil. También pescaba con sedal y anzuelo, fabricado este último con un pedazo de hueso que había afilado hasta obtener unos extremos puntiagudos y que llevaba un fuerte cordel atado en el centro. Como carnada enganchaba en el anzuelo pedazos de pescado, carne o lombrices. Una vez que el pez lo tragaba, un rápido tirón solía conseguir que el anzuelo se clavara de costado en la garganta del pez, de forma que una punta sobresaliese por cada lado.

A veces, Jondalar pescaba ejemplares grandes con el anzuelo. Una vez que perdió uno de éstos, fabricó una especie de arpón para atrapar otros peces. Comenzó con la rama ahorquillada de un árbol, cortada exactamente bajo la unión. Utilizó como mango el brazo más largo de la bifurcación; afiló el más corto y lo usó como gancho para clavarlo en el cuerpo del pez. Había cerca del río algunos árboles pequeños y matorrales altos; los primeros arpones que Jondalar hizo fueron eficaces, pero, por lo visto, nunca podría dar con una rama lo bastante sólida para que durara mucho tiempo. El peso y la resistencia de un pez grande quebraba a menudo el artefacto, de modo que Jondalar continuaba buscando maderas más sólidas.

La primera vez que el hombre vio la cornamenta fue al pasar a su lado, tomando nota mentalmente de su existencia y llegando a la conclusión de que probablemente se había desprendido de un ciervo rojo de tres años; pero, en realidad, no había prestado atención a su forma. No obstante, la cornamenta continuó presente en su mente, hasta que, de pronto, recordó las puntas curvadas hacia atrás, y entonces volvió a recoger el material. La cornamenta era resistente y dura, y no se quebraba con facilidad; además, tenía el tamaño y la forma apropiados. Si la afilaba con habilidad, obtendría un arpón excelente.

En ocasiones Ayla todavía pescaba a mano, como le había enseñado Iza. Cuando la veía, Jondalar se asombraba. El proceso era sencillo, se decía el hombre, pero aun así, no había podido asimilarlo. Sólo se necesitaba práctica, habilidad y paciencia, una infinita dosis de paciencia. Ayla observaba las raíces, las maderas flotantes o las rocas que poblaban la orilla, y también los peces a los que les gustaba descansar en aquellos lugares. Los peces nadaban hacia el curso superior, siguiendo la corriente descendente, y movían las aletas y los músculos natatorios sólo lo indispensable para mantenerse en el mismo lugar, con lo que evitaban que la corriente los arrastrase.

Cuando Ayla veía una trucha o un salmón pequeño, entraba en el agua río abajo, dejaba colgar la mano sumergida en el agua y luego avanzaba despacio remontando el curso. Se movía incluso con mayor lentitud cuando se acercaba al pez y evitaba remover el lodo o agitar el agua, porque eso podía provocar que el nadador en reposo huyera rápidamente. Con mucho cuidado, desde atrás, deslizaba la mano bajo el pez, tocándolo apenas, o acariciándolo, y el pez parecía no advertirlo. Cuando llegaba a las branquias, lo aferraba con un movimiento rápido, sacaba el pez del agua y lo arrojaba a la orilla. Jondalar corría a atraparlo antes de que saltase de nuevo al río.

Ayla también descubrió mejillones de agua dulce, similares a los que había en el mar, cerca de la caverna del clan de Brun. Otra de sus actividades consistía en buscar plantas como el amaranto, la hierba de pasto y la uña de caballo, que poseían una elevada proporción de sal natural, para renovar sus reservas un poco disminuidas; tampoco desdeñaba otras raíces, hojas y semillas que comenzaban a madurar. Las perdices eran comunes en los pastizales y matorrales abiertos próximos al agua, y las polladas se unían para formar grandes bandadas. Las regordetas aves eran un excelente bocado y no resultaba demasiado difícil atraparlas.

Descansaban durante el peor calor de la jornada, después del mediodía, mientras se cocía la comida principal. Dado que cerca del río a lo sumo había unos árboles achaparrados, montaban la tienda, que hacía a veces de toldo, lo que les proporcionaba un poco de sombra y mitigaba el terrible calor del paisaje abierto. Más avanzada la tarde, cuando comenzaba a refrescar, reanudaban la marcha. Como cabalgaban de frente al sol poniente, usaban los sombreros cónicos tejidos para protegerse los ojos. Empezaban a buscar un lugar apropiado para pernoctar en el momento en que el disco resplandeciente se hundía en el horizonte y organizaban el sencillo campamento en la penumbra; a veces, cuando había luna llena y la estepa brillaba, iluminada por su frío fulgor, cabalgaban incluso de noche.

La comida nocturna era bastante ligera; a menudo consistía en alimentos sobrantes del mediodía, en ocasiones acompañados de unas pocas verduras frescas, cereales o carne, si habían encontrado algo en el camino. Ayla preparaba para la mañana siguiente cualquier cosa que pudiera ser consumida rápidamente y sin calentar. Por lo general también daban de comer a Lobo. El animal, si bien buscaba su propio alimento durante la noche, se había aficionado a la carne cocida, y hasta le gustaban los granos y las verduras. Rara vez armaban la tienda; sí usaban, en cambio, las cálidas pieles de dormir, porque, por las noches, la temperatura descendía deprisa y las mañanas solían ser frescas y brumosas.

De vez en cuando, las tormentas estivales y las lluvias torrenciales suponían un imprevisto baño refrescante y, en general, bien recibido, aunque a veces la atmósfera era después más agobiante todavía y, por otra parte, Ayla odiaba los truenos. Le recordaban demasiado el ruido de los terremotos. El relámpago que surcaba el cielo, iluminando la noche, siempre la llenaba de ansiedad, en tanto que lo que atemorizaba a Jondalar era el rayo que caía cerca. El hombre detestaba estar a campo abierto en tales circunstancias y siempre sentía el deseo de deslizarse bajo su piel de dormir y de tener la tienda sobre su cabeza, aunque resistía el impulso de esconderse y nunca lo reconocía.

Con el correr del tiempo, además del calor, los insectos fueron el inconveniente que más notaron los dos. Las mariposas, las abejas, las avispas, incluso las moscas y unos cuantos mosquitos no eran demasiado molestos. La principal molestia la causaban las nubes de cínifes, los más pequeños de todos ellos. Si bien las personas sufrían incomodidades, los animales lo pasaban mucho peor. Estas tenaces criaturas estaban por doquier: en los ojos, la nariz y la boca, así como en la piel sudorosa bajo el pelaje deslucido.

Los caballos de la estepa generalmente emigraban hacia el norte durante el verano. Su pelaje espeso y su cuerpo compacto estaban adaptados al frío, y aunque había lobos en las llanuras meridionales —ningún depredador estaba más difundido—, Lobo provenía del norte. En el transcurso del tiempo, los lobos que vivían en las regiones meridionales habían protagonizado varios procesos de adaptación a las condiciones extremas del sur, con sus veranos cálidos y secos y sus inviernos casi tan fríos como las regiones más próximas a los glaciares, aunque también podían presenciar nevadas mucho más intensas. Por ejemplo, perdían su pelaje en proporción mucho más elevada cuando la temperatura subía y las lenguas colgantes les refrescaban con más eficacia.

Ayla hacía todo lo posible por los dolientes animales, pero incluso los remojones cotidianos en el río y las diferentes medicaciones no les liberaban por completo de los minúsculos cínifes. Las llagas supurantes y abiertas se infectaban con los huevos que maduraban con rapidez y se desarrollaban a pesar del tratamiento aplicado por la mujer. Tanto los caballos como Lobo perdían puñados de pelo, hasta tal punto que aparecían calvas en su espeso pelaje, que se apelmazaba y perdía brillo.

Mientras lavaba con un líquido calmante una llaga purulenta abierta cerca de una de las orejas de Whinney, Ayla dijo:

—¡Estoy harta de este calor y de estos terribles mosquitos! ¿Jamás volverá a refrescar?

—Ayla, tal vez reces para volver a pasar este calor antes de que hayamos llegado al final del viaje.

Poco a poco, a medida que remontaban el curso del gran río, las accidentadas tierras altas y los elevados picos del norte comenzaban a acercarse; la cadena de montañas erosionadas del sur cobró más altura. Con todas las revueltas y todos los sesgos en la orientación general hacia el oeste, habían estado desviándose un poco hacia el norte. Después, viraron hacia el sur, antes de realizar un brusco giro que comenzó a llevarlos al noroeste, más adelante describió un arco hacia el norte y finalmente incluso hacia el este, durante largo trecho, antes de curvarse en cierto punto y conducirlos de nuevo hacia el noroeste.

Aunque no podía decir exactamente cuál era la razón —no había determinados sitios que él pudiera identificar concretamente—, Jondalar sentía que el paisaje le era familiar. Si seguían el curso del río avanzarían hacia el noroeste, pero él estaba seguro de que el curso de agua volvería a retroceder. Decidió, por primera vez desde que habían llegado al gran delta, abandonar la seguridad del Río de la Gran Madre y cabalgar hacia el norte a lo largo de un afluente e internarse en las estribaciones de las montañas altas y puntiagudas que ahora estaban mucho más cerca del río. La ruta que siguieron por la orilla del afluente giraba gradualmente hacia el noroeste.

Frente a ellos las montañas empezaban a agruparse; un risco que unía el largo arco de la cadena septentrional coronada por el hielo se aproximaba a las mesetas meridionales erosionadas, las cuales ofrecían perfiles más definidos, más elevados y con más hielo, hasta que quedaron separadas tan sólo por un estrecho barranco. El risco albergaba otrora un profundo mar interior rodeado por altas cadenas, pero, en el transcurso de muchos milenios, el agua que desbordaba de la acumulación anual comenzó a desgastar la piedra caliza, la piedra arenisca y el esquisto de las montañas. El nivel de la cuenca interior descendió lentamente para alcanzar la altura del corredor que a la sazón estaba excavándose en la roca, hasta que al fin, una vez drenado el mar, quedó detrás el fondo liso que se convertiría en un mar de hierba.

El estrecho barranco cerraba el Río de la Gran Madre con paredes ásperas y empinadas de granito cristalino, y la roca volcánica que antaño había adoptado la forma de saliente y se había incrustado en la roca más blanda y erosionada de las montañas, emergió por ambos costados. Era un largo pasaje a través de las montañas, hasta las llanuras meridionales y, al final, hasta el Mar de Beran; Jondalar sabía que no había modo de caminar junto al río cuando éste atravesaba el barranco. La única solución era rodearlo.