Capítulo 32

S’Armuna salió de su morada para observar a los dos visitantes que se alejaban hacia la linde del campamento. Vio entonces que Attaroa y Epadoa, de pie frente a la residencia de la jefa, también se habían vuelto a mirarles. La hechicera se disponía a entrar en casa, cuando advirtió que de pronto Ayla cambiaba de dirección y se acercaba a la empalizada. Attaroa y su subordinada, la jefa de las Lobas, también la vieron desviarse, y ambas avanzaron deprisa para cerrar el paso de la mujer rubia. Llegaron casi simultáneamente junto al cercado. La mujer mayor lo hizo un momento después.

A través de las rendijas, Ayla escudriñó los ojos y las caras de los observadores silenciosos que estaban en el interior de la empalizada. Contemplados más de cerca, ofrecían un espectáculo lamentable; estaban sucios y desgreñados, cubiertos con pieles raídas, pero lo peor de todo era el hedor que se desprendía del cercado. No sólo era maloliente; para el olfato agudo de la hechicera también era revelador. Los olores normales del cuerpo de los individuos sanos no le molestaban, al igual que tampoco le mortificaba una cantidad prudencial de desechos corporales normales, pero allí había olor a enfermedad. El hálito fétido del hambre extrema, el hedor penetrante y repulsivo de excrementos procedentes de organismos que padecían de disturbios gástricos y fiebre, el espantoso olor del pus que manaba de las heridas infectadas y supurantes, mezclado con el pútrido de la gangrena, todas estas sensaciones asaltaron sus sentidos y la irritaron.

Epadoa se detuvo frente a Ayla, con la intención de impedirle que mirara, pero la joven ya había visto lo suficiente. Volviéndose, se encaró a Attaroa.

—¿Por qué retenéis aquí a estas personas, detrás de una empalizada, como si fueran animales en un corral?

Hubo una exclamación de sorpresa de la gente que observaba la escena cuando oyeron la traducción, y todos contuvieron la respiración, en espera de la airada reacción de la jefa. Nadie se había atrevido jamás a formularle una pregunta semejante.

Attaroa miró hostil a Ayla, quien a su vez la contempló con un sentimiento incontenible de cólera. Tenían casi la misma estatura; si acaso, la mujer de ojos negros era un poco más alta. Ambas eran mujeres vigorosas, Attaroa más corpulenta, como atributo natural de su herencia, mientras que los músculos de Ayla eran lisos y resistentes, fortalecidos por el ejercicio. La jefa era algo mayor que la forastera, poseía más experiencia y astucia, y sobre todo era totalmente imprevisible. La visitante era una rastreadora y cazadora experta, percibía rápidamente los detalles, sacaba conclusiones y podía actuar según su propio criterio.

De pronto, Attaroa lanzó una carcajada, cuyo sonido vesánico, ya conocido por Jondalar, provocó en éste un escalofrío.

—¡Porque lo merecen! —exclamó la mujer.

—Nadie merece ese trato —replicó Ayla, antes de que S’Armuna pudiese traducir. De modo que la mujer repitió el comentario de Ayla en beneficio de Attaroa.

—¿Qué sabes tú? No estabas aquí. No sabes cómo nos trataban —dijo la mujer de ojos negros.

—¿Te obligaron a permanecer a la intemperie cuando hacía frío? ¿No te dieron comida ni ropa? —Algunas de las mujeres allí congregadas parecían un tanto inquietas—. ¿Serás mejor que ellos si los tratas peor de como te trataron?

Attaroa no se molestó en contestar a las palabras repetidas por la hechicera, pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios era dura y cruel.

Ayla advirtió un movimiento detrás de la empalizada y vio que algunos de los hombres se apartaban para permitir que se adelantaran los dos adolescentes que habían estado en el refugio. Todos los demás se agruparon alrededor de ellos. Ayla se encolerizó más cuando vio a muchachos heridos, y a los niños que tenían frío y hambre. Entonces observó que algunas de las Lobas habían entrado en el cercado con sus lanzas. Sintió tanta furia que apenas podía contenerse, y habló directamente a las mujeres.

—¿También te maltrataron estos niños? ¿Qué te hicieron para justificar esto?

S’Armuna se encargó de que todos entendieran las palabras de Ayla.

—¿Dónde están las madres de estos niños? —preguntó la joven a Epadoa.

La jefa de las Lobas miró a Attaroa después de escuchar las palabras en su propia lengua, en espera de que ésta dijera algo en su descargo, pero Attaroa se limitó a mirarla con su sonrisa cruel, como si aguardara a que Epadoa hablase.

—Algunas han muerto —dijo ésta.

—Las mataron cuando intentaban huir con sus hijos —declaró una de las mujeres más cercanas—. El resto no se atreve a hacer nada, por miedo a que lastimen a sus hijos.

Ayla vio que quien había hablado era una anciana, mientras Jondalar comprobaba que era la misma que había llorado tan ruidosamente en el funeral de los tres jóvenes. Epadoa le asestó una mirada amenazadora.

—Epadoa, ¿qué más puedes hacerme? —dijo la mujer, avanzando audazmente. Ya te llevaste a mi hijo, y de una forma u otra mi hija pronto desaparecerá. Soy demasiado vieja y no me importa si vivo o muero.

—Nos traicionaron —dijo Epadoa—. Ahora, todos saben lo que les sucederá si intentan huir.

Attaroa no dio muestras de compartir o rechazar lo que Epadoa acababa de decir. En lugar de ello, con una expresión de desagrado en su semblante, volvió la espalda a la tensa escena y caminó hacia su morada, dejando a cargo de Epadoa y sus Lobas la vigilancia del cercado. No obstante, se detuvo volviéndose bruscamente cuando oyó un zumbido estridente y agudo. Una fugaz expresión de miedo reemplazó su sonrisa fría y cruel cuando vio a los dos caballos, que habían permanecido casi fuera del alcance de la vista, al fondo del campo, dirigiéndose al galope hacia Ayla. A continuación se apresuró a entrar en su vivienda.

El resto de los presentes experimentaron un sentimiento mezcla de asombro y desconcierto cuando la mujer rubia y el hombre de cabellos de color amarillo claro montaron de un salto en los animales y se alejaron al galope. La mayoría de los que estaban allí deseaban que se les ofreciera la oportunidad de partir con la misma rapidez y facilidad, y muchos se preguntaban si volverían a ver alguna vez a los dos forasteros.

—Ojalá pudiéramos seguir el viaje —dijo Jondalar, después de haber aminorado la marcha y cuando ya había logrado que Corredor caminara a la altura de Ayla y Whinney.

—También a mí me gustaría —aseguró Ayla—. Ese campamento es insoportable; me produce cólera y tristeza. Incluso me irrita que S’Armuna haya tolerado que la situación se prolongara tanto tiempo, aunque la compadezco y comprendo su remordimiento. Dime, Jondalar, ¿cómo liberaremos a los niños y a esos hombres?

—Tendremos que planearlo con S’Armuna —repuso Jondalar—. Me parece evidente que la mayoría de las mujeres desea que cambie su existencia, y estoy seguro de que muchas de ellas nos ayudarían si supieran cómo actuar. S’Armuna sabrá quiénes son.

Procedentes de la llanura, habían entrado en el bosque abierto y cabalgaron entre los árboles, que en algunos sitios raleaban bastante, en dirección al río. Dieron después un rodeo para regresar al lugar en el que habían dejado al lobo. Apenas se aproximaron, Ayla emitió un silbido suave y Lobo se abalanzó a saludarles, casi fuera de sí a causa de su alegría. Se había mantenido alerta en el paraje donde Ayla le había ordenado permanecer, y ahora los dos humanos lo elogiaron y premiaron su espera. Ayla advirtió que el animal había cazado y llevado su presa al lugar donde se mantenía al acecho; lo cual significaba que había abandonado durante algún tiempo su escondrijo. El detalle la inquietó, pues estaban demasiado cerca del campamento y las Lobas; pero no tuvo valor para reprenderlo. De cualquier modo, se sintió aún más decidida a alejarlo cuanto antes de las cazadoras que comían carne de lobo.

En silencio llevaron los caballos de regreso al río y se acercaron al bosquecillo en el que habían ocultado sus cosas. Ayla extrajo una de las pocas tortas que aún les quedaban, la partió en dos y entregó a Jondalar el trozo más grande. Se sentaron entre los matorrales y empezaron a comer, contentos por estar lejos del ambiente deprimente del campamento s’armunai.

De pronto, Ayla oyó el gruñido grave y prolongado de Lobo y sintió un escalofrío.

—Alguien viene —murmuró Jondalar, alarmado a su vez por el aviso del animal.

Dispuestos a no dejarse sorprender, Ayla y Jondalar pasearon la mirada por toda el área, convencidos de que los sentidos más agudos de Lobo habían percibido el peligro inminente. Al ver la dirección en que apuntaba el hocico de Lobo, Ayla examinó con cuidado la barrera de arbustos y no tardó en descubrir que se acercaban dos mujeres. Estaba casi segura de que una de ellas era Epadoa. Tocó el brazo de Jondalar y señaló en aquella dirección. Cuando la vio, él asintió.

—Espera; calma a los caballos —dijo ella con signos, en la lengua muda del clan—. Yo haré que Lobo se oculte. Seguiré a las mujeres y las mantendré alejadas.

—Voy contigo —contestó Jondalar, también con signos.

—Las mujeres me hacen más caso —dijo Ayla.

Jondalar asintió a regañadientes.

—Vigilaré desde aquí, con el lanzavenablos —aceptó Jondalar de mala gana—. Coge el tuyo.

Ayla asintió, siempre en silencio, explicando que llevaba también su honda.

Con movimientos subrepticios, Ayla describió un círculo frente a las dos mujeres, y luego aguardó. Cuando ellas se aproximaron con paso lento, Ayla oyó la conversación.

—Unavoa, estoy segura de que vinieron aquí después de abandonar el campamento que habitaban anoche —dijo la jefa de las Lobas.

—Pero ya han visto nuestro campamento. ¿Por qué continuamos buscando aquí?

—Tal vez regresen por este camino, y aunque no sea así, podemos averiguar algo acerca de ellos.

—Hay quien dice que desaparecen o que se convierten en aves o caballos cuando se alejan —dijo la Loba más joven.

—No seas tonta —replicó Epadoa—. ¿Acaso no descubrimos dónde acamparon anoche? ¿Para qué necesitarían organizar un campamento si pudiesen convertirse en animales?

«Tiene razón», pensó Ayla, «por lo menos usa la cabeza y razona. En realidad no es tan mala rastreadora; hasta es probable que sea una buena cazadora. Lástima que esté tan cerca de Attaroa».

Ayla, agazapada detrás de una maraña de matorrales y altas hierbas amarillas, las vio acercarse. En un momento en que las dos mujeres tenían los ojos clavados en el suelo, se incorporó silenciosamente, con el lanzavenablos preparado.

Epadoa se sobresaltó, sorprendida, y Unavoa saltó hacia atrás y emitió un breve chillido de miedo cuando levantaron los ojos y vieron a la forastera rubia.

—¿Me buscabais? —preguntó Ayla, en la lengua de las dos mujeres—. Aquí estoy.

Unavoa parecía dispuesta a huir, e incluso Epadoa se mostraba nerviosa y asustada.

—Estábamos…, estábamos cazando —tartamudeó Epadoa.

—Aquí no hay caballos para arrojarlos al abismo —dijo Ayla.

—No estábamos cazando caballos.

—Lo sé. Estabais cazando a Ayla y Jondalar.

Su repentina aparición, así como el acento extraño con que hablaba la lengua de las dos mujeres, hacían que la joven pareciera exótica, un ser proveniente de un lugar muy lejano, quizá incluso de otro mundo. En cualquier caso, las dos mujeres sólo deseaban alejarse cuanto antes de alguien que parecía poseer atributos de carácter sobrehumano.

—Creo que esas dos deberían regresar a su campamento, pues de lo contrario se perderán el gran festín de esta noche.

La voz procedía del bosque y hablaba mamutoi, pero las dos recién llegadas entendían la lengua y comprendieron que quien hablaba era Jondalar. Volvieron la mirada en dirección a la voz y vieron que el hombre alto y rubio se apoyaba con aparente descuido en el tronco de un ancho alerce de corteza blanca, con la lanza y el lanzavenablos preparados.

—Sí. Tenéis razón. No queremos perdernos el festín —dijo Epadoa. Empujó a su joven compañera, que había enmudecido, y ambas les dieron la espalda, alejándose a toda prisa.

Cuando se hubieron perdido de vista, Jondalar no pudo resistir la tentación de sonreír abiertamente.

El sol se ponía al caer la tarde del corto día invernal cuando Ayla y Jondalar cabalgaban en dirección al campamento s’armunai. Habían cambiado el escondite de Lobo, dejándole un poco más cerca del poblado, pues pronto oscurecía y la gente rara vez se alejaba de la luz del fuego durante la noche, aunque, de todos modos, Ayla continuaba temiendo que lo capturasen.

S’Armuna salía de su vivienda en el momento en que los dos viajeros desmontaban en el límite del campo, y la mujer sonrió aliviada al verles. A pesar de las promesas de Jondalar y de Ayla, era inevitable que se hubiera preguntado si regresarían. Después de todo, ¿por qué los forasteros iban a mostrarse dispuestos a afrontar riesgos para ayudar a personas que ni siquiera conocían? Hacía varios años que los propios parientes de los habitantes del poblado no se habían acercado por allí para cerciorarse de que todos estaban bien. Por supuesto, ni amigos ni parientes habían sido bien recibidos durante las últimas visitas.

Jondalar retiró el cabestro de Corredor, porque deseaba que el animal tuviera total libertad de movimientos. Tanto Ayla como él despidieron a los caballos con unas palmadas amistosas en la grupa, para inducirlos a alejarse del campamento. S’Armuna se acercó a los dos.

—Estamos terminando los preparativos para la Ceremonia del Fuego, que será mañana. Siempre encendemos fuego la víspera, ¿queréis venir a calentaros? —preguntó la mujer.

—Hace frío —dijo Jondalar con un gesto de asentimiento. Ambos siguieron a S’Armuna hasta el horno situado en el lado opuesto del campamento.

—Ayla, he encontrado la forma de calentar la comida que trajiste. Recuerdo tu comentario de que caliente estaría más sabrosa, y sin duda tenías razón. Huele maravillosamente —afirmó S’Armuna sonriente.

—¿Cómo puedes calentar una mezcla tan espesa en canastos? —preguntó la joven.

—Te lo demostraré; ven conmigo —invitó la mujer, y se inclinó para entrar en la antesala de la pequeña estructura. Ayla la siguió, imitada por Jondalar. Aunque no había fuego en el pequeño hogar, la pieza estaba bastante caldeada. S’Armuna se dirigió directamente a la abertura de la segunda cámara y quitó el omoplato de mamut que la cubría. El aire que llegó del interior estaba caliente, lo suficiente para poder cocinar, pensó Ayla. Al fijarse vio que dentro de la cámara ardía un fuego y que, cerca de la entrada, pero algo retirados del fuego, estaban sus dos canastos.

—En efecto, huele bien —confirmó Jondalar.

—No tienes idea de cuántas personas han venido a preguntar a qué hora comenzará el festín —dijo S’Armuna—. El aroma llega incluso al cercado. Ardemun también ha estado aquí; quería saber si era verdad que los hombres recibirán una parte. Y no es eso sólo. Estoy sorprendida; Attaroa ordenó a las mujeres que prepararan comida para un festín, advirtiéndoles que la cantidad debería alcanzar para todos. Ya he olvidado la última vez que asistimos a un auténtico festín…, aunque bien es cierto que no hemos tenido muchos motivos para celebrar nada, lo que me obliga a preguntarme qué será lo que celebraremos esta noche.

—La llegada de unos visitantes —dijo Ayla—. Están honrando a los visitantes.

—Sí, los visitantes. —El tono en que la mujer pronunció estas palabras denunciaba su incertidumbre—. Recordad que ésa fue la excusa de Attaroa para induciros a regresar. Quiero haceros una advertencia. No bebáis ni comáis nada que no hayan probado primero los demás. Attaroa conoce muchas sustancias perjudiciales que pueden disimularse con el alimento. Si es necesario, consumid únicamente lo que vosotros mismos trajisteis. Yo he controlado con sumo cuidado estos canastos.

—¿Incluso aquí? —se extrañó Jondalar.

—Nadie se atreve a entrar sin mi autorización —dijo La Que Servía a la Madre—, pero aun así es conveniente vigilar. Y una vez fuera de este lugar, permaneced siempre alerta. Attaroa y Epadoa han estado reunidas la mayor parte del día. Están tramando algo.

—Y cuentan con muchos auxiliares, nada menos que todas las Lobas. Pero a nosotros, ¿quién podrá ayudarnos? —preguntó Jondalar.

—Casi todos los restantes pobladores desean un cambio.

—Pero ¿quién ayudará? —inquirió Ayla.

—Creo que podemos contar con Cavoa, mi servidora.

—Pero está embarazada —dijo Jondalar.

—Eso contribuirá a que se decida a actuar. Todos los signos indican que tendrá un varón. Luchará por la vida de su hijo; incluso si tuviera una niña, lo más probable es que Attaroa no le permita vivir mucho tiempo después de destetar a la pequeña, y Cavoa lo sabe.

—¿Qué nos dices de la mujer que habló hoy? —dijo Ayla.

—Se llama Esadoa, y es la madre de Cavoa. Sin duda podéis contar con ella, pero dice que soy tan culpable como Attaroa por la muerte de su hijo.

—Recuerdo haberla visto en el funeral —dijo Jondalar—. Arrojó algo a la tumba, y eso irritó a Attaroa.

—Sí, algunas herramientas para usarlas en el otro mundo. Attaroa había prohibido que se les diera nada que pudiese ayudarles en el mundo de los espíritus.

—Creo que tú la apoyaste.

S’Armuna se encogió de hombros, como si el asunto careciera de importancia.

—Le dije que una vez entregadas las herramientas, no es posible recuperarlas. Ni siquiera ella se atrevió a retirarlas de la tumba.

—Estoy seguro de que todos los hombres que están en el cercado nos ayudarán —dijo el hombre.

—Por supuesto, pero primero hay que liberarlos. Las guardianas desempeñan con gran celo su trabajo. No creo que nadie pueda entrar allí en este momento. Quizá dentro de unos días. Y eso nos dará tiempo para sondear a las mujeres. Cuando sepamos cuántas están dispuestas a ayudarnos, podremos trazar un plan para dominar a Attaroa y sus Lobas. Me temo que será preciso luchar contra ellas. Es el único modo de sacar del cercado a los hombres.

—Creo que tienes razón —dijo Jondalar con expresión sombría.

Ayla sacudió la cabeza, preocupada ante aquella idea. El campamento ya había presenciado tanto sufrimiento, que la idea de combatir, de provocar más dificultades y dolor, resultaba inquietante. Deseaba que hubiera otro modo de resolver el problema.

—Dijiste que habías suministrado a Attaroa una pócima para dormir a los hombres. ¿No podrías hacer lo mismo con Attaroa y sus Lobas? Si ellas se adormecieran… —se aventuró a decir Ayla.

—Attaroa está en guardia. No comerá ni beberá nada que no haya sido probado antes por otra persona. Es lo que hacía Dolan en otros tiempos. Ahora creo que ella utilizará con el mismo fin a uno de sus niños —dijo S’Armuna, mientras miraba hacia fuera—. Ya casi ha oscurecido. Si estáis preparados, es hora de que comience el festín.

Ayla y Jondalar retiraron los canastos depositados en la cámara interior; después, La Que Servía a La Madre cerró de nuevo. Una vez fuera, vieron que habían encendido una gran hoguera frente a la morada de Attaroa.

—Me preguntaba si os invitaría a entrar en su vivienda; sin embargo, parece que, a pesar del frío, el festín se hará al aire libre —dijo S’Armuna.

Cuando se aproximaron, cada uno con su canasto, Attaroa se volvió a mirarles.

—Como deseabais compartir este festín con los hombres, me pareció lo mejor comer aquí, pues de ese modo podréis verles —explicó. S’Armuna tradujo lo que Attaroa acababa de decir, aunque Ayla comprendió perfectamente las palabras de la mujer, e incluso Jondalar conocía la lengua de los s’armunai lo suficiente para entender el significado.

—Pero es difícil verlos en la oscuridad. Sería conveniente encender otra hoguera cerca de donde están ellos —dijo Ayla.

Attaroa se quedó unos instantes en suspenso, y después se echó a reír, pero no hizo nada para satisfacer la sugerencia de la joven.

El festín parecía una comilona extravagante de muchos platos, pero en realidad consistía principalmente en carne magra con muy poca grasa, acompañada de una reducida cantidad de verduras, granos o raíces abundantes en almidón, sin rastro de frutas secas ni de productos dulces, ni tan siquiera de lo que podía obtenerse de la cara interior de la corteza de árbol. Había un poco del brebaje levemente fermentado que se preparaba con la savia del alerce, pero Ayla decidió que no lo bebería, y le agradó ver que una mujer se acercaba y servía una infusión caliente de hierbas en las tazas de aquéllos a quienes les apetecía. Ayla había probado el brebaje de Talut y sabía que podía enturbiar su lucidez; precisamente aquella noche necesitaba reflexionar con absoluta claridad.

Ayla pensó que, en conjunto, el festín era bastante pobre, aunque los habitantes del campamento no pensaran lo mismo. La comida estaba compuesta por la clase de alimentos que quedaban al final de la temporada, en vez de los que podían obtenerse mediado el invierno. Unas cuantas pieles habían sido distribuidas alrededor de la plataforma elevada de Attaroa, cerca de la gran hoguera destinada a los invitados. El resto de la gente había llevado sus propias pieles, para sentarse encima mientras comían.

S’Armuna condujo a Ayla y a Jondalar a la plataforma cubierta de pieles de Attaroa, y allí permanecieron de pie, esperando que la jefa se acercara. Ésta aparecía ataviada con sus mejores prendas de piel de lobo y los collares de caninos, hueso, marfil y concha, todo ello adornado con trozos de piel y plumas. Pero lo que más llamó la atención de Ayla fue el bastón que sostenía, el cual había sido fabricado con un colmillo de mamut enderezado.

Attaroa mandó que sirvieran la comida, y con una mirada intencionada a Ayla, ordenó que la parte separada para los hombres fuera llevada al cercado, incluido el cuenco aportado por Ayla y Jondalar. Acto seguido tomó asiento en su plataforma. Todos los demás interpretaron su acción como la señal para sentarse en sus respectivas pieles. Ayla vio que el asiento elevado proporcionaba una situación de superioridad a la jefa. Situada a cierta altura con respecto a los demás, podía ver y observar por encima de sus cabezas. Ayla recordó que siempre habían surgido ocasiones en las que alguien se subía a un trono o a un montón de piedras, cuando había que decir algo a un grupo y deseaba que todos lo oyesen; pero siempre había sido de forma transitoria.

Mientras observaba las posturas y los gestos inconscientes de la gente a su alrededor, Ayla comprendió que Attaroa había elegido un lugar preponderante. Todos parecían expresar, con relación a Attaroa, la actitud de deferencia que las mujeres del clan adoptan cuando se sentaban en silencio frente a un hombre, esperando el golpecito en el hombro que les concedía el derecho de expresar sus pensamientos. Sin embargo, existía una diferencia que no era fácil definir; en el clan nunca notó resentimiento alguno por parte de las mujeres, circunstancia que a todas luces se daba en el campamento, ni tampoco falta de respeto en el caso de los hombres. Era simplemente el modo de hacer las cosas, el comportamiento natural, espontáneo y no impuesto, y permitía que todos prestaran total atención a la comunicación entre ellos, la cual se expresaba principalmente por medio de signos y gestos.

Mientras esperaba que les sirvieran, Ayla trató de examinar mejor el bastón de la jefa. Era similar al Báculo Que Habla usado por Talut y el Campamento del León, con la diferencia de algunas tallas muy extrañas, en absoluto parecidas a las del bastón usado por Talut, a pesar de lo cual le resultaban vagamente conocidas. Ayla recordó que Talut utilizaba el Báculo Que Habla en distintas ocasiones, incluidas ciertas ceremonias, pero en particular durante las asambleas o los debates.

El Báculo Que Habla confería a quien lo empuñaba el derecho de hablar, y permitía que cada individuo formulara una declaración, o expresase un punto de vista sin ser interrumpido. La siguiente persona que tenía algo que decir pedía entonces el artefacto. En principio, se suponía que hablaba únicamente quien tenía el báculo, aunque en el Campamento del León, y sobre todo en medio de una discusión o un diálogo acalorado, la gente no siempre esperaba su turno. Pero si hacía alguna advertencia al respecto, Talut por lo general podía conseguir que la gente se atuviera a la norma, de modo que quien quisiese hablar tenía la oportunidad de decir unas palabras.

—Es un Báculo Que Habla muy extraño, y tiene tallas muy hermosas —dijo Ayla—. ¿Puedo verlo?

Attaroa sonrió al oír la traducción de S’Armuna. Acercó el objeto a Ayla y lo puso más cerca del fuego, pero no se lo entregó. Pronto fue evidente que no tenía la menor intención de soltarlo y Ayla intuyó que la jefa estaba utilizando el Báculo Que Habla para asumir el poder que emanaba del objeto. Mientras Attaroa lo tuviera, todo aquel que pretendiese hablar tenía que solicitar su permiso y, por extensión, otras actividades —como, por ejemplo, cuándo servir los alimentos o cuándo empezar a comer— debían esperar su autorización. Ayla comprendió que, al igual que la plataforma, era un medio para condicionar y controlar el comportamiento de la gente. El asunto dio mucho que pensar a Ayla.

El báculo en sí era bastante extraño, saltaba a la vista que no se trataba de una talla reciente. El color del marfil de mamut había comenzado a adquirir un tono amarillento, y el puño aparecía gris y brillante, a causa de la suciedad acumulada y el sudor de las numerosas manos que lo habían sostenido, puesto que se había utilizado durante muchas generaciones.

El motivo tallado en el colmillo enderezado era una abstracción geométrica de la Gran Madre Tierra, formada por óvalos concéntricos que constituían los pechos colgantes, el vientre redondeado y los muslos voluptuosos. El círculo era el símbolo de todo, la globalidad, la totalidad del mundo conocido y el desconocido, y simbolizaba a la Gran Madre de Todos. Los círculos concéntricos, y sobre todo el modo en que eran utilizados para sugerir los atributos maternos importantes, reforzaban el simbolismo.

La cabeza era un triángulo invertido, cuya punta formaba el mentón, en tanto que la base se curvaba lentamente para adoptar la forma de una bóveda en el extremo superior. El triángulo que apuntaba hacia abajo era el símbolo universal de la Mujer, la forma externa de su órgano generador, y por tanto también simbolizaba la maternidad de la Gran Madre de Todos. La zona de la cara contenía una serie horizontal de barras dobles paralelas, con las que se unían las líneas grabadas lateralmente, que iban desde el mentón puntiagudo hasta la posición de los ojos. El espacio más amplio entre el conjunto superior de líneas horizontales dobles y las líneas curvas que corrían paralelas al extremo superior curvado estaba ocupado por tres conjuntos de líneas dobles que eran perpendiculares, uniéndose donde hubieran debido estar los ojos.

Pero los dibujos geométricos no constituían una cara. Excepto por el detalle de que el triángulo invertido ocupaba el lugar de una cabeza, las marcas talladas ni siquiera sugerían una cara. La expresión sobrecogedora de la Gran Madre superaba las posibilidades del ser humano común que quisiera contemplarla. Sus poderes eran tan grandes que Su Mirada por sí sola podía deslumbrar. El abstracto simbolismo de la figura del Báculo Que Habla de Attaroa expresaba con sutileza y elegancia este significado de poder.

Gracias a las enseñanzas que había comenzado a recibir de Mamut, Ayla recordó el sentido más profundo de algunos símbolos. Los tres lados del triángulo —tres era el número primario de la Madre— representaban las tres estaciones principales del año, es decir, la primavera, el verano y el invierno, aunque también se admitía la existencia de dos estaciones secundarias adicionales, el otoño y la mitad del invierno, las estaciones que señalaban los cambios futuros, con lo cual se obtenía el número de cinco. Ayla había aprendido que cinco era el número oculto, el número del poder de la Madre, pero los tres triángulos invertidos estaban al alcance de la comprensión de todos.

Recordó las formas triangulares en las tallas de la mujer-pájaro, las cuales representaban a la Madre trascendente transformándose para adoptar Su forma de pájaro, las formas que Ranec había creado… Ranec… De pronto, Ayla recordó dónde había visto antes la figura del Báculo Que Habla de Attaroa. ¡La camisa de Ranec! Aquella hermosa camisa de suave cuero blanco amarillento que él vestía en la ceremonia de la adopción de Ayla. La prenda en cuestión causó un auténtico revuelo en parte a causa de su estilo desusado, con el cuerpo angosto y las mangas anchas y flotantes. Además, debido a su color, hacía un bonito contraste con la tez morena de Ranec, si bien el atractivo provenía sobre todo de los diseños decorativos.

Estaba adornada con espinas de puercoespín teñidas de colores brillantes e hilos de tendón con una figura abstracta de la Madre, la cual podría muy bien haber sido copiada directamente de la talla que aparecía en el báculo de Attaroa. Tenía los mismos círculos concéntricos, la misma cabeza triangular; sin duda, los s’armunai eran parientes lejanos de los mamutoi, es decir, de donde provenía originariamente la camisa de Ranec. Al menos, eso pensó Ayla. Si ellos habían seguido la ruta del norte sugerida por Talut, tenían que haber pasado por aquel campamento.

Después de que ellos partieron, el hijo de Nezzie, llamado Danug, el joven que estaba convirtiéndose en la viva imagen de Talut, le había dicho que algún día él haría un viaje al país de los zelandonii, para visitarles a ella y a Jondalar. ¿Qué sucedería si Danug, en efecto, decidía realizar ese viaje cuando tuviera algunos años más y atravesaba aquellos parajes? ¿Qué ocurriría si Danug u otro mamutoi caían prisioneros en el campamento de Attaroa y sufrían las consecuencias? Semejante pensamiento fortaleció su decisión de ayudar a aquella gente a aniquilar el poder de Attaroa.

La jefa retiró el báculo que Ayla había estado estudiando, y se volvió hacia ella con un cuenco en las manos.

—Como eres la visitante a quien honramos, y ya que has aportado a este banquete una contribución que está mereciendo tantos elogios —dijo Attaroa con evidente sarcasmo—, permíteme ofrecerte un poco de la especialidad de una de nuestras mujeres.

El cuenco estaba lleno de setas, pero como habían sido cortadas y cocidas, no había manera de identificar a qué variedad pertenecían.

S’Armuna tradujo, añadiendo en voz baja:

—Ten cuidado.

Ayla, sin embargo, no necesitaba la traducción ni la advertencia.

—Por el momento no deseo setas —dijo.

Attaroa rió tras escuchar, repetidas en su lengua, las palabras de Ayla, como si hubiera previsto una respuesta de ese estilo.

—¡Qué lástima! —exclamó, y acto seguido metió la mano en el cuenco y extrajo una porción generosa. Cuando hubo tragado lo suficiente para poder hablar, añadió—: ¡Están deliciosas!

Engulló varios bocados más; luego entregó el cuenco a Epadoa, sonrió con aire de suficiencia y vació su copa de brebaje de alerce.

A medida que avanzaba la comida, bebió varias copas más y comenzó a manifestar los efectos del brebaje; empezó a hablar en voz alta y a insultar. Una de las Lobas, que había quedado a cargo del cercado —se había turnado con otras guardianas, al objeto de que todas pudieran participar del festín—, se aproximó a Epadoa, quien, tras un breve intercambio de palabras, dio unos pasos hasta colocarse al lado de Attaroa y le habló en voz baja.

—Parece que Ardemun desea salir para expresar el agradecimiento de los hombres por este festín —dijo Attaroa, y rió burlonamente—. Estoy segura de que no es a mí a quien desean dar las gracias, sino a nuestra apreciada visitante. —Volviéndose hacia Epadoa ordenó—: Dile al viejo que venga.

La guardiana se retiró y pronto apareció Ardemun, quien avanzó cojeando hacia el fuego, desde la puerta de la empalizada de madera. A Jondalar le sorprendió su alegría al volver a ver a aquel hombre, dándose cuenta entonces de que no había sabido nada de él ni de sus compañeros después de salir del cercado. Se preguntó cómo estarían todos.

—¿Conque los hombres quieren agradecerme el festín? —preguntó la jefa.

—Sí, S’Attaroa. Me han pedido que viniera a decírtelo.

—Dime, viejo, ¿por qué me cuesta creerte?

Ardemun sabía que no debía contestar. Se limitó a permanecer en pie, con la vista baja, como si deseara que la tierra se lo tragara.

—¡Es un inútil! ¡Es un inútil! Ya no tiene fuerza para resistir —dijo disgustada Attaroa—. Como todos. Son todos unos inútiles. —Se volvió hacia Ayla—. ¿Por qué te mantienes atada a ese hombre? —señaló a Jondalar—. ¿Acaso no tienes suficiente valor para liberarte de él?

Ayla esperó la traducción de S’Armuna, y eso le dio tiempo para meditar su respuesta.

—Yo he elegido estar con él. He vivido sola demasiado tiempo —replicó Ayla.

—¿De qué te servirá cuando se convierta en un hombre débil y flojo como Ardemun? —dijo Attaroa, dirigiendo una mirada de burla al anciano—. Cuando su instrumento esté tan debilitado que no pueda darte placer y sea tan inútil como el resto de estos hombres…

De nuevo Ayla esperó la traducción de la mujer mayor, a pesar de que había entendido las palabras de la jefa.

—Nadie permanece eternamente joven. Un hombre es mucho más que un instrumento.

—Pero tú deberías desembarazarte de éste; no durará mucho tiempo —indicó con un gesto al hombre alto y rubio—. Da la impresión de ser fuerte, pero es pura apariencia. No tuvo la fuerza necesaria para poseer a Attaroa o quizá estuviera asustado —lanzó una carcajada y bebió otra taza de brebaje, encarándose a Jondalar—. Eso fue lo que pasó. Reconócelo, me temes, por eso no pudiste poseerme.

Jondalar también lo entendió y se encolerizó.

—Existe una gran diferencia entre miedo y falta de deseo, Attaroa —replicó—. No puedes imponer el deseo. No compartí el don de la Madre contigo porque no te deseaba.

S’Armuna miró a Attaroa, estremeciéndose antes de iniciar la traducción, y casi se obligó a abstenerse de modificar las palabras del hombre alto y rubio.

—¡Es mentira! —gritó Attaroa, irritada. Se puso de pie y se inclinó sobre él—. Me temías, zelandonii. Pude verlo claramente. He luchado antes contra otros hombres, y tú incluso temiste combatir conmigo.

También Jondalar se levantó, imitado por Ayla. Varias mujeres se colocaron a su alrededor.

—Estas personas son nuestros invitados —dijo S’Armuna, poniéndose a su vez en pie—. Fueron invitados a compartir nuestro festín. ¿Hemos olvidado el modo de tratar a los visitantes?

—Sí, por supuesto, son nuestros invitados. —El tono de Attaroa era despectivo—. Debemos mostrarnos corteses y hospitalarios con los visitantes, porque, de lo contrario, la mujer se formará una mala opinión de nosotros. Yo os demostraré cuánto me importa lo que penséis de nosotros. Salisteis de aquí sin mi permiso. ¿Sabéis lo que hacemos con las personas que huyen de aquí? ¡Las matamos! ¡Exactamente como te mataré a ti! —chilló la jefa, y se arrojó sobre Ayla blandiendo un afilado y puntiagudo peroné de caballo, el equivalente de una daga formidable.

Jondalar intentó intervenir, pero las Lobas de Attaroa le habían rodeado, y las puntas de sus lanzas presionaban sobre el pecho, el estómago y la espalda del hombre con tanta fuerza que perforaron la piel y brotó la sangre. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, le ataron las manos a la espalda mientras Attaroa derribaba a Ayla, montaba a horcajadas sobre ella y acercaba la daga a su cuello, sin el más mínimo indicio de la embriaguez que hasta entonces parecía dominarla.

Jondalar comprendió que todo había sido una treta. Mientras ellos conversaban, tratando de idear el modo de reducir el poder de Attaroa, ésta planeaba matarlos. Se sintió muy estúpido, porque hubiera debido preverlo. Había jurado que protegería a Ayla. En cambio, se veía reducido, lleno de temor por ella, a mirar impotente cómo la mujer amada trataba de desprenderse de su atacante. Ésa era la razón por la que todos sentían pánico de Attaroa. Mataba sin vacilación ni remordimiento.

El ataque de la despiadada mujer había pillado a Ayla totalmente por sorpresa. No tuvo tiempo de desenfundar un cuchillo ni de sacar la honda, carecía de experiencia en el combate con personas. Jamás había luchado contra nadie en su vida. Pero Attaroa estaba encima de ella, con una afilada daga en la mano, tratando de matarla. Ayla aferró la muñeca de la jefa y trató de apartar el brazo amenazador. Ella era fuerte, pero Attaroa también lo era, al mismo tiempo astuta, y su brazo seguía descendiendo, pese a la resistencia de Ayla, con la afilada punta cada vez más cerca del cuello de la joven.

En un impulso instintivo, Ayla rodó de costado en el último momento, pero la daga le rozó el cuello, dejando una línea roja cada vez más ancha, antes de hundirse hasta la mitad de la hoja en el suelo. Ayla continuaba aferrada por la mujer, cuya cólera vesánica acentuaba su fuerza. Attaroa extrajo la daga del suelo, golpeó después a la mujer rubia, aturdiéndola, se le montó de nuevo a horcajadas y alzó el brazo para asestarle la puñalada definitiva.