Capítulo 3

—¡Lobo! ¡Quédate aquí! —ordenó Ayla al joven animal que, movido por la inquietud, pugnaba por adelantarse. Ayla descendió del lomo de Whinney y caminó para acercarse a Jondalar, que también había desmontado y avanzaba cautelosamente a través de las hierbas menos tupidas que había al frente, en dirección a los alaridos y al sordo retumbar del suelo. Llegó al lado de Jondalar cuando éste se había detenido, y ambos apartaron los últimos tallos altos para tratar de averiguar lo que pasaba. Ayla dobló una rodilla para sujetar a Lobo al mismo tiempo que miraba, sin poder apartar los ojos de la escena que se producía en el claro.

Un agitado rebaño de mamuts lanudos se movía de un lado a otro; al comer habían dejado un enorme claro cerca del borde de la zona de hierbas altas; un mamut grande necesitaba más de trescientos kilos de alimento diario. Por lo tanto, un rebaño podía limpiar rápidamente de vegetación una zona considerable. Había animales de diferentes edades y tamaños, hasta algunos que sin duda habían nacido apenas unas semanas antes. Eso significaba que era un rebaño formado principalmente por hembras emparentadas: madres, hijas, hermanas y tías, acompañadas de sus retoños; una familia grande dirigida por una vieja matriarca sabia y astuta, una hembra visiblemente más corpulenta.

A primera vista, un pardo rojizo parecía ser el color dominante en los mamuts lanudos, pero un examen más atento revelaba muchos matices diferentes. Algunos eran más rojos, otros más pardos y otros tendían al amarillo y al oro, y no pocos parecían casi negros vistos desde lejos. Un pelaje espeso, de doble capa, los cubría por completo, desde los anchos troncos y las orejas excepcionalmente pequeñas, hasta las colas cortas que terminaban en mechones oscuros, así como las patas robustas y las anchas pezuñas. Las dos capas de pelo contribuían a acentuar las diferencias de color.

Aunque gran parte del vellón tibio, denso, sorprendentemente suave, había crecido en un período anterior al del verano, ya había comenzado la aparición del pelo del año siguiente y tenía un color más claro que la capa superior esponjosa, aunque más tosca, que protegía del viento al animal, proporcionándole además profundidad y diferentes matices. Los pelos externos más oscuros, de diferentes longitudes, algunos hasta de un metro de largo, colgaban como una falda de los flancos y formaban una masa espesa que partía del abdomen y la papada —la piel floja del cuello y el pecho— formando un colchón bajo el animal cuando éste se tumbaba en el suelo helado.

Ayla miraba fascinada a una pareja de mellizos jóvenes de hermoso pelaje de color rojo dorado, acentuado por los largos pelos negros del reborde, que asomaban detrás de las enormes patas y la larga falda ocre de la madre que los protegía.

El pelo color pardo oscuro de la vieja líder aparecía salpicado de gris. Ayla también divisó los pájaros blancos que eran permanentes compañeros de los mamuts, tolerados e ignorados, ya eligieran posarse sobre una cabeza melenuda, o evitasen hábilmente una enorme pata, mientras se alimentaban de los insectos que merodeaban alrededor de las grandes bestias.

Lobo gimió, ansioso por investigar más de cerca a los gigantescos animales, pero Ayla lo contuvo, mientras Jondalar retiraba la cuerda del canasto de Whinney. La guía encanecida se volvió para mirar hacia donde ellos estaban; permaneció así un buen rato —vieron que tenía quebrado uno de sus largos colmillos— y, después, desvió su atención hacia cosas más importantes.

Sólo los machos muy jóvenes permanecían con las hembras; generalmente se separaban del rebaño natal algún tiempo después de alcanzar la pubertad, alrededor de los doce años, pero varios solteros jóvenes, incluso unos pocos de más edad, pertenecían a este grupo. Los había atraído una hembra de pelaje castaño oscuro. Estaba en celo y era la causa de la conmoción que Ayla y Jondalar habían oído. Una hembra en celo, es decir, en el período reproductor en el que las hembras podían concebir, resultaba sexualmente atractiva para todos los machos, a veces en mayor grado de lo que a ella le hubiera gustado.

La hembra de pelaje castaño acababa de reunirse con su grupo de familia, después de separarse de tres machos jóvenes de poco más de veinte años, que habían estado persiguiéndola. Los machos que habían renunciado a su intento, aunque sólo de momento, se mantenían a cierta distancia del apretado rebaño que descansaba mientras ella buscaba respiro después del ajetreo en medio de las hembras excitadas. Una cría de dos años corrió hacia el objeto de la atención del macho y fue saludado con un suave toque de una trompa; encontró uno de los dos pechos entre las patas delanteras de la hembra y comenzó a mamar, mientras ella arrancaba una carga de forraje. Los machos la habían perseguido y acosado el día entero y había tenido escasa oportunidad de alimentar a su cría, ni siquiera de comer o beber ella misma. Tampoco ahora se le ofrecerían demasiadas posibilidades.

Un macho de tamaño mediano se aproximó al rebaño y comenzó a tocar a las restantes hembras con la trompa, entre las patas traseras, a bastante distancia de la cola, oliendo y saboreando para comprobar su disposición. Como los mamuts continuaban creciendo a lo largo de toda su vida, las proporciones de este ejemplar indicaban que era mayor que los tres que habían estado persiguiendo antes a la hembra en celo; probablemente tenía más de treinta años. Al verlo acercarse, la hembra de pelaje castaño se alejó a trote rápido. El macho abandonó inmediatamente a las otras hembras y partió tras ella. Ayla contuvo una exclamación cuando el animal liberó de su envoltura el órgano enorme y éste comenzó a hincharse para formar una S larga y curva.

Jondalar, que estaba en pie al lado de Ayla, oyó la respiración de ésta y le echó una ojeada. Ella se volvió a mirarlo, y los ojos de ambos, igualmente asombrados y maravillados, se encontraron y sostuvieron la mirada unos instantes. Aunque ambos habían cazado mamuts, ninguno de ellos había observado muy a menudo y tan de cerca a las grandes bestias lanudas; y ninguno de ellos las había visto jamás acoplarse.

Mientras observaba a su compañera, Jondalar notó que la sangre se aceleraba en sus venas. Ella estaba excitada, sonrojada, la boca entreabierta; respiraba de prisa, y sus ojos, muy abiertos, emitían un centelleo de curiosidad. Fascinados por el sobrecogedor espectáculo de aquellas dos enormes criaturas que se disponían a honrar a la Gran Madre Tierra, tal como ella lo exigía a todos sus hijos, se dieron la vuelta y retrocedieron con rapidez.

Entretanto, la hembra describió un amplio arco, manteniéndose alejada del corpulento macho, y logró regresar al rebaño de su familia, aunque eso no modificó mucho la situación. Poco después volvía a ser perseguida. Un macho la alcanzó y comenzó a montarla, pero ella no cooperó y se lo quitó de encima, si bien el animal alcanzó a salpicarle las patas traseras. A veces, la cría trataba de seguir a la hembra castaña que continuaba zafándose de los solteros, hasta que por fin decidió permanecer con las otras hembras. Jondalar se preguntó por qué lucharía tanto por evitar a los machos interesados. ¿Acaso no esperaría la Madre que también las hembras de mamut le rindiesen honores?

Como si se hubieran puesto de acuerdo para detenerse y comer, hubo un rato de silencio; todos los mamuts se desplazaron lentamente hacia el sur, entre los altos pastos, arrancando rítmicamente un montón de hierba tras otro. En las escasas ocasiones en que estaba a salvo de la persecución de los machos, la hembra de pelaje castaño permanecía con la cabeza inclinada; tenía aspecto de estar muy fatigada mientras intentaba comer.

Los mamuts pasaron la mayor parte del día y la noche comiendo. Aunque fuese un alimento más basto y de peor calidad —incluso podían comer pedazos de corteza arrancados con los colmillos— era su comida más habitual en invierno; los mamuts necesitaban consumir enormes cantidades de sustancias fibrosas para sostenerse. En los varios centenares de kilos de vegetales que consumían todos los días y que pasaban por su cuerpo en el lapso de doce horas, se incluía una porción pequeña pero necesaria de plantas de hoja ancha que eran más nutritivas, y a veces algunas hojas bien elegidas de sauce, haya o aliso, cuyo valor alimenticio era más elevado que el de las ásperas hierbas altas y los juncos, aunque podían ser tóxicos para los mamuts si los ingerían en gran cantidad.

Cuando las enormes bestias lanudas se alejaron un poco, Ayla ató la cuerda al cuello del joven lobo, ya que parecía estar más interesado aún que ella y Jondalar. Quería acercarse más y más, pero Ayla no quería que molestara al rebaño o lo inquietase. Ayla intuía que la guía les había autorizado a permanecer allí, pero sólo si se mantenían a distancia. Tras coger de la rienda a los caballos, que se mostraban a su vez nerviosos y excitados, describieron un círculo a través de las hierbas altas y siguieron al rebaño. Aunque ya llevaban cierto tiempo observándolo, ni Ayla ni Jondalar deseaban alejarse. Los mamuts parecían seguir a la expectativa. Algo se avecinaba. Quizá se trataba de que aún no se había producido el acoplamiento y se sentían poco menos que invitados a observar como testigos privilegiados, pero en realidad parecía existir algo más.

Mientras marchaban con paso lento tras el rebaño, ambos estudiaron de cerca a los enormes animales, pero cada uno lo hizo desde un ángulo distinto. Ayla había sido cazadora desde temprana edad y observaba con frecuencia a los animales, pero sus presas normalmente eran mucho más pequeñas. Por regla general, los individuos aislados no cazaban mamuts; eran la presa de grandes grupos organizados y coordinados. En realidad, ella ya había estado antes cerca de las grandes bestias, en las ocasiones en que había salido a cazarlas con los mamutoi. Pero durante la cacería se disponía de poco tiempo para observar y aprender, y Ayla no sabía cuándo se le ofrecería otra oportunidad para examinar tan atentamente a la hembra y al macho.

Aunque sabía que el perfil de cada uno tenía formas características, esta vez prestó especial atención al asunto. La cabeza de un mamut era grande y alta —con enormes cavidades nasales que ayudaban a entibiar el aire invernal terriblemente frío que respiraban— y las proporciones aumentaban a causa de un relleno de grasa y un conspicuo mechón de pelos duros y oscuros. Justo a continuación de la cabeza se hallaba la depresión profunda de la nuca del cuello corto, que conducía a un segundo relleno de grasa, sobre la cruz, a más altura que las paletillas. Desde allí, el lomo descendía bruscamente hacia la pelvis pequeña y las caderas casi esbeltas. Ayla sabía, gracias a la experiencia de descuartizar y comer carne de mamut, que la gordura de la segunda joroba tenía una calidad distinta que la capa de grasa de unos ocho centímetros de espesor que se extendía bajo la gruesa piel de más de dos centímetros. Era más delicada y más sabrosa.

Los mamuts lanudos tenían patas relativamente cortas en relación con su tamaño, cosa que les facilitaba la ingestión del alimento, pues comían principalmente pasto, no las hojas verdes y altas de los árboles, como era el caso de sus parientes ramoneadores de los climas tibios; había pocos árboles en las estepas. Pero lo mismo que les ocurría a aquéllos, la cabeza del mamut estaba a bastante distancia del suelo, y era demasiado grande y pesada, en particular a causa de los enormes colmillos, de tal modo que no podía sostenerse sobre un cuello largo para alcanzar directamente la comida y la bebida, como hacían los caballos o los ciervos. La evolución de la trompa había resuelto el problema de llevarse a la boca el alimento y el agua.

El hocico peludo y sinuoso del mamut lanudo tenía fuerza suficiente para arrancar un árbol o alzar un pesado bloque de hielo y arrojarlo al suelo para que se dividiera en fragmentos más pequeños y mejor aprovechables para obtener agua en invierno; además, el animal era bastante diestro para elegir y arrancar una sola hoja. El hocico también estaba maravillosamente adaptado a la tarea de arrancar la hierba. En el extremo tenía dos proyecciones. Un apéndice parecido a un dedo en la parte superior, el cual permitía un control delicado, y una estructura más ancha y chata, muy flexible, en la parte inferior, casi una mano, pero sin huesos o dedos.

Jondalar contempló asombrado la agilidad y la fuerza de la trompa cuando vio a un mamut enrollar la proyección inferior muscular alrededor de un haz de hierbas altas que crecían muy cerca unas de otras, y sujetarlas, mientras el dígito superior tocaba otros tallos que crecían cerca, de forma que finalmente se acumuló una buena carga. Aseguró la sujeción del conjunto cerrando el dedo superior alrededor del manojo, como si hubiese sido un pulgar contrapuesto, y la trompa peluda arrancó la hierba del suelo, junto con las raíces. Después de sacudir parte de la tierra, el mamut se llevó el alimento a la boca, y mientras masticaba iba buscando más.

La devastación que un rebaño dejaba tras de sí a medida que realizaba su larga emigración por las estepas era considerable, o al menos causaba esa impresión. Sin embargo, a pesar de toda la hierba arrancada de raíz y de la corteza extraída de los árboles, aquella destrucción resultaba beneficiosa para las estepas y para otros animales. Como eliminaban las hierbas altas de tallos leñosos y los arbolillos, quedaban libres lugares que permitían el crecimiento de vegetales más sustanciosos y hierbas nuevas; un alimento que era esencial para el resto de los habitantes de las estepas.

Ayla se estremeció de pronto y experimentó una extraña sensación en los huesos. Advirtió que los mamuts habían cesado de comer. Varios levantaron la cabeza y miraron hacia el sur, las orejas peludas atentas, la cabeza moviéndose hacia delante y hacia atrás. Jondalar advirtió un cambio en la hembra color rojo oscuro, la misma que antes había sido perseguida por todos los machos. Su expresión de fatiga había desaparecido; ahora su actitud era expectante. De pronto, emitió un mugido profundo y vibrante. Ayla notó su resonancia dentro de su cabeza, luego, como reacción, se le puso la carne de gallina, porque del sudoeste, a modo de respuesta, llegó un mugido sordo que parecía el sonido de un trueno distante.

—Jondalar —dijo Ayla—. ¡Mira hacia allí!

Jondalar miró hacia el lugar que ella señalaba. Corriendo hacia ellos, envuelto en una nube de polvo que se elevaba como agitada por un torbellino, pero con la cabeza abovedada y las paletillas visibles sobre las altas hierbas, apareció un enorme mamut rojo pálido, de colmillos fantásticos e inmensos, curvados hacia arriba. Donde nacían, a ambos lados de la mandíbula superior, eran enormes. Se abrían hacia los costados a medida que descendían, para después curvarse hacia arriba y formar una espiral hacia dentro, cuyas puntas gastadas apenas se tocaban. Con el tiempo, si no se rompían, formarían un gran círculo con los extremos cruzados al frente.

Los elefantes de espeso pelaje de la Edad del Hierro eran animales bastante macizos, que rara vez superaban los tres metros treinta en la cruz, pero sus colmillos alcanzaban un enorme tamaño, el más espectacular de todas estas especies. Cuando un mamut macho robusto cumplía los setenta años, los grandes apéndices curvos de marfil podían alcanzar una longitud de casi cinco metros, y cada uno pesaba unos ciento veinte kilos.

Se percibió un olor fuerte, acre y almizclado mucho antes de que se aproximara el macho rojizo, provocando una oleada de frenética excitación entre las hembras. Cuando llegó al claro, todas corrieron hacia él, ofreciéndole su olor con grandes chapoteos de orina, chillando, trompeteando y emitiendo sus saludos. Lo rodearon, volviéndose y mostrándole las ancas, o tratando de tocarle con las trompas. Se sentían atraídas, pero también abrumadas. Entretanto, los machos se retiraron hacia la periferia del grupo.

Cuando el recién llegado estuvo bastante cerca, de modo que Ayla y Jondalar pudieron contemplarlo a sus anchas, también ellos se sintieron desconcertados. Tenía una gran cabeza abovedada, que permitía ver con nitidez las líneas de marfil enroscado. Por una parte superaban con mucho la longitud y el diámetro de los colmillos más pequeños y más rectos de las hembras, pero, por añadidura, aquellos colmillos impresionantes lograban que los apéndices más que respetables de otros grandes machos parecieran minúsculos. Las orejas pequeñas y peludas, ahora erguidas, el mechón oscuro rígido y erecto, y el pelaje pardorrojizo claro, con los pelos más largos desordenados y flotando al viento, lograban que el cuerpo enorme de por sí pareciese aún más grande. Con casi sesenta centímetros más que los machos de mayor corpulencia, y doble peso que las hembras, era con mucho el animal más gigantesco que cualquiera de los dos humanos hubiera visto jamás. Después de sobrevivir a tiempos difíciles y gozar de momentos propicios durante más de cuarenta y cinco años, estaba en la cumbre de sus condiciones físicas, era un mamut macho en la plenitud de la fuerza; en verdad ofrecía una estampa magnífica.

En cualquier caso, los restantes machos retrocedieron no sólo por el dominio natural que ejercía el tamaño de aquel ejemplar. Ayla vio que tenía las sienes muy hinchadas y, a medio camino entre los ojos y las orejas, el pelaje rojizo estaba manchado con hilos negros, dejados por un fluido almizclado y viscoso que manaba sin cesar. De su cuerpo surgía continuamente, y a veces el propio animal la lamía, una orina de un fuerte olor acre, que revestía el pelo de las patas y la funda de su órgano viril con una espuma verdosa. Ayla se preguntó si estaría enfermo.

Pero las glándulas temporales hinchadas y otros síntomas no indicaban enfermedad. En los mamuts lanudos, no sólo las hembras entraban en celo, otro tanto les ocurría todos los años a los machos que habían alcanzado la edad adulta; es decir, entraban en un período en el que la disposición sexual se acentuaba. Aunque un mamut macho llegaba a la pubertad alrededor de los doce años, no comenzaba el celo antes de frisar los treinta, y entonces duraba sólo una semana; pero cuando entraba en los cuarenta se encontraba en óptimas condiciones físicas y podía tener un celo que duraba tres o cuatro meses cada año. Aunque después de la pubertad cualquier macho podía acoplarse con una hembra receptiva, los machos tenían mucho más éxito cuando estaban en celo.

El gran macho de pelaje rojizo no sólo dominaba con su cuerpo al resto, sino que estaba en pleno celo y había llegado, en respuesta a la llamada de la hembra, para unirse con otro animal en celo.

A corta distancia, los mamuts machos sabían cuándo estaban preparadas las hembras para concebir, porque el olor les advertía, lo mismo que sucedía con la mayor parte de los machos de las especies cuadrúpedas. No obstante, los mamuts recorrían territorios tan dilatados que habían adquirido otro modo de comunicar que estaban preparados para acoplarse. Cuando una hembra estaba en celo, o en el caso de que lo estuviera un macho, el timbre de la voz descendía. Los sonidos muy graves no se apagan cuando atraviesan distancias largas, como sucede con los tonos más altos, y las llamadas profundas y retumbantes emitidas sólo en estas circunstancias recorrían muchos kilómetros a través de las vastas planicies.

Jondalar y Ayla podían oír el rumor grave del celo femenino con bastante claridad, pero el macho en celo usaba tonos profundos tan discretos que apenas alcanzaban a escuchar. Incluso en circunstancias normales los mamuts se comunicaban con frecuencia a través de la distancia con mugidos profundos y llamadas que la mayoría de la gente no advertía. Sin embargo, las llamadas del mamut macho en celo eran en realidad rugidos muy potentes y profundos; la llamada de la hembra en celo era incluso más estridente. Aunque pocas personas podían percibir las vibraciones sonoras de los tonos profundos, la mayor parte de los elementos de esos sonidos eran tan graves que quedaban por debajo del umbral de la audición humana.

La hembra de pelaje castaño había retornado al grupo de solteros más jóvenes, seducidos también por el olor atractivo que de ella se desprendía, así como por los mugidos sonoros llamados graves, que podían ser oídos a gran distancia por otros mamuts, aunque no por la gente. Pero ella quería que un macho mayor y dominante fuese el padre de su hijo; tenía que ser un macho cuyos años de vida le demostrasen su salud y sus instintos de supervivencia, y que ella supiera que tenía virilidad suficiente para ser padre; en otras palabras, un macho en celo. Por supuesto que no se lo planteaba precisamente de ese modo, pero su cuerpo sabía a qué atenerse.

Ahora que él había llegado, la hembra estaba preparada. Con el largo reborde de pelo que se movía a cada paso que daba, la hembra de pelaje castaño corrió hacia el gran macho, emitiendo sonoros mugidos mientras agitaba las orejas pequeñas y peludas. Orinó con fuerza formando un gran charco y después acercó la trompa al órgano largo en forma de S, lo olió y saboreó la orina del macho. Después de emitir un bramido poderoso, giró sobre sí misma y le mostró las caderas, la cabeza erguida.

El enorme macho apoyó el tronco contra la grupa de la hembra, acariciándola y calmándola; su enorme órgano casi tocaba el suelo. Después, se levantó sobre las patas traseras y la montó, apoyando las dos patas delanteras sobre el lomo de la hembra. Tenía casi doble tamaño que ella; era tan corpulento que parecía que podía aplastarla, pero la mayor parte del peso recaía sobre sus propias patas traseras. Con el extremo curvo de su órgano maravillosamente móvil, encontró la abertura baja; después pareció elevarse y penetró profundamente, en tanto abría la boca para emitir un rugido.

El rumor profundo que Jondalar oyó parecía sofocado y lejano, si bien él mismo experimentó una suerte de latido. Ayla oyó el rugido con fuerza apenas un poco mayor, pero se estremeció violentamente porque una vibración le recorrió el cuerpo. La hembra de pelaje castaño y el macho rojizo mantuvieron largo rato esa posición. Los largos mechones rojizos del pelaje del macho relucían sobre su cuerpo por la intensidad del esfuerzo, pese a que el movimiento era leve. Después, el macho desmontó y orinó casi inmediatamente. Ella avanzó y emitió un mugido grave y prolongado, que provocó un intenso escalofrío en la espina dorsal de Ayla y le erizó la piel.

Todo el rebaño corrió hacia la hembra de pelaje castaño, trompeteando y mugiendo, tocándole la boca y la vagina abierta con las trompas, defecando y orinando en un estallido de excitación. El mamut rojizo parecía no advertir el alegre pandemonio, mientras descansaba con la cabeza inclinada. Finalmente, todos se calmaron y comenzaron a alejarse en busca de alimento. Sólo la cría permaneció cerca de su madre. La hembra de pelaje castaño emitió de nuevo un mugido profundo, y después frotó la cabeza contra la grupa cubierta de pelo rojizo.

Ninguno de los restantes machos se aproximó al rebaño donde estaba el gran macho, aunque la hembra castaña no era menos tentadora. Además de determinar que los machos fuesen irresistibles para las hembras, el celo les proporcionaba una situación de dominio sobre los otros machos y los convertía en animales muy agresivos incluso frente a los que tenían más corpulencia, a menos que éstos también compartieran el mismo estado de excitación. Los demás machos se alejaron, pues sabían que el de pelo rojizo se irritaría fácilmente. Únicamente otro animal en celo se atrevería a enfrentársele, y eso sólo si tenía unas proporciones parecidas. Después, si ambos se sentían atraídos por la misma hembra y se encontraban cerca el uno del otro, invariablemente combatían; el resultado podría ser de graves consecuencias: heridas profundas o simplemente la muerte.

Casi, como si hubieran tenido conciencia de lo que podía sucederles, se esforzaban por evitarse y así esquivar la lucha. Las llamadas de tono grave y los acres regueros de orina del macho en celo no sólo anunciaban su presencia a las hembras ansiosas, también indicaban dónde se encontraba en beneficio de otros machos. Sólo tres o cuatro machos estaban simultáneamente en celo durante el período de seis o siete meses en que las hembras podían estar en iguales condiciones; pero era improbable que cualquiera de ellos desafiara al gran macho rojizo por conseguir los favores de la hembra que estaba en celo. Era el animal dominante entre los de su especie, al margen de que estuviera o no en celo, y los demás sabían a qué atenerse.

Mientras continuaban mirando, Ayla vio que incluso cuando la hembra de pelo rojizo y el macho de color más claro comenzaron a alimentarse, permanecían cerca uno del otro. En cierto momento la hembra se alejó unos metros, para comer más hierbas especialmente suculentas. Un macho joven, poco más que un adolescente, trató de acercarse a ella, pero cuando la hembra trotó de regreso al lado de su consorte, el macho rojizo se abalanzó sobre el joven, emitiendo un mugido sordo. El olor intenso acre peculiar y el gruñido impresionaron al joven macho. Se alejó deprisa, después de inclinar respetuoso la cabeza, y se mantuvo a distancia. Por fin, manteniéndose cerca del macho en celo, la hembra pudo descansar y alimentarse sin que la persiguieran.

La mujer y el hombre no acababan de decidirse a reanudar la marcha, a pesar de que sabían que todo había terminado, y Jondalar de nuevo comenzaba a sentir la necesidad de continuar viaje. Se sentían sobrecogidos y honrados porque se les había permitido presenciar el acoplamiento de los mamuts. Y no sólo habían podido observar, sino que se sentían parte del acontecimiento, como si hubiesen sido protagonistas de una ceremonia conmovedora e importante. Ayla hubiera deseado acercarse a la carrera y tocarlos para manifestarles su aprecio y compartir su alegría.

Antes de alejarse, Ayla advirtió que muchas de las plantas comestibles que había visto a lo largo del camino crecían cerca y decidió coger algunas, con la ayuda de su palo de excavar para extraer las raíces y de un cuchillo especial, bastante grueso y fuerte, muy útil para cortar los tallos y las hojas. Jondalar desmontó para ayudarla, aunque tuvo que pedirle que le señalase exactamente lo que deseaba llevarse.

La situación todavía le sorprendía. Durante el tiempo en que habían vivido en el Campamento del León, Ayla había aprendido las costumbres y la forma de trabajar de los mamutoi, diferentes de las del clan. Pero incluso allí, Ayla a menudo trabajaba con Deegie o Nezzie, o bien muchas personas trabajaban juntas, y Ayla había olvidado la disposición de Jondalar a realizar tareas que los hombres de la aldea del clan habrían considerado propias de mujeres. Sin embargo, desde los primeros tiempos en su valle, Jondalar nunca había vacilado en hacer todo lo que ella hiciera, y le sorprendía que ella no le pidiese participar en todas las tareas necesarias. Ahora que estaban los dos solos, Ayla recordó de nuevo este rasgo del carácter de Jondalar.

Cuando al fin partieron, cabalgaron un rato en silencio. Ayla continuó pensando en los mamuts; no podía apartarlos de su mente. Pero también pensaba en los mamutoi, que le habían proporcionado un hogar y un sitio al cual pertenecer cuando no tenía nada. Ellos mismos llevaban el nombre de Cazadores del Mamut, pese a que cazaban otras muchas clases de animales, y concedían a las enormes bestias lanudas un lugar especialmente honroso, a pesar de que las cazaban. Además de suministrarles gran parte de lo que necesitaban para sobrevivir —carne, grasa, cuero, lana para fibras y cuerdas, marfil para fabricar herramientas y tallar objetos, huesos para levantar viviendas e incluso combustible—, la cacería del mamut encerraba para ellos un profundo significado espiritual.

Ahora, Ayla se sentía más mamutoi, a pesar de que estaba alejándose. Se decía que no era casual que hubiesen tropezado con el rebaño precisamente aquel día. Estaba segura de que había una razón para ello, y se preguntó si Mut, la Madre Tierra, o quizá su tótem intentaban decirle algo. En los últimos tiempos había pensado con frecuencia en el espíritu del Gran León de la Caverna, que era el tótem que le había dado Creb, y solía preguntarse si él continuaba protegiéndola aunque ella ya no pertenecía al clan y si un espíritu del tótem del clan tendría cabida en su nueva vida con Jondalar.

Las hierbas altas finalmente comenzaron a ralear y los dos se acercaron más al río, mientras buscaban un lugar donde acampar. Jondalar volvió los ojos hacia el sol que se ponía por el oeste y decidió que era demasiado tarde para tratar de cazar esa noche. No lamentaba haberse detenido a mirar a los mamuts, pero había abrigado la esperanza de cazar y conseguir carne, no sólo para la cena, sino para sobrevivir los días siguientes. No deseaba verse obligado a utilizar los alimentos secos que llevaban consigo, a menos que los necesitaran realmente. Así pues, tendría que ocuparse de aquel asunto por la mañana.

El valle, con su frondosa vegetación en las tierras bajas cercanas al río, había ido cambiando, y el paisaje vegetal también variaba. A medida que las orillas del curso de aguas rápidas se elevaban más y más, la naturaleza de las hierbas cambiaba y, con gran alivio de Jondalar, tendía a tener menor altura. Apenas rozaba los vientres de los caballos. Prefería tener la posibilidad de ver cómo y por dónde avanzar. Cuando el terreno comenzó a nivelarse, cerca de la cima de una loma, el paisaje presentaba un aspecto conocido. Nunca habían estado precisamente en aquel sitio, pero era similar a la región que se extendía alrededor del Campamento del León, con altas orillas y barrancos erosionados que conducían al río.

Ascendieron la loma levemente empinada, y Jondalar advirtió que el curso del río se desviaba hacia la izquierda, en dirección este. Era hora de alejarse del curso de agua, que se desplazaba lenta y sinuosamente hacia el sur; ahora había que girar hacia el oeste, a campo traviesa. Se detuvo para consultar el mapa que Talut había tallado en marfil para Jondalar. Cuando levantó la mirada, vio que Ayla había desmontado y estaba de pie en la orilla, contemplando el río. Algo en la actitud de Ayla le hizo presentir que se sentía inquieta o desgraciada.

Alzó una pierna, desmontó y se acercó a ella. Al otro lado del río vio lo que había atraído la atención de Ayla. En la loma, sobre una terraza, a medio camino hacia la cima de la orilla opuesta del río había un montículo ancho y largo, con matas de hierbas que crecían en los flancos. Parecía ser parte de la propia orilla, pero la entrada en arco, cerrada por una gruesa cortina de piel de mamut, revelaba su actual naturaleza. Era un refugio, similar al hogar del Campamento del León, donde habían vivido el invierno pasado.

Mientras Ayla miraba la estructura de aspecto conocido, recordó vívidamente el interior del refugio del Campamento del León. La espaciosa vivienda semisubterránea era sólida y había sido construida con el propósito de que durase muchos años. Se había excavado el piso en el suelo de fino loess de la orilla del río, y estaba bajo el nivel del terreno. Tanto las paredes como el techo redondeado de tierra cubierta con arcilla del río estaban sólidamente apuntalados por una estructura de más de una tonelada de grandes huesos de mamut, con cornamentas de ciervo entrelazadas y unidas en el techo, y un espeso revestimiento de hierbas y juncos amalgamados con los huesos y la arcilla. Varios bancos de tierra situados en los laterales servían de abrigada cama, y se habían creado zonas de almacenaje al nivel de los hielos perpetuos. El arco estaba formado por dos grandes colmillos curvos de mamut, con las bases en el suelo y las puntas enfrentadas y unidas. Desde luego, no era una construcción provisional, sino un asiento permanente bajo un techo, con amplitud suficiente para albergar a varias familias numerosas. Ayla tenía la certeza de que los constructores de un refugio semejante tenían el firme propósito de regresar, exactamente como sucedía todos los inviernos con los habitantes del Campamento del León.

—Seguramente están en la Reunión de Verano —dijo Ayla—. ¿A quién puede pertenecer este campamento?

—Quizá al Campamento del Espolín —sugirió Jondalar.

—Tal vez —dijo Ayla, y después miró en silencio, más allá del torrente—. Parece tan desierto —agregó al cabo de un rato—. Cuando partimos no pensé que jamás volvería a ver el Campamento del León. Recuerdo cuando estaba buscando mis cosas para llevar a la reunión y dejé algunas. Si hubiera sabido que no iba a volver, tal vez las habría llevado conmigo.

—Ayla, ¿lamentas haberte marchado? —La preocupación de Jondalar se manifestó, como siempre, en las arrugas de inquietud que le surcaban la frente—. Te dije que yo permanecería allí y me convertiría también en mamutoi, si tú lo deseabas. Sé que encontraste con ellos un hogar y que eras feliz. No es demasiado tarde. Aún podemos regresar.

—No; me entristece haberme ido de allí, pero no lo lamento. Deseo estar contigo. Es lo que quise desde el principio. Jondalar, sé que deseas volver a tu hogar. Quisiste retornar desde que te conocí. Podrías acostumbrarte a vivir aquí, pero nunca serías realmente feliz. Siempre echarías de menos a tu gente, a tu familia, a los seres entre los cuales naciste. Eso no es importante para mí. Nunca sabré con quiénes nací. El clan era mi gente.

Ayla reflexionó un momento, y Jondalar vio que una tierna sonrisa suavizaba su expresión.

—A Iza le hubiera hecho muy feliz saber que me iba contigo. Me quería y hubiera simpatizado contigo. Me dijo con insistencia antes de que yo partiera que yo no era parte del clan, a pesar de que no podía recordar nada ni a nadie excepto mi vida con ellos. Iza era mi madre, la única que conocí, pero deseaba que me alejara del clan. Temía por mí. Antes de morir me dijo: «Busca tu propio pueblo, encuentra a tu propio compañero». No un hombre del clan, sino un hombre de mi misma raza, alguien a quien pudiera amar y que me amase. Pero estuve sola tanto tiempo en el valle que no creí posible encontrar jamás a alguien. Y después llegaste tú. Iza tenía razón. Aunque partir fuera difícil, necesitaba hallar a mi propia gente. Excepto por lo que a Durc se refiere, casi podría agradecerle a Broud que me obligara a marcharme. Jamás habría encontrado a un hombre que me amase si no hubiese abandonado el clan; y tampoco habría hallado a alguien a quien amara tanto.

—Ayla, no somos tan distintos. No creía que jamás pudiese encontrar a alguien a quien amar, a pesar de que conocí a muchas mujeres entre los zelandonii, y a muchas más en nuestro viaje. Thonolan hacía fácilmente amigos, incluso entre extraños, y él me allanó las cosas. —Cerró los ojos durante un momento de angustia, como si quisiera borrar recuerdos, mientras un pesar profundo se dibujaba en su rostro. El dolor todavía era intenso. Ayla podía apreciarlo siempre que hablaba de su hermano.

Miró a Jondalar, su cuerpo excepcionalmente alto y musculoso, los cabellos largos, lacios y amarillos unidos sobre la nuca con un cordel, y sus facciones finas y bien cinceladas. Después de haberlo observado en la Reunión de Verano, Ayla dudaba de que él necesitara la ayuda de su hermano para granjearse amistades, especialmente entre las mujeres, y sabía cuál era la razón. Incluso más que su cuerpo o su hermosa cara, sus ojos, aquellos ojos que sorprendían por lo luminosos y expresivos, parecían revelar lo más íntimo de aquel hombre tan reservado; le dotaban de una atracción magnética, de una presencia tan arrebatadora que era casi irresistible.

Tal como ella le veía en aquel momento, los ojos de Jondalar expresaban amor y deseo. Ayla sentía que su propio cuerpo respondía al mero contacto con los ojos de Jondalar. Pensó en la mamut de pelaje castaño, que rechazaba a todos los machos, mientras aguardaba la llegada del corpulento animal de pelaje rojizo, y que después ya no quiso esperar más; pero también en prolongar la espera había placer.

Le agradaba mirarle, colmarse de la presencia de aquel hombre. Lo consideró bello desde la primera vez que le vio, aunque no tenía con quién compararlo. Después se había dado cuenta de que a otras mujeres también les gustaba mirarle; lo consideraban notable, incluso abrumadoramente atractivo; y cuando se lo decían, él se avergonzaba. Su apostura le había provocado por lo menos tanto sufrimiento como placer, ya que destacarse por cualidades que no implicaban grandes méritos no le aportaban la satisfacción del esfuerzo realizado. Eran dones de la Madre, no el resultado de sus propios logros.

Pero la Gran Madre Tierra no se había limitado a la mera apariencia externa. Le había proporcionado una inteligencia viva y despierta, que se inclinaba hacia cierta sensibilidad y comprensión de los aspectos físicos del mundo, además de dotarle de una gran destreza natural. Gracias a las enseñanzas del hombre con quien su madre estaba unida cuando él nació, y que era reconocido como el mejor en su especialidad, Jondalar era un hábil fabricante de herramientas de piedra y, por añadidura, había perfeccionado su oficio en el transcurso de un viaje, aprendiendo las técnicas de otros tallistas en pedernal.

Para Ayla, además, era bello no sólo porque se trataba de un hombre excepcionalmente atractivo según los cánones de su propio pueblo, sino porque era la primera persona que podía recordar que se le asemejaba. Era un hombre que pertenecía a los Otros, no al clan. El primer día que apareció en el valle de Ayla, ésta había examinado minuciosamente su rostro, aunque con disimulo; incluso le había observado mientras dormía. Era realmente maravilloso ver una cara con el aspecto familiar de la suya propia después de tantos años de ser la única que era distinta de los que la rodeaban; una cara que no tenía los huesos orbitales salientes ni la frente sesgada hacia atrás, ni una nariz ancha y afilada de puente alto, en un rostro de rasgos acentuados, de mandíbulas sin mentón.

Como en el caso de Ayla, la frente de Jondalar se elevaba vertical y suavemente, sin arcos orbitales salientes. Su nariz, incluso sus dientes, eran pequeños en comparación, y tenía una protuberancia ósea bajo la boca, un mentón, exactamente como ella. Después de verle, Ayla comprendió por qué el clan creía que ella tenía la cara chata y la frente prominente. Ayla había visto su propio reflejo en el agua quieta y creía lo que ellos le habían dicho. Pese al hecho de que Jondalar la sobrepasaba en estatura tanto como ella sobrepasaba a los miembros del clan, y a que más de un hombre le había dicho que era hermosa, en su fuero interno aún creía que era demasiado corpulenta y fea.

Pero como Jondalar era varón, con rasgos más acusados y ángulos más pronunciados, a los ojos de Ayla se asemejaba al clan más que ella misma. Se trataba de las gentes con las que había crecido, estaba habituada a su aspecto, y a diferencia del resto de su linaje, los creía muy hermosos. Jondalar, que tenía una cara semejante a la de Ayla, pero más parecida que la de ella a las caras del clan, era hermoso.

La frente despejada de Jondalar se suavizó al sonreír.

—Me alegra que creas que ella me habría aprobado. Ojalá hubiese conocido a tu Iza —dijo—, y al resto de tu clan. Pero tenía que conocerte primero, pues, de lo contrario, jamás habría entendido que eran personas y que yo podía conocerlas. A juzgar por el modo en que hablas del clan, seguramente son buena gente. Me agradaría conocerlos más adelante.

—Muchas personas son buenas. El clan me recibió después del terremoto, cuando yo era pequeña. Luego, cuando Broud me expulsó del clan, no tuve a nadie. Yo era Ayla la «Sin Pueblo», hasta que el Campamento del León me aceptó, me dio un lugar al que pertenecer y me convirtió en Ayla de los mamutoi.

—Los mamutoi y los zelandonii no son tan distintos. Creo que te gustarán los míos, y tú a ellos.

—No siempre estuviste tan seguro de eso —dijo Ayla—. Recuerdo cuando temías que no me quisieran, por haber crecido con el clan y a causa de Durc.

Jondalar sintió un acceso de vergüenza.

—Dirían que mi hijo era una abominación, un niño engendrado por espíritus hostiles, medio animal, tú mismo lo dijiste una vez, y como yo lo engendré, pensarían todavía peor de mí.

—Ayla, antes de abandonar la Reunión de Verano me obligaste a prometer que te diría siempre la verdad y no me guardaría nada. En realidad, al principio estaba preocupado. Deseaba que vinieses conmigo, pero no quería que tú hablases de ti misma a la gente. Ansiaba que ocultases tu niñez, que mintieras acerca de eso, a pesar de que detesto las mentiras… y tú no sabes cuán profundo es ese sentimiento. Temía que te rechazaran. Conozco el sentimiento que eso provoca, y no quería que te lastimasen; pero también temía por mí. Tenía miedo de que me rechazaran porque te llevaba conmigo, y no deseaba pasar otra vez por eso. Sin embargo, no pude soportar la idea de vivir sin tu compañía. No sabía qué hacer.

Ayla recordaba demasiado bien su propia confusión y desesperación ante la dolorosa incertidumbre de Jondalar. A pesar de haber sido muy feliz con los mamutoi, también se había sentido en extremo desdichada a causa de Jondalar.

—Ahora sé, Ayla, a pesar de que casi te perdí antes de comprenderlo —continuó Jondalar—, que para mí no hay nadie más importante que tú. Quiero que seas tú misma, que digas o hagas lo que creas que debes decir o hacer, porque eso es lo que amo en ti, y ahora creo que la mayoría de la gente te recibirá bien. Verás como es así. En el Campamento del León y con los mamutoi aprendí algo importante. No todas las personas piensan igual y las opiniones pueden cambiar. Algunas personas te apoyarán, a veces las que menos hubieras podido imaginar que harían tal cosa, y otras son lo bastante compasivas para amar y criar a un niño a quien otros consideran una abominación.

—No me gustó la forma en que trataron a Rydag en la Reunión de Verano —dijo Ayla—. Algunos ni siquiera querían que tuviera un entierro adecuado.

Jondalar percibió la cólera en la voz de Ayla, pero también vio las lágrimas que amenazaban con brotar tras esa cólera.

—Tampoco a mí me gustó. Algunos nunca cambiarán. No quieren abrir los ojos y mirar lo que está a la vista de todos. Comprender esto me llevó mucho tiempo. Ayla, no puedo prometerte que los zelandonii te aceptarán, pero si no lo hacen, buscaremos otro sitio. Sí, quiero regresar. Quiero volver con mi gente. Quiero ver a mi familia y a mis amigos. Quiero hablarle de Thonolan a mi madre, y pedir a Zelandoni que busque su espíritu, por si todavía no encontró el camino que lleva al otro mundo. Confío en que allí encontraremos un lugar. Pero si no es así, a mí ya no me parece tan importante. Ésa es otra de las cosas que aprendí. Por eso te dije que estaba dispuesto a continuar aquí contigo, si tú lo deseabas. Lo dije en serio.

La sostenía con las manos aferrándole los hombros, mirándola a los ojos con fiera decisión, deseoso de asegurarse de que Ayla le entendía. Ella percibió la convicción de Jondalar y su amor, pero ahora se preguntaba si habían hecho bien en emprender el viaje.

—Si tu gente no nos quiere, ¿adónde iremos?

—Ayla, si es necesario, buscaremos otro lugar —sonrió tranquilizador—; pero no creo que lleguemos a eso. Ya te lo dije, los zelandonii no son tan diferentes de los mamutoi. Te amarán exactamente como yo te amo. Eso ya ha dejado de inquietarme; y no sé por qué llegó a preocuparme alguna vez.

Ayla le sonrió, complacida de que él se sintiera tan seguro de que su pueblo la aceptaría. En todo caso, ojalá hubiera podido compartir esa confianza. Quizá él había olvidado, o tal vez no había comprendido, la intensa y duradera impresión que había causado en ella la primera reacción que él manifestó cuando se enteró de la existencia del hijo de Ayla y de su origen. Se había apartado y la había mirado con tanta repugnancia que ella jamás lo olvidaría. Había sido exactamente como si en Ayla hubiese visto a una hiena sucia y repulsiva.

Mientras continuaban su camino, Ayla siguió pensando en lo que tal vez la esperaba al final del viaje. Era cierto, la gente podía cambiar. Jondalar había cambiado por completo. Ayla sabía que en él no quedaba rastro de aquel sentimiento de rechazo, pero ¿qué sucedería con la gente que le había enseñado a reaccionar así? Si su reacción había sido tan inmediata y tan intensa, no cabía duda de que su pueblo se la había inculcado a medida que crecía. ¿Por qué ellos debían responder frente a Ayla de distinto modo que Jondalar? Por mucho que deseara estar con Jondalar, y por mucho que la alegrase el deseo que él manifestaba de llevarla consigo a su hogar, no se sentía en absoluto esperanzada ante la idea de ver a los zelandonii.