Capítulo 4

Permanecieron cerca del río mientras continuaban avanzando. Jondalar estaba casi seguro de que el curso de la corriente giraba hacia el este, pero le inquietaba la posibilidad de que fuera sólo un amplio arco en su curso en general sinuoso. Si en realidad estaba cambiando de dirección, aquél era el lugar indicado para alejarse —perdiendo al mismo tiempo la seguridad de seguir una ruta fácilmente definida— y continuar a campo traviesa; y él deseaba asegurarse de que se encontraban en el lugar exacto.

Hubieran podido detenerse en varios lugares para pasar la noche, pero, al mismo tiempo que consultaba con frecuencia el mapa, Jondalar buscaba un campamento indicado por Talut. Era el hito que necesitaba para comprobar el lugar en que estaban. Era un sitio utilizado habitualmente, y Jondalar abrigaba la esperanza de acertar en su idea de que ya se encontraban cerca; mas el mapa incluía sólo indicaciones y señales generales, y en el mejor de los casos, resultaba impreciso. Había sido grabado deprisa sobre una lámina de marfil para complementar las explicaciones verbales suministradas a Jondalar y simplemente para ayudarle a recordarlas, y no aspiraba a ser una reproducción exacta del camino.

Cuando la orilla continuó elevándose y retrocediendo, ellos se mantuvieron en las tierras altas, que les ofrecían una visión más amplia, pese a que se alejaban un poco del río. Abajo, más cerca del agua que corría, un lago encerrado en un recodo se había transformado en un pantano. Había comenzado como una curva natural del río que avanzaba y retrocedía, igual que todas las aguas que fluyen cuando atraviesan campo abierto. La curva, con el tiempo, se cerró sobre sí misma, y después se llenó de agua para formar un lago, que quedó aislado cuando el río cambió su curso. Como no era alimentado, comenzó a secarse. La tierra baja protegida era ahora un prado húmedo donde medraban los juncos de los pantanos y las uñas de gato, en tanto que las plantas acuáticas llenaban el extremo más profundo. Al transcurrir el tiempo, la alfombra verde se convertiría en un pastizal enriquecido a causa de la humedad.

Jondalar estuvo a punto de coger una lanza cuando vio un alce que salía del refugio de la vegetación, cerca de la orilla, y se internaba en el agua, pero el animal corpulento estaba fuera de alcance, incluso del lanzavenablos; además, sería difícil retirarlo del pantano. Ayla observó al animal en apariencia desmañado, con el hocico alargado y la cornamenta plana, todavía aterciopelada, que se internaba en el pantano. Levantaba mucho las largas patas y hundía con un chasquido las anchas pezuñas, lo cual le impedía enterrarse en el fondo fangoso; así avanzó hasta que el agua le tocó los flancos. Acto seguido, hundió la cabeza y la retiró con un puñado de plantas chorreantes y bistorta de agua. Las aves acuáticas próximas, que anidaban entre los juncos, ignoraron su presencia.

Más allá del pantano, las laderas bien drenadas, con barrancos y orillas cortadas a pico, ofrecían recovecos protegidos a especies como el pie de ánade y las ortigas, así como plantas cariofiláceas como la pamplina de hojas peludas, con pequeñas florecillas blancas. Ayla tomó su honda y sacó unas cuantas piedras redondas de un bolso que llevaba preparado. Al fondo de su valle había conocido un lugar semejante, donde a menudo observaba y cazaba ardillas terrestres excepcionalmente grandes de las estepas. Una o dos podían suministrar una comida satisfactoria.

Ese terreno irregular que llevaba a los campos abiertos de pastizales era el hábitat preferido de estos animales. Las nutritivas simientes de los pastizales próximos, guardadas en escondrijos mientras las ardillas hibernaban, las sustentaban en primavera, de modo que procreaban en el momento exacto en que aparecían plantas nuevas, y de esta forma podían alimentar a sus crías. Las plantas ricas en proteínas eran esenciales si pretendían que las crías alcanzaran la madurez antes del invierno. Pero ninguna ardilla terrestre asomó el hocico mientras pasaban los viajeros, y parecía que Lobo no podía o no quería buscarlas.

Mientras continuaban hacia el sur, la gran plataforma de granito, al pie de la ancha pradera que se extendía a gran distancia hacia el este, inició una curva ascendente para iniciar una sucesión de colinas. Antes, en épocas muy remotas, la región que ahora atravesaban estuvo formada por montañas que se habían erosionado hacía mucho tiempo. Ahora sus restos constituían un sólido escudo de roca que resistía las inmensas presiones que combaban la tierra para formar nuevas montañas y las enormes fuerzas interiores capaces de sacudir y fragmentar una superficie menos estable. Se habían formado rocas más recientes sobre el antiguo macizo, pero los afloramientos de las montañas originales todavía perforaban la costra sedimentaria.

En el período en que los mamuts recorrían las estepas, los pastos y las hierbas, como los animales por excelencia de aquella antigua región, florecían no sólo en gran abundancia, sino con una sorprendente diversidad de gamas y en asociaciones imprevistas. A diferencia de los pastizales de épocas posteriores, aquellas estepas no estaban dispuestas en anchas fajas cubiertas por ciertos tipos limitados de vegetación, determinados a su vez por la temperatura y el clima. Por el contrario, formaban un complejo mosaico con una mayor diversidad de plantas, incluidas numerosas variedades de pastos y prolíficas hierbas y matorrales.

Un valle bien irrigado, un prado alto, la cima de una colina o un ligero descenso de la altura, originaban cada cual su propia comunidad de vida vegetal, que se desarrollaba formando núcleos de vegetación en los que cada especie era independiente de la otra. Una ladera que miraba hacia el sur podía fomentar el crecimiento propio del clima cálido, muy distinto de la vegetación boreal adaptada al frío que dominaba en la cara septentrional de la misma elevación.

El suelo de la accidentada meseta que Ayla y Jondalar estaban atravesando no era demasiado fértil, y la capa de hierba, más bien rala y corta. El viento había erosionado barrancos más profundos, y en el alto valle de un antiguo torrente, el lecho del río se había secado y, al carecer de vegetación, se había convertido en dunas de arena.

Aunque después sólo era posible dar con ellos en las estribaciones de la montaña, en este terreno accidentado, no demasiado lejos de los ríos de las tierras bajas, los ratones de campo y las liebres enanas estaban muy atareados cortando hierbas, para secarlas y almacenarlas. En lugar de hibernar en invierno, construían túneles y nidos bajo los ventisqueros que se acumulaban en las grietas y los huecos, así como en el lado protegido de las rocas, y se alimentaban del heno almacenado. Lobo espiaba a los pequeños roedores y se dedicó a perseguirlos, pero Ayla no se molestó en usar su honda. Eran demasiado pequeños para suministrar una comida a los seres humanos, excepto cuando su cantidad era elevada.

Las hierbas árticas, que prosperaban en el flanco septentrional más húmedo de los pantanos y los fangales, aprovechaban en primavera la humedad suplementaria de los hielos que se fundían y crecían, en una asociación poco usual, junto a los pequeños y resistentes arbustos alpinos, en salientes elevados y en colinas barridas por el viento. La cincoenrama ártica, con sus pequeñas flores amarillas, se protegía del viento en los mismos huecos y cavidades preferidas por las liebres enanas; en cambio, en las superficies expuestas las capas de musgo coronario, con flores púrpuras o rosadas, formaban sus propios salientes protectores de tallos frondosos, que dificultaban la entrada de los vientos fríos y secos. A su lado, la hierba sambenito se aferraba a los salientes rocosos y a las colinas de esta accidentada región baja, exactamente como lo hacía en las laderas de las montañas, con sus ramas bajas y siempre verdes de minúsculas hojas y solitarias flores amarillas que se extendían, a lo largo de muchos años, hasta formar una tupida alfombra.

Ayla percibió el aroma fragante de la cazamoscas rosada, cuyos capullos comenzaban a abrirse. Comprendió que estaba haciéndose tarde, y volvió los ojos hacia el sol que descendía por el oeste, para comprobar el dato que su olfato había recogido. Las flores pegajosas se abrían por la noche, ofreciendo refugio a los insectos —mariposas y moscas— a cambio de la difusión del polen. Tenían escaso valor medicinal o alimenticio, pero su perfume agradable le atraía tanto que concibió fugazmente la idea de coger algunas. Sin embargo, la jornada ya estaba avanzada y no deseaba detenerse. Pensó que pronto tendrían que acampar, sobre todo si deseaba preparar antes de que oscureciese la cena que había pensado.

Vio pulsatilas de color azul púrpura, erguidas y bellas, surgiendo entre las hojas que se abrían, cubiertas de fino vello; casi sin proponérselo, su mente evocó las aplicaciones medicinales —la planta seca era útil para aliviar las jaquecas y las indisposiciones femeninas—, pero la planta le agradaba tanto por su belleza como por su utilidad. Atrajeron su mirada los ásteres alpinos de largos y finos pétalos amarillos y violetas, que crecían partiendo de rosetas de hojas sedosas y velludas, y la idea fugaz se convirtió en la tentación consciente de coger unas pocas, así como algunas de las restantes flores, sin otro motivo que el ansia de gozar de su belleza. Pero ¿dónde las pondría? De todos modos, pensó, acabarían marchitándose.

Jondalar empezaba a preguntarse si el campamento señalado les habría pasado inadvertido, o si la distancia que les separaba del mismo era mayor de lo que había creído. Aunque de mala gana, estaba a punto de llegar a la conclusión de que tendrían que acampar pronto y dejar para el día siguiente la búsqueda del campamento en cuestión. Por esa razón, y debido también a la necesidad de cazar, probablemente perderían otro día, y él no creía que pudieran dilapidar tanto tiempo. Estaba tan enfrascado en sus pensamientos, preocupado ante la posibilidad de haberse equivocado al continuar hacia el sur y las desastrosas consecuencias que su error podría acarrear, que no prestó mayor atención a la conmoción que se producía en una colina, a su derecha, aparte de comprobar que aparentemente se trataba de una manada de hienas que habían cobrado una presa.

Aunque a menudo comían carroña, y cuando estaban hambrientas se satisfacían con repulsivos cadáveres descompuestos, las grandes hienas, dotadas de poderosas mandíbulas que hasta podían cortar huesos, también eran eficaces cazadoras. Habían abatido a una cría de bisonte, un animal de un año, casi adulto, que aún no estaba del todo desarrollado. Su inexperiencia con los métodos de los depredadores le había ocasionado la muerte. En las inmediaciones había algunos bisontes más que parecían sentirse seguros una vez que uno de ellos había sucumbido; entretanto, otro ejemplar observaba a las hienas y mugía inquieto ante el olor de la sangre fresca.

A diferencia de los mamuts y los caballos de la estepa, que no eran excepcionalmente grandes para su especie, los bisontes eran gigantes. El que estaba más cerca medía casi dos metros en la cruz, y tenía el tórax y el tronco corpulentos, si bien los flancos eran casi gráciles. Tenía los cascos pequeños, adaptados a una carrera muy veloz sobre los suelos secos y firmes, y evitaba los pantanos en los cuales podía quedar atrapado. La cabeza grande estaba protegida por macizos y largos cuernos negros, que medían un metro ochenta y se curvaban hacia fuera y después hacia arriba. El abundante pelaje pardo oscuro era espeso, sobre todo en el tórax y los omoplatos. El bisonte tendía a hacer frente a los vientos fríos, y estaba mejor protegido en la parte delantera, en donde el pelo le caía en mechones que alcanzaban una longitud de setenta y cinco centímetros; hasta la corta cola estaba cubierta de pelos.

Aunque la mayor parte eran herbívoros, no todos ingerían idéntico alimento. Poseían sistemas digestivos distintos y diferentes hábitos, alcanzaban formas sutilmente diversas de adaptación. Los tallos muy fibrosos que mantenían a los caballos y los mamuts no eran suficientes para el bisonte y otros rumiantes. Necesitaban vainas y hojas con un contenido más elevado de proteínas; en consecuencia, el bisonte prefería las hierbas cortas y más nutritivas de las regiones más secas. Sólo se aventuraban en las regiones de hierbas medianas y altas de las estepas cuando buscaban nuevos territorios, sobre todo en primavera, el período en que todas las áreas abundaban en pastos y hierbas frescas; era también la única época del año en que crecían los huesos y los cuernos de estos animales. La primavera prolongada, húmeda y fértil de las praderas periglaciares ofrecía al bisonte y a otros animales una prolongada estación que facilitaba el crecimiento, lo que determinaba que alcanzaran proporciones gigantescas.

Como consecuencia de su humor sombrío e introspectivo, transcurrieron unos instantes antes de que Jondalar advirtiese las posibilidades de la escena que se desarrollaba en la colina. Cuando echó mano de su lanzador de venablos y de una lanza, con la idea de abatir también él un bisonte, como habían hecho las hienas, Ayla ya había calibrado la situación y había decidido pasar a la acción de una forma un tanto distinta.

—¡Jai! ¡Jai! ¡Fuera de ahí! ¡Fuera, sucias bestias! ¡Salid de ahí! —gritó, lanzando a Whinney al galope sobre ellas, mientras disparaba piedras con su honda. Lobo estaba al lado de Ayla, y parecía complacido consigo mismo, mientras gruñía y emitía agudos ladridos de amenaza dedicados a la manada en retirada.

Algunos aullidos de dolor demostraron que las piedras de Ayla habían dado en el blanco, pese a que había moderado la fuerza del arma, apuntando a lugares del cuerpo que no eran vitales. De habérselo propuesto, las piedras podrían haber sido fatales; no hubiera sido la primera vez que mataba una hiena, mas no era ésta su intención.

—¿Qué estás haciendo, Ayla? —preguntó Jondalar, que cabalgó hacia ella mientras Ayla se aproximaba al bisonte muerto por las hienas.

—Echar de aquí a esas hienas repulsivas y sucias —dijo Ayla, aunque era evidente que ése había sido su propósito.

—¿Por qué?

—Porque tendrán que compartir con nosotros el bisonte —contestó ella.

—Precisamente me proponía cazar uno de los que están aquí cerca —dijo Jondalar.

—No necesitamos un bisonte entero, a menos que nos propongamos secar la carne, y éste es joven y tierno. Los que están alrededor son casi todos machos viejos y duros —explicó Ayla mientras descendía de Whinney para apartar a Lobo del animal muerto.

Jondalar miró con mayor atención a los machos gigantescos, que también habían retrocedido ante la acometida de Ayla, y después al animal joven tendido en el suelo.

—Tienes razón. Es un rebaño de machos. Y éste probablemente hacía poco que dejó el rebaño de su madre y acababa de unirse a este grupo de machos. Todavía le quedaba mucho que aprender.

—Está recién muerto —anunció Ayla después de examinarlo—. Sólo le han desgarrado la garganta, la tripa y también el flanco, pero poco. Podemos coger lo que necesitamos y dejarles el resto. Así no hará falta que nos entretengamos en tratar de abatir uno de los otros. Son rápidos cuando corren y podrían escapar. Me parece que junto al río he visto un lugar que tal vez haya sido un campamento. Si es el que buscamos, aún tendré tiempo de preparar algo bueno esta noche con todo lo que hemos cogido y esta carne.

Ayla ya estaba ocupada en cortar la piel del animal desde el estómago hasta el flanco antes de que Jondalar hubiese acabado de comprender todo lo que ella había dicho. Todo había sucedido con demasiada rapidez, pero de pronto se disiparon todas las inquietudes que hasta entonces había abrigado ante la perspectiva de perder un día más debido a la necesidad de cazar y buscar el campamento.

—Ayla, ¡eres maravillosa! —exclamó sonriente, mientras bajaba del joven corcel. Extrajo un afilado cuchillo de pedernal, engastado en un mango de marfil, que llevaba guardado en una vaina de duro cuero crudo colgada del cinturón, y se acercó para ayudar a cortar las partes que ellos necesitaban—. Es lo que me encanta de ti. Siempre tienes sorpresas que se convierten en buenas ideas. Llevemos también la lengua. Lástima que se hayan comido el hígado, pero al fin y al cabo ellos lo cazaron.

—No me importa que les pertenezca —dijo Ayla—, siempre que sea una presa reciente. Me arrebataron muchas cosas. No me importa quitarles algo a esos perversos animales. ¡Detesto a las hienas!

—Las odias mucho, ¿verdad? Nunca te he oído hablar así de otros animales, ni siquiera de los glotones, que a veces comen carne descompuesta, son más crueles y huelen peor.

La manada de hienas se había reagrupado para regresar junto al bisonte con el que esperaban alimentarse y expresaban con gruñidos su desagrado. Ayla lanzó contra ellas algunas piedras más para obligarlas a retroceder. Una de ellas aulló, y varias emitieron una risa estridente y tartajosa que le puso la piel de gallina. Cuando las hienas decidieron arriesgarse de nuevo y afrontar la honda, Ayla y Jondalar ya habían conseguido lo que deseaban.

Se alejaron a caballo, descendiendo por un barranco en dirección al río; Ayla iba delante, mientras el resto del bisonte quedaba atrás con las bestias que gruñían y habían regresado con rapidez para reanudar la tarea de despedazarlo.

Las señales que la joven había visto no eran las del propio campamento, sino un montón de piedras que indicaban el camino. Bajo la pila de piedras había algunos alimentos secos de emergencia, varias herramientas y otros objetos, elementos para hacer fuego y una plataforma con un poco de yesca seca, así como una piel bastante dura con parches de pelo que estaba desprendiéndose. De todos modos, podía proteger un poco del frío, pero ya era necesario reemplazarla. Cerca del extremo superior del túmulo, bien asegurado por pesadas piedras, estaba el extremo roto de un colmillo de mamut cuya punta señalaba un gran peñasco parcialmente sumergido en mitad del río. Sobre él había pintado en rojo un rombo horizontal, con el ángulo en V del extremo derecho repetido dos veces, formando el dibujo de un cheurón que apuntaba río abajo.

Después de dejar todo tal como lo habían encontrado, siguieron el curso del río hasta llegar a un segundo túmulo con un colmillo pequeño que apuntaba tierra adentro, hacia un agradable claro apartado del río, rodeado de hayas y alisos, con algún que otro pino. Divisaron un tercer túmulo, y cuando llegaron a la altura del mismo, descubrieron que se encontraba al lado de una pequeña fuente de agua límpida y dulce. También había raciones de emergencia y diferentes objetos en el interior del montón de piedras, además de una gran lámina de cuero que, a pesar de ser muy dura, podía convertirse en una tienda o en una pared protectora. Detrás del túmulo, cerca de un círculo de piedras que rodeaba un pozo poco profundo oscurecido por el carbón vegetal, se veía una pila de leña y restos de madera arrastrados hasta allí por el agua.

—Es conveniente conocer este lugar —dijo Jondalar—. Me alegro de que no necesitemos usar estos elementos, pero si viviera en esta región y necesitara utilizarlos, me tranquilizaría saber que están aquí.

—Es una buena idea —convino Ayla, maravillada ante la previsión de quienes habían planeado y organizado el campamento.

Retiraron rápidamente los canastos y los frenos de los caballos, enrollaron las cuerdas y los cordeles gruesos que los sujetaban y dejaron a los animales en libertad de pastar y descansar. Sonrieron al ver que Corredor, sin perder un minuto, se echaba sobre la hierba y se revolcaba, como si le picara todo el cuerpo y ansiara rascarse con premura.

—Yo también tengo calor y me escuece el cuerpo —dijo Ayla, desatando los cordeles que unían las suaves cubiertas superiores de su calzado para quitárselo. Aflojó el cinturón, que sostenía la vaina de un cuchillo y varias bolsitas, se despojó de un collar de cuentas de marfil, del que colgaba un bolso decorado, y se quitó también la túnica y los pantalones; a continuación, corrió hacia el agua y Lobo la acompañó saltando—. ¿Vienes tú también? —preguntó a Jondalar.

—Después —contestó éste—. Prefiero esperar hasta que haya conseguido la leña, porque no deseo acostarme sucio de tierra y polvo de corteza.

Ayla volvió poco después, poniéndose la túnica y los pantalones que utilizaba por la noche, pero conservó el mismo cinturón y el collar. Jondalar había abierto algunos fardos y ella le ayudó a organizar el campamento. Ya habían creado un sistema de colaboración que no les exigía adoptar decisiones repentinas. Entre los dos armaron la tienda; extendieron sobre el suelo un lienzo ovalado y después clavaron en la tierra delgadas estacas de madera para sostener una lámina de cuero formada por varias pieles cosidas entre sí. La tienda cónica tenía las paredes redondeadas y una abertura en el extremo superior para permitir el paso del humo si necesitaban hacer fuego dentro, aunque esto solía ocurrir raras veces; había, además, una solapa suplementaria cosida por la parte interior, para cerrar el respiradero si el estado del tiempo así lo requería.

Colocaron cuerdas bien apretadas alrededor de la base de la tienda, para fijarla a las estacas clavadas en el suelo. Si soplaban vientos fuertes, podía unirse el lienzo de la base con el cuero de la tienda mediante cuerdas adicionales, y la solapa de la entrada podía afirmarse con mucha solidez. Llevaban consigo una segunda lámina de cuero para obtener una tienda de pared doble, mejor aislada, aunque hasta ahora la habían utilizado en pocas ocasiones.

Sacaron las pieles para dormir, extendiéndolas a lo largo del óvalo, de modo que en el interior sólo quedó el espacio indispensable para guardar a sendos lados los canastos y otras pertenencias, y para permitir que Lobo durmiese a los pies de ambos si hacía mal tiempo. Al principio habían utilizado dos pieles de dormir distintas, pero pronto se las habían ingeniado para combinarlas, con el fin de dormir juntos. Una vez montada la tienda, Jondalar fue a recoger más leña, con el propósito de reemplazar la que habían gastado, y Ayla por su parte comenzó a preparar la comida.

Aunque sabía encender el fuego con los elementos que había en el túmulo, es decir, haciendo girar la larga varilla entre las palmas contra la plataforma lisa de madera para formar una brasa que producía llama al soplarla, el equipo que Ayla utilizaba para hacer fuego era único. Cuando vivía sola en su valle, había hecho un descubrimiento. Por casualidad había recogido un pedazo de pirita de hierro del lecho de piedras junto al arroyo, en lugar del percutor que utilizaba para fabricarse nuevas herramientas con el pedernal. Como había encendido fuego a menudo, comprendió enseguida lo que podía obtener cuando el choque de la pirita de hierro con el pedernal provocó una chispa bastante duradera que le quemó la pierna.

Al principio necesitó hacer varias pruebas, pero no tardó en descubrir cómo sacar el mejor partido del uso del pedernal. En adelante fue capaz de hacer fuego con más rapidez de lo que jamás hubieran llegado siquiera a imaginar los que usaban la varilla y la plataforma, afanándose lo indecible. La primera vez que Jondalar la vio en acción, no podía creerlo, y aquella maravilla contribuyó a que la aceptaran en el Campamento del León cuando Talut propuso que la adoptasen. Estaban convencidos de que ella lo hacía mediante la magia.

Ayla también pensó que era magia, pero creía que la magia estaba en el pedernal, no en ella. Antes de abandonar el valle por última vez, ella y Jondalar habían cogido el mayor número posible de las piedras metálicas de color gris amarillento, pues no sabían si lograrían hallarlas en otro lugar. Habían regalado algunas al Campamento del León y a otros mamutoi, pero aún tenían muchas. Jondalar deseaba compartirlas con su pueblo. La capacidad para hacer fuego rápidamente podía ser muy útil, y para fines diversos.

Dentro del anillo de piedras, la joven formó una pequeña pila de trozos muy secos de corteza y usó la pelusa de los arbustos como yesca; al lado preparó otro tanto de ramitas y astillas para avivar el fuego. A poca distancia estaban los residuos secos desprendidos de la pila de madera. Acercándola mucho a la yesca, Ayla sostuvo un pedazo de pirita de hierro en un ángulo que, como sabía por experiencia, era el más apropiado, y acto seguido golpeó la mágica piedra amarillenta, en el centro de la muesca que estaba formándose por efecto del uso, con un pedazo de pedernal. De la piedra brotó una chispa grande, luminosa y duradera, que cayó sobre la yesca, enviando al aire un hilo de humo. Con un gesto rápido, Ayla rodeó la chispa con una mano y sopló suavemente. Una pequeña brasa resplandeció con una luz roja y se originó una lluvia de minúsculas chispas amarillas. Un segundo soplo provocó una pequeña llama. Agregó ramitas y maderas pequeñas, y una vez que el fuego se encendió, un montón de maderas secas.

Cuando Jondalar regresó, Ayla tenía varias piedras redondeadas, recogidas de un estanque seco cerca del río, calentándose en el fuego para cocinar, y un buen pedazo de carne de bisonte puesto sobre las llamas; la capa externa de grasa ya chirriaba. Había lavado y estaba cortando raíces de espadaña y otra raíz blanca feculenta, con una piel pardo oscura, llamada chufa, preparándolas para introducirlas en un canasto impermeable de apretado tejido, medio lleno de agua, en el que esperaba la grasienta lengua. Al lado había un pequeño montón de zanahorias silvestres enteras. El hombre de elevada estatura depositó en el suelo su carga de leña.

—¡Qué bien huele ya! —exclamó—. ¿Qué es lo que cocinas?

—Estoy asando el bisonte, pero pienso destinarlo sobre todo para el viaje. Es fácil comer carne asada fría por el camino. Para esta noche y mañana por la mañana preparo sopa con la lengua y las verduras, y los restos que nos quedaron del Campamento del Espolín —contestó.

Con un palo retiró del fuego una piedra caliente y usando una ramita provista de hojas, retiró las cenizas. Después, con un segundo palo, que unió al primero, los empleó a modo de tenazas para levantar la piedra y la introdujo en el canasto con el agua y la lengua. La piedra chisporroteó y desprendió vapor, al transferir su calor al agua. Con movimientos rápidos, depositó varias piedras más en el canasto, agregó algunas hojas que había cortado y lo tapó.

—¿Qué pones en la sopa?

Ayla sonrió para sí. Él siempre deseaba conocer los detalles de su cocina, e incluso las hierbas que usaba para preparar las infusiones. Era otra de las características que al principio le habían sorprendido de él, porque los hombres del clan ni siquiera concebían la idea de manifestar semejante interés, aunque sintieran curiosidad, por las tareas que desempeñaban las mujeres ni por los conocimientos que éstas adquirían.

—Además de estas raíces, agregaré los extremos verdes de la espadaña, los bulbos, las hojas y las flores de estas cebollas verdes, rebanadas de tallos pelados de cardo, las arvejas de las vainas de astrágalo, y para dar sabor, algunas hojas de salvia y tomillo. Y tal vez le añada un poco de uña de caballo, porque tiene cierto sabor salado. Si nos acercamos al Mar de Beran, tal vez podamos conseguir más sal. Cuando yo vivía con el clan, siempre teníamos sal —aclaró—. Creo que majaré para el asado un poco de ese rábano que descubrimos esta mañana. Lo aprendí en la Reunión de Verano. Es fuerte, y no es necesario poner demasiada cantidad, pero le da un gusto agradable a la carne. Te gustará.

—¿Para qué son esas hojas? —preguntó él, refiriéndose a un manojo que ella había recogido, pero no mencionado. Le gustaba saber lo que ella usaba y lo que pensaba acerca de la comida. Le gustaba la comida de Ayla, pero era un tanto extraña. Había ciertos sabores que eran exclusivos de sus recetas y no se parecían a los gustos de los alimentos que él había conocido en el curso de su vida.

—Esto es pie de ánade, para envolver el asado cuando esté cocido. Los dos sabores juntos casan muy bien cuando están fríos —hizo una pausa y adoptó una actitud reflexiva—. Quizá espolvoree un poco de ceniza de madera sobre el asado; eso también le agrega un poco de sal. Y es posible que añada parte del asado a la sopa, después de que ésta espese, para darle color y gusto. Con la lengua y el asado, tendremos un caldo sabroso, y mañana por la mañana convendría cocer parte del cereal que trajimos. También quedará un pedazo de lengua, pero lo envolveré en hierba seca y lo guardaré en mi depósito, para después. Hay espacio, incluso con el resto de la carne cruda y contando el pedazo que reservamos para Lobo. Si se mantiene fría durante la noche, se conservará algún tiempo.

—Me parece que estará todo delicioso. Casi no puedo esperar —dijo Jondalar, sonriendo ilusionado, y Ayla pensó que no era sólo por la comida—. A propósito, ¿tienes un canasto que yo pueda usar?

—Sí, ¿por qué?

—Te lo diré cuando vuelva —dijo Jondalar, sonriendo, pero sin revelar su secreto.

Ayla dio una vuelta al asado, después retiró las piedras y agregó otras más calientes a la sopa. Mientras se hacía la comida, revisó las hierbas que había reunido para usarlas como «repelente de Lobo», y separó la planta que había cogido para su propio uso. Aplastó parte de la raíz de rábano picante con un poco de caldo, para la comida de los dos, y después comenzó a desmenuzar el resto del rábano y las otras hierbas fuertes, ásperas, de olor intenso, que había recolectado esa misma mañana, tratando de crear la combinación más explosiva que podía imaginar. Pensó que el ardiente rábano sería muy eficaz, aunque el penetrante aroma de alcanfor de la artemisa también podía ser muy útil.

Pero la planta que había separado atrajo su pensamiento. Pensó: «Me alegro de haberla encontrado. Sé que no tengo suficiente cantidad de las hierbas que necesito para mi infusión de la mañana, si quiero que dure el viaje entero. Tendré que encontrar más en el camino, para así estar segura de que no habrá un hijo, sobre todo porque estoy todo el tiempo con Jondalar». Sonrió ante la idea.

«Estoy segura de que es así como se originan los hijos, no importa lo que la gente diga acerca de los espíritus. Por eso los hombres quieren poner sus órganos en ese lugar de donde vienen los niños, y por eso las mujeres lo desean. La Madre ofreció Su Don del Placer para que los tuvieran. El Don de la Vida también proviene de Ella, y quiere que sus hijos gocen creando una nueva idea, sobre todo porque dar a luz no es fácil. Es posible que las mujeres no quisieran dar a luz si la Madre no las hubiera dotado de su Don del Placer. Los niños son maravillosos, pero uno no sabe cuán maravillosos son hasta que los tiene». Ayla había concebido por su cuenta esas ideas heterodoxas acerca de la concepción de la vida durante el invierno en que se dedicó a aprender cosas acerca de Mut, la Gran Madre Tierra, de labios de Mamut, el anciano maestro del Campamento del León, aunque había concebido mucho antes la idea original.

«Pero, recordó Ayla, Broud no fue un placer para mí. Odié todo eso cuando me forzó, pero ahora estoy segura de que así empezó Durc. Nadie creyó que yo tendría un niño. Pensaban que mi tótem de la Caverna del León era demasiado fuerte y que el espíritu del tótem de un hombre no podría vencerlo. Eso sorprendió a todos. Pero sucedió únicamente después de que Broud comenzara a forzarme, y yo pude ver sus rasgos en mi hijo. Sin duda, él fue quien dio forma a Durc en mi cuerpo. Mi tótem sabía que yo deseaba mucho tener un hijo; quizá también lo sabía la Madre. Tal vez ése era el único modo. Mamut dijo que sabemos que los placeres son un Don de la Madre precisamente cuando son tan poderosos. Es muy difícil resistir. Y dijo que para los hombres es aún más irresistible que para las mujeres.

»Y así sucedió con la mamut de color rojo oscuro. Todos los machos la deseaban, pero ella no los quería. Ella quería esperar a su macho grande. ¿Por eso Broud no me dejaba en paz? Aunque me odiaba, ¿el Don del Placer de la Madre era más poderoso que su odio?

»Tal vez, pero no creo que él lo hiciera sólo por los placeres. Eso podía conseguirlo con su propia compañera, o con otra mujer a quien deseara. Creo que él sabía cuánto le detestaba yo y por eso su placer fue mayor. Es posible que Broud comenzara un hijo en mí, o tal vez mi León de la Caverna permitió que le derrotaran porque sabía cuánto deseaba yo tener un hijo, pero Broud podía darme únicamente su órgano. No podía darme el Don de los Placeres de la Madre. Sólo Jondalar lo consiguió.

»En Su Don seguramente hay algo más que los placeres. Si Ella sencillamente quería conceder a Sus hijos un Don del Placer, ¿por qué debía hacerlo en ese lugar de donde nacen los niños? Un lugar para los placeres podría estar situado en otro rincón cualquiera. El mío no está exactamente donde está el de Jondalar. Su placer lo obtiene cuando está dentro de mí, pero el mío está en un lugar diferente. Cuando él me da placer allí, todo parece maravilloso, dentro y alrededor. Entonces, deseo sentirlo dentro de mí. No querría que mi lugar del placer estuviese dentro. A veces estoy sensible; entonces Jondalar tiene que ser muy suave, porque de lo contrario me duele, y dar a luz no es una cosa suave. Si el lugar del placer de una mujer estuviese dentro, dar a luz sería mucho más difícil, y ya es demasiado duro según son las cosas.

»¿Por qué Jondalar siempre sabe lo que tiene que hacer? Él conocía el modo de darme placeres antes de que yo supiera lo que eran. Creo que ese gran mamut también sabía cómo dar placeres a la bonita pelirroja. Me parece que ella emitió ese sonido grave e intenso porque él consiguió que sintiera los placeres, y por eso toda su familia se sentía tan feliz por ella».

Estos pensamientos provocaban en Ayla cierta sensación de cosquilleo y su rostro estaba arrebolado. Miró hacia el área boscosa, hacia el lugar donde Jondalar había desaparecido, y se preguntó cuándo regresaría.

«Pero un niño no comienza siempre que se comparten los placeres», continuó pensando. «Quizá son necesarios también los espíritus. Ya se trate de los espíritus totémicos de los hombres del clan o de la esencia del espíritu de un hombre lo que la Madre toma y da a una mujer, en todo caso el asunto comienza cuando un hombre introduce su órgano y deja allí su esencia. De ese modo Ella da un hijo a una mujer, no con los espíritus, sino con Su Don del Placer. Sin embargo, Ella decide qué esencia del hombre iniciará la nueva vida, y cuándo comenzará la vida.

»Si la Madre decide, ¿por qué la medicina de Iza impide que una mujer quede embarazada? Quizá no permite que la esencia de un hombre, o su espíritu, se mezcle con la de una mujer. Iza no sabía por qué era eficaz, aunque casi siempre lo es.

»Me gustaría permitir que comenzase un niño cuando Jondalar comparta conmigo los placeres. Deseo con todas mis fuerzas tener un hijo, sobre todo que sea parte de él. De su esencia o de su espíritu. Pero él está en lo cierto. Tenemos que esperar. Para mí fue muy difícil tener a Durc. ¿Qué habría hecho si no hubiese estado Iza? Necesito estar segura de tener gente a mi alrededor, gente que sepa cómo ayudarme.

»Continuaré bebiendo todas las mañanas el té de Iza, y no diré nada. Será lo mejor. Tampoco debo hablar mucho sobre los niños que nacen del órgano de un hombre. Jondalar se preocupó tanto cuando mencioné el asunto que pensó que debíamos interrumpir nuestros placeres. Si no puedo tener todavía un hijo, por lo menos deseo compartir con él los placeres.

»Igual que lo habían hecho los mamuts. ¿Era eso lo que estaba haciendo el gran mamut? ¿Conseguir que un hijo se iniciara en la hembra de pelaje rojo oscuro? Era realmente maravilloso compartir sus placeres con el rebaño. Me alegra de veras haberlo presenciado. Me preguntaba a cada momento por qué huía ella de los otros machos, pero lo cierto es que no le interesaban. Quería elegir a su propio compañero y no marcharse con cualquiera de los que la deseaban. Estaba esperando al gran macho de pelaje pardo claro, y apenas él llegó, la hembra tuvo la seguridad de que era el elegido. No pudo contenerse y corrió hacia él. Había esperado mucho tiempo. Comprendo lo que sentía».

Lobo llegó trotando al claro; sostenía orgullosamente entre las fauces un hueso viejo y descompuesto, de manera que ella lo viese. Lo dejó caer a los pies de Ayla y la miró expectante.

—¡Uf! ¡Qué mal huele! Lobo, ¿dónde has encontrado eso? Seguramente en algún lugar en el que están enterrados los restos de alguien. Sé que te encanta la carne descompuesta. Tal vez éste sea el momento oportuno para comprobar si te agrada el sabor ardiente y fuerte —dijo—. Tomó el hueso y extendió sobre el hallazgo de Lobo un poco de la mezcla que había estado preparando. Después, arrojó el hueso al centro del claro.

El animal joven se lanzó ansiosamente sobre el hueso, pero antes de levantarlo lo olió cautelosamente. Aún tenía ese olor a podrido que él adoraba, pero no estaba muy seguro de lo que significaba el otro aroma extraño. Por fin se animó y lo cogió entre los dientes, pero lo soltó deprisa y comenzó a gruñir, a resoplar y sacudir la cabeza. Ayla no pudo evitarlo, sus maniobras eran tan divertidas que se echó a reír estrepitosamente. Lobo olfateó de nuevo el hueso y después retrocedió y gruñó, con un aire de profundo desagrado, y corrió hacia la fuente.

—Lobo, no te gusta, ¿verdad? ¡Magnífico! Ésa era la intención —dijo Ayla, y sintió que la risa le burbujeaba en el cuerpo mientras lo miraba. La ingestión de agua al parecer no le sirvió de mucho. Lobo alzó una pata y se frotó con ella el costado de la cara, tratando de limpiarse el hocico, como si creyera que así podía eliminar el sabor. Aún estaba resoplando y agitando la cabeza cuando echó a correr hacia el interior del bosque.

Jondalar se cruzó con él y, cuando llegó al claro, vio a Ayla que reía tanto que se le habían llenado los ojos de lágrimas.

—¿Qué te parece tan divertido? —preguntó.

—Deberías haberlo visto —dijo ella, todavía sofocada—. Pobre Lobo, estaba tan orgulloso de ese hueso viejo y descompuesto que descubrió… No sabía lo que pasaba, y ha hecho todo lo posible por quitarse de la boca el mal sabor. Jondalar, si crees que puedes soportar el olor del rábano picante y el alcanfor, creo que he descubierto el modo de mantener a Lobo alejado de nuestras cosas. —Mostró el cuenco de madera que había estado usando para mezclar los ingredientes—. Aquí lo tienes. ¡Repelente para Lobo!

—Me alegro de que sea eficaz —dijo Jondalar—. También él sonreía, pero el regocijo que chispeaba en sus ojos no tenía que ver con Lobo. De pronto, Ayla advirtió que tenía las manos en la espalda.

—¿Qué escondes ahí detrás? —preguntó, en un súbito acceso de curiosidad.

—Bien, se trata sólo de que cuando estaba buscando leña encontré otra cosa. Y si prometes ser buena, tal vez te dé algo.

—¿Algo de qué?

Él extendió una mano en la que sostenía un canasto lleno de fruta.

—¡Frambuesas rojas, grandes y jugosas! —anunció.

A Ayla se le encendieron los ojos.

—¡Oh!, me encantan las frambuesas.

—¿Crees que no lo sé? ¿Qué me das a cambio? —preguntó con un guiño.

Ayla le miró, y mientras se le acercaba, sus labios se curvaron en una sonrisa amplia y hermosa que se transmitió a sus ojos y decía cuánto le amaba. Con ella demostraba el calor de sus sentimientos y el placer que experimentaba al ver que él deseaba sorprenderla.

—Creo que he conseguido lo que me proponía —dijo Jondalar, dejando escapar el aliento que, ahora lo advertía, había estado conteniendo—. Oh, Madre, eres bella cuando sonríes. Siempre eres bella, pero sobre todo cuando sonríes.

De pronto, Jondalar se percató de cuanto ella representaba, fue consciente de todas sus características, de todos los detalles de Ayla. Los cabellos largos, espesos, de un tono rubio oscuro, relucientes con matices luminosos donde el sol los había aclarado, estaban sujetos por un cordel; pero tenían una ondulación natural y algunos mechones sueltos se escapaban de la correa de cuero colocada alrededor de la cara curtida; uno de esos mechones le caía sobre la frente, casi hasta los ojos. Jondalar contuvo el ansia de alargar la mano y arreglar el mechón.

Ayla era alta y hacía buena pareja con Jondalar, que medía un metro noventa y cinco. Sus músculos lisos, planos y resistentes, que delataban una auténtica fuerza física, estaban bien definidos en las piernas y los brazos largos. Era una de las mujeres más fuertes que él había conocido; tenía tanta fuerza como la de muchos hombres que él conocía. Las características del pueblo que la había criado consistían en un vigor corporal bastante más acusado que el del pueblo de individuos de mayor estatura, pero de menor peso, en el que ella había nacido, y aunque cuando vivía en el clan nadie la consideraba especialmente vigorosa, ella había logrado adquirir una fuerza mucho mayor que la que normalmente podía haber alcanzado, merced a su voluntad de mantenerse al nivel de los otros. Además, gracias a los años consagrados a observar, caminar y seguir pistas en la caza, Ayla utilizaba su cuerpo con desenvoltura y se movía con una gracia incomparable.

La túnica de cuero sin mangas que la joven usaba, sujeta con un cinturón, sobre las polainas de cuero, constituía un atuendo cómodo, pero no ocultaba los pechos firmes y llenos, que podían parecer pesados, pero no lo eran; o sus caderas femeninas, que se curvaban y formaban unos glúteos bien redondeados y firmes. Los cordones de la base de las polainas estaban abiertos, y Ayla procedió a descalzarse. Alrededor del cuello llevaba una bolsita bellamente bordada y decorada, con plumas de cigüeña en el fondo, en cuyo exterior se percibían los relieves de los misteriosos objetos que en ella guardaba.

Del cinturón colgaba una funda para el cuchillo, confeccionada con rígido cuero crudo, el cuero de un animal que había sido limpiado y raspado, pero que no había sido sometido a ningún otro proceso de elaboración, de manera que se endurecía cualquiera que fuese la forma que se le diese, aunque al humedecerlo podía ablandarse. La honda pendía a la derecha del cinturón, cerca de la bolsita que contenía piedras. Del lado izquierdo colgaba un objeto bastante extraño, semejante a un saquito. Aunque viejo y gastado, era evidente que había sido confeccionado con una piel entera de nutria, curada sin cortarle las patas, la cola y la cabeza. Al animal le había sido practicada una incisión a la altura del cuello, con el fin de extraerle las entrañas; después, habían pasado un cordel por dos agujeros para cerrarlo. La cabeza achatada cubría la abertura. Era la bolsa de las medicinas, la que había traído consigo del clan, la misma que Iza le había entregado.

Jondalar pensaba: «No tiene el rostro de una mujer zelandonii; verán que tiene un aire extranjero», pero su belleza era innegable. Los ojos grandes eran de color azul grisáceo —Jondalar se dijo que era el color del pedernal fino— y estaban bien separados, protegidos por pestañas un poco más oscuras que los cabellos; las cejas eran algo más claras, a medio camino entre los cabellos y las pestañas. Tenía la cara redondeada, más bien ancha, con los pómulos salientes, la mandíbula bien dibujada y el mentón estrecho. La nariz era recta y perfectamente cincelada, y los labios gruesos, curvados en las comisuras, se abrían y retraían, mostrando los dientes en una sonrisa que le iluminaba los ojos y anunciaba cuánto la complacía el acto mismo de sonreír.

Aunque sus sonrisas y su modo de reír le hicieron otrora sentirse diferente, lo que la indujo a moderar sus manifestaciones, a Jondalar le encantaba verla sonreír y la satisfacción que ella sentía cuando contemplaba sus risas, sus bromas y sus juegos, que transformaba mágicamente la expresión ya amable de por sí de los rasgos de Ayla; en efecto, era incluso más bella cuando sonreía. Jondalar sintió de pronto una alegría desbordante al mirarla, así como por el amor que le profesaba, y en silencio agradeció de nuevo a la Madre que le hubiera devuelto a esta mujer.

—¿Qué deseas que te dé a cambio de las frambuesas? —preguntó Ayla—. Dímelo y aceptaré.

—A ti; te quiero a ti, Ayla —dijo Jondalar, y su voz temblaba a causa del sentimiento que le embargaba. Dejó en el suelo el canasto, y un instante después la estrechaba entre sus brazos, besándola con pasión—. Te amo, no quiero perderte nunca —dijo con un ronco murmullo, besándola una y otra vez.

Una ola de calor recorrió el cuerpo de Ayla, que reaccionó con un sentimiento igualmente intenso.

—Yo también te amo —dijo—, y te necesito, pero ¿puedo retirar primero la carne del fuego? No quiero que se queme mientras estamos… atareados.

Jondalar la miró un momento, como si no hubiese entendido las palabras que ella pronunciaba; después, aflojó la presión de los brazos, la acercó de nuevo a su cuerpo, y finalmente retrocedió, sonriendo a disgusto.

—No fue mi intención ser tan insistente. Lo que sucede es que te amo tanto, que a veces es difícil soportarlo. Podemos esperar hasta más tarde.

Ella continuaba sintiendo la reacción cálida y chispeante ante el ardor de Jondalar, y no sabía muy bien si ahora deseaba detenerse. Lamentó un poco su propio comentario, que había interrumpido aquel momento.

—No es necesario que retire la carne —dijo.

Jondalar se echó a reír.

—Ayla, eres una mujer increíble —dijo, meneando la cabeza y sonriendo—. ¿Tienes idea de que eres verdaderamente notable? Siempre estás dispuesta a aceptar apenas yo lo deseo. Siempre ha sido así. Y no sólo dispuesta a aceptar, te venga bien o no, sino aquí mismo, preparada para interrumpir lo que haces, con tal de complacerme.

—Pero yo te deseo siempre que tú me deseas.

—No sabes qué desusado es eso. La mayoría de las mujeres necesitan que las presionen, y si están haciendo algo, no quieren que se les interrumpa.

—Las mujeres con quienes crecí siempre estaban dispuestas cuando un hombre daba la señal. Tú me diste tu señal, me besaste y demostraste que me deseabas.

—Tal vez lamente decir esto, pero, mira, puedes negarte. —Arrugó la frente por el esfuerzo que le costaba tratar de explicarse—. Por supuesto, no es necesario que aceptes siempre que yo lo deseo. Ya no estás viviendo con el clan.

—No entiendes —dijo Ayla, meneando la cabeza y haciendo un gran esfuerzo para lograr que él comprendiese—. No creo que haga falta estar preparada. Cuando me das tu señal, estoy preparada. Tal vez sea así porque de ese modo se comportaron siempre las mujeres del clan, o quizá porque tú fuiste quien me enseñó cuán maravilloso es compartir los placeres. También es posible que ocurra porque es mucho lo que te amo, pero lo cierto es que cuando me das tu señal no pienso en ello, lo siento en mi interior. Tu señal, tus besos, que me dicen que me necesitas, consiguen que yo, a mi vez, te necesite a ti.

Él sonrió de nuevo, aliviado y complacido.

—Tú también consigues que yo esté dispuesto. Nada más que con mirarte.

Inclinó la cabeza hacia Ayla, y ella elevó su rostro hacia Jondalar, acercando su cuerpo al del hombre, quien la abrazó con fuerza.

Jondalar contuvo la impetuosa ansiedad que sentía, aunque experimentó un extraño sentimiento de placer, al comprobar que aún la deseaba tanto. Se había cansado de otras mujeres después de una sola experiencia, pero con Ayla siempre parecía algo nuevo. Podía sentir el cuerpo firme y fuerte de Ayla contra el suyo y sus brazos alrededor de su cuello. Alargó entonces las manos y sostuvo lateralmente los pechos de Ayla mientras se inclinaba para besar la curva de su cuello.

Ayla retiró los brazos del cuello de Jondalar y comenzó a desanudar el cinturón, dejándolo caer al suelo con todos los objetos que de él pendían. Jondalar deslizó las manos bajo la túnica de Ayla y la levantó cuando encontró las formas redondas de los pezones erectos y tensos. Levantó todavía más la túnica, dejando al descubierto la aréola de color rosado oscuro que rodeaba el nódulo duro y sensible. Palpando esa tibia plenitud con la mano, rozó el pezón con la lengua, y después lo introdujo en su boca y lo apretó.

Inquietas punzadas de fuego acudieron al lugar que estaba en la profundidad de su cuerpo, y un pequeño gemido de placer escapó de los labios de Ayla. Le pareció increíble sentirse tan dispuesta. Igual que la hembra de pelaje rojo oscuro, sentía como si hubiese estado esperando el día entero y no deseaba perder un minuto más. Una imagen fugaz del gran macho rojizo, con su órgano largo y curvo, pasó por su mente. Jondalar la soltó y ella aferró la abertura de la túnica en el cuello y pasó la prenda por encima de su cabeza en un único y ágil movimiento.

Jondalar contuvo la respiración al verla, acarició la piel suave y buscó los dos pechos turgentes. Acarició un pezón duro, pellizcándolo y frotándolo, mientras tiraba del otro y lo mordisqueaba. Ayla sintió deliciosas palpitaciones de excitación y cerró los ojos mientras se entregaba a la maravillosa sensación. Cuando él cesó en las suaves caricias y los tocamientos, ella mantuvo los ojos cerrados e inmediatamente sintió que él la besaba. Abrió la boca para recibir una lengua que la exploraba dulcemente. Cuando cerró los brazos alrededor del cuello de Jondalar, notó las arrugas de la túnica de cuero que él vestía contra sus pezones todavía sensibles.

Él pasó las manos sobre la piel suave de la espalda de Ayla, y sintió el movimiento de los músculos firmes. La reacción inmediata de la joven acentuó el ardor de Jondalar y su virilidad dura y erecta presionó contra la ropa.

—¡Oh, mujer! —jadeó Jondalar—. ¡Cómo te deseo!

—Estoy preparada para ti.

—Me quitaré estas cosas —dijo Jondalar. Soltó el cinturón y después se quitó la túnica, sacándosela por la cabeza. Ayla vio la protuberancia tensa, la acarició y después comenzó a desatar el cordel, mientras él aflojaba el de Ayla. Ambos se desprendieron de sus polainas y fueron el uno al encuentro del otro, uniéndose en un beso largo, lento y sensual. Jondalar exploró rápidamente el claro con la mirada, en busca de un lugar apropiado, pero Ayla se dejó caer allí mismo sobre las manos y las rodillas y después le miró con una sonrisa juguetona.

—Quizá tu piel sea amarilla, y no pardo clara, pero tú eres el que yo elijo —afirmó.

Él correspondió a la sonrisa y se agachó detrás de ella.

—Y tus cabellos no son rojos, tienen el color del heno maduro, aunque encierran algo que es semejante a una flor roja con muchos pétalos. Pero no tengo una trompa peluda para llegar a ti. Tendré que usar otra cosa —dijo.

La empujó suavemente hacia delante, separándole los muslos para dejar al descubierto la húmeda abertura femenina, y después se inclinó para gustar el tibio sabor salado. Adelantó la lengua y encontró el nódulo duro en la profundidad de los pliegues. Ella lanzó una exclamación y se movió para facilitar el acceso del hombre, mientras éste presionaba y hocicaba, para luego hundirse aún más en la invitadora abertura, llevado por su afán de saborear y explorar. Siempre le encantaba sentir el sabor de Ayla.

La joven se movía agitada por una oleada de sensaciones, apenas consciente de otra cosa que no fuera el cálido latir, delirio del placer que la recorría. La sensibilidad de su cuerpo era más acusada que de costumbre, y todos los lugares que él tocaba o besaba confluían, en definitiva, en el punto decisivo, que se hallaba en lo más profundo de sí misma y ardía de deseo. No advirtió que su propia respiración se aceleraba ni oyó los gritos de placer que lanzaba; pero Jondalar sí tuvo conciencia de todo.

Se enderezó tras ella, se acercó más y buscó su cavidad profunda con su propia virilidad ansiosa y erecta. Cuando empezó a penetrar, ella se echó hacia atrás, oponiéndose a él hasta que lo recibió por completo. Jondalar gritó al sentir la acogida increíblemente cálida; después, sujetándole las caderas, retrocedió un poco. Le rodeó la pelvis con la mano y encontró el pequeño nódulo duro del placer y lo acarició mientras ella presionaba hacia atrás. La sensación de Jondalar casi llegó a la culminación. Retrocedió una vez más, y al sentir que ella estaba dispuesta, empujó con más fuerza hasta penetrarla por completo. Ella gritó al liberarse y la voz de Jondalar se unió a la suya.

Ayla yacía extendida, boca abajo, sobre la hierba, sentía el peso agradable de Jondalar encima de su cuerpo y la respiración del hombre cosquilleándole la espalda. Abrió los ojos, y sin ningún deseo de moverse, vio una hormiga que se ajetreaba en el suelo, alrededor de un tallo. Notó que el hombre se movía y acto seguido rodaba a un costado, manteniendo el brazo alrededor de la cintura de su compañera.

—Jondalar, eres un hombre increíble. ¿Tienes idea de que eres realmente notable? —inquirió Ayla.

—¿No he escuchado antes las mismas palabras? Me parece que yo te las dije —observó él.

—Pero son ciertas aplicadas a ti. ¿Cómo me conoces tan bien? Sentí que me perdía en mí misma, tenía conciencia de lo que me hacías.

—Creo que estabas preparada.

—Es cierto. Siempre es maravilloso, pero esta vez…, no sé. Quizá a causa de los mamuts. Estuve pensando el día entero en esa bonita mamut roja y en su maravilloso y corpulento macho… y en ti.

—Bien; tal vez tendremos que jugar de nuevo a ser mamuts —dijo él, con una ancha sonrisa, mientras se ponía de espaldas.

Ayla se sentó.

—Está bien, pero ahora voy a jugar en el río antes de que oscurezca. —Se inclinó y besó a Jondalar, y percibió en él su propio sabor—. Después me ocuparé de la comida.

Corrió hacia el fuego, hizo girar de nuevo la carne de bisonte, retiró las piedras de cocer, agregó al fuego moribundo un par de ascuas más que aún estaban calientes, echó más astillas a las llamas, y corrió hacia el río. El agua estaba fría, pero no le importó. Estaba acostumbrada. Jondalar no tardó en acercarse; llevaba al hombro un cuero de becerro grande y suave. Lo dejó en el suelo y entró en el río con más precauciones que Ayla, hasta que por fin respiró hondo y se zambulló. Cuando emergió, se retiró los cabellos que le cubrían los ojos.

—¡Está fría! —dijo.

Ella se le acercó por el costado, y con una sonrisa de picardía, le salpicó. Él respondió del mismo modo y se entabló una ruidosa batalla en el agua. Con una última salpicadura, Ayla salió del agua, se apoderó del cuero suave y comenzó a secarse. Pasó el cuero a Jondalar cuando éste salió del río, y después volvió deprisa al campamento y se vistió rápidamente. Estaba sirviendo la sopa en los cuencos individuales cuando Jondalar regresó del río.