Capítulo 23

Montada en Whinney, la joven miraba al frente y experimentaba una aprensión indescriptible, un temor que nacía de lo más hondo de su ser y le provocaba un profundo escalofrío. Cerró los ojos y sacudió la cabeza para rechazar la desagradable sensación. Al fin y al cabo, no había nada que temer. Abrió los ojos y miró otra vez la nutrida manada de caballos que tenía delante. ¿Qué había de terrible en una manada de caballos?

La mayor parte de los caballos les observaban, y la atención de Whinney también estaba tan intensamente concentrada en los miembros de su especie como la de éstos en ella. Ayla ordenó a Lobo que permaneciera quieto, pues advirtió que sentía una gran curiosidad y estaba ansioso por investigar. Después de todo, los caballos eran atacados con frecuencia por lobos y aquellos animales salvajes se sobresaltarían si Lobo se acercaba demasiado.

Cuando Ayla estudió más atentamente la manada sin tenerlas todas consigo acerca de lo que ellos o Whinney harían, advirtió que no era una sola manada, sino dos grupos diferentes. Predominaban las yeguas con sus potrillos; Ayla supuso que la que se mantenía en una actitud agresiva, delante de las restantes, era la yegua madre. Detrás, había un grupo más pequeño de solteros. De pronto, vio que uno se destacaba entre ellos y después no pudo apartar la mirada. Era el caballo más extraño que ella había visto nunca.

La mayoría de los caballos presentaban variaciones del amarillo leonado de Whinney, algunos tendían más al rojizo y otros ostentaban tonos más claros. El color castaño de Corredor era desusado, Ayla nunca había visto un caballo de pelaje tan oscuro como el suyo; pero el color del corcel del rebaño era igualmente extraño, aunque representaba la otra cara de la moneda. Ayla jamás había visto un caballo de pelaje tan claro. El animal adulto y bien formado que se aproximaba cauteloso era totalmente blanco.

Antes de ver a Whinney, el semental blanco había estado ocupándose de mantener a distancia a los restantes machos. Con ello les demostraba que, si no se acercaban demasiado, podía tolerar su presencia, pues no era la temporada del acoplamiento de los caballos; pero él era el único que tenía derecho a mezclarse con las hembras. Sin embargo, la súbita aparición de una hembra extraña despertó su interés y atrajo también la atención del resto de los caballos.

Por naturaleza, los caballos eran animales gregarios, les gustaba unirse con otros caballos. En particular las hembras tendían a establecer relaciones permanentes, pero a diferencia del esquema propio de la mayor parte de los animales de rebaño, según el cual las hijas permanecían con sus madres en grupos de parentesco cercano, los caballos formaban por lo general rebaños de hembras no emparentadas entre sí. Las yeguas jóvenes solían abandonar el grupo original cuando alcanzaban la edad adulta, alrededor de los dos años. Establecían entonces jerarquías de dominio, con privilegios y beneficios para las yeguas de alto rango y sus crías —incluido el derecho de ser las primeras en tener acceso al agua y las mejores áreas de pasto—, mas los vínculos entre ellas estaban consolidados ya que compartían galanteos y otras actividades amistosas.

Aunque peleaban juguetonamente entre ellos cuando eran potrillos, sólo cuando los machos jóvenes se unían a los corceles adultos, más o menos al cumplir los cuatro años, comenzaban a prepararse seriamente para el día en que lucharían por el derecho de aparearse. Aunque se prestaban mutua ayuda en el rebaño de los solteros, la rivalidad por el dominio constituía su actividad principal. Las disputas comenzaban con empujones y sacudidas, así como con actos rituales de defecación y olfateo, y después sobrevenía una escalada, sobre todo durante la temporada del celo de primavera, la cual incluía coces, mordiscos en el cuello, patadas en la rótula y golpes con los remos traseros en la cara, la cabeza y el pecho. Sólo después de varios años de este tipo de relación los machos conseguían a las hembras jóvenes o desbancar al macho de un rebaño.

Por ser una hembra desarraigada que en otro tiempo correteó con caballos como aquéllos, Whinney se había convertido en objeto de intenso interés tanto para el grupo de hembras como para el de solteros. A Ayla no le gustaba la forma en que el corcel del rebaño se acercaba a ellos, su actitud orgullosa y enérgica, como si se preparara para formular una reclamación.

—No necesitas quedarte aquí, Lobo —dijo, haciendo la señal que le liberaba, y observándole después mientras avanzaba. A los ojos de Lobo se trataba de una manada entera de Corredores y Whinneys, y deseaba jugar con ellos. Ayla estaba segura de que los actos de Lobo no representaban una amenaza grave para los caballos. No podía derribar por sí solo a un animal tan fuerte, habría necesitado la ayuda de una manada de lobos, y las manadas rara vez atacaban a los animales adultos que estaban en el apogeo de su fuerza.

Ayla urgió a Whinney a regresar al campamento. La yegua vaciló un momento, pero su costumbre de obedecer a la mujer fue más fuerte que su interés por los otros caballos. Empezó, pues, a caminar, pero vacilante, con lentitud. De pronto, Lobo se arrojó sobre el rebaño. Se divirtió persiguiendo a los caballos y Ayla se alegró al ver que éstos se dispersaban. De ese modo, su atención se desviaba de Whinney.

Cuando Ayla regresó al campamento, todo estaba preparado. Jondalar había terminado de armar las tres pértigas para mantener el alimento fuera del alcance de los animales merodeadores. La tienda estaba montada, el hoyo cavado y revestido de piedras; incluso había utilizado algunas sobrantes para marcar los límites del fuego.

—Mira esa isla —comentó el hombre mientras ella desmontaba. Señaló una franja de tierra, formada por limo acumulado, en medio del río, con juncos, cañas y varios árboles—. Allí hay una bandada entera de cigüeñas; las hay negras y también blancas. Las vi descender —dijo con una sonrisa complacida—. Deseaba que llegaras. Vale la pena verlas. Estuvieron zambulléndose y elevándose, e incluso volando tramos cortos. Plegaron las alas y se desplomaron desde el cielo; luego, casi a ras de tierra, abrían las alas. Me pareció que se dirigían al sur. Probablemente se marcharán por la mañana.

Ayla miró a través del espejo de agua las grandes aves de pico largo, patas esbeltas y actitud majestuosa. Se alimentaban activamente, caminando o corriendo en tierra o en el agua poco profunda. Apuntaban a todo lo que se movía con sus picos largos y fuertes; engullían peces, lagartos, ranas, insectos y lombrices. Incluso comían carroña, a juzgar por el modo en que rodearon los restos de un bisonte arrojado a la playa. Las dos especies tenían una forma en general bastante parecida, aunque la coloración era distinta. Las cigüeñas blancas tenían las alas con los bordes negros y eran más numerosas; las cigüeñas negras tenían blancas las áreas inferiores del plumaje, y casi todas estaban en el agua buscando peces.

—Vimos una gran manada de caballos en el camino de regreso —dijo Ayla, ocupada en retirar las perdices blancas y las comunes—. Un montón de yeguas y potrillos, pero cerca había un macho. Se da la circunstancia de que el semental del rebaño es blanco.

—¿Blanco?

—Como esas cigüeñas blancas. Ni siquiera tenía las patas negras —explicó Ayla, mientras desataba las correas de la alforja—. En la nieve no habría manera de distinguirlo.

—El blanco no es habitual. Nunca he visto un caballo blanco —dijo Jondalar. Después, al recordar a Noria y la ceremonia de los ritos de iniciación, evocó la piel de caballo blanco que colgaba de la pared, tras el lecho, adornado con las cabezas rojas de grandes pájaros carpinteros jóvenes—. Pero sí —añadió—, una vez vi la piel de un caballo blanco —dijo.

Algo en el tono de la voz de Jondalar indujo a Ayla a mirarle con más atención. Él advirtió la mirada de la joven, se sonrojó un poco y se apartó para retirar de Whinney el canasto. Luego se sintió obligado a dar explicaciones.

—Fue durante la… ceremonia con los hadumai.

—¿Son cazadores de caballos? —preguntó Ayla. Plegó la manta de montar, recogió las aves y se dirigió hacia la orilla del río.

—Bien, sí, cazan caballos. ¿Por qué? —preguntó Jondalar, acompañándola.

—¿Recuerdas que Talut nos habló de la caza del mamut blanco? Era un animal muy sagrado para los mamutoi, porque ellos son los Cazadores del Mamut. Si los hadumai usan una piel de caballo blanco durante las ceremonias, a lo mejor piensan que los caballos son animales especiales.

—Es posible, pero no estuvimos con ellos tiempo suficiente para llegar a saberlo.

—Pero ¿cazan caballos? —insistió Ayla, que empezó a desplumar las aves.

—Desde luego; estaban cazando caballos cuando Thonolan los conoció. Al principio no les caímos bien, porque habíamos dispersado sin querer la manada que ellos perseguían.

—Creo que esta noche le pondré el cabestro a Whinney y la ataré cerca de la tienda —dijo Ayla—. Si están por aquí esos cazadores de caballos, prefiero que no se acerquen. Además, no me hizo ninguna gracia el modo en que ese corcel blanco se le acercó.

—Es posible que tengas razón. Tal vez yo debiera atar también a Corredor. De todas formas, me gustaría ver a ese animal blanco.

—Yo prefiero no volver a verlo. Estaba demasiado interesado por Whinney. Pero es extraño y hermoso. Tienes razón, el blanco no es habitual. —Las plumas volaban mientras ella las arrancaba con movimientos rápidos—. El negro tampoco es un color corriente. ¿Recuerdas cuando Ranec lo dijo? Estoy segura de que se refería también a él mismo, a pesar de que su cabello era castaño oscuro, no negro.

Él sintió una punzada de celos ante la mención del hombre con quien Ayla estuvo a punto de unirse, si bien en definitiva había optado por Jondalar.

—¿Lamentas no haberte quedado con los mamutoi y haberte unido a Ranec? —preguntó.

Ella se volvió y miró a los ojos de Jondalar, y sus manos interrumpieron la tarea.

—Jondalar, sabes muy bien que la única razón por la que me prometí a Ranec fue que creía que ya no me amabas, y yo sabía que él me quería…, pero, sí, lo lamento un poco. Podía haber permanecido con los mamutoi. Si no te hubiera conocido, creo que podría haber sido feliz con Ranec. En cierto modo le amaba, aunque no como a ti.

—Bien, en cualquier caso, ésa es una respuesta sincera —dijo Jondalar, fruncido el ceño.

—También podría haber permanecido con los sharamudoi, pero deseaba estar donde tú estuvieras. Si necesitas regresar a tu hogar, quiero ir contigo —continuó Ayla, tratando de explicarse. Al ver el ceño de Jondalar, comprendió que ésa no era la aclaración que él deseaba oír.

—Jondalar, tú me has preguntado. Cuando me preguntes siempre te diré lo que siento. Cuando sea yo quien pregunte, quiero que también tú me digas lo que sientes. Incluso si no te pregunto, quiero que me lo digas cuando algo esté mal. No deseo que se repita nunca el malentendido que existió el invierno pasado entre nosotros. Sea lo que sea, Jondalar, prométeme que siempre me lo dirás.

El rostro de la joven tenía una expresión tan seria, tan sincera, que provocó en Jondalar una sonrisa afectuosa.

—Lo prometo, Ayla. Yo tampoco deseo que se repita una situación como aquélla. No podía soportar que estuvieras con Ranec, sobre todo cuando comprendía por qué una mujer podía interesarse por él. Era divertido, cordial. Y un excelente tallista, un verdadero artista. Mi madre habría simpatizado con él. Le gustan los artistas y los tallistas. Si las cosas hubieran sido diferentes, yo también habría simpatizado con él. En cierto modo, me recordaba a Thonolan. Es posible que pareciera distinto, pero era como los mamutoi, franco y confiado.

—Era un mamutoi —afirmó Ayla—. Sí, echo de menos el Campamento del León. Echo de menos a la gente. No hemos visto mucha gente en este viaje. No imaginaba que hubieras viajado tanto, Jondalar, ni cuánta tierra existe. Tanta tierra y tan pocos seres humanos.

Mientras el sol se acercaba a la tierra, las nubes sobre las altas montañas del oeste se elevaban para abrazar el globo candente y difundir en su excitación raudales de una esplendorosa luz sonrosada. La luminosidad inundó por entero el brillante despliegue, disipándose después en la oscuridad, mientras Ayla y Jondalar terminaban su comida. Satisfecho su apetito, la joven se levantó para guardar las aves que no habían consumido; había preparado mucho más de lo que podían comer. Su compañero volvió a depositar en el fuego algunas piedras de cocer, porque deseaba preparar la infusión nocturna.

—Me han parecido deliciosas —dijo—. Me alegra que quisieras que nos detuviéramos temprano. Valía la pena.

Ayla miró hacia la isla y contuvo a duras penas una exclamación, reflejándose la sorpresa en sus ojos. Jondalar oyó su respiración agitada y miró en la misma dirección.

Varias personas que portaban lanzas habían surgido de la penumbra y se habían acercado al borde de la zona iluminada por el fuego. Dos usaban capas de piel de caballo, con la cabeza disecada aún unida al resto y colocada a guisa de capucha. Jondalar se incorporó. Uno de los hombres se quitó la capucha y caminó hacia él.

—Zel-an-don-ii —dijo el recién llegado, señalando al hombre alto y rubio. Después, se golpeó el pecho—. ¡Hadumai! ¡Jeren! —Sus labios dibujaron una ancha sonrisa.

Jondalar le miró con atención y después sonrió a su vez.

—¡Jeren! ¿Eres tú? ¡Gran Madre, no puedo creerlo! ¡Eres tú!

El hombre comenzó a hablar en una lengua tan incomprensible para Jondalar como lo era la de éste para Jeren, pero las sonrisas cordiales sí fueron entendidas.

—¡Ayla! —llamó Jondalar, indicándole que se acercara—. Éste es Jeren. Es el cazador hadumai que nos detuvo cuando nos dirigíamos en la otra dirección. ¡Me parece increíble!

Ambos continuaron sonriendo complacidos. Jeren miró a Ayla, y su sonrisa cobró un matiz apreciativo cuando hizo un gesto de asentimiento dirigido a Jondalar.

—Jeren, ésta es Ayla, Ayla de los mamutoi —dijo Jondalar, quien realizó las presentaciones formales—. Ayla, éste es Jeren del pueblo de Haduma.

Ayla extendió sus dos manos.

—Bienvenido a nuestro campamento, Jeren del pueblo de Haduma —dijo.

Jeren comprendió la intención, aunque no era un saludo usual en su pueblo. Depositó la lanza en un recipiente que llevaba colgado a la espalda, cogió las dos manos de Ayla y dijo:

—Ayla. —Consciente de que era el nombre de la joven, pero sin entender el resto. Volvió a golpearse el pecho—. Jeren —indicó, y después agregó algunas palabras desconocidas.

De pronto, el hombre se sobresaltó, súbitamente asustado. Había visto un lobo al lado de Ayla. Al ver su reacción, Ayla se arrodilló inmediatamente y rodeó con un brazo el cuello del lobo. Los ojos de Jeren se dilataron en el colmo del asombro.

—Jeren —alzándose, la mujer efectuó los movimientos de una presentación formal—. Éste es Lobo. Lobo, éste es Jeren del pueblo de Haduma.

—¿Lobo? —inquirió Jeren, sin que la inquietud hubiera desaparecido todavía de sus ojos.

Ayla apoyó la mano sobre el hocico de Lobo, como si quisiera que éste la oliese. Después, se arrodilló junto al lobo y le pasó otra vez el brazo por el cuello, para demostrar su intimidad con el animal y su falta de temor. Tocó entonces la mano de Jeren, y a continuación tocó de nuevo el hocico de Lobo, para demostrar al visitante lo que ella deseaba que hiciera. Vacilante, Jeren extendió la mano hacia el animal.

Lobo la tocó con el hocico húmedo y frío y retrocedió. Había afrontado muchas veces una presentación análoga mientras estaba con los sharamudoi, y parecía comprender la intención de Ayla. Después, Ayla tomó la mano de Jeren y, mirándole, la guió hacia la cabeza del lobo, para permitirle que tocara el pelaje y demostrarle cómo acariciarlo. Cuando Jeren la miró con una sonrisa de reconocimiento y por propia iniciativa acarició la cabeza de Lobo, ella se tranquilizó.

Jeren se volvió y miró a sus acompañantes.

—¡Lobo! —dijo, indicando con un gesto al animal. Dijo otras cosas, y después pronunció el nombre de la joven. Cuatro hombres se acercaron al fuego. Ayla realizó algunos gestos de bienvenida, invitándoles a sentarse.

Jondalar, que había estado observando, sonrió complacido.

—Buena idea, Ayla —aprobó.

—¿Crees que tendrán apetito? Nos ha quedado mucha comida —dijo Ayla.

—¿Por qué no se la ofreces y lo compruebas?

Ayla cogió una fuente de marfil de mamut, sacó algo que parecía un manojo de heno mustio y, al abrirlo, apareció una perdiz cocida. Tras colocarla en la bandeja, la ofreció a Jeren y los demás. El aroma precedió al manjar. Jeren arrancó una pata y descubrió que tenía en la mano un pedazo de carne tierna y jugosa. La sonrisa que se dibujó en su cara después de saborearla alentó a los otros.

Ayla sacó también una perdiz común y distribuyó el relleno de raíces y granos en el variado surtido de fuentes y cuencos más pequeños, algunos tejidos, otros de marfil y uno de madera. Dejó que los hombres se repartieran a voluntad la carne; entretanto buscó un gran cuenco de madera, fabricado por ella misma, y lo llenó de agua para preparar una infusión.

Los hombres parecían mucho más relajados después de la comida, tanto que recibieron con agrado a Lobo, llamado por Ayla con el fin de que los olfateara. Sentados alrededor del fuego, cada uno con su taza, intentaron comunicarse más allá del nivel de la sonriente cordialidad y hospitalidad.

Jondalar fue el primero en tomar la palabra.

—¿Haduma? —preguntó.

Jeren meneó la cabeza y en su rostro se dibujó una expresión de tristeza. Con la mano señaló el suelo, y Ayla intuyó que aquello significaba que Haduma había regresado a la Gran Madre Tierra. Jondalar comprendió también que la anciana a quien profesaba tanta simpatía había muerto.

—¿Tamen? —preguntó.

Sonriendo, Jeren asintió con gestos exagerados. Después, señaló a uno de los otros y dijo algo que incluía el nombre de Tamen. Un joven, poco más que un niño, le sonrió, y Jondalar descubrió en sus facciones cierta semejanza con el hombre a quien él había conocido.

—Tamen, sí —dijo Jondalar, asintiendo con una sonrisa—. El hijo, o quizá el nieto de Tamen. Ojalá Tamen estuviera aquí —indicó a Ayla—. Sabía un poco de zelandoni y podríamos haber conversado algo. Realizó un largo viaje a esas regiones cuando era joven.

Jeren pasó la mirada por el campamento, después volvió los ojos hacia Jondalar y dijo:

—¿Zelandonii…, Thon… Thonolan?

Esta vez le tocó a Jondalar mover la cabeza con aire entristecido. Luego, al recordar lo sucedido, invitó a su interlocutor y señaló el suelo. Jeren pareció sorprendido, pero asintió y pronunció una frase que sin duda era una pregunta. Jondalar no entendió y miró a Ayla.

—¿Sabes lo que quiere decir?

Aunque no conocía la lengua, en la mayor parte de los idiomas que ella había oído hablar existían ciertos sonidos con los cuales estaba familiarizada. Jeren repitió la frase, y algo en el tono en que la pronunciaba hizo que una idea acudiera a la mente de Ayla. Ésta cerró una mano en forma de garra y gritó como un león en la caverna.

El sonido que emitió fue tan realista que todos los hombres la miraron desconcertados, pero Jeren asintió en actitud de comprensión. Había preguntado cómo había muerto Thonolan y ella se lo había dicho. Uno de los otros hombres le dijo algo a Jeren. Cuando éste respondió, Jondalar escuchó otro nombre conocido, el de Noria. El que había preguntado sonrió al hombre alto y rubio, le señaló, después apuntó con el dedo a uno de sus propios ojos, y volvió a sonreír.

Jondalar experimentó una oleada de excitación. Tal vez toda aquella mímica significara que Noria, en efecto, tenía un niño con los ojos tan azules como los de él. Sin embargo, recapacitó, diciéndose que podía tratarse tan sólo de que aquel cazador hubiera oído hablar del hombre de los ojos azules que había celebrado los ritos de iniciación con ella. No podía saberlo con certeza. Los otros hombres apuntaban cada cual a sus ojos, y sonreían. ¿Sonreirían acaso porque estaba pensando en un niño de ojos azules? ¿El fruto de los placeres disfrutados con un hombre de ojos azules?

Contempló la posibilidad de pronunciar el nombre de Noria y de mover los brazos como si estuviera acunando a un niño, pero miró a Ayla y desistió de su propósito. No le había dicho nada acerca de Noria, ni tampoco del anuncio hecho por Haduma el día siguiente, en el sentido de que la Madre había otorgado su bendición a la ceremonia y de que la joven daría a luz un hijo, un niño al que impondrían el nombre de Jondal, el cual tendría los ojos como los de Jondalar. Sabía que Ayla deseaba un hijo suyo… o de su espíritu. ¿Qué sentiría si se enteraba de que Noria ya tenía uno? Si hubiera estado en el lugar de Ayla, probablemente habría sentido celos.

Entretanto, se afanaba por indicar a los cazadores con toda clase de gestos que debían dormir cerca del fuego. Por fin ellos asintieron y se pusieron de pie para ir a buscar sus mantas de dormir. Las habían apilado río abajo, antes de aproximarse al fuego que habían olido y asegurarse de que había sido encendido por amigos. En cuanto Ayla vio que rodeaban la tienda y se dirigían al lugar donde había atado a los caballos, echó a correr hasta situarse delante de ellos y alzó una mano para detenerlos. Se miraron unos a otros intrigados cuando ella desapareció en la oscuridad. Sin entender lo que pasaba, quisieron reanudar la marcha, pero Jondalar les hizo señas de que esperaran. Sonrientes, asintieron en silencio.

La expresión de los hombres demostró temor cuando Ayla reapareció en compañía de los caballos. Erguida entre los dos animales, trató de explicar por medio de movimientos e incluso valiéndose de los expresivos gestos del clan, que se trataba de caballos especiales que no debían ser cazados; pero ni ella ni Jondalar estaban seguros de que los hombres lo comprendieran. Jondalar hasta llegó a temer que pensaran que Ayla poseía ciertos poderes especiales para dominar a los caballos, y que los había llevado allí adrede para permitir que los cazaran. Se apresuró a decir a Ayla que, a su juicio, una demostración podía ser útil.

Fue a la tienda a buscar una lanza, blandiéndola como si se propusiera herir a Corredor, pero Ayla le cortó el paso alzando los brazos, cruzándolos acto seguido frente a ella, mientras movía enérgicamente la cabeza. Jeren se rascó perplejo la suya; él y sus compañeros parecían desconcertados. Finalmente, Jeren asintió, cogió del contenedor una de sus propias lanzas, apuntó con ella a Corredor y luego la clavó en el suelo. Jondalar no sabía muy bien si el hombre creía que Ayla estaba diciéndoles que no cazaran aquellos dos caballos, o que no cazasen ninguno; pero en todo caso, algo había comprendido.

Los hombres durmieron cerca del fuego esa noche, pero se levantaron apenas amaneció. Jeren le dijo a Ayla algunas palabras que, según Jondalar recordaba sin gran precisión, expresaban su agradecimiento por los alimentos. El visitante sonrió a la mujer cuando Lobo le olfateó, permitiéndole que lo acariciara de nuevo. Ella intentó invitarlos a compartir la comida matutina, pero los hombres se alejaron deprisa.

—Ojalá conociera un poco de su lengua —dijo Ayla—. Su visita ha sido muy agradable, aunque no hayamos podido hablar.

—Sí, también yo hubiera querido conversar con ellos —convino Jondalar, quien deseaba sinceramente averiguar si Noria había tenido un hijo y si el niño tenía los ojos azules.

—En el clan, los diferentes clanes empleaban en su lenguaje cotidiano ciertas palabras que no siempre eran entendidas por todos; sin embargo, todos conocían el lenguaje silencioso de los gestos. Siempre era posible comunicarse —dijo Ayla—. Lástima que los Otros no tengan una lengua que todos puedan entender.

—Sería útil, sobre todo cuando se viaja, pero para mí es difícil imaginar una lengua que todos puedan entender. ¿Crees en realidad que el pueblo del clan puede entender en todas partes el mismo lenguaje de los signos? —preguntó Jondalar.

—No es una lengua que aprendan con el tiempo. Nacen con ella. Es tan antigua que la llevan en su memoria, y su memoria se remonta a los orígenes del mundo. No puedes imaginar de cuán lejos procede —dijo Ayla.

Se estremeció con un escalofrío de miedo cuando recordó el día en que Creb la había llevado de regreso con ellos, en contra de todas las tradiciones. De acuerdo con la ley oral del clan, tendría que haberla dejado morir. Pero ahora, ella estaba muerta para el clan. Pensó que la situación era de lo más irónica. Cuando Broud lanzó sobre ella la maldición de la muerte, no tenía derecho a hacerlo. No se apoyaba en un motivo plausible. A Creb, en cambio, sí le asistía la razón; ella había infringido el tabú más importante del clan. Quizá debiera haberse asegurado de que ella moría, pero no lo hizo.

Se dedicaron a levantar el campamento, a recoger la tienda, las mantas de dormir, los utensilios para cocinar, las cuerdas. Una vez terminada esta tarea, guardaron todas las cosas en las canastas y las alforjas, haciéndolo con la destreza propia de la rutina. Ayla estaba llenando de agua los recipientes, a la orilla del río, cuando Jeren y sus cazadores regresaron. Entre sonrisas y con un chorro de palabras que sin duda representaban un exuberante agradecimiento, los hombres entregaron a Ayla un bulto envuelto en un pedazo de cuero fresco de uro. Ayla lo abrió y encontró un tierno solomillo, procedente de una presa recién cobrada.

—Te lo agradezco, Jeren —dijo Ayla, y le correspondió con la hermosa sonrisa que siempre provocaba una oleada de amor en Jondalar. También en Jeren pareció causar un efecto similar, y Jondalar sonrió para sus adentros cuando vio la expresión asombrada en la cara del hombre. Jeren necesitó unos instantes para reaccionar; después se volvió hacia Jondalar y comenzó a hablar, esforzándose mucho por comunicarle algo. Se interrumpió cuando vio que Jondalar no le entendía, y habló entonces con sus compañeros. Acto seguido, se acercó más a Jondalar.

—Tamen —dijo, y empezó a caminar hacia el sur mientras trataba de explicar por medio de gestos que le siguieran—. Tamen —repitió, continuando con los gestos y agregando algunas palabras.

—Creo que quiere que le acompañes —opinó Ayla—, que vayas a ver al hombre a quien conoces. El que habla zelandoni.

—Tamen, Zel-an-don-ii. Hadumai —dijo Jeren, haciendo señas a los dos.

—Tienes razón; por lo visto quiere que vayamos a visitarles. ¿Qué te parece? —preguntó Jondalar.

—De ti depende. ¿Quieres interrumpir el viaje para hacer esa visita?

—Nos obligaría a retroceder, y no sé cuánto camino tendríamos que desandar. Si los hubiéramos encontrado más al sur, no me habría importado entretenerme un poco en el camino; pero detesto volver atrás ahora que hemos llegado tan lejos.

Ayla asintió.

—Tendrás que arreglártelas para explicárselo.

Jondalar sonrió a Jeren, y después meneó la cabeza.

—Lo siento —dijo—, pero necesitamos ir al norte. Al norte —repitió, señalando en esa dirección.

Jeren pareció inquieto. Sacudió la cabeza, y después cerró los ojos, como si intentara pensar. Caminó hacia ellos y extrajo de su cinto una corta vara. Jondalar vio que el extremo estaba tallado. Estaba seguro de haber visto antes un objeto parecido a aquél y trató de recordar dónde. Jeren limpió un espacio en el suelo, trazó una línea con la vara y a continuación otra que la cruzaba. Bajo la primera línea dibujó una figura que reproducía más o menos fielmente un caballo. Sobre el extremo de la segunda línea, que apuntaba hacia el canal del Río de la Gran Madre, trazó un círculo con unas pocas líneas que partían de aquél. Ayla miró con más atención.

—Jondalar —dijo, con voz excitada—, cuando Mamut me mostraba los símbolos y me enseñaba su significado, ése era el signo del «sol».

—Y esa línea indica la dirección del sol poniente —puntualizó Jondalar, señalando hacia el oeste—. El sitio donde ha dibujado el caballo, seguramente es el sur.

Indicó la dirección, al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras.

Jeren asintió enérgicamente. Después, señaló hacia el norte y frunció el entrecejo. Caminó hacia el extremo norte de la línea que había dibujado y se detuvo, mirando a los dos viajeros. Alzó los brazos y los cruzó frente a su pecho, como había hecho Ayla cuando trataba de explicarle que no debía dar caza a Whinney, ni a Corredor. Después, movió la cabeza de un lado a otro. Ayla y Jondalar se miraron.

—¿Crees que intenta decirnos que no vayamos al norte? —preguntó Ayla.

Jondalar comenzó a percibir cada vez mejor lo que Jeren intentaba comunicarles.

—Así es; no creo que desee simplemente que le acompañemos al sur para hacer una visita. Sin duda intenta decirnos algo más. Creo que trata de advertirnos de que no debemos dirigirnos al norte.

—¿Advertirnos? ¿Qué es lo que puede haber de terrible en el norte? —preguntó Ayla.

—Tal vez podría tratarse del gran muro de hielo —aventuró Jondalar.

—Conocemos la existencia del hielo. Cerca de aquí cazamos el mamut con los mamutoi. Hace frío, pero en realidad no es peligroso, ¿no te parece, Jondalar?

—Se mueve —contestó éste—; se mueve año tras año, y a veces incluso arranca árboles durante el cambio de las estaciones, pero no se desplaza con tanta rapidez como para no tener tiempo de apartarse de su camino.

—No creo que sea el hielo —dijo Ayla—. Pero de todos modos está diciéndonos que no vayamos al norte, es evidente su preocupación.

—Sí, en efecto; pero no consigo imaginar de qué peligro se tratará —dijo Jondalar—. A veces, la gente que no se aventura mucho más allá de su propia región imagina que el mundo que se extiende fuera de su territorio es peligroso, simplemente porque es distinto.

—No creo que a Jeren le asalten esos temores —fue el comentario de Ayla.

—Coincido contigo —dijo Jondalar, quien miró al hombre y añadió—: Jeren, ojalá pudiese entenderte.

El cazador había estado observándoles, y guiándose por la expresión que se reflejaba en sus semblantes, llegó a la conclusión de que habían comprendido su advertencia. Permanecía, pues, en espera de que le dieran una respuesta.

—¿Crees que deberíamos acompañarle y hablar con Tamen? —preguntó Ayla.

—Detesto retroceder y perder tiempo ahora. De todos modos, necesitamos llegar a ese glaciar antes del invierno. Si continuamos la marcha, lo lograremos fácilmente, y hasta nos sobrará tiempo; pero si sucede algo que nos retrase, llegará la primavera y el deshielo, y entonces el cruce es muy peligroso —explicó Jondalar.

—Por tanto, continuaremos avanzando hacia el norte —dijo Ayla.

—Creo que debemos hacerlo, pero estaremos alerta. Aunque ojalá supiera qué es lo que debemos vigilar. —Miró de nuevo al hombre—. Jeren, amigo, te agradezco la advertencia —indicó—. Tendremos cuidado, pero hemos de continuar nuestro viaje.

Señaló al sur, movió la cabeza y después apuntó al norte.

Jeren, que intentó protestar, meneó de nuevo la cabeza, pero finalmente renunció y asintió para indicar que comprendía. Por su parte había hecho todo lo posible. Fue a hablar con uno de sus compañeros, el cual llevaba puesta la capucha equina; conversaron un momento, luego regresó y dio a entender que se marchaban.

Ayla y Jondalar saludaron con la mano, mientras Jeren y sus cazadores se alejaron. Cuando los perdieron de vista, terminaron los preparativos y aunque con ciertas reservas, reanudaron la marcha hacia el norte.

Mientras avanzaban por el extremo septentrional del dilatado pastizal central, notaban que el terreno que se extendía frente a ellos estaba transformándose; las llanas tierras bajas dejaban paso a las abruptas montañas. Las mesetas que de vez en cuando interrumpían la llanura central estaban unidas entre sí, sumergidas en parte bajo el suelo de la cuenca central, y los grandes bloques fragmentados de rocas sedimentarias formaban un espinazo irregular que atravesaba la llanura de nordeste a sudoeste. Erupciones volcánicas relativamente recientes habían cubierto las mesetas de suelos fértiles donde bosques de pinos, abetos y alerces crecían en las estribaciones superiores, y alerces y sauces en las laderas inferiores, al mismo tiempo que los matorrales y los pastos de la estepa medraban en los flancos al abrigo del viento.

Cuando comenzaron a subir las accidentadas colinas, se vieron obligados a retroceder y a rodear profundos pozos y quebradas que bloqueaban el paso. Ayla pensó que allí la tierra parecía menos feraz, aunque, en vista del frío más intenso, se preguntó si aquella impresión suya se debería al cambio de estación. Al mirar hacia atrás desde mayor altura, divisaron una nueva perspectiva de la región que acababan de cruzar. Algunos árboles caducos y los matorrales carecían de hojas, pero la llanura central estaba cubierta con el polvo dorado del heno seco que alimentaría a multitudes durante el invierno.

Vieron muchos animales grandes que pastaban, en rebaños o en solitario. Ayla pensó que los caballos predominaban, pero quizá le llevara a creerlo la especial atención que les prestaba; sin embargo, el ciervo gigante, el ciervo rojo y, sobre todo cuando llegaron a las estepas septentrionales, el reno también abundaban. Los bisontes empezaban a agruparse en nutridos rebaños migratorios para iniciar la marcha hacia el sur. Durante un día entero, las grandes bestias de enorme giba y poderosos cuernos negros se desplazaban sobre las umbrías colinas del pastizal norteño y formaban una alfombra espesa y ondulante. Ayla y Jondalar se detenían a menudo para contemplar el espectáculo. El polvo se elevaba, extendía un manto oscuro sobre la gran masa en movimiento, la tierra temblaba bajo el golpear de miles de pezuñas, en tanto un estrépito ensordecedor, mezcla de gruñidos y balidos profundos y sonoros, retumbaba con el fragor del trueno.

Los mamuts abundaban menos, y por lo general avanzaban hacia el norte; pero incluso desde lejos las gigantescas bestias lanudas resultaban impresionantes. Cuando no actuaban impulsados por las exigencias de la reproducción, los mamuts machos tendían a formar pequeños rebaños, con vínculos más bien flexibles, en los que simplemente se hacían compañía. A veces, un macho se unía a un rebaño de hembras y lo acompañaba durante algún tiempo, pero siempre que los viajeros veían un mamut solitario, éste invariablemente era macho. Los rebaños permanentes más numerosos estaban formados por hembras estrechamente emparentadas; una abuela, vieja y astuta matriarca que era la jefa, y en ocasiones una hermana o dos, con las respectivas hijas, además de los nietos. Era fácil identificar los rebaños de hembras porque los colmillos eran un poco más pequeños y menos curvados, y también porque siempre estaban acompañadas por animales más jóvenes.

Igualmente impresionantes, cuando se dejaban ver, eran los rinocerontes lanudos, más raros y menos gregarios. En general, no formaban rebaños. Las hembras vivían en pequeños grupos de familia; sin embargo, los machos, salvo en la época del apareamiento, llevaban una existencia solitaria. Ni los mamuts ni los rinocerontes, excepto los jóvenes y los muy viejos, tenían demasiado que temer de los cazadores cuadrúpedos, ni siquiera del enorme león de las cavernas. En particular los machos podían permitirse el lujo de la soledad; las hembras, en cambio, necesitaban del rebaño, porque éste las ayudaba a proteger a sus crías.

Los bueyes almizcleros lanudos, animales más pequeños parecidos a las cabras, se agrupaban para tener cierta protección. Cuando eran atacados, los adultos solían formar una falange circular que miraba hacia fuera, mientras los pequeños quedaban en el centro. Al alcanzar Ayla y Jondalar puntos más elevados de las montañas, aparecieron algunos íbices y gamuzas; a menudo estos animales descendían a menor altura cuando se aproximaba el invierno.

Muchos de los animales pequeños podían pasar un invierno tranquilo atrincherados en sus madrigueras, practicadas a considerable profundidad en el suelo, rodeados por depósitos de semillas, nueces, bulbos, raíces y, en el caso de los picas, las pilas de heno que habían cortado y secado. Los conejos y las liebres cambiaban de color, pero no se volvían blancos, sino que adquirían un matiz moteado más claro. Sobre un promontorio boscoso, Ayla y Jondalar descubrieron un castor y una ardilla arborícola. El hombre utilizó su lanzavenablos para cazar al castor. Además de la carne, la larga cola del castor era un manjar exquisito y poco común. El apéndice se asaba aparte, ensartado en una estaca que inclinaban sobre el hogar.

Lo normal era que utilizasen el lanzavenablos para abatir la caza mayor. Tanto Ayla como Jondalar usaban las armas con gran destreza, pero él tenía más fuerza y podía arrojar más lejos la lanza. A menudo Ayla mataba con la honda a los animales más pequeños.

Aunque no los cazaban, vieron que también abundaban la nutria, el tejón, la mofeta, la marta y el visón. Los carnívoros —zorros, lobos, linces y felinos más grandes— encontraban su sustento en la caza menor o en los restantes herbívoros. Aunque rara vez pescaron en aquel tramo de su viaje, Jondalar sabía que había peces de buen tamaño en el río, entre ellos la perca, el sollo y la carpa.

Hacia el atardecer encontraron una caverna con la entrada muy ancha, y decidieron explorarla. Al aproximarse, los caballos no manifestaron inquietud, cosa que interpretaron como buena señal. Lobo olfateó los rincones con afán cuando entraron en la caverna; era evidente que sentía curiosidad, pero no se le erizó el pelo. Al observar la conducta despreocupada de los animales, Ayla llegó a la conclusión de que la caverna estaba vacía; por tanto, decidieron acampar allí esa noche.

Después de encender fuego, prepararon una antorcha para explorar más a fondo el lugar. Cerca de la entrada había numerosos indicios de que la caverna había sido usada antes. Jondalar dedujo que los arañazos en las paredes fueron hechos por un oso o un león de las cavernas. Lobo olfateó algunos excrementos, pero eran tan viejos que se hacía difícil determinar a qué animal pertenecían. Encontraron varios huesos anchos, ya secos, procedentes de una pata, roídos parcialmente. El modo en que los habían quebrado y las marcas de los dientes indujeron a Ayla a pensar que allí habían actuado hienas de las cavernas, con sus mandíbulas extremadamente poderosas. Se estremeció ante la idea.

Las hienas no eran peores que otros animales. Devoraban a las demás bestias que habían muerto de forma natural y asimismo a las que otros habían dado muerte, como lo hacían otros depredadores, entre ellos los lobos, los leones y los humanos. Por otro lado, las hienas eran también eficaces cazadoras en manada. De cualquier modo, el odio que Ayla les profesaba era irracional. A sus ojos representaban lo peor de todo cuanto era malo.

Desde luego la caverna no había sido usada recientemente. Todos los restos eran antiguos, incluso el carbón de leña encontrado en un hoyo poco profundo, procedente del fuego encendido por otros visitantes. Ayla y Jondalar se internaron cierto trecho en la caverna, mas ésta parecía no tener fondo, y más allá de la entrada no había indicios de que hubiera sido utilizada. Columnas de piedras, que ora parecían brotar del suelo y ora descender del techo, cuando no se alzaban en el medio, eran los únicos habitantes de su interior frío y húmedo.

Al llegar a un recodo, les pareció oír un rumor de agua que venía de lo profundo, y decidieron dar la vuelta. Sabían que la improvisada antorcha no duraría mucho y ninguno de los dos deseaba perder de vista la luz cada vez más tenue que llegaba desde la boca de la cueva. Regresaron tocando las paredes de piedra caliza y se alegraron de ver el oro opaco de la hierba seca y la brillante luz dorada que delineaba las nubes hacia el oeste.

A medida que se internaban en las mesetas situadas al norte de la gran llanura central, Ayla y Jondalar advirtieron otros cambios. El terreno aparecía horadado por cavernas, cuevas y pozos que iban desde las depresiones en forma de cuenco y cubiertas de hierba a los abismos inaccesibles que alcanzaban gran profundidad. Era un paisaje peculiar, que les causaba un sentimiento indefinible de inquietud. Si bien los arroyos y los lagos superficiales escaseaban, en ocasiones oían el sonido sobrecogedor de los ríos subterráneos.

Ignotas criaturas de mares antiguos y cálidos eran la razón de ese paisaje extraño e imprevisible. En el curso de innumerables milenios, el fondo del mar se había elevado a causa de los depósitos de conchas y esqueletos. Después de eones aún más largos, el sedimento de calcio se había endurecido, y entonces alcanzó mayor altura como consecuencia de los movimientos contradictorios de la Tierra, convirtiéndose en rocas de carbonato de calcio, es decir, piedra caliza. Bajo las grandes extensiones de tierra, la mayor parte de las cavernas se formaron con piedra caliza, ya que, dadas las condiciones apropiadas, la roca sedimentaria dura se disolvía.

En agua pura, este tipo de roca no es en absoluto soluble, pero basta que el agua sea ligeramente ácida para que ataque a la piedra caliza. Durante las estaciones más cálidas y cuando los climas eran húmedos, el agua del suelo que circulaba y transportaba ácido carbónico de las plantas, que estaba cargada con dióxido de carbono, disolvía grandes cantidades de la piedra carbonatada.

Mientras fluía a lo largo de los suelos llanos y se introducía en las minúsculas grietas de las junturas verticales existentes en las espesas capas de la piedra calcárea, el agua del suelo amplió y profundizó paulatinamente las fisuras. Fabricó terrenos irregulares e intrincadas estrías en tanto arrastraba lejos la piedra caliza disuelta, para derramarla en filtraciones y manantiales. Obligada por la gravedad a descender a niveles inferiores, el agua cargada de acidez ensanchó las grietas subterráneas y formó cuevas. Éstas se convirtieron en cavernas y canales, con estrechos respiraderos verticales que comunicaban con el exterior, y en su momento se unieron con otros para transformarse en sistemas fluviales subterráneos completos.

La roca que se disolvía bajo el nivel del suelo ejerció un profundo efecto sobre la superficie, y fue así como el paisaje, denominado karst, adquirió características desusadas y peculiares. A medida que las cavernas se ensanchaban, acercándose más su extremo superior a la superficie, fueron derrumbándose y originaron pozos de empinadas paredes. Los restos de los techos de las cavernas crearon puentes naturales. Los arroyos y los ríos que corrían en la superficie desaparecían de pronto hundiéndose en los pozos y fluían bajo tierra, y a veces convertían los valles, antes formados por los ríos, en terreno alto y seco.

Era cada vez más difícil encontrar agua. El agua que corría desaparecía de pronto en las cavidades y los pozos abiertos en las rocas. Incluso después de una intensa lluvia, el agua desaparecía casi instantáneamente, sin que quedaran en la superficie riachuelos ni arroyos. En cierta ocasión, los viajeros tuvieron que recurrir a un pequeño estanque que se mantenía en el fondo de un pozo, para obtener el precioso líquido. Otra vez, el agua apareció de súbito en forma de manantial, que regaba la superficie un tramo, para después desaparecer de nuevo bajo tierra.

El terreno era árido y rocoso, con una delgada capa superficial que dejaba al descubierto la roca subyacente. También escaseaba la vida animal. Aparte de algunos musmones, con su pelaje lanudo de apretados rizos, ahora más espeso para afrontar el invierno, y sus gruesos cuernos enroscados, los únicos animales que vieron fueron unas pocas marmotas de las rocas. Las ágiles y astutas criaturas eran muy hábiles en esquivar a sus numerosos depredadores. Ya se tratara de lobos, zorros del ártico, halcones o águilas doradas, un silbido agudo emitido por un centinela hacía que todos los animales se refugiasen en pequeños agujeros y cavernas.

Lobo trató de perseguirlas sin resultado. Sin embargo, debido a que los caballos de largas patas normalmente no eran considerados peligrosos, Ayla consiguió cazar algunas con su honda. Los peludos roedores, engordados por la hibernación, tenían un sabor muy parecido al del conejo, pero eran pequeños, y por primera vez desde el verano anterior, Jondalar y Ayla pescaban a menudo en el Río de la Gran Madre para preparar su cena.

Al principio, la inquietud que les embargaba motivó que Ayla y Jondalar atravesaran con suma precaución el paisaje del karst, con sus extrañas formaciones, las cavernas y los pozos, pero la familiaridad debilitó la vigilancia. Caminaban con el fin de que los caballos pudieran descansar. Jondalar conducía a Corredor sujeto por una cuerda larga, y a veces le permitía detenerse para comer un poco de la hierba seca y rala. Whinney hacía lo mismo, y luego avanzaba en pos de Ayla, sin necesidad de cabestro.

—Me pregunto si el peligro acerca del cual Jeren quiso advertirnos sería esta tierra estéril poblada de cavernas y agujeros —comentó Ayla—. La verdad es que no me gusta mucho.

—No, a mí tampoco. No sabía que iba a ser así —dijo Jondalar.

—¿No estuviste antes aquí? Yo creía que habías seguido esta ruta —se extrañó la mujer—. Dijiste que habías seguido el curso del Río de la Gran Madre.

—En efecto; seguimos el curso del Río de la Gran Madre, pero en el lado opuesto. No cruzamos sino cuando ya estábamos mucho más al sur. Me pareció que sería más fácil viajar por este lado al regreso, y además quería conocerlo. El río vira bruscamente no lejos de aquí. Antes caminábamos hacia el este, y yo me preguntaba cómo sería la zona alta que había obligado al río a desviarse hacia el sur. Sabía que ésta sería la única oportunidad que se me brindaría de conocer esta región.

—Ojalá me lo hubieras dicho antes.

—¿Qué importa eso? De todos modos, estamos siguiendo el curso del río.

—Pero yo creía que estabas familiarizado con esta región. En cambio, resulta que no la conoces mejor que yo.

Ayla no sabía a ciencia cierta por qué se sentía tan molesta, a no ser porque había contado con que él sabría lo que podían esperar, y ahora descubría que no era así. El lugar era tan extraño que la inquietaba.

Habían estado avanzando, absortos en la conversación que amenazaba agriarse, incluso convertirse en una áspera discusión, y no prestaban demasiada atención al suelo que pisaban. De pronto Lobo, que trotaba al lado de Ayla, lanzó un aullido y encogió una pata. Ambos se volvieron para mirar y se detuvieron en seco. Ayla experimentó una súbita oleada de temor, y Jondalar palideció.