Capítulo 26

Jondalar cobró conciencia prontamente de que estaba despierto, pero la cautela le indujo a permanecer inmóvil hasta que pudiera aclarar qué andaba mal; porque era evidente que algo andaba mal. Por una parte, le dolía la cabeza. Abrió apenas los ojos. La penumbra reinaba en aquel lugar, pero pudo ver el suelo frío y duro sobre el cual estaba acostado. Sintió algo seco y endurecido en un lado de la cara, pero, cuando intentó mover las manos y averiguar qué era, se dio cuenta de que las tenía atadas a la espalda. También tenía los pies atados.

Rodó de costado y miró a su alrededor. Estaba en una pequeña estructura redonda, una especie de armazón de madera cubierto con pieles, e intuyó que el lugar estaba dentro de un recinto más amplio. No se oía el sonido del viento ni había corrientes de aire ni el movimiento de las pieles como hubiera sido el caso de haber estado al aire libre; y aunque hacía frío, éste no era insoportable. De pronto comprendió que ya no tenía puesta la chaqueta de piel.

Jondalar trató de sentarse, y de pronto se sintió aturdido. El latido en la cabeza se concentró en un punto doloroso sobre la sien izquierda, cerca del residuo seco y endurecido. Cesó en sus movimientos cuando oyó el sonido de unas voces que se acercaban. Dos mujeres hablaban en una lengua desconocida, si bien le pareció percibir palabras que se asemejaban vagamente al mamutoi.

—¿Quién anda ahí? Estoy despierto —gritó en la lengua de los Cazadores de Mamuts—. ¿Alguien puede desatarme? Estas cuerdas no son necesarias. Seguramente hubo un malentendido. No tengo malas intenciones.

Las voces se interrumpieron un momento y después continuaron, pero nadie respondió ni acudió.

Jondalar, que yacía boca abajo sobre el suelo, trató de recordar cómo había llegado allí y qué podía haber hecho como para inducir a alguien a maniatarlo. De acuerdo con su experiencia, únicamente se ataba a las personas cuando observaban una conducta desordenada e intentaban herir a alguien. Recordó una pared de fuego y los caballos que corrían hacia el precipicio, en el borde del campo. Seguramente esa gente estaba cazando caballos y le habían sorprendido en medio de todo aquello.

Entonces recordó que había visto a Ayla montada en Corredor y que tenía dificultades para controlarlo. Se preguntó cómo era posible que el animal hubiese terminado en medio del rebaño lanzado a la carrera si él lo había dejado atado a un matorral.

El pánico casi había demudado a Jondalar, pues temió que el caballo hubiese respondido a su instinto gregario y seguido a los otros hacia el precipicio, llevándose consigo a Ayla. Recordó que había corrido hacia los animales con la lanza preparada en el lanzador. Aunque amaba aquel caballo castaño, lo habría matado antes de permitirle que arrastrase a la muerte a Ayla. Era su último recuerdo, excepto la fugaz imagen de un dolor agudo antes de que todo se sumiese en sombras.

Jondalar pensó: «Alguien me asestó un golpe. Y fue un golpe fuerte, porque no recuerdo cómo me trajeron aquí y la cabeza aún me duele. ¿Creerían acaso que estaba echando a perder su estrategia de cazadores?». La primera vez que había visto a Jeren y a sus cazadores había sido en similares circunstancias. Él y Thonolan, sin quererlo, habían espantado la manada de caballos que los cazadores estaban empujando hacia una trampa. Pero después de calmar su cólera, Jeren había comprendido que su acción no había sido intencionada, y se habían hecho amigos. «No eché a perder la cacería de esta gente. ¿O sí?».

De nuevo trató de sentarse. Girando sobre su costado, levantó las rodillas; después hizo un esfuerzo para rodar y alcanzar la posición de sentado. Tras algunos intentos, aunque la cabeza le dolía a causa del esfuerzo, al fin lo logró. Se sentó con los ojos cerrados, confiando en que el dolor se calmaría pronto. Pero, a medida que sus molestias se iban atemperando, se acentuó su preocupación por Ayla y los animales. ¿Whinney y Corredor se habrían lanzado al precipicio junto con el rebaño y Corredor se habría llevado consigo a Ayla?

¿Ella habría muerto? Sintió que al pensar en eso se le oprimía el corazón. ¿Quizá Ayla y los caballos hubieran muerto? ¿Y Lobo? Cuando el animal herido llegase finalmente al campo, no hallaría a nadie. Jondalar se lo imaginaba olfateándolo todo, tratando de seguir un rastro que no conducía a ninguna parte. ¿Qué haría? Lobo era buen cazador, pero estaba herido. ¿Cómo podía cazar para alimentarse con esa lesión? Echaría de menos a Ayla y al resto de su «manada». No estaba acostumbrado a vivir solo. ¿Cómo podría arreglárselas? ¿Qué sucedería cuando se enfrentase con una manada de lobos salvajes? ¿Lograría defenderse?

«¿No vendrá nadie? Me apetece un poco de agua», pensó Jondalar. «Seguramente me han oído. También necesito alimento, pero sobre todo tengo sed». Sentía la boca cada vez más seca y su ansia de agua se acentuó.

—¡Eh, vosotros! ¡Tengo sed! ¿Nadie puede traerme un poco de agua? —gritó—. ¿Qué clase de gente sois? ¡Maniatáis a un hombre y ni siquiera le dais un sorbo de agua!

Nadie respondió. Después de gritar unas cuantas veces más, decidió ahorrar fuerzas. De ese modo sólo conseguiría tener más sed y la cabeza le seguía doliendo. Pensó en acostarse, pero sentarse le había exigido tanto esfuerzo que no estaba seguro de que pudiera repetir la maniobra.

A medida que pasaba el tiempo comenzó a acentuarse su malhumor. Estaba débil, rozando el delirio, y se obsesionaba en lo peor. Se convenció de que Ayla estaba muerta y de que también los caballos habían perecido. Cuando pensaba en Lobo, imaginaba a la pobre bestia errando sola, herida e imposibilitada para cazar, buscando a Ayla y expuesta al ataque de los lobos o las hienas locales, o de otro animal…, lo cual quizá fuera mejor que morir de hambre. Se preguntó si le dejarían morir después; luego casi abrigó la esperanza de que lo hicieran… si, en efecto, Ayla había muerto. El hombre se identificó con la situación que imaginaba para el lobo y llegó a la conclusión de que él y Lobo debían ser los últimos supervivientes de aquel extraño grupo de viajeros y de que también ellos desaparecerían pronto.

El rumor de gente que se acercaba le arrancó de su desesperación. Alguien apartó el reborde que cubría la entrada de la pequeña estructura; por la abertura vio una figura, los pies separados y las manos en las caderas, la silueta recortada por la luz de una antorcha. La mujer dio una tajante orden. Dos mujeres entraron en el espacio cerrado, se pusieron una a cada lado de Jondalar, le alzaron y le arrastraron fuera. Le pusieron de rodillas frente a la mujer, las manos y los pies aún atados. De nuevo le dolía la cabeza, e inseguro, se apoyó en una de las mujeres. Ella le apartó.

La mujer que había dado la orden de que le sacaran de su encierro le miró un instante o dos, y después se echó a reír. Estaba huraña y destemplada, como enloquecida, emitiendo una especie de ladridos. Jondalar se estremeció sin querer y experimentó un escalofrío de miedo. Ella le dirigió algunas palabras duras; Jondalar no entendió, pero trató de enderezarse y mirarla. Se le enturbió la vista y se tambaleó inseguro. La mujer frunció el entrecejo, ladró más órdenes y después se dio la vuelta y salió. Las mujeres que le sostenían le soltaron y siguieron a la que había hablado, junto con varias otras. Jondalar cayó de costado, aturdido y débil.

Sintió que cortaban las ataduras de sus pies y después le acercaron agua a la boca. Casi se ahogaba, pero intentó ansiosamente tragar un poco de líquido. La mujer que sostenía el recipiente dijo unas cuantas palabras con acento disgustado, y después entregó la vasija a un hombre viejo. Éste se adelantó y acercó el recipiente a la boca de Jondalar; después lo inclinó, no precisamente con más suavidad, pero sí con más paciencia, de modo que Jondalar pudo beber y finalmente pudo saciar su terrible sed.

Antes de que estuviese totalmente satisfecho, la mujer impartió una orden impaciente, y el hombre retiró el agua. Después, obligó a Jondalar a incorporarse. Trastabilló aturdido mientras ella le empujaba hacia delante, fuera del refugio, y le introdujo en un grupo de hombres. Hacía frío, pero nadie le ofreció su chaqueta de piel, ni siquiera le desató las manos para que pudiera frotárselas.

Pero el aire frío le reanimó y advirtió que algunos otros hombres también tenían las manos atadas a la espalda. Miró con más atención a la gente con la que le habían arrojado. Los había de todas las edades, desde jóvenes —que parecían más bien niños— hasta ancianos. A todos se les veía delgados, débiles y sucios, con las ropas rotas e inapropiadas y los cabellos apelmazados. Unos pocos tenían heridas que no habían sido curadas, cubiertas de sangre seca y de tierra.

Jondalar trató de hablar en mamutoi con el hombre que estaba de pie a su lado, pero éste se limitó a menear la cabeza. Jondalar pensó que el hombre no entendía, de modo que probó con el sharamudoi. El hombre desvió la vista en el momento mismo en que una mujer que sostenía una lanza se acercó y amenazó con ella a Jondalar, ladrando una áspera orden. Jondalar no comprendió las palabras, pero la actitud de la mujer era bastante clara; se preguntó si la razón por la cual el hombre no había hablado era porque no le entendía, o si le entendía, no había querido hablar.

Varias mujeres con lanzas se habían apostado a intervalos regulares entre los hombres. Una de ellas gritó algunas palabras y los hombres empezaron a caminar. Jondalar aprovechó la oportunidad para mirar a su alrededor y tratar de comprender dónde estaba. El lugar, formado por varias viviendas redondas, le pareció más o menos conocido, lo cual era extraño, porque jamás había atravesado esa región. Entonces comprendió que se trataba de las viviendas. Se asemejaban a los refugios de los mamutoi. Aunque no eran exactamente iguales, parecía que los habían construido en un estilo análogo, probablemente empleando restos de mamuts como soportes de la estructura, cubiertos de paja y después de hierba y arcilla.

Comenzaron a caminar ascendiendo una ladera, lo que permitió a Jondalar contemplar un panorama más amplio. El campo estaba formado principalmente por la estepa cubierta de hierba o la tundra, llanuras sin árboles, con tierra sobre el subsuelo helado, que en verano, con el deshielo, se convertía en una superficie negra y lodosa. La tundra no podía producir más que hierbas enanas, pero a las que, en primavera, las flores agregaban color y belleza, y que servían de alimento al buey almizclero, al reno y a otros animales que podían digerirla. También había extensiones de taiga, árboles siempre verdes de escasa altura, con un desarrollo tan uniforme que se hubiera dicho que un gigantesco instrumento de corte había podado todas las copas; en realidad, así era. Los vientos helados que lanzaban contra los árboles agujas de hielo o afilados trozos de áspero loess cercenaban las ramitas o las prolongaciones individuales que se atrevían a sobrepasar la altura alcanzada por el conjunto.

Mientras avanzaban penosamente, Jondalar vio un rebaño de mamuts que pastaba a gran distancia hacia el norte, y un poco más cerca, un grupo de renos. Sabía que cerca pastaban los caballos —esta gente había estado cazándolos— y supuso que el bisonte y el oso frecuentaban la región durante las estaciones más cálidas. La región se asemejaba al lugar de origen del propio Jondalar más que las estepas secas y cubiertas de pasto del este, por lo menos en los tipos de plantas que allí crecían, aunque la vegetación principal era distinta, y probablemente ocurría lo mismo con la mezcla proporcional de animales.

Por el rabillo del ojo Jondalar percibió un movimiento a su izquierda. Se volvió a tiempo para ver una liebre blanca que atravesaba veloz la colina, perseguida por un zorro ártico. Mientras miraba, el animal saltó de pronto en otra dirección y pasó junto al cráneo parcialmente descompuesto de un rinoceronte lanudo y se refugió en su madriguera.

«Donde hay mamuts y rinocerontes», pensó Jondalar, «hay leones de las cavernas, y, en vista de la presencia de rebaños de otros animales, probablemente también hienas y ciertamente lobos. Hay mucha carne y animales de piel, y alimentos que crecen en la tierra. Es un país de abundancia». Hacer este tipo de evaluación era casi una segunda naturaleza en él, como le sucedía en cierto grado a la mayoría de la gente. Vivían de la tierra y tenían que hacer cuidadosas evaluaciones de cuáles eran sus recursos.

Cuando el grupo llegó a un lugar alto y llano al costado de la colina, se detuvo. Jondalar miró hacia abajo y vio que los cazadores que vivían en ese lugar contaban con una ventaja única. No sólo podían ver de lejos a los animales, sino que los diferentes y nutridos rebaños que recorrían la región tenían que pasar por un estrecho corredor, allá abajo, entre las altas paredes de piedra caliza y el río. Debía ser fácil cazarlos allí. Se preguntó por qué habían estado cazando caballos cerca del Río de la Gran Madre.

Un gemido doloroso atrajo la atención de Jondalar sobre su entorno inmediato. Una mujer de cabellos grises largos, sucios y desordenados, sostenida por dos mujeres un tanto más jóvenes, gemía y lloraba, dominada por el dolor. De pronto, se liberó de las dos mujeres, cayó de rodillas y se inclinó sobre algo que estaba en el suelo. Jondalar se acercó más para ver mejor. Era una cabeza más alto que la mayoría de los hombres, y, tras dar unos cuantos pasos, comprendió la causa del sufrimiento de la mujer.

Se trataba obviamente de un funeral. En el suelo habían depositado tres personas jóvenes, probablemente al límite de la adolescencia o principios de la veintena. Dos eran evidentemente varones; tenían barba. El más corpulento probablemente era el más joven. El vello facial rubio todavía era un tanto escaso. La mujer de cabellos grises sollozaba sobre el cuerpo del otro, en quien se destacaban más los cabellos castaños y la barba corta. El tercero era bastante alto pero delgado, y algo en el cuerpo y el modo de yacer inducía al espectador a preguntarse si aquel individuo no habría padecido un problema físico. Jondalar no alcanzó a verle barba, y eso le llevó a pensar al principio que era una mujer; pero también podía haber sido un joven bastante alto que se afeitaba.

Los detalles del vestido no eran de gran utilidad. Todos tenían polainas y túnicas altas que disimulaban los rasgos característicos. Las ropas parecían nuevas, pero carecían de adornos. Era como si alguien no quisiera que los identificasen en el otro mundo y hubiese intentado hundirlos en el anonimato.

La mujer de cabellos grises fue retirada, casi arrastrada —aunque sin rudeza— lejos del cuerpo del joven por las dos mujeres que habían tratado de sostenerla. Entonces se adelantó otra mujer, y algo en ella indujo a Jondalar a mirarla más atentamente. Tenía la cara extrañamente torcida, en una peculiar asimetría, de modo que un lado causaba la impresión de que estaba contraído y era un poco más pequeño que el otro. No intentaba ocultarlo. Tenía los cabellos claros, quizá grises, recogidos y asegurados con un rodete sobre la coronilla.

Jondalar pensó que tenía más o menos la misma edad que su propia madre: la mujer se movía con la misma gracia e idéntica dignidad, si bien no mostraba semejanza física con Marthona. A pesar de su leve deformidad, la mujer no carecía de atractivo y su rostro acaparaba la atención del observador. Cuando miró a Jondalar, éste se dio cuenta de que había estado observándola fijamente, pero ella desvió primero los ojos, y a él le pareció que lo hacía con cierta prisa. Cuando la mujer empezó a hablar, Jondalar comprendió que estaba dirigiendo la ceremonia fúnebre. Se dijo que debía ser una mamut, una mujer que se comunicaba con el mundo de los espíritus, una Zelandoni para esa gente.

Algo le indujo a volverse y mirar hacia la gente congregada. Otra mujer estaba mirándole fijamente. Era alta, de cuerpo bastante musculoso, de rasgos acentuados; pero, de todos modos, era una mujer hermosa, de cabellos castaños claros y, un dato interesante, ojos muy oscuros. No desvió sus ojos cuando él la miró; al contrario, le examinó sin disimulo. Tenía las proporciones y la forma, la apariencia general, de una mujer que, en circunstancias normales, podía atraer a Jondalar, pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios le inquietaba.

Entonces advirtió que estaba de pie, con las piernas separadas y las manos en las caderas; de pronto comprendió quién era: la mujer que había reído con acento tan amenazador. Contuvo el impulso de retroceder y ocultarse entre los hombres, porque comprendió que no podría lograrlo aunque lo intentase. Jondalar no sólo era una cabeza más alto, sino que tenía un aspecto más saludable y un cuerpo más musculoso que el resto. Llamaría la atención en cualquier sitio donde se encontrase.

La ceremonia parecía un tanto formulista, como si obedeciese a una necesidad desagradable más que a una ocasión solemne e importante. Sin mortajas fúnebres, los cuerpos fueron sencillamente llevados a una sola tumba poco profunda, de uno en uno. Jondalar advirtió que, al levantarlos, los cuerpos estaban laxos. Eso significaba que habían muerto no mucho tiempo antes; los cadáveres no estaban aún rígidos y no despedían olor. El cuerpo alto y delgado fue el primero; lo depositaron sobre la espalda; con ocre rojo pulverizado salpicaron la cabeza y, por extraño que pareciese, la pelvis, la poderosa área reproductora, lo cual llevó a Jondalar a preguntarse si quizá se trataba, en efecto, de una mujer.

Los dos restantes recibieron un trato distinto, pero incluso más extraño. El varón de cabellos castaños fue depositado en la tumba común, a la izquierda del primer cadáver mirando desde donde estaba Jondalar, pero a la derecha del anterior, y colocado sobre su costado, de frente al primer cuerpo. Después se le extendió el brazo de modo que la mano descansara sobre la región púbica salpicada de ocre rojo del otro. El tercer cuerpo fue casi arrojado a la tumba, boca abajo, sobre el costado derecho del cuerpo que había sido depositado primero. También se derramó ocre rojo sobre la cabeza de estos otros dos. Era evidente que el polvo rojo sagrado tenía la misión de proteger; pero ¿a quién? ¿Y contra qué? Tales fueron las preguntas que se formuló Jondalar.

Cuando comenzaron a devolver a la tumba poco profunda la tierra suelta, la mujer de cabellos grises se desprendió otra vez de las mujeres. Corrió hacia la tumba y arrojó algo en su interior. Jondalar vio un par de cuchillos de piedra y unas cuantas puntas de lanza de pedernal.

La mujer de ojos negros avanzó unos pasos, evidentemente irritada. Impartió una orden a uno de los hombres, señalando hacia la tumba. El hombre se estremeció, pero no se movió. Entonces, la hechicera se adelantó y habló, meneando la cabeza. La otra mujer le gritó, colérica y contrariada, pero la hechicera se mantuvo firme y continuó meneando la cabeza. La mujer alzó una mano y abofeteó con el dorso a la hechicera. Hubo una exclamación colectiva, y después la mujer irritada se alejó, seguida por un grupo de mujeres que portaban lanzas.

La hechicera no reaccionó ante el golpe; ni siquiera se llevó la mano a la mejilla, si bien Jondalar pudo ver, incluso desde el lugar que él ocupaba, la mancha roja cada vez más intensa. Llenaron deprisa la tumba con tierra mezclada con varios pedazos de carbón de leña y maderas quemadas parcialmente. Jondalar dedujo que allí seguramente habían encendido grandes hogueras. Miró hacia abajo, en dirección al estrecho corredor que había en el fondo. Comenzó a comprender que ese lugar alto era un perfecto puesto de vigía, desde donde podía encenderse fuego para avisar cuando se aproximaban animales o cualquier otra cosa.

Apenas los cuerpos quedaron sepultados, los hombres fueron obligados a descender nuevamente por la ladera de la colina y llevados a un lugar rodeado por una alta empalizada de troncos de madera puestos uno al lado del otro y asegurados con cuerdas. Había huesos de mamut apilados contra una parte de la empalizada; Jondalar se preguntó por qué estaban allí. Quizá los huesos contribuían a consolidar la empalizada. Le separaron del resto, le llevaron al refugio y, finalmente, le empujaron para encerrarle otra vez en el pequeño recinto circular de paredes de cuero. Pero antes de entrar, pudo observar cómo estaba hecho.

La sólida estructura estaba construida con estacas obtenidas de árboles más delgados. Los extremos más gruesos habían sido enterrados en el suelo; los extremos superiores se doblaban y unían en la cúpula. Varios cueros cubrían por fuera la estructura, pero el reborde que él había visto desde dentro se cerraba por fuera por medio de cuerdas.

Una vez dentro, continuó examinando la estructura. El lugar estaba completamente vacío y no había ni siquiera un jergón para dormir. No podía erguirse totalmente, excepto en el centro mismo, pero Jondalar se inclinó para acercarse a uno de los lados y después caminó lentamente por el espacio pequeño y oscuro, estudiando todo con mucho cuidado. Advirtió que los cueros eran viejos y estaban desgarrados, algunos tan deteriorados que parecían casi descompuestos, y que habían sido cosidos toscamente, como si se hubiese hecho el trabajo con mucha prisa. En las costuras había huecos; a través de ellos pudo ver parte del área que se extendía más allá de la estrecha prisión. Se sentó en el suelo y vigiló la entrada del refugio, que estaba abierta. Unas pocas personas pasaron de largo, pero ninguna entró.

Un rato después, comenzó a sentir la necesidad de orinar. Con las manos atadas, ni siquiera podía sacar el miembro para aliviarse. Si alguien no llegaba enseguida para desatarle, se mojaría a sí mismo. Además, las muñecas comenzaban a dolerle allí donde las cuerdas rozaban la piel. Estaba encolerizándose. ¡Aquello era ridículo! ¡Ya habían llegado demasiado lejos!

—¡Eh, vosotros! —gritó—. ¿Por qué me tenéis así, como un animal en una trampa? No he hecho nada para perjudicaros. Necesito liberar mis manos. Si alguien no me desata pronto, me orinaré encima. —Esperó un rato y volvió a gritar—: ¡Eh, vosotros, que alguien venga a desatarme! ¿Qué clase de gente sois?

Se incorporó y apoyó el cuerpo contra la estructura. Estaba bien armada, pero cedió un poco. Retrocedió y, apuntando con el hombro, se abalanzó sobre la estructura, tratando de echarla abajo. Cedió otro poco, y Jondalar volvió a golpear de nuevo. Con un sentimiento de satisfacción, oyó el crujido de la madera al quebrarse. Retrocedió, dispuesto a ensayar otra vez, y entonces se oyó gente que entraba corriendo en el refugio.

—¡Ya era hora de que viniese alguien! ¡Dejadme salir de aquí! ¡Dejadme salir de una vez! —gritó.

Percibió el movimiento de alguien que abría la entrada de su prisión. Una parte de la pieza de cuero que formaba la entrada se abrió y aparecieron varias mujeres que le apuntaban con sus lanzas. Jondalar no les hizo caso y salió por la abertura.

—¡Desatadme! —dijo, haciéndose a un lado de modo que pudieran ver sus manos atadas a la espalda—. ¡Quitadme estas cuerdas!

El anciano que le había ayudado a beber agua se adelantó un paso.

—¡Zelandoni! Tú… muy… lejos —dijo, sin duda esforzándose por recordar las palabras.

Jondalar no había advertido que, llevado por su cólera, había hablado en su lengua nativa.

—¿Hablas zelandoni? —dijo, sorprendido, al hombre, pero su necesidad perentoria se impuso—. ¡Diles que me quiten estas cuerdas antes de que me moje todo!

El hombre habló a una de las mujeres. Ella contestó, meneando la cabeza, pero el anciano insistió. Finalmente, la mujer desenfundó un cuchillo que llevaba a la cintura, y, mediante una orden, logró que el resto de las mujeres rodearan a Jondalar apuntándole con las lanzas; finalmente, se adelantó y, con un gesto, le ordenó que se volviese. Él le dio la espalda y esperó hasta que la mujer cortó las ataduras. Jondalar no pudo evitar un pensamiento: «No cabe duda de que aquí se necesita un buen tallista del pedernal. Ese cuchillo no tiene filo».

Después de lo que le pareció una eternidad, sintió que las cuerdas caían. Inmediatamente comenzó a abrir sus ropas; demasiado urgido por la necesidad como para sentirse avergonzado, extrajo su miembro y buscó frenéticamente un rincón o un lugar apartado donde ir. Pero las mujeres que le apuntaban con las lanzas no le permitieron moverse. Irritado y desafiante, se volvió intencionadamente hacia ellas y, con un gran suspiro de alivio, comenzó a orinar.

Las observó a todas mientras el chorro largo y amarillo vaciaba lentamente su vejiga, desprendía vapor al entrar en contacto con el suelo frío y proyectaba hacia ellas un fuerte olor. La mujer que estaba al mando parecía desconcertada, aunque intentaba disimularlo. Dos de las mujeres volvieron la cabeza o desviaron los ojos; otras miraron fascinadas, como si nunca hubiesen visto antes a un hombre orinando. El anciano hacía todo lo posible por reprimir una sonrisa, aunque no podía disimular su complacencia.

Cuando Jondalar concluyó, volvió a arreglar sus ropas y después se plantó frente a sus torturadoras, decidido a impedir que le atasen de nuevo las manos.

Se dirigió al viejo.

—Soy Jondalar de los zelandonii y estoy haciendo un viaje.

—Viajas lejos, zelandonii. Quizá… demasiado lejos.

—He llegado mucho más lejos. El año pasado inverné con los mamutoi. Ahora vuelvo a mi hogar.

—Me pareció antes que decías algo —dijo el anciano, pasando a la lengua que dominaba mucho mejor—. Aquí hay unos pocos que comprenden la lengua de los Cazadores del Mamut, pero los mamutoi generalmente vienen del norte. Tú has llegado del sur.

—Si me oíste llegar antes, ¿por qué no viniste? Sin duda se trata de un malentendido. ¿Por qué me habéis maniatado?

El anciano meneó la cabeza y Jondalar pensó que lo hacía con una expresión triste.

—Zelandonii, lo descubrirás muy pronto.

De pronto, la mujer impuso silencio con una andanada de palabras airadas. El viejo comenzó a alejarse cojeando, apoyado en un bastón.

—¡Espera! ¡No te vayas! ¿Quiénes sois vosotros? ¿Quiénes son estas personas? ¿Y quién es la mujer que os ha dicho que me trajerais aquí? —preguntó Jondalar.

El anciano se detuvo y miró hacia atrás.

—Aquí me llaman Ardemun. Éste es el pueblo de los s’armunai. Y la mujer se llama… Attaroa.

Jondalar no prestó atención al modo especial con que el anciano había pronunciado el nombre de la mujer.

—¿Los s’armunai? ¿Dónde he oído antes ese nombre?… Espera…, ya recuerdo. Laduni, el jefe de los losadunai…

—¿Laduni es jefe? —preguntó Ardemun.

—Sí. Me habló de los s’armunai cuando viajábamos hacia el este, pero mi hermano no deseaba detenerse.

—Es mejor que no lo hicierais, y una lástima que ahora tú estés aquí.

—¿Por qué?

La mujer que estaba al mando de las lanceras interrumpió de nuevo con una brusca orden.

—Antes yo fui un losadunai. Por desgracia, realicé un viaje —dijo Ardemun, mientras salía cojeando del recinto.

Después que el anciano se marchó, la mujer que estaba al mando habló bruscamente a Jondalar. Éste supuso que la mujer deseaba llevarle hacia otro sitio, pero decidió no darse por enterado.

—No te comprendo —dijo Jondalar—. Tendrás que llamar de nuevo a Ardemun.

Ella le habló de nuevo, más irritada todavía, y después le tocó con su lanza. La punta le hirió la piel y un reguero de sangre corrió por el brazo de Jondalar. La cólera se manifestó en sus ojos. Acercó la mano a la herida y se tocó el corte, y después se miró los dedos ensangrentados.

—Eso no era nece… —comenzó a decir.

Ella le interrumpió con palabras más irritadas. Las otras mujeres le rodearon con sus armas y la que parecía dirigirlas salió del recinto. Las lanzas apremiaron a Jondalar, obligándole a caminar. Afuera, el frío le provocó un estremecimiento. Pasaban frente al recinto rodeado por una empalizada, y aunque Jondalar no pudo ver el interior, adivinó que los que estaban dentro le observaban a través de las rendijas. La situación misma le desconcertaba. A veces se guardaban animales en lugares así, para evitar que huyesen. Era un modo de retenerlos, pero ¿por qué hacían lo mismo con la gente? ¿Y cuántos había allí?

«No es tan grande», pensó, «no puede haber muchos». Imaginó cuánto trabajo habría llevado rodear con una empalizada incluso un área tan reducida. Los árboles escaseaban en la ladera de la montaña. Había un poco de vegetación leñosa en forma de matorrales, pero los árboles destinados a la construcción de la empalizada tenían que provenir del valle inferior. Necesitaban derribar los árboles, despojarlos de las ramas, subirlos por la ladera de la colina, cavar hoyos suficientemente profundos para que se mantuvieran derechos, fabricar cuerdas y sogas, y después unir con ellas los árboles. ¿Por qué esta gente se había molestado en consagrar tanto esfuerzo a algo que tenía tan escaso sentido?

Fue llevado a un arroyuelo, en gran parte helado, donde Attaroa y algunas mujeres vigilaban a algunos jóvenes que transportaban anchos y pesados huesos de mamut. Todos los hombres parecían medio muertos de hambre, y Jondalar se preguntó de dónde sacaban la fuerza necesaria para trabajar con tanta intensidad.

Attaroa le miró una sola vez de arriba abajo, sólo para registrar su presencia, y después no le hizo caso. Jondalar esperó y continuó preguntándose la razón que pudiera dar explicación al comportamiento de esa gente tan extraña. Al cabo de un rato sintió mucho frío y comenzó a moverse un poco, saltando y frotándose los brazos en un esfuerzo por calentar el cuerpo. Cada vez le irritaba más la estupidez de todo aquello y finalmente decidió que no soportaría más tiempo esa situación; se dio la vuelta y comenzó a regresar. En su prisión por lo menos estaría a salvo del viento. Su súbito movimiento sorprendió a las lanceras, y cuando le apuntaron con su falange de lanzas, apartó las armas con un movimiento del brazo y continuó la marcha. Oyó gritos, pero no les hizo caso.

Aún tenía frío cuando entró en la prisión. Mirando alrededor en busca de algo que le permitiera calentarse, se acercó a la estructura redonda, arrancó un pedazo de la cubierta de cuero y se envolvió con él. En ese momento irrumpieron varias mujeres, blandiendo de nuevo sus armas. La mujer que le había pinchado antes con su lanza era una de ellas, y sin duda estaba furiosa. Se abalanzó sobre Jondalar con la lanza. Se ladeó y aferró el arma, pero todos se detuvieron cuando oyeron una risa dura y siniestra.

—¡Zelandonii! —exclamó burlonamente Attaroa, y después pronunció otras palabras que él no comprendió.

—Quiere que salgas —dijo Ardemun. Jondalar no había advertido que el anciano estaba cerca de la entrada—. Cree que eres inteligente, demasiado inteligente. Supongo que lo que quiere es verte allí donde sus mujeres puedan rodearte.

—¿Y si no quiero salir? —dijo Jondalar.

—Probablemente ordenará que te maten aquí y ahora. —Estas palabras fueron pronunciadas por una mujer que hablaba en perfecto zelandoni, sin siquiera rastros de acento. Jondalar miró sorprendido a la que había hablado. ¡Era la hechicera!—. Si sales, Attaroa probablemente te permitirá vivir un poco más. Le interesas, pero, más tarde o más temprano, de todos modos te matará.

—¿Por qué? ¿Qué significo para ella?

—Una amenaza.

—¿Una amenaza? Jamás la he amenazado.

—Amenazas su control. Querrá hacer de ti un ejemplo para los demás.

Attaroa la interrumpió, y aunque Jondalar no comprendió lo que decía, la furia apenas contenida de sus palabras parecía apuntar a la hechicera. La respuesta de la mujer mayor fue reservada, pero no manifestaba temor. Después del diálogo, habló de nuevo a Jondalar.

—Quería saber qué te he dicho. Se lo he explicado.

—Dile que saldré —respondió Jondalar.

Cuando le transmitieron el mensaje, Attaroa se echó a reír, dijo algo y salió del recinto.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Jondalar.

—Ha dicho que ya lo sabía. Los hombres son capaces de todo por un segundo más de su vida miserable.

—Quizá no todos —observó Jondalar, y comenzó a caminar; después se volvió hacia la hechicera—. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo S’Armuna —dijo.

—Me pareció que podía ser ése tu nombre. ¿Dónde has aprendido a hablar tan bien mi lengua?

—Viví un tiempo con tu pueblo —dijo S’Armuna, pero después renunció a su evidente deseo de saber más de Jondalar—. Es una larga historia.

Aunque el hombre había esperado que ella le pidiese que, a su vez, revelara su identidad, S’Armuna se limitó a darle la espalda. Jondalar tomó la iniciativa de suministrarle la información.

—Soy Jondalar, de la Novena Caverna de los zelandonii —dijo.

S’Armuna le miró sorprendida.

—¿La Novena Caverna? —dijo.

—Sí —confirmó él. Habría continuado mencionando sus parentescos, pero la expresión en la cara de la mujer le obligó a callar, aunque no alcanzó a entender lo que significaba. Un poco más tarde, la expresión de S’Armuna ya no decía nada, y Jondalar se preguntó si se lo habría imaginado todo.

—Te espera —dijo S’Armuna saliendo del lugar.

Afuera, Attaroa estaba sentada sobre un banco cubierto de piel, instalado sobre una plataforma de tierra que había sido excavada del piso de un gran refugio semisubterráneo que estaba exactamente detrás. La mujer se encontraba frente al área cercada, y cuando él pasó al lado, Jondalar sintió de nuevo que le espiaban a través de las rendijas.

Cuando se acercó más, tuvo la certeza de que la piel que cubría el asiento provenía de un lobo. La capucha de la pelliza de Attaroa, que colgaba sobre su espalda, estaba revestida con piel de lobo, y alrededor del cuello llevaba un collar formado principalmente por los afilados caninos de lobo, aunque había algunos provenientes del perro ártico y, por lo menos, un diente de oso de las cavernas. La mujer sostenía en la mano un báculo tallado análogo al Báculo Que Habla que Talut solía usar cuando había que discutir cuestiones o resolver diferencias. Ese báculo contribuía a mantener el orden en las conversaciones. Quien lo sostenía ejercía el derecho de hablar, y cuando alguien necesitaba decir algo, primero debía pedir que se le pasara el Báculo Que Habla.

Había otra cosa que le resultaba familiar en el báculo de Attaroa, pero Jondalar no pudo determinar qué era. ¿Quizá la talla? Presentaba la forma estilizada de una mujer sentada, con una serie cada vez más ancha de círculos concéntricos que representaban los pechos y el estómago, y una extraña cabeza triangular, angosta en el mentón, con una cara de diseños enigmáticos. No se asemejaba a la talla de los mamutoi, pero Jondalar experimentó la sensación de que lo había visto antes.

Varias de las mujeres armadas rodearon a Attaroa. Otras mujeres que él no había visto antes, y de las cuales muy pocas tenían hijos, estaban cerca, en pie. Attaroa le observó un momento; después habló, mirándole. Ardemun, que estaba a un costado, comenzó una dificultosa traducción al zelandoni. Jondalar se disponía a sugerir que hablase mamutoi, pero S’Armuna le interrumpió, dijo algo a Attaroa y después miró al hombre.

—Yo traduciré —dijo.

Attaroa hizo un comentario burlón que provocó la risa de las mujeres que estaban a su alrededor, pero S’Armuna no tradujo esas palabras.

—Estaba hablando conmigo —fue todo lo que dijo, con el rostro impasible. La mujer sentada volvió a hablar, esta vez a Jondalar.

—Hablaré ahora como Attaroa —dijo S’Armuna, comenzando a traducir—. ¿Por qué has venido aquí?

—No he venido aquí voluntariamente. Me trajeron maniatado —indicó Jondalar, mientras S’Armuna traducía casi simultáneamente—. Estoy realizando mi viaje. O, mejor dicho, estaba. No comprendo por qué me habéis maniatado. Nadie se ha molestado en explicármelo.

—¿De dónde has venido? —preguntó Attaroa por intermedio de S’Armuna, sin hacer caso de los comentarios de Jondalar.

—El año pasado inverné con los mamutoi.

—¡Mientes! Has venido del sur.

—Hice un largo rodeo. Deseaba visitar a parientes que viven cerca del Río de la Gran Madre, en el extremo sur de las montañas orientales.

—¡Mientes de nuevo! Los zelandonii viven muy lejos de aquí, hacia el oeste. ¿Cómo puedes tener parientes en el este?

—No es mentira. Viajé con mi hermano. A diferencia de los s’armunai, los sharamudoi nos dieron la bienvenida. Mi hermano se unió con una mujer de ese pueblo. Por él son parientes míos.

Después, cargado de justa indignación, Jondalar continuó. Era la primera oportunidad que se le ofrecía de hablar con alguien que le escuchara.

—¿No sabéis que los que hacen un viaje tienen derecho de paso? La mayoría de la gente acoge bien a los visitantes. Intercambian y comparten historias con ellos. ¡Pero aquí no sucede lo mismo! Aquí me golpearon en la cabeza, y aunque estaba herido, no curaron mi herida. Nadie me dio agua o alimento. Me arrebataron la chaqueta de piel y no me la devolvieron ni siquiera cuando me obligaron a salir.

Cuanto más hablaba, más se enojaba. Había sido muy maltratado.

—Me llevasteis fuera, al frío, y me dejasteis allí. En mi largo viaje no he visto a otro pueblo que jamás me tratara de este modo. Incluso los animales de las llanuras comparten su pasto y su agua. ¿Qué clase de pueblo es éste?

Attaroa le interrumpió.

—¿Por qué intentaste robar nuestra carne? —Ardía de cólera, pero trataba de disimularlo. Aunque sabía que todo lo que él decía era verdad, no le gustaba que le dijesen que era un tanto inferior a otros, y sobre todo delante de su pueblo.

—No estaba tratando de robar la carne —dijo Jondalar, negando enérgicamente la acusación. La traducción de S’Armuna era tan fluida y rápida y la necesidad de comunicación de Jondalar tan intensa, que casi olvidaba a su intérprete. Sentía que estaba hablando directamente con Attaroa.

—¡Mientes! Estabas corriendo hacia el rebaño que nosotros perseguíamos, con una lanza en la mano.

—¡No miento! ¡Sólo intentaba salvar a Ayla! Ella montaba uno de esos caballos y yo no podía permitir que la arrojase al precipicio.

—¿Ayla?

—¿Acaso no la habéis visto? Es la mujer con quien estaba viajando.

Attaroa se echó a reír.

—¿Viajabas con una mujer que cabalga sobre el lomo de los caballos? Si no eres un cuentista viajero, equivocaste tu vocación. —Después se inclinó hacia delante, y apuntándole con el dedo para subrayar sus palabras, dijo—: Todo lo que has dicho es falso. ¡Eres un mentiroso y un ladrón!

—¡No soy un mentiroso ni un ladrón! He dicho la verdad y no he robado nada —afirmó rotundamente Jondalar. Pero en el fondo del corazón no podía realmente criticarla si no le creía. A menos que alguien hubiese visto a Ayla, ¿quién podría creer que los dos habían viajado cabalgando sobre el lomo de los caballos? Comenzó a preocuparse acerca del modo de convencer a Attaroa de que no mentía, de que no había interferido intencionadamente en la cacería. Pero si Jondalar hubiese conocido la gravedad real de su situación, se hubiera sentido bastante más que preocupado.

Attaroa observó atentamente al hombre alto, musculoso y apuesto que estaba de pie frente a ella, envuelto en los cueros que había arrancado de su jaula. Advirtió que la barba rubia era levemente más oscura que los cabellos y que sus ojos, de un matiz azul increíblemente sugerente, eran muy seductores. Se sintió intensamente atraída por él, pero la fuerza misma de su reacción evocó recuerdos dolorosos sepultados mucho tiempo atrás y provocó en ella una reacción profunda pero extrañamente deformada. No aceptaría que un hombre la atrajese, porque sentir algo por uno podía otorgarle control sobre ella, y Attaroa jamás permitiría que nadie, y menos todavía un hombre, llegase a dominarla.

Le había arrebatado la pelliza y le había dejado expuesto al frío por la misma razón por la que le había privado de alimento y agua. La privación facilitaba el control sobre los hombres. Mientras aún tenían fuerzas para resistir, era necesario mantenerlos atados, pero el zelandonii, envuelto en esos cueros que no hubiera debido usar, no estaba dando muestras de temor según podía apreciar Attaroa. Ahí estaba, en pie, tan seguro de sí mismo.

Se mostraba tan desafiante y altivo que hasta se había atrevido a criticarla delante de todos, incluso los hombres del cercado. No se amilanaba, ni rogaba, ni se apresuraba a complacerla como hacían los otros. Pero ella juró que conseguiría todo eso antes de acabar con él. Estaba decidida a someterlo. Mostraría a todos cómo se manejaba a un hombre como aquél, y después… moriría.

«Pero antes de vencer su resistencia», se dijo Attaroa, «jugaré con él un rato. Además, es un hombre fuerte y será difícil controlarlo si decide resistir. Ahora sospecha y, por lo tanto, necesito obligarle a bajar la guardia. Es necesario debilitarle. S’Armuna seguramente podrá indicarme el modo». Attaroa llamó a la hechicera y le habló a solas. Después, miró al hombre y sonrió, pero esa sonrisa era tan maliciosa que provocó un escalofrío en la columna vertebral de Jondalar.

Jondalar no sólo amenazaba el liderazgo de Attaroa, sino también el mundo frágil que la mente enferma de la mujer había creado. Incluso amenazaba el tenue contacto de Attaroa con la realidad, un aspecto que recientemente se había visto sometido a pruebas muy duras.

—Ven conmigo —dijo S’Armuna cuando se separó de Attaroa.

—¿Adónde vamos? —preguntó Jondalar, mientras caminaba al lado de S’Armuna. Tras ellos marcharon dos mujeres armadas con lanzas.

—Attaroa quiere que trate tu herida.

Llevó a Jondalar a una vivienda que estaba sobre el extremo más lejano del poblado. Análoga a la gran morada semisubterránea cerca de la cual se había sentado Attaroa, pero más pequeña y con el techo más abovedado. Una entrada baja y angosta llevaba a través de un corto corredor a otra abertura baja. Jondalar tuvo que inclinarse y caminar con las rodillas dobladas unos cuantos metros, y después descender tres peldaños. Nadie, excepto un niño, podía entrar fácilmente en aquella morada, pero, una vez dentro, pudo erguirse totalmente, y hasta le sobraba espacio. Las dos mujeres que les habían acompañado se quedaron fuera.

Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra interior, Jondalar vio una plataforma que servía como lecho, contra la pared del fondo. Estaba cubierta con una piel blanca de cierto tipo… Los animales blancos, poco frecuentes, eran sagrados para el pueblo de Jondalar, y, según él había descubierto en sus viajes, también para muchos otros. Las hierbas secas colgaban de los soportes y las vigas del techo, y muchos de los canastos y los cuencos depositados sobre los estantes que corrían a lo largo de las paredes probablemente contenían una provisión aún más amplia. Un mamut o un zelandonii habrían podido entrar y sentirse completamente cómodos, excepto por una cosa. Para la mayoría de la gente, el hogar o la morada de Aquel Que Servía a la Madre era una zona ceremonial, y contiguo a ella, el espacio más amplio era también el lugar donde permanecían los visitantes. Pero aquél no era un ámbito espacioso y acogedor para las actividades y los visitantes. Allí se percibía una atmósfera cerrada y secreta. Jondalar tuvo la certeza de que S’Armuna vivía sola y de que otras personas rara vez entraban en su dominio.

La vio avivar el fuego, agregar estiércol seco y unas pocas astillas de madera, y verter agua en un recipiente ennegrecido, parecido a un saquito, que antes había sido el estómago de un animal y que estaba unido a un soporte de hueso. De un canasto depositado en uno de los estantes extrajo un puñadito de un material seco, y cuando el agua comenzó a rezumar del contenedor, puso éste directamente sobre las llamas. Mientras hubiese líquido en él, aunque estuviese hirviendo, el saquito no podía quemarse.

Aunque Jondalar no sabía qué era, el olor que se desprendió del recipiente le era conocido, y, por extraño que pareciera, le recordó su hogar. En un súbito destello de la memoria, comprendió por qué. Era el olor que a menudo se desprendía del cuerpo de un zelandonii. Usaban el brebaje para lavar heridas y golpes.

—Hablas muy bien la lengua. ¿Viviste mucho tiempo con los zelandonii? —preguntó Jondalar.

S’Armuna se le quedó mirando y pareció pensar su respuesta.

—Varios años —dijo.

—Entonces sabes que los zelandonii acogen bien a sus visitantes. No comprendo a esta gente. ¿Qué puedo haber hecho para merecer este tratamiento? —dijo Jondalar—. Tú compartiste la hospitalidad de los zelandonii…, ¿por qué no les explicas el derecho de paso y la cortesía debida a los visitantes? En realidad, es más que una cortesía, es una obligación.

La única respuesta de S’Armuna fue una mirada sardónica.

Jondalar sabía que no estaba enfocando bien la situación, pero aun así miraba con tanta incredulidad sus experiencias recientes que sentía la necesidad casi infantil de explicar las cosas, como si eso pudiese mejorarlas. Decidió ensayar otro enfoque.

—Puesto que viviste allí tanto tiempo, me agradaría saber si conociste a mi madre, soy el hijo de Marthona… —Habría continuado hablando, pero la expresión en la cara un tanto deforme de la mujer le obligó a callar. Reflejaba tanta emoción que los rasgos se le deformaron todavía más.

—¿Eres el hijo de Marthona, nacido en el hogar de Joconan? —dijo finalmente, más bien como una pregunta.

—No, ése es mi hermano Joharran. Yo nací en el hogar de Dalanar, el hombre con quien ella se unió después. ¿Conociste a Joconan?

—Sí —dijo S’Armuna, bajando los ojos y dirigiendo después su atención hacia el caldero de piel que casi estaba hirviendo.

—¡Entonces sin duda conociste también a mi madre! —Jondalar estaba muy excitado—. Si conociste a Marthona, sabes que no soy mentiroso. Ella jamás habría soportado eso en uno de sus hijos. Sé que parece increíble… Yo mismo no estoy seguro de que lo creería si no lo supiera con certeza…, pero la mujer con quien estaba viajando montaba uno de esos caballos que corrían hacia el precipicio. Era un caballo que ella crió desde potrillo, no un animal que perteneciese realmente a esa manada. Y ahora ni siquiera sé si vive. ¡Debes decir a Attaroa que no miento! Necesito buscarla. ¡Necesito saber si todavía vive!

El apasionado ruego de Jondalar no tuvo respuesta de la mujer. Ni siquiera apartó la mirada del recipiente de agua hirviendo que estaba agitando. Pero, a diferencia de Attaroa, no dudó de la palabra de Jondalar. Una de las cazadoras de Attaroa le había venido con la historia de que había visto a una mujer cabalgando en uno de los caballos y que tenía miedo porque creía que era un espíritu. S’Armuna pensó que quizá había algo de verdad en la historia de Jondalar, pero también se preguntaba si todo eso era real o sobrenatural.

—Conociste a Marthona, ¿verdad? —preguntó Jondalar, acercándose al fuego para atraer la atención de la mujer. Antes ya había conseguido que reaccionara al nombrar a su madre.

Cuando ella le miró, su rostro era una máscara impasible.

—Sí, conocí cierta vez a Marthona. Cuando yo era joven me enviaron para recibir la enseñanza de los zelandonii y de la Novena Caverna. Siéntate aquí —dijo. Después apartó el recipiente del fuego, dio la espalda a Jondalar y buscó una piel suave. Él se estremeció cuando la mujer le lavó la herida con la solución antiséptica que había preparado, pero estaba seguro de que la medicina era buena. Ella había aprendido mucho del pueblo de Jondalar.

Después de limpiarla, S’Armuna examinó cuidadosamente la herida.

—Has estado aturdido un rato, pero no es grave. Se curará sola. —Desvió los ojos y dijo—: Probablemente te duela la cabeza. Te daré un calmante.

—No, ahora no necesito nada, pero aún tengo sed. Lo único que deseo realmente es un poco de agua. ¿Puedo beber de tu recipiente? —dijo Jondalar, acercándose a la gran vejiga húmeda llena de agua, de donde ella había extraído el líquido para llenar el recipiente puesto al fuego—. Volveré a llenarte la vejiga, si lo deseas. ¿Puedes facilitarme una taza?

Ella vaciló; después retiró del estante una taza.

—¿Dónde puedo llenar el recipiente? —preguntó Jondalar, después de haber bebido—. ¿Hay algún lugar cercano que tú prefieras?

—No te preocupes por el agua —dijo ella.

Jondalar se acercó aún más y la miró; comprendió que no iba a permitirle que caminara libremente, ni siquiera para buscar agua.

—No intentábamos cazar los caballos que ellos perseguían. Incluso si ésa hubiera sido nuestra intención, Attaroa debió saber que habríamos ofrecido algo para compensarla. Aunque con toda esa manada lanzada al abismo, seguramente habría de sobra para todos. Sólo deseo que Ayla no esté con ellos. S’Armuna, necesito ir a buscarla.

—La amas, ¿verdad? —preguntó S’Armuna.

—Sí, la amo —dijo Jondalar. Vio que la expresión de S’Armuna cambiaba otra vez. Había en ello un ingrediente de manifiesta amargura, pero también algo más dulce—. Íbamos de regreso a mi hogar para unirnos, pero también necesito hablar a mi madre de la muerte de mi hermano menor, Thonolan. Partimos juntos, pero él… murió. Mi madre se sentirá muy desgraciada. Es duro perder a un hijo.

S’Armuna asintió, pero no hizo comentarios.

—Ese funeral que han celebrado…, ¿qué sucedió con los jovencitos?

—No eran mucho más jóvenes que tú —dijo S’Armuna—. Tenían edad suficiente para adoptar algunas decisiones equivocadas.

Jondalar pensó que se sentía muy incómoda.

—¿Cómo murieron? —preguntó.

—Comieron algo que les perjudicó.

Jondalar no creyó que estuviera diciendo toda la verdad, pero antes de que pudiera decir una palabra más, la mujer le entregó los pedazos de cuero que le cubrían y se lo devolvió a las dos mujeres que habían estado vigilando en la entrada. Se pusieron una a cada lado de Jondalar, pero esta vez no le llevaron de nuevo a la vivienda. En cambio, le condujeron al sector rodeado por la empalizada; se abrió la puerta nada más que lo indispensable para permitir que le empujaran hacia el interior.