Capítulo 7

—Lamento dejar el cuero. El corzo tiene un cuero tan suave —dijo Ayla, mientras depositaba el último pedazo de carne en su alforja—, ¿y has visto la piel de esa marta?

—Pero no tenemos tiempo de preparar el cuero, y tampoco podemos transportar mucho más de lo que ya llevamos —dijo Jondalar, ocupado en armar el trípode de estacas del cual colgaría la alforja llena de carne.

—Lo sé, pero de todos modos lamento abandonarlo.

Colgaron la alforja; después, Ayla miró en dirección al fuego y pensó en la comida que acababa de poner a cocer, a pesar de que nada era muy visible. Estaba cocinando en un horno de suelo, un orificio en el terreno revestido con piedras calientes, y en su interior había depositado la carne de corzo sazonada con hierbas, así como hongos, helechos y raíces de espadaña que ella misma había recogido, todo ello envuelto en hojas de uña de caballo. Luego colocó encima más piedras calientes y una capa de tierra. Pasaría un rato antes de que se completara la cocción, pero Ayla se alegraba de que se hubiesen detenido bastante temprano —y de haber tenido la buena suerte de conseguir carne fresca varias horas antes— para cocerla de ese modo. Era su método favorito, porque así el alimento conservaba el sabor y al mismo tiempo era tierno.

—Siento calor y el aire está pesado y húmedo. Voy a caminar y a refrescarme un poco —dijo ella—. Incluso pienso lavarme el cabello. He visto algunas raíces jaboneras que crecen río abajo. ¿Te animas a nadar?

—Sí; creo que sí, y también me lavaré el pelo, si encuentras suficiente cantidad de esa raíz jabonera para mí —dijo Jondalar. En sus ojos azules bailoteaba una sonrisa mientras se recogía un mechón de grasientos cabellos rubios que le habían caído sobre la frente.

Caminaron juntos a lo largo de la ancha y arenosa orilla del río. Lobo les seguía, entrando y saliendo de los arbustos, sin dejar de olfatear nuevos olores. De pronto, se abalanzó hacia delante y desapareció en un recodo.

Jondalar observó el rastro de cascos equinos y patas de lobo que habían dejado antes.

—Quisiera saber qué pensaría alguien si viese esto —dijo, sonriendo ante la idea.

—¿Qué pensarías tú? —preguntó Ayla.

—Si las huellas de Lobo fuesen claras, diría que un lobo está siguiendo a los caballos; pero en ciertos lugares es evidente que las huellas de los caballos están sobre las del lobo, de modo que no puede estar siguiéndolos. Está caminando con ellos, y eso confundiría al rastreador —dijo.

—Incluso si las huellas de Lobo fuesen claras, yo me preguntaría por qué un lobo está siguiendo a los dos caballos. Las huellas demuestran que son animales fuertes y sanos; mira lo profunda que es la marca y el dibujo de los cascos. Uno adivina que van cargados —dijo Ayla.

—Eso también confundiría al rastreador.

—¡Oh, ahí están! —exclamó Ayla, al ver las plantas altas, un tanto irregulares, con flores rosadas y hojas que parecían puntas de lanza; eran las mismas que ella había visto antes. Con el palo de cavar ahuecó rápidamente varias raíces y las extrajo.

En el camino de regreso, buscó una piedra lisa y dura, o un pedazo de madera, y una piedra redonda para aplastar la raíz jabonera y liberar la saponina, que formaría espuma y les permitiría lavarse en el agua. En el recodo, río arriba, pero no demasiado lejos del campamento, el riachuelo había formado un estanque en el que el agua les llegaba hasta la cintura. El agua estaba fresca y agradable; después de lavarse, exploraron el río pedregoso, nadando y caminando aguas arriba, hasta que les detuvo una cascada caudalosa y con veloces rápidos allí donde las laderas en pendiente del valle se angostaban y empinaban.

El lugar recordó a Ayla el riachuelo de su valle, con su cascada de aguas inquietas de las cuales se desprendían vapores, y que, además, bloqueaban el avance hacia el curso superior, si bien el resto del lugar evocaba en su mente más bien los declives montañosos que circundaban la caverna en la que había crecido. Allí había una caída de agua, lo recordaba perfectamente; una cascada suave y alfombrada con musgo, que le había permitido llegar hasta una pequeña caverna donde se había instalado, y que más de una vez había sido un refugio para la joven.

Abandonaron sus cuerpos a la corriente para que los llevase de regreso, y en el camino se salpicaron y jugaron. A Ayla le encantaba el sonido de la risa de Jondalar. Aunque él sonreía, no reía a menudo, y tendía en cambio a mostrar un comportamiento más serio; pero cuando reía, era la suya una risa sonora y vibrante, que provocaba sorpresa.

Cuando salieron del agua y se secaron, aún hacía calor. La nube oscura que Ayla había visto antes ya no estaba en el cielo, encima de ellos, pero el sol descendía hacia una masa oscura y amenazadora por el oeste, y el laborioso movimiento de ésta se veía subrayado por una capa irregular que se extendía deprisa en dirección contraria. Apenas la esfera de fuego descendiera bajo las nubes oscuras y se apoyase en el reborde occidental, la temperatura bajaría rápidamente. Ayla buscó con la mirada a los caballos y vio que estaban en un prado abierto, a cierta distancia de la ladera, pero no demasiado lejos del campamento; podrían oír su silbido si les llamaba. A Lobo no se le veía; Ayla supuso que continuaría explorando en el curso inferior del río.

Extrajo el peine de marfil de largos dientes y un cepillo formado por duros pelos de mamut que Deegie le había proporcionado; después retiró de la tienda la piel de dormir, desplazándola para sentarse sobre ella mientras se peinaba. Jondalar se sentó enfrente de Ayla y comenzó a peinar sus propios cabellos con un peine de tres dientes; tenía que esforzarse para alisar algunos mechones enmarañados.

—Jondalar, déjame hacerlo —dijo Ayla, poniéndose de rodillas detrás de él. Aflojó con destreza los nudos que se habían formado en los cabellos amarillos largos y lacios, de un tono un poco más claro que los suyos, y admiró el color. Cuando ella era más joven, tenía los cabellos casi blancos, pero después se habían ido oscureciendo y se asemejaban al pelaje de Whinney, con sus matices dorados y cenicientos.

Jondalar cerró los ojos mientras Ayla trabajaba en sus cabellos, pero tenía conciencia cálida de la joven afanándose a su espalda, y de su piel desnuda que rozaba de vez en cuando la del propio Jondalar; cuando ella terminó de peinarle, él ya sentía un calor que no estaba causado precisamente por el sol.

—Ahora me toca a mí peinarte —comentó Jondalar, y se incorporó para pasar detrás de ella. Durante un momento ella pensó oponerse. No era necesario. Él no tenía que peinarla sólo porque ella le hubiera peinado antes; pero cuando Jondalar apartó del cuello de Ayla los cabellos abundantes y los estiró entre sus dedos, como quien hace una caricia, aceptó de buen grado.

Los cabellos de Ayla tendían a rizarse y se enmarañaban fácilmente, pero él trabajó con cuidado, liberando cada mechón sin tirar demasiado. Después, le cepilló los cabellos hasta que quedaron lisos y casi secos. Ayla cerró los ojos, mientras experimentaba un placer extraño y muy dulce. Iza la peinaba cuando era muy pequeña; tiraba suavemente de los rizos enmarañados con un palo largo, liso y puntiagudo; pero jamás un hombre había hecho eso. Cuando Jondalar la peinaba, Ayla experimentaba un intenso sentimiento de ser cuidada y amada.

Y él estaba descubriendo que le complacía peinar y cepillar los cabellos de Ayla. El color oro oscuro le recordaba el pasto maduro, pero algunas mechas aclaradas por el sol eran casi blancas. Eran bellos y tan abundantes y suaves, que manipularlos era un placer sensual que le provocaba el deseo de sentirlo durante mucho tiempo. Cuando terminó, depositó el cepillo, después levantó las trenzas ligeramente húmedas y, apartándose a un costado, se inclinó para besar los hombros y la nuca de Ayla.

Ayla mantuvo los ojos cerrados y sintió los escalofríos provocados por la respiración tibia y los labios suaves que apenas le rozaban la piel. Él le mordisqueó el cuello y le acarició ambos brazos, y después extendió las manos para sostener los dos pechos, alzándolos y sintiendo el peso agradable y mórbido, y los pezones firmes y erectos.

Cuando él se inclinó para besarle el cuello, Ayla levantó la cabeza y giró apenas, y entonces sintió contra la espalda el órgano caliente y rígido. Se volvió y lo cogió en sus manos, gozando de la suavidad de la piel que cubría el eje tibio y duro. Puso una mano sobre la otra y las movió con firmeza hacia arriba y hacia abajo, y Jondalar experimentó una oleada de sensaciones; pero ese sentimiento alcanzó niveles inconcebibles cuando sintió la tibia humedad de la boca de Ayla que lo encerraba.

Jondalar dejó escapar un suspiro explosivo y cerró los ojos cuando las sensaciones le recorrieron el cuerpo. Después los entreabrió para mirar y tuvo que extender la mano para acariciar los hermosos y suaves cabellos que le cubrían los muslos. Cuando ella le atrajo todavía más hacia sí, Jondalar pensó por un momento que ya no podría soportarlo y que cedería en ese instante. Pero quería esperar, deseaba que el exquisito placer que él recibía también fuese placer para ella. Le encantaba hacerlo, le encantaba saber que podía. Estaba casi dispuesto a renunciar a su placer para complacerla… casi.

Sin apenas saber cómo había llegado allí, Ayla descubrió que yacía sobre la piel de dormir y que Jondalar estaba tendido a su lado. Él la besó. Ayla abrió un poco la boca, apenas lo suficiente para permitir que él le introdujese la lengua, y rodeó al hombre con sus brazos. Le agradaba la sensación que sentía cuando los labios de Jondalar apretaban con firmeza los que ella le ofrecía y la lengua del hombre la exploraba suavemente. De pronto, él se apartó y la miró.

—Mujer, ¿tienes idea de lo mucho que te amo?

Ayla sabía que era cierto. Podía verlo en los ojos de Jondalar, sus ojos brillantes y vívidos, increíblemente azules, que la acariciaban con su mirada, e incluso desde lejos lograban estremecerla. Los ojos de Jondalar expresaban las emociones que él, con mucho esfuerzo, intentaba mantener controladas.

—Sé cuánto te amo —contestó Ayla.

—Por mi parte, todavía no puedo creerlo, creer que estés aquí conmigo, y no en la Reunión de Verano, unida a Ranec.

Cuando recordó cuán cerca había estado de perderla a manos del seductor y moreno tallador de marfil, la acercó bruscamente y la apretó con fuerza, para expresar su fiera necesidad.

Ella también le abrazó, agradecida porque el prolongado invierno del malentendido al fin había terminado. Había amado sinceramente a Ranec —era un buen hombre y había sido un buen compañero—, pero no era Jondalar, y su amor por el hombre alto que ahora la besaba iba más allá de todo cuanto ella podía expresar.

El intenso temor de perderla que experimentaba Jondalar se calmó, reemplazado, cuando sintió contra el suyo el cuerpo tibio de Ayla, por un deseo de poseerla que era igualmente profundo. De pronto, se encontró besándole el cuello, los hombros y los pechos, como si todo lo que ella le daba no pudiera saciarle nunca.

Entonces, Jondalar se interrumpió y respiró hondo. Deseaba que aquello durase, y quería aprovechar su habilidad para ofrecerle lo mejor que él tenía; en efecto, era hábil. Le había enseñado alguien que sabía y con más amor que el que debería haber sentido. Él había deseado complacer y se había mostrado más que dispuesto a aprender. Había aprendido con tal destreza que en su pueblo se comentaba en broma que Jondalar era experto en dos oficios, y que también era un excelente tallador de herramientas de pedernal.

Jondalar miró a Ayla y observó su respiración, disfrutando con la visión de sus formas llenas y femeninas, complaciéndose en el mero hecho de su existencia. La sombra que él proyectaba caía sobre Ayla y bloqueaba el calor del sol. Ayla abrió los ojos y miró a lo alto. El sol brillante detrás de Jondalar resplandecía alrededor de los cabellos rubios y rodeaba la cara en sombras con una aureola dorada. Ayla le deseaba, estaba preparada para recibirle, pero cuando él sonrió y se inclinó para besarle el ombligo, ella volvió a cerrar los ojos y se ofreció al hombre, consciente de lo que él deseaba y de los placeres que podía proporcionarle.

Jondalar sostuvo los pechos de Ayla y después pasó lentamente la mano sobre el costado de la joven, hasta la curva de la cintura y la forma abundante de la cadera, para después descender por el muslo. Ella se estremeció ante el contacto. Jondalar movió la mano hacia la cara interior del muslo de Ayla y sintió la suavidad especial de su piel y los rizos tersos y dorados del pubis. Le acarició el estómago y después se inclinó para besarle el ombligo antes de elevarse nuevamente hacia los pechos y besar ambos pezones. Sus manos eran como un fuego suave, tibias y maravillosas, y le produjeron una ardiente excitación. El hombre volvió a acariciarla; la piel de Ayla registraba cada uno de los lugares que él tocaba.

La besó en la boca, y suave, lentamente, le besó los ojos y las mejillas, el mentón y la mandíbula, y después respiró junto al oído de Ayla. Su lengua encontró el hueco del cuello y continuó descendiendo entre los pechos. Luego cogió sus manos y las mantuvo juntas, complacido por su redondez, por el gusto levemente salado de Ayla y por la sensación de su piel, a medida que su propio deseo se acentuaba. Su lengua acarició un pezón, después el otro, y entonces ella sintió el latido profundo que se avivaba cuando él lo introducía en su propia boca. Jondalar exploró con la lengua el pezón, presionando, tironeando, mordisqueando apenas, y después buscó el otro con la mano.

Ella se apretó contra él y se perdió en las sensaciones que le recorrían el cuerpo, centrándose en la sede del placer en lo más profundo de sí misma. Con su lengua tibia, él volvió a buscar el ombligo de Ayla, y mientras un viento fresco le aliviaba la piel, describía círculos y después descendía más y más, hasta la suave pelambre rizada del pubis, y a continuación, durante un momento fugaz, hasta la abertura tibia y el nódulo duro del placer de Ayla. Ella elevó las caderas hacia Jondalar y lanzó un grito.

Jondalar se refugió entre las piernas de Ayla, y con las manos abrió la tibia flor rosada de pétalos y pliegues para contemplarla. Se inclinó para saborearla —conocía el sabor de Ayla y lo amaba— y después ya no se contuvo y se regodeó explorándola. Su lengua encontró los pliegues conocidos, penetró en la hondura profunda, y seguidamente se elevó en busca del nódulo pequeño y duro.

Mientras él jugueteaba con su lengua, sorbiendo y mordisqueando, ella gritaba y gritaba, y su respiración se aceleraba y el impulso interior se acentuaba. Toda la sensación se desplegaba internamente y ahora no había viento ni sol, sólo la creciente intensidad de sus sentidos. Jondalar sabía que se acercaba el momento, y aunque él apenas podía contenerse, aminoró el ritmo y retrocedió, con la esperanza de prolongar el instante; pero ella le buscó, incapaz de esperar. Cuando se aproximaba la culminación, cada vez más acentuada, más intensa, con una expectativa concentrada, oyó los gemidos de placer de Ayla.

De pronto llegó; oleadas intensas y estremecedoras la dominaron, y después, con un grito convulsivo, notó cómo se desplomaron sobre ella. Ayla estalló en el espasmo de la liberación, y entonces surgió el deseo indescriptible de sentir en su interior la virilidad de Jondalar. Le buscó, tratando de atraerle hacia ella.

Él sintió el fluido húmedo de Ayla, y al percibir que la joven le necesitaba, se irguió, cogiendo su miembro ansioso para introducirlo en el pozo profundo y acogedor de la mujer. Ella lo sintió entrar y se elevó para salir a su encuentro, al mismo tiempo que él se sumergía. El abrazo de los pliegues tibios de Ayla lo envolvió y Jondalar penetró profundamente, sin temor a que su propio tamaño fuese mayor de lo que ella podía recibir. Eso era parte de la maravilla de Ayla… su propia armonía con él.

Se retiró a medias, experimentando el placer exquisito del movimiento, y con total abandono entró otra vez, profundamente, mientras ella elevaba las caderas para apretarlas contra el cuerpo de Jondalar. Él casi alcanzó la culminación, pero la intensidad disminuyó y de nuevo volvió a salir para entrar una y otra vez, y con cada movimiento aumentaba la intensidad. Guiándose por la cadencia del movimiento de Jondalar, ella sintió la plenitud del hombre y después cómo se retiraba y la colmaba de nuevo, y cómo ya había superado la posibilidad de sentir otra cosa fuera de la pasión que le embargaba.

Ayla oyó la respiración intensa de Jondalar y la suya propia, y los gritos de ambos se entremezclaron. Después, él pronunció el nombre de su compañera y ella se alzó para salir a su encuentro; en un supremo estallido y desbordamiento, ambos sintieron una liberación que podía equipararse a la llama resplandeciente del fiero sol, que enviaba sus últimos rayos luminosos al valle y se hundía tras las nubes oscuras y móviles, delineadas con matices de oro bruñido.

Después de unos pocos movimientos más, él se aflojó sobre el cuerpo de Ayla, sintiendo bajo el suyo las curvas redondeadas de la joven. A ella siempre le encantaba ese momento con él, la sensación de su peso sobre ella. Nunca le parecía excesivo; era tan sólo una opresión cómoda y una intimidad que la entibiaba mientras ambos descansaban.

De pronto, una lengua tibia le lamió la cara y una nariz fría comenzó a explorar la intimidad de los dos cuerpos.

—Vete, Lobo —dijo ella, empujando al animal—. Vamos, fuera de aquí.

—¡Lobo, vete! —ordenó a su vez Jondalar con voz dura, apartando la nariz fría y húmeda; pero el encanto estaba roto. Mientras se apartaba de Ayla y rodaba de costado, casi estaba enojado, pero en realidad no podía sentir cólera; se sentía demasiado dichoso para ello.

Apoyado en un codo, Jondalar miró al animal que había retrocedido unos pocos pasos y estaba sentado sobre las patas traseras, observándoles con la lengua colgando por un extremo de la boca, jadeante; Jondalar habría jurado que el animal les sonreía, y a su vez el hombre sonrió a Ayla.

—Has estado enseñándole a permanecer quieto en un lugar. ¿Crees que serás capaz de enseñarle a que se aleje cuando se lo ordenas?

—Lo intentaré.

—Tener un lobo al lado representa mucho trabajo —dijo Jondalar.

—Bien, sí, exige un poco de esfuerzo, sobre todo por ser tan joven. Lo mismo sucede con los caballos, pero vale la pena. Me gusta tenerlos aquí. Son como unos amigos muy especiales.

Por lo menos, pensó el hombre, los caballos daban algo a cambio. Whinney y Corredor los transportaban y cargaban los bultos; gracias a ellos el viaje quizá no fuera tan largo. Por el contrario, aparte de descubrir algún animal de vez en cuando, Lobo no parecía aportar gran cosa. De todos modos, Jondalar decidió no decir lo que pensaba.

Con el sol oculto tras las móviles y agitadas nubes negras, difuminándose en lívidos tonos rojo y púrpura, como si el movimiento de la atmósfera lo hubiese maltratado e intimidado, en el valle boscoso la temperatura descendió con rapidez. Ayla se incorporó y fue a darse un chapuzón en el río. Jondalar la imitó. Mucho antes, cuando ella estaba creciendo, Iza, la hechicera del clan, la había iniciado en los ritos de purificación de la femineidad, aunque dudaba de que su hija adoptiva tan extraña y —hasta ella misma lo reconocía— tan fea, jamás lo necesitara. De todos modos, creía que ésa era su obligación y, entre otras cosas, le explicaba cómo debía cuidar de sí misma después de estar con un hombre. Subrayaba que, siempre que fuera posible, la purificación con agua era muy importante para el espíritu totémico de una mujer. El lavado, por fría que estuviese el agua, era un rito que Ayla siempre recordaba.

Ayla y Jondalar se secaron y se vistieron, llevaron de nuevo las pieles de dormir a la tienda y avivaron otra vez el fuego. La joven retiró la tierra y las piedras del horno en el suelo, y con sus pinzas de madera sacó la comida. Después, mientras Jondalar reorganizaba sus envoltorios, ella preparó todo lo necesario con vistas a una partida cómoda, incluyendo la acostumbrada comida matutina compuesta por sobrantes de la víspera, ingeridos fríos, excepto la infusión caliente de hierbas. Después, puso a calentar piedras de cocer para hervir agua; Ayla preparaba té a menudo y variaba los ingredientes en función del sabor o la necesidad.

Los caballos regresaron lentamente cuando los últimos rayos del sol poniente teñían el cielo. Generalmente comían por la noche, pues viajaban mucho durante el día, y necesitaban gran cantidad del áspero pasto de las estepas para mantenerse. Pero el pasto de los prados les había resultado especialmente sabroso y verde, y ahora preferían permanecer cerca del fuego durante la noche.

Mientras Ayla esperaba que las piedras se calentaran, contempló el valle envuelto con los últimos resplandores del atardecer, agregando a sus observaciones el saber acumulado durante el día: las laderas en acentuada pendiente que bruscamente se unían al suelo del valle ancho y liso con su riachuelo que serpenteaba en el centro. Era un valle feraz, que le recordaba su propia niñez con el clan; pero este lugar no le agradaba. Había allí algo que la inquietaba, y aquel sentimiento se acentuó con la llegada de la noche. Además, experimentaba cierta sensación de pesadez en el estómago y un poco de dolor de espalda; atribuyó su inquietud a las leves incomodidades que a veces experimentaba cuando llegaba su período lunar. Deseaba salir a caminar; la actividad solía facilitar las cosas, pero ya estaba demasiado oscuro.

Escuchó el gemido del viento que silbaba entre los oscilantes sauces, recortados contra las nubes de plata. La luminosa luna llena, rodeada por un halo bien definido, unas veces se ocultaba y otras iluminaba intensamente el cielo de suave textura. Ayla decidió que una infusión de corteza de sauce podía aliviar su incomodidad y se incorporó rápidamente para obtener los elementos necesarios. Mientras estaba en eso, decidió recoger algunas ramas flexibles de sauce.

Cuando la infusión de la noche estuvo preparada y Jondalar se reunió con ella, el aire nocturno era frío y húmedo, lo que les obligó a ponerse más ropa. Se sentaron cerca del fuego, satisfechos de sorber la infusión caliente. Lobo había merodeado cerca de Ayla toda la noche, siguiéndola paso a paso, pero pareció encantado de enroscarse a los pies de su ama cuando ella se sentó cerca de las llamas cálidas, como si ya hubiese explorado bastante por aquel día. Ayla cogió las largas y finas ramas de sauce y comenzó a entretejerlas.

—¿Qué haces? —preguntó Jondalar.

—Un protector para la cabeza; nos servirá para cubrirnos de los rayos del sol. Hace demasiado calor en mitad del día —explicó Ayla. Hizo una breve pausa y agregó—: Pensé que te vendría bien.

—¿Lo confeccionas para mí? —dijo Jondalar con una sonrisa—. ¿Cómo has adivinado que, precisamente hoy, yo deseaba tener algo que me protegiese del sol?

—Una mujer del clan aprende a prever las necesidades de su compañero —sonrió—. Y tú eres mi compañero, ¿verdad?

—Sin ninguna duda, mujer mía del clan —repuso Jondalar devolviéndole la sonrisa—. Y lo anunciaremos a todos los zelandonii en la Ceremonia Matrimonial de la primera Reunión de Verano a la cual asistamos. Pero ¿cómo puedes adivinar las necesidades? ¿Y por qué las mujeres del clan han de aprender eso?

—No es difícil. Simplemente ocurre cuando se piensa en alguien. Hoy hacía calor, y pensé en la posibilidad de confeccionar un protector para la cabeza… un sombrero de sol…, para mí, de manera que comprendí que también tú debías de tener calor —dijo, mientras cogía otra rama de sauce para agregarla al sombrero más o menos cónico que comenzaba a cobrar forma—. A los hombres del clan no les agrada pedir nada, sobre todo si se trata de su propia comodidad. No se considera masculino que ellos piensen en la comodidad, y por eso una mujer debe prever las necesidades del hombre. Él la protege del peligro; y asegurarse de que tiene las prendas de vestir apropiadas y está bien alimentado es el modo en que ella le protege. No desea que le suceda nada malo. Si él no estuviera, ¿quién la protegería y defendería a sus hijos?

—¿Eso es lo que haces? ¿Me proteges para que yo pueda protegerte? —preguntó, sonriente—. ¿Y a tus hijos?

A la luz del fuego, los ojos azules cobraban un tono violeta oscuro, y chispeaban divertidos.

—Bien, no exactamente —dijo Ayla, mirándose las manos—. Creo que en realidad es así como una mujer del clan dice a su compañero cuánto le ama, y no importa si tiene hijos o no. —Ayla observó sus propias manos que se movían deprisa, aunque Jondalar tenía la sensación de que ella no necesitaba ver lo que estaba haciendo. Habría podido confeccionar el sombrero en la oscuridad. La joven tomó otra rama larga, y después miró de frente a Jondalar—. Pero sí; quiero tener otro hijo antes de ser demasiado vieja.

—Te falta mucho para eso —dijo Jondalar, mientras agregaba al fuego otro tarugo de madera—. Aún eres joven.

—No; voy para vieja. Ya tengo… —Cerró los ojos para concentrarse, en tanto apretaba los dedos contra la pierna, diciendo los números que él le había enseñado, para comprobar ella misma la cifra exacta correspondiente al número de años que había vivido—… Dieciocho años.

—¡Qué vieja! —rió Jondalar—. Yo ya he visto veintidós años. Yo soy el viejo.

—Si el viaje dura un año, tendré diecinueve cuando lleguemos a tu casa. En el clan sería una mujer casi anciana para tener hijos.

—Muchas mujeres zelandonii tienen hijos a esa edad. Quizá no el primero, pero sí el segundo o el tercero. Tú eres fuerte y sana. No creo que seas demasiado anciana para tener hijos. Pero te diré una cosa. Hay ocasiones en que tus ojos parecen antiguos, como si hubieses vivido muchas vidas en tus dieciocho años.

Era raro que él dijera cosas así, y Ayla interrumpió su trabajo para mirarle. El sentimiento que Ayla evocaba en Jondalar era casi temible. Estaba tan hermosa a la luz de la hoguera, y él la amaba tanto, que no sabía qué haría si algo le sucedía. Abrumado, desvió la mirada. Después, para salvar la situación, trató de abordar un tema menos serio.

—Yo soy quien debe preocuparse por la edad. Y estaría dispuesto a apostar que seré el hombre más anciano de la Ceremonia Matrimonial —dijo, y después se echó a reír—. Veintitrés años son muchos para un hombre que se une por primera vez. La mayoría de los hombres de mi edad ya tienen varios hijos en sus hogares.

Él la miró, y Ayla percibió de nuevo en sus ojos aquella abrumadora expresión de amor y temor.

—Ayla, yo también quiero que tengas un hijo, pero no mientras viajamos. Sólo cuando hayamos regresado sanos y salvos. Todavía no.

—No, todavía no —dijo ella.

Trabajó en silencio un rato, pensando en el hijo que había dejado atrás con Uba, y en Rydag, que en muchos aspectos había sido como otro hijo para ella. A ambos los había perdido. Incluso Bebé, que en muchos aspectos era como un hijo —por lo menos, era el primer animal macho que ella había descubierto y cuidado—, la había abandonado. Jamás volvería a verlo. Miró a Lobo, un tanto inquieta ante la posibilidad de perderlo también. «Me pregunto», pensó, «por qué mi tótem se lleva a todos mis hijos. Seguramente no soy afortunada con los hijos».

—Jondalar, ¿tu pueblo tiene costumbres especiales acerca del deseo de tener hijos? —preguntó Ayla—. De las mujeres del clan se supone siempre que desean hijos.

—No, en realidad no. Creo que los hombres desean que una mujer traiga hijos a su hogar. Pero me parece que las mujeres desean tener primero hijas.

—¿Qué desearías tener cuando llegue el momento?

Él se volvió para examinarla a la luz de las llamas. Parecía que algo la inquietaba.

—Ayla, eso no me importa. Lo que tú quieras, o lo que la Madre te dé.

Ahora le tocaba a Ayla estudiarle. Necesitaba estar segura de que él hablaba realmente en serio.

—Entonces, creo que desearé tener una hija. No quiero perder más hijos.

Jondalar no entendió muy bien lo que Ayla quería decir y no sabía cómo responder.

—Yo tampoco quiero que pierdas otros hijos —se limitó a decir.

Se sentaron en silencio, mientras Ayla trabajaba en los sombreros para el sol. De pronto, él preguntó:

—Ayla, ¿y qué pasa si tienes razón? ¿Qué sucede si los niños no provienen de Doni? Si comienzan cuando se comparten los placeres; quizá ahora, en este mismo momento, un niño está empezando dentro de ti, y ni siquiera lo sabes.

—No, Jondalar; no lo creo. Me parece que está a punto de iniciarse mi período lunar, y tú sabes que eso significa que no ha comenzado ningún niño.

En general, a ella no le agradaba hablar de cuestiones tan íntimas con un hombre, pero Jondalar siempre había observado una actitud franca con ella, a diferencia de los hombres del clan. Una mujer del clan debía poner un cuidado especial y evitar miradas directas a un hombre cuando estaba soportando su maldición femenina. Pero aunque ella lo hubiese deseado, no podía recluirse o evitar a Jondalar mientras viajaban, y Ayla adivinó que él necesitaba que le tranquilizaran. Pensó por un momento hablarle de la medicina secreta de Iza, la que ella estaba tomando para evitar las esencias fecundadoras, pero no pudo hacerlo. Ayla no podía mentir, del mismo modo que Iza tampoco podía; pero salvo una pregunta directa, sería mejor abstenerse de mencionarlo. Si ella no lo comentaba, era difícil que un hombre pensara en preguntarle si hacía algo para impedir el embarazo. La mayor parte de la gente no concebía la existencia de una magia tan poderosa.

—¿Estás segura? —preguntó Jondalar.

—Sí, estoy segura —contestó Ayla—. No estoy embarazada. Ningún niño comenzó a crecer en mi interior.

Entonces, él pareció tranquilizarse.

Mientras Ayla concluía los sombreros para protegerse del sol, sintió una suave salpicadura de lluvia y se apresuró a concluir. Luego lo metieron todo en la tienda, con la única excepción de la alforja que colgaba de las estacas, e incluso el húmedo Lobo pareció complacido de enroscarse a los pies de Ayla. Ella dejó abierto para Lobo el sector interior de la solapa de la entrada, por si el animal necesitaba salir, pero cuando la lluvia comenzó a caer con más fuerza, cerraron la solapa que cubría el respiradero. Se acurrucaron apenas acostarse, dándose mutuamente calor; pero ambos tuvieron dificultad para conciliar el sueño.

Ayla se sentía inquieta y dolorida, pero evitaba agitarse y revolverse demasiado, porque no quería incomodar a Jondalar. Escuchó el repiqueteo de la lluvia sobre la tienda, pero el sonido no la adormeció, como solía ser el caso, sino que hizo nacer en ella el deseo de que llegase la mañana para levantarse y salir.

Por su parte, Jondalar, calmada su inquietud tras haberle asegurado Ayla que Doni no le había concedido su bendición, comenzó a preocuparse de nuevo, y ahora se preguntaba si habría algo malo en él. Permaneció despierto pensando, preguntándose si su espíritu o la ausencia, cualquiera que ésta fuese, que Doni extraía de él, tenía fuerza suficiente, o si la Madre le habría perdonado sus indiscreciones juveniles y lo permitiría.

Tal vez era ella. Ayla decía que deseaba un hijo. Pero en vista de todo el tiempo que pasaban juntos, si Ayla no estaba embarazada, podía ser que no estuviese en condiciones de tener hijos. Serenio nunca había vuelto a tenerlos…, a menos que esperase un hijo cuando él se marchó… Mientras contemplaba la oscuridad del interior de la tienda, escuchando la lluvia, se preguntó si alguna de las mujeres que él había conocido habría dado a luz una criatura o si habrían nacido niños con sus mismos ojos azules.

Ayla trepaba sin descanso por una alta pared rocosa, similar al empinado sendero que conducía a su caverna del valle, pero el recorrido era mucho más largo, y tenía que darse prisa. Contempló el pequeño río que remolineaba en el recodo, pero no era un río. Era un salto de agua, y el líquido caía formando anchas bandas de espuma sobre los salientes de roca suavizados por el musgo verde y abundante.

Alzó la mirada, ¡y allí estaba Creb! Le hacía señas y trazaba el signo que significaba darse prisa. Se volvió, y también él comenzó a trepar, apoyándose pesadamente en su cayado, conduciéndola a una elevada repisa junto a la cascada, en dirección a una pequeña cueva practicada en una pared rocosa oculta por arbustos de almendros. Sobre la caverna, en la cima de un risco, había un ancho peñasco liso que se inclinaba sobre el borde, a punto de desplomarse.

De pronto, ella se encontró en las profundidades de la caverna y avanzaba por un corredor largo y estrecho. ¡Había luz! Una antorcha con su llama que hacía señas, y después otra, y a continuación retumbó el estrépito terrible de un terremoto. Un lobo aulló. Ayla sintió un vértigo porque su cuerpo giraba vertiginosamente, y entonces Creb se introdujo en el interior de su mente. «¡Sal!», ordenó. «¡Deprisa! ¡Sal ahora mismo!».

Se sentó sobresaltada, apartó de un solo golpe las pieles de dormir y se abalanzó sobre la abertura de la tienda.

—¡Ayla! ¿Qué sucede? —dijo Jondalar, cogiéndola.

De repente, se pudo ver un brillante relámpago a través del cuero de la tienda, y una luz cegadora alrededor de las costuras de la solapa del respiradero, así como en torno de la abertura de la entrada que había quedado entreabierta para Lobo. Siguió casi instantáneamente el estrépito de un estallido horrísono. Ayla gritó y Lobo aulló frente a la tienda.

—¡Ayla, Ayla! Todo está bien —dijo el hombre, abrazándola—. Es nada más que el rayo y el trueno.

—¡Tenemos que salir! Él dijo que nos diéramos prisa. ¡Que saliéramos ahora! —gritó Ayla, manoseando sus ropas.

—¿Quién lo dijo? No podemos salir de aquí. Está oscuro y llueve.

—Creb. En mi sueño. De nuevo tuve ese sueño. Con Creb. Él lo dijo. ¡Vamos, Jondalar! Démonos prisa.

—Ayla, cálmate. Sólo ha sido un sueño. Y probablemente la tormenta. Escúchame. Parece que allí hay una cascada. No querrás alejarte con esta lluvia. Esperemos hasta la mañana.

—¡Jondalar! Tengo que marcharme. Creb me dijo que lo hiciera, y no puedo soportar este lugar —dijo Ayla—. Por favor, Jondalar, date prisa.

Con la cara surcada de lágrimas, aunque ella ni siquiera se percataba de ello, comenzó a apilar las cosas en los canastos.

Jondalar decidió que sería lo más conveniente que él hiciera lo mismo. Era evidente que ella no estaba dispuesta a esperar hasta la mañana, y ahora él tampoco podría volver a dormir. Buscó sus ropas mientras Ayla abría la solapa de la entrada. La lluvia entró como si alguien la hubiese volcado con un recipiente. Ayla salió y lanzó un silbido agudo y prolongado. Siguió un alarido de Lobo a modo de respuesta. Después de esperar un momento, Ayla silbó de nuevo, y comenzó a arrancar del suelo las estacas de la tienda.

Oyó el ruido de los cascos de los caballos y gritó aliviada al verlos, aunque la sal de sus lágrimas se perdió en el diluvio de agua de lluvia. Extendió la mano hacia Whinney, la amiga que había venido a ayudarla, y abrazó el cuello sólido de la yegua completamente empapada. Notó entonces que ésta se estremecía asustada. El animal agitaba la cola y describía círculos nerviosos con pequeñas cabriolas; al mismo tiempo, volvía la cabeza y movía las orejas hacia delante y hacia atrás, tratando de descubrir e identificar la fuente de su propio miedo. Los temores de la yegua ayudaron a la mujer a dominar los suyos. Whinney la necesitaba. Habló al animal con dulce tono, acariciándolo y tratando de calmarlo, y después se dio cuenta de que Corredor se apretaba contra ellas, más asustado aún que su madre.

Ayla intentó que se serenara, pero el animal pronto comenzó a retroceder con pequeños botes. Dejó juntos a los dos caballos mientras se acercaba rápidamente a la tienda, en busca de los arneses y los canastos. Jondalar había enrollado las pieles de dormir y las había apilado en su canasto, antes de oír el ruido de los cascos, y ya tenía preparados los arneses y el cabestro de Corredor.

—Jondalar, los caballos están muy asustados —dijo Ayla al entrar en la tienda—. Creo que Corredor está a un paso de encabritarse. Whinney está calmándolo un poco, pero también ella está asustada, y él agrava el nerviosismo de la yegua.

Jondalar recogió el cabestro y salió. El viento y la lluvia torrencial le empaparon en pocos segundos y casi le derribaron. Llovía con tanta intensidad que se sintió como si hubiera estado de pie bajo una cascada. Era mucho peor de lo que había creído. Antes de que pasara mucho tiempo la tienda se empaparía, y la lluvia mojaría enseguida el cuero que cubría el suelo y las pieles de dormir. Se alegraba de que Ayla hubiese insistido en que se levantasen y partieran. Otro relámpago surcó el cielo, y vio que ella se esforzaba tratando de asegurar los canastos en los flancos de Whinney. El corcel bayo estaba a su lado.

—¡Corredor! ¡Corredor, ven aquí! ¡Vamos, Corredor! —gritó—. Un espantoso trueno retumbó en el aire y pareció que el cielo mismo se desplomaba. El joven corcel se encabritó y relinchó, y después comenzó a saltar y a girar en círculos desordenados. Se le revolvían los ojos en las órbitas, se le quedaban en blanco, las aletas de la nariz se agitaban, la cola golpeaba con violencia y las orejas se movían en todas direcciones, tratando de descubrir el origen de sus temores; pero éstos eran inexplicables y estaban por doquier, lo que le parecía terrorífico.

El hombre de elevada estatura se acercó al caballo con la intención de rodearle el cuello con sus brazos para aquietarlo y hablarle con el propósito de que se calmara. Existía un fuerte vínculo de confianza entre ellos, y las manos y la voz conocidas ejercían un efecto calmante. Jondalar consiguió ponerle el cabestro, y cuando aferró las cuerdas del arnés, tuvo la esperanza de que el próximo relámpago y el trueno que lo seguiría no resultaran tan enervantes.

Ayla acudió a buscar las últimas cosas que quedaban en el interior de la tienda. El lobo la seguía, aunque ella no había visto antes al animal. Cuando salió del refugio cónico de piel, Lobo aulló, comenzó a correr hacia el bosque de sauces, volvió deprisa y aulló de nuevo a Ayla.

—Nos vamos, Lobo —dijo ella, y dirigiéndose a Jondalar anunció—: Ya está vacío. ¡Deprisa! —Corrió hacia Whinney y metió en un canasto la carga que llevaba.

Ayla había contagiado su inquietud a Jondalar, quien temía que Corredor no soportase mucho tiempo más la situación. No se preocupó de desmontar la tienda. Arrancó las estacas de sostén pasándolas por el respiradero, desprendió la solapa, metió todo en un canasto, y después apiló encima los pesados cueros empapados. El inquieto caballo revolvió los ojos en las órbitas y retrocedió cuando Jondalar extendió la mano hacia la melena para ayudarse a montarlo. Aunque su maniobra fue un poco torpe, consiguió sentarse sobre el lomo del animal, y casi fue a parar al suelo cuando Corredor se encabritó. Sin embargo, rodeó con los brazos el cuello del corcel y consiguió sostenerse.

Ayla escuchó un prolongado alarido de Lobo y un extraño y profundo rugido cuando saltó a lomos de Whinney, y se volvió para ver a Jondalar que se mantenía encima del corcel encabritado. Apenas Corredor volvió a apoyar las patas en el suelo, ella se inclinó hacia delante y animó a Whinney. La yegua emprendió un rápido galope, como si alguien estuviese persiguiéndola, como si, al igual que Ayla, no pudiese esperar el momento de salir de allí. Lobo se lanzó también a la carrera entre los arbustos, y cuando Corredor y Jondalar comenzaron a correr detrás, a poca distancia, el rugido amenazador cobró más intensidad.

Whinney atravesó el bosque que cubría el fondo llano del valle, esquivando los árboles y saltando los obstáculos. Ayla mantenía la cabeza baja, y con los brazos rodeaba el cuello de su montura, permitiendo que la yegua encontrase su camino. No podía ver en medio de la oscuridad y la lluvia, pero adivinaba que se dirigía a la ladera que conducía a las estepas situadas en un plano más alto. De pronto, hubo otra llamarada de luz, que se difundió instantáneamente por todo el valle. Habían llegado al bosque de hayas y la pendiente no estaba lejos. Volvió los ojos hacia Jondalar y contuvo a duras penas una exclamación.

¡Detrás de Jondalar los árboles se movían! Antes de que la luz se extinguiese, varios pinos altos se inclinaron en una posición de equilibrio precario, y después todo volvió a oscurecerse. No había advertido que el retumbar era cada vez más intenso, hasta que trató de oír la caída de los árboles y comprendió que el tremendo ruido cubría el que hacían los árboles al caer. Incluso el estallido del trueno parecía disolverse en el horrísono rugido.

Estaban sobre una loma. El cambio en el paso de Whinney le dio a entender que estaban trepando, a pesar de que aún no podía ver nada. A lo sumo, podía confiar en el instinto de la yegua. Sintió que el animal resbalaba y que después recobraba la firmeza del paso. Un momento más tarde, salieron de los bosques y se encontraron en un claro. Ayla podía incluso ver a través de la lluvia las nubes deslizantes. Seguramente se encontraban en el prado de la loma donde habían pastado los caballos. Corredor y Jondalar se acercaron. También Jondalar abrazaba el cuello del caballo, aunque la oscuridad era demasiado densa para ver algo más que la forma de su silueta, una sombra oscura sobre negro.

Whinney estaba aminorando el paso y Ayla alcanzó a sentir la respiración agitada de la yegua. Los bosques que se elevaban en el lado opuesto del prado eran más ralos y Whinney ya no corría a un ritmo frenético, esquivando los árboles. Ayla se enderezó un poco, pero continuó manteniendo los brazos alrededor del cuello de su yegua. Corredor se había adelantado, llevado por su propia velocidad, pero pronto comenzó a marchar al paso y Whinney le alcanzó. La lluvia amainaba. Los árboles dejaban paso a los matorrales, a la hierba, y la pendiente se niveló cuando se abrieron ante ellos las estepas, en una oscuridad atenuada apenas por las nubes iluminadas por una luna invisible a través de una cortina de lluvia.

Se detuvieron y Ayla desmontó para permitir que Whinney descansara. Jondalar se reunió con ella y permanecieron el uno al lado del otro, tratando de ver el valle cubierto por las sombras. Hubo un relámpago, pero muy lejos, y el trueno llegó más tarde con un lento retumbar. Aturdidos, contemplaron la oscura depresión del valle, conscientes de que había sobrevenido una gran destrucción, a pesar de que no podían ver nada. Sabían que habían escapado por poco a un terrible desastre, pero aún no podían calcular sus efectos.

Ayla sintió un extraño escozor en el cuero cabelludo y oyó una débil crepitación. Arrugó la nariz para defenderse del olor acre del ozono; era un peculiar olor a quemado, pero no se relacionaba con el fuego; no era tan sencillo como eso. De pronto pensó que debía ser el olor de los fuegos que estallaban en el cielo. Entonces abrió los ojos, entre maravillada y temerosa, y en un instante de pánico se aferró a Jondalar. Un alto pino, que crecía en la misma ladera, pero más abajo, y que estaba protegido de los fuertes vientos por un saliente rocoso que se proyectaba sobre la estepa, resplandecía con una misteriosa luz azul.

Jondalar la abrazó, deseando protegerla, pero él sentía las mismas sensaciones y los mismos temores, y sabía que era incapaz de controlar aquellos fuegos ultraterrenos. A lo sumo, podía retener cerca a Ayla. Después, en una sobrecogedora exhibición, un rayo irregular y crepitante formó un arco traspasando las nubes, se bifurcó en una red de temibles dardos, y con un resplandor cegador, descendió y atravesó el alto pino, iluminando el valle y las estepas con la claridad del mediodía. Ayla se sobresaltó al oír el ruidoso estallido, tan intenso que los oídos le zumbaron, y se estremeció cuando el retumbar poderoso reverberó a través del cielo. En ese momento de luz vieron la destrucción a la que habían escapado por muy poco.

El verde valle estaba arrasado. El suelo del fondo era un torbellino denso y remolineante. Frente a ellos, sobre la pendiente más lejana, una avalancha de lodo había apilado una masa de peñascos y árboles caídos en medio del torrente de aguas turbulentas, y había dejado al desnudo una áspera cicatriz de tierra rojiza.

La causa del desencadenamiento torrencial fue un conjunto de circunstancias que podían considerarse normales. Había comenzado en las montañas, hacia el oeste, con las consiguientes depresiones atmosféricas sobre el mar interior; el aire tibio y cargado de humedad se había elevado y condensado para formar enormes nubes móviles, con su blanca superficie superior batida por el viento, nubes que permanecían aparentemente detenidas sobre las colinas rocosas. Este aire cálido había sido invadido por un frente frío, y la turbulencia de la combinación consiguiente había originado una tormenta de peculiar intensidad.

La lluvia había caído de los cielos oscurecidos, llenando las depresiones y los huecos que desembocaban en los arroyos, saltando sobre las rocas y confluyendo en cursos de agua que se desbordaban con frenética actividad. Con impulso cada vez mayor, las aguas tumultuosas, engrosadas por el diluvio permanente, habían descendido por las laderas empinadas de las colinas, derribado los obstáculos y confluido en diferentes cursos de agua, para unirse y formar murallas de fuerza arrolladora que destruían cuanto les salía al paso.

Cuando la rápida corriente alcanzó el barranco verde, saltó sobre la cascada, y con un rugido feroz, se tragó el valle entero; pero la depresión de exuberante y verde vegetación guardaba una sorpresa para las aguas irritadas. Durante toda aquella era, los grandes movimientos telúricos de la Tierra estaban levantando el suelo, elevando el nivel del pequeño mar interior que había al sur y abriendo pasos que comunicaban con un mar incluso más extenso y más al sur. En las décadas recientes, el movimiento ascendente había cerrado el valle, formando una cuenca poco profunda, la cual había sido colmada por el río, y esto había originado la formación de un pequeño lago detrás del dique natural. Pero pocos años antes se había abierto un desagüe, que drenaba el pequeño caudal de agua, dejando tras de sí humedad suficiente para permitir la formación de un valle boscoso en medio de las estepas secas.

Una segunda avalancha de lodo, a más distancia, sobre el curso inferior de la corriente, había vuelto a obstruir el canal de salida, de modo que la inundación, con sus aguas tumultuosas, se vio encerrada en los confines del valle y provocó un reflujo. Jondalar pensó que la escena que estaba contemplando a lo largo y a lo ancho del valle parecía una pesadilla. Apenas podía creer lo que veía. El valle entero era una masa salvaje, turbulenta y frenética de lodo y rocas, que iban y venían, destrozando los matorrales y arrancando de raíz árboles enteros, que se astillaban a causa de los golpes constantes.

Ningún ser vivo podía haberse salvado en aquel lugar, y Jondalar se estremeció al pensar en lo que habría sucedido si Ayla no hubiera despertado e insistido en alejarse. Dudaba que hubiesen podido salvarse sin los caballos. Miró en torno; los dos animales estaban quietos, las cabezas inclinadas, las patas separadas, y parecían tan exhaustos como era lógico que estuviesen. Lobo estaba junto a Ayla, y cuando vio que Jondalar le miraba, alzó la cabeza y aulló. El hombre tuvo un fugaz recuerdo de un aullido de lobo que turbó su sueño, un instante antes de que Ayla despertase.

Hubo otro relámpago centelleante, y al mismo tiempo que oía el sonido del trueno, Jondalar notó que Ayla se estremecía violentamente. Aún no estaban a salvo del peligro. Estaban mojados y sentían frío, todo estaba empapado, y, en medio de la llanura abierta y bajo una tormenta, Jondalar no sabía muy bien dónde hallarían refugio.