Capítulo 29

Attaroa se volvió bruscamente para ver quién había arrojado la lanza. En el extremo más lejano del campo que estaba inmediatamente al lado del campamento, vio una mujer que se acercaba, cabalgando en un caballo. La mujer tenía echada sobre la espalda la capucha de la chaqueta de piel; su cabello rubio oscuro y el pelaje amarillo leonado del caballo se asemejaban tanto que la temible aparición parecía realmente un solo ser. Attaroa se preguntó si la lanza habría sido arrojada por la mujer-caballo. Pero ¿cómo era posible arrojar una lanza desde esa distancia? Entonces vio que la mujer tenía otra lanza al alcance de la mano.

Un escalofrío de miedo recorrió el cuero cabelludo de Attaroa, la sensación de que los cabellos se le erizaban; pero el frío terror que experimentó en ese momento tenía poco que ver con algo tan material como una lanza. La aparición que ahora veía no era una mujer; de eso estaba segura. En un momento de súbita lucidez, comprendió la cabal e inexplicable atrocidad de sus perversos actos y percibió la figura que atravesaba el campo con una de las formas espirituales de la Madre, una munai, esta vez el espíritu vengador enviado a imponer castigo. En el fondo de su corazón, Attaroa casi le daba la bienvenida; sería un alivio que terminase la pesadilla de esta vida.

La jefa Attaroa no era la única que temía a la extraña mujer-caballo. Jondalar había intentado explicárselo, pero nadie le había creído. A nadie se le había ocurrido jamás pensar que un ser humano pudiera montar un caballo; incluso viéndola, era difícil creerlo. La súbita aparición de Ayla afectó a todos y cada uno. Para algunos era sólo una presencia intimidatoria, porque era extraño ver a una mujer montando un caballo, y porque, además, temían a lo desconocido; otros creían que su sobrecogedora aparición era un signo de un poder sobrenatural y experimentaron una profunda aprensión. Muchos la veían del mismo modo que Attaroa: su propia némesis personal, el reflejo de su propia conciencia frente a las fechorías cometidas. Alentados o forzados por Attaroa, más de uno había cometido terribles brutalidades o permitido y fomentado que se cometieran; por todo eso, en el silencio de la noche, sentían profunda vergüenza o temían el castigo.

También Jondalar pensó que Ayla había llegado del otro mundo para salvarle; estaba convencido de que si así lo deseaba podía lograrlo. La miró mientras ella se acercaba sin prisa y estudió atenta y afectuosamente cada detalle, deseando colmar su visión con una imagen que creyó que jamás volvería a ver: la mujer amada cabalgando en la yegua que él tan bien conocía. Tenía la cara sonrosada del frío y los mechones de cabello que habían escapado del cordel que los sostenía sobre la nuca se agitaban al viento. Cada vez que la mujer y el caballo exhalaban el aire, se formaban nubes de vapor tibio, lo que hizo que Jondalar cobrara de pronto conciencia de su propia carne desnuda y del castañeteo de sus dientes.

Ella llevaba puesto el cinturón sobre la chaqueta de piel y, colgada de un nudo, la daga fabricada con un colmillo de un mamut, que le había regalado Talut. El cuchillo de marfil que Jondalar había fabricado para ella también descansaba en su estuche; también alcanzó a ver la hachuela sostenida por el cinturón. Del lado opuesto colgaba el gastado saquito de piel de nutria con las medicinas.

Cabalgando con desenvuelta elegancia, Ayla parecía extrañamente segura y confiada, pero Jondalar adivinó que estaba tensa y preparada. Sostenía la honda con la mano derecha; Jondalar sabía con cuánta rapidez podía disparar desde esa posición. Con la mano izquierda, que sin duda retenía un par de piedras, Ayla sostenía una lanza, puesta en el lanzador y equilibrada en diagonal sobre la cruz de Whinney, desde la pierna derecha de Ayla a la paleta izquierda de la yegua. Había otras lanzas que sobresalían de un contenedor de paja entrelazada, precisamente detrás de la pierna de la joven.

A medida que se aproximaba, Ayla había observado la cara de Attaroa, que reflejaba las reacciones íntimas de la mujer, la aprensión, el temor y la desesperación de su momento de lucidez; pero cuando la mujer a caballo se acercó más, extrañas y perturbadoras sombras enturbiaron de nuevo la mente de Attaroa. La jefa entrecerró los ojos para observar a la mujer bella y después sonrió lentamente, una sonrisa de retorcida y calculadora malicia.

Ayla nunca había visto la locura, pero interpretó las expresiones inconscientes de Attaroa y comprendió que esa mujer, que amenazaba a Jondalar, era una persona de cuidado; era una hiena. La mujer que llegaba montada en Whinney había capturado muchos carnívoros y sabía que podían ser muy imprevisibles, pero sólo despreciaba a las hienas. Era la metáfora que destinaba a la gente de peor calaña y Attaroa era una hiena, una manifestación peligrosa y perversa del mal, alguien en quien jamás debía confiarse.

La mirada colérica de Ayla se concentró en la jefa de elevada estatura, aunque se cuidó de mantener vigilado a todo el grupo, incluidas las asombradas Lobas; y fue una suerte que procediera así. Cuando Whinney estaba a pocos metros de Attaroa, Ayla percibió por el rabillo del ojo un movimiento subrepticio a un costado. Con movimientos tan veloces que era difícil seguirlos, una piedra pasó a la honda, Ayla varió levemente su posición y disparó.

Epadoa lanzó un grito de dolor y se cogió el brazo, mientras su lanza caía al suelo helado. Ayla podría haberle fracturado un hueso de haberlo intentado, pero había apuntado intencionadamente al antebrazo de la mujer y moderado su propia fuerza. Incluso así, la jefa de las Lobas tendría que soportar durante algún tiempo una magulladura muy dolorosa.

—¡Attaroa, detén a las mujeres que portan lanza! —exigió Ayla.

Jondalar necesitó un momento para advertir que Ayla hablaba en una lengua extraña, ya que comprobó que había entendido el sentido. Después le desconcertó advertir que las palabras que Ayla decía eran en s’armunai. ¿Cómo podía Ayla conocer el s’armunai? Antes jamás lo había oído, ¿verdad?

También a la jefa le sorprendió oír a una total desconocida llamarla por su nombre, pero le impresionó aún más percibir la peculiaridad del habla de Ayla, que era como el acento de otra lengua y al mismo tiempo no lo era. Esa voz evocó en Attaroa sentimientos que casi había olvidado; el recuerdo sepultado de un conjunto de emociones, entre ellas el miedo, que le provocaron una inquietante desazón. Todo eso reforzó su convicción íntima de que la figura que se aproximaba no era simplemente una mujer que montaba un caballo.

Habían pasado muchos años desde que experimentó esos sentimientos. A Attaroa nunca le habían gustado las condiciones que inicialmente los originaron y le agradaba menos todavía que ahora se los recordasen. Todo eso le provocaba nerviosismo, inquietud y cólera. Deseaba rechazar el recuerdo. Tenía que desembarazarse de todo aquello, destruirlo completamente, de modo que jamás regresara. Pero ¿cómo? Miró a Ayla, montada en el caballo, y en ese instante llegó a la conclusión de que todo era culpa de la mujer rubia. Era ella quien le había hecho evocarlo todo, el recuerdo, los sentimientos. Si la mujer desaparecía —si se la destruía—, todo se disiparía y todo volvería a andar bien otra vez. Con su rápida aunque distorsionada inteligencia, Attaroa comenzó a planear el modo de destruir a la mujer. En su rostro se dibujó una sonrisa astuta y sinuosa.

—Bien, parece que el zelandonii, después de todo, nos dijo la verdad —afirmó—. Has llegado a tiempo. Creímos que estaba tratando de robar carne cuando apenas tenemos lo suficiente para nosotros. Entre los s’armunai, la pena con que se castiga el robo es la muerte. Nos contó cierta historia acerca de un viaje montado a caballo, pero, como puedes comprender, nos pareció increíble… —Attaroa advirtió que no se traducían sus palabras y se interrumpió—: ¡S’Armuna! No estás diciendo mis palabras —rezongó.

S’Armuna había estado mirando fijamente a Ayla. Recordó que una de las primeras cazadoras que había regresado con el grupo que transportaba al hombre había mencionado una temible visión que se le había presentado durante las cacerías y deseaba que S’Armuna se la interpretase. Habló de una mujer sentada en el lomo de uno de los caballos que corrían hacia el abismo; decía que esa mujer trataba de controlarla y que, finalmente, la había obligado a volver atrás. Cuando las cazadoras que traían la segunda carga de carne dijeron que habían visto a una mujer que se alejaba sobre un caballo, S’Armuna comenzó a cavilar acerca del significado de las extrañas visiones.

Muchas cosas habían estado preocupando a La Que Servía a la Madre durante algún tiempo, pero cuando el hombre a quien las cazadoras trajeron resultó ser un joven que parecía haberse materializado emergiendo del pasado de la propia hechicera, y relató una historia acerca de una mujer a caballo, el asunto la inquietó. Tenía que ser un signo, pero ella no había podido discernir su sentido. La idea había estado rondando por la mente de S’Armuna mientras ensayaba diferentes interpretaciones de la imagen recurrente. Una mujer que ahora, en efecto, entraba a caballo en el campamento confería al signo un alcance inusitado. Era la manifestación de una visión y el impacto que le produjo provocó en ella una profunda agitación. No había prestado mucha atención a Attaroa, pero una parte de S’Armuna había escuchado y ahora se apresuró a traducir al zelandoni las palabras de la jefa.

—La muerte de un cazador como castigo por haber cazado no es el estilo de la Gran Madre de Todos —dijo Ayla en zelandoni, después de escuchar la traducción, aunque había entendido el sesgo de la perorata de Attaroa. El s’armunai era tan parecido al mamutoi que podía comprender gran parte de lo que se hablaba y, además, había aprendido unas cuantas palabras; pero el zelandoni era más fácil y Ayla podía expresarse mejor en esa lengua—. La Madre recomienda a Sus hijos que compartan el alimento y ofrezcan hospitalidad a los visitantes.

Cuando la oyó hablar en zelandoni, S’Armuna advirtió la peculiaridad del habla de Ayla; aunque hablaba perfectamente la lengua, había algo…, pero ahora no tenía tiempo de pensar en eso. Attaroa esperaba.

—Por eso hemos establecido el castigo —explicó fluidamente Attaroa, aunque la cólera que ella pretendía controlar era evidente tanto para S’Armuna como para Ayla—. Previene el robo, de modo que haya suficiente para compartir. Pero una mujer como tú, tan eficaz con las armas, no puede comprender cuál era nuestra situación cuando ninguna mujer sabía cazar. El alimento escaseaba. Todos sufrimos.

—Pero la Gran Madre Tierra suministra sobrada carne para Sus hijos. No cabe duda de que las mujeres que viven aquí conocen los alimentos que crecen y pueden ser recolectados —dijo Ayla.

—¡Pero tuve que prohibir eso! Si les hubiese permitido que pasaran el tiempo recolectando, no habrían aprendido a cazar.

—Entonces, la escasez que padecisteis fue obra de vosotros mismos y la decisión de quienes te acompañaron. Eso no es motivo para matar a la gente que no conoce tus costumbres —dijo Ayla—. Has asumido el derecho que corresponde a la Madre. Ella llama a Sus hijos cuando Ella lo desea. No te corresponde a ti asumir Su autoridad.

—Todos los pueblos tienen costumbres y tradiciones que son importantes, y si se las infringe, algunos imponen el castigo de la muerte —dijo Attaroa.

Eso era bastante cierto; Ayla lo sabía por experiencia.

—Pero ¿por qué vuestra costumbre exige un castigo de muerte si alguien necesita comer? —dijo—. Las costumbres de la Madre priman sobre todas las demás costumbres. Ella impone que se comparta el alimento y se dé hospitalidad a los visitantes. Attaroa, eres… descortés y poco hospitalaria.

¡Descortés y poco hospitalaria! Jondalar trató de evitar una risa burlona. ¡Más bien era criminal e inhumana! Había estado observando y escuchando asombrado, y sonrió apreciativamente cuando oyó la declaración tan moderada de Ayla. Recordó la época en que ella ni siquiera podía comprender una broma y mucho menos proferir insultos sutiles.

Attaroa estaba visiblemente irritada; era todo lo que podía hacer para contenerse. Había sentido la punzada de la crítica «cortés» de Ayla. La había reprendido como si no fuera más que una niña; una niña desobediente. Habría preferido el poder implícito de ser calificada de perversa, una mujer poderosamente perversa, a quien había que respetar y temer mucho. La suavidad de las palabras la convertía en un ser más bien cómico. Attaroa advirtió la sonrisa de Jondalar y le miró malévola, segura de que todos los que asistían deseaban reírse con él. Se prometió que Jondalar lo lamentaría y también aquella mujer.

Ayla pareció acomodarse mejor en Whinney, pero en realidad había variado discretamente su posición para coger mejor el lanzador.

—Creo que Jondalar necesita sus ropas —siguió diciendo Ayla, y levantó un poco la lanza, de modo que se viese que la sostenía, aunque sin adoptar una actitud francamente amenazadora—. No olvides la chaqueta, la que estás usando. Y quizá deberías enviar a alguien a tu vivienda para recoger su cinturón, sus mitones, el saco de agua, el cuchillo y las herramientas que llevaba consigo.

Esperó a que S’Armuna tradujese.

Attaroa rechinó los dientes, pero sonrió, aunque sólo consiguió una mueca. Con un gesto de la cabeza hizo una señal a Epadoa. Con el brazo izquierdo, el que no estaba dolorido —Epadoa sabía que también tenía un hematoma en la pierna, en donde Jondalar le había asestado un puntapié—, la jefa de las Lobas de Attaroa recogió las ropas que habían arrancado con tanto esfuerzo al hombre y las dejó caer frente a él; después, entró en la amplia vivienda.

Mientras esperaban, de pronto la jefa habló, tratando de adoptar un tono cordial.

—Habéis viajado mucho, sin duda estáis cansados… ¿Cómo dijo que te llamas? ¿Ayla?

La mujer a caballo asintió, pues había comprendido bastante bien las palabras de Attaroa. Aquella jefa no prestaba atención a las presentaciones formales, advirtió Ayla; no era una mujer muy sutil.

—Puesto que atribuís tanta importancia a eso, me permitiréis que os ofrezca la hospitalidad de mi vivienda. Os alojaréis conmigo, ¿verdad?

Antes de que Ayla o Jondalar pudiesen contestar, S’Armuna habló.

—Creo que es la costumbre ofrecer a los visitantes un lugar con La Que Sirve a la Madre. Serán bienvenidos si desean compartir mi vivienda.

Mientras escuchaba a Attaroa y esperaba la traducción, el hombre tembloroso se puso los pantalones. Jondalar no había pensado mucho hasta entonces en el frío que sentía, porque su vida corría un peligro inmediato, pero ahora descubrió que tenía los dedos tan duros que se vio en dificultades para hacer los nudos con las cuerdas cortadas que sostenían sus calzones. Aunque estaba desgarrada, recibió agradecido una túnica, pero se detuvo un momento, sorprendido, cuando escuchó el ofrecimiento de S’Armuna. Cuando desvió la mirada, después de pasar la túnica sobre su cabeza, vio que Attaroa miraba hostilmente a la hechicera; después se sentó para ponerse el calzado y las polainas con la mayor rapidez posible.

Attaroa pensó: «Esa mujer tendría que oírme», pero se limitó a decir:

—Entonces, Ayla, me permitirás compartir el alimento contigo. Prepararemos un festín y vosotros seréis mis huéspedes de honor. Los dos —incluyó a Jondalar en su mirada—. Hace poco hemos realizado una caza con éxito, y no puedo permitir que os marchéis con tan mala opinión de mí.

Jondalar pensó que el intento de sonrisa cordial de Attaroa era ridículo, y por su parte no deseaba consumir el alimento de esa gente o permanecer un momento más en el campamento; pero antes de que pudiese manifestar su opinión, Ayla contestó.

—Attaroa, aceptamos complacidos tu hospitalidad. ¿Cuándo te propones organizar ese festín? Yo también querría traer algo, pero ya es tarde.

—Sí, es tarde —dijo Attaroa—, y yo también necesito preparar algunas cosas. El festín será mañana, pero, por supuesto, compartiréis esta noche nuestra sencilla colación.

—Debo preparar algo para contribuir al festín. Volveremos mañana —dijo Ayla. Y después agregó—: Attaroa, Jondalar necesita su chaqueta. Por supuesto, devolverá la «capa» que ha estado usando.

La mujer pasó la chaqueta sobre su cabeza y la entregó al hombre. Tenía el olor de Attaroa cuando él se la puso, pero, de todos modos, apreció la calidez. La sonrisa de Attaroa mostraba su entera perversidad mientras permanecía allí expuesta al frío, con su delgada prenda interior.

—¿Y el resto de las cosas? —le recordó Ayla.

Attaroa desvió la mirada hacia la entrada de su vivienda e hizo un gesto a la mujer que estaba allí plantada desde hacía un rato. Epadoa se apresuró a traer las cosas de Jondalar y las depositó en el suelo, a unos metros de distancia del hombre. No le hacía ninguna gracia devolver sus cosas a Jondalar. Attaroa le había prometido algunas. Sobre todo, deseaba el cuchillo. Nunca había visto uno tan bellamente trabajado.

Jondalar se ajustó el cinturón y después devolvió a sus lugares las herramientas y los objetos, casi sin creer que lo había recuperado todo. Había dudado de que volviese a ver los diferentes objetos. En realidad, había dudado de que jamás pudiera salir vivo de allí. Después, para sorpresa de los presentes, montó el caballo detrás de la mujer. Era un campamento que deseaba perder de vista cuanto antes. Ayla paseó la mirada de un extremo a otro del campamento, para asegurarse de que nadie intentaría impedirles la partida o arrojarles una lanza. Después obligó a volver grupas a Whinney y partió al galope.

—¡Seguidles! Los quiero de vuelta aquí. No escaparán tan fácilmente —rugió Attaroa a Epadoa, mientras entraba en su morada, temblando de frío.

Ayla mantuvo el galope de Whinney hasta que estuvieron a cierta distancia del campamento, descendiendo la ladera de la colina. Marcharon más lentamente cuando entraron en una faja boscosa del llano, cerca del río, y después retornaron por donde habían venido, en busca del campamento que Ayla había instalado y que, en realidad, estaba bastante cerca del poblado s’armunai. Cuando ya avanzaban a un paso más tranquilo de la yegua, Jondalar cobró conciencia de la cercanía de Ayla y sintió una gratitud tan abrumadora por estar con ella de nuevo que casi se quedó sin aliento. Rodeó con los brazos la cintura de Ayla y la sujetó, sintiendo los cabellos de la joven en su mejilla y respirando su aroma femenino, único y tibio.

—Estás aquí, conmigo. Es tan difícil creerlo. Temí que te hubieras ido y que estuvieras caminando en el otro mundo —dijo en voz baja—. ¡Agradezco mucho tenerte de nuevo!; no sé qué decir.

—Jondalar, te amo tanto… —replicó ella. Se inclinó hacia atrás, apretando aún más su cuerpo contra el pecho del hombre y sintiendo un gran alivio porque de nuevo estaban juntos. Su amor por él la colmaba y desbordaba—. Encontré una mancha de sangre, y mientras seguía el rastro, tratando de encontrarte, no sabía si estabas vivo o muerto. Cuando comprendí que te llevaban, pensé que debías estar vivo, pero tan herido que no podías caminar. Me inquieté mucho, porque no era fácil seguir el rastro y sabía que estaba rezagándome. Las cazadoras de Attaroa pueden andar muy rápido, aunque van a pie, y conocen el camino.

—Llegaste a tiempo. Era el momento oportuno. Un poco después hubiera sido demasiado tarde —confirmó Jondalar.

—No llegué en aquel momento.

—¿No? ¿Y cuándo llegaste?

—Inmediatamente después de la segunda carga de carne de caballo. Al principio estaba delante de la caravana, pero las que llevaban la primera carga me alcanzaron en el cruce del río. Felizmente vi a dos mujeres que salían al encuentro del grupo. Encontré un lugar donde ocultarme y esperé a que pasaran, y después las seguí; pero las cazadoras que traían la segunda carga de carne estaban más cerca de lo que yo calculaba. Creo que pudieron verme, por lo menos desde lejos. En ese momento yo montaba en Whinney y me alejé deprisa del rastro. Más tarde volví y las seguí otra vez, pero puse más cuidado, porque había un tercer cargamento.

—Eso explicaría la «conmoción» de la cual habló Ardemun. Ignoraba qué era, sólo sabía que todos estaban nerviosos y comentaban algo después de traer la segunda carga. Pero si ya habías llegado, ¿por qué esperaste tanto para sacarme de allí? —preguntó Jondalar.

—Tuve que vigilar mucho tiempo, esperando la oportunidad de sacarte de ese lugar cercado… ¿Cómo lo llaman? ¿El cercado?

Jondalar asintió.

—¿No temías que alguien te viese?

—He observado a verdaderos lobos en su madriguera; comparados con ellos, las Lobas de Attaroa son ruidosas y es fácil esquivarlas. Casi constantemente estuve tan cerca que oía sus conversaciones. Detrás del campamento hay un promontorio en la colina. Desde allí uno puede ver todo el poblado, y directamente el cercado. Detrás, si elevas la mirada, puedes ver tres grandes rocas blancas que forman una hilera, cerca de la cima.

—Las he visto. Ojalá hubiera sabido que estabas allí. Me habría sentido mejor cada vez que miraba esas piedras blancas.

—Oí a una pareja de mujeres que las denominaban las Tres Niñas, o quizá las Tres Hermanas —dijo Ayla.

—Lo llaman el Campamento de las Tres Hermanas —dijo Jondalar.

—Creo que todavía no conozco bien la lengua.

—Sabes más que yo. Creo que sorprendiste a Attaroa cuando le hablaste en su lengua.

—El s’armunai se parece tanto al mamutoi que es fácil conocer el sentido de las palabras —indicó Ayla.

—Nunca pensé en preguntar si las rocas blancas tenían nombre. Son una señal tan apropiada, que parece lógico que se les asigne un nombre.

—Toda la meseta es una buena señal. Puedes verla desde muy lejos. Desde cierta distancia parece un animal dormido, como tendido de costado. Ya verás que allí delante hay un lugar desde el cual se puede ver muy bien todo el panorama.

—Estoy seguro de que la colina también tiene nombre, sobre todo porque es un lugar muy conveniente para cazar; pero vi sólo una pequeña parte cuando asistimos a los funerales. Hubo dos desde que llegué aquí; la primera vez enterraron a tres jóvenes —dijo Jondalar, inclinando la cabeza para evitar la rama desnuda de un árbol.

—Te seguí en el segundo funeral —confesó Ayla—. Creí que podría salir a liberarte entonces, pero te vigilaban muy estrechamente. Y después encontraste el pedernal y comenzaste a enseñar a todos el modo de fabricar lanzavenablos —dijo Ayla—. Tenía que esperar el momento oportuno para sorprenderlos. Lamento haber tardado tanto.

—¿Cómo supiste lo del pedernal? Creíamos que éramos muy cuidadosos —dijo Jondalar.

—Estaba observándoos constantemente. Esas Lobas en realidad no son vigías muy eficaces. Tú lo habrías descubierto y encontrado el modo de liberarte por ti mismo, si no te hubieses distraído con el pedernal. Y, por lo demás, tampoco son muy buenas cazadoras —criticó Ayla.

—Cuando tienes en cuenta que al principio no sabían nada, hay que reconocer que no lo han hecho del todo mal. Attaroa dijo que no sabían usar las lanzas y por eso necesitaban perseguir a los animales —dijo Jondalar.

—Pierden el tiempo recorriendo toda la distancia que las separa del Río de la Gran Madre para empujar a los caballos y obligarlos a saltar al abismo, cuando podrían cazar mejor aquí mismo. Los animales que siguen el curso de este río tienen que cruzar un pasaje estrecho entre el agua y la meseta, y es fácil verlos llegar —dijo Ayla.

—Observé eso cuando fuimos al primer funeral. El lugar en que se enterraban los cadáveres sería un eficaz puesto de observación, y alguien estuvo haciendo señales con fuego desde la cima, aunque no sé si eso sucedió hace poco o mucho tiempo. Alcancé a ver los restos quemados de las grandes hogueras —comentó Jondalar.

—En lugar de construir cercados para encerrar a los hombres, podrían haber construido uno para guardar animales y empujarlos luego hacia allí, incluso sin necesidad de lanzas —dijo Ayla; después obligó a Whinney a detenerse—. Mira, ahí están. —Señaló la meseta de piedra caliza que se recortaba contra el horizonte.

—En efecto, parece un animal dormido; y mira, incluso puedes ver las tres piedras blancas, las Tres Hermanas —dijo Jondalar.

Cabalgaron un rato en silencio. Después, como si hubiera estado pensando en ello, Jondalar dijo:

—Si es tan fácil escapar del cercado, ¿por qué los hombres no lo lograron?

—No creo que lo hayan intentado realmente —dijo Ayla—. Tal vez por eso las mujeres ya no los vigilen tan de cerca. Pero muchas mujeres, incluso algunas cazadoras, no quieren que los hombres continúen allí. Sucede sencillamente que temen a Attaroa. —Ayla sofrenó al caballo—. Aquí estuvimos acampando —dijo.

Como para confirmar su observación, Corredor emitió un relincho de bienvenida cuando penetraron en un pequeño espacio limpio de matorrales. El joven corcel estaba bien atado a un árbol. Cada noche Ayla había organizado un campamento mínimo en el centro del bosquecillo, pero por la mañana cargaba todo sobre el lomo de Corredor, porque deseaba estar lista para salir inmediatamente si era necesario.

—¡Salvaste a los dos caballos de perecer al saltar por el risco! —dijo Jondalar—. No sabía si lo habías conseguido, y temía preguntar. La última imagen que recuerdo, antes de que me golpeasen, era que tú montabas en Corredor y tenías dificultad para controlarlo.

—Tenía que acostumbrarme a la rienda, eso es todo. El problema principal era el otro caballo, pero ahora ha muerto, y lo lamento. Whinney obedeció mi llamada apenas los animales cesaron de apartarla de mí —dijo Ayla.

Corredor se alegró mucho de ver a Jondalar. Inclinó la cabeza, después la alzó bruscamente en un gesto de saludo, y se habría acercado al hombre si no hubiese estado sujeto. El caballo, las orejas inclinadas hacia delante y la cola erguida, relinchó a Jondalar con ansiosa impaciencia cuando el hombre se aproximó. Después inclinó la cabeza para hocicar la mano del hombre. Jondalar saludó al caballo como a un amigo de quien creía haberse despedido para siempre, y lo abrazó, lo rascó, lo palmeó y habló con el animal.

Frunció el entrecejo cuando de pronto pensó en otra cosa, algo acerca de lo cual casi odiaba preguntar.

—¿Y Lobo?

Ayla sonrió y emitió un silbido poco conocido. Lobo salió bruscamente de los matorrales, tan alegre de ver a Jondalar que no podía mantenerse quieto. Corrió hacia él, meneó la cola, emitió un leve gañido y después saltó, apoyó las patas delanteras en los hombros de Jondalar y le lamió el mentón. Jondalar le cogió el cuello, como había visto hacer muchas veces a Ayla, y lo apretó un poco; después apretó su frente contra la cabeza del lobo.

—Antes nunca había hecho esto —dijo Jondalar, sorprendido.

—Te ha echado de menos. Creo que deseaba encontrarte, igual que yo, y no creo que hubiera podido seguirte la pista sin su ayuda. Estábamos bastante lejos del Río de la Gran Madre y había largos trechos de suelo seco y rocoso, sin huellas. Pero su olfato encontró la pista —dijo Ayla. Después ella también saludó a Lobo.

—Pero ¿estaba esperando ahí, entre esos matorrales? ¿Y no ha venido hasta que tú se lo has ordenado? Seguramente fue difícil enseñarle eso. Pero ¿cómo lo hiciste?

—Tuve que enseñarle a ocultarse, porque ignoraba quién podía venir aquí y no quería que se enterasen de su existencia. Esas mujeres comen carne de lobo.

—¿Quién come carne de lobo? —preguntó Jondalar, arrugando la nariz con repugnancia.

—Attaroa y sus cazadoras.

—¿Están tan hambrientas? —preguntó Jondalar.

—Quizá eso fue antes, pero ahora lo hacen como rito. Las vi una noche. Estaban iniciando a una nueva cazadora, convirtiendo a una joven en parte de su manada de Lobas. Mantienen el secreto frente a las otras mujeres y se alejan de las viviendas para ir a un lugar especial. Tenían un lobo vivo en una jaula y lo mataron, lo descuartizaron, lo cocieron y se lo comieron. Les gusta pensar que de ese modo reciben la fuerza y la astucia del lobo. Les iría mejor si se limitaran a observar a los lobos. Aprenderían más —dijo Ayla.

No era extraño que Ayla criticara tanto a las Lobas y sus habilidades como cazadoras, pensó Jondalar, y de pronto comprendió por qué su compañera no simpatizaba con esas mujeres. Sus ritos de iniciación amenazaban a su lobo.

—De modo que enseñaste a Lobo a mantenerse oculto hasta que tú le llamases. Ése es un silbido diferente, ¿verdad? —preguntó.

—Te lo enseñaré, pero incluso si él se esconde la mayor parte del tiempo cuando yo se lo digo, me preocupa su seguridad. También la de Whinney y Corredor. Los caballos y los lobos son los únicos animales a los que las mujeres de Attaroa matan —añadió, paseando la mirada sobre sus amados animales.

—Ayla, has aprendido mucho acerca de ellas —dijo Jondalar.

—Tuve que aprender todo lo posible para sacarte de allí —dijo Ayla—. Pero tal vez aprendí demasiado.

—¿Demasiado? ¿Cómo es posible que hayas aprendido demasiado?

—Cuando descubrí dónde estabas, sólo pensé en sacarte de ese lugar y después alejarnos de aquí cuanto antes; pero ahora no podemos irnos.

—¿Por qué dices que no podemos irnos? ¿Qué lo impide? —preguntó Jondalar, frunciendo el entrecejo.

—No podemos permitir que esos niños vivan en condiciones tan terribles, y tampoco los hombres. Tenemos que sacarlos de ese cercado —dijo Ayla.

Jondalar comenzó a inquietarse. Había visto antes esa expresión decidida.

—Ayla, es peligroso permanecer aquí, y no sólo para nosotros. Piensa que los dos caballos son blancos fáciles. No huyen de la gente. Y no querrás ver a Lobo cerca del cuello de Attaroa, ¿verdad? Yo también deseo ayudar a esa gente. He vivido en ese lugar y nadie debería verse obligado a vivir así, y menos que nadie los niños, pero ¿qué podemos hacer? Somos tan sólo dos personas.

Jondalar deseaba realmente ayudar a aquella gente, pero temía que, si continuaban allí, Attaroa podría domar a Ayla. Creía que la había perdido, y ahora que de nuevo estaban reunidos, temía que, en caso de permanecer, acabase perdiéndola realmente. Trataba de encontrar un motivo sólido para convencerla de que se marcharan.

—No estamos solos. No sólo nosotros deseamos cambiar las cosas. Tenemos que hallar el modo de ayudarles —dijo Ayla; después hizo una pausa y pensó—. Creo que S’Armuna desea que regresemos…, por eso ofreció su hospitalidad. Debemos ir mañana a ese festín.

—Attaroa ha empleado antes el veneno. Si regresamos allí, quizá jamás nos marchemos —advirtió Jondalar—. Sabes que te odia.

—Lo sé, pero, de todos modos, debemos regresar. Por los niños. No comeremos más que lo que yo lleve, y sólo si no lo perdemos de vista. ¿Crees que deberíamos cambiar de lugar el campamento o permanecer aquí? —preguntó Ayla—. Tengo mucho que hacer antes de mañana.

—No creo que trasladarnos nos ayude. Sencillamente, nos seguirán la pista. Por eso tendríamos que irnos ahora —dijo Jondalar, cogiendo a Ayla por los brazos. La miró en los ojos, concentrando la atención como si intentase obligarla a cambiar de idea. Finalmente, se desprendió de ella, consciente de que Ayla no se marcharía y de que él se quedaría a ayudarla. En el fondo de su corazón era lo que Jondalar deseaba hacer, pero tenía que convencerse de que no podía persuadirla de lo contrario. Se prometió que no permitiría que nada la perjudicase.

—Está bien —dijo—. Dije a los hombres que tú jamás soportarías que tratasen así a un ser humano. No pienso que me hayan creído, pero necesitaremos ayuda para sacarlos de su encierro. Reconozco que me sorprendió escuchar a S’Armuna cuando sugirió que nos alojáramos con ella —admitió Jondalar—. No creo que adopte esa actitud con mucha frecuencia. Su morada es pequeña y se encuentra en un lugar incómodo. No suele recibir visitantes, pero ¿por qué crees que desea que retornemos?

—Porque interrumpió a Attaroa para invitarnos. Y no creo que la jefa se sienta muy complacida con la actitud de S’Armuna. Jondalar, ¿confías en ella?

El hombre reflexionó un momento.

—No lo sé. Confío en ella más que en Attaroa, pero supongo que eso no significa mucho. ¿Sabías que S’Armuna conoció a mi madre? Vivía con la Novena Caverna cuando era joven, y las dos eran amigas.

—Por eso habla tan bien tu lengua. Pero si conoce a tu madre, ¿por qué no te ayudó?

—Yo también me lo he preguntado. Quizá no quería hacerlo. Creo que algo sucedió entre ella y Marthona. No recuerdo que mi madre mencionara jamás que conocía a alguien que había ido a vivir con ella cuando era joven. Pero tengo cierto presentimiento acerca de S’Armuna. Curó mi herida, y aunque eso es más de lo que ha hecho por la mayoría de los hombres, creo que desea hacer más todavía. Y no me parece que Attaroa lo permita.

Retiraron la carga de Corredor y organizaron el campamento, si bien ambos se sentían inquietos. Jondalar encendió el fuego mientras Ayla comenzaba a preparar comida para ambos. Comenzó con las raciones que generalmente calculaba para los dos, pero después recordó lo poco que comían los hombres del cercado y decidió aumentar la cantidad. Una vez que él comenzara a comer de nuevo, sentiría mayor apetito.

Jondalar se acurrucó cerca del fuego un rato, después que consiguió encenderlo bien, observando a la mujer amada. Después se acercó a ella.

—Antes de que estés demasiado atareada, mujer —dijo, tomándola en sus brazos—, he saludado a un caballo y a un lobo, pero aún no he saludado a lo que es más importante para mí.

Ella sonrió del modo que siempre suscitaba un cálido sentimiento de amor y ternura.

—Nunca estoy demasiado atareada para ti —dijo.

Él se inclinó para besar los labios de Ayla, al principio lentamente, pero después, todo el miedo y la angustia que había experimentado ante la posibilidad de perderla le abrumaron de pronto.

—Temí no verte nunca más. Pensé que habías muerto. —La voz se le quebró con un sollozo de tensión y alivio cuando la apretó contra su cuerpo—. Nada de lo que Attaroa podría haberme hecho hubiera sido peor que perderte.

La sostuvo con tanta fuerza que apenas podía respirar, pero no deseaba que la soltara. Le besó la boca y después el cuello, y comenzó a explorar el cuerpo conocido con sus manos sabias.

—Jondalar, estoy segura de que Epadoa viene siguiéndonos…

El hombre se apartó un poco y recuperó el aliento.

—Tienes razón, éste no es el momento apropiado. Seríamos demasiado vulnerables si cayese sobre nosotros. —Él hubiera debido prever esa situación. Sintió la necesidad de explicarse—. Sucede que…, pensé que no volvería a verte. Estar aquí contigo es como un don de la Madre, y…, bien…, sentí el impulso de honrarla.

Ayla le abrazó, deseando que Jondalar supiera que ella sentía lo mismo. Pensó de pronto que nunca había visto que él intentase explicar por qué la deseaba. Aunque ella no necesitaba una explicación. En todo caso, ella necesitaba poco para olvidar el peligro en que estaba y para entregarse a su propio deseo. Después, cuando sintió que se acentuaba la atracción que aquel hombre ejercía sobre ella, reconsideró la situación.

—Jondalar… —El tono de su voz atrajo la atención de Jondalar—. Pensándolo bien, probablemente llevamos mucha ventaja a Epadoa; necesitará un buen rato para llegar hasta aquí… y Lobo nos avisará…

Jondalar la miró y comenzó a percibir lo que ella sugería; su gesto de preocupación se convirtió poco a poco en una sonrisa y sus atractivos ojos azules expresaron su deseo y su amor.

—Ayla, mujer, mi bella y amante mujer —dijo, con la voz ronca a causa del deseo.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez y Jondalar estaba dispuesto, pero se tomó el tiempo necesario para besarla lenta y apasionadamente. Sintió que los labios de Ayla se entreabrían para dar acceso a su boca tibia; eso alentó su pensamiento hacia otros labios que se entreabrían y otras aberturas húmedas y tibias, de tal forma que sintió anticipadamente los impulsos de su propia virilidad. Sería bastante difícil abstenerse de darle placeres.

Ayla le abrazó con fuerza y cerró los ojos para pensar únicamente en la boca de Jondalar sobre la que ella le ofrecía y en su lengua, que la exploraba lentamente. Sintió el calor turgente de Jondalar presionando sobre el cuerpo femenino, y su respuesta fue tan inmediata como la del hombre; un ansia tan intensa que no quiso esperar. Deseaba estar más cerca de él, estar tan cerca como sólo es posible sintiéndola en su interior. Manteniendo sus labios sobre los de Jondalar, deslizó los brazos hacia abajo, desde el cuello, para desatar el cierre de sus propios calzones de piel. Los dejó caer al suelo y después buscó los cordeles que sostenían los pantalones de Jondalar.

Jondalar sintió que ella manipulaba los nudos que él había tenido que atar con los cordeles de cuero cortados. Se enderezó, separándose de Ayla, sonrió en los ojos que tenían el color gris azulado de cierto pedernal de buena calidad, desenfundó el cuchillo y cortó de nuevo los lazos. De todos modos, tendría que reemplazarlos. Ella también sonrió; después sostuvo su propia prenda el tiempo suficiente para avanzar unos pasos sobre las pieles de dormir y, finalmente, cayó sobre ellas. Jondalar la siguió mientras Ayla desataba su calzado y, después, el del propio Jondalar.

De costado, volvieron a besarse; Jondalar deslizó la mano bajo el chaquetón de piel de la túnica en busca del seno firme. Sintió que el pezón se endurecía en su palma y después levantó las gruesas prendas para desnudar el seductor extremo. El pezón se contrajo con el frío hasta que él lo introdujo en su boca. Después se entibió, pero no se relajó. Como no deseaba esperar, ella se puso de espaldas, atrayendo a Jondalar sobre su propio cuerpo y se abrió para recibirle.

Con un sentimiento de alegría, porque ella estaba tan preparada como él, Jondalar se arrodilló entre los muslos tibios y dirigió su miembro ansioso hacia el pozo profundo. La húmeda tibieza de Ayla lo envolvió, acariciando la plenitud de Jondalar mientras él penetraba en la profundidad con un gimiente suspiro de placer.

Ayla lo sintió en su interior, penetrando profundamente, y lo acercó más al núcleo de su propio ser. Se permitió olvidarlo todo, excepto la calidez del hombre que la colmaba mientras ella se arqueaba para recibirle mejor. Sintió que él se retiraba un poco, acariciándola íntimamente, y después la llenaba otra vez. Con un grito expresó su bienvenida y su placer mientras el largo vástago de Jondalar se retiraba y penetraba de nuevo, en la posición exacta, de modo que, cada vez que él penetraba, su virilidad frotaba el pequeño centro de placer de Ayla, transmitiendo excitantes sacudidas a través de todo el cuerpo femenino.

Jondalar se acercaba deprisa al final; durante un momento temió que la urgencia fuese excesiva, pero no hubiera podido contenerse aunque lo intentara, y esta vez no lo intentó. Se permitió avanzar y retirarse según lo imponía su necesidad, y sintió la disposición de Ayla en el ritmo del movimiento de la joven, que se acompasaba al de Jondalar, cada vez más veloz. De pronto, abrumadoramente, él llegó a la culminación.

Con una intensidad pareja a la de Jondalar, ella estaba preparada. Murmuró:

—Ahora, ¡oh!, ahora —mientras se esforzaba por llegar al mismo tiempo. El modo en que ella le alentó fue una sorpresa. No lo había hecho antes, pero tuvo un efecto inmediato. Con el impulso siguiente, la erección de Jondalar alcanzó la fuerza de una erupción convulsiva y estalló en una explosión de liberación y placer. Ella iba ligeramente retrasada y, con un grito de placer exquisito, culminó un momento después. Unos pocos movimientos más y ambos se calmaron.

Aunque todo terminó rápidamente, el momento había sido tan intenso que la mujer necesitó un rato para bajar de la cima a la que había llegado. Cuando Jondalar pensó que su peso sobre ella era excesivo, rodó a un costado y se desprendió; Ayla experimentó un inexplicable sentimiento de vacío y el deseo de permanecer más tiempo unidos. En cierto modo, él la completaba, y la comprensión cabal de lo mucho que ella había temido por Jondalar y echado de menos su presencia la afectó de un modo tan acerbo que sintió que las lágrimas afluían a sus ojos.

Jondalar vio una gota de agua transparente que descendía por la comisura externa del ojo de Ayla y por su mejilla y llegaba a su oreja. Se incorporó un poco y la miró.

—¿Qué sucede, Ayla?

—Me siento tan feliz de estar contigo —dijo ella, y otra lágrima afloró y se estremeció sobre el borde de su ojo, antes de derramarse.

Jondalar la tocó con un dedo y se llevó a los labios la gota salada.

—Si eres feliz, ¿por qué lloras? —dijo, aunque sabía la respuesta.

Ella meneó la cabeza, incapaz de hablar en ese momento. Jondalar sonrió con la conciencia de que ella compartía sus intensos sentimientos de alivio y gratitud porque ahora estaban de nuevo juntos. Se inclinó para besarle los ojos y la mejilla y, finalmente, su bella boca sonriente.

—Yo también te amo —murmuró al oído de Ayla.

Sintió un débil movimiento de su virilidad y sintió el deseo de empezar de nuevo; pero no era el momento. Seguramente Epadoa les seguía el rastro y, más tarde o más temprano, los encontraría.

—Hay un arroyo cerca —dijo Ayla—. Necesito lavarme y también podría traer agua.

—Iré contigo —dijo el hombre, porque aún deseaba estar cerca de Ayla, porque además sentía un impulso protector.

Recogieron sus prendas y las botas y después los recipientes para el agua; se acercaron a un arroyo bastante ancho, casi cubierto por el hielo, que dejaba correr el agua sólo en un pequeño sector central. Jondalar se estremeció al recibir el impacto del agua helada y admitió que se lavaba sólo porque ella lo hacía. Hubiera preferido que el cuerpo se le secara en la tibieza de sus ropas. Pero si ella tenía la más mínima oportunidad, incluso con el agua más fría, siempre se lavaba. Jondalar sabía que era un rito que su madrastra del clan le había enseñado, aunque ahora invocaba a la Madre con palabras murmuradas en mamutoi.

Llenaron los recipientes de agua, y mientras regresaban a su campamento, Ayla rememoró la escena que había presenciado poco antes de que cortara la primera vez las ataduras de Jondalar.

—¿Por qué no te acoplaste con Attaroa? —preguntó—. Heriste su orgullo en presencia de su pueblo.

—Yo también tengo orgullo. Nadie me obligará a compartir el don de la Madre. Y, además, no habría cambiado nada. Estoy seguro de que su intención siempre había sido la de convertirme en blanco de sus lanzas. Pero ahora creo que tú eres quien debe andarse con cuidado. «Descortés y poco hospitalaria»… —sonrió; después adoptó una expresión más grave—. Te odia, y tú lo sabes. Si se le ofrece la oportunidad, nos matará.