Capítulo 41

Después de compartir la comida, las dos parejas se prepararon para seguir cada una su propio camino. Cuando Guban y Yorga estuvieron listos, se limitaron a mirar un momento a Jondalar y Ayla, evitando al lobo y a los dos caballos cargados de bultos. Después, apoyándose en las muletas, Guban empezó a alejarse. Yorga caminó detrás.

No hubo adioses ni agradecimientos; tales conceptos eran ajenos al pueblo del clan. No era normal comentar una partida; era un acto evidente, y los gestos de ayuda o bondad, sobre todo de los parientes, parecían naturales. Las obligaciones aceptadas no requerían agradecimientos, sólo reciprocidad, si se hacía necesario. Ayla sabía cuán difícil podía ser que Guban cediese a la necesidad de demostrar reciprocidad. De acuerdo con el concepto del propio Guban, les debía más de lo que jamás podría pagar. Le habían dado más que la vida; le habían proporcionado la posibilidad de conservar su posición, su jerarquía, que para él significaba más que el mero hecho de estar vivo; sobre todo si eso significaba vivir como un inválido.

—Ojalá no tengáis que andar mucho camino. Recorrer una distancia larga con esas muletas no es fácil —dijo Jondalar—. Espero que lo consigas.

—Lo conseguirá —dijo Ayla—, por muy lejos que sea. Incluso sin las muletas, se las ingeniaría para regresar, aunque tuviera que arrastrarse todo el camino. No te preocupes, Jondalar. Guban es un hombre del clan. Lo conseguirá… o perecerá en el intento.

Jondalar frunció el entrecejo en una expresión pensativa. Vio que Ayla recogía la rienda de Whinney; después meneó la cabeza y buscó la de Corredor. A pesar de las dificultades que Guban tendría que afrontar, Jondalar tenía que reconocer que le alegraba que hubiese rechazado su ofrecimiento de cabalgar para volver al clan. Ya habían perdido demasiado tiempo.

Cuando salieron del campamento, continuaron cabalgando a través de los bosques abiertos, hasta que llegaron a un lugar elevado. Allí se detuvieron y pasearon la mirada sobre el camino que habían recorrido. Los altos pinos, que se elevaban rectos como centinelas, protegían durante un largo trecho las orillas del Río de la Madre; una columna serpenteante de árboles se desgajaba de la legión de coníferas que podían ver más abajo y que se extendía por los flancos de las montañas que se aproximaban desde el sur.

Al frente, la pendiente, cuesta arriba, se alisó temporalmente, y una prolongación del bosque de pinos, que partía del río, atravesó un pequeño valle. Desmontaron para guiar a los caballos a través del denso bosque, y penetraron en un espacio penumbroso, de profundo y sobrecogedor silencio. Los troncos rectos y oscuros sostenían un dosel bajo formado por muchas ramas que terminaban en agujas bajas que bloqueaban el paso de la luz del sol y reducían el crecimiento de los matorrales y los arbustos. Una capa de agujas pardas, que se había acumulado a lo largo de siglos, amortiguaba el ruido de los pasos y los cascos.

Ayla vio un grupo de setas en la base de un árbol y se arrodilló para examinarlas. Estaban completamente congeladas, atacadas por una súbita helada durante el otoño anterior. Pero la nieve no había llegado allí para dar testimonio de la nueva temporada. Era como si el tiempo de la cosecha se hubiese detenido y mantenido en suspenso, preservado en la foresta todavía fría. Lobo apareció junto a Ayla y acercó el hocico a la mano sin guante. Ella le frotó la cabeza, vio el vapor que se desprendía de sus fauces, después el que ella misma exhalaba y tuvo la fugaz impresión de que el pequeño grupo de viajeros representaba los únicos seres vivientes.

Sobre el extremo más lejano del valle, la ladera ascendía bruscamente y aparecían los relucientes abetos plateados, que contrastaban con el majestuoso verde oscuro de los pinos. Los pinos de agujas largas estaban representados por ejemplares cada vez más achaparrados a medida que aumentaba la altura, y finalmente desaparecían, dejando al abeto y al pino común que continuaran la marcha junto al curso medio de la Madre.

Mientras cabalgaba, los pensamientos de Jondalar retornaban a la gente del clan que habían conocido poco antes; nunca podría volver a pensar en ellos de otro modo que como personas. Necesito convencer a mi hermano. Quizá él podría tratar de relacionarse con esta gente, si todavía es el líder. Cuando se detuvieron a descansar y a preparar una infusión, Jondalar expresó en voz alta sus pensamientos.

—Cuando lleguemos a casa, hablaré con Joharran acerca de la gente del clan, Ayla. Si otras personas pueden traficar con ellos, también podremos hacerlo nosotros; él debería enterarse de que están reuniéndose con clanes lejanos para discutir los problemas que se suscitan con nosotros —dijo Jondalar—. Esto podría crear dificultades y no quisiera combatir contra hombres como Guban.

—No creo que haya ninguna prisa. Tendrá que pasar mucho tiempo antes de que adopten decisiones. Para ellos, los cambios son difíciles —explicó Ayla.

—¿Qué me dices del intercambio? ¿Te parece que estarían dispuestos a iniciarlo?

—Creo que Guban se mostraría más dispuesto que la mayoría. Le interesa saber más de nosotros y mostró buena voluntad para probar las muletas, aunque debo reconocer que no aceptó usar los caballos. Que haya llevado a su hogar a una mujer tan poco común, traída de un clan lejano, revela también algo de su personalidad. En eso corrió cierto riesgo, si bien debe tenerse en cuenta que ella es hermosa.

—¿La crees hermosa?

—¿No piensas lo mismo?

—En todo caso, comprendo por qué a Guban le parece que es hermosa —dijo Jondalar.

—Creo que lo que un hombre considera bello depende de su propio carácter —dijo Ayla.

—Sí, y opino que tú eres hermosa.

Ayla sonrió, y él se sintió aún más convencido de su belleza.

—Me alegro de que pienses así.

—Ya sabes que es cierto. ¿Recuerdas toda la atención que te dispensaron en la Ceremonia de la Madre? ¿Te he dicho alguna vez cuánto me alegró que me eligieses? —preguntó Jondalar, sonriendo al recordar el episodio.

Ayla recordó algo que él había dicho a Guban.

—Bien, te pertenezco, ¿verdad? —dijo, y después sonrió—. Me alegro de que no conozcas del todo bien el lenguaje del clan. Guban habría advertido que no estabas diciendo la verdad cuando afirmaste que yo era tu compañera.

—No, no lo habría advertido. Todavía no hemos tenido una Ceremonia Matrimonial, pero en mi corazón estamos unidos. No fue una mentira —dijo Jondalar.

Ayla se sintió conmovida.

—Yo también siento lo mismo —agregó en voz baja, mirando al suelo porque deseaba demostrar deferencia hacia los sentimientos que la colmaban—. Siento eso mismo desde que estábamos en el valle.

Jondalar experimentó un impulso de amor tan intenso que creyó que estallaría. La buscó y la abrazó, sintiendo en ese momento, con esas pocas palabras, que había pasado por una Ceremonia de Unión. No importaba si alguna vez participaba en una ceremonia aceptada por su pueblo. Intervendría en eso para complacer a Ayla, pero no lo necesitaba. Sólo necesitaba volver sano y salvo a su hogar.

Una súbita ráfaga de viento provocó una sensación de frío en Jondalar, disipando el flujo de calor que había sentido, dejándole en un estado de extraña ambivalencia. Se levantó y, apartándose del calor del pequeño fuego, respiró hondo. Quedó anhelante, cuando el aire muy frío y muy seco le llenó los pulmones. Se cubrió con la capucha de piel y se la apretó contra la cara para permitir que su cuerpo caliente entiviase el aire que respiraba. Aunque lo que menos deseaba sentir era un viento tibio, comprendió que ese frío tan intenso era sumamente peligroso.

Al norte del lugar en que estaban, el gran glaciar continental se prolongaba hacia el sur, como si se esforzara para abarcar con su abrazo helado y abrumador las hermosas montañas gélidas. En ese momento estaban en la región más frígida de la tierra, entre las relucientes elevaciones de las montañas y el inmenso hielo septentrional; y como si eso no fuera suficiente, se hallaban en lo más profundo del invierno. Los glaciares, ansiosos de humedad, secaban el aire mismo y atrapaban codiciosos hasta la última gota de agua para agrandar su masa gigantesca que aplastaba el lecho de piedra y almacenaba reservas para soportar el ataque del calor estival.

La batalla por el control de la Gran Madre Tierra entre el frío glaciar y el calor que venía a derretir el hielo estaba casi en un punto muerto, pero la marea comenzaba a cambiar; el glaciar ganaba terreno. Protagonizaría un avance más, y alcanzaría el extremo más meridional, antes de retroceder hacia las superficies polares. Pero incluso allí estaría esperando una nueva oportunidad.

Mientras continuaban ganando altura, cada momento parecía más frío que el anterior. La creciente elevación les acercaba inexorablemente a la cita con el hielo. Los caballos tropezaban con dificultades cada vez mayores para conseguir forraje. El pasto amustiado cerca del río de hielo sólido se achataba contra el suelo helado. La única nieve estaba formada por granos punzantes, duros y secos, impulsados por el fuerte viento.

Cabalgaban en silencio, pero después de organizar el campamento y de acurrucarse en la tienda para darse calor, comenzaron a conversar.

—Yorga tiene unos hermosos cabellos —dijo Ayla, arrebujándose bajo las pieles.

—Sí, así es —dijo Jondalar, con sincera convicción.

—Ojalá los hubiese visto Iza o algún otro del Clan de Brun. Siempre opinaban que mis cabellos eran extraños, a pesar de que Iza decía que eran mi rasgo más atractivo. Solía ser bastante claro, como el suyo, pero ahora se ha oscurecido.

—Ayla, me encanta el color de tus cabellos y cómo desciende en ondas cuando lo sueltas —comentó Jondalar, que tocó un mechón cerca de la cara de la joven.

—No sabía que la gente del clan vivía tan lejos de la península.

Jondalar adivinó que la mente de Ayla no estaba centrada en el cabello o en nada cercano y personal. Estaba pensando en la gente del clan, lo mismo que él había hecho antes.

—Sin embargo, Guban parece distinto. Se diría que…, no sé, es difícil explicarlo. Tiene el entrecejo más grueso, la nariz más grande, la cara está más… acentuada. Todo en él parece más… exagerado, en una palabra, más clan. Creo que incluso es más musculoso que Brun. Y me pareció que el frío no le molestaba tanto. Tenía la piel tibia al tacto a pesar de que estaba acostado en el suelo helado y el corazón le latía más rápido.

—Quizá se han acostumbrado al frío. Laduni dijo que muchos viven al norte de este lugar y que en esa región casi nunca hace calor, ni siquiera en verano —dijo Jondalar.

—Tal vez tengas razón. De todos modos, piensan de manera semejante. ¿Por qué dijiste a Guban que estabas pagando una deuda de parentesco con el clan? Fue el mejor argumento que pudiste esgrimir.

—No sé muy bien por qué lo dije. Sin embargo, es cierto. En efecto, debo mi vida al clan. Si ellos no te hubiesen recogido, no estarías viva, y tampoco lo estaría yo.

—Y al regalarle ese diente del oso de las cavernas, no pudiste haber imaginado un símbolo mejor. Jondalar, has comprendido muy rápidamente las costumbres del pueblo del clan.

—No son tan diferentes. Los zelandonii también prestan mucha atención a las obligaciones. Las obligaciones que quedan insatisfechas cuando te vas al otro mundo pueden otorgar al acreedor cierto control sobre tu espíritu. Y he oído decir que algunos de Los Que Sirven a la Madre tratan de mantener endeudada a la gente, para controlar sus espíritus; pero probablemente sea mera palabrería. Que la gente diga ciertas cosas no significa que sean ciertas —concluyó el hombre.

—Guban cree que su espíritu y el tuyo están ahora entrelazados en esta vida y en la otra. Una parte de tu espíritu estará con él, del mismo modo que una parte del suyo siempre estará contigo. Por eso le vimos tan preocupado. Perdió esa parte cuando le salvaste la vida, pero tú se la devolviste, de modo que no queda ningún vacío, nada os falta.

—No fui el único que le salvó la vida. Tú hiciste lo mismo, e incluso más.

—Pero soy mujer, y una mujer del clan no es lo mismo que un hombre del clan. No es un intercambio parejo, porque uno no puede hacer lo que el otro hace. No cuenta con los recuerdos necesarios para ello.

—Pero tú le curaste la pierna y se la arreglaste de forma que pudiera regresar.

—De todos modos, habría regresado; eso no me inquietaba. Yo temía que la pierna no curase bien. En ese caso, no podría cazar.

—¿Es tan grave verse imposibilitado para cazar? ¿No podía hacer otra cosa? ¿Como esos jovencitos s’armunai?

—La categoría de un hombre del clan depende de su capacidad para cazar, y para él su jerarquía es más importante que la vida. Guban tiene responsabilidades. Hay dos mujeres en su hogar. Su primera mujer tiene dos hijas y Yorga está embarazada. Él prometió cuidarlos a todos.

—¿Y si no puede? —preguntó Jondalar—. ¿Qué les sucederá?

—No morirán de hambre, el clan se encargará de ellos, pero la jerarquía de esa gente, el modo de vivir, el alimento y las ropas, el respeto que merecen depende de la jerarquía de Guban. Y él perdería a Yorga. Es joven y hermosa, y otro hombre se alegraría de recibirla; pero si ella tiene el varón que Guban siempre deseó, se lo llevará consigo.

—¿Qué sucede cuando él envejece tanto que no puede cazar?

—Un viejo puede retirarse lentamente, con elegancia, de la caza. Quizá vaya a vivir con los hijos de su compañera o con las hijas si aún viven en el mismo clan, y así no será una carga para todos. Zoug adquirió habilidad con una honda y de ese modo aún podía contribuir, e incluso el consejo de Dorv todavía era apreciado, y eso que apenas veía. Pero Guban es un hombre en la flor de la edad, y un jefe. Perder todo eso de golpe le descorazonaría.

Jondalar asintió.

—Creo que lo entiendo. La imposibilidad de cazar no me molestaría tanto a mí. Pero lamentaría profundamente que me sucediese algo y no pudiera trabajar más el pedernal. —Hizo una pausa para reflexionar, y después dijo—: Ayla, has hecho mucho por él. Aunque las mujeres del clan son distintas, ¿todo eso no cuenta? ¿Al menos no podría reconocerlo?

—Guban me manifestó su gratitud, Jondalar, pero lo hizo sutilmente, como correspondía.

—Seguramente fue algo sutil. Yo no lo vi —dijo Jondalar, que pareció sorprendido.

—Se comunicó directamente conmigo, no a través de tu persona, y prestó atención a mis opiniones. Permitió que su mujer te hablase, lo cual significaba que me reconocía como igual de Yorga, y puesto que él posee una jerarquía muy elevada, lo mismo puede suponerse de la mujer. Mira, demostró que tenía muy elevada opinión de tu persona. Te hizo un cumplido.

—¿Sí?

—Opinó que tus herramientas estaban bien fabricadas y admiró tu habilidad artesanal. Si no lo hubiese hecho, no habría aceptado las muletas o tu símbolo —explicó Ayla.

—¿Qué habría hecho? Yo acepté su muela. Pensé que era un obsequio corriente, aunque comprendí el sentido que le atribuía. Yo habría aceptado su símbolo, sin prestar demasiada atención a lo que era.

—Si él hubiera creído que el regalo no correspondía, lo habría rechazado; pero ese símbolo era más que un regalo. Él aceptó una obligación seria. Si no te hubiera respetado, no habría aceptado esa parte de tu espíritu a cambio de la suya; aprecia demasiado la suya. Habría preferido soportar un vacío, un orificio, antes que un fragmento de un espíritu indigno.

—Tienes razón. Esta gente del clan tiene muchas sutilezas, matices de sentido dentro de matices de sentido. No sé si alguna vez podré aclararlo todo —dijo Jondalar.

—¿Crees que los Otros son distintos? Yo todavía me veo en dificultades para entender todos los matices dentro de los matices —dijo Ayla—, pero tu gente es más tolerante. Tu gente se visita más, viajan más que los miembros del clan y están más acostumbrados a los forasteros. Estoy segura de que cometí errores, pero creo que tu gente no les prestó atención porque soy un visitante y saben que las costumbres de mi pueblo pueden ser diferentes.

—Ayla, mi pueblo es también tu pueblo —dijo amablemente Jondalar.

Ella le miró, como si, al principio, no entendiera con claridad lo que Jondalar le dijo. Después respondió:

—Así lo espero, Jondalar. Así lo espero.

Los abetos y los pinos estaban raleando y eran cada vez más pequeños a medida que los viajeros cobraban altura; pero aunque ellos no podían ver más allá de la vegetación, el camino a lo largo del río les obligó a pasar al lado de afloramientos rocosos y a través de valles profundos que les impedían ver las alturas de alrededor. En un recodo del río, un arroyo de montaña desembocaba en el curso medio de la Madre, la que a su vez también descendía del terreno más alto. El aire sumamente frío había atacado y detenido las aguas en el momento de la caída, y los vientos fuertes y secos las habían esculpido, confiriéndoles formas extrañas y grotescas. Algunas caricaturas de criaturas vivas capturadas por la helada, dispuestas a iniciar un largo vuelo descendiendo el curso del gran río, parecían esperar impacientes, como si supieran que el cambio de estación y su libertad ya no estaban muy lejos.

El hombre y la mujer guiaron con mucho cuidado a los caballos sobre el hielo irregular y quebrado y rodearon el lugar para pasar a un terreno más alto de la cascada congelada; después se detuvieron, atónitos, cuando el macizo glaciar llano apareció ante sus ojos. Lo habían entrevisto antes; ahora pareció tan cercano que se podía tocar, pero ese efecto tan desconcertante era engañoso. El hielo majestuoso y acechante, con su superficie casi nivelada, estaba más lejos de lo que parecía.

El río helado que se extendía al lado se mantenía inmóvil, pero los ojos de los dos viajeros siguieron su ruta tortuosa que se curvaba y doblaba y después desaparecía de la vista. Reaparecía a mayor altura, junto a otros canales estrechos distribuidos a intervalos regulares, que se desprendían del glaciar como un puñado de cintas de plata que adornaban la enorme masa de hielo. Las montañas lejanas y los riscos más próximos enmarcaban la meseta con sus cimas accidentadas, cortantes y heladas, y un blanco tan sombrío que los matices de azul glaciar parecía que únicamente reflejaban el color profundo y a la vez claro del cielo.

Los dos altos picos gemelos que aparecían al sur, y que durante cierto tiempo habían acompañado las jornadas recientes, ya hacía bastante tiempo que habían desaparecido de la vista. Una nueva y alta torre que había surgido más hacia el oeste retrocedía en dirección al este, y las cumbres de la cadena meridional que habían enmarcado su camino todavía mostraban sus coronas relucientes.

Al norte, había riscos dobles de rocas más antiguas, pero el macizo que formaba el borde septentrional del valle fluvial había quedado atrás, en la curva en que el río retrocedía para alejarse de su extremo más septentrional, antes del lugar en que habían encontrado a la gente del clan. El río estaba más cerca de la nueva meseta de piedra caliza que representaba el límite septentrional, mientras ellos trepaban hacia el sudoeste, en dirección a la fuente del río.

La vegetación continuaba cambiando a medida que ascendían. El abeto rojo y el abeto plateado dejaban su lugar al alerce y al pino en los suelos ácidos que formaban una fina capa sobre el lecho inmutable de rocas, pero éstos no eran los majestuosos centinelas de los terrenos menos elevados. Habían llegado hasta un retazo de taiga montañosa, plantas verdes achaparradas que mantenían una cubierta de hielo y nieve endurecidos, pegados a las ramas la mayor parte del año. Aunque esta vegetación era muy densa en ciertos lugares, el brote que tenía coraje suficiente para proyectarse sobre los otros, rápidamente quedaba podado por el viento y la helada, que reducía a un nivel común las copas de todos los árboles.

Los animales pequeños se desplazaban libremente por las trilladas sendas que ellos mismos habían formado bajo los árboles, pero la caza mayor trazaba caminos en razón de su fuerza. Jondalar decidió apartarse del arroyuelo sin nombre que habían venido siguiendo, uno de los muchos que, a su debido tiempo, serían el comienzo de un gran río, y seguir un sendero de animales que atravesaba el espeso matorral de coníferas achaparradas.

Cuando se aproximaron al límite del bosque, los árboles se hicieron más escasos; entonces alcanzaron a ver que la región que se extendía más allá estaba completamente desprovista de representantes leñosos más o menos altos. Pero la vida es tenaz: los matorrales de corta altura y las hierbas, y los amplios campos de pasto, sepultados parcialmente bajo el manto de nieve, aún florecían.

Aunque se extendía mucho más, había regiones análogas en las elevaciones menores de los continentes septentrionales. Se mantenían áreas residuales de árboles deciduos propios del clima templado en ciertas áreas protegidas y en las latitudes más bajas, con plantas verdes de agujas más resistentes, que crecían en las regiones boreales, al norte de las primeras. Más al norte, allí donde había árboles, generalmente eran ejemplares pequeños y encogidos. A causa de los extensos glaciares, las contrapartes de los altos prados que rodeaban el hielo perpetuo de las montañas estaban representadas por las dilatadas estepas y las tundras, en las que sobrevivían únicamente las plantas que podían completar rápidamente su ciclo vital.

Por encima de la línea de bosques, muchas plantas resistentes se adaptaban a la inclemencia del ambiente. Ayla, que llevaba de la cuerda a su yegua, observó con interés los cambios y hubiese querido disponer de más tiempo para examinar las diferencias. Las montañas de la región en la que ella había crecido se hallaban mucho más al sur; debido a la influencia benigna del mar interior, la vegetación correspondía principalmente a la variedad templada fría. Las plantas que existían en las elevaciones más considerables de las regiones áridas, dominadas por el frío intenso, le parecían fascinantes.

Los majestuosos sauces, que adornaban casi todos los ríos, los arroyos y los estanques que conservaban aunque no fuese más que un rastro de humedad, crecían como matorrales bajos, y los alerces y los pinos altos y robustos se convertían en formaciones leñosas al nivel del suelo que se arrastraban sobre el terreno. Los arándanos se extendían como una espesa alfombra y alcanzaban la altura de tan sólo diez centímetros. Ayla se preguntaba si, como las bayas que crecían cerca del glaciar septentrional, producirían frutas de gran tamaño, pero más dulces y más silvestres. Aunque los esqueletos desnudos de las ramas amustiadas constituían la prueba de la existencia de muchas plantas, Ayla no siempre sabía a qué variedad pertenecían o en qué podían ser diferentes de ciertas plantas conocidas; también se preguntaba qué aspecto ofrecerían los altos prados en las estaciones más cálidas.

Como viajaban hacia el final del invierno, Ayla y Jondalar no podían apreciar la belleza que la meseta presentaba en primavera y en verano. Ni los rosales silvestres ni los rododendros coloreaban el paisaje con flores rosadas; no había azafranes ni anémonas, ni bellas gencianas azules; tampoco los narcisos amarillos se sentían tentados de desafiar el áspero viento, y las prímulas o las violetas no estallarían con su esplendor policromo hasta la primera tibieza de la primavera. No había campánulas, rapánchigos, hierbas canas, margaritas, lirios, saxífragas, claveles, acónitos o hermosos y pequeños edelweiss que aliviaran la cruel y fría monotonía de aquellos campos invernales helados.

Lo que sí atrajo la atención de los dos fue un espectáculo más impresionante. Una deslumbrante fortaleza de reluciente hielo se cruzaba en su camino. Resplandecía al sol como un diamante grandioso y multifacético. Su misma blancura cristalina relucía con sombras azules luminosas que ocultaban sus fallas: las grietas, los túneles, las cavernas y las depresiones que recorrían aquella joya gigantesca.

Habían llegado al glaciar.

Cuando los viajeros se aproximaron a la cresta del gastado tocón de la montaña primordial que sostenía la lisa corona de hielo, ni siquiera estaban seguros de que el estrecho río de montaña que corría al costado siguiera siendo el mismo río que había sido su acompañante durante tanto tiempo. No era posible distinguir la diminuta huella de hielo de los muchos y pequeños cursos de agua helados que esperaban la primavera para liberar sus cascadas, que descenderían entre las rocas cristalinas de la alta meseta.

El Río de la Gran Madre, cuyo curso habían seguido todo el camino desde su ancho delta, donde desembocaba en el mar interior, la gran vía de agua que había guiado sus pasos la mayor parte del arduo viaje, ya no existía. Incluso el atisbo bloqueado por el hielo de un arroyuelo irregular pronto quedaría atrás. Los viajeros ya no contarían con la reconfortante seguridad del río que les señalaba el camino. Tendrían que continuar su viaje hacia el oeste, simplemente reconociendo el terreno, contando sólo con el sol y las estrellas que cumplirían la función de guías y con señales que Jondalar esperaba recordar.

En el alto prado, la vegetación era más intermitente. Sólo las algas, los líquenes y los musgos que eran típicos de las rocas y los peñascos podían sobrevivir en dura lucha, más allá de las plantas xerófilas y alpinas y algunas raras especies más. Ayla había comenzado a suministrar a los caballos parte del pasto que habían traído consigo. Sin el pelaje espeso y desordenado y la gruesa pelambre interior, ni el lobo ni los caballos habrían sobrevivido, pero la naturaleza los había adaptado al frío. Como carecían de pelaje propio, los seres humanos habían puesto en juego su propia adaptación. Aprovechaban las pieles de los animales que ellos mismos cazaban; sin esa protección, no habrían sobrevivido. Pero, por otra parte, sin la protección de las pieles y el fuego, sus antepasados jamás habrían podido acercarse al norte.

El íbice, la gamuza y el musmón se sentían cómodos en los prados de la montaña, incluidos los que correspondían a las regiones más accidentadas y agrestes, y frecuentaban los terrenos más altos, aunque generalmente no en el período tan avanzado de la estación, pero los caballos eran una anomalía a aquellas alturas. Ni siquiera las pendientes más suaves del macizo animaban precisamente a estos animales a trepar a tanta altura; de todos modos, Whinney y Corredor marchaban con paso seguro.

Los caballos, con las cabezas gachas, atacaban la pendiente desde la base del hielo, cargando los suministros y las piedras de quemar negro-parduscas que representaban la divisoria entre la vida y la muerte para todos. Los humanos, que conducían a los caballos hacia lugares en los que éstos generalmente no entraban, buscaban un lugar llano para armar una tienda y organizar el campamento.

Todos estaban cansados de combatir el frío intenso y el viento áspero y de trepar las laderas empinadas. Era un esfuerzo agotador. Incluso el lobo prefería permanecer cerca antes que alejarse y explorar.

—Estoy muy cansada —dijo Ayla, cuando intentaban organizar el campamento mientras soportaban el azote del intenso viento—. Estoy cansada del viento y cansada del frío. Creo que jamás volveré a sentir calor. Ignoraba que pudiera hacer tanto frío.

Jondalar asintió y reconoció la existencia del frío; pero sabía que la temperatura que aún debían afrontar sería todavía peor. Vio que ella miraba la gran masa de hielo y después apartaba los ojos, como si no deseara verla, y sospechó que la inquietaba algo más que el frío.

—¿Realmente debemos cruzar todo ese hielo? —preguntó Ayla, que al fin decidió admitir sus temores—. ¿Es posible? Ni siquiera sé cómo llegaremos a la cima.

—No es fácil, pero es posible —dijo Jondalar—. Thonolan y yo lo hicimos. Mientras haya luz, me gustaría encontrar el mejor modo de llegar hasta allí con los caballos.

—Tengo la sensación de que hemos estado viajando eternamente. Jondalar, ¿cuánto más debemos avanzar?

—Todavía falta un trecho para la Novena Caverna, pero no está demasiado lejos, nada parecido a lo que hemos recorrido; y una vez que crucemos el hielo, la distancia que nos separará de la caverna de Dalanar es corta. Nos detendremos allí algún tiempo; de ese modo podrás conocerla y ver a Jerika y a todos; no veo el momento de mostrar a Dalanar y Joplaya algunas de las técnicas de tallado del pedernal que aprendí de Wymez, pero incluso si nos quedamos allí y prolongamos la visita, llegaremos a casa antes del verano.

Ayla se sobresaltó. ¡El verano! ¡Pero si estamos en invierno!, pensó. Reconoció que si hubiese sabido realmente cuán prolongado iba a ser el viaje, quizá no se hubiera mostrado tan ansiosa de recorrer con Jondalar todo el camino de regreso al hogar del hombre. Tal vez se hubiese esforzado más por persuadirle de que permaneciesen con los mamutoi.

—Echemos una mirada a ese glaciar —dijo Jondalar—, y veamos cuál es el mejor modo de subir. Después veremos si tenemos todo lo necesario, si estamos preparados para cruzar el hielo.

—Tendremos que usar esta noche algunas de las piedras de quemar si queremos encender fuego —dijo Ayla—. Por aquí no hay combustible. Y habrá que derretir hielo para obtener agua…, seguro que no sufriremos escasez de hielo.

Salvo unos pocos bolsones protegidos en los que la acumulación era escasa, no había nieve en el sector en que acampaban, y habían visto muy poca durante la marcha cuesta arriba. Jondalar había estado allí antes una sola vez, pero ahora todo el sector parecía mucho más seco de lo que él recordaba. Y no se equivocaba. Se encontraban en el sector de la meseta protegido de las lluvias, es decir, sobre el lado posterior; las escasas nevadas que de hecho caían en la región solían llegar poco después, cuando la estación ya había comenzado a cambiar. Él y Thonolan habían soportado una tormenta de nieve en el tramo por el que descendían.

Durante el invierno, el aire más tibio y cargado de agua, arrastrado por los vientos predominantes que venían del océano occidental, trepaba por las laderas hasta que alcanzaba la gran planicie de hielo glaciar con una zona de alta presión en el centro. Como producía el efecto de un túnel gigantesco que apuntaba al alto macizo, el aire húmedo se enfriaba, se condensaba y se convertía en nieve, que caía únicamente sobre el hielo que estaba debajo, alimentando las hambrientas fauces del exigente glaciar.

El hielo que cubría toda la cima gastada del antiguo macizo distribuía la precipitación por toda la zona, formando una superficie casi llana, excepto en la periferia. El aire enfriado, despojado de humedad, descendía a escasa altura y batía los costados, de modo que no caía nieve más allá de los bordes del hielo.

Mientras Jondalar y Ayla se desplazaban alrededor de la base del hielo buscando el mejor modo de proseguir, descubrieron lugares que parecían modificados poco antes, con tierra y rocas arrastradas por las lenguas del hielo que avanzaba. El glaciar estaba creciendo.

En muchas áreas, la antigua roca de la meseta aparecía desnuda al pie del glaciar. El macizo, plegado y elevado por las inmensas presiones que habían originado las montañas del sur, había sido antaño un sólido bloque de granito cristalino que enlazaba con una meseta análoga hacia el oeste. Las fuerzas que presionaban contra la vieja e inconmovible montaña, la roca más antigua sobre la tierra, dejaban sus huellas en forma de una gran abertura, una falla que escindía el bloque.

Directamente hacia el oeste, sobre el lado opuesto del glaciar, la pendiente occidental del macizo era empinada y se correspondía con un borde paralelo que daba al este y atravesaba el valle. Las aguas de un río corrían por el centro del ancho valle de la falla, protegido por los altos costados paralelos del macizo agrietado. Pero Jondalar planeaba dirigirse hacia el sudoeste, para cruzar en diagonal el glaciar y descender por una pendiente más gradual. Debía cruzar el río más cerca de su fuente, a gran altura en las montañas sureñas, antes de que éste descendiera alrededor del macizo helado y atravesara el valle.

—¿De dónde viene esto? —preguntó Ayla, sosteniendo el objeto en cuestión. Eran dos discos ovalados de madera montados en un marco que los mantenía en una posición fija y unidos bastante cerca uno del otro, con cuerdas de cuero atadas a los bordes externos. Una delgada ranura recorría por el centro casi toda la extensión de los óvalos de madera, y casi los dividía en dos.

—Lo hice antes de partir. Tengo también uno para ti. Lo usaremos para proteger los ojos. A veces el resplandor del hielo en el glaciar es tan intenso que uno lo ve todo blanco; la gente dice que uno sufre la ceguera de la nieve. Esa ceguera generalmente desaparece al cabo de un rato, pero es posible que los ojos te queden terriblemente enrojecidos y doloridos. Esto te los protegerá. Adelante, póntelos —dijo Jondalar. Después, al ver que ella los manipulaba torpemente, agregó—: Mira, te haré una demostración. —Se puso los extraños protectores y ató las dos cuerdas sobre la nuca.

—¿Cómo puedes ver? —preguntó Ayla. Apenas conseguía acomodar los ojos detrás de las largas ranuras horizontales, pero, de todos modos, se puso el par que él le entregó—. ¡Sí, puedes verlo casi todo! Solamente hay que mover la cabeza para ver a los lados. —Estaba sorprendida, y ahora sonrió—. Pareces tan cómico con tus grandes ojos vacíos, como una especie de espíritu extraño… o un fantasma. Tal vez el espíritu de un fantasma.

—Tú también tienes un aspecto cómico —dijo Jondalar, sonriendo—, pero estos ojos te pueden salvar la vida. Necesitas ver dónde pones el pie cuando caminas sobre el hielo.

—Ha sido estupendo contar con esos forros de lana de musmón para las botas, los que nos regaló la madre de Madenia —comentó Ayla, mientras los situaba al alcance de la mano para poder usarlos en cuanto lo deseara—. Incluso cuando están húmedos te calientan los pies.

—Podemos dar gracias de que también tenemos el par suplementario ahora que caminamos sobre el hielo —dijo Jondalar.

—Yo solía rellenar mi calzado con tallos de juncia, cuando vivía con el clan.

—¿Tallos de juncia?

—Sí. Te mantiene calientes los pies y se seca muy rápido.

—Es bueno saberlo —dijo Jondalar, y después levantó una bota—. Usa las botas con las suelas de cuero de mamut. Son casi impermeables, y resisten mucho. A veces el hielo puede tener puntas cortantes, y este calzado es bastante áspero, de modo que no resbalará, sobre todo al subir. Veamos, necesitaremos la azuela para cortar el hielo. —Puso la herramienta sobre una pila que estaba formando—. Y cuerdas. Cuerdas fuertes. Tendremos que llevar la tienda, las pieles para dormir y, por supuesto, la comida. ¿Podemos dejar parte de los utensilios para cocinar? No necesitaremos muchas cosas cuando estemos sobre el hielo y los lanzadonii podrán proporcionarnos algunos.

—Estamos usando el alimento para los viajes. No cocinaré y he decidido utilizar la gran vasija de cuero prendida del armazón, la que nos regaló Solandia, para derretir el hielo y obtener agua; debemos ponerla directamente sobre el fuego. Es el modo más rápido, y no habrá necesidad de hervir el agua. Sólo derretir el hielo —dijo Ayla.

—No olvides llevar una lanza.

—¿Para qué? Sobre el hielo no hay animales, ¿verdad?

—No, pero puedes usarla para clavarla delante de ti y comprobar que el hielo es sólido. ¿Y este cuero de mamut? —preguntó Jondalar—. Lo tenemos desde que comenzó el viaje, pero ¿es necesario? Es pesado.

—Es un buen cuero, sólido y ahora flexible, y una buena protección impermeable para el bote redondo. Has dicho que sobre el hielo nieva.

En realidad, detestaba la idea de abandonarlo.

—Pero podemos usar la tienda como cubierta.

—Es cierto…, pero —dijo Ayla, y apretó los labios, pensativa… De pronto vio otra cosa—. ¿Dónde conseguiste esas antorchas?

—Me las dio Laduni. Nos levantaremos antes del amanecer y necesitaremos luz para empacar. Quiero llegar a la cumbre de la meseta antes de que el sol esté muy alto, cuando todo está aún completamente congelado —dijo Jondalar—. Incluso con este frío, el sol puede fundir un poco el hielo y será bastante difícil llegar a la cima.

Se acostaron temprano, pero Ayla no podía dormir. Estaba nerviosa y excitada. Éste era el glaciar acerca del cual Jondalar había hablado desde el principio.

—¿Qué…, qué pasa? —dijo Ayla, que se despertó sobresaltada.

—No pasa nada. Es hora de levantarse —indicó Jondalar, sosteniendo en alto la antorcha. Hundió el mango en la grava para sostenerla; después entregó a Ayla una taza humeante—. Encendí fuego. Aquí tienes algo de beber.

Ella sonrió y él pareció complacido. Ayla había preparado esa infusión matutina casi todos los días del viaje, y Jondalar se sentía complacido porque, al menos una vez, se había levantado primero y lo había preparado para Ayla. En realidad, no había conseguido dormir. No había logrado conciliar el sueño. Estaba demasiado nervioso, demasiado excitado e inquieto.

Lobo observaba a «sus» humanos y sus ojos reflejaban la luz. Adivinando que sucedía algo extraño, se movía y brincaba hacia delante y hacia atrás. Los caballos también estaban nerviosos; relinchaban, gemían y resoplaban lanzando nubes de vapor. Gracias a las piedras de quemar, Ayla derritió hielo para obtener agua y alimentó a los caballos con granos. Dio a Lobo una torta del alimento para viajes de los losadunai, y reservó una para ella y otra para Jondalar. A la luz de la antorcha, plegaron la tienda y las pieles de dormir y guardaron unos pocos objetos complementarios. Dejaron detrás algunas cosas sueltas, un contenedor de granos que ahora estaba vacío y herramientas de piedra; pero, en el último momento, Ayla puso el cuero de mamut sobre el carbón pardo guardado en el bote redondo.

Jondalar cogió la antorcha para iluminar el camino. Sujetando la cuerda de Corredor, inició la marcha, pero la luz de la antorcha le preocupaba. Podía ver un pequeño círculo iluminado en la proximidad inmediata, pero no mucho más que eso, a pesar de que la sostenía en alto. Había luna llena y aparecía cercana; Jondalar comenzó a sentir que podía encontrar mejor el camino sin el fuego. Finalmente arrojó la antorcha y avanzó en la oscuridad. Ayla le siguió; a los pocos minutos los ojos de ambos se adaptaron. Detrás, la antorcha continuaba ardiendo sobre el suelo cubierto de grava, mientras ellos se alejaban.

A la luz de la luna a la que faltaba muy poco para alcanzar la plenitud, el monstruoso bastión de hielo relucía con una luz extraña y evanescente. El cielo oscuro estaba brumoso a causa de las estrellas, y el aire era terso y crujiente por el frío; un éter amorfo trasuntaba cierta vida propia.

Aunque realmente hacía mucho frío, el aire helado cobró una intensidad mayor cuando se aproximaron a la gran muralla de hielo, pero el estremecimiento de Ayla respondía a la emoción del temor y la expectativa. Jondalar observó los ojos relucientes de la joven, la boca apenas entreabierta mientras ella respiraba más profundo y más rápido. Jondalar siempre se sentía animado por la excitación de Ayla, y ahora experimentó cierto movimiento en sus propias entrañas. Pero meneó la cabeza. No era el momento. El glaciar esperaba.

Jondalar sacó de su alforja una larga cuerda.

—Tenemos que atarnos juntos —dijo.

—¿También los caballos?

—No. Cada uno de nosotros podrá sostener al otro, pero si los caballos resbalan, nos arrastrarán con ellos.

Por mucho que detestase la idea de perder a Corredor o a Whinney, le preocupaba sobre todo la seguridad de Ayla.

Ayla frunció el entrecejo, pero asintió como muestra de que estaba de acuerdo.

Hablaban en murmullos muy discretos y el hielo silencioso y amenazador aquietaba sus voces. No querían turbar su imponente esplendor o advertirle del asalto inminente.

Jondalar ató un extremo de la cuerda alrededor de su cintura y el otro alrededor de Ayla, enroscó la cuerda sobrante y pasó el brazo por el hueco, para colgar del hombro el rollo. Después cada uno de ellos tomó la cuerda de un caballo. Lobo tendría que seguir su propio camino.

Jondalar sintió pánico antes de empezar. ¿En qué había estado pensando? ¿Qué le inducía a creer que podía cruzar el glaciar con Ayla y los caballos? Habrían podido seguir el camino más largo, dando un rodeo. Aunque llevase más tiempo, era más seguro. Por lo menos, sabía que era posible. Entonces comenzó a caminar sobre el hielo.

Al pie del glaciar había a menudo una separación entre el hielo mismo y la tierra, lo que creaba bajo el hielo un espacio semejante a una caverna o a una cornisa helada que sobresalía y se extendía sobre la grava acumulada que era el resultado de la acción del glaciar. En el lugar elegido por Jondalar, el saliente se había derrumbado, y permitía un ascenso gradual. También estaba mezclada con grava, lo que les permitía afirmar mejor el pie. A partir del reborde que se había derrumbado, una densa acumulación de grava —una morrena— ascendía por el flanco del hielo como una especie de huella bien definida; excepto cerca de la cima, no parecía demasiado empinada para ellos o para los caballos de pasos seguros. Sobrepasar el borde superior podía constituir un problema, pero Jondalar no podía conocer su gravedad hasta que llegase a aquel punto.

Guiados por Jondalar, comenzaron a remontar la pendiente. Corredor vaciló un momento. Aunque habían reducido la carga, el peso que el caballo transportaba todavía resultaba engorroso, y el cambio de ángulo, de una pendiente moderada a otra más empinada, desestabilizó su equilibrio. Uno de sus cascos resbaló, para después afirmarse y, con cierta vacilación, el joven animal inició el ascenso. Después les llegó el turno a Ayla y a Whinney, que arrastraba las angarillas. Pero la yegua había tirado tanto tiempo de la angarilla, y sobre terrenos tan variados, que estaba acostumbrada; a diferencia del considerable peso que Corredor llevaba sobre el lomo, las pértigas, muy separadas una de otra, contribuían al equilibrio de la yegua.

Lobo cerraba la marcha. Para él las cosas eran más fáciles. Levantaba menos del suelo y sus patas ásperas permitían cierto grado de adhesión de modo que no resbalaba. Pero adivinaba el peligro que corrían sus compañeros y marchaba detrás como si vigilase la retaguardia, atento a las amenazas invisibles.

Bajo la intensa luz de la luna, los reflejos de los afloramientos irregulares de hielo desnudo relucían y las superficies espejadas de los planos lisos presentaban un aspecto intensamente líquido, cual si fueran estanques de aguas oscuras. No era difícil ver la morrena que se desparramaba, como un río de arena y piedras en movimiento lento, pero la iluminación nocturna desdibujaba la magnitud y la perspectiva de los objetos y disimulaba los pequeños detalles.

Jondalar marchaba con paso lento y cauteloso y guiaba con cuidado a su caballo para evitar los obstáculos. Ayla se preocupaba más por encontrar el mejor camino para el caballo al que conducía que por su propia seguridad. Cuando la pendiente se acentuó, los caballos, desequilibrados por la inclinación y por su pesada carga, trataron de afirmar las patas. Cuando un casco resbaló, en el momento en que Jondalar quiso obligar a Corredor a abordar una brusca elevación, cerca de la cumbre, el caballo relinchó y trató de retroceder.

—Vamos, Corredor —le exhortó Jondalar, mientras ponía tensa la cuerda, como si pudiera obligar al animal mediante la fuerza bruta—. Ya casi estamos, debes llegar.

El caballo realizó un esfuerzo, pero sus cascos resbalaron sobre el hielo traicionero que yacía bajo una delgada capa de nieve, y Jondalar sintió que le arrastraba la propia cuerda. La aflojó, de modo que Corredor se moviese con más libertad y finalmente la soltó del todo. En la carga había cosas que de ningún modo quería perder, y lo que era aún más grave, lamentaría perder al animal; temió que el corcel no lograse llegar a la cima.

Pero, cuando sus cascos encontraron grava, el deslizamiento de Corredor cesó, y como ahora nada le sujetaba, irguió la cabeza y se lanzó hacia delante. De pronto, el caballo superó el borde; para ello había aprovechado diestramente una estrecha grieta al final de una fisura, en el punto mismo en que el camino se nivelaba. Jondalar advirtió que el color del cielo había pasado del negro al azul índigo intenso, con una leve aclaración de las sombras en el horizonte oriental. Se acercó al caballo, lo palmeó y lo elogió cálidamente.

Jondalar sintió un tirón en la cuerda que pasaba por su hombro. Pensó: «Seguramente Ayla ha resbalado»; soltó más cuerda. «Quizá haya llegado al punto en que la pendiente se eleva bruscamente». De pronto, la cuerda comenzó a deslizarse de su mano, hasta que él sintió un fuerte tirón en la cintura. Supuso que Ayla estaba sosteniendo la cuerda de Whinney. «Tiene que soltarla».

Sujetó la cuerda con las dos manos y gritó:

—¡Suéltala, Ayla! ¡Te arrastrará con ella!

Pero Ayla no le oyó, o si le oyó no le entendió. Whinney había comenzado a trepar por la pendiente, pero sus cascos no podían encontrar el punto de apoyo y retrocedía deslizándose. Ayla sostenía la cuerda que sujetaba al animal, como si pudiera impedir que la yegua cayese; pero, en realidad, también ella estaba cayendo hacia atrás. Jondalar sintió que él mismo se acercaba peligrosamente al borde. Buscó algo donde agarrarse y aferró la cuerda que sujetaba a Corredor. El animal relinchó.

En última instancia, la angarilla frenó el descenso de Whinney. Una de las pértigas se enganchó en una grieta y allí se sostuvo el tiempo suficiente para permitir que la yegua recuperase el equilibrio. Después sus cascos se hundieron en un montón de nieve que le permitió afianzarse y finalmente encontró grava. Cuando Jondalar sintió que la cuerda aflojaba, soltó la que sostenía a Corredor. Apoyando el pie en una grieta del hielo, Jondalar tiró de la cuerda que le rodeaba la cintura.

—Dame un poco de cuerda —gritó Ayla, mientras sostenía la que sujetaba a Whinney y el animal pugnaba por avanzar.

De pronto, milagrosamente, Jondalar vio que Ayla había sobrepasado el borde; y entonces tiró de la cuerda para ayudarla a recorrer el resto del camino. Un instante después apareció Whinney. Con un brinco hacia delante, la yegua dejó atrás la grieta y apoyó las patas en el hielo llano; las pértigas de la angarilla saltaron por el aire y el bote redondo vino a descansar en el borde que los humanos y los animales habían superado. Una raya rosada apareció en el cielo matutino, definiendo el borde de la tierra; Jondalar emitió entonces un hondo suspiro.

De pronto, Lobo saltó sobre el borde y corrió hacia Ayla. Empezó a echársele encima, pero, como no se sentía muy segura, le ordenó que se detuviese. El lobo retrocedió, miró a Jondalar y después a los caballos. Alzó la cabeza y, tras unos pocos gañidos preliminares, entonó alto y fuerte su canto de lobo.

Aunque habían trepado una acentuada pendiente y el hielo ahora era una superficie llana, lo cierto es que todavía no habían alcanzado la superficie más alta del glaciar. Había grietas por todo el borde y bloques quebrados de hielo dilatado que se habían elevado. Jondalar traspasó un montículo de nieve que cubría una roca irregular y fragmentada detrás del borde, y finalmente puso los pies sobre una superficie llana de la plataforma de hielo. Corredor le siguió, despidiendo por el aire fragmentos de hielo que saltaban y rodaban por encima del borde hacia la base del glaciar. El hombre mantuvo tensa la cuerda sujeta a su cintura mientras Ayla daba los últimos pasos. Lobo corría por delante mientras Whinney marchaba detrás.

El cielo se había convertido en un fugaz y único matiz de azul oscuro, mientras los rayos de luz móviles brotaban precisamente detrás del horizonte de la tierra. Ayla volvió los ojos hacia la acentuada pendiente y se preguntó cómo habían logrado remontarla. Desde el lugar que ahora ocupaban en la cima no parecía posible. Después se volvió para continuar y sintió que se le cortaba el aliento.

El sol naciente había asomado sobre el borde oriental con una explosión enceguecedora de luz que iluminaba una escena inverosímil. Hacia el oeste, una planicie lisa, absolutamente sin accidentes, de un blanco deslumbrante, se extendía ante ellos. Sobre ella, el cielo tenía un matiz de azul que Ayla jamás había visto en su vida. Quién sabe cómo había absorbido el reflejo de la alborada roja y el matiz verde azulado del hielo glaciar, y sin embargo, continuaba siendo azul. Pero era un azul de brillo tan deslumbrante que parecía resplandecer con su propia luz en un matiz que desafiaba la descripción. Se iba oscureciendo hasta alcanzar un tono negro azulado brumoso en el horizonte lejano, hacia el sudoeste.

Mientras el sol se elevaba por el este, la imagen descolorida de un círculo casi perfecto, que había resplandecido con reflejos tan brillantes en el cielo oscuro del momento que precedía al despertar del alba, se cernía sobre el borde occidental lejano; era apenas un recuerdo de su esplendor anterior. Pero nada interrumpía la belleza ultraterrena del vasto desierto de agua helada; no había árboles, ni rocas, ni movimientos de ningún género que mancillasen la majestad de la superficie aparentemente uniforme.

Ayla expulsó explosivamente su aliento. No había advertido que estaba conteniéndolo.

—¡Jondalar! ¡Esto es grandioso! ¿Por qué no me lo habías dicho? Habría viajado el doble de distancia para ver esto —dijo con voz cargada de reverencia.

—Es espectacular —dijo él, sonriendo ante la reacción de la joven, pero igualmente impresionado—. Sin embargo, no podía decírtelo. Nunca lo había visto antes. No es frecuente esta serenidad. Aquí las ventiscas también pueden ser espectaculares. Avancemos mientras podamos ver el camino. No es tan sólido como parece, y con este cielo claro y el sol luminoso, puede abrirse una grieta o ceder una cornisa que sobresale.

Comenzaron a atravesar la planicie de hielo, precedidos por sus propias sombras alargadas. Antes de que el sol estuviese muy alto, ya habían comenzado a transpirar dentro de sus pesadas ropas. Ayla comenzó a quitarse la chaqueta de piel con capucha.

—Quítate la ropa, si lo deseas —dijo Jondalar—, pero mantén cubierto el cuerpo. Aquí puedes sufrir una grave quemadura, y no sólo por el sol. Cuando el sol brilla así, también el hielo puede quemarte.

Durante la mañana comenzaron a formarse pequeños cúmulos. Hacia el mediodía se habían agrupado para formar grandes nubes del mismo tipo. El viento comenzó a acentuarse en el transcurso de la tarde. Aproximadamente a la hora en que Ayla y Jondalar decidieron detenerse para derretir nieve y hielo con el fin de conseguir agua, ella se sintió más que feliz de ponerse de nuevo el cálido chaquetón de piel. Los cúmulos nimbus cargados de humedad ocultaban el sol, y rociaban a los viajeros con una leve polvareda de nieve seca. El glaciar se ensanchaba.

La meseta que estaban cruzando había nacido en los picos de las accidentadas montañas que se levantaban muy al sur. El aire húmedo, que se elevaba y desbordaba los altos obstáculos, se condensaba en gotitas de agua, pero era la temperatura la que decidía si adoptaría la forma de lluvia fría o, si tras un descenso relativo, formaría nieve. No era la congelación perpetua la que formaba los glaciares; era más bien la acumulación de nieve de un año sobre la del siguiente lo que originaba los glaciares, que, poco a poco, se convertían en láminas de hielo que, con el tiempo, abarcaban continentes enteros. A pesar de unos pocos días cálidos, los inviernos de intenso frío combinados con los veranos nublados y frescos, que no atinaban a derretir del todo el resto de nieve y hielo que persistía al final del invierno —es decir, una temperatura anual media baja—, inclinaban la balanza en favor de una época glaciar.

Exactamente debajo de las altas cumbres de las montañas meridionales, demasiado abruptas ellas mismas para permitir que la nieve se posara, se formaban pequeñas cuencas, anfiteatros que se apoyaban en las faldas de las cumbres; estos anfiteatros eran la cuna de los glaciares. Cuando los copos de nieve livianos, secos y esponjosos, derivaban hacia las depresiones que se formaban arriba en las montañas y que habían sido provocadas por minúsculas proporciones de agua que se congelaba en las grietas y después se expandían y arrojaban toneladas de roca, terminaban apilándose. Con el tiempo, el peso de la masa de agua helada convertía los delicados copos en fragmentos que se agrupaban en pequeñas esferas redondas de hielo: la nieve granulada.

La nieve granulada no se formaba en la superficie, sino en lo profundo del anfiteatro, y cuando caía más nieve, las esferas compactas más pesadas se elevaban y sobrepasaban el borde del nido. A medida que se acumulaba un número más elevado, las bolas de hielo casi circulares se unían con tal fuerza a causa del peso que soportaban que se liberaba una fracción de energía adoptando la forma de calor. Durante un instante, se derretían en los muchos puntos de contacto e inmediatamente volvían a congelarse, soldando las bolas. A medida que aumentaba la profundidad de las capas de hielo, la acrecentada presión reorganizaba la estructura de las moléculas para formar hielo sólido, cristalino, pero con una sutil diferencia: el hielo fluía.

El hielo del glaciar, formado bajo una presión tremenda, era más denso; pero en los niveles inferiores, la gran masa de hielo sólido fluía tan libremente como cualquier líquido. Separándose alrededor de las obstrucciones, por ejemplo, las altas cumbres de las montañas, y reagrupándose del lado opuesto —a menudo llevando consigo gran parte de la roca y dejando detrás islas de afiladas cumbres—, un glaciar se adaptaba a los perfiles del terreno y lo pulverizaba y reconstituía al pasar.

El río de hielo sólido tenía corrientes y remolinos, remansos estancados y centros torrentosos, pero se movía con un ritmo distinto, tan ponderadamente lento como gigantesco. Podía tardar años en desplazarse algunos centímetros. Pero el tiempo no importaba. Disponía de todo el tiempo del mundo. Mientras la temperatura media se mantuviese bajo la línea crítica, el glaciar se alimentaba y crecía.

Los anfiteatros de las montañas no eran las únicas cunas. Los glaciares se formaban también en suelo llano, y una vez que cubrían un área bastante amplia, el efecto de enfriamiento distribuía la precipitación fuera del túnel anticiclón, centrado en el punto medio, y lo llevaba a los márgenes de los extremos; el espesor del hielo era casi el mismo en toda su extensión.

Los glaciares nunca estaban totalmente secos. Cierta proporción de agua se desprendía constantemente a causa de la fusión provocada por la presión. Este líquido llenaba las pequeñas grietas y los recovecos, y cuando se enfriaba y volvía a congelarse, se expandía en todas las direcciones. El movimiento de un glaciar era hacia fuera, extendiéndose hacia todos los puntos a partir de su origen, y la velocidad de su movimiento dependía de la pendiente de su superficie, no de la pendiente del suelo que estaba debajo. Si la pendiente superficial era acentuada, el agua contenida en el glaciar fluía ladera abajo con más velocidad a través de las grietas del hielo y extendía el hielo al congelarse nuevamente. Los glaciares crecían con más velocidad cuando eran jóvenes, cuando estaban cerca de los grandes océanos o los mares, o en las montañas donde los altos picos garantizaban densas nevadas. Se aminoraba la velocidad de crecimiento después que se extendía, cuando su amplia superficie reflejaba la luz del sol y el aire que incidía sobre el centro se hacía más frío y más seco, y producía menos nieve.

Los glaciares de las montañas del sur se habían extendido a partir de sus altos picos, llenando los valles hasta el nivel de los altos pasos de las montañas y desbordándolos. Durante un anterior período de avance, los glaciares de las montañas colmaron la profunda zanja de una falla que separaba el promontorio de la montaña y el antiguo macizo. Cubrió la meseta y después se extendió hacia las altas montañas erosionadas de la cadena septentrional. El hielo retrocedió durante el calentamiento estacional —que estaba tocando a su fin— y se fundió en el valle, que era una playa de tierras bajas, dando lugar a un ancho río y un extenso lago agredido por las morrenas, pero el glaciar de la meseta de las tierras altas, el mismo que ellos estaban cruzando, permaneció helado.

No podían encender fuego directamente sobre el hielo y pensaron usar el bote redondo como base de las piedras del río que habían traído para encender encima el fuego. Pero antes tenían que retirar todas las piedras de quemar que había en el bote redondo. Mientras Ayla quitaba el grueso cuero de mamut, pensó que podían usarlo como sostén y encender fuego encima. Aunque se chamuscara un poco, no importaba. Se felicitó por haber pensado en traerlo. Todos, incluso los caballos, recibieron agua y algún alimento.

Mientras estaban allí, el sol desapareció por completo tras las densas nubes, y antes de que reanudaran la marcha, la nieve espesa empezó a caer con sombría decisión. El viento norte aulló y batió la extensión helada; en toda la vasta lámina que cubría el macizo no había nada que se opusiera a su paso. Estaba preparándose una ventisca.