Capítulo 21

Ayla y Jondalar permanecieron en el campamento de verano abandonado los dos días siguientes. La mañana del tercer día, la lluvia finalmente amainó. La espesa capa de nubes grises se diluyó, y por la tarde la luz solar intensa se filtró entre las masas azules rodeadas de algodonosas nubes blancas. Un viento intenso sopló desde una dirección y después desde otra, como si ensayara diferentes posiciones y no se decidiese a establecer una definitiva.

Casi todas las cosas estaban secas, pero Ayla y Jondalar abrieron los extremos de la vivienda para permitir el paso del viento que secaría por completo las últimas prendas de abrigo y permitiría ventilarlo todo. Algunas ropas de cuero se habían endurecido. Sería necesario trabajarlas y estirarlas, aunque el uso constante probablemente bastaría para devolverles la flexibilidad; pero en realidad no estaban dañadas. Sin embargo, los canastos tejidos presentaban otro aspecto. Se habían secado después de perder la forma y estaban deteriorados; también se habían cubierto de moho. La humedad los había ablandado y el peso del contenido había hundido la base, separándose y rompiéndose las fibras.

Ayla llegó a la conclusión de que tendría que confeccionar canastos nuevos, a pesar de que las hierbas secas, las plantas y los árboles del otoño no eran los materiales más sólidos ni los mejores. Cuando se lo comunicó a Jondalar, éste le planteó otro problema.

—De todos modos, esos canastos me inquietan —dijo—. Cada vez que cruzamos un río con profundidad suficiente para obligar a nadar a los caballos, los canastos se mojan si no los retiramos. Con el bote redondo y las angarillas de estacas, no es un problema muy grave. Ponemos los canastos en el bote, y mientras estamos en campo abierto es bastante difícil usar las angarillas. La mayor parte del territorio que hemos de recorrer está formado por pastizales abiertos, pero también habrá algunos bosques y terrenos irregulares. Allí, como en estas montañas, quizá no resulte fácil arrastrar las pértigas y el bote. Tal vez debamos dejar atrás ese bote, pero en ese caso necesitaríamos canastos que no se mojen cuando los caballos atraviesen a nada un río. ¿Puedes confeccionar algo por el estilo?

—Tienes razón —convino Ayla—, se mojan. Cuando confeccioné los canastos, no tenía que cruzar muchos ríos, y los que atravesaba no eran muy profundos. —Frunció el ceño concentrada en el problema; después recordó el canasto que había ideado la primera vez—. Al principio no usaba canastos para transportar cosas. Cuando se me ocurrió cargar algo a lomos de Whinney, preparé un recipiente grande y poco profundo. Quizá pueda confeccionar de nuevo algo por el estilo. Sería más fácil si no montásemos los caballos, pero…

Ayla cerró los ojos, tratando de visualizar la idea que estaba concibiendo en su cerebro.

—Tal vez… podría confeccionar canastos que colocaríamos a lomos del animal, mientras estuviéramos en el agua… Aunque no, eso no serviría si al mismo tiempo tuviésemos que montar…, pero… quizá podría preparar algo que los caballos llevasen sobre las ancas, detrás… —Miró a Jondalar—. Sí, creo que podré confeccionar recipientes que servirán.

Recogieron juncos y hojas de espadaña, ramas de sauce umbrero, largas y finas raíces de abeto, y todo cuanto Ayla vio y le pareció que podía ser utilizado como material para fabricar canastos o cuerdas que permitiesen entretejer recipientes. Ensayando varios métodos y probándolos en Whinney, Ayla y Jondalar trabajaron todo el día. A la caída de la tarde habían confeccionado una especie de canasto tipo albarda que permitía guardar todas las pertenencias y objetos de viaje de Ayla, podía ser transportado por la yegua mientras ella la montaba y se mantendría más o menos seco cuando el caballo nadara. Comenzaron inmediatamente a fabricar otro para Corredor. Trabajaron con mucha más rapidez porque ya habían dado con el método y sabían cómo ponerlo en práctica.

Por la tarde, el viento se acentuó; cambió de curso con un frío hálito norteño que desplazó rápidamente las nubes hacia el sur. Cuando la tarde se convirtió en noche, el cielo estaba casi claro, pero el frío era mucho más intenso. Se proponían partir por la mañana y ambos decidieron revisar sus cosas para aligerar la carga. Los antiguos canastos eran más amplios; en las nuevas albardas era necesario ahorrar espacio. Por mucho que se esforzaran, la cabida era menor. Había que eliminar algunas cosas. Extendieron en el suelo todo lo que ambos transportaban.

Ayla señaló la lámina de marfil en la que Talut había tallado el mapa, el cual mostraba la primera parte del viaje.

—Ya no necesitamos eso. El país de Talut ha quedado muy atrás —dijo con cierta tristeza.

—Tienes razón, no lo necesitamos. Sin embargo, siento dejarlo —dijo Jondalar, y esbozó un gesto de desagrado ante la idea de desembarazarse de la pieza—. Sería interesante conservar uno de los mapas que trazan los mamutoi, y además me recuerda a Talut.

Ayla asintió con un gesto de comprensión.

—Bien; si dispones de espacio, llévatelo; pero no es esencial.

Jondalar miró las cosas de Ayla esparcidas por el suelo y alzó el misterioso envoltorio que había visto antes.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Es sólo algo que preparé el invierno pasado —dijo ella, mientras se lo quitaba y desviaba deprisa la mirada, sonrojándose. Lo colocó a su espalda, metiéndolo bajo el montón de cosas que estaba apartando—. Dejaré mis ropas estivales de viaje, que están manchadas y gastadas, y usaré las de invierno. De ese modo tendré más espacio.

Jondalar la miró severamente, pero no hizo ningún comentario.

A la mañana siguiente, cuando despertaron, hacía frío. Una fina nube de bruma tibia aparecía cada vez que respiraban. Ayla y Jondalar se vistieron deprisa, y después de encender fuego para beber una taza de infusión, guardaron la ropa de cama. Estaban ansiosos por partir, pero cuando salieron, se detuvieron y miraron sorprendidos a su alrededor.

Una fina capa de reluciente escarcha había transformado las montañas circundantes. Éstas centelleaban y chispeaban bajo el luminoso sol de la mañana, con desusada vivacidad. A medida que la escarcha se derretía, cada gota de agua se convertía en un prisma que reflejaba un brillante fragmento del arco iris en un minúsculo estallido de rojo, verde, azul u oro, que pasaba de un color al otro cuando ellos se movían y veían el espectro desde un ángulo distinto. Sin embargo, la belleza de las efímeras joyas de la escarcha constituía un recordatorio de que la estación cálida era poco más que un fugaz relámpago de color en un mundo congelado por el invierno y de que el verano corto y cálido había concluido.

Cuando acabaron de guardarlo todo y estaban preparados para partir, Ayla volvió los ojos hacia el campamento de verano que tan oportunamente les había brindado cobijo. Su aspecto era incluso más ruinoso, pues ellos habían arrancado trozos de los refugios más pequeños para alimentar el fuego; pero Ayla sabía que, de todos modos, aquellas viviendas endebles y provisionales no durarían mucho más. Se sentía agradecida por haberlas encontrado en su momento.

Continuaron hacia el oeste, en dirección al Río de la Hermana, y descendieron por una pendiente en busca de otra terraza llana, aunque aún estaban a suficiente altura para ver los amplios pastizales de las estepas que se extendían al lado opuesto del turbulento curso de agua al que se aproximaban. Desde allí se les ofrecía una perspectiva de la región, así como un panorama de la extensión de la llanura fluvial que se abría al frente. La tierra llana, que, por lo general, estaba sumergida durante los períodos de inundación, se extendía unos quince kilómetros, pero era más ancha en la orilla opuesta. Las estribaciones de la colina, en la orilla más cercana, limitaban la expansión normal de las aguas de la inundación, aunque había elevaciones, colinas y promontorios que también cruzaban el río.

En contraste con los pastizales, la planicie inundable era un espacio de pantanos, pequeños lagos, bosques y vegetación enmarañada que el río atravesaba. Si bien carecía de canales sinuosos, le recordaba a Ayla el enorme delta del Río de la Gran Madre, pero a escala más reducida. Las sargas y los matorrales estacionales que parecían crecer dentro del agua en los bordes de la rápida corriente indicaban tanto la magnitud de la inundación provocada por las lluvias recientes como la considerable extensión de tierra de la que ya se había adueñado el río.

La atención de Ayla retornó al ambiente inmediato cuando el paso de Whinney cambió súbitamente, porque sus cascos se hundieron en la arena. Los arroyuelos que habían cortado las terrazas a cierta altura se habían convertido en lechos fluviales profundos entre las dunas movedizas de tierra arenosa. Los caballos trastabillaban al avanzar, y con cada paso levantaban surtidores de suelo flojo, rico en calcio.

Próximo el atardecer, cuando el sol poniente, casi cegador en su intensidad, se acercaba a la tierra, trataron de protegerse los ojos, y miraron frente a ellos en busca de un lugar donde acampar. Al acercarse a la planicie inundable, vieron que las arenas finas y movedizas comenzaban a adquirir un aspecto algo distinto. Como en las terrazas altas, ahora se trataba principalmente de loess —polvo de roca, producto de la acción pulverizadora del glaciar y depositado por el viento—, pero a veces la inundación del río tenía caudal suficiente para alcanzar aquella elevación. Entonces el limo arcilloso agregado al suelo lo endurecía y estabilizaba. Cuando comenzaron a ver los conocidos pastos de la estepa que crecían junto al arroyo cuyo curso estaban siguiendo, uno de los innumerables que descendían de la montaña en busca de la Hermana, decidieron detenerse.

Después de montar la tienda, el hombre y la mujer partieron en distintas direcciones a cazar para la cena. Ayla llevó a Lobo, que echó a correr y poco después espantó una nidada de chochas. Se abalanzó sobre una de ellas, Ayla sacó su honda y derribó otra que creía haber alcanzado la seguridad del cielo. Ayla contempló la posibilidad de permitir que Lobo conservara el ave que había atrapado, pero cuando él se resistió a entregársela, cambió de idea. Aunque un ave de buen tamaño podía haber saciado su apetito y el de Jondalar, deseaba afirmar en el lobo la comprensión de que, cuando ella lo exigiese, tendría que compartir con los humanos sus presas, pues Ayla no sabía lo que les esperaba.

No había pensado a fondo sobre la cuestión, pero el aire gélido la había llevado a comprender que estarían viajando durante la estación fría e internándose en un país ignoto. La gente que ella había conocido, tanto los miembros del clan como los mamutoi, rara vez se alejaban mucho a lo largo de los rigurosos inviernos glaciales. Se instalaban en un lugar al abrigo del frío cruel y las ventiscas, y consumían los alimentos que habían almacenado. La idea de viajar en invierno la inquietaba.

Jondalar había cazado una liebre grande con el lanzavenablos y decidieron guardarla para después. Ayla deseaba asar las aves en el fuego, pero habían acampado en las estepas abiertas, al lado de un arroyo que tenía tan sólo unos pocos matorrales en las orillas. Al mirar alrededor, Ayla vio un par de cornamentas, de tamaño desigual, sin duda provenientes de animales distintos, las cuales habían sido abandonadas el año anterior. Aunque la cornamenta era mucho más resistente que la madera, con la ayuda de Jondalar, los cuchillos de afilado pedernal y la pequeña hacha que él llevaba en el cinto, consiguieron quebrarla. Ayla utilizó una parte para ensartar las aves, y las puntas desprendidas se convirtieron en horquetas para sostener el asador. Después de tanto esfuerzo, Ayla decidió que conservaría esos elementos para usarlos otra vez, sobre todo porque la cornamenta se quemaba con mucha lentitud.

Entregó a Lobo su parte del ave asada, así como una porción de unas grandes raíces de junco extraídas de una zanja situada junto al arroyo, mezcladas con cepas del prado, que, como ella bien sabía, eran comestibles y sabrosas. Después de la cena se sentaron junto al fuego y contemplaron cómo caía la noche. Los días eran cada vez más cortos, y por la noche no estaban tan fatigados, ya que era mucho más fácil cabalgar por lugares abiertos que abrirse paso en las montañas boscosas.

—Esas aves estaban muy sabrosas —comentó Jondalar—. Me gusta la piel tostada de ese modo.

—En esta época del año, cuando están tan gordas y buenas, es el mejor modo de prepararlas —dijo Ayla—. Las plumas están cambiando de color y el plumón del pecho es muy espeso. Quisiera que pudiéramos llevárnoslas, sería un relleno excelente y suave. Las plumas de la perdiz blanca sirven para fabricar las mantas más livianas y cálidas; pero no tengo espacio para transportarlas.

—Ayla, quizá el año próximo. Los zelandonii también cazan la perdiz blanca. —Jondalar trataba con sus palabras de alentarla, de lograr que deseara ver el fin del viaje.

—La perdiz blanca era la favorita de Creb —dijo Ayla.

Jondalar pensó que en el rostro de la joven se dibujaba una expresión triste, y como no habló más, él continuó su comentario con la esperanza de distraerla de lo que la inquietaba.

—Incluso hay una clase de perdiz, no precisamente en las inmediaciones de nuestras cavernas, sino al sur, cuyo plumaje no se vuelve blanco. Todo el año se parece a como es una perdiz blanca en verano, y su carne tiene el mismo sabor. La gente que vive en esa región la llama chocha roja, y le encanta usar las plumas en el tocado y las ropas. Confeccionan trajes especiales para cierta ceremonia de la Chocha Roja, y danzan con los movimientos del ave, golpeando el suelo con los pies, igual que hacen los machos cuando tratan de seducir a las hembras. Es parte de su Festival de la Madre. —Hizo una pausa, pero como ella persistiera en su silencio, añadió—: Cazan las aves con redes y atrapan muchas de una sola vez.

—Yo cacé una de éstas con mi honda, pero Lobo atrapó la otra —dijo Ayla.

Como no continuó hablando, Jondalar llegó a la conclusión de que no sentía deseos de conversar, de modo que permanecieron callados un rato mientras observaban el fuego que consumía el matorral y el estiércol, que había vuelto a secarse después de la lluvia, y ahora ardía bien. Finalmente, ella volvió a hablar:

—¿Recuerdas el palo arrojadizo de Brecie? Ojalá supiera usar algo semejante. Con él podría atrapar muchas aves de una sola vez.

Esa noche la temperatura descendió deprisa y ambos se alegraron de contar con la tienda. Aunque Ayla se había mostrado antes extrañamente silenciosa, dominada por la tristeza y los recuerdos, ahora respondió cálidamente al contacto de Jondalar, y éste pronto cesó de inquietarse por la actitud taciturna de la joven.

Por la mañana, el aire continuaba fresco y la humedad condensada había cubierto de nuevo el suelo con el espectral resplandor de la helada. El agua estaba fría, pero les reanimó cuando la usaron para lavarse. Habían depositado la liebre de Jondalar, envuelta en su propia piel, bajo los carbones candentes, con el propósito de que se cociera en el transcurso de la noche. Cuando desprendieron la piel ennegrecida, la abundante capa de grasa invernal que estaba exactamente debajo había impregnado la carne generalmente flaca y a menudo correosa, y la cocción lenta en ese recipiente natural había permitido obtener un alimento jugoso y blanco. Era el mejor período del año para cazar animales de orejas largas.

Cabalgaron uno junto al otro a través de los pastos altos y maduros, sin apresurarse, pero manteniendo un ritmo regular y hablando a veces. Los animales pequeños abundaban en el camino hacia la Hermana, pero los únicos animales grandes que vieron a lo largo de toda la mañana se encontraban en el lado opuesto del río, muy lejos; un pequeño grupo de mamuts machos, que se dirigían al norte. Más avanzado el día, asimismo en la orilla opuesta, divisaron un rebaño formado por caballos y antílopes de la saiga. Whinney y Corredor también lo vieron.

—El tótem de Iza fue la Saiga —dijo Ayla—. Era un tótem muy poderoso para tratarse de una mujer. Incluso más poderoso que el tótem que presidió el nacimiento de Creb, el Gamo. Por supuesto, el Oso de la Caverna lo había elegido y fue su segundo tótem antes de convertirse en Mog-Ur.

—Pero tu tótem es el León de la Caverna. Es un animal mucho más poderoso que un antílope saiga —observó Jondalar.

—Lo sé. Es un tótem masculino, un tótem del cazador. Por eso al principio les fue tan difícil creerlo —repuso Ayla—. En realidad no me acuerdo, pero Iza me dijo que Brun incluso se enojó con Creb cuando éste lo mencionó en mi ceremonia de adopción. Por eso todos estaban seguros de que yo jamás tendría hijos. Ningún hombre tiene un tótem tan poderoso que pueda derrotar al León de la Caverna. Todos se sorprendieron mucho cuando quedé embarazada de Durc, pero estoy segura de que fue Broud quien lo inició, cuando me forzó. —Frunció el entrecejo ante el desagradable recuerdo—. Y si los espíritus del tótem tienen algo que ver con el comienzo de los niños, te diré que el tótem era el Rinoceronte Lanudo. Recuerdo que los cazadores del clan hablaban de un rinoceronte lanudo que mató a un león de la caverna, de modo que debió de ser bastante fuerte y, lo mismo que Broud, pudo comportarse con crueldad.

—Los rinocerontes lanudos son imprevisibles, y a veces malignos —dijo Jondalar—. Thonolan fue corneado por uno lejos de aquí. Habría muerto si los sharamudoi no nos hubieran encontrado. —El hombre cerró los ojos al evocar la terrible escena, y permitió que Corredor continuara avanzando sin guía. No hablaron durante un rato, hasta que por fin preguntó—: ¿Todos los miembros del clan tienen su tótem?

—Sí —replicó Ayla—. El tótem aporta guía y protección. Cada Mog-Ur del clan descubre el tótem del recién nacido, por lo general antes de que cumpla el año. En la ceremonia del tótem entrega al niño un amuleto que a veces lleva un trozo de la piedra roja. El amuleto es el lugar donde mora el espíritu del tótem.

—¿Quieres decir que es algo parecido al donii, el lugar en que descansa el espíritu de la Madre? —preguntó Jondalar.

—Creo que es algo semejante, pero el tótem protege al individuo, no el hogar, aunque se regocija si uno vive en un sitio conocido. Cada cual tiene que llevar consigo el amuleto. De ese modo el espíritu del tótem lo identifica. Creb me dijo que el espíritu de mi León de la Caverna no podría hallarme sin el amuleto. Si yo lo perdía, perdería su protección. Creb aseguró que si llegaba a perder mi amuleto, moriría —explicó Ayla.

Jondalar no había comprendido antes todas las implicaciones del amuleto de Ayla, ni la razón por la que ella lo protegía tanto. En ocasiones había pensado que la joven exageraba. Rara vez se lo quitaba, excepto para bañarse o nadar, y a veces ni siquiera entonces. Él había pensado que era una manera de aferrarse a su niñez en el clan, y abrigaba la esperanza de que en algún momento cesaría de depender del amuleto. Ahora comprendía que el asunto era más complejo de lo que había imaginado. Si un hombre de gran poder mágico le hubiera dado algo, diciéndole al mismo tiempo que moriría si llegaba a perderlo, él también habría adoptado una actitud protectora en lo concerniente al objeto en cuestión. Jondalar no dudaba de que el santón del clan, que había criado a Ayla, poseyera un auténtico poder proveniente del mundo de los espíritus.

—También tiene que ver con los signos que tu tótem te envía si adoptas la decisión acertada en relación con algo importante de tu vida —continuó Ayla. Una tenaz preocupación que había estado perturbándola la apremió con más fuerza. ¿Por qué su tótem no le había proporcionado alguna clase de signo para confirmar que había adoptado la decisión justa cuando resolvió acompañar a Jondalar en el viaje al hogar? Ayla no había descubierto un solo objeto que pudiese interpretar como un signo del tótem después de haberse separado de los mamutoi.

—No son muchos los zelandonii que tienen su tótem personal —dijo Jondalar—, pero algunos lo poseen. Suele ser considerado un hecho afortunado. Willomar tiene uno.

—Es el compañero de tu madre, ¿verdad? —preguntó Ayla.

—Sí. Thonolan y Folara nacieron ambos en su hogar, y él siempre me trató como si yo también hubiese nacido allí.

—¿Cuál es su tótem?

—El Águila Dorada. Cuentan que cuando él era niño, un águila dorada descendió planeando y le atrapó, pero su madre le aferró antes de que el ave pudiera llevárselo. Todavía tiene en el pecho las cicatrices de las garras. Sus Zelandoni dijeron que el águila le reconoció como uno de los suyos y acudió a buscarlo. Así supieron que era su tótem. Marthona cree que por eso a él le gusta tanto viajar. No puede volar como el águila, pero necesita ver la tierra.

—Es un tótem poderoso, como el León de la Caverna o el Oso de la Caverna —comentó Ayla—. Creb siempre decía que no era fácil vivir con los tótems poderosos, y es cierto; pero yo he recibido mucho. El mío incluso te trajo a mi lado. Creo que he sido muy afortunada. Jondalar, confío que el León de la Caverna te traiga suerte. Ahora es también tu tótem.

—Antes dijiste lo mismo —sonrió Jondalar.

—El León de la Caverna te eligió, y tienes las cicatrices que lo demuestran, del mismo modo que Willomar fue marcado por su tótem.

Jondalar permaneció en silencio un momento, en actitud pensativa.

—Quizá tengas razón. No lo había pensado.

Lobo, que había salido a explorar, apareció de pronto. Emitió un gruñido para atraer la atención de Ayla y a continuación se instaló al lado de Whinney. Ella solía observarle cuando corría, la lengua colgándole por un extremo de la boca, las orejas erguidas, moviéndose con el acostumbrado e infatigable ritmo del lobo, que le permitía cubrir todo el terreno, a través de las plantas de heno, tan altas que a veces lo ocultaban. Parecía feliz y alerta. Le encantaba alejarse y explorar por su cuenta, pero siempre regresaba, y eso complacía a Ayla, lo mismo que cabalgar con el hombre y el corcel al lado.

—Por el modo en que siempre hablas de él, creo que tu hermano seguramente era algo así como el hombre de tu hogar —dijo Ayla, reanudando la conversación—. A Thonolan también le gustaba viajar, ¿verdad? ¿Se parecía a Willomar?

—Sí, pero no tanto como yo me parezco a Dalanar. Todos se dan cuenta. Thonolan tenía mucho más de Marthona —dijo sonriendo Jondalar—, pero nunca fue elegido por un águila, y, por tanto, eso no explica su ansia de viajar. —Su sonrisa se desvaneció—. Las cicatrices de mi hermano eran el resultado del ataque de aquel rinoceronte lanudo imprevisible —reflexionó un momento—. Por otra parte, Thonolan también fue siempre un poco imprevisible. Quizá a causa de su tótem. Parece que no le trajo demasiada suerte, aunque de pronto los sharamudoi toparon con nosotros y nunca le vi tan feliz como después de conocer a Jetamio.

—No creo que el Rinoceronte Lanudo sea un tótem favorable —dijo Ayla—; me parece, en cambio, que el León de la Caverna sí que lo es. Cuando me eligió, incluso me dio las mismas marcas que el clan utiliza en un tótem del León de la Caverna, de forma que Creb las reconociese. Tus cicatrices no son marcas del clan, pero son claras. Fuiste marcado por un León de la Caverna.

—Desde luego, Ayla, no cabe duda de que tengo las cicatrices que demuestran que fui marcado por tu león de la caverna.

—Creo que el espíritu del León de la Caverna te eligió con el propósito de que el espíritu de tu tótem fuera lo bastante fuerte frente al mío, y así algún día podré tener hijos tuyos —dijo Ayla.

—Pensé que habías dicho que un niño comienza a crecer en una mujer gracias a un hombre y no a los espíritus —rebatió Jondalar.

—Es por un hombre, en efecto, pero tal vez los espíritus tengan que ayudarle. Puesto que yo tengo un tótem tan fuerte, el hombre que sea mi compañero también necesita un tótem fuerte. Es posible que la Madre decidiera decirle al León de la Caverna que te eligiese, porque de ese modo entre los dos podríamos formar niños.

De nuevo cabalgaron en silencio, sumidos cada uno en sus propios pensamientos. Ayla imaginaba una criatura parecida a Jondalar, excepto que era una niña, no un varón. Al parecer, ella no tenía suerte con los varones. Tal vez pudiera conservar a una hija.

Jondalar pensaba también en lo mismo. Si era cierto que un hombre iniciaba la vida con su órgano, ciertamente habían ofrecido al niño muchas oportunidades de comenzar a ser. ¿Por qué ella no estaba embarazada?

«¿Estaría Serenio embarazada cuando me marché?», pensó. «Me alegro de que haya encontrado a alguien con quien ser feliz, pero me gustaría que le hubiese confiado algo a Roshario. ¿Los niños que vengan al mundo serán hasta cierto punto parte de mí mismo?». Jondalar pasó revista mentalmente a las mujeres que había conocido, y recordó a Noria, la joven del pueblo de Haduma con quien había compartido los ritos de iniciación. Tanto Noria como la propia Haduma, al parecer, estaban convencidas de que el espíritu de Jondalar había penetrado en ella y de que había comenzado una vida nueva. Suponían que debía dar a luz un hijo con los ojos azules como los de Jondalar. Incluso se proponían llamarle Jondal. Se preguntó si habría sido así, si realmente su espíritu se fundió con el de Noria para que germinara una nueva vida.

El pueblo de Haduma no quedaba muy lejos, estaba situado en una dirección conveniente, hacia el norte y el oeste. Tal vez pudieran ir a visitarlo, pero, de pronto, comprendió que en realidad él no sabía cómo encontrarlo. Se habían acercado al lugar donde él y Thonolan acamparon. Jondalar sabía que sus cavernas permanentes estaban no sólo al oeste de la Hermana, sino al oeste del Río de la Gran Madre, pero desconocía el lugar exacto. Recordó que a veces cazaban en las regiones entre ambos ríos, mas éste no era un dato preciso. Probablemente nunca sabría si Noria había tenido aquel hijo.

Los pensamientos de Ayla habían pasado de la idea de esperar hasta que llegaran al hogar de Jondalar para comenzar a tener hijos, a la evocación del pueblo de Jondalar y sus características. Se preguntaba si la aceptarían. Después de conocer a los sharamudoi, confiaba un poco más en la posibilidad de que aquí o allá hubiera un lugar para ella; pero no estaba segura de que fuese con los zelandonii. Recordó que Jondalar había reaccionado con auténtico rechazo cuando se enteró de que el clan la había criado. Tampoco podía olvidar el extraño comportamiento del hombre el invierno precedente, mientras vivían con los mamutoi.

En parte aquella actitud tenía que ver con Ranec. Ella llegó a enterarse antes de la partida, aunque al principio no lo había entendido. Los celos no intervenían en su educación. Aunque sintiera algo parecido, un hombre del clan jamás demostraría celos de una mujer. No obstante, la extraña conducta de Jondalar también respondía a su preocupación por la forma en que su propio pueblo aceptaría a Ayla. Ella sabía ahora que, pese a que él la amaba, le avergonzaba que hubiera vivido con el clan, y en especial le avergonzaba su hijo. Por fortuna parecía que aquello ya no le preocupaba. Durante su estancia con los sharamudoi, había adoptado una actitud protectora con respecto a Ayla, y no se había sentido en absoluto incómodo cuando se reveló el pasado de la joven en el Clan; pero si sus sentimientos fueron otros al principio, sin duda debió de tener algún motivo para ello.

Bien, Ayla amaba a Jondalar y deseaba vivir con él; además, ahora ya era demasiado tarde para cambiar de idea. Por consiguiente, abrigaba la esperanza de haber hecho lo adecuado al acompañarle. Sintió de nuevo el deseo de que el tótem del León de la Caverna le proporcionara alguna señal que le confirmarse si había procedido bien; sin embargo, no existía el menor indicio de que fuera a producirse signo alguno.

A medida que los viajeros se acercaban a la turbulenta superficie de agua en la confluencia del Río de la Hermana con el Río de la Gran Madre, la marga suelta y quebradiza —arena y arcilla con abundancia de calcio— de las terrazas altas daba paso a la grava y el suelo de loess de los niveles inferiores.

En aquel mundo azotado por los vientos, las cumbres montañosas heladas colmaban con el agua del deshielo los arroyos y los ríos durante la estación más cálida. Casi en las postrimerías de la estación, cuando se sumaban las intensas lluvias que se acumulaban en forma de nieve en las elevaciones superiores, liberadas súbitamente a causa de los bruscos cambios de temperatura, los rápidos arroyos se convertían en inundaciones torrenciales. Como en la cara occidental de las montañas no había lagos que retuvieran el diluvio cada vez más intenso, formando un depósito natural y vertiendo el exceso en un caudal más discreto, la marea cada vez más caudalosa descendía por las empinadas laderas. Las aguas en cascada arrancaban arena y grava de las piedras areniscas, las piedras calizas y los esquistos de las montañas, enviándolas al río poderoso para depositarlas en los lechos y las llanuras aluviales.

Las llanuras centrales, otrora suelo de un mar interior, ocupaban una cuenca entre dos grandes cadenas montañosas, al este y al oeste, y las tierras altas al norte y al sur. Con un volumen casi igual al de la impetuosa Madre cuando se acercaba al punto de reunión, la embravecida Hermana retenía el drenaje de parte de las llanuras, así como de toda la cara occidental de la cadena montañosa, la cual formaba en torno un gran arco hacia el noroeste. El Río de la Hermana corría a lo largo de la depresión inferior de la cuenca para entregar su ofrenda de agua a la Gran Madre de los Ríos, pero su corriente violenta se veía rechazada por el nivel más alto de agua de la Madre, colmada ya su capacidad. Obligado a volver sobre sí mismo, se deshacía de su caudal en un torbellino de contracorrientes y desbordamientos cada vez más avasalladores y destructivos.

Cerca del mediodía, el hombre y la mujer se aproximaron al desierto pantanoso de matorrales semisumergidos y bosquecillos ocasionales cuyos árboles tenían la base del tronco bajo el agua. Ayla pensó que la semejanza con el anegado pantano del delta oriental se acentuaba a medida que se acercaban, con la diferencia de que las corrientes y las contracorrientes de los ríos que confluían eran torbellinos remolineantes. Ahora que el tiempo era mucho más frío, los insectos molestaban menos, pero los cadáveres de animales hinchados, parcialmente devorados y putrefactos que habían sido sorprendidos por la corriente, revelaban que todo tenía su precio. Hacia el sur, un macizo de laderas pobladas de árboles emergía de una bruma púrpura provocada por los agitados torbellinos.

—Sin duda, ésas son las colinas boscosas de las que nos habló Carlono —dijo Ayla.

—Sí, pero son algo más que colinas —explicó Jondalar—. Alcanzan más altura de lo que parece a primera vista, y se extienden largo trecho. El Río de la Gran Madre discurre hacia el sur hasta que tropieza con ese obstáculo. Esas colinas obligan a la Madre a virar hacia el este.

Cabalgaron alrededor de un estanque ancho y tranquilo, un remanso separado de las aguas turbulentas, y se detuvieron en la orilla oriental del río de aguas caudalosas, a cierta distancia de la confluencia. Cuando Ayla miró en dirección a la otra orilla, más allá del gran espejo de agua, empezó a comprender las advertencias de Jondalar acerca de la dificultad de cruzar el Río de la Hermana.

Las aguas lodosas, que remolineaban en torno a los delgados troncos de los sauces y los alerces, arrancaban los árboles cuyas raíces no estaban bien afirmadas en el suelo de las islas bajas, rodeadas por canales en las estaciones más secas. Muchos árboles se inclinaban formando ángulos precarios, y las ramas y los troncos desnudos arrancados de los bosques del curso superior estaban atrapados en el lodo de las orillas o bien describían círculos en una aturdida danza en medio del río.

Ayla se preguntó cómo lograrían cruzar el río.

—¿Dónde crees que deberíamos cruzar? —inquirió.

Jondalar sintió deseos de que el gran bote ramudoi que los había rescatado a Thonolan y a él mismo pocos años antes apareciera para llevarlos a la otra orilla. El recuerdo de su hermano le provocó de nuevo una penetrante punzada de dolor, pero ahora también experimentó una súbita inquietud por Ayla.

—Me parece evidente que no podemos cruzar por aquí —contestó—. Ignoraba que la situación se agravaría con tanta rapidez. Tenemos que remontar el curso, buscar un lugar más fácil para intentarlo. Lo único que pido es que no llueva otra vez antes de que lo encontremos. Otra tormenta como la última, y toda esta llanura quedaría sumergida. No me extraña que abandonaran ese campamento de verano.

—El río no crecerá tanto, ¿verdad? —preguntó Ayla, agrandados los ojos por el miedo.

—No creo que lo haga todavía, pero podría llegar a eso. Toda el agua que caiga en esas montañas acabará por llegar aquí. Además, pueden producirse fácilmente inundaciones súbitas que desciendan por el arroyo cercano al campamento. Y eso es probablemente lo que sucederá. Ayla, hemos de darnos prisa. Éste no es un lugar seguro si vuelve a llover —dijo Jondalar, al tiempo que echaba una ojeada al cielo. Animó a los caballos a galopar, y éstos lo hicieron con tal rapidez que Lobo se vio en dificultades para seguirles. Un rato después, Jondalar les permitió que aminorasen la marcha, pero sin volver al trote más bien lento que los corceles habían mantenido antes.

Jondalar se detenía de tanto en tanto, examinaba el río y su orilla más lejana antes de continuar hacia el norte y escudriñaba ansioso el cielo. En efecto, el río parecía estrecharse en algunos lugares y ensancharse en otros, pero era tan caudaloso y ancho que no ofrecía seguridad alguna. Continuaron cabalgando hasta que casi se hizo de noche antes de encontrar un lugar conveniente para cruzar, pero Jondalar insistió en continuar hasta llegar a un nivel más elevado donde pernoctar. Se detuvieron sólo cuando estaba demasiado oscuro para seguir viajando sin peligro.

—¡Ayla! ¡Ayla! ¡Despierta! —dijo Jondalar, moviéndola suavemente—. Tenemos que ponernos en marcha.

—¿Qué? ¡Jondalar! ¿Qué sucede? —preguntó Ayla.

Por lo general se despertaba antes que él; por eso la desconcertó que Jondalar la llamara tan temprano. Cuando apartó a un lado la piel de dormir, sintió el aire frío, y entonces advirtió que la solapa de la tienda estaba abierta. La radiación difusa de las nubes inquietas quedó enmarcada en la abertura y aportó la única iluminación dentro de la tienda. Ayla apenas podía distinguir la cara de Jondalar a la luz grisácea, pero lo que vio fue suficiente para que comprendiese por qué estaba preocupado; también ella se estremeció con cierta aprensión.

—Tenemos que partir —dijo Jondalar. Apenas había dormido durante la noche. No podía definir con exactitud cuál era la causa por la que intuía que debían atravesar el río cuanto antes, pero ese sentimiento era tan intenso que le producía un nudo en la boca del estómago, más por Ayla que por él.

Ayla se incorporó sin pedir explicaciones. Sabía que él no la habría despertado de no haber creído que la situación era grave. Se vistió deprisa y luego se dispuso a coger los utensilios que usaba para hacer fuego.

—No perdamos tiempo en encender el fuego esta mañana —dijo Jondalar.

Ella frunció el entrecejo, pero después asintió y se limitó a servir un poco de agua fría para ambos. Arreglaron las cosas mientras ingerían tortas del alimento preparado para el viaje. Cuando estuvieron dispuestos para partir, Ayla buscó con la mirada a Lobo, pero el animal no estaba en el campamento.

—¿Dónde está Lobo? —dijo Ayla, con un contenido matiz de desesperación en su voz.

—Probablemente habrá ido a cazar. Ayla, nos alcanzará. Siempre sucede así.

—Lo llamaré silbando —dijo ella, y lanzó al aire de la madrugada el silbido peculiar que usaba para llamarlo.

—Vamos, Ayla. Tenemos que marcharnos —apremió Jondalar, quien experimentaba cierta irritación ya conocida a causa del lobo.

—No me iré sin él —aseguró Ayla, silbando de nuevo con más fuerza.

—Tenemos que encontrar un lugar para cruzar el río antes de que comience la lluvia, porque, de lo contrario, quizá no logremos pasar —dijo Jondalar.

—¿No podemos continuar remontando el curso? El río tiene que estrecharse, ¿verdad? —arguyó la joven.

—Cuando comience a llover, se ensanchará en lugar de estrecharse. Incluso en el curso superior será más grande que aquí ahora mismo, y no sabemos qué clase de ríos descenderán de esas montañas. Es fácil que nos arrastre una inundación repentina. Dolando dijo que eran normales apenas comenzaban las lluvias. O tal vez nos corte el paso un afluente importante. Y en ese caso, ¿qué haremos? ¿Continuaremos subiendo la montaña para rodearla? Debemos cruzar el Hermana mientras podamos —dijo Jondalar. Montó a Corredor y miró a la mujer, de pie junto a la yegua, con las angarillas detrás.

Ayla le dio la espalda y volvió a silbar.

—Ayla, tenemos que irnos.

—¿Por qué no podemos esperar un poco? Vendrá.

—Es sólo un animal. Para mí tu vida es más importante que la suya.

Ayla se volvió a mirarle, y después desvió los ojos, fruncido el ceño. ¿Esperar era tan peligroso como creía Jondalar? ¿O él sencillamente estaba impacientándose? Y si era así, ¿la vida de Jondalar no debía ser también para ella más importante que la de Lobo? En ese preciso momento apareció Lobo. Ayla suspiró aliviada mientras él saltaba para saludarla, apoyando las patas en los hombros de la joven y lamiéndole el mentón. Ella montó en Whinney, utilizando una de las estacas de las angarillas para ayudarse en el salto. A continuación ordenó a Lobo que permaneciera cerca y siguió a Jondalar y Corredor.

No hubo amanecer. El día a lo sumo alcanzó un poco más de claridad, pero nunca hubo verdadera luz. El dosel de nubes estaba muy lejos, de modo que el cielo mostraba un gris uniforme, y en el aire flotaba una fría humedad. Más avanzada la mañana, se detuvieron para descansar. Ayla preparó una infusión caliente que les reconfortó, y después sirvió una sopa espesa acompañada de una torta del alimento para viajes. Agregó hojas de acedera y escaramujos de rosas silvestres, tras eliminar las semillas y el filtrante vello interior, así como unas pocas hojas del mismo matorral de rosas silvestres que crecían en las inmediaciones. Durante un rato, la infusión y la sopa caliente parecieron calmar la inquietud de Jondalar, hasta que vio cómo empezaban a formarse nubes más oscuras.

Urgió a Ayla a guardar deprisa sus cosas y reanudaron la marcha. Jondalar vigilaba ansioso el cielo, para ver el avance de la tormenta inminente. También observaba el río, buscando un lugar para cruzarlo. Abrigaba la esperanza de hallar un sitio en el que la corriente veloz fuese más tranquila: un lugar más ancho y menos profundo, o una isla, o incluso un banco de arena entre las dos orillas. Por último, temiendo que la tormenta no tardaría mucho más en desencadenarse, decidió que se arriesgaría, pese a que el tumultuoso río de la Hermana no parecía distinto que en otro lugar cualquiera de su curso. Consciente de que cuando comenzara a llover empeoraría la situación, enfiló hacia un sector de la orilla cuyo acceso parecía bastante fácil. Se detuvieron y desmontaron.

—¿Crees que deberíamos cruzar a caballo? —preguntó Jondalar, mientras miraba nervioso el cielo amenazador.

Ayla examinó el río de curso rápido y los restos que transportaba. A menudo pasaban flotando grandes árboles y otros muchos desgajados, arrastrados desde lugares más elevados de las montañas. Se estremeció al ver el cadáver grande e hinchado de un ciervo, las astas enredadas en las ramas de un árbol que se encontraba varado cerca de la orilla. El animal muerto le hizo sentir temor por los caballos.

—Creo que quizá sería más fácil para ellos si no los montásemos —dijo—. Pienso que deberíamos nadar a su lado.

—Me parece bien —convino Jondalar.

—Pero necesitaremos agarrarnos de una cuerda —agregó Ayla.

Sacaron unos pedazos de cuerda, examinaron los arneses y los canastos para comprobar que la tienda, los alimentos y las escasas y preciadas pertenencias estaban seguros. Ayla desenganchó las angarillas que Whinney arrastraba, pues pensó que era demasiado peligroso que la yegua intentara nadar en el río tumultuoso con el arnés completo; sin embargo, no quería perder las estacas y el bote redondo si podían evitarlo. Con este propósito unieron con cuerdas las largas pértigas. Mientras Jondalar aseguraba un extremo al costado del bote redondo, Ayla ataba el otro al arnés utilizado para sujetar el canasto y la alforja de Whinney. Hizo un nudo corredizo que podía soltarse fácilmente si lo consideraba necesario. Después, la mujer agregó otra cuerda, mucho más firme, al cordel plano trenzado que pasaba por detrás de las patas delanteras de la yegua, le cruzaba el pecho y servía para asegurar la manta de Ayla sobre el lomo del animal. Jondalar colocó una cuerda igual a Corredor; después, se quitó las botas, la protección interior que le cubría los pies y las pesadas prendas y pieles de abrigo. Si se empapaban, le harían caer al fondo del río, impidiéndole nadar. Hizo un bulto con todo ello y lo colocó sobre la alforja, aunque conservó puestos la túnica interior y los calzones. Incluso mojado, el cuero podía calentar un poco. Ayla hizo otro tanto.

Los animales percibieron el apremio y la ansiedad de los humanos; además, estaban inquietos a causa del movimiento impetuoso del agua. Los caballos se habían apartado del ciervo muerto y ahora daban pequeños saltos, alzaban bruscamente la cabeza y revolvían los ojos; sus orejas se mantenían erguidas, apuntaban hacia delante, en posición de alerta. En cambio, Lobo se había acercado al borde del agua para investigar el despojo del ciervo, aunque sin entrar en el río.

—Ayla, ¿cómo crees que se comportarán los caballos? —preguntó Jondalar, mientras comenzaban a caer gruesas gotas de lluvia.

—Están inquietos, pero supongo que se las arreglarán perfectamente, sobre todo porque estaremos con ellos; pero no estoy segura acerca de Lobo —dijo Ayla.

—No podemos transportarlo a través del río. Tendrá que darse maña él solo…, lo sabes —advirtió Jondalar. No obstante, al ver la angustia de Ayla, agregó—: Lobo es un buen nadador; se las compondrá bien.

—Eso espero —dijo Ayla, arrodillándose para abrazar al lobo.

Jondalar notó que las gotas de lluvia caían con mayor intensidad y fuerza.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo, y aferró directamente el cabestro de Corredor, pues la cuerda para conducirlo estaba atada más atrás. Cerró los ojos un momento y formuló mentalmente el deseo de que la suerte les favoreciese. Pensó en Doni, la Gran Madre Tierra, pero no se le ocurrió nada que prometerle a cambio de la seguridad de todos. De cualquier manera, solicitó en silencio ayuda para cruzar el Río de la Hermana. Aunque sabía que les llegaría la hora, no deseaba encontrarse con la Madre precisamente ese día, y lo que era aún más importante, no quería perder a Ayla.

El corcel agitó la cabeza y trató de retroceder cuando Jondalar le llevó a la orilla del río.

—Cálmate, Corredor —murmuró el hombre. El agua fría le bañó los pies desnudos y ascendió luego por las pantorrillas y los muslos. Cuando estuvo en el agua, Jondalar soltó el cabestro de Corredor, permitiéndole que se adelantara, y enrolló la cuerda alrededor de su mano. Confiaba en que el animal joven y robusto encontraría el modo de cruzar.

Ayla rodeó varias veces su mano con la cuerda sujeta a la cruz de la yegua, y después cerró con fuerza el puño para sostenerse mejor. Finalmente, comenzó a entrar en el río, detrás del hombre de elevada estatura, caminando al lado de Whinney. Mantuvo tensa la otra cuerda, la que estaba asegurada a las estacas y el bote, para evitar que se enredara mientras se introducían en el agua.

La joven notó inmediatamente el agua fría y la presión de la intensa corriente. Miró hacia atrás, a la orilla que acababa de dejar. Lobo continuaba allí, avanzando y retrocediendo, gimiendo ansioso, vacilante ante la perspectiva de entrar en las aguas rápidas del río. Ayla le llamó, tratando de alentarlo. El animal iba y venía, miraba el agua y la distancia cada vez mayor que lo separaba de la mujer. De pronto, en el momento mismo en que la lluvia comenzó a caer copiosamente, se sentó sobre las patas traseras y aulló. Ayla silbó para atraer su atención, y después de unos cuantos intentos más, Lobo se zambulló por fin y empezó a nadar en dirección a ella. Ayla volvió a concentrar su atención en el caballo y el río que se extendía al frente.

La lluvia, cada vez más intensa, parecía alisar las olas inquietas a lo lejos, pero cerca las aguas agitadas estaban más atestadas de restos de lo que ella había imaginado. Troncos rotos y ramas remolineaban en torno y le golpeaban el cuerpo; algunos tenían hojas, otros estaban saturados de agua y casi hundidos. Los animales hinchados eran peores, a menudo presentaban el cuerpo desgarrado por la violencia de la inundación que los había sorprendido y lanzado ladera abajo, hacia el río fangoso.

Vio varios ratones de los alerces y roedores de los pinos. Fue más difícil reconocer una gran ardilla de tierra; el pelaje pardo claro estaba oscurecido, y la espesa y esponjosa cola parecía aplastada. Un lemming, con su largo pelo blanco de invierno, aplastado pero brillante, que crecía entre el pelaje gris estival que parecía negro, tenía la base de las patas cubierta ya de pelo negro. Probablemente procedía de un lugar alto de la montaña, cerca de la nieve. Los animales grandes estaban más dañados. Una gamuza que pasó flotando tenía un cuerno roto y había perdido la piel de la mitad de la cara, por lo que el músculo rosáceo quedaba al descubierto. Cuando Ayla vio el cadáver de un joven leopardo de la nieve, volvió a mirar, buscando de nuevo a Lobo; pero no lo divisó.

Sin embargo, advirtió que la cuerda que flotaba detrás de la yegua se había enroscado alrededor de un tocón, y el animal lo arrastraba al mismo tiempo que las pértigas y el bote. El tocón, con sus raíces que se abrían, suponía una carga innecesaria y disminuía la rapidez de los movimientos de Whinney. Ayla miró y torció la cuerda, en un intento de acercarla, pero de pronto se soltó sola. Una pequeña rama ahorquillada seguía aún enganchada, pero no ofrecía motivo de inquietud. Preocupaba a la joven que no hubiera la más mínima señal de Lobo, si bien sólo su cabeza asomaba fuera del agua, y por tanto, casi no podía ver. Aquella situación la inquietaba, en especial porque nada podía hacer para mejorarla. Lanzó de nuevo el característico silbido de llamada, pero al instante se preguntó si el animal podría oírla a causa del estrépito de las aguas.

Se volvió y observó preocupada a Whinney, porque temía que el pesado tocón la hubiera fatigado; pero la yegua todavía nadaba vigorosamente. Ayla miró después frente a sí y le alivió comprobar que Corredor avanzaba al lado de Jondalar. Ayla movía las piernas y el brazo libre, pues no quería sobrecargar a Whinney. Sin embargo, a medida que la situación se prolongaba y su cuerpo surcaba el agua arrastrado por la cuerda, se dio cuenta de que comenzaba a temblar. Le pareció que el cruce del río se prolongaba de forma insoportable. La orilla opuesta aún parecía estar muy lejana. El temblor del cuerpo no fue demasiado grave al principio, pero cuanto más larga se hacía la permanencia en el agua fría, iba en aumento y llegó a ser constante. Sentía los músculos muy tensos y le castañeteaban los dientes.

Otra vez miró hacia atrás y a su alrededor por si veía a Lobo, mas fue en vano. Pensó que debía de regresar a buscarlo, porque sin duda estaría muerto de frío. Ayla tiritaba, pero aun así la animó imaginar que a lo mejor Whinney podría dar la vuelta y rescatar al lobo. Se afanó inútilmente por hablar; tenía el mentón tan tenso y los dientes le castañeaban de tal modo que no pudo pronunciar palabra. De todos modos, pensó que Whinney no debía ocuparse de aquella tarea. Ella misma lo haría. Intentó soltar la cuerda que le rodeaba la mano, pero estaba demasiado tirante y enredada, y la mano, además, tan entumecida que apenas podía sentirla. Quizá Jondalar pudiera regresar a buscarlo. ¿Dónde estaría Jondalar? ¿En el río? ¿Habría ido en auxilio de Lobo? Otro tronco se enredó en la cuerda. «Tengo que… hacer…, hacer algo…, soltar la cuerda…, peso demasiado para Whinney», pensó Ayla angustiada.

La mujer temblaba, pero sus músculos estaban tan tensos que no podía moverse. Cerró los ojos para descansar. Era realmente agradable cerrar los ojos… y descansar.