Capítulo 5

Los últimos rayos del sol estival atravesaron las ramas de los árboles cuando el astro ya tocaba el borde de las mesetas que se extendían hacia el oeste. Con una sonrisa satisfecha destinada a Jondalar, Ayla hundió la mano en el cuenco para retirar la última frambuesa madura, y se la introdujo en la boca. Después, se puso de pie para limpiar y ordenar las cosas, de modo que por la mañana pudieran partir cómodamente y sin demora.

Dio a Lobo los restos que había en los cuencos, y agregó granos partidos y tostados —las semillas de trigo silvestre, cebada y pie de ánade que Nezzie le había entregado al partir— a la sopa caliente y la dejó al borde del fuego. La carne asada de bisonte y la lengua que habían sobrado de la comida las colocó en una alforja de cuero crudo, en la que guardaba comida. Unió los bordes del gran envoltorio de cuero duro, lo aseguró con cordeles sólidos y lo suspendió del centro de un trípode formado por largas estacas, para mantenerlo fuera del alcance de los merodeadores nocturnos.

Aquellas estacas eran árboles enteros, altos, estrechos y rectos, despojados de las ramas y la corteza. Ayla los llevaba para usarlos como apoyos especiales; sobresalían detrás de los dos canastos que Whinney transportaba, del mismo modo que Jondalar llevaba las estacas más cortas que utilizaban para montar la tienda. Las estacas largas también eran empleadas a veces para formar unas angarillas que los caballos arrastraban, en las cuales podían transportarse cargas pesadas o voluminosas. Llevaban consigo las largas estacas de madera porque los árboles que pudieran servir para obtener piezas semejantes rara vez crecían en las estepas abiertas. Incluso en las proximidades de los ríos por lo general sólo se encontraban matorrales enmarañados y poco más.

Cuando la penumbra se acentuó, Jondalar agregó más madera al fuego; luego cogió la lámina de marfil con el mapa grabado y la acercó a la luz del fuego para estudiarla. Cuando Ayla terminó y se sentó a su lado, Jondalar parecía distraído, y en su rostro se reflejaba una inquietud ansiosa que ella había observado con frecuencia en los últimos días. Le miró un momento y después agregó piedras al fuego con el propósito de hervir agua para la infusión de la noche, como era su costumbre; pero en lugar de las hierbas sabrosas aunque inocuas que solía beber, extrajo algunos paquetes de su bolso de piel de nutria. Una infusión calmante podía ser útil, quizá matricaria o raíz de aguileña, en un cocimiento de aspérula, aunque lo que la preocupaba era no conocer el problema que a él le inquietaba. Ansiaba preguntarle, pero no estaba segura de que fuera lo más conveniente. Por fin, se decidió.

—Jondalar, ¿recuerdas el invierno pasado, cuando no estabas seguro de lo que yo sentía y yo no estaba segura de lo que tú sentías? —dijo Ayla.

Él había estado tan absorto en sus pensamientos que necesitó unos instantes antes de comprender la pregunta.

—Por supuesto, lo recuerdo. Ahora tú no dudas de lo mucho que te amo, ¿verdad? Yo tampoco dudo acerca de tus sentimientos hacia mí.

—No, no tengo ninguna duda, pero puede haber malentendidos acerca de muchas cosas, y no sólo en lo referente a tu amor por mí o a mi amor por ti, y no quiero que vuelva a suceder nada semejante a lo del último invierno. Creo que no podría soportar que surgieran más problemas sólo porque no hablamos de ellos. Antes de salir de la Reunión de Verano prometiste que si algo te molestaba, me lo dirías. Jondalar, algo te molesta, y quiero que me digas de qué se trata.

—No es nada, Ayla. Nada que deba preocuparte.

—Sin embargo, te preocupa a ti. Si algo te inquieta, ¿no crees que yo debería saberlo? —preguntó Ayla.

De un cesto de mimbre donde había varios cuencos y utensilios cogió dos pequeños recipientes, cada uno tejido con fina corteza de junco que formaba una delicada trama. Se interrumpió un momento, sin dejar de pensar, y después eligió las hojas secas de matricaria y aspérula, agregadas a la manzanilla para Jondalar, y sólo la camomila para ella misma, y llenó los contenedores.

—Si a ti te inquieta, también a mí debe inquietarme. ¿No viajamos acaso juntos?

—Bien, sí, pero yo soy quien decide y no quiero inquietarte sin necesidad —dijo Jondalar, y se levantó para acercarse a la bota de agua, que colgaba de un poste cercano a la entrada de la tienda, a pocos pasos del fuego. Echó una cantidad de líquido en un pequeño cuenco para cocinar y agregó las piedras calientes.

—No sé si es necesario o no, pero ya estás inquietándome. ¿Por qué no me explicas la razón?

Ayla puso los recipientes en las bandejas individuales de madera, vertió sobre ellos agua caliente y los apartó a un costado para que la infusión se concentrara.

Jondalar tomó la lámina grabada de colmillo de mamut y la examinó; sentía deseos de que aquel objeto le dijera lo que le esperaba en el camino y si, en efecto, estaba adoptando la mejor decisión. Cuando se trataba sólo de su hermano y del propio Jondalar, no importaba demasiado. Realizaban un viaje, una aventura, y lo que ocurriese era parte de sus andanzas. Entonces no estaba seguro de que jamás retornarían; ni siquiera estaba seguro de desearlo. La mujer a quien le habían prohibido amar había elegido un camino que llevaba incluso más lejos, y la mujer con quien se esperaba que él se uniese era… no precisamente la que él quería. Pero este viaje era distinto. Esta vez marchaba junto a una mujer a la que amaba más que a su propia vida. No sólo deseaba volver al hogar, sino que deseaba que ella llegase sana y salva. Cuanto más pensaba en los posibles peligros que podía encontrar a lo largo del camino, más imaginaba otros incluso más graves; pero sus vagas inquietudes no podía explicarlas fácilmente.

—Me preocupa cuánto tiempo nos llevará este viaje. Necesitamos llegar a ese glaciar antes de que termine el invierno —dijo.

—Ya me explicaste antes eso mismo —dijo Ayla—. Pero ¿por qué? ¿Qué sucedería si no llegásemos en el momento que tú dices? —preguntó la joven.

—El hielo empieza a fundirse en primavera y entonces es demasiado peligroso para intentar cruzarlo.

—Bien, si es demasiado peligroso, no lo intentaremos. Pero ¿qué haremos si no podemos cruzar? —preguntó Ayla, obligando a Jondalar a pensar en alternativas que él había rehuido hasta ese momento—. ¿Hay algún otro modo de llegar?

—No estoy seguro. El hielo que tenemos que cruzar es sólo un pequeño glaciar en forma de meseta, en las tierras altas, al norte de las grandes montañas. Hay una región al norte, pero nadie ha seguido nunca ese camino. Nos alejaría todavía más de nuestra ruta, y es muy frío. Dicen que allí el hielo del norte está más cerca y que penetra profundamente hacia el sur de esa región. La zona entre las altas montañas del sur y el gran hielo del norte es la más fría. Nunca se calienta, ni siquiera en verano —dijo Jondalar.

—Pero ¿acaso no hace frío en ese glaciar que tú quieres cruzar?

—Por supuesto, hace frío también en el glaciar, pero es un camino más corto, y una vez al otro lado, se necesitan pocos días para llegar a la Caverna de Dalanar. —Jondalar dejó el mapa en el suelo para recibir la taza con la infusión caliente que Ayla le tendía y miró un momento el contenido humeante—. Imagino que podríamos intentar una ruta por el norte, rodeando el glaciar de la meseta, si fuera necesario, pero no lo deseo. Y de todos modos, ése es terreno llano —intentó explicar.

—¿Quieres decir que la gente del clan vive al norte de ese glaciar que nosotros debemos cruzar? —preguntó Ayla, deteniéndose cuando ya se disponía a retirar de la bandeja el recipiente. Sentía una extraña mezcla de temor y excitación.

—Lo siento. Creo que debería llamarlos gente del clan, pero no son los mismos que tú conoces. Viven muy lejos de aquí, no podrías imaginar cuán lejos. De ningún modo son los mismos.

—En realidad sí, Jondalar —dijo Ayla, y bebió un sorbo del líquido caliente y espeso—. Quizá su lenguaje cotidiano y sus costumbres sean un tanto distintos, pero la gente del clan tiene los mismos recuerdos, por lo menos los que se refieren a los hechos más antiguos. Incluso en la Reunión del Clan todos conocían el antiguo lenguaje de los signos, que se usa para invocar al mundo de los espíritus y se comunicaban entre ellos utilizándolo —dijo Ayla.

—Pero no quieren vernos en su territorio —dijo Jondalar—. Ya nos explicaron eso cuando Thonolan y yo estuvimos en la orilla prohibida del río.

—Estoy segura de que lo que dices es cierto. La gente del clan no quiere estar cerca de los Otros. De modo que si no podemos cruzar el glaciar cuando lleguemos allí, y tampoco podemos rodearlo, ¿qué haremos? —preguntó Ayla, volviendo al problema inicial—. ¿No podríamos esperar hasta que el glaciar nos ofrezca seguridad para reanudar la marcha?

—Sí; imagino que tendremos que hacer eso, pero puede transcurrir un año hasta el invierno próximo.

—Pero si esperamos un año, ¿lo lograremos? ¿Hay algún lugar donde podamos esperar?

—Bueno, sí; podríamos vivir con cierta gente. Los losadunai siempre se mostraron amistosos. Pero, Ayla, quiero volver a casa —dijo Jondalar, con un tono tan angustiado que ella comprendió cuán importante era para él—. Deseo que nos asentemos.

—Jondalar, yo también quiero asentarme y creo que deberíamos hacer todo cuanto esté a nuestro alcance para llegar allí cuando todavía sea segura la travesía por el glaciar. Pero si es demasiado tarde, eso no significa que no volvamos a tu hogar. Significa únicamente una espera más prolongada. Y continuaríamos juntos.

—Es cierto —asintió Jondalar, aunque con un aire muy poco feliz—. Creo que no sería tan grave si, en efecto, llegásemos tarde, pero no quiero esperar un año entero —dijo, y después frunció el entrecejo—. Y tal vez si fuésemos por el otro camino, llegaríamos a tiempo. Aún no es demasiado tarde.

—¿Hay otra manera de llegar?

—Sí; Talut me explicó que podíamos rodear el extremo norte de la cordillera a la cual nos estamos acercando. Y Rutan, del Campamento del Espolín, dijo que el camino estaba al noroeste de este lugar. He estado pensando que quizá deberíamos seguir esa ruta, pero había abrigado la esperanza de ver una vez más a los sharamudoi. Si no los veo ahora, creo que nunca volveré a encontrarme con ellos. Y esa gente vive cerca del extremo sur de las montañas, a lo largo del Río de la Gran Madre —aclaró Jondalar.

Ayla asintió, en actitud reflexiva. «Ahora lo entiendo», pensó.

—Los sharamudoi son la gente con la que tú viviste un tiempo y tu hermano se unió con una mujer de ese pueblo, ¿verdad?

—Sí; para mí es como si fueran de mi familia.

—En ese caso, por supuesto debemos ir hacia el sur, y así podrás visitarlos por última vez. Tú amas a esa gente. Si eso significa que no podemos llegar a tiempo al glaciar, aguardaremos hasta la temporada siguiente para cruzar. Incluso si eso significase esperar otro año antes de llegar a tu hogar, ¿no crees que valdría la pena ese retraso para ver de nuevo a tu otra familia? Si parte de la razón por la cual quieres volver a tu hogar es comunicar a tu madre lo que le sucedió a tu hermano, ¿no crees que los sharamudoi querrán saber a su vez lo que le pasó? También eran parte de su familia.

Jondalar acentuó el ceño, pero después se le iluminó la cara.

—Tienes razón, Ayla. Querrán saber lo que le sucedió a Thonolan. Estaba tan preocupado tratando de decidir cuál era la actitud acertada, que no pensé demasiado en eso.

Sonrió, aliviado.

Jondalar contempló las llamas que bailoteaban sobre los trozos de madera ennegrecida, saltando y brincando en alegre crepitar poco duradero, mientras con su luz rechazaban las sombras. Sorbió su infusión, sin dejar de pensar en el largo viaje que les esperaba, pero ya no se sentía tan angustiado. Miró a Ayla.

—Era necesario comentar el problema. Creo que todavía no me he acostumbrado a hacer partícipe de mis preocupaciones a otra persona. Además, me parece que lograremos cruzar a tiempo; si no fuera así, no habría comenzado por elegir esta ruta. El viaje será más largo, pero por lo menos conozco bien los lugares que atravesaremos. En cambio, no conozco el camino del norte.

—Jondalar, creo que has adoptado la decisión más apropiada. Si pudiera, si no hubiese recibido la maldición de la muerte, yo visitaría el clan de Brun —dijo Ayla. Y después agregó, en voz tan baja que él apenas pudo oírla—: Si pudiera, si realmente pudiera, iría a ver a Durc por última vez.

El acento desfalleciente y vacío de la voz de Ayla advirtió a Jondalar de que en ese momento ella sentía profundamente su pérdida.

—Ayla, ¿deseas tratar de encontrarle?

—Sí; por supuesto que lo deseo, pero no puedo. Solamente conseguiría turbar a todos. Sobre mí recayó la maldición. Si me viesen, creerían que soy un espíritu maligno. Estoy muerta para ellos, y no puedo hacer ni decir nada que les convenza de que estoy viva.

Los ojos de Ayla parecieron quedarse fijos en un lugar muy lejano, pero en realidad estaban viendo una imagen interior, un recuerdo.

—Además, Durc no es el niño que yo dejé atrás. Ahora está acercándose a la edad viril, aunque yo alcancé tarde la condición de mujer, para ser un miembro del clan. Es mi hijo, y tal vez también él se desarrolle más tardíamente que los restantes varones. Pero dentro de poco Ura irá a vivir con el Clan de Brun; no, ahora es el Clan de Broud —se corrigió Ayla, mientras fruncía el ceño—. Éste es el verano de la Reunión del Clan y, por lo tanto, este otoño Ura abandonará su clan e irá a vivir con Brun y Ebra, y cuando sean lo bastante mayores, será la compañera de Durc. —Hizo una pausa y agregó—: Ojalá pudiese estar allí para darle la bienvenida, pero lo único que conseguiría sería atemorizarla y tal vez inducirla a pensar que Durc tiene poca suerte, si el espíritu de su extraña madre no permanece donde tiene que estar, es decir, en el otro mundo.

—¿Estás segura, Ayla? Te lo digo con sinceridad, nos tomaremos el tiempo necesario para buscarlos, si lo deseas —dijo Jondalar.

—Aun en el caso de que quisiera dar con él —dijo Ayla—, no sabría dónde buscar. Ignoro dónde está su nueva caverna, y tampoco sé dónde se realiza la Reunión del Clan. Mi destino impide que vea a Durc. Ya no es mi hijo. Lo entregué a Uba. Ahora es el hijo de Uba. —Ayla miró a Jondalar. Él comprendió que ella estaba al borde de las lágrimas—. Cuando murió Rydag supe que jamás volvería a ver a Durc. Enterré a Rydag con el manto de Durc, el que llevé conmigo cuando abandoné el clan, y en mi corazón enterré al mismo tiempo a Durc. Sé que jamás volveré a verle. Estoy muerta para él y es mejor que él esté muerto para mí.

Las lágrimas le humedecían las mejillas, aunque Ayla aparentara indiferencia ante su propio llanto, como si no supiera que había comenzado a llorar.

—Mira, realmente soy afortunada —añadió—. Piensa en Nezzie. Rydag era como un hijo para ella y lo crió, aunque no lo dio a luz y sabía que lo perdería. Incluso sabía que por mucho que él viviese, nunca llevaría una vida normal. Otras madres que pierden a sus hijos sólo pueden imaginarlos en otro mundo, viviendo con los espíritus, pero yo puedo imaginar a Durc aquí, siempre seguro, siempre afortunado y feliz. Puedo pensar en él viviendo con Ura, teniendo hijos en su propio hogar… aunque nunca los vea.

Su voz se quebró en un sollozo y fue incapaz de contener el dolor que la embargaba.

Jondalar la besó y la apretó contra su cuerpo. El recuerdo de Rydag también le entristecía. Nadie hubiera podido hacer nada por él, aunque todos sabían que Ayla lo había intentado. Era un niño débil. Nezzie decía que siempre había sido así. Pero Ayla le había proporcionado algo que nadie había podido ofrecerle. Después de que ella llegara y empezara a orientarle, lo mismo que al resto del Campamento del León, a enseñarle la forma en que hablaba el clan, valiéndose de signos de la mano, él se sintió más feliz. Era la primera vez, en su joven vida, que podía comunicarse con las personas a las que amaba. Podía explicar sus necesidades y sus deseos y decir a la gente lo que sentía, y decírselo sobre todo a Nezzie, que le había protegido desde que su verdadera madre muriera al darle a luz. Y, por fin, podía decirle que la amaba.

Para los miembros del Campamento del León fue una sorpresa cuando se dieron cuenta de que era mucho más que un animal bastante astuto, aunque no hablara, simplemente un tipo distinto de persona, con una lengua diferente. Entonces comenzaron también a comprender que era inteligente y a aceptarle poco a poco. La sorpresa no había sido menor para Jondalar, a pesar de que ella había intentado explicarle el caso, después de que él empezara a enseñarle a hablar de nuevo con palabras. Jondalar había aprendido los signos al mismo tiempo que los otros, y había llegado a apreciar la cordialidad y la gran capacidad de comprensión de aquel niño de la antigua raza.

Jondalar apretó contra su pecho a la mujer amada, mientras ella emitía hondos sollozos y daba rienda suelta a su dolor. Sabía que Ayla había ocultado su pesar por la muerte del niño que era casi un miembro del clan y que Nezzie había adoptado, el niño que tanto le recordaba a su propio hijo, y comprendía también que ahora ella, además, sufría por ese hijo.

Mas no se trataba sólo de Rydag o de Durc. Ayla sufría por todas sus pérdidas: las que había soportado mucho tiempo atrás, los seres amados que pertenecían al clan y la pérdida del propio clan. El clan de Brun había sido su familia, Iza y Creb la habían criado y cuidado, y a pesar de que su aspecto era diferente, llegó un momento en que creyó ser parte del clan. Aunque había decidido partir con Jondalar, porque le amaba y deseaba estar con él, la comunicación entre ambos le había llevado a comprender cuán lejos vivía él; necesitarían un año, quizá dos, para llegar allá. De pronto había comprendido cabalmente lo que eso significaba: jamás regresaría.

No sólo estaba renunciando a su nueva vida con los mamutoi, que le habían ofrecido un lugar entre ellos, sino también a la débil esperanza de ver una vez más a los miembros de su clan o al hijo que había dejado con ellos. Ayla había vivido con sus antiguas penas el tiempo suficiente para permitir que se atenuaran un poco, pero Rydag había muerto poco antes de que ellos abandonaran la Reunión de Verano; por tanto, su muerte aún estaba demasiado reciente, y la pena todavía latente. El dolor de aquel episodio había relegado el sufrimiento por las restantes pérdidas, y la conciencia de la distancia que en adelante la separaría de todos ellos la habría preparado para imaginar, resignada, que la esperanza de recobrar aquella parte de su pasado tendría que morir también.

Ayla ya había perdido la primera parte de su vida. No tenía idea de la identidad de su verdadera madre, o de cuál era su pueblo, los seres entre los cuales había nacido. Excepto débiles recuerdos —sentimientos más que otra cosa—, no podía recordar nada que fuese anterior al terremoto; tampoco a ningún pueblo anterior al clan. Pero el clan la había desterrado; Broud había descargado sobre ella la maldición de la muerte. Para ellos estaba muerta y se daba perfecta cuenta de que cuando ellos la expulsaron había perdido esa parte de su vida. En adelante, nunca sabría de su procedencia, nunca se encontraría con un amigo de la niñez, no conocería a nadie, ni siquiera a Jondalar, que comprendiese el pasado que la había hecho ser lo que era.

Ayla aceptaba la pérdida de su pasado, excepto el que palpitaba en su mente y su corazón, pero eso le dolía, hasta el punto de preguntarse qué era lo que la esperaría al fin de su viaje. Y encontrara lo que encontrara, fuera como fuese el pueblo de Jondalar, ella no tendría otra cosa que sus recuerdos… y el futuro.

En el claro del bosque todo estaba oscuro. No podía distinguirse el más mínimo atisbo de una silueta o de una sombra más densa sobre el trasfondo que les rodeaba, salvo un débil resplandor rojo de las últimas brasas del fuego y la refulgente manifestación de las estrellas. Ahora que sólo una leve brisa penetraba en el claro protegido, habían trasladado sus pieles de dormir fuera de la tienda. Ayla yacía despierta bajo el cielo estrellado, contemplando la disposición de las constelaciones y escuchando los sonidos nocturnos: el viento que silbaba entre los árboles, el rumor suave y líquido del río, el canto de los grillos, el fuerte croar de un sapo. Oyó un fuerte golpe y un chapoteo, seguido del grito sobrecogedor de un búho, y a lo lejos, el rugido profundo de un león y el resonante barritar de un mamut.

Instantes antes, Lobo se había estremecido excitado al oír los aullidos de otros lobos y se había alejado corriendo. No mucho después, Ayla oyó de nuevo el aullido del lobo, y otro aullido de respuesta que provenía de mucho más cerca. Esperó a que el animal regresara. Cuando oyó su respiración jadeante —pensó que seguramente había estado corriendo— y al notar que se acurrucaba a sus pies, se tranquilizó.

Acababa de adormecerse cuando de pronto se despertó por completo. Alerta y tensa, permaneció inmóvil, tratando de descubrir qué era lo que la había despertado. Primero oyó el gruñido grave, casi inaudible, que vibraba a través de sus mantas y partía del bulto situado a sus pies. Después, oyó débiles roces. En el campamento había una presencia extraña.

—¿Jondalar? —dijo en voz baja.

—Creo que la carne atrae a los animales. Puede ser un oso, pero creo que es más probable que se trate de un glotón o de una hiena —replicó Jondalar en un murmullo apenas audible.

—¿Qué hacemos? No quiero que se lleven nuestra carne.

—Todavía nada. Sea lo que fuere, quizá no pueda apoderarse de la carne. Esperemos.

Pero Lobo sabía con exactitud quién era el curioso visitante y no tenía la menor intención de esperar. Cuando ellos instalaban su campamento, Lobo lo consideraba como su territorio y asumía la tarea de defenderlo. Ayla sintió que se alejaba, y un instante después le oyó gruñir amenazador. El gruñido que le respondió tenía un tono completamente distinto y parecía provenir de un lugar más alto. Ayla se sentó y se apoderó de su honda, pero Jondalar ya estaba de pie con la larga lanza preparada.

—¡Es un oso! —dijo—. Creo que está erguido sobre las patas traseras, pero aún no veo nada.

Oyeron movimientos, sonidos apagados procedentes de algún lugar que estaba entre el fuego y las estacas de las cuales colgaba la carne, y a continuación los gruñidos de los animales que se enfrentaban. De pronto, desde el extremo opuesto, Whinney relinchó cada vez más fuerte, y también Corredor manifestó su inquietud. Hubo más sonidos que indicaban movimientos en la oscuridad, y entonces Ayla oyó el rezongar especial, excitado y profundo, que indicaba la intención de atacar de Lobo.

—¡Lobo! —gritó Ayla, tratando de impedir el peligroso enfrentamiento.

De pronto, entre gruñidos irritados, se oyó un alarido sonoro; luego, un aullido de dolor y una lluvia de chispas brillantes alrededor de una forma de gran tamaño que tropezó con el fuego. Ayla oyó el silbido de un objeto que se desplazaba rápidamente en el aire, muy cerca de ella. Un golpe sólido fue seguido por un alarido y después por el ruido de algo que se abría paso ruidosamente entre los árboles y huía a toda prisa. Ayla emitió el silbido que usaba para llamar a Lobo. No quería que siguiese la pista.

Se arrodilló para abrazar, aliviada, al joven lobo cuando éste se acercó, mientras Jondalar avivaba las brasas. A la luz del fuego, descubrió un rastro de sangre dejado por el animal en retirada.

—Estoy seguro de que mi lanza ha alcanzado el cuerpo del oso —dijo el hombre—, pero no he podido ver dónde he logrado herirle. Será mejor seguirle la pista por la mañana. Un oso herido puede ser peligroso y no sabemos quién utilizará después este campamento.

Ayla examinó el reguero de sangre.

—Creo que está perdiendo mucha sangre. Tal vez no llegue lejos —dijo—, pero Lobo me preocupa. Era un animal grande. Podía haberlo herido.

—No estoy seguro de que Lobo haya estado acertado al atacarlo. Hasta es posible que provocara a ese oso; de todos modos, fue una actitud valerosa y me alegra saber que siempre está dispuesto a protegerte. Me pregunto qué haría si alguien realmente intentara lastimarte —dijo Jondalar.

—No lo sé, pero Whinney y Corredor estaban inquietos por la presencia de ese oso. Creo que iré a ver cómo se encuentran.

Jondalar también quiso examinarlos. Vieron que los caballos se habían movido para acercarse al fuego. Whinney había aprendido mucho tiempo antes que el fuego encendido por la gente solía proporcionar seguridad, y Corredor estaba aprendiendo por propia experiencia, además de aprovechar la de su madre. Parecieron tranquilizarse tras las palabras y las caricias reconfortantes brindadas por las personas en quienes confiaban, pero Ayla estaba nerviosa y sabía que tendría dificultades para conciliar el sueño. Decidió prepararse un poco de infusión calmante y entró en la tienda para coger su bolso de piel de nutria con las medicinas.

Mientras las piedras de cocinar se calentaban, acarició la piel del gastado bolso, recordando el momento en que Iza se lo había entregado, así como su propia vida con el clan, especialmente el último día. «¿Por qué Creb tenía que regresar a la caverna?», pensó. Quizá habría podido conservar la vida, a pesar de que estaba viejo y débil. Pero no parecía débil durante la última ceremonia, la noche anterior, cuando convirtió a Goov en el nuevo Mog-Ur. De nuevo era un hombre fuerte, el Mog-Ur, exactamente como antes. Pero Goov nunca será tan poderoso como lo fue Creb.

Jondalar advirtió la actitud pensativa de Ayla. Supuso que ella estaba pensando en el niño que había muerto y en el hijo a quien nunca volvería a ver, y no sabía qué decir. Deseaba ayudar, pero no quería entrometerse. Estaban sentados juntos, cerca del fuego, bebiendo la infusión, y de pronto a Ayla se le ocurrió mirar al cielo. Lo que vio le hizo contener la respiración.

—¡Mira, Jondalar! —exclamó—. Mira el cielo. Ha enrojecido como un fuego, pero muy alto y muy lejano. ¿Qué es?

—¡El fuego del hielo! —contestó Jondalar—. Así lo llamamos cuando tiene ese tono de rojo, o a veces también decimos que son los Fuegos del Norte.

Observaron un rato el despliegue luminoso mientras las luces septentrionales formaban un arco a través del cielo, como cortinas de gasa agitadas por un viento cósmico.

—Tiene franjas blancas —dijo Ayla—, y está moviéndose, como si fuera una serie de hilos de humo o estuviese cubierto por agua blanca de cal. Y hay otros colores.

—Humo de Estrellas —dijo Jondalar—. Así lo denominan algunas personas, o también Nubes de Estrellas cuando es blanco. Tiene diferentes nombres. La mayoría de la gente sabe a qué te refieres cuando utilizas cualquiera de esos nombres.

—¿Por qué no he visto nunca esa luz en el cielo? —preguntó Ayla, sobrecogida y con cierto temor.

—Quizá porque vivías muy al sur. Por eso también es conocida como Fuegos del Norte. No lo he visto con mucha frecuencia, y desde luego nunca tan intenso, de un color tan rojo, pero la gente que ha realizado viajes al norte afirma que cuanto más se adentran en esa dirección mejor se ve.

—Pero puedes internarte hacia el norte sólo hasta el muro del hielo.

—Es posible dejar atrás el hielo si se viaja por agua. Al oeste del lugar en que yo nací, a una distancia de varios días, según la estación, la tierra termina al borde de las Grandes Aguas. Es un agua muy salada y nunca se congela, aunque a veces pueden verse grandes pedazos de hielo. Dicen que algunas personas han pasado el muro de hielo en bote, mientras cazan animales que viven en el agua.

—¿Quieres decir como los botes curvos que los mamutoi usaban para cruzar los ríos?

—Creo que son parecidos, pero más grandes y más sólidos. Nunca los había visto y no creía demasiado en esos relatos hasta que me encontré con los sharamudoi y vi las embarcaciones que fabricaban. A lo largo del Río Madre crecen muchos árboles cerca de su campamento, árboles grandes. Con ellos fabrican botes. Ya verás cuando los conozcas. No lo creerás. No se limitan a cruzar el río, sino que viajan por agua, río arriba y río abajo, en esos botes.

Ayla advirtió su entusiasmo. Realmente se sentía ilusionado ante la posibilidad de volver a verlos, ahora que había resuelto su dilema. Sin embargo, ella no pensaba en la perspectiva de conocer el otro pueblo de Jondalar. La extraña luz del cielo la inquietaba. No sabía en concreto por qué. Era un espectáculo que la conmovía y deseaba comprender su significado, pero no le infundía el temor que sentía en presencia de las perturbaciones de la tierra. Los movimientos de la tierra, y sobre todo los terremotos, la aterrorizaban, no sólo por el temblor de lo que debía ser suelo firme, un hecho amenazador en sí, sino porque esos episodios habían señalado siempre el comienzo de un cambio drástico y desgarrador en su propia vida.

Un terremoto la había apartado de su propio pueblo y le había deparado una niñez que era ajena a todo lo que había conocido antes, y un terremoto había determinado que se viese condenada al ostracismo en el clan, o por lo menos había proporcionado a Broud la excusa para ello. Incluso la erupción volcánica, que había comenzado muy lejos, hacia el sudoeste, y arrojado sobre ellos una fina lluvia de polvo de ceniza, parecía haber presagiado su separación de los mamutoi, aunque la decisión había partido de la propia Ayla, sin que nadie se la impusiera. Ignoraba qué significaban las señales celestes, e incluso si aquélla era o no una señal.

—Estoy segura de que Creb pensaría que un cielo así es señal de algo —dijo Ayla—. Fue el Mog-Ur poderoso de todos los clanes, y algo semejante a esto le habría inducido a meditar hasta aclarar su significado. Creo que Mamut también pensaría que es una señal. ¿Qué te parece, Jondalar? ¿Es un signo de algo? ¿Quizá de algo que… no es bueno?

—Yo… no lo sé, Ayla. —Vacilaba ante la posibilidad de explicarle la creencia de su pueblo en el sentido de que, cuando las luces del norte eran rojas, a menudo se consideraba el hecho como una advertencia; pero no siempre. A veces, sólo presagiaba algo muy importante—. Yo no soy Uno Que Sirve a la Madre. Podría ser la señal de algo bueno.

—Pero este Fuego del Hielo es una señal poderosa de algo, ¿verdad?

—Generalmente. Por lo menos, así piensa la mayor parte de la gente.

Ayla mezcló un poco de raíz de aguileña y ajenjo en su infusión de manzanilla, operación con la que obtuvo una bebida de intenso efecto calmante, ya que se sentía inquieta desde la visita del oso al campamento y la aparición del extraño resplandor en el cielo. Incluso con el sedante, Ayla no podía conciliar el sueño. Ensayó toda clase de posturas para dormirse, primero de costado, después de espaldas, más tarde del otro lado, un instante después boca abajo, y estaba segura de que sus movimientos y su agitación molestaban a Jondalar. Cuando al fin consiguió adormecerse, su descanso fue accidentado y lleno de perturbadores sueños.

Un rugido colérico quebró el silencio y la gente que miraba retrocedió atemorizada. El enorme oso de las cavernas presionó sobre la puerta de la jaula y, después de arrancarla, la arrojó al suelo. ¡El oso enloquecido estaba suelto! Broud estaba encaramado sobre sus hombros; otros dos hombres se aferraban a su pelaje. De pronto, uno cayó en las garras del monstruoso animal, pero su alarido de dolor se interrumpió bruscamente cuando un poderoso abrazo del oso le quebró la columna vertebral. El Mog-Ur recogió el cuerpo y, con solemne dignidad, lo introdujo en una caverna. Creb, con su capa de piel de oso, marchaba al frente.

Ayla miró fijamente un líquido blanco que se movía en un agrietado cuenco de madera. El color del líquido se transformó en rojo sangre y se espesó, mientras franjas blancas y luminosas surcaban lentamente su superficie. Experimentó una honda inquietud, algo había hecho mal. No debía quedar líquido en el cuenco. Se lo acercó a los labios y lo vació.

Su perspectiva cambió: la luz blanca estaba en su interior y parecía que ella crecía y miraba desde lo alto a las estrellas que marcaban un camino. Las estrellas se convirtieron en pequeñas luces parpadeantes que indicaban el camino a través de una caverna larga e interminable. Después, una luz roja que estaba al final se agrandó, ocupando toda su visión, y con una sensación deprimente, al borde de la náusea, vio a los mog-ures sentados en círculo, semiocultos por las estalagmitas.

Ella se hundía cada vez más en un abismo oscuro, paralizada por el temor. De pronto, Creb apareció allí, con la luz resplandeciente dentro de ella, ayudándola, sosteniéndola, calmando sus temores. La guió en un extraño viaje de retorno a los comienzos comunes, a través de agua salada y dolorosos golpes de aire, tierra fangosa y altos árboles. De pronto, se encontraron en tierra, caminando erguidos sobre las dos piernas, salvando una gran distancia, avanzando hacia el oeste, en dirección al gran mar salado. Llegaron a un empinado muro que daba a un río y una planicie, con una profunda entrada bajo un ancho saliente; era la caverna de un antiguo antepasado de Creb. Pero cuando se acercaron a la caverna, Creb comenzó a desvanecerse, a abandonarla.

La escena se desdibujó. Creb se desvanecía cada vez más rápidamente, casi había desaparecido del todo, y ella sintió que el pánico la dominaba. «¡Creb! ¡No te vayas, por favor, no te vayas!», gritó. Exploró con la mirada el paisaje, buscándolo desesperadamente. Y entonces lo vio en la cima del risco, sobre la caverna de su antepasado, cerca de un peñasco, una columna rocosa larga y levemente achatada que se inclinaba sobre el borde, como si hubiese quedado paralizado en el mismo lugar un instante antes de caer. Ella gritó de nuevo, pero él se había desvanecido en la roca. Ayla se sentía desolada; Creb se había marchado y ella estaba sola, agobiada por el dolor, deseando que le hubiese quedado algo de Creb para recordar, algo para tocar y guardar, pero todo lo que tenía era un dolor irresistible. De pronto, echó a correr, y corrió con toda la velocidad de sus piernas; tenía que alejarse, tenía que alejarse.

—¡Ayla! ¡Ayla! ¡Despierta! —gritó Jondalar, sacudiéndola.

—Jondalar —musitó ella, y se sentó. Después, siempre presa de la misma desolación, se aferró a él y le brotaron las lágrimas—. Se fue… ¡Oh, Jondalar!

—Está bien —dijo, sosteniéndola—. Seguramente ha sido una pesadilla terrible. Gritabas y llorabas. ¿Te servirá de algo contármelo?

—Era Creb. He soñado con Creb y con aquella Reunión del Clan, cuando entré en la caverna y ocurrieron tantas cosas extrañas. Después, durante mucho tiempo él estuvo muy disgustado conmigo. Y más tarde, cuando al fin volvíamos a estar unidos, murió, casi no tuvimos tiempo de hablar. Y dijo que Durc era el hijo del clan. Yo nunca supe muy bien lo que quiso decir. Había tantas cosas de las cuales hubiera deseado hablarle, tantas cosas que ahora desearía haberle preguntado. Algunas personas creían que él era simplemente el poderoso Mog-Ur, y el ojo y el brazo que le faltaban lograban que pareciera feo y más temible. Pero no le conocían. Creb era sabio y bondadoso. Comprendía el mundo de los espíritus, pero también entendía a la gente. Yo quería hablarle en mi sueño y creo que él también intentaba hacerlo conmigo.

—Quizá fuera así. Yo nunca he podido entender los sueños —dijo Jondalar—. ¿Te sientes mejor?

—Ahora estoy bien —dijo Ayla—, pero ojalá supiera más acerca de los sueños.

—Creo que no deberías ir solo en busca de ese oso —dijo Ayla después del desayuno—. Tú mismo has dicho que un oso herido podía ser peligroso.

—Estaré alerta.

—Iré contigo, los dos podemos vigilar; permanecer en el campamento no es más seguro para mí. El oso puede regresar en tu ausencia.

—Es cierto. Está bien, ven conmigo.

Comenzaron a internarse en el bosque, siguiendo el rastro del oso. Lobo decidió rastrear y se zambulló entre los matorrales, remontando la corriente del río. Habían recorrido más de un kilómetro cuando oyeron una conmoción, rezongos y gruñidos. Se adelantaron deprisa y encontraron a Lobo con el pelo erizado, brotándole un gruñido de lo más profundo de la garganta, mientras mantenía la cabeza baja y la cola entre las patas, a cierta distancia de una pequeña manada de lobos que montaban guardia sobre el cuerpo pardo oscuro del oso.

—Por lo menos no tendremos que preocuparnos por un oso herido —dijo Ayla, que tenía dispuesta su lanza.

—No es más que una manada de lobos peligrosos. —Jondalar también estaba preparado para arrojar su lanza—. ¿Quieres comer carne de oso?

—No, tenemos suficiente carne. No hay espacio para guardar más. Dejemos el oso a estas bestias.

—No me importa la carne, pero me gustaría llevarme las garras y los colmillos —dijo Jondalar.

—¿Por qué no los coges? Te pertenecen. Mataste al oso. Puedo alejar a los lobos con mi honda el tiempo que necesites.

Jondalar no pensó que fuera algo que él hubiera podido intentar solo. La idea de apartar a una manada de lobos de la carne que consideraban suya parecía un gesto peligroso, pero recordó la conducta de Ayla la víspera, cuando había ahuyentado a las hienas.

—Adelante —dijo, mientras extraía su afilado cuchillo.

Lobo se excitó mucho cuando Ayla comenzó a arrojar piedras para ahuyentar a la manada de lobos, y montó guardia sobre el cadáver del oso mientras Jondalar se apresuraba a cortarle las garras. Fue un poco más difícil arrancarle los dientes de las mandíbulas, pero pronto consiguió sus trofeos. Ayla observaba a Lobo y sonreía. Apenas su «manada» expulsó a la manada salvaje, su actitud y su postura cambiaron. Mantenía la cabeza alta, la cola recta, en la actitud de un lobo dominante, y su gruñido era más agresivo. El jefe de la manada le observaba atentamente y parecía dispuesto a desafiarle.

Cuando ya se alejaban del cadáver del oso, el jefe de la manada alzó la cabeza y aulló. Fue un aullido profundo y penetrante. Lobo levantó la cabeza y replicó con otro aullido, pero el suyo carecía de resonancia. Era más joven, no había completado su desarrollo, y eso se manifestaba en su voz.

—Vamos, Lobo. Ese animal es más corpulento que tú, sin hablar de que es más viejo y más sabio. Te dominaría en un par de segundos —dijo Ayla, pero Lobo volvió a aullar, no como un reto, sino porque estaba en una comunidad de su propia especie.

Los restantes lobos de la manada se unieron a los dos primeros, hasta que Jondalar se sintió rodeado por un coro de gruñidos y aullidos. Y entonces, simplemente porque lo deseaba, Ayla irguió la cabeza y aulló. El sonido provocó un escalofrío en la espalda del hombre y le puso carne de gallina. A su juicio, era una imitación perfecta de los lobos. Incluso Lobo volvió la cabeza hacia ella, y entonces emitió otro gemido prolongado en un tono más confiado. Los restantes lobos contestaron a su vez y pronto retumbó en los bosques la escalofriante y bella canción de los lobos.

Cuando regresaron al campamento, Jondalar limpió las garras y los colmillos del oso; mientras Ayla cargaba las cosas en Whinney, él continuaba recogiendo los elementos del campamento, todavía atareado cuando ella ya había concluido. Ayla se apoyaba en el cuerpo de la yegua y la rascaba distraídamente sintiéndose complacida de su presencia; de pronto, vio que Lobo había encontrado otro hueso viejo y descompuesto. Pero esta vez el animal se mantuvo a distancia, gruñendo juguetonamente con su preciado hallazgo entre los dientes, la mirada atenta en la mujer, pero sin hacer ningún esfuerzo para llevarle el hueso.

—¡Lobo! ¡Ven aquí, Lobo! —gritó Ayla. Lobo soltó el hueso y se acercó a Ayla—. Creo que es hora de comenzar a enseñarte algo nuevo —dijo la joven.

Quería enseñarle a permanecer quieto si ella se lo ordenaba, y que procediera así incluso en el caso de que Ayla se alejara. Consideraba importante que aprendiese a obedecer este tipo de orden, aunque presumía que el aprendizaje iba a ser lento. A juzgar por la recepción que les habían dispensado hasta entonces las personas con las cuales se había cruzado en el camino, y por la reacción de Lobo, le inquietaba que el animal se arrojase sobre extraños que pertenecían a otra «manada» de humanos.

Ayla había prometido cierta vez a Talut que mataría al lobo con sus propias manos si lastimaba a alguno de los habitantes del Campamento del León, y aún creía que era responsabilidad suya asegurarse de que el animal carnívoro que ella ponía en contacto estrecho con la gente no dañase a nadie. Pero, además, le inquietaba la seguridad del propio Lobo. Su aproximación amenazadora provocaba inmediatamente una reacción defensiva y Ayla temía que, por temor, cualquier cazador intentara matarlo cuando pareciese amenazar a su campamento, antes de que ella pudiera impedirlo.

Decidió comenzar atándolo a un árbol y ordenándole que permaneciera allí mientras ella se alejaba, pero la cuerda que rodeaba su cuello era demasiado holgada y Lobo consiguió sacar su cabeza. Lo ató con más fuerza la vez siguiente, pero le preocupaba la posibilidad de que la cuerda asfixiara al animal si estaba demasiado apretada. Tal como había sospechado que sucedería, Lobo gemía, aullaba y saltaba tratando de seguirla en cuanto Ayla comenzaba a alejarse. Desde una distancia de varios metros, ella le repetía la orden de permanecer allí, y con la mano hacía un gesto para indicarle que no tenía que moverse.

Cuando al fin Lobo se aquietó, ella regresó y le elogió. Repitió el intento varias veces, hasta que vio a Jondalar ya preparado, por lo que soltó a Lobo. Era un entrenamiento suficiente para un día, pero después de esforzarse por desatar los nudos que Lobo había apretado con fuerza con sus maniobras, Ayla no se sentía complacida con la idea de la cuerda alrededor del cuello del animal. Primero tendría que ajustarla exactamente, ni muy tensa ni muy floja, y además se veía en dificultades para desatar los nudos. Tendría que pensar en ello.

—¿Crees realmente que podrás enseñarle que no debe amenazar a los extraños? —preguntó Jondalar, después de observar los primeros intentos, al parecer fracasados—. ¿No me dijiste que es natural que los lobos desconfíen de otros? ¿Cómo puedes abrigar la esperanza de enseñarle algo que va en contra de sus inclinaciones naturales?

Jondalar montó en Corredor mientras ella apartaba la cuerda y después se instalaba a lomos de Whinney.

—¿Es una inclinación natural del caballo permitirte que montes sobre su lomo? —preguntó Ayla.

—Ayla, creo que no es lo mismo —dijo Jondalar mientras comenzaban a alejarse del campamento, cabalgando uno al lado del otro—. Los caballos comen pasto, no carne, y me parece que por naturaleza tienden más a evitar los problemas. Cuando ven a extraños, o algo que parezca amenazador, prefieren huir. Un corcel quizá luche con otro caballo en ciertas ocasiones, o se enfrente a algo que le amenaza directamente, pero Corredor y Whinney optan por alejarse ante una situación anormal. En cambio, Lobo adopta una actitud defensiva. Se muestra mucho más dispuesto a combatir.

—Jondalar, también huiría si nosotros escapásemos con él. Adopta esa actitud defensiva porque está protegiéndonos. Y, en efecto, come carne, y podría matar a un hombre, pero no lo hace. Y no creo que lo haga, a menos que suponga que uno de nosotros está amenazado. Los animales pueden aprender, exactamente como las personas. Su inclinación natural no es considerar que las personas y los caballos son su «manada». Incluso Whinney aprendió cosas que no habría aprendido si hubiese vivido con otros caballos. ¿Acaso es natural que un caballo considere amigo a un lobo? Hasta tuvo por amigo a un león de las cavernas. ¿Es eso una inclinación natural?

—Tal vez no —dijo Jondalar—, pero no sabes cómo me preocupé cuando Bebé apareció en la Reunión de Verano y tú te acercaste a él sin vacilar, montada en Whinney. ¿Cómo sabías que te recordaría? ¿O que recordaría a Whinney? ¿O que Whinney lo recordaría a él?

—Crecieron juntos. Bebé…, quiero decir que Bebé…

La palabra que ella usó significaba «niño de mantilla», pero tenía un sonido y una inflexión extraños, a diferencia de todas las lenguas que ella y Jondalar solían utilizar; una pronunciación áspera y gutural, como si el sonido hubiese brotado de la garganta. Jondalar era incapaz de reproducirlo, ni siquiera de emitir algo parecido; era una del número relativamente reducido de palabras habladas de la lengua del clan. Aunque ella la había pronunciado con frecuencia suficiente como para que él pudiera reconocerla, Ayla había adoptado la costumbre de traducir inmediatamente las palabras de la lengua del clan que a veces empleaba, para facilitar las cosas. Cuando Jondalar aludió al león que Ayla había criado desde que era cachorro, utilizó la forma traducida del nombre que ella le había enseñado, pero en todo caso siempre le había parecido incongruente que un gigantesco león de las cavernas macho se llamase «Bebé».

—Bebé era… un cachorro cuando lo encontré, un animalito muy pequeño. Ni siquiera estaba destetado. Le habían golpeado en la cabeza, creo que un ciervo lanzado a la carrera, y estaba medio muerto. Por eso su madre le abandonó. También para Whinney fue como un cachorrito. Ella me ayudó a cuidarlo; era muy divertido cuando empezaron a jugar juntos, y sobre todo cuando Bebé se deslizaba cautelosamente y trataba de atrapar la cola de Whinney. Sé que hubo veces en que ella la movía a propósito frente al hocico de Bebé. O cada uno aferraba el extremo de un cuero y trataba de quitárselo al otro. Ese año perdí infinidad de cueros, pero me divertí mucho.

La expresión de Ayla adquirió un aire reflexivo.

—Antes nunca había sabido lo que era reír. La gente del clan no reía con voz fuerte. No hacía ruidos innecesarios, y los sonidos altos generalmente representaban avisos. Y ése que te gusta, mostrando los dientes, y que llamamos sonrisa, lo usaban para indicar que estaban nerviosos, o para adoptar una actitud protectora y defensiva, o con ciertos ademanes de la mano para sugerir una amenaza. Para ellos no era una expresión feliz. No les agradaba cuando yo era pequeña que sonriera o riese, de modo que aprendí a evitarlo dentro de lo posible.

Cabalgaron un rato junto al borde del río, sobre una zona ancha y lisa de grava.

—Mucha gente sonríe cuando está nerviosa, y cuando se encuentra con extraños —dijo Jondalar—, la intención no es defenderse o amenazar. Creo que la sonrisa está destinada a demostrar que uno tiene miedo.

Ayla cabalgaba delante de Jondalar y ahora se inclinó hacia un costado para indicar a su caballo la necesidad de rodear unos matorrales que crecían junto a un arroyuelo que iba a desaguar en el río. Después de que Jondalar ideara el freno que usaba para guiar a Corredor, también Ayla comenzó a usar uno para emplearlo ocasionalmente con Whinney, o para atarla cuando deseaba mantenerla en el mismo sitio; pero aunque la yegua lo llevara puesto, Ayla nunca lo usaba mientras cabalgaba. La primera vez que montó sobre el lomo de la yegua su intención no había sido entrenar al animal; el proceso de aprendizaje mutuo había sido gradual y al principio inconsciente. No obstante, tan pronto comprendió lo que estaba sucediendo, la mujer entrenó adrede a la yegua para que hiciera determinadas cosas, siempre en el marco de la profunda comprensión que existía entre ambas.

—Pero si una sonrisa está destinada a demostrar que se tiene miedo, ¿significa que no tienes nada que temer? ¿Que te sientes fuerte y nada temes? —preguntó Ayla, cuando los dos cabalgaron de nuevo a la par.

—En realidad, nunca había pensado en ello. Thonolan siempre sonreía y parecía muy seguro de sí mismo cuando conocía a otras personas, pero no siempre se sentía tan seguro como aparentaba. Trataba de inducir a la gente a pensar que no estaba asustado, de modo que tal vez se podría decir que era una especie de gesto defensivo, un modo de afirmar: «Soy tan fuerte que nada tengo que temer de ti».

—¿Y mostrar tu fuerza no es un modo de amenazar? Cuando Lobo muestra los dientes a los extraños, ¿no está mostrándoles su fuerza? —insistió Ayla.

—Quizá en las dos cosas haya algo que puede ser igual, pero hay mucha diferencia entre una sonrisa de bienvenida y Lobo mostrando los dientes y gruñendo.

—Sí, eso es cierto —reconoció Ayla—. Una sonrisa nos complace.

—O por lo menos nos alivia. Si te encuentras con un extraño y corresponde a tu sonrisa, eso significa generalmente que eres bien recibido, de forma que sabes cuál es el terreno que pisas. No todas las sonrisas están destinadas siempre a complacerte.

—Quizá sentirse aliviado sea el comienzo del sentimiento de felicidad —dijo Ayla.

Cabalgaron en silencio un rato. Después, la mujer continuó:

—Creo que hay algo análogo en una persona que sonríe como saludo cuando se siente nerviosa frente a los extraños, y las gentes del clan que en su lengua hacen el gesto de mostrar los dientes para expresar nerviosismo o para sugerir una amenaza. Y cuando Lobo enseña sus dientes a los extraños, les amenaza porque se siente nervioso y adopta una actitud protectora.

—Entonces, cuando nos enseña los dientes a nosotros, puesto que somos su propia manada, se trata de su sonrisa —dijo Jondalar—. En ciertas ocasiones estoy convencido de que sonríe y sospecho que se burla de ti. Estoy seguro de que también te ama, pero el problema es que en su caso es natural que muestre los dientes y amenace a la gente a la que no conoce. Si él quiere protegerte, ¿cómo lograrás enseñarle para que permanezca quieto donde le ordenas, cuando tú no estás? ¿Cómo puedes enseñarle a que se abstenga de atacar a los extraños si él decide atacarlos? —La inquietud de Jondalar era seria. No estaba seguro de que llevar con ellos al animal fuera una buena idea. Lobo podía provocar muchos problemas—. Recuerda, los lobos atacan para conseguir su alimento; así los hizo la Madre. Lobo es un cazador. Puedes enseñarle muchas cosas, ¿pero cómo puedes enseñarle a un cazador que no cace? ¿Que no ataque a los extraños?

—Jondalar, tú eras un extraño al aparecer en mi valle. ¿Recuerdas cuando Bebé regresó para visitarme y se encontró contigo? —preguntó Ayla, mientras volvían a separarse y ascendían en fila india un barranco que se alejaba del río en dirección a la meseta. Jondalar sintió una oleada de calor, no precisamente de vergüenza, sino provocado más bien por el recuerdo de las intensas emociones experimentadas durante aquel encuentro. Nunca se había asustado tanto en su vida; en aquellos momentos estaba seguro de que moriría.

Tardaron algún tiempo en abrirse paso a lo largo del estrecho barranco, esquivando las piedras acumuladas durante las inundaciones de primavera, y las artemisas de tallo negro revivían con las lluvias y se secaban y parecían muertas cuando éstas cesaban. Jondalar recordó la ocasión en que Bebé regresó al lugar donde Ayla le había criado, y encontró a un extraño sobre la ancha repisa que se extendía frente a la pequeña caverna de la joven.

Ningún león de las cavernas era pequeño, pero Bebé era el más grande que él había visto en su vida, casi tan alto como Whinney, y más corpulento. Jondalar todavía estaba recuperándose del mal trato que el mismo león, o su compañera, le había infligido antes, el día en que él y su hermano se metieron como dos atolondrados en la madriguera de los animales. Fue el último episodio de la vida de Thonolan. Jondalar estaba convencido de que había llegado el final cuando el león de las cavernas rugió y se preparó para saltar. De pronto, Ayla se interpuso, alzando la mano para ordenarle que se detuviese, ¡y el león se detuvo! De no haber estado como petrificado, habría sido cómico observar cómo la enorme bestia se encogía y retrocedía para evitar a Ayla. Y cuando por fin fue capaz de reaccionar, vio que ella rascaba al gigantesco gato y jugaba con él.

—Sí, lo recuerdo —dijo, cuando llegaron a la meseta y de nuevo cabalgaron uno al lado del otro—. Todavía no sé cómo conseguiste que se detuviera en mitad de su ataque.

—Cuando Bebé no era más que un cachorro, su juego consistía en atacarme, pero cuando comenzó a crecer era demasiado corpulento y yo ya no podía jugar así con él. Era demasiado rudo. Tuve que enseñarle a obedecer cuando yo le ordenaba que parase —explicó Ayla—. Ahora tengo que enseñar a Lobo que no debe atacar a los extraños, y que ha de quedarse atrás si yo se lo ordeno. No sólo para evitar que hiera a la gente, sino también porque no deseo que los demás le hagan daño.

—Ayla, si alguien puede enseñárselo, eres tú —dijo Jondalar. Ayla había aclarado sus ideas, y si podía realizar su objetivo, sería más fácil viajar con Lobo; pero Jondalar todavía se preguntaba cuántas dificultades podría causarles el lobo. Había retrasado el cruce del río y destrozado a mordiscos varias cosas, si bien, al parecer, Ayla había resuelto también ese problema. No era que el animal no le cayese bien. Le agradaba. Era fascinante observar tan de cerca a un lobo, y Jondalar se sorprendía de que Lobo fuera tan cordial y afectuoso; pero había que dedicarle tiempo y atención, y, por otra parte, consumía provisiones. Los caballos necesitaban cuidados, pero Corredor respondía muy bien a Jondalar y ambos eran de gran ayuda. El viaje de regreso sería bastante difícil; no hacía falta agregar la carga de un animal que casi causaba tantas preocupaciones como un niño.

«Un niño hubiera sido un problema grave», pensó Jondalar mientras cabalgaba. «Sólo deseo que la Gran Madre Tierra no le dé un niño a Ayla antes de haber completado nuestro viaje de regreso. Si ya estuviésemos allí, bien instalados, sería diferente. En ese caso, podríamos pensar en los niños. Aunque, desde luego, nada podemos hacer al respecto, salvo encomendarnos a la Madre. ¿Cómo será tener un pequeño cerca?

»¿Y si Ayla tiene razón y los niños vienen de los placeres? Pero llevamos juntos algún tiempo y aún no veo signos de la llegada de los niños. Sin duda, Doni pone al niño dentro de la mujer, pero ¿qué sucede si la Madre decide que no le dará un niño a Ayla? Ya tuvo uno, aunque era mestizo. Después que Doni da un hijo, generalmente da más. Quizá se trate de mí. Me pregunto si Ayla podrá tener un niño que provenga de mi espíritu. ¿Podrá hacerlo una mujer cualquiera?

»He compartido los placeres y honrado a Doni con muchas mujeres. ¿Quizá alguna de ellas llegó a tener un niño comenzado por mí? ¿Cómo lo sabe un hombre? Ranec sabía. Su cutis era tan oscuro y sus rasgos tan peculiares que uno alcanzaba a ver su esencia en algunos de los niños que estaban en la Reunión de Verano. Yo no poseo ese cutis oscuro ni esos rasgos…, ¿o sí?

»¿Y qué sucedió cuando los cazadores hadumai se detuvieron aquí, haciendo un alto en el camino? Ese viejo Haduma deseaba que Noria tuviese un niño de ojos azules como los míos, y después de sus Primeros Ritos, Noria me dijo que tendría un hijo de mi espíritu, con mis ojos azules. Se lo había dicho Haduma. ¿Habrá tenido ese niño?

»Serenio creía que cuando yo partí quizá ella había quedado embarazada. Me pregunto si tuvo un hijo con ojos azules, del mismo color que los míos. Serenio tuvo un hijo, pero después nunca tuvo más, y Darvo era casi un joven. ¿Qué pensará ella de Ayla, o qué pensará Ayla de ella?

»Quizá no estaba embarazada. Tal vez la Madre aún no ha olvidado lo que yo hice, y éste es Su modo de decir que no merezco un niño ni tampoco un hogar. Pero Ella me devolvió a Ayla. Zelandoni siempre me dijo que Doni jamás me rehusaría nada de lo que yo le pidiese, pero me advirtió que pusiese cuidado en lo que pedía, porque, según dijo, lo conseguiría. Por eso me obligó a prometer que no la pediría a la Madre, cuando ella todavía era Zolena.

»¿Por qué alguien pedirá algo si no lo desea? En realidad, nunca entendía a los que hablaban con el mundo de los espíritus. Siempre tienen una sombra sobre su lengua. Solían decir que Thonolan era favorito de Doni cuando hablaban de su facilidad para llevarse bien con la gente. Y, por otra parte, afirman que hay que tener cuidado con los favores de la Madre. Si Ella favorece demasiado, no quiere que uno se aparte de Ella demasiado tiempo. ¿Por eso Thonolan murió? ¿La Gran Madre Tierra se lo llevó? ¿Qué significa realmente cuando dicen que Doni favorece a alguien?

»No sé si Ella me favorece o no. Pero ahora sé que Zolena adoptó la decisión precisa cuando decidió unirse a los zelandonii. Era también lo que convenía. Lo que hice estuvo mal, pero yo jamás habría realizado el viaje con Thonolan si ella no se hubiese convertido en zelandonii y jamás habría conocido a Ayla. Quizá Ella me favorece un poco, pero yo no quiero aprovecharme de su bondad hacia mí. Ya le he pedido que nos permita regresar sanos y salvos; no puedo pedirle que conceda a Ayla un hijo de mi espíritu, y sobre todo no puedo pedirlo ahora. Pero me gustaría saber si llegará a tener hijos».