Capítulo 26
—Oga, ¿quieres amamantar otra vez a Durc?
El gesto del hombre manco era claro para la joven a pesar del bebé pataleante que llevaba. "Ayla debería amamantarlo —pensó—. No es bueno para ella pasar tanto tiempo sin darle el pecho." La tragedia de la muerte de Iza y su confusión ante la reacción de Ayla estaban evidenciadas en la expresión de Mog-ur. No podía negarse al mago suplicante.
—Claro que sí —dijo Oga, y tornó a Durc en sus brazos.
Creb cojeó de regreso a su hogar. Vio que Ayla seguía sin cambiar de postura, aunque Ebra y Uka se habían llevado el cadáver de Iza para prepararlo con vistas al entierro. La joven tenía el cabello desordenado y el rostro todavía embarrado con la suciedad del camino y las lágrimas. Llevaba el mismo manto manchado y sucio que había tenido puesto durante su largo trayecto al volver de la Reunión del Clan. Creb le había puesto al hijo sobre el regazo cuando lloró para mamar, pero se mostró ciega y sorda a sus necesidades. Otra mujer habría comprendido que inclusive un dolor profundo podría, finalmente dejar penetrar los gritos de un niño. Pero Creb no tenía experiencia con madres y bebés. Sabía que las mujeres solían amamantar a los hijos de otras, y no podía dejar que el niño pasara hambre mientras hubiera otras mujeres que lo alimentaran. Había llevado Durc a Iza y Aga, pero los más pequeños estaban destetándose y las mujeres tenían ya muy poca leche. Grev sólo tenía poco más de un año, y parecía que Oga siempre disponía de mucha leche, de modo que Creb había llevado a Durc con ella varias veces. Ayla no sentía el dolor de los pechos duros en los que la leche se cuajaba; el dolor de su corazón era mucho más grande.
Mog-ur tomó su cayado y se fue hacia el fondo de la cueva. Habían llevado piedras que ahora estaban amontonadas en un rincón libre de la amplia caverna, y se había excavado una zanja poco profunda en la tierra del piso. Iza había sido una curandera de primera categoría. No sólo su posición en la jerarquía del Clan sino su intimidad con los espíritus imponía que fuera enterrada en la cueva. Eso garantizaba que los espíritus protectores que la cuidaban se queda rían cerca de su Clan, y ella misma podría vigilarlo desde su hogar en el otro mundo. Además, con eso se aseguraban de que ningún animal habría de dispersar sus huesos.
El mago espolvoreó con ocre rojo el óvalo de la zanja, y después hizo gestos con su único brazo, Una vez que hubo consagrado la tierra en que sería sepultada Iza, cojeó hasta su forma tosca más o menos envuelta en una piel de cuero suave: retiró ésta y reveló el cuerpo desnudo y gris de la curandera. Sus brazos y piernas habían sido flexionados en posición fetal con tendones teñidos de rojo. El mago hizo un gesto protector y se agachó entonces, comenzando a frotar la carne fría con un ungüento compuesto de ocre rojo y grasa de oso cavernario. Doblada en posición fetal y cubierta con el color rojo que recordaba la sangre natal Iza sería entregada al otro mundo de la misma manera que había llegado a éste.
Nunca le había resultado tan difícil llevar a cabo su tarea; Iza había sido más que hermana para Creb. Lo conocía mejor que nadie; sabía el padecimiento que había sufrido sin quejarse, la vergüenza que le había causado su achaque; comprendía su bondad, su voluntad de superarse. Había guisado para él, lo había atendido y había aliviado sus dolores. Con ella había conocido la dicha de la vida familiar casi como un hombre ordinario. Aun cuando nunca la había tocado tan íntimamente como lo estaba haciendo ahora, al embadurnar su cuerpo frío con un ungüento, había sido más "compañera" para él de lo que muchos hombres habían tenido. Su fallecimiento lo destrozaba.
Cuando regresó a su hogar, el rostro de Creb estaba tan gris como lo había estado el cadáver. Ayla seguía sentada junto al lecho de Iza, mirando al vacío sin ver, pero se movió cuando Creb comenzó a revolver las pertenencias de Iza.
— ¿Qué estás haciendo? —preguntó, defendiendo todo lo que había sido de Iza.
—Estoy buscando los tazones y las cosas de Iza. Los instrumentos que ha empleado en su vida deben ser sepultados con ella, de modo que tenga el espíritu de ellos en el otro mundo —explicó Creb.
—Voy a buscarlos —dijo Ayla, apartando a Creb. Juntó los tazones de madera y las tazas de hueso que había empleado Iza para preparar sus medicinas y medir las dosis, la piedra redonda de mano y la piedra plana que servía de base y que utilizaba para aplastar y moler, sus platos personales para comer, unos cuantos implementos y su bolsa de medicina, y lo puso todo sobre el lecho de Iza. Entonces se quedó mirando el humilde montón que representaba la vida y el trabajo de Iza.
— ¡Estos no son los instrumentos de Iza! —señaló con ira, y de un brinco se puso en pie para echar a correr fuera de la cueva. Creb la vio marcharse, meneó la cabeza y recogió los instrumentos de Iza.
Ayla atravesó el río y corrió hacia una pradera donde Iza y ella habían estado anteriormente. Se detuvo ante una mata de malva de vivos colores sobre graciosos tallos, y arrancó una brazada de distintos matices. Entonces recogió una milenrama parecida a la margarita que se empleaba para cataplasmas contra los dolores. Corrió por bosques y prados recogiendo más plantas de las que Iza había utilizado en su magia curativa: cardos de hojas blancas con flores amarillas redondas y pálidas y pinchos amarillos; amplia hierba cana amarilla y brillante; campanillas tan azules que parecían negras.
Cada una de las plantas que iba recogiendo había encontrado en algún farmacopea de Iza, pero sólo recogía Ayla las que eran más bellas, de flores vistosas y olorosas. Ayla había vuelto a llorar al detenerse a la orilla de una pradera, con las flores en los brazos recordando las veces que Iza y ella habían caminado juntas recogiendo plantas. Tenía los brazos tan llenos que le costaba trabajo llevarlas, pues no había llevado consigo su canasta de recolectora. Varias flores cayeron y se arrodilló para recogerlas, y entonces vio las ramas retorcidas y enredadas de centinodia con sus florecillas, y casi sonrió a la idea que acababa de ocurrírsele.
Metió la mano en su manto, sacó un cuchillo y cortó una rama de la planta. Bajo el cálido sol de principios del otoño, Ayla se sentó a la orilla de la pradera trenzando los tallos de las bellas plantas floridas entre la red de tallos que servía de base, hasta que la rama entera fue un derroche de color. Todo el Clan se sorprendió al ver a Ayla avanzar en la cueva con su trenza de flores. Fue directamente al fondo de la cueva y la dejó junto al cadáver de la curandera que estaba tendido de costado en la poca profunda zanja dentro de un óvalo de piedras.
— ¡Estos eran los instrumentos de Iza! —señaló Ayla retadoramente con gestos, como si desafiara a que le llevaran la contraria.
El viejo mago asintió. "Tiene razón —pensó—, Estos fueron los instrumentos de Iza, los que conocía, con los que trabajó toda su vida. Puede alegrarse al tenerlos en el mundo de los espíritus. Me pregunto si crecerán flores ahí". Los instrumentos de Iza, los implementos y las flores fueron bajados a la tumba con la mujer, y el Clan comenzó a amontonar las piedras alrededor y por encima de su cuerpo mientras Mog-ur hacía señas rogando al Espíritu del Gran Ursus y al tótem de la mujer, la Saiga, que guiaran al espíritu de Iza a salvo por el otro mundo.
— ¡Espera! —interrumpió repentinamente Ayla—, se me ha olvidado algo. —Regresó al hogar y buscó la bolsa de medicina, de donde sacó cuidadosamente las dos mitades del antiguo tazón de la curandera. Volvió de prisa y tendió las piezas en la tumba junto al cuerpo de Iza—. He pensado que puede querer llevárselo, ahora que ya no sirve,
Mog-ur aprobó con un gesto. Era lo correcto, mucho más correcto de lo que nadie pudiera saber; entonces reanudó sus gestos. Una vez que la última piedra estuvo colocada, las mujeres del Clan comenzaron a poner leña alrededor y encima del montón de piedras. Una brasa del fuego de la cueva fue empleada para iniciar el fuego para guisar el festín del funeral de Iza. Los alimentos se guisaron encima de su tumba, y el fuego seguiría ardiendo varios días. El calor apartaría toda humedad del cuerpo, disecándolo, momificándolo y quitándole el olor.
Cuando prendieron las llamas, Mog-ur inició un último y elocuente lamento mediante movimientos que conmovieron el alma de cada miembro del Clan. Habló al mundo de los espíritus del amor que sentían por la curandera que los había atendido, cuidado y ayudado en enfermedad y dolor tan misteriosos para ellos como la muerte. Eran gestos rituales, repetidos esencialmente de la misma manera en cada funeral, y algunos de los movimientos se empleaban fundamentalmente durante las ceremonias masculinas y eran desconocidos para las mujeres, pero el significado se transmitía claramente. Aun cuando la forma externa era convencional, el fervor, la convicción y la pena inefable del gran hombre santo impregnaban los gestos oficializados de un significado que iba mucho más allá de la forma pura y simple.
Con los ojos secos, Ayla miraba el fuego que danzaba siguiendo los graciosos movimientos del hombre manco y tullido, y sentía las emociones de él como si fueran las suyas propias. Mog-ur estaba expresando su pesar, y ella se identificaba totalmente con él como si el mago hubiera penetrado en ella y hablara con su cerebro, sintiera con su corazón. Ebra comenzó a lamentar su dolor y las demás mujeres también. Uba, con Durc en brazos, sintió un agudo gemido sin palabras formarse en su garganta, y con un estallido de alivio se unió al lamento compasivo. Ayla miraba sin ver, demasiado sumida en la profundidad de su pesadumbre para expresarlo, ni siquiera podía encontrar el alivio de las lágrimas.
No sabía cuánto tiempo llevaba contemplando el resplandor hipnótico de las llamas con ojos ciegos. Ebra tuvo que sacudirla antes de que respondiera, volviendo una mirada hacia la compañera del jefe.
—Ayla, come algo. Es el último festín que hemos de compartir con Iza.
Ayla aceptó el plato de madera con alimentos, metió automáticamente un trozo de carne en la boca y estuvo a punto de ahogarse al intentar tragarlo. De repente, se puso en pie y salió corriendo de la cueva. Ciegamente tropezó con piedras y maleza. Al principio sus pies iban a llevarla por un camino conocido hasta una alta pradera montañosa y una pequeña cueva que le habían brindado refugio y seguridad en otros tiempos. Pero se apartó; desde que había mostrado el lugar a Brun. ya no le parecía suyo, y su última visita encerraba recuerdos demasiado tristes. En cambio, trepó por el risco que protegía su cueva contra los vientos del norte que aullaban en la montaña abajo en invierno y debilitaba los fuertes vientos del otoño.
Sacudida por ráfagas, Ayla cayó de rodillas al llegar arriba y allí, sola con su dolor insoportable, se abandonó a la angustia en forma de un gemido quejoso y modulado mientras se balanceaba al ritmo de su corazón dolorido. Creb salió cojeando de la cueva tras ella, la vio recortarse entre las nubes que el crepúsculo matizaba, y oyó el gemido lejano y débil. Por muy grande que fuera su propio dolor, no podía comprender que la joven rechazara el alivio de la compañía en su pena, su retiro dentro de sí misma. Su discernimiento habitual estaba embotado por su propia pena; no comprendía que ella sufría algo más que pena.
La culpabilidad embargaba su alma; se echaba la culpa del deceso de Iza. Había abandonado a una enferma para ir a una Reunión del Clan; era una curandera que había desertado de alguien que la necesitaba, de alguien a quien amaba. Se echaba la culpa de que Iza hubiera ido a la montaña para encontrar una raíz que la ayudara a ella a conservar el bebé que tan desesperadamente deseaba, y eso había causado la enfermedad casi mortal que debilitó a la mujer. Se sintió culpable por el dolor que había causado inconscientemente a Creb al seguir las luces de la pequeña cámara de la montaña allá en el este. Más que pesarosa y culpable, se sentía débil por falta de alimentos y sufría de fiebre de la leche cuajada en sus pechos hinchados. Pero más aún, sufría una depresión en que Iza podría haberla ayudado, de haber estado allí, porque Ayla era una cu randera dedicada a aliviar el dolor y salvar la vida, y se le había muerto su pri mera paciente.
Lo que más necesitaba Ayla era su bebe. No solo necesitaba alimentarlo necesitaba las exigencias de su cuidado para devolverla a la realidad, para hacerla comprender que la vida sigue su curso. Pero cuando regresó a la cueva, Durc estaba dormido junto a Uba. Creb se lo había llevado a Oga de nuevo, para que lo alimentaran. Ayla se revolvía en su lecho, sin poder dormir, sin darse cuenta siquiera de que lo que la mantenía despierta era la fiebre y el dolor físico. Su mente estaba demasiado introvertida, concentrada en su pena y en su sentimiento de culpa.
Cuando se despertó Creb, Ayla se había marchado ya, había salido de la cueva y escalado de nuevo el risco; podía verla de lejos y la observaba ansiosamente, pero no podía ver su debilidad ni su fiebre.
— ¿Voy a buscarla? —preguntó Brun, tan desconcertado como Creb por la reacción de Ayla.
—Parece que prefiere estar sola. Tal vez haya que dejarla —respondió Creb.
Se preocupó por ella cuando no la vio. y por la noche, como no regresaba, pidió a Brun que fuera a buscarla, lamentando no haber dejado que fuera por ella más pronto a! verlo regresar con la joven en brazos: la pena y la depresión se habían ensañado con ella, la debilidad y la fiebre habían completado la obra. Ebra y Uba cuidaron a la curandera del Clan; deliraba, tiritaba de frío y ardía de calentura, alternativamente. Gritaba si le rozaban apenas los senos.
—Va a quedarse sin leche —dijo Ebra a la muchacha—. Es demasiado tarde para que Durc sirva de algo ahora; la leche está cuajada y el bebé no podrá chuparla.
—Pero Durc es demasiado pequeño para destetarlo. ¿Qué va a ser de él? ¿Qué va a ser de ella?
Tal vez no hubiera sido demasiado tarde de haber vivido Iza o si Ayla hubiera estado coherente. Inclusive Uba conocía las compresas que habrían ayudado, medicinas que podían servir, pero era joven y no estaba segura de sí misma y Ebra se mostraba tan positiva... Para cuando bajó la fiebre, la leche de Ayla se había secado; ya no podía alimentar a su hijo.
—No quiero tener ese mocoso deforme en mi hogar, Oga. ¡No lo quiero por hermano de tus hijos!
Broud estaba furioso, movía los puños y Oga estaba a sus pies, atemorizada.
—Pero Broud, es sólo un bebé; necesita mamar. Iza y Aga no tienen suficiente leche, no sería bueno que se quedaran con él. Yo tengo suficiente, siempre he tenido leche abundante. Si no se alimenta morirá de hambre, Broud, morirá.
—Poco me importa que muera. Nunca se le debería haber permitido vivir, para empezar. No vivirá en este hogar.
Oga dejó de temblar y miró al hombre que era su compañero. No creía que se negaría a dejarle tener consigo al bebé de Ayla. Sabía que regañaría, disparataría y bramaría, pero estaba segura de que al final se lo permitiría. No podía ser tan cruel, no podía permitir que un bebé muriera de hambre por mucho que aborreciera a la madre de Durc.
—Broud, Ayla salvó la vida de Brac, ¿cómo puedes dejar morir a su hijo?
— ¿No ha ganado bastante salvándole la vida a Brac? Le han permitido vivir, le han permitido inclusive cazar. Nada le debo.
—No le fue permitido vivir: la maldijeron de muerte. Volvió del mundo de los espíritus porque su tótem lo quiso, porque la protegió —protestó Oga.
—Si hubiera recibido la maldición de vida no habría vuelto y nunca habría dado a luz a ese mocoso. Si su tótem es tan fuerte, ¿por qué ha perdido la leche? Todos decían que su bebé sería infortunado. ¿Qué puede ser más infortunado que perder la leche de su madre? Y ahora quieres traer su mala suerte a este hogar. No lo permitiré, Oga. ¡Es definitivo!
Oga se sentó y miró a Broud calmosa y deliberadamente.
—No, Broud, —señaló—. No es definitivo. —Ya no estaba temerosa; la expresión de Broud cambió a una sorpresa escandalizada—. Puedes impedir que Durc viva en tu hogar; es tu derecho y nada puedo contra eso. Pero no puedes impedir que yo lo amamante; es el derecho de toda mujer. Una mujer puede amamantar al bebé que quiera, y ningún hombre se lo puede impedir. Ayla salvó la vida de mi hijo y yo no dejaré que muera el suyo. Durc será hermano de mis hijos, ya te agrade o no.
Broud se quedó pasmado; la negativa de su compañera a someterse a sus deseos era totalmente inesperada. Oga nunca se había mostrado insolente, nunca irrespetuosa, nunca había dado muestras de desobediencia. Apenas podía creerlo; su asombro se convirtió en furor.
— ¡Cómo te atreves a desafiar a tu compañero, mujer! ¡Haré que abandones este hogar! —atronó,
—Entonces me llevaré a mis hijos y me marcharé, Broud. Suplicaré a otro hombre que me acepte. Tal vez Mog-ur me permita vivir con él si ningún otro hombre me quiere. Pero he de amamantar al bebé de Ayla.
La única respuesta de Broud fue un fuerte puñetazo que la tumbó. Estaba lleno de ira para dar otra respuesta. Iba a seguir golpeándola pero giró en sus talones. "Voy a ocuparme de esta falta grave de respeto" pensó, dirigiéndose al hogar de Brun.
—Primero contamina a Iza, ahora su obstinación se ha transmitido a mi compañera —gesticuló Broud en el momento en que pasó las piedras limítrofes—, He dicho a Oga que no quiero tener con nosotros al hijo de Ayla, le he dicho que no deseo a ese muchacho deforme corno hermano de sus hijos. ¿Sabes lo que me ha dicho? ¡Que de todos modos lo criará! Ha dicho que no puedo impedírselo. Ha dicho que será hermano de sus hijos, quiéralo yo o no. ¿Puedes creerlo? ¿De Oga? ¿De mi compañera?
—Tiene razón, Broud —dijo Brun con una calma controlada—. No le puedes impedir que lo alimente. El bebé que una mujer amamante no es asunto del hombre, nunca lo ha sido. Tiene cosas más importantes en qué pensar.
Brun no estaba muy satisfecho de la objeción de Broud. Era deshonroso para Broud preocuparse tan emocionalmente de cuestiones que atañían sólo a las mujeres. ¿Y quién más podría hacerlo? Durc era del Clan, especialmente después del Festival del Oso. Y los del Clan siempre atendían a los suyos. Inclusive la mujer que venía de otro clan y nunca tuvo un solo hijo, no tuvo que morirse de hambre cuando su compañero falleció. Podía carecer de valor, podía ser una carga, pero mientras hubo alimentos en el Clan, recibió su comida.
Broud podía negarse a aceptar a Durc en su hogar; eso imponía la necesidad de proveer para él y su adiestramiento junto con los hijos de Oga. Eso no le agradaba mucho a Brun, pero era de esperarse. Todos sabían cuáles eran sus sentimientos respecto a Ayla y su hijo. Pero, ¿por qué tenía que oponerse a que su compañera amamantara al niño, si todos eran del mismo Clan?
— ¿Quieres decir que Oga puede ser tercamente desobediente y salirse con la suya? —preguntó Broud, furioso.
— ¿Y eso a ti qué te importa, Broud? ¿Quieres que muera el niño? —preguntó Brun. Broud se puso colorado ante la pregunta directa—. Es del Clan, Broud. A pesar de su cabeza deforme, no parece retrasado. Crecerá y será un cazador; éste es su Clan. Inclusive ya tiene prometida una compañera, y tú estuviste de acuerdo. ¿Por qué te muestras tan emocionado a la idea de que tu compañera amamante al bebé de otra mujer? ¿Todavía te muestras emocional respecto a Ayla? Eres un hombre, Broud, y lo que le ordenes tiene que ejecutarlo. Y te obedece. ¿Por qué compites con una mujer? Te menosprecias a ti mismo. ¿O estoy equivocado? ¿Eres un hombre, Broud? ¿Eres lo suficientemente hombre para encabezar este Clan?
—Es que no deseo que un niño deforme sea hermano de los hijos de mi compañera —señaló Broud con un gesto poco convincente. Era una excusa, pero no había dejado de percibir la amenaza.
—Broud, ¿qué cazador no ha salvado la vida de otro? ¿Qué hombre no lleva la parte del espíritu de todos los demás? ¿Qué hombre no es hermano de los demás? ¿Importa que Durc sea hermano de los hijos de tu compañera ahora o después de que crezcan? ¿Por qué te opones?
Broud no tenía respuesta, ninguna que fuera aceptable para el jefe. No podía admitir su odio devastador contra Ayla; sería admitir su incapacidad de dominar sus emociones, admitir que no era suficientemente hombre para ser jefe. Lamentaba haberse acercado a Brun: "Debería haber recordado —pensó—. Siempre se pone de su parte. Estaba tan orgulloso de mí en la Reunión del Clan. Y ahora, por culpa de ella, vuelve a dudar."
—Bueno, no me importa que Oga lo amamante —indicó Broud—. Pero no lo quiero en mi hogar. —Sabía que sobre ese puntó estaba en su derecho y no iba a ceder—. Puedes pensar que no es retrasado pero yo no estoy tan seguro. No quiero tener la responsabilidad de su educación. Dudo mucho de que llegue.
—Como tú quieras, Broud. Yo asumí la responsabilidad de su educación, y tomé esa decisión aun antes de aceptarlo. Pero lo acepté. Durc es miembro de este Clan y será cazador. Yo me encargo de eso.
Broud regresó a su hogar, pero vio que Creb llevaba nuevamente a Durc a Oga, y entonces salió de la cueva. No desahogó su ira mientras no estuvo seguro de encontrarse suficientemente lejos de la cita de Brun. "Todo es culpa de ese viejo inútil" se dijo, y después trató de apartar el pensamiento de su mente, por miedo a que el mago dispusiera de algún medio para saber lo que estaba pensando.
Broud temía a los espíritus tal vez más que cualquiera de los hombres del Clan, y su temor se extendía a aquél que los trataba tan íntimamente. Al fin y al cabo ¿qué podía hacer un cazador contra toda una formación de seres incorpóreos capaces de causar mala suerte o enfermedad o muerte, y qué podía hacer contra el hombre que tenía el poder de llamarlos a voluntad? Broud acababa de volver de una Reunión del Clan en que pasó muchas noches con jóvenes de otros clanes que trataban de asustarse unos a otros con cuentos de desdicha causada por Mog-urs a quienes se había incomodado. Lanzas que se volvían en el último instante impidiendo matar terribles enfermedades que causa dolor y sufrimiento, puñaladas, palizas, todo tipo de calamidades aterradoras cuya culpabilidad se achacaba a magos iracundos. Los cuentos de horror no eran tan comunes en su propio Clan pero de todos modos el Mog-ur era el mago más poderoso de todos.
Aún cuando hubo veces que el joven lo consideró más digno de burla que de respeto, el cuerpo deforme de Mog-ur y su rostro tuerto y horriblemente incrementaban su estatura. A quienes no lo conocían, se les antojaba inhumano, tal vez parcialmente demoníaco. Broud había aprovechado eso disfrutando de su pavor incrédulo de los demás jóvenes cuando les dijo que no temía a El Gran Mog-ur. Pero a pesar de su jactancia, las historias lo habían impresionado. La veneración del Clan por el viejo tambaleante que no podía cazar incitaba a Broud a mostrarse más cauteloso respecto a su poder. Siempre que soñaba con el momento en que sería jefe, pensaba en Goov como su Mog-ur. Goov tenía casi su edad y era un compañero de cacería demasiado íntimo, para que Broud considerara al futuro mago de la misma manera. Estaba seguro de poder convencer o coaccionar al acólito para que aceptara sus decisiones, pero ni siquiera se le ocurría enfrentarse a Mog-ur.
Mientras Broud caminaba por los bosques próximos a la cueva, tomó una decisión firme: nunca más permitiría que el jefe pudiera dudar de él; nunca más volvería a poner en peligro el destino que estaba a punto de ver realizarse. "Pero cuando sea jefe —pensó— yo tomaré las decisiones. Ella ha puesto a Brun en mi contra, inclusive a Oga, mi propia compañera. Cuando sea jefe poco importará que Brun se ponga de su parte, ya no podrá seguir protegiéndola." Broud recordaba cada daño que le había causado, cada vez que había opacado su gloria, cada desaire contra su ego. Se extendía sobre todo ello deleitándose anticipadamente a la idea de hacérselo pagar. Podía esperar. "Algún día —se dijo—, algún día y muy pronto, lamentará haber venido a vivir en este Clan".
Broud no era el único que echaba la culpa al viejo tullido, también Creb se echaba la culpa de que Ayla hubiera perdido la leche. No había mucha diferencia —ahora— que fuera su preocupación la que causara tan desastrosos resultados. Lo que pasaba era que él no había comprendido cómo funcionaba el cuerpo de la mujer; había tenido muy poca experiencia con mujeres. Sólo a edad avanzada había llegado a establecer un contacto estrecho con una madre y un bebé. No se había percatado de que cuando una madre amamantaba al bebé de otra, el favor era compensado más por el bien de ella que para aliviarla de una obligación. Nadie se lo había dicho; nadie tuvo que decírselo hasta que fue demasiado tarde.
Se preguntaba qué terrible calamidad le habría sucedido a Ayla. ¿Sería solamente porque su hijo tenía mala suerte? Creb buscaba razones, y en su introspección cargada de culpabilidad, comenzó a poner en duda sus propios motivos. ¿Sería preocupación sincera o deseaba hacerle daño como ella se lo había hecho inadvertidamente a él? ¿Era digno de su gran tótem? ¿Se habría rebajado Mog-ur a una venganza tan mezquina? Si él era un ejemplo de su más elevado hombre santo, tal vez su pueblo mereciera perecer. El convencimiento de que su raza estaba condenada, la muerte de Iza, y su culpa por la pena que había causado a Ayla, lo sumían en un desaliento melancólico. La prueba más difícil en toda la vida de Mog-ur llegaba a su fin.
Ayla no le echaba la culpa a Creb, se echaba la culpa a sí misma, pero ver que otra mujer amamantara a su hijo era más de lo que podía soportar. Oga, Iza y Aga, por turno, habían ido a verla y decirle que alimentarían a Durc, y estaba agradecida, pero casi siempre era Uba quien se lo llevaba a una de ellas y se quedaba de visita hasta que el niño había quedado satisfecho. Al perder su leche, Ayla perdió una parte importante de la vida de su hijo. Seguía llorando la muerte de Iza y se echaba la culpa de que hubiera muerto, y Creb se había retirado tan dentro de sí mismo que no podía llegar a él y temía intentarlo. Pero todas las noches, cuando se llevaba a Durc a su lecho, se lo agradecía a Broud: su negativa a aceptarlo en su hogar significaba que ella no lo había perdido del todo.
Al comenzar a reducirse los días del otoño, Ayla volvió a tomar su honda como excusa para salir sola. Había cazado tan poco el año anterior que su habilidad estaba algo menguada, pero con la práctica le volvieron la precisión y la rapidez. La mayor parte del tiempo salía temprano por la mañana y volvía tarde, dejando que Uba se ocupara de Durc, y sólo lamentaba que el invierno se abatie ra tan pronto sobre ellos. El ejercicio en bueno, pero tuvo que superar un problema: no había cazado mucho después de desarrollarse plenamente como mujer, y senos pesados que oscilaban a cada paso la fastidiaban cuando corría o brincaba. Observó que los hombres llevaban un taparrabos para proteger sus órganos delicados, y se hizo una banda para sostener su pecho en su sitio, atándola a la espalda. Era más cómodo para ella, y no tomó en cuenta las miradas curiosas que le echaban cuando la llevaba puesta.
Aunque la caza fortalecía su cuerpo y ocupaba su mente mientras estaba afuera, seguía llevando su carga de duelo y pena. Para Uba, era como si la dicha hubiera abandonado el hogar de Creb. Echaba de menos a su madre, y tanto Creb como Ayla llevaban un aura de tristeza perpetua. Sólo Durc, con sus modos infantiles e involuntarios, le recordaba algo de la felicidad que anteriormente había tenido como cosa natural. Inclusive había ocasiones en que sacaba a Creb de su letargo.
Ayla había salido temprano y Uba se encontraba apartada del hogar en busca de algo que había en el fondo de la cueva. Oga acababa de llevar a Durc, y Creb vigilaba al bebé. Este se sentía lleno y satisfecho pero no tenía sueño; gateó hasta donde estaba el viejo y se puso en pie sobre piernas inseguras y tambaleantes, agarrándose de Creb para sostenerse.
—De modo que pronto echarás a andar —señaló Creb—. Antes de que termine el invierno estarás corriendo por toda la cueva, jovencito.
Creb le picó la barriguita para dar énfasis a sus gestos; las comisuras de la boca de Durc se elevaron y el niño produjo un sonido que Creb sólo había oído a otra persona del Clan: reía. Creb volvió a picarle y el niño se dobló en una risa entrecortada de bebé, perdió el equilibrio y cayó sentado en su firme trasero. Creb lo ayudó a ponerse de pie de nuevo y miró al niño como nunca lo había mirado.
Las piernecitas de Durc estaban arqueadas pero no tanto como demás bebés del Clan; y aunque las tenía regordetas, Creb podía ver que sus huesos eran más largos y delgados. "Creo que las piernas de Durc van a ser rectas cuando crezca, como las de Ayla, y también será alto. Y su cuello, tan delgado y larguirucho al nacer que no podía sostener su cabeza... es igual que el cuello de Ayla. Pero su cabeza no es igual, ¿o sí? Esa frente alta es la de Ayla. —Creb hizo girar la cabeza de Durc para verla de perfil—. Sí, decididamente su frente, pero sus cejas y los ojos son del Clan, y también su nuca es más como la del Clan.
"Ayla tenía razón: no es deforme, es una mezcla, una mezcla de ella y el Clan. Me pregunto si siempre será así. ¿Se mezclan los espíritus? Tal vez sea eso lo que hace a las muchachas, no un débil tótem masculino. ¿Se iniciará la vida con una mezcla de espíritus totémicos masculino y femenino?" Creb sacudió la cabeza; no sabía, pero eso puso a pensar al viejo mago. Pensó a menudo en Durc durante aquel frío invierno. Tenía la sensación de que Durc era importante, pero el porqué se le escapaba.