Capítulo 2

El grupo de viajeros atravesó el río un poco más allá de la cascada, donde el río se ensanchaba y hacía espuma alrededor de las rocas, que salían del agua poco profunda eran veinte, jóvenes y viejos. El Clan había contado veintiséis miembros antes del terremoto que destruyó su cueva. Dos hombres abrían el paso, muy adelante de un núcleo de mujeres y niños flanqueados por un par de hombres mayores. Los varones jóvenes formaban la retaguardia.

Seguían el ancho río, que iniciaba su rumbo sinuoso, lleno de meandros, a través de la estepa, y observaron a las aves de rapiña volando en círculos. Si aún volaban significaba que lo que había llamado su atención seguía con vida. Los hombres que iban adelante apretaron el paso para investigar. Un animal herido era presa fácil para los cazadores, siempre que algún cuadrúpedo depredador no abrigara las mismas intenciones.

Una mujer, más o menos a mediados de su primer embarazo, avanzaba delante de las demás mujeres. Vio a los dos hombres guía mirar el suelo y seguir su camino. “Debe ser un carnívoro”, pensó; el Clan no solía comer animales carnívoros.

Medía poco más de un metro treinta de estatura; era de huesos fuertes, robusta y patizamba, pero caminaba erecta sobre fuertes piernas musculosas y pies planos descalzos. Sus brazos, largos en proporción con el resto del cuerpo, estaban encorvados como sus piernas. Tenía una ancha nariz en forma de pico, una mandíbula saliente que se proyectaba como un hocico, y carecía de barbilla. Su frente baja era estrecha e inclinada, y su cabeza, larga y grande, descansaba sobre un cuello corto y grueso. En la nuca tenía un nudo huesudo, un promontorio occipital que acentuaba su perfil posterior.

Un vello suave, corto y moreno, con tendencia a rizarse, cubría sus piernas y hombros y corría a lo largo de la parte superior de su espalda. Al llegar a la cabeza, se convertía en una cabellera pesada, larga y bastante tupida. La mujer estaba perdiendo ya su palidez invernal a cambio de un tostado veraniego. Sus ojos grandes, redondos y oscuros, profundamente sumidos bajo unas cejas prominentes, estaban llenos de curiosidad cuando aceleré el paso para ver lo que los hombres habían dejado atrás

La mujer en mayor para ser su primer embarazo; tenía casi veinte años, y el Clan la había creído estéril, hasta que comenzó a verse la vida que se iniciaba dentro de ella. La carga que llevaba a cuestas no se había aligerado porque estuviera embarazada. Llevaba un gran canasto sujeto a sus espaldas como un cuévano, con bultos atados atrás, colgando y amontonados encima; varias bolsas cerradas con cuerdas colgaban de una correa atada alrededor de la piel flexible que llevaba como un manto alrededor de las caderas, de modo que formaba dobleces y bolsas para guardar objetos. Una bolsa se distinguía especialmente: estaba hecha con piel de nutría, lo que resultaba obvio porque se había curtido dejando intactas las patas, la cola y la cabeza.

En vez de abrir el vientre del animal, sólo se había cortado el cuello para poder sacar por ese orificio las vísceras, la carne y los huesos, dejando una bolsa entera. La cabeza, atada por una tira de piel a la espalda, era la tapadera; una cuerda de tendón teñido de rojo pasaba por los agujeros que rodeaban la abertura del cuello, y estaba apresada y atada a la correa que la mujer llevaba alrededor de la cintura.

Cuando la mujer vio a la criatura que los hombres habían dejado atrás, se quedó intrigada por lo que parecía un animal sin pelo. Pero al acercarse, se quedó boquiabierta y retrocedió un paso, aferrando la pequeña bolsa de cuero que llevaba colgada del cuello en un gesto inconsciente para apartar los espíritus des conocidos. Tocó los pequeños objetos que llevaba en su amuleto, invocando protección, y se inclinó cerca para ver, sin atreverse a dar un paso pero sin conseguir creer que estaba viendo lo que realmente creía ver.

Sus ojos no la habían engañado: ¡no era un animal lo que había atraído a las aves de rapiña, era una niña, una niña flaca y de aspecto extraño!

La mujer echó una mirada al derredor, preguntándose qué otros temibles enigmas podrían hallarse cerca, y empezó a rodear a la niña inconsciente, pero oyó un gemido. La mujer se detuvo y, olvidando sus temores, se arrodilló junto a la niña y la sacudió suavemente. La curandera comenzó a desatar la cuerda que mantenía cerrada la bolsa de nutria tan pronto como vio la infección de los arañazos y la pierna hinchada al rodar la niña sobre sí misma.

El hombre que iba a la cabeza de la tribu miró hacia atrás y al ver a la mujer arrodillada junto a la niña, volvió sobre sus pasos.

— ¡Iza! —Ordenó—. ¡Ven! Hay huellas del león cavernario y de su huida más adelante.

— ¡Es una niña, Brun! Está lastimada pero no muerta —replicó.

Brun miró a la niña flaca de frente alta, nariz pequeña y rostro curiosamente plano.

—No es del Clan —declaró el jefe con un ademán, y se volvió para reanudar su marcha.

—Brun, es una niña y está herida, Morirá si la dejamos aquí. —Los ojos de Iza rogaban mientras se expresaba con ademanes de sus manos.

El jefe del pequeño clan se quedó mirando a la mujer que imploraba. En mucho más alto que ella, medía más de un metro cincuenta con músculos pesados y potentes, un pecho abultado y fuertes piernas arqueadas. El modelo de sus rasgos era similar aunque más pronunciado: nariz más grande y arco superciliar abultado. Sus piernas, estómago y pecho así como la parte superior de su espalda estaban cubiertos de pelos morenos y ásperos que no constituían una pelambre pero casi, casi. Una barba tupida ocultaba su quijada sin barbilla. Su manto también se parecía al de ella pero no era tan completo sino más corto y atado de distinta manera, con menos dobleces y bolsas para guardar cosas.

No llevaba carga, sólo su manto exterior de pieles, colgado de su espalda por una ancha banda de cuero enrollada a su frente inclinada, y sus armas. Sobre su muslo derecho había una cicatriz, ennegrecida como un tatuaje más o menos en forma de U con las ramas superiores hacia afuera: era la marca del bisonte, su tótem. No necesitaba señal ni adorno alguno para identificar su liderazgo. Su porte y la deferencia que los demás le mostraban evidenciaban suficientemente su posición.

Retiró del hombro el garrote que llevaba y lo apoyó en el suelo —era una larga pata delantera de caballo— sosteniéndola contra su muslo, y comprendió ha que estaba considerando seriamente la súplica que ella le hiciera. Esperé tranquilamente, disimulando su agitación, para dejarle pensar. Brun dejó en el suelo su pesada lanza de madera, apoyando el mango en su hombro con la afilada punta, endurecida al fuego, hacia arriba, y ajustó las boleadoras que llevaba colgadas del cuello junto con su amuleto, para que las tres bolas de piedra se equilibraran mejor. Entonces sacó un pedazo de gamuza flexible unido en ambos extremos y abultado en el medio para guardar las piedras destinadas a la honda, de la correa que rodeaba su cintura, y se puso a tirar de la suave piel con sus manos, reflexionando.

A Brun no le gustaba tomar decisiones apresuradas respecto a nada insólito que pudiera afectar a su Clan, especialmente ahora que estaban sin hogar, y resistió al impulso de negarse de buenas a primeras. “Debería haber sabido que Iza querría ayudarla —pensó—, inclusive ha hecho uso de magia curativa algunas veces con animales, sobre todo con crías. Se va a perturbar si no le permito ayudar a esta niña. Que sea del Clan o de los Otros, no hay diferencia: lo único que ve es una criatura lastimada. Bueno, quizá eso haga de ella una curandera tan buena.

“Pero curandera o no, sólo es una mujer. ¿Qué importa que se perturbe? y se cuidará mucho de mostrarlo, y ya tenemos suficientes problemas sin una extraña enferma. Pero su tótem lo sabrá y todos los espíritus también. ¿Estarán más enojados si ella está perturbada? Los espíritus enojados pueden hacer que todo salga mal... y ya están suficientemente enojados. Nada debe salir mal en la ceremonia de la nueva cueva.

“Pues que recoja a la niña —se dijo—. Pronto se cansará de llevar a cuestas esa carga adicional, y la niña se encuentra tan mal que ni siquiera la magia de mi hermana será lo suficientemente fuerte para salvarla”. Brun volvió a meter la honda en la correa que le servía de cinturón, recogió sus armas y se encogió de hombros evadiendo la respuesta. A ella le correspondía tomar la decisión: Iza podría llevarse a la niña con ellos o no, como quisiera. Brun se dio vuelta y siguió su camino a grandes trancos.

Iza metió la mano en su canasta y sacó un manto de cuero; cubrió con él a la niña, la envolvió bien, la alzó en vilo y la aseguró a su cadera con la piel flexible, sorprendida al sentir qué poco pesaba para su estatura. La niña gimió al sentirse alzada, entonces Iza la acarició para tranquilizarla antes de echar a andar detrás de los dos hombres.

Las demás mujeres se habían detenido, manteniéndose alejadas de la conversación entre Iza y Brun. Cuando vieron que la curandera recogía algo y se lo llevaba, sus manos volaron en rápidos ademanes, puntuados de vez en cuando por unos cuantos sonidos guturales, discutiendo el asunto con mucha curiosidad.

Con excepción de la bolsa de nutria, el resto de su vestimenta era igual a la de Iza y llevaban tanta carga como ella. Entre todas llevaban a cuestas todas las posesiones terrenales del Clan, lo que se había podido salvar de los escombros después del terremoto.

Dos de las siete mujeres llevaban niños de pecho entre los repliegues de sus cobijas, facilitando así el darles de mamar. Mientras estaban esperando, una de ellas sintió una gota de humedad caliente, sacó a su hijito desnudo del pliegue y lo sostuvo mientras terminaba de orinar. Cuando no viajaban, los niños solían estar envueltos en suaves mantillas de piel. Para absorber la humedad y las defecaciones lechosas, se acumulaban a su alrededor diversos materiales que podían ser vellón de ovejas silvestres atrapado en matorrales espinosos cuando los musmones estaban de muda, plumón del pecho de aves o borra de plantas fibrosas. Pero mientras viajaban, era más fácil y más sencillo llevar a los bebés desnudos y, sin dejar de andar, permitir que hicieran sus cosas sobre el suelo.

Cuando reanudaron la marcha, una tercera mujer recogió a un niño, sosteniéndolo contra su cadera con un manto de cuero para cargar, pero al cabo de un corto rato el chiquillo empezó a agitarse para bajar al suelo y andar solo. La madre lo dejó ir, pues bien sabía que regresaría con ella tan pronto como se sintiera cansado. Una muchacha mayor que todavía no era mujer pero que llevaba la misma carga que las demás, caminaba detrás de la mujer que seguía a Ha, volviendo la mirada de vez en cuando hacia atrás, hacia un mozo que casi en un hombre y que avanzaba detrás de las mujeres. El se arreglaba para dejar entre ellas y él una distancia suficiente de modo que pareciera que formaba parte del grupo de tres cazadores que constituían la retaguardia, y no que fuera un niño. Deseaba tener también alguna pieza de caza para llevar, e inclusive envidiaba al viejo, uno de los dos que flanqueaban a las mujeres, que llevaba una enorme liebre al hombro, derribada por su propia honda.

Los cazadores no eran el único recurso de que disponía el Clan para su alimento. Con frecuencia las mujeres aportaban la mayor parte, y ésta era la más segura. A pesar de sus cargas, iban merodeando mientras viajaban, y lo hacían con tanta eficiencia que apenas retrasaban su marcha. Una mancha de azucenas amarillas era prontamente desprovista de capullos y flores, y raíces nuevas y tiernas quedaban al punto expuestas con unos cuantos golpes de los palos para cavar. Las raíces de la espadafia, arrancadas bajo la superficie de aguas pantanosas, eran todavía más fáciles de arrancar.

Si no hubieran estado de viaje, las mujeres habrían tenido buen cuidado de recordar la ubicación de las altas plantas talludas para volver, cuando la estación estuviera más avanzada, a recoger las colas tiernas de arriba, como verdura. Más adelante aún, el polen amarillo mezclado con almidón sacado a golpes de las fibras de raíces viejas, proporcionaría bizcochos pastosos sin levadura. Una vez secas las partes de arriba; se recogería la borra; y algunas de las canastas estaban hechas con tallos y hojas duras. Ahora sólo recogían lo que encontraban, pero no se pasaba mucho por alto.

Cortaban los brotes nuevos y las ligas tiernas del trébol, la alfalfa, el diente de león; arrancaban las púas del cardo antes de cortado y recogían unas pocas bayas y frutas precoces. Los agudos palos de cavar se veían constantemente ocupados, y nada estaba a salvo de su punta en las hábiles manos femeninas. Se empleaban como palanca para dar vuelta a troncos caídos en busca de tritoncitos y deliciosos gusanos gordos; moluscos de agua dulce eran pescados en los ríos y acercados a la ribera para facilitar su captura; y diversidad de bulbos, tubérculos y raíces eran sacados de la tierra.

Todo ello iba depositándose en los prácticos repliegues de los mantos de las mujeres o en algún rincón vacío de sus canastas. Las hojas verdes grandes servían para envolver; algunas de ellas, como las de bardana, se cocían como verduras. La lejía seca, las ramillas y la hierba así como el excremento de los herbívoros también se recogían. Aun cuando la selección sería más variada una vez que el verano avanzara, había alimentos abundantes… para quien sabía dónde buscar.

Iza alzó la mirada cuando un anciano, de más de treinta años, llegó cojeando hasta ella una vez que hubieron reanudado la marcha. No llevaba arma ni carga, sólo un largo cayado para ayúdame a andar. Su pierna derecha estaba muy delgada y era más corta que la izquierda, pero aun así se las arreglaba para moverse con una agilidad sorprendente.

Tenía atrofiados el hombro y el brazo derechos, y el brazo seco había sido amputado más abajo del codo. El fuerte hombro, el brazo y la pierna de su lado izquierdo, musculosos, y plenamente desarrollados, le daban el aspecto de estar torcido. Su enorme cráneo era todavía mayor que los del resto del Clan, y la dificultad de su nacimiento había sido causa del defecto que lo había dejado baldado de por vida.

Era también hermano de Iza y Brun, el mayor, y habría sido jefe de no haber nacido tullido. Llevaba un manto de cuero cortado como el de los demás hombres con su piel peluda por fuera —la cual usaba también para dormir— sobre sus espaldas, como los demás hombres. Pero de la correa que le rodeaba la cintura llevaba colgadas varias bolsas, y un manto del mismo estilo que empleaban las mujeres envolvía un gran bulto que cargaba a su espalda.

El lado izquierdo de su rostro tenía horribles cicatrices y le faltaba un ojo, pero el derecho estaba bien y destellaba inteligencia junto con algo más. A pesar de su cojera, se movía con una gracia que provenía de su gran sabiduría y de la seguridad que tenía de su puesto dentro del Clan. Era Mog-ur, el mago más potente, más imponente, y el hombre santo más reverenciado de todos los clanes. Estaba convencido de que su cuerpo arruinado le había sido dado para que pudiera ocupar el lugar de intermediario ante el mundo espiritual y no a la Cabeza de su Clan. En muchos aspectos su poder era mayor que el de cualquier jefe, y él lo sabía. Sólo sus parientes próximos recordaban el nombre que le fue dado al nacer, y lo usaban al hablarle.

—Creb —dijo Iza saludándolo y reconociendo su llegada con un movimiento que significaba el agrado que le proporcionaba su presencia.

— ¿Iza? señalo él con un gesto hacia la criatura que ella llevaba. La mujer abrió su manto y Creb miró detenidamente el rostro menudo y encendido.

Su mirada llegó hasta la pierna hinchada la herida que supuraba antes de volver hacia el rostro de la curandera y leer en sus ojos. La niña gimió y la expresión de Creb se ablandó. Afirmó con un gesto de la cabeza.

—Bueno —dijo. El sonido era ronco y gutural. Entonces hizo una señal como para indicar: “Ya han muerto muchos.”

Creb se quedó junto a Iza. No tenía que someterse a las reglas tácitas que definían la posición de cada persona y su situación; él podía caminar junto a cualquiera, incluyendo al jefe si así lo deseaba. Mog-ur estaba por encima y aparte de la estricta jerarquía del Clan.

Brun los condujo mucho más allá de las huellas de los leones cavernarios antes de detenerse para examinar el paisaje. Del otro lado del río, hasta donde alcanzaba la vista, la pradera se extendía en bajas colinas que ondulaban hasta un espacio plano y verde a lo lejos. Podía ver hasta allá sin obstáculos. Los pocos árboles atrofiados, deformados por el viento incesante en caricaturas de movimiento interrumpido, apenas prestaban perspectiva al campo abierto y destacaban su vacuidad.

Cerca del horizonte, una nube de polvo revelaba la presencia de una numerosa manada de animales ungulados, y Brun deseé vanamente poder señalarlos a sus cazadores y correr tras ellos. A sus espaldas sólo podían verse las copas de las coníferas detrás de los árboles deciduos, más bajos, de la selva que ya se veía empequeñecida por la vastedad de la estepa.

De este lado del río la pradera terminaba abruptamente, cortada por el farallón que estaba ya a cierta distancia y se apartaba más aún del río abajo. La cara rocosa de la abrupta muralla se fundía con los contrafuertes de montanas majestuosas cubiertas de nieves que se erguían cerca; sus picos helados vibrantes de vivos colores: rosa, púrpura, violáceo y rojo reflejaban el sol poniente, gigantescas joyas rutilantes que coronaban las cimas soberanas. El propio jefe, sumido en sus prosaicas reflexiones, se sintió conmovido por el espectáculo.

Se apartó del río y condujo a su Clan hacia el farallón que brindaba la posibilidad de cuevas. Necesitaban un refugio; pero, lo que era casi más importante, sus espíritus totémicos protectores necesitaban un hogar, si es que no habían abandonado ya al Clan. Estaban iracundos, el terremoto lo demostraba, suficientemente iracundos como para causar la muerte de seis de sus miembros y destruir su hogar. Si no se encontraba un lugar permanente para los espíritus totémicos, dejarían el Clan a merced de los perversos, que causaban enfermedades y alejaban la caza. Nadie sabía por qué estaban enojados los espíritus, ni siquiera Mog-ur, aun cuando todas las noches llevaba a cabo ritos con el fin de calmar su ira y contribuir a aliviar la ansiedad del Clan. Todos estaban preocupados pero ninguno de ellos lo estaba tanto como Brun.

El Clan era su responsabilidad, y él sentía la tensión a que estaba sometido. Los espíritus, esas fuerzas invisibles con deseos insondables lo desconcertaban. Estaba más a gusto en el mundo físico de la cacería y del manejo del Clan. Ninguna de las cuevas que había visitado hasta entonces era conveniente —cada una de ellas carecía de alguna condición esencial— y empezaba a desesperar. Valiosos días cálidos durante los cuales deberían haber estado almacenan do alimentos para el invierno siguiente se estaban perdiendo en la búsqueda de un nuevo hogar. Pronto se vería obligado a resguardar a su Clan en una cueva que distaría mucho de ser adecuada, y habría que reanudar la búsqueda al día siguiente. Eso sería perturbador, tanto emocional como físicamente, y Brun esperaba no tener que llegar a ese extremo.

Caminaron a lo largo de la base del farallón mientras se alargaban las sombras cuando llegaron cerca de una cascada que caía desde el risco, lanzando en su rocío un brillante arco iris a los largos rayos del sol, Brun mandó que se detuvieran. Cansadamente, las mujeres, dejaron su carga en el suelo y se desplegaron a la orilla de la poza que estaba abajo y de su arroyo, en busca de leña.

Iza tendió su manto de piel y acostó a la niña encima, antes de apresurar el andar a las demás. Estaba preocupada por la niña: tenía la respiración corta y aún no se había movido; inclusive su gemido era menos frecuente. Iza había estado pensando en la manera de ayudarla recordando las hierbas secas que llevaba en su bolsa de nutria, y mientras recogía la le examinaba las plan tas que crecían por allí. Para ella, ya le fuera conocido o no, todo tenía algún valor, medicinal o alimenticio, pero era poco lo que no supiera identificar. Cuando vio largos tallos de lirio a punto de florecer en la orilla fangosa del arroyuelo una pregunta quedó resuelta, y los arrancó desde la raíz. Las hojas trilobadas del lúpulo que trepaba alrededor de uno de los árboles le dieron otra idea, pero decidió utilizar el lúpulo seco en polvo que llevaba consigo puesto que la fruta cónica no había madurado aún. Arrancó una suave corteza grisácea de un joven aliso que crecía junto a la poza y la olfateó: desprendía un fuerte aroma y la curandera aprobó con un gesto de la cabeza mientras lo metía en un pliegue de su cobija. Antes de volver a toda prisa junto a las demás arrancó varios puñados de hojas nuevas de trébol.

Cuando se reunió toda la leña y se preparó el sitio para encender el fuego, Grod, el hombre que caminaba adelante al lado de Brun, descubrió un ascua encendida envuelta en musgo y sumida en el extremo vacío de un asta de bisonte. Podían prender fuego, pero mientras viajaban por territorio desconocido era más fácil llevar un carbón desde un campamento y mantenerlo encendido para iniciar el siguiente en vez de dedicarse noche a noche a encender uno nuevo con materiales posiblemente inadecuados.

Grod había alimentado el ascua ardiendo con gran ansiedad mientras viajaban. El carbón encendido en el fuego de la noche anterior había sido prendido de un carbón encendido en el fuego de la noche anterior a la víspera, y podía seguírsele la pista hasta el fuego que habían atizado en la boca de la vieja caverna. Para que los ritos hicieran que una nueva cueva fuera conveniente residencia, tenían que iniciarse con el fuego de un carbón cuya lumbre original proviniera de su residencia anterior.

El mantenimiento del fuego sólo podía confiarse a un varón de alta posición. Si el carbón se apagara, sería una señal segura de que sus espíritus protectores los habían abandonado, y Grod sería degradado de segundo-al-mando hasta la posición varonil más baja del Clan; humillación que no podía ni siquiera imaginar. Gozaba de un honor muy grande que le imponía una pesada responsabilidad.

Mientras Grod colocaba cuidadosamente el trozo de carbón ardiente en un lecho de yesca seca y soplaba hasta sacar Usinas, las mujeres se dedicaban a otras tareas. Con técnicas que les habían sido transmitidas desde generaciones atrás, desollaron rápidamente las piezas cazadas. Poco después de que el fuego ardiera alegremente, ya estaba asándose la carne atravesada por varas verdes afiladas colocadas sobre ramas bifurcadas. El calor era tan fuerte que la tostaba rápidamente por fuera dejando el jugo adentro, de modo que cuando el fuego Convirtió la leña en carbón, poco quedaba que pudieran consumir las llamas.

Con los mismos afilados cuchillos de piedra que empleaban para despellejar y cortar la carne, las mujeres raspaban y rebanaban raíces y tubérculos. Canastas tejidas apretadamente, que podían contener agua, y tazones de madera, fueron llenados de agua, y entonces se introdujeron adentro piedras calientes. Una vez frías, las piedras volvían a meterse en el fuego mientras otras calientes se agregaban al agua para hacerla hervir y cocer las verduras. Se tostaron gordos gusanos hasta que se tornaran quebradizos bajo los dientes, y se asaron lagartijas hasta que su ruda piel se ennegreció y estalló, exponiendo jugosas porciones de carne bien cocida.

Iza efectuó sus propios preparativos mientras ayudaba a hacer la comida. En un tazón de madera que había ahuecado en un trozo de tronco muchos años atrás, puso agua a hervir. Lavó las raíces de lirio y las masticó hasta hacer con ellas una pulpa que escupió dentro del agua hirviendo. En otro tazón —una parte de quijada inferior de pino, en forma de taza— aplastó hojas de trébol midió cierta cantidad de lúpulo en polvo en su mano hizo tiritas la corteza de aliso y vertió encima agua hirviendo. Entonces molió carne seca y dura de sus raciones de conserva para emergencias hasta formar una tosca papilla entre dos piedras, mezclando después la proteína concentrada con agua que había servido para cocer las verduras, en un tercer tazón.

La mujer que había caminado detrás de Iza echaba de vez en cuando una mirada hacia ésta, con la esperanza de oírle hacer algún comentario. Todas las mujeres, y también los hombres aun cuando no lo demostraban, bullían de curiosidad reprimida. Habían visto recoger a la niña, y todos habían encontrado alguna buena razón para pasar al lado de la piel de Iza una vez establecido el campamento. Se especulaba mucho en cuanto a la razón de que la niña estuviera allí, al lugar donde estaría el resto de su gente y, sobre todo, por qué había permitido Brun que ha se llevan consigo a una niña que obviamente en de los Otros.

Ebra sabía mejor que nadie lo presionado que se sentía Brun. Era ella quien intentaba aliviar la tensión de su cuello y sus hombros a fuerza de masajes, y era ella quien soportaba el peso de su humor nervioso, tan raro en el hombre que era su compañero. Brun era conocido por su dominio estoico de sí mismo, y ella sabía que lamentaba sus estallidos aun cuando no incrementaría su falta admitiéndolo. Pero Ebra misma se preguntaba por qué habría permitido que la criatura fuera con ellos, especialmente cuando cualquier desviación de la conducta normal podría exacerbar la ira de los espíritus.

Por mucha curiosidad que sintiera, Ebra no hizo preguntas a Iza, y ninguna de las demás mujeres gozaba de posición suficientemente alta para considerar siquiera la posibilidad de hacerlo. Nadie molestaba a una curandera cuando ésta se encontraba tan visiblemente ocupada en su magia y por su parte Iza no estaba de humor para chismear ociosamente. Su concentración estaba destinada a la niña que necesitaba su ayuda. También Creb estaba interesado en la niña, pero Iza agradecía su presencia.

Lo observó con gratitud silenciosa cuando el mago se acercó a la niña inconsciente, la contempló reflexivamente un buen rato y después, apoyando su báculo contra una roca, se puso a hacer movimientos ondeantes por encima de ella, con su única mano: una solicitud a los espíritus benévolos, para que la ayudaran a restablecerse. La enfermedad y los accidentes eran manifestaciones misteriosas de la guerra entre los espíritus, que combatían en el campo de batalla que era el cuerpo. La magia de Iza procedía de espíritus protectores que actuaban por intermedio de ella, pero ninguna curación era completa sin el hombre santo. Una curandera era únicamente agente de los espíritus: un mago intercedía directamente ante ellos.

Iza no sabia por qué la preocupaba tanto una niña tan diferente del Clan, pero deseaba que viviera. Una vez que Mog-ur hubo terminado, Iza alzó a la niña en sus brazos y la llevó hasta la poza que había al pie de la cascada. La sumergió toda, dejándole la cabeza fuera, y lavé la tierra y el lodo seco que cubría el pequeño cuerpecillo. El agua fría despertó a la niña, pero delirando. Se agitaba, se retorcía, llamaba y emitía sonidos diferentes de todo lo que la mujer hubiera oído anteriormente. Iza estrechó a la niña contra su cuerpo mientras la llevaba de regreso, murmurando dulcemente para calmada con sonidos que parecían suaves chiflidos.

Con suavidad, a la vez que con un cuidado experto, lavó las heridas con un trozo de piel de conejo porosa, previamente empapada en el líquido caliente en que había hervido la raíz de lirio. Entonces quitó la pulpa roja, la puso directamente sobre las heridas, la cubrió con la piel de conejo y envolvió la pierna de la niña en tiras de gamuza suave para mantener la cataplasma en su sitio. Quitó del tazón de hueso el trébol molido, las tiras de corteza de aliso y las piedras con una ramita bifurcada, y lo puso a enfriar junto al tazón de caldo caliente.

Creb hizo un ademán interrogativo hacia los tazones. No en una pregunta directa —ni siquiera Mog-ur preguntaría directamente a una curandera acerca de su magia—, sólo revelaba interés. A Iza no le importaba que su hermano mostrara interés; él, mejor que ninguno, apreciaba su sabiduría. Empleaba algunas de las mismas hierbas que ella, pero para diferentes fines. Excepto en las Reuniones de Clanes, donde había otras curanderas, hablar con Creb en lo más parecido a una discusión con un colega profesional.

—Esto destruye los malos espíritus que causan infección —explicó Iza con gestos, señalando la solución antiséptica de raíz de lirio—. Una cataplasma de raíz extrae los venenos y ayuda a sanar la herida. —Recogió el tazón de hueso y metió un dedo para comprobar la temperatura—. El trébol fortalece el corazón para combatir contra los malos espíritus... lo estimula. —Iza empleaba pocas palabras para hablar, lo hacía sobre todo para prestar énfasis a lo que decía. La gente del Clan no podía articular suficientemente bien para tener un lenguaje verbal completo; se comunicaba más bien mediante gestos y movimientos, pero su lenguaje mímico era plenamente comprensible y abundaba en matices.

—El trébol es alimento. Anoche lo comimos —señaló Creb.

—Si —asintió Iza— y también esta noche. La magia consiste en la manera de prepararlo. Un manojo hervido en poca agua extrae lo necesario, y se tiran las hojas. —Creb asintió, comprendiendo, y ella prosiguió—: La corteza de aliso limpia la sangre, la purifica, saca a los espíritus que la envenenan.

—También has empleado algo de tu bolsa de medicinas.

—Lúpulo pulverizado, los conos maduros con pelillos, para calmarla y hacerla dormir. Mientras pelean los espíritus, ella necesita descansar.

Creb asintió nuevamente con la cabeza; estaba familiarizado con las virtudes soporíferas del lúpulo, que inducía un estado de euforia leve en otro uso distinto. Aunque siempre le interesaban los tratamientos de Iza, pocas veces revelaba nada respecto de las maneras en que él mismo utilizaba la magia vegetal. Esos conocimientos esotéricos eran para los Mog-ures y sus acólitos, no para las mujeres, aunque fueran curanderas. Iza sabia mucho más sobre las propiedades de las plantas que él, y Mog-ur tenía miedo de que dedujera demasiado. Sería muy poco propicio que adivinan mucho de su magia.

— ¿Y el otro tazón? —preguntó.

—Es sólo caldo. La pobre criatura está medio muerta de hambre. ¿Qué crees tú que haya podido sucederle? ¿De dónde vendrá? ¿Dónde estará su gente? Seguramente anduvo vagando por ahí días enteros.

—Sólo los espíritus lo saben —replicó Mog-ur—. ¿Estás segura de que tu magia curativa obrará efecto en ella? No es del Clan.

—Debería obrar; también los Otros son humanos. ¿Recuerdas que nuestra madre nos contaba la historia de aquel hombre con el brazo roto, al que su madre ayudó? La magia del Clan surtió efecto en él, aun cuando decía nuestra madre que le tomó más tiempo despertar, después de la medicina para dormir, de lo que se esperaba.

—Es una lástima que nunca hayas conocido a la madre de nuestra madre. Era una curandera tan buena que venía gente de los demás clanes para consultar la. Lástima que se haya ido al mundo de los espíritus tan pronto después de tu nacimiento, Iza. Ella me contó lo del hombre, y también lo hizo el Mog-ur anterior a mí. El hombre se quedó algún tiempo después de restablecerse, y cazó con el Clan. Debe de haber sido un buen cazador, pues se le permitió unirse a una ceremonia de caza. Es verdad, son humanos, pero también diferentes.

—Mog-ur se interrumpió; Iza en demasiado sagaz, no se le podía decir mucho so pena de que comenzara a sacar algunas conclusiones respecto a los ritos secretos de los hombres.

Iza volvió a examinar sus tazones, y entonces, colocando la cabeza de la niña sobre su regazo, se puso a alimentarla a pequeños sorbos con el contenido del tazón de hueso. Fue más fácil dale el caldo. La niña murmuró algo incoherente y trató de apartar la medicina amarga, pero inclusive en su delirio, su cuerpo hambriento anhelaba comer, Iza la sostuvo hasta que se sumió en un sueño tranquilo; luego comprobó los latidos de su corazón y su respiración. Había hecho todo lo que podía. Y la niña no estaba demasiado acabada, tenía una oportunidad. Ahora les correspondía a los espíritus y a la fuerza interior de la niña.

Iza vio a Brun que se acercaba a ella mirándola con disgusto. Se levantó rápidamente y corrió para ayudar a servir la cena. El jefe había apartado de su mente a la niña extraña, una vez pasada su reflexión inicial, pero ahora abrigaba ciertas reservas. Aun cuando era costumbre apartar la mirada para evitar quedarse mirando a la gente que hablaba entre sí, no pudo dejar de observar lo que estaba comentando su Clan. Al verlos intrigados porque él había permitido que la niña fuera con ellos, también él comenzó a hacerse preguntas. Comenzó a temer que la ira de los espíritus se acentuara más por la extraña que había entre ellos. Se desvié para interceptar a la curandera, pero Creb lo vio y se lo llevó aparte.

— ¿Pasa algo malo, Brun? Pareces preocupado.

—Iza debe dejar aquí a la niña, Mog-ur; no es del clan; los espíritus se van a disgustar si sigue con nosotros mientras buscamos una caverna nueva. No debería haber permitido yo que Iza la trajera.

—No, Brun —lo contradijo Mog-ur—, los espíritus protectores no están enojados por la bondad. Ya conoces a Iza: no puede soportar ver que algo sufre sin tratar de ayudar. ¿No crees que también los espíritus la conocen? Si no quisieran que Iza la ayudara, la niña no habría sido puesta en su canto. Tiene que haber alguna razón para ello. De todos modos la niña puede morir, Brun, pero si Ursus quiere llamarla al mundo de los espíritus, deja que él tome la decisión. Ahora no interfieras. Seguramente morirá si la dejamos aquí.

A Brun no le gustaba... había algo en la niña que lo molestaba, pero sometiéndose a la sabiduría de Mog-ur, mayor que la suya en lo referente al mundo de los espíritus, dio su aquiescencia.

Creb se quedó sentado, sumido en un silencio contemplativo, después de la cena, esperando que todos terminaran de comer para poder iniciar la ceremonia vespertina mientras Iza le arregló su lecho y hacía preparativos para la siguiente mañana. Mog-ur había prohibido que hombres y mujeres durmieran juntos antes de que se encontrara una cueva, para que los hombres pudieran concentrar sus energías en los rituales y que cada uno tuviera la impresión de estar esforzándose por lograr un nuevo hogar.

A Iza no le importaba; su compañero había sido uno de los que habían muerto en el derrumbe. Había llevado su luto con el pesar debido en su funeral —habría sido mala suerte no hacerlo— pero no se sentía desdichada por su pérdida. No era un secreto que había sido un hombre cruel y exigente. Nunca había existido calor entre ellos. Ella no sabía lo que decidiría hacer Brun con ella, ahora que estaba sola. Alguien tendría que sustentarla, a ella y a la criatura que llevaba en su seno; lo único que esperaba era poder seguir cocinando para Creb.

El había compartido su fuego desde el principio. Iza comprendía que a él tampoco le agradaba el compañero aun cuando nunca interfirió en los problemas internos de sus relaciones. Siempre había considerado Iza que era un honor cocinar para Mog-ur, pero más aún, había desarrollado un vinculo de afecto hacia su hermano semejante al que muchas mujeres llegan a experimentar por su compañero.

Iza sentía a veces lástima de Creb; podría haber tenido compañera propia si hubiera querido. Pero ella sabía que a pesar de su gran magia y su situación preponderante, ninguna mujer miraba jamás su cuerpo deforme y su rostro cubierto de cicatrices sin sentir asco, y estaba segura de que él lo sabía. Nunca tomo compañera y se mantuvo apartado. Eso incrementaba su estatura. Todos, Incluyendo a los hombres y tal vez con excepción de Brun, temían a Mog-ur o lo miraban con un temor reverente. Todos menos Iza que había conocido su dulzura y sensibilidad desde que nació; era una parte de su naturaleza que Mog-ur revelaba muy pocas veces.

Y esa parte de su propia naturaleza era lo que ocupaba en ese momento los pensamientos del gran Mog-ur. En vez de meditar sobre la ceremonia de esa noche, estaba pensando en la niña. A menudo había sentido curiosidad sobre su especie, pero la gente del Clan evitaba a los otros en lo posible, y él nunca había visto a una cría de ellos hasta ahora. Sospechaba que el terremoto tenía algo que ver con que anduviera sola, aun cuando le sorprendía que hubiera gente de aquélla tan cerca. Por lo general vivían mucho más al norte.

Observó que algunos hombres abandonaban el campamento, y entonces se levantó apoyándose en su báculo para vigilar los preparativos. El ritual era prerrogativa y deber masculinos. En muy raras ocasiones se permitía que las mujeres tomaran parte en la vida religiosa del Clan, y estaban pro totalmente de estas ceremonias. No podría haber desastre tan grande como que una mujer viera los ritos secretos de los hombres. No sólo traería mala suerte sino que alejaría a los espíritus protectores. El Clan entero moriría.

Pero no había mucho peligro de que eso sucediera. Nunca se le ocurriría a una mujer aventurase por las cercanías de un ritual tan importante. Ellas esperaban esos momentos para descansar, aliviadas de las exigencias constantes de los hombres y de la necesidad de portarse con el decoro y respeto debidos. Era muy duro para las mujeres tener a su vera a los hombres todo el tiempo, especialmente cuando éstos se mostraban tan nerviosos y se desahogaban con sus compañeras. Por lo general ellos se iban de cacería durante prolongados lapsos. Las mujeres sentían la misma ansia por hallar un nuevo hogar, pero no podían hacer gran cosa. Brun escogía la dirección que habrían de seguir, ya ellas no se les pedía consejo, ni podrían haberlo dado.

Las mujeres confiaban en sus hombres para dirigir, asumir responsabilidades y tomar decisiones importantes. El Clan había cambiado tan poco en casi cien mil años que ahora todos se sentían incapaces de cambiar, y lo que otrora fueran adaptaciones convenientes habían quedado fijadas genéticamente. Tanto hombres como mujeres aceptaban sus papeles sin discutir; eran inflexiblemente incapaces de asumir cualesquiera otros. No se les ocurría tratar de cambiar sus relaciones como tampoco intentar tener un tercer brazo o cambiar la forma de su cerebro.

Una vez que los hombres se alejaron, las mujeres se reunieron alrededor de Ebra con la esperanza de que Iza se les uniera, para poder satisfacer su curiosidad; pero Iza estaba agotada y no quería dejar sola a la niña Se tendió a su lado tan pronto como Creb se alejó, y envolvió su cuerpo y el de la niña con su cobija de piel. Observó un rato a la niña a la luz mortecina del fuego que se apagaba.

“Qué cosita tan peculiar —pensaba—, más bien fea. Tiene la cara tan chata con esa frente abombada y alta y una naricilla tan chiquita y qué hueso saliente tan raro debajo de la boca. Me presunto qué edad tendrá. Más joven de lo que pensé al principio; está tan alta que resulta engañoso. Y tan flaca: siento todos sus huesos. Pobre niña. ¿Cuánto llevará sin comer, vagando sola por ahí?” Iza rodeó con su brazo protector a la niñita. La mujer, que había ayudado inclusive a crías de animales, no podía hacer menos por la flacucha y desnutrida niña. El tierno corazón de una curandera se volcó sobre la vulnerable criatura.

Mog-ur se mantuvo aparte mientras cada uno de los hombres llegaba y ocupaba su lugar detrás de las piedras que habían sido ordenadas en un pequeño círculo de antorchas más amplio. Estaban en la estepa abierta, lejos del cargamento. El mago esperó a que todos los hombres hubieran tomado asiento y un poco más, y entonces avanzó al centro del circulo con una rama ardiente de madera aromática. Puso la pequeña antorcha en el piso delante del lugar vacío detrás del cual estaba su báculo.

Se quedó muy erguido sobre su pierna buena en medio del círculo y miró por encima de las cabezas de los hombres sentados, a lo lejos, con una mirada soñadora y desenfocada, como si estuviera viendo con su ojo un mundo para el que los demás eran ciegos. Envuelto en su gruesa piel de oso cavernario que disimulaba los bultos torcidos de su cuerpo, constituía una presencia imponente aun cuando extrañamente irreal. Un hombre y, sin embargo, con su forma torcida, no del todo un hombre; no más o menos sino diferente. Sus deformidades mismas le prestaban una cualidad que nunca era tan aterradora como cuando Mog-ur llevaba a cabo una ceremonia.

De repente, con un gesto ceremonioso, presentó una calavera. La tuvo muy por encima de su cabeza con su fuerte brazo izquierdo y la hizo girar lentamente formando un círculo completo, para que cada uno de los hombres pudiera ver la forma grande, característica, abombada. Los hombres se quedaron mirando la calavera del oso cavernario que brillaba, blanca, a la luz vacilante de las antorchas la puso enfrente de la pequeña antorcha que había en el suelo y se agachó detrás de ella, cerrando el círculo.

Un joven que se encontraba a su lado se puso de pie y tomó un tazón de madera. Tenía más de once años, y la ceremonia de su virilidad se había verificado poco antes del terremoto. Goov había sido escogido como acólito cuando era pequeño, y a menudo había auxiliado a Mog-ur en los preparativos, pero los acólitos no podían tomar parte en una ceremonia real mientras no fueran hombres. La primera vez que Goov funcionó en su nuevo papel fue después de iniciada la búsqueda, y todavía se sentía nervioso.

Para Goov, hallar una cueva tenía un significado especial. Era su oportunidad para aprender los detalles de la ceremonia, que pocas veces se celebraba y era difícil de describir, mediante la cual una caverna se volvía aceptable como residencia, y ello del propio gran Mog-ur. De niño temía al mago, aun cuando con el honor que representaba haber sido elegido. Desde entonces, el joven había aprendido que el inválido no era solamente el más experto Mog-ur de todos los clanes sino que además tenía un corazón dulce y amable debajo del rostro austero. Goov respetaba a su mentor y lo amaba.

El acólito había comenzado a preparar la bebida que estaba en el tazón, tan pronto como Brun dio órdenes de detenerse. Comenzó machacando plantas enteras de datura entre dos piedras. La parte difícil consistía en calcular la cantidad y proporción de hojas, tallos y flores que habría de emplearse. Se echaba agua hirviendo sobre las plantas machacadas, y la mezcla se quedaba macerando hasta la ceremonia

Goov había vertido el fuerte té de datura en el tazón especial de ceremonias, colocándolo entre sus dedos, justo antes de que Mog-ur ingresara en el Círculo, y esperaba ansiosamente ver que el hombre santo diera su aprobación con un movimiento de cabeza. Mientras Goov lo sostenía, Mog-ur tomó un sorbo, aprobó con un gesto y después bebió, y Goov exhalé un suspiro inaudible de alivio. Entonces llevó el tazón a cada uno de los hombres por orden jerárquico, comenzando por Brun. El lo sostenía mientras bebían, controlando la parte que cada uno bebía, y fue el último en beber.

Mog-ur esperó a que se sentara antes de hacer una señal. Los hombres comenzaron a golpear la tierra rítmicamente con el extremo romo de sus lanzas. El sordo golpeteo de las lanzas pareció intensificarse hasta que no se oyó ningún sonido. Todos se sintieron presa del redoble firme, después se pusieron en pie y comenzaron a avanzar siguiendo el compás. El hombre santo contemplaba la calavera, y su intensa mirada atrajo la atención de los hombres hacia la reliquia sagrada como si él los obligara. Lo importante era el momento oportuno, y él era maestro en oportunidad. Esperó justo lo suficiente para que la anticipación llegara al punto culminante —un poco más y la expectación se habría disipado— y entonces miró a su hermano, el hombre que encabezaba el Clan. Brun se encuclilló delante de la calavera.

—Espíritu del Bisonte, tótem de Brun —entonó Mog-ur. En realidad sólo pronunció una palabra: Brun. Lo demás se dijo en gestos de su única mano sin vocalizar más palabras. Los movimientos concretos, el viejo lenguaje mudo empleado para comunicarse con los espíritus y con otros clanes cuyas pocas palabras guturales y gestos de las manos eran distintos, fue lo que vino después. Con símbolos silenciosos, Mog-ur imploró al Espíritu del Bisonte que les perdonara cualesquiera culpas que tuvieran y que lo hubieran ofendido, y solicitaban su ayuda.

—Este hombre ha honrado siempre a los espíritus, Gran Bisonte, siempre ha conservado las tradiciones del Clan. Este hombre es un jefe fuerte y jefe sabio, un jefe justo, un buen cazador, buen proveedor y hombre que se controla, digno del Poderoso Bisonte. No abandones a ese hombre; orienta al jefe hacia un nuevo hogar, un lugar en el que el Espíritu del Bisonte esté satisfecho. Este Clan implora la ayuda del tótem de este hombre —concluyó el hombre santo. Entonces miró al segundo-al-mando. Mientras retrocedía Brun, Grod se agaché delante de la calavera del oso cavernario.

Ninguna mujer podía ser autorizada a presenciar la ceremonia a enterarse de que sus hombres, que mandaban con fuerza tan estoica rogaban y suplicaban a los espíritus invisibles de la misma manera que las mujeres rogaban y suplicaban a los hombres.

—Espíritu del Oso moreno, tótem de Grod —comenzó una vez más Mog-ur y procedió a una súplica formal similar dirigida al tótem de Grod; entonces hizo lo mismo con todos los demás hombres uno por uno. Siguió contemplando la calavera cuando hubo terminado, mientras los hombres golpeaban la tierra con sus lanzas, dejando nuevamente que la anticipación se acumulara.

Todos sabían lo que vendría después ya que la ceremonia no cambiaba nunca; era la misma, noche tras noche pero aun así se sentían a la expectativa. Esperaban que Mog-ur apelara al Espíritu de Ursus, el gran oso cavernario, su tótem personal y el más reverenciado entre los espíritus.

Ursus era algo más que el tótem de Mog-ur; era el tótem de todos y más que tótem. Era Ursus el que hacía de ellos un Clan. Era el espíritu supremo, el protector supremo. La veneración de que era objeto el Oso Cavernario en el factor común que los unía, la fuerza que soldaba a todos los clanes autónomos separados en un solo pueblo, el Clan del Oso Cavernario.

Cuando el mago tuerto juzgó el momento oportuno hizo una seña. Los hombres dejaron de golpear y se sentaron detrás de sus piedras, pero el pesado ritmo del golpeteo anterior corría por su sangre y seguía retumbando en sus cabezas.

Mog-ur buscó en una pequeña bolsa y sacó una pulgarada de esporas secas de licopodio. Manteniendo su mano por encima de la antorcha pequeña, se inclinó hacia adelante y sopló al tiempo que las dejaba caer sobre la llama. Las esporas se encendieron y cayeron, espectacularmente brillantes alrededor de la calavera en una brillantez de luz de magnesio, formando un agudo contraste con la oscura noche.

La calavera brilló, pareció cobrar vida y en verdad lo hizo para aquellos hombres cuyas percepciones estaban agudizadas por los efectos de la datura. Una lechuza ululó en un árbol próximo, como a la orden, agregando su sonido inquietante al pavoroso esplendor.

—Gran Ursus, protector del Clan —dijo el mago con sus señas convenidas— muestra a este Clan un nuevo hogar como lo hizo otrora e Oso Cavernario al mostrar al Clan cómo vivir en cuevas y cubrirse con pieles. Protege a tu Clan contra la Montaña del Hielo y el Espíritu de la Nieve granulada que la creó y del Espíritu de las Ventiscas, su compañero. Este Clan quiere suplicar al gran Oso Cavernario que nada malo suceda mientras esté sin hogar. A ti, el más venerado de todos los Espíritus, tu Clan, tu pueblo pide al Espíritu del Poderoso Ursus unirse a él mientras realiza su viaje hacia el principio.

Y entonces Mog-ur utilizó el poder de su gran cerebro.

Todos esos seres primitivos, carentes casi de lóbulos frontales, con un lenguaje limitado por órganos vocales subdesarrollados, pero con cerebros grandes —más grandes que los de cualquier raza de hombres que vivieran por entonces o de generaciones todavía por venir eran únicos. Eran la culminación de una rama de la humanidad cuyo cerebro estaba desarrollado en la parte superior de la cabeza, en las regiones occipital y parietal que controlan la visión y las sensaciones corporales y que almacenan memoria.

Y su memoria los hacía extraordinarios. En ellos, el conocimiento inconsciente del comportamiento ancestral llamado instinto había evolucionado. Almacenados en la parte posterior de sus grandes cerebros no se encontraban únicamente sus recuerdos sino los recuerdos de sus antepasados y. en circunstancias especiales, podrían dar un paso más allá. Podían recordar su memoria racial, su propia evolución. Y cuando llegaban suficientemente lejos en el pasado, podían fusionar esa memoria que era idéntica para todos, y unir telepáticamente sus mentes.

Pero sólo en el tremendo cerebro del inválido cubierto de cicatrices y deforme estaba plenamente desarrollado ese don. Creb, el amable y tímido Creb, cuyo cerebro enorme provocaba su deformación, había aprendido, como Mog-ur, a utilizar el poder de ese cerebro para fundir las entidades separadas sentadas a su alrededor en una sola mente, y orientarla. Podía llevarlos a cualquier parte de su herencia racial, para convertirse, en la mente de todos ellos, en cualquiera de sus progenitores. Era el Mog-ur. El suyo era un poder verdadero, no estaba limitado a trucos de iluminación ni a la euforia provocada por las drogas. Esto sólo servia para preparar el escenario y ponerlo en condiciones de aceptar su dirección.

En aquella noche oscura y tranquila iluminada por antiguas estrellas, unos pocos hombres experimentaron visiones imposibles de describir. No las veían, eran ellas. Experimentaban las sensaciones, veían con los ojos y recordaban los comienzos pavorosos. Desde las profundidades de sus mentes encontraban los cerebros sin desarrollar de criaturas del mar flotando en su ámbito salino y caliente. Sobrevivieron al dolor de su primer aliento de aire y se volvieron anfibios compartiendo ambos elementos, porque reverenciaban al oso cavernario. Mog-ur evocó a un mamífero primordial —el antepasado que generó a ambas especies y a muchísimas más— y fusionó la unidad de sus mentes con el principio del oso. Entonces, recorriendo las eras, se convirtieron sucesivamente en cada uno de sus progenitores y sintieron a los que divergían hacia otras formas. Eso les dio conciencia de su relación con toda la vida que hay en la tierra, y la veneración que fomentaba inclusive respecto a los animales que mataban y consumían constituía la base del parentesco espiritual que los relacionaba con sus tótems.

Todas sus mentes se movían como una sola, y sólo al aproximarse al presente se separaron en sus antepasados inmediatos y, finalmente, en ellos mismos. Pareció durar aquello por siempre. Y en cierto sentido, así era, pero realmente transcurrió poco tiempo. A medida que cada uno de los hombres volvía a integrarse en sí mismo, se levantaba y se iba hacia el lugar donde habría de dormir y sumirse en un sueño profundo, sin soñar, puesto que sus sueños se habían gastado ya.

Mog-ur fue el último. A solas meditó acerca de la experiencia, y al cabo de un rato sintió una incomodidad habitual. Podían conocer el pasado con la profundidad y la grandeza que exaltaban el alma, pero Creb experimentaba una limitación que nunca se les ocurría a los demás. No podían ver hacia adelante. Ni siquiera podían pensar hacia adelante. El era el único que tenía un ligero indicio respecto de la posibilidad.

El Clan era incapaz de concebir un futuro diferente del pasado, no podía idear alternativas innovadoras para mañana. Todo su saber, todo lo que hacían era una repetición de algo hecho anteriormente. Inclusive almacenar alimentos para los cambios de estación era el resultado de la experiencia pasada.

Hubo un tiempo, muchísimo antes, en que la innovación era más fácil, cuando una piedra rota con aristas agudas inspiraba en alguien la idea de romper una piedra a propósito para darle un canto afilado, cuando la punta caliente de un palo que giraba dio ganas a alguien de hacerlo girar más tiempo y más fuerte para ver lo caliente que pudiera ponerse. Pero a medida que los recuerdos se acumulaban y ensanchaban la capacidad de almacenamiento de su cerebro, los cambios se volvieron más difíciles. No quedaba espacio para nuevas ideas que pudieran añadirse a su banco de memoria, sus cabezas eran ya demasiado grandes, Las mujeres sufrían al dar a luz; no podían permitirse más conocimientos que ensancharan aún más sus cabezas.

El Clan vivía siguiendo una tradición sin cambios. Cada faceta de su vida, desde el momento en que venían al mundo hasta que eran llamados al mundo de los espíritus, estaba circunscrita en el pasado. Era un intento de supervivencia, inconsciente y sin premeditar salvo por la naturaleza, en un último esfuerzo por salvar a la raza de la extinción, y condenado al fracaso. No podía impedir el cambio, y su resistencia contra él era autodestructora, opuesta a la supervivencia.

Tardaban en adaptarse. Los inventos eran accidentales, y frecuentemente no se aprovechaban. Si algo nuevo les sucedía, podía agregarse a su acumulación de información; pero el cambio sólo se llevaba a cabo con gran esfuerzo, y una vez que se les imponía, se mostraban renuentes a seguir el nuevo rumbo. Se les hacía demasiado cuesta arriba alterarlo de nuevo. Pero una raza sin espacio para aprender, sin espacio para desarrollarse, no estaba ya equipada para un ámbito inherentemente cambiante, y ellos habían pasado el punto en que podrían haberse desacollado de distinta manera. Eso quedaba para una forma nueva, un nuevo experimento de la naturaleza.

Mientras Mog-ur estaba sentado, solitario, en la llanura abierta viendo cómo las últimas antorchas chisporroteaban antes de apagarse, pensó en la extraña niña que Iza había hallado, y su incomodidad aumentó hasta convertirse en algo físico. Ya había visto anteriormente a gente de su especie, pero sólo reden teniente en su concepto deductivo, y no muchos de los encuentros casuales habían sido agradables. De dónde provenían seguía siendo un misterio —esa gente era recién llegada a aquellas tierras—, pero desde que habían llegado, las cosas habían estado cambiando. Parecían traer el cambio consigo.

Creb se encogió de hombros como para sacudirse la incomodidad que lo había invadido, envolvió cuidadosamente la calavera del oso cavernario en su manto, tendió la mano hacia su báculo y llegó cojeando a su cama.