Capítulo 9

“El Espíritu de la Nieve Seca Ligera tomó por compañero al Espíritu de la Nieve Granular y al cabo de algún tiempo dio nacimiento a una Montaña de Hielo allá lejos al norte. El Espíritu del Sol odiaba al niño brillante que se extendía por encima de la tierra al crecer, apartando su calor para que no creciera la hierba. El Sol decidió destruir a la Montaña de Hielo, pero el Espíritu de la Nube de las Tormentas, hermana de la Nieve Granular, descubrió que el Sol quería matar a su hijo. En verano, cuando el Sol era más poderoso el Espíritu de la Nube de las Tormentas combatió contra él para salvar la vida de la Montaña de Hielo”

Ayla estaba sentada con Uba en su regazo observando a Dorv mientras contaba la leyenda conocida. Estaba cautivada, aunque sabía el cuento de memoria. Era su predilecto, nunca se cansaba de oírlo. Pero la inquieta niña de año y medio que tenía en brazos estaba mucho más interesada en los largos cabellos rubios de Ayla, y los agarraba por mechones. Ayla desprendió sus cabellos de los puños apretados de Uba sin apartar la mirada del viejo que estaba en pie junto al fuego, repitiendo el cuento con una pantomima teatral mientras el Clan lo contemplaba, arrobado.

‘Algunos días, el Sol ganaba la batalla y derrotaba al hielo duro y frío convirtiéndolo en agua y drenando la vida del Monte de Hielo. Pero muchos días ganaba la Nube de las Tormentas, cubriendo el rostro del Sol, impidiendo que su calor derritiera demasiado al Monte de Hielo. Aun cuando el Monte de Hielo pasaba hambre y se encogía durante el verano, en invierno su madre recibía el alimento que le traía su compañero y devolvía la vida a su hijo, dándoselo. Todos los veranos el Sol luchaba por destruir el Monte de Hielo, pero la Nube de las Tormentas impedía que el Sol derritiera todo lo que la madre había dado a su hijo el invierno anterior. A principios de cada invierno, el Monte de Hielo estaba un poco más grande que el invierno anterior; crecía, se extendía y cubría más tierra de año en año.

“Y mientras crecía, un gran frío avanzaba delante de él. Los vientos aullaban, la nieve se arremolinaba, y el Monte de Hielo se extendía, acercándose más al lugar donde vivía el Pueblo. El Clan tiritaba, apretujándose contra el fuego mientras la nieve caía sobre él.

“El viento que silbaba a través de las ramas deshojadas de los árboles fuera de la cueva agregaba efectos de sonido al cuento provocando un estremecimiento compasivo de excitación a lo largo del espinazo de Ayla.

“El Clan no sabía qué hacer: ¿Por qué no nos protegen ya los espíritus de nuestros tótems? ¿Qué hemos hecho para que estén enfadados con nosotros? El Mog-ur decidió marchar solo para encontrar a los espíritus y hablar con ellos. Estuvo ausente mucho tiempo. Muchas personas se sintieron presas de agitación esperando que regresara el Mog-ur, sobre todo los jóvenes.

“Pero Durc estaba más impaciente que ninguno. El Mog-ur nunca volverá, decía. Nuestros tótems no gustan del frío, se han marchado. Nosotros también deberíamos irnos.

“No podemos abandonar el hogar —decía el jefe—. Es donde el Clan ha vivido siempre. Es el hogar de nuestros antepasados. Es el hogar de los espíritus de nuestros tótems. No se han ido. Están felices con nosotros, pero serian infelices si no tuvieran lugar, lejos del hogar que conocen. No podemos marcharnos y llevárnoslos. ¿Adónde iríamos?

“Nuestros tótems se han ido ya —alegaba Durc—. Si hallamos un hogar mejor, pueden regresar. Podemos ir al sur, siguiendo a las aves que huyen del frío en otoño y al este, hacia la tierra del Sol. Podemos ir allí donde el Monte de Hielo no pueda damos alcance. El Monte de Hielo avanza lentamente; podemos correr como el viento. Nunca nos alcanzará. Si seguimos aquí, nos helaremos.

“No. Debemos esperar al Mog-ur. Volverá y nos dirá lo que tengamos que hacer, recomendaba el jefe. Pero Durc no quería escuchar su consejo razonable. Alegó y rogó al Pueblo y unos cuantos se dejaron convencer: decidieron ir con Durc.

“Quédense —suplicaban los demás—. Quédense hasta que regrese el Mog-ur.

“Durc no quiso hacerles caso: el Mog-ur no encontrará a los espíritus. Nunca regresará. Nosotros nos marchamos ahora. Vengan con nosotros para encontrar un lugar donde no pueda vivir el Monte de Hielo.

“No —le contestaron—, esperaremos.

“Las madres y sus compañeros se preocuparon por los hombres y mujeres jóvenes que se iban, seguros de que estaban condenados. Esperaron al Mog-ur pero al cabo de muchos días, al ver que el Mog-ur no había vuelto aún, empezaron a dudar. Empezaron a preguntarse si no deberían haberse marchado con Durc.

“Entonces, un buen día, el Clan vio que un extraño animal se aproximaba sin sentir temor ante el fuego. El Pueblo estaba asustado y miraba, pasmado. Nunca anteriormente habían visto semejante animal. Pero al acercarse éste, vieron que no era un animal era el Mog-ur! Estaba cubierto con la piel de un oso Cavernario. Finalmente había vuelto. Dijo al Clan lo que había aprendido de Ursus, el Espíritu del Gran Oso Cavernario.

“Ursus enseñó al pueblo a vivir en cavernas, a llevar pieles de animales, y a cosechar en verano y guardar alimentos para el invierno. El Pueblo del Clan siempre recordó lo que Ursus le había enseñado, y por mucho que lo intentara Monte de Hielo, no pudo sacar al Pueblo de su hogar. Por mucho frío y hielo que enviara por delante Monte de Hielo, el Pueblo no se movía, no se apartaba de su camino.

Finalmente Monte de Hielo renuncio; se enfado y dejo de combatir al Sol. Nube de Tormentas se puso furiosa porque Monte de Hielo no combatía, y se negó a seguir ayudándolo. Monte de Hielo abandonó la tierra y regresó a su región del norte, y el gran frío se fue con él. El Sol estaba radiante con su victoria y lo empujó por todo el camino hasta su hogar septentrional. No había lugar donde pudiera ocultarse del gran calor, y quedó derrotado. Durante muchos, muchos años, no hubo invierno, sólo largos días de verano.

“Pero Nieve Granular se preocupaba por su hijo perdido, y la pena lo debilitó. La Nieve Seca y Ligera quería que tuviera otro hijo, y pidió ayuda Espíritu de la Nube de las Tormentas. Nube de las Tormentas se apiadó de su hermana y ayudó a Nieve Seca y ligera a llevarle alimento para que se fortaleciera. Cubrió nuevamente el rostro del Sol mientras Nieve Seca y Ligera andaba por allí cerca, rociando su espíritu para que lo tragara Nieve Granular. Dio nacimiento de nuevo a otro Monte de Hielo, pero el Pueblo recordaba lo que Ursus le había enseñado. Monte de Hielo no volverá a sacar de su hogar al Clan.

“¿Y qué pasó con Durc y los que se fueron con él? Algunos dicen que fueron devorados por lobos y leones, y otros, que se ahogaron en las grandes aguas. Otros han dicho que al llegar a la tierra del Sol, éste se enfureció porque Durc y su gente quería su tierra. Lanzó una bola de fuego desde el cielo para devorarlos. Desaparecieron y nadie volvió a verlos nunca más”.

—Ya ves, Vorn —oyó Ayla a Aga decirle a su hijo, como lo hacía siempre que se relataba la leyenda de Durc—, siempre debes atender a lo que dicen tu madre y Droog y Brun y Mog-ur. Nunca debes desobedecer ni dejar el Clan, porque entonces también tú podrías desaparecer.

—Creb —dijo Ayla al hombre sentado a su lado—, ¿crees que Durc y su gente pueden haber hallado un nuevo hogar donde vivir? Desapareció pero nadie lo vio morir ¿no es cierto? Podría haber sobrevivido ¿verdad que sí?

—Nadie lo vio desaparecer, Ayla, pero cazar es difícil cuando sólo hay dos o tres hombres. Tal vez durante el verano pudieran matar suficientes animales pequeños, pero las grandes bestias que necesitarían para almacenar carne que los alimentan durante todo el invierno, serian mucho más difíciles y peligrosas. Y habrían tenido que pasar muchos inviernos antes de llegar a la tierra del Sol. Los tótems quieren tener un hogar donde vivir. Probablemente abandonarían a la gente que vagara sin hogar. Tú no querrías que tu tótem te abandonara ¿verdad?

Inconscientemente Ayla tocó su amuleto.

—Pero mi tótem no me abandonó ni siquiera cuando estuve sola y sin hogar.

—Eso fue porque te estaba poniendo a prueba. Te encontró un hogar, ¿no es cierto? El León Cavernario es un tótem fuerte, Ayla. Te escogió, puede decidir protegerte siempre porque te escogió, pero todos los tótems son más dichosos cuando tienen un hogar. Si le prestas atención, te ayudara. El te dirá lo que es mejor.

— ¿Y cómo voy a saberlo, Creb? —preguntó Ayla—. Nunca he visto el Espíritu del León Cavernario. ¿Cómo sabes cuando un tótem te está diciendo algo?

—No puedes ver el espíritu de tu tótem porque es parte de ti, dentro de ti. Sin embargo, él te dirá. Sólo que debes aprender a comprenderlo. Si tienes que tomar alguna decisión, él te ayudará. Te dará una señal si haces lo correcto.

— ¿Qué clase de señal?

Es difícil decir. Por lo general será algo especial o insólito. Puede ser una piedra que nunca habías visto antes o una raíz con una forma especial que signifique algo para ti. Debes aprender a comprender con tu mente y tu corazón, con los ojos y los oídos: entonces sabrás. Sólo tú puedes comprender a tu tótem nadie puede explicarte cómo. Pero cuando llegue el momento y encuentres una señal que te haya dejado tu tótem, métela en tu amuleto. Te traerá suerte.

-¿Tú tienes señales de tu tótem dentro de tu amuleto, Creb? —preguntó niña por gestos, mirando la abultada bolsa de cuero que colgaba del cuello del mago. Dejó que la niñita inquieta se pusiera de pie para irse con Iza.

—Sí —asintió el mago—. Una es un diente de oso cavernario que se me entregó cuando fui escogido como acólito. No estaba metido en una quijada: estaba entre unas piedras, a mis pies. No lo había visto al sentarme. Era una señal de Ursus, de que había tomado la decisión correcta.

— ¿También mi tótem me dará señales?

—Nadie puede saberlo. Quizá, cuando tengas que tomar decisiones importantes. Lo sabrás cuando llegue el momento, mientras tengas puesto tu amuleto de manera que tu tótem pueda encontrarte. Cuida mucho de no perder nunca tu amuleto, Ayla. Te fue entregado cuando se reveló tu tótem. En él está la parte de tu espíritu que él reconoce. Sin él, el espíritu de tu tótem no encontrará su camino de regreso cuando viaje. Se perderá y buscará su hogar en el mundo de los espíritus. Si pierdes tu amuleto y no lo encuentras pronto, morirás.

Ayla se estremeció, tocó la bolsita que colgaba de una fuerte tira de cuero alrededor de su cuello, y se preguntó cuándo le haría una seña su tótem.

— ¿Crees que el tótem de Durc le dio una señal cuando éste decidió marcharse en busca de la tierra del Sol?

—Nadie lo sabe, Ayla. No forma parte de la leyenda.

—Yo creo que Durc fue muy valiente al tratar de buscar un nuevo hogar.

—Puede haber sido valiente, pero muy imprudente —contestó Creb—.

—Abandonó el Clan y el hogar de sus antepasados y asumió un riesgo muy grande. ¿Para qué? Para encontrar algo diferente. No se conformó con quedarse. Algunos jóvenes piensan que Durc fue valiente, pero cuando envejecen y se vuelven más juiciosos, aprenden.

—Yo creo que me agrada porque era diferente—dijo Ayla—. Es mi leyenda predilecta.

Ayla vio que las mujeres se disponían a preparar la cena y salió para reunirse con ellas. Creb meneó la cabeza viendo            alejarse a la muchacha. Cada vez que pensaba que Ayla estaba realmente aprendiendo a aceptar y comprender las cosas del Clan, decía o hacía algo que le hacía preguntarse si sería cierto. No es que hiciera nada de malo o incorrecto, simplemente no eran cosas que se hacían en el Clan. Se suponía que la leyenda enseñaba que es una falacia tratar de cambiar las tradiciones, pero Ayla admiraba la temeridad del joven de la historia, que quería algo nuevo. “¿Superará algún día esas ideas no-del-Clan? —se Preguntó. Sin embargo, ha aprendido aprisa”, admitía Creb.

Se suponía que las jóvenes del Clan estuvieran bien impuestas en las habilidades de las mujeres adultas para cuando cumplían siete u ocho años. Muchas llegaban entonces a la edad y eran apareadas poco después. En los casi dos años después de que la encontraron —sola, casi muerta de hambre, incapaz de encontrar alimento por si sola, no solo había aprendido a encontrar alimentos sino, además, a cocinarlos y conservarlos. Era capaz también de muchas habilidades importantes más, y aun cuando no era tan experta como las de más edad y mayor experiencia. Por lo menos era tan apta como las más jóvenes.

Podía despellejar y curtir una piel y hacer mantos, capas y bolsas para usadas de diversas maneras. Podía cortar correas de ancho regular partiendo de una espiral en una sola piel. Sus cuerdas, hechas de largos pelos de animal, tripas o corteza y raíces fibrosas, eran fuertes y pesadas o delgadas, finas, según el fin a que estuvieran destinadas. Sus canastas, esteras y redes, tejidas con hierbas duras, raíces y cortezas, eran excepcionales. Podía hacer un hacha basta con mango partiendo de un nódulo de sílex o sacar una escama de una pieza afilada para usarla como cuchillo o raspador, tan bien que el propio Droog quedó muy presionado. Podía ahondar ta2ones en secciones de troncos y suavizarlas dándoles un fino acabado. Podía encender fuego haciendo girar un p40 afilado entre las palmas de sus manos contra otro trozo de madera hasta que se formaba un carbón caliente que humeaba y prendía yesca seca. Era más fácil cuando dos personas alternaban en la difícil y tediosa tarea de mantener en constante movimiento el palo afilado con una presión firme y constante. Pero lo más asombroso era que estuviera aprendiendo los conocimientos médicos de Iza con algo que parecía ser un instinto natural. “Tenia razón Iza —pensó Creb—, está aprendiendo inclusive sin los recuerdos.”

Ayla estaba rebanando llame para echarlo a una olla de piel que hervía sobre un fuego de cocina. Después de cortar y tirar los trozos que se habían echado a perder, no quedaba mucho. El fondo de la cueva, donde se almacenaban, estaba fresco y seco, pero la verdura empezaba a ablandarse y pudrirse cuando había avanzado mucho el invierno. La niña había empezado a soñar con la estación venidera pocos días antes, al observar un chorrito de agua saliendo del río congelado, una de las primeras señales de que pronto deshelaría. No aguantaba su impaciencia por ver llegar la primavera con su primer verdor, sus nuevos capullos y la dulce savia de los arces que salía y manaba de muescas recortadas en la corteza, que se recogía y se ponía a hervir en grandes ollas de cuero hasta convertirse en un jarabe denso o viscoso o cristalizarse en forma de azúcar antes de ser almacenado en recipientes de corteza de abedul. También el abedul tenía una savia dulce, pero no tan dulce como la del arce.

No era la única inquieta y aburrida por el largo invierno en el interior de la cueva. Aquel mismo día temprano, el viento había cambiado, llegando del sur unas cuantas horas y trayendo un aire más cálido del mar. El agua detenida corría a lo largo de los carámbanos que colgaban del vértice de la abertura triangular de la cuna. Volvían a congelarse en cuanto bajaba la temperatura, Margando y espesando las varas brillantes y transparentes que habían estado creciendo durante el invierno, cuando el viento cambiaba y traía las ráfagas heladas nueva mente del este. Pero el hálito del aire caliente volvía los pensamientos de todos hacia el final del invierno.

Las mujeres estaban charlando y trabajando, moviendo las manos con rapidez en gestos vivos, que eran su modo de conversar, mientras preparaban los alimentos. Hacia fines del invierno, cuando las reservas de alimentos escaseaban, combinaban sus recursos y cocinaban en común, aun cuando seguían comiendo por separado salvo en ocasiones especiales. Siempre había más banquetes en invierno porque eso contribuía a interrumpir la monotonía de su confinamiento aunque a medida que avanzaba la estación, sus banquetes solían ser excesivamente frugales. Pero contaban con suficiente comida, carne fresca de caza menor o algún viejo venado que los cazadores habían conseguido traer entre ventiscas, eran bienvenidos aunque no esenciales. Seguían disponiendo de una reserva adecuada de alimentos deshidratados. Las mujeres estaban todavía bajo el imperio de los cuentos que se habían contado, y Aba relataba la historia de una mujer.

“...pero el niño era deforme. Su madre se lo llevó afuera como el jefe se lo ordenó, pero no podía soportar la idea de dejarlo morir. Trepó a lo alto un árbol con él y lo sujetó a la rama más alta, hasta donde ni siquiera los gatos podían trepar. El niño lloró cuando ella se fue y de noche tenía tanta hambre que aullaba como un lobo. Nadie pudo dormir. Lloró de día y de noche, y el jefe estaba furioso contra la madre, pero mientras gritaba y aullaba, la madre sabia que seguía con vida.

“...El día de poner nombre, la madre trepó de nuevo al árbol muy de madrugada. Su hijo no sólo estaba vivo sino que había perdido su deformidad. Era normal y saludable. El jefe no había querido a su hijo en el Clan, pero puesto que seguía con vida tuvo que ser nombrado y aceptado. El muchacho se convirtió en jefe una vez que creció, y siempre estuvo agradecido a su madre por haberlo puesto donde nada pudiera dañarlo. Inclusive después de aparearse, siempre le llevaba su parte de todas las cacerías. Nunca la golpeó ni la regañó, siempre la trató con honor y respeto” —concluyó Aba.

¿Qué bebé podría vivir siete días sin alimento? —preguntó Oga mirando a Brac, su saludable hijo que acababa de quedarse dormido— ¿Y cómo pudo un hijo convertirse en jefe si su madre no estaba apareada con un jefe ni con un hombre que algún día pudiera convenirse en jefe?

Oga estaba orgullosa de su hijito, y Broud más orgulloso aún de que su compañera hubiera dado a luz un hijo tan pronto después de su apareamiento. Inclusive Brun aflojaba un poco su dignidad estoica junto al bebé, y su mirada se suavizaba cuando sostenía a la criatura que habría de asegurar la continuidad de la jefatura del Clan.

— ¿Quien sería el siguiente jefe si no tuvieras a Brac, Oga? —preguntó Ovra—. ¿Si no tuvieras hijos, sólo hijas? Quizá la madre estuviera apareada con el segundo al mando, y algo le sucediera al jefe. —Envidiaba un poco a la mujer más joven. Ovra no tenía hijos aun cuando se había hecho mujer y había sido apareada con Goov antes que Oga con Broud.

—Bueno de todos modos, ¿cómo podía volverse de repente normal y saludable un niño que nació deforme? —replicó Oga.

—Sospecho que ese cuento ha sido inventado por una mujer que tenía un hijo deforme y deseaba que fuera normal —dijo Iza.

—Pero es una leyenda antigua, Iza. Ha sido transmitida desde hace generaciones. Quizá antes sucedieran cosas que ya no son posibles. ¿Cómo podemos estar seguras? —concluyó Aba, defendiendo su cuento.

—Algunas cosas pueden haber sido diferentes hace mucho tiempo, Aba, pero creo que Ova tiene razón. Un niño que nace deforme no se va a volver normal de repente, y es poco probable que pueda vivir hasta el día en que le den nombre sin que se le haya amamantado. Pero es un viejo cuento. Quién sabe puede encerrar algo de verdad —reconoció Iza.

Una vez preparada la comida Iza la llevó al hogar de Creb mientras Ayla levantaba a la robusta pequeña y la seguía. Iza estaba más delgada, no era ya tan fuerte como antes, y en Ayla quien llevaba en brazos a Uba la mayor parte del tiempo. Existía un afecto especial entre ambas; Uba seguía a la muchacha por todas partes, y no parecía que Ayla se cansara nunca de la pequeña.

Después de comer, Uba fue con su madre para mamar, pero muy pronto comenzó a dar guerra. Iza se puso a toser, con lo que la niña se agitó aún más. Finalmente, Iza apartó a la niña inquieta y llorosa dándosela a Ayla.

—Llévate a esta niña. A ver si Oga o Aba quieren darle de mamar —señaló Iza, irritada y fue presa de otro largo acceso de tos.

— ¿Te sientes bien, Iza? —preguntó Ayla con expresión preocupada,

—Lo que pasa es que estoy vieja, demasiado vieja para tener una hijita tan pequeña. Mi leche se está secando, eso es todo. Uba tiene hambre; la última vez Aba le ha dado de mamar, pero creo que ya ha alimentado a Ona, y tal vez no le quede mucha leche. Oga dice que tiene leche de sobra; llévale la niña esta noche. —Iza se dio cuenta de que Creb la examinaba detenidamente y miró hacia otro lado mientras Ayla llevaba al bebé a Oga.

Tenía mucho cuidado con su modo de caminar, manteniendo la cabeza baja al acercarse al hogar de Broud, en la actitud conveniente. Sabía que la menor infracción provocaría la ira del joven. Estaba segura de que andaba buscando razones para regañarla o golpearla, y no quería que le mandara llevarse a Uba por algo que ella hiciera. Oga estaba contenta de alimentar a la hija de Iza, pero cuando Broud estaba mirando, no había medio de conversar. Una vez que Uba estuvo satisfecha, Ayla se la llevó y se sentó, meciéndola, canturreando suavemente hasta que el bebé quedó dormido. Hacía tiempo que Ayla había olvidado la lengua que hablaba cuando se unió al Clan, pero seguía canturreando cuando sostenía a la niña.

Sólo soy una vieja que se vuelve irritable, Ayla —dijo Iza cuando Ayla acostó a la niñita Era demasiado vieja al dar a luz, mi leche se está secando, y Uba no debería ser destetada todavía. Ni siquiera ha cumplido un año de caminar, pero no queda otro remedio. Mañana te mostraré cómo hacer comida especial para bebés. No quiero entregar a Uba a otra mujer si puedo evitarlo.

— ¡Dar a Uba a otra mujer! ¿Cómo ibas a poder dar Uba a otra mujer, Si es nuestra?

—Ayla, tampoco yo quiero darla, pero debe comer lo suficiente y no lo está consiguiendo conmigo. No podemos estar llevándola de una a otra mujer para que la amamanten cuando no tengo leche suficiente. El bebé de Oga es todavía pequeño, por eso tiene ella tanta leche. Pero a medida que crezca Brac, la leche de ella se ajustará a sus necesidades. Como Aga, no tendrá mucha leche de más a menos que tenga otro bebé que amamantar —explicó Iza. -

— ¡Ojalá pudiera yo darle de mamar!

—Ayla, eres casi tan alta como una mujer pero todavía no lo eres. Y no das señales de convertirte pronto en una. Sólo las mujeres pueden ser madres y sólo las madres pueden tener leche. Empezaremos a dar alimentos normales a Uba y veremos que tal le va, pero he querido que sepas que puede esperarse. Los alimentos para los bebes deben prepararse de una manera especial. Todo tiene que ser suave para ella; sus dientes de leche no pueden masticar muy bien. Los granos deben estar molidos muy finos antes de cocerse, la carne seca debe estar convertida en una pasta y cocida con un poco de agua, la carne fresca tiene que ser raspada, para quitarle las fibras duras, las verduras hechas puré. ¿Quedan algunas bellotas?

—La última vez que miré había un montón, pero los ratones y las ardillas se las roban, y muchas están podridas —dijo Ayla.

—Encuentra lo que puedas. Extraeremos lo amargo y las moleremos para añadirlas a la carne. Los ñames también serán buenos para ella. ¿Sabes dónde están esas conchas de almeja? Deben de ser suficientemente pequeñas para su boquita; tendrá que aprender a comer con ellas. Me alegro de que el invierno llegue a su fin, la primavera traerá mayor diversidad… para todos nosotros.

Iza vio la concentración alarmada en el rostro de la niña. Más de una vez, especialmente durante este invierno, había agradecido la ayuda que Ayla proporcionaba con tan buena voluntad. Se preguntaba si Ayla le habría sido dada mientras estaba embarazada para que pudiera ser una segunda madre para el bebé que había tenido tan tarde en su vida. Era algo más que la edad lo que azotaba a Iza. Aun cuando apartaba con indiferencia las referencias a su salud quebrantada y nunca hablaba del dolor que tenía en el pecho ni de la sangre que escupía a veces después de una crisis de tos particularmente mala, sabía que Creb se daba cuenta de que estaba mucho más enferma de lo que quería confesar. También él estaba envejeciendo, pensaba Iza. El invierno ha sido duro para él también. Pasa demasiado tiempo sentado en esa cavernita suya con sólo una antorcha para darle calor.

La enmarañada cabellera del viejo mago estaba mezclada con hilos de plata. Su artritis, además de su pierna inválida, convertía las caminatas en una prueba torturadora. Sus dientes, gastados por los años de usarlos para sujetar las cosas en lugar de la mano que le faltaba, habían empezado a dolerle. Pero Creb había aprendido desde hacía mucho tiempo a vivir con dolores y sufrimientos. Su mente era tan potente y perceptiva como siempre, y se preocupaba por Iza. Miraba a la mujer y la niña mientras estudiaban la manera de hacer comida para el bebé, observando cómo se había encogido el robusto cuerpo de Iza. Tenía el rostro demacrado, y sus ojos estaban sumidos en hoyos profundos que hacían resaltar sus cejas salientes. Tenía los brazos flacos, su cabello se estaba volviendo gris, pero lo que más le preocupaba era su tos pertinaz. “Me alegraré cuando este invierno llegue a su fin—pensó—, ella necesita sol y calor.”

Finalmente el invierno aflojó su dominio sobre la tierra, y los días más cálidos de la primavera trajeron consigo torrentes de lluvia. Témpanos procedentes de las montañas lejanas flotaban río abajo mucho después de que la nieve y el hielo hubieron desaparecido en lo alto de la cueva. El escurrimiento de la acumulación derretida convertía el suelo empapado delante de la cueva en un vertedero de lodo chorreante. Sólo las piedras que pavimentaban la entrada mantenían la cueva razonablemente seca mientras el agua subterránea manaba adentro.

Pero el cenagal aspirante no podía mantener al Clan dentro de la cueva. Después de su prolongado confinamiento invernal, salieron para saludar a los primeros rayos del sol y las primeras dulces brisas marinas. Antes de que se hubieran derretido por completo las nieves estaban ya correteando descalzos entre el fango o caminando pesadamente con sus botas empapadas que ni siquiera la capa adicional de grasa podía conservar secas. Iza tuvo más que hacer cuidando catarros en los días, más calientes ya, de la primavera, que durante todo el invierno helado.

A medida que la temporada avanzaba y el sol fue secando la humedad el ritmo de la vida del Clan se aceleró. El invierno tranquilo y lento que había transcurrido contando cuentos, chismeando, confeccionando herramientas armas y llevando a cabo otras actividades que ayudaban a pasar el tiempo dejó lugar a la agitación llena de actividad de la primavera. Las mujeres salieron a recoger las primeras quimas de verdura, y los primeros brotes, y lo hombres se dedicaron al ejercicio y la práctica, preparándose para la primera importante cacería de la nueva estación.

Uba prosperaba con su nueva dieta, y sólo quería mamar por costumbre o por el calor y seguridad que presentaba. Iza tosía menos, aun cuando estaba débil y tenía pocas energías para alejase demasiado y Creb empezó nuevamente a dar sus paseos lentos con Ayla a lo largo del río. A ella le agradaba la primavera más que las demás estaciones.

Puesto que Iza tenía que permanecer cerca de la cueva la mayor parte del tiempo Ayla adquirió la costumbre de recorrer las laderas en busca de plantas medicinales para abastecer la farmacopea. Iza se preocupaba al dejarla salir sola, pero las demás mujeres estaban ocupadas buscando alimentos, y las plantas medicinales no siempre crecían en los mismos lugares que las plantas alimenticias. Iza salía a veces con ella, sobretodo para mostrarle nuevas plantas e identificar las conocidas de manera que supiera dónde buscarlas más adelante. Aun cuando Ayla llevaba a Uba, las pocas excursiones que hacia le resultaban a Iza muy fatigosas. De mala gana estaba dejando que la niña fuera sola, más de día en día.

Ayla descubrió que disfrutaba de la soledad al recorrer el área por su cuenta y riesgo. Le proporcionaba una sensación de libertad hallarse lejos del siempre vigilante Clan. A menudo salía también con las mujeres cuando recolectaban; pero siempre que podía, hacía las tareas que se esperaban de ella para tener tiempo de buscar sola por el bosque. No sólo traía de regreso plantas que ya conocía, sino cualquier cosa desconocida, para que Iza pudiera explicarle lo que era.

Brun no objetaba abiertamente, comprendía que era necesario tener a alguien buscando plantas para que Iza llevara a cabo su magia curativa. Tampoco había pasado inadvertida para él la enfermedad de Iza. Pero el afán de Ayla por salir sola lo perturbaba. Las mujeres del Clan no ansiaban estar solas. Siempre que Iza había salido en busca de sus materiales curativos, lo había hecho con ciertas reservas y algo de temor, y volvía cuanto antes todas las veces que iba sola. Ayla nunca rehuía sus deberes, siempre se portaba convenientemente, no había nada en lo que hacía, que Brun pudiera identificar como indebido. Era más una sensación, una impresión de que su actitud, su enfoque y sus pensamientos no eran incorrectos sino diferentes. Lo que tenía Brun nervioso respecto a ella. Siempre que salía la muchacha regresaba con los repliegues del manto y su canasto llenos, y puesto que sus incursiones eran tan necesarias, no podía levantar ninguna objeción.

De vez en cuando Ayla traía algo más que plantas. Su idiosincrasia, que tanto había asombrado al Clan, se había convertido en hábito. Aun cuando se habían acostumbrado, los miembros del Clan seguían sorprendiéndose un poco cuando regresaba con un animalito enfermo o herido, para devolverle la salud. El conejo que había hallado poco después del nacimiento de Uba fue sólo el primero de muchos. Conocía la manera de tratar a los animales; éstos parecían entender que deseaba ayudarlos. Y una vez establecido el precedente, Brun no tuvo intenciones de cambiarlo. La única vez que se le negó fue cuando trajo un cachorro de lobo. Se le prohibió llevar animales carnívoros que eran competidores de los cazadores. Más de una vez un animal que había sido perseguido y tal vez herido, se encontró finalmente al alcance de un carnívoro más rápido y se vio arrebatado a última hora por él. Brun no iba a permitir que Ayla ayudara a un animal que algún día pudiera robar una presa a su propio Clan.

Una vez, cuando Ayla se encontraba de rodillas arrancando una raíz, un conejito con una patita trasera ligeramente torcida brincó desde el matorral y fue a olerle los pies. Ella se quedó muy quieta y, sin hacer movimientos bruscos, tendió lentamente la mano para acariciar al animal. ¿Eres tú mi conejito Uba? —pensó—. Has crecido, te has convertido en un conejo adulto, grande y saludable. ¿Habrás aprendido a ser más circunspecto? Deberías desconfiar también de la gente, ¿sabes? “Bien podrías acabar sobre un fuego”, siguió diciéndose mientras acariciaba la piel suave del conejo. Algo asustó al animal que dio un brinco alejándose y se abalanzó en una dirección para dar media vuelta e ingresar por donde había venido.

—Te mueves con tanta rapidez que no sé cómo nadie podría atraparte. ¿Cómo has girado de esa manera? —expresó con gestos. De repente soltó la carcajada, y al instante se percató de que era la primera vez que reía en voz alta desde hacía mucho. Pocas veces reía ya cuando estaba en el Clan; eso provocaba siempre miradas reprobatorias. Aquel día encontró muchas cosas divertidas.

—Ayla, esta corteza de cerezo silvestre está vieja. Ya no sirve —indicó Iza con gestos una mañana—. Cuando salgas hoy trata de conseguir otra que esté fresca. Hay un bosquecillo de cerezos cerca de ese calvero, al oeste, del Otro lado del río. ¿Sabes dónde digo? Trata de sacar la corteza interior, es mejor en esta época.

—Sí, madre, ya sé dónde están —respondió.

Era una hermosa mañana primaveral. Los últimos azafranes blancos y púrpuras se acurrucaban al lado de los graciosos tallos de los primeros junquillos amarillos. Una escasa alfombra de nueva hierba verde que empezaba a sacar sus diminutas hojas a través del suelo húmedo, pintaba una acuarela fresca de verdor sobre la rica tierra morena de calveros y lomas. Manchas de verde motea han las ramas desnudas de los arbustos y árboles con los primeros brotes que se esforzaban por renovar la vida, y el amiento de los sauces cubría otros con su falsa pelusa. Un sol benévolo brillaba alentadoramente ante el renuevo de la tierra

Una vez que estuvo fuera del alcance de la vista del Clan, el paso cuidadosamente controlado y la postura modesta de Ayla se convirtieron en un andar airoso. Bajó deslizando una pendiente y corrió hacia arriba al otro lado sonriendo, inconscientemente ante la libertad de sus movimientos naturales. Examinaba la vegetación por la que pasaba, con una indiferencia aparente que desmentía la mente activa que trabajaba catalogando y almacenando el recuerdo de las plantas que crecían, para uso ulterior.

“Ya está saliendo nueva hierba de grana —pensaba al pasar junto al hueco pantanoso donde había recogido sus bayas púrpuras el otoño anterior—. Voy a sacar unas cuantas raíces al regreso. Dice Iza que las raíces son también buenas para el reuma de Creb. Espero que la corteza fresca de cerezo mejore la tos de Iza. Está mejorando, creo yo, pero la veo tan flaca. . Uba se está poniendo tan grande y pesada que Iza no debería levantarla. Quizá traiga a Uba conmigo la próxima vez, si puedo. Me alegro tanto de no haber tenido que dársela a Oga. De veras ya está empezando a hablar. Será divertido cuando crezca un poco más y podamos salir juntas. Mira esos sauces cubiertos de pelusa. Qué divertido: cuando son así de pequeños parece piel de verdad, pero luego se ponen verdes. Iza dice que son flores. Qué azul está hoy el cielo. Puedo oler el mar en el viento. Me pregunto cuándo iremos a pescar. El mar sabe a sal, no es como e río, pero me siento tan ligera adentro. . No aguanto la impaciencia de ir a pescar. Y me gusta trepar por el río en busca de huevos. El viento es tan agradable allá arriba, sobre el risco. ¡Ahí va una ardilla! Mírala trepar por el árbol “Ojalá pudiera yo correr así por los árboles”

Ayla vagó por las pendientes boscosas hasta media mañana. Entonces, al percatarse de lo tarde que se estaba haciendo, se fue directamente al bosquecillo junto al calvero para recoger la corteza que Iza deseaba.

Al acercase, oyó que había actividad y algunas voces, y vislumbró a lo hombres en el calvero. Iba a alejarse, pero recordó la corteza de cerezo y se quedó un momento indecisa. “Los hombres no estarán contentos si me ven por acá—pensó—. Brun podría enojarse y no dejarme salir sola nunca más, pero Iza necesita la corteza de cerezo. Quizá no sigan ahí mucho rato. Me pregunto que estarán haciendo.”

Silenciosamente, reptó más cerca y se ocultó tras un árbol grande, atisbando por entre las hojas del matorral enmarañado.

Los hombres estaban practicando con sus armas, preparándose para una cacería. Recordó que los había visto haciendo lanzas nuevas. Habían recortado árboles jóvenes delgados, flexibles y rectos, les habían quitado las ramas, y habían afilado un extremo carbonizándolo en una hoguera, y raspado la parte quemada con un rascador fuerte de sílex hasta convertirla en una punta fina. También el calor endurecía la punta para que resistiera el astillado y el desgaste Todavía se estremecía al recordar la conmoción que había causado al tocar uno de los venablos de madera.

Las hembras no tocan las armas, le dijeron, ni siquiera las herramientas que se usan para hacer armas, aunque, a decir verdad, Ayla no podía ver la diferencia entre un cuchillo utilizado para cortar el cuero y hacer un manto. La lanza recién hecha, ofendida por su contacto, había sido quemada con gran irritación del cazador que la había confeccionado, y tanto Creb como Iza le habían echado unas cuantas conferencias prolongadas, en el esfuerzo para infundirle el sentimiento de su abominable acción. Las mujeres estaban horrorizadas de que hubiera contemplado siquiera semejante acción, y la mirada ceñuda de Brun no dejaba el menor lugar a dudas en cuanto a lo que opinaba. Pero más que nada, la mirada de placer malicioso en el rostro de Broud cuando las recriminaciones se abatieron sobre ella. Estaba positivamente gozoso.

La muchacha miraba incómodamente desde detrás de la pantalla del matorral a los hombres en su campo de prácticas. Además de las lanzas, los hombres tenían otras armas. Salvo por una discusión en el otro extremo entre Dorv, Grod y Crug respecto a los méritos relativos de la lanza y el garrote, casi todos los hombres estaban practicando con hondas y boleadoras. Vorn estaba con ellos. Brun había decidido que ya en hora de empezar a enseñarle al muchacho los rudimentos de la honda, y Zoug estaba explicándoselos al jovencito.

Los hombres habían llevado con ellos a Vorn al campo de ejercicio de vez en cuando, desde que cumpliera los cinco años, pero la mayor parte del tiempo practicaba con su diminuta lanza, arrojándola contra la tierra blanda o un mojón de árbol podrido, para acostumbrarse a manejar el arma. Siempre le agradaba que lo llevaran, pero ésta era la primera vez que se intentaba enseñar al chico el arte más difícil del manejo de la honda. Se había plantado un poste en el suelo, y no muy lejos había un montón de piedras, suavemente redondeadas, sacadas de los ríos a lo largo del camino.

Zoug estaba mostrando a Vorn cómo sostener los dos extremos de la tira de cuero y cómo colocar un canto rodado en la ligera combadura que había en el medio de una honda muy gastada. Era una honda vieja que Zoug había pensado tirar hasta que Brun le pidió que iniciara el entrenamiento del muchacho. El viejo pensó que todavía serviría si se acortaba para ajustarla al tamaño de Vorn.

Ayla observaba y se sintió cautivada por la lección. Se concentró en las explicaciones y demostraciones de Zoug con tanta atención como el muchacho. Al primer intento de Vorn, la honda se enredó y el canto cayó. Le costaba pescar el movimiento giratorio del arma para crear el impulso de fuerza centrífuga necesaria para lanzar la piedra. El canto rodado siguió cayéndose antes de poder adquirir suficiente velocidad para mantenerse en la copa de la tira de cuero.

Broud estaba de pie a un lado, mirando. Vorn era su protegido, y Broud seguía siendo el objeto de la adoración de Vorn. Fue Broud quien había hecho la lancita que el chico llevaba a todas partes consigo, inclusive a la cama, y fue el joven cazador quien enseñó a Vorn a sostener la lanza, estudiando el equilibrio y el lanzamiento con él, como si el muchacho fuera su igual. Pero ahora Vorn estaba dirigiendo su atención admirada al viejo cazador, y Broud se sintió suplantado. Habría querido ser el único en enseñárselo todo al muchacho y se enfureció cuando Brun dijo a Zoug que le enseñara el uso de la honda. Después de varios intentos infructuosos más, Broud interrumpió la lección.

—Vamos, déjame mostrarle cómo se hace, Vorn —señaló Broud, haciendo a un lado al viejo.

Zoug dio unos pasos hacia atrás y lanzó una mirada aguda al arrogante joven. Todos se detuvieron y se quedaron mirando, y Brun estaba ceñudo, No le agradaba que Broud tratara con tanta soltura al mejor tirador del Clan. Le había dicho a Zoug no a Broud que entrenara al muchacho. Una cosa es interesarse por el joven —pensaba Brun—pero está yendo demasiado lejos. Vorn debería aprender del mejor, y Broud sabe que la honda no es su mejor arma. Necesita aprender que un buen jefe debe aprovechar las habilidades de cada uno. Zoug es el más hábil y tendrá tiempo de enseñarle al muchacho cuando los demás estemos cazando. Broud se está volviendo altanero; es demasiado orgullo ¿Cómo puedo elevarlo si no muestra mejor juicio? “Tiene que darse cuenta de que no es tan importante sólo porque llegará a ser jefe”.

Broud tomó la honda de manos del muchacho y recogió una piedra. La insertó en la bolsa de la honda y la lanzó hacia el poste: cayó antes de llegar al blanco. Ese era el problema más usual que solían tener los hombres del Clan con la honda. Tenían que aprender a compensar la limitación de las articulaciones de su brazo, que impedían formar un arco completo. Broud estaba furioso por haber fallado y se sintió algo tonto. Tendió una mano para recoger otra piedra, la lanzó a toda prisa deseando mostrar que podía hacerlo. Se daba cuenta de que todos lo estaban observando. La honda era más corta de lo que él acostumbraba, y la piedra se fue hacia la izquierda, sin llegar al poste.

— ¿Estas tratando de enseñarle a Vorn o quieres unas cuantas lecciones para ti, Broud? —sugirió Zoug con sorna—. Puedo acercar el poste...

Broud luchó por dominar su genio; no le gustaba ser objeto de la ironía de Zoug y estaba furioso por haber seguido fallando después de haberle dado tanta importancia a la cosa. Lanzó otra piedra, pero esta vez su compensación fue excesiva y la lanzó mucho más allá del poste.

—Si esperas a que haya concluido la lección del muchacho, me dará mucho gusto enseñarte a ti —señaló Zoug con un sarcasmo pesado en su posición—. Parece que te hace falta. —El orgulloso anciano se sentía rehabilitado.

— ¿Cómo puede aprender Vorn con una honda tan destrozada como ésta?

—replicó Broud a la defensiva, arrojando la correa al suelo con repugnancia

Nadie puede lanzar una piedra con este vejestorio. Vorn, yo te haré una honda nueva. No puede esperase que aprendas con la honda desgastada de un viejo. Ni siquiera puede seguir cazando.

Ahora Zoug estaba enojado. Retirarse de las filas de los cazadores activos era siempre un golpe contra el orgullo de un hombre, y Zoug había trabajado mucho para perfeccionar su habilidad con el arma difícil, para retener algo de dignidad. Zoug había sido otrora segundo al mando como el hijo de su compañera, y su orgullo era particularmente sensible.

—Más vale ser un hombre viejo que un muchacho que se cree hombre —replicó Zoug, agachándose para recoger la honda que estaba a los pies de Broud. La indirecta contra su hombría fue algo más de lo que podía soportar Broud, fue la última gota. No pudo seguir dominándose y empujó al viejo. Zoug perdió el equilibrio, pues no esperaba el empujón, y cayó pesadamente al suelo. Se quedó sentado donde había caído, con las piernas estiradas delante de él, mirando hacia arriba con los ojos sorprendidos y muy abiertos. Era lo último que habría esperado.

Los cazadores del Clan nunca se atacaban unos a otros físicamente; ese castigo se reservaba para las mujeres que no eran capaces de comprender reproches más sutiles. Las energías exuberantes de los jóvenes se desahogaban supervisando asaltos de lucha o competencias de corre-lanza o encuentros con hondas y boleadoras que servían también para mejorar las habilidades de los cazadores.

La habilidad en la caza y la auto-disciplina eran la medida de la hombría en el Clan que dependía de la cooperación para sobrevivir. Broud quedó casi tan sorprendido como Zoug por su propio arrebato, y tan pronto como se percató de lo que había hecho, su rostro enrojeció de confusión.

Broud —la palabra salió de la boca del jefe en un rugido dominado.

Broud alzó la cabeza y se encogió. Nunca había visto tan enojado a Brun. El jefe se acercó a él, plantando firmemente los pies a cada paso, con gestos tensos y controlándose mucho.

Esa exhibición infantil de genio es imperdonable. Si no fueras ya el cazador de más bajo rango, ahí te pondría. ¿Quién te ha mandado interferir en la lección del muchacho, para empezar? ¿A quién mandé entrenar a Vorn, a Zoug o a ti? —La ira surgía de los ojos del jefe. — ¿Y te dices cazador? ¡Ni siquiera puedes llamarte hombre! Vorn se controla mejor que tú. Una mujer tiene más autodisciplina. Eres el futuro jefe; ¿así es como vas a dirigir hombres? ¿Esperas controlar un Clan cuando no eres capaz de controlarte a ti mismo? No te sientas tan seguro de tu porvenir, Broud, Zoug tiene razón. Eres un chiquillo que se cree hombre.

Broud estaba mortificado. Nunca lo habían avergonzado tan severamente, y delante de los cazadores y de Vorn. Hubiese querido haber echado a correr y esconderse no podría vivir con esa vergüenza. Habría preferido enfrentase al ataque de un león cavernario que a la ira de Brun... Brun, que pocas veces mostraba su enojo, que tan pocas veces tenía que mostrarlo. Una mirada penetrante del jefe, que mandaba con una dignidad estoica, un liderazgo capaz y una disciplina constante, bastaba para que cualquier miembro del Clan, hombre o mujer, brincara para obedecerle. Broud dejó caer su cabeza en señal de sometimiento.

Brun miró al sol y después hizo señas de que se fueran. Los demás cazadores, observando incómodamente la severa reprimenda que Brun acababa de dar, se sintieron mejor al poder alejase. Echaron a andar detrás del jefe que se dirigió a la cueva con paso veloz. Broud se quedó atrás, con el rostro enrojecido aún.

Ayla estaba inmóvil, agazapada, como si hubiera echado raíces en el lugar, sin atreverse a respirar. Estaba petrificada a la idea de que pudieran verla.

Sabía que había presenciado una escena que ninguna mujer estaba autorizada a ver. Nunca se habría castigado de ese modo a Broud delante de una mujer. Los hombres, sea cual fuere la provocación, conservaban una solidaridad fraternal cuando había mujeres cerca. Pero el episodio había abierto los ojos de la muchacha a una parte de los hombres que nunca habría sospechado. No eran los libres agentes, poderosos, que reinaban impunemente como ella había creído, también ellos tenían que obedecer órdenes y también a ellos se los podía regañar. Sólo Brun parecía ser la figura omnipotente que gobernaba con predominante total. No comprendía que Brun se encontraba bajo constricciones todavía más fuertes que cualquiera de los demás: las tradiciones y costumbres del Clan, los espíritus insondables e impredecibles que controlaban a las fuerzas de la naturaleza, y su propio sentido de la responsabilidad.

Ayla permaneció oculta todavía mucho tiempo después de que los hombres hubieran abandonado el campo de ejercicio, con miedo a que pudieran regresar. Todavía sentía aprensión cuando se atrevió finalmente a salir de detrás del árbol, aún cuando no capturaba totalmente las implicaciones de su nueva penetración en la naturaleza de los hombres del Clan, sí comprendía una cosa había visto a Broud tan sumiso como cualquier mujer, y eso le agradaba. Había aprendido a aborrecer al arrogante joven que la atormentaba despiadadamente, regañándola por la menor infracción, que ella supiera o no haber cometido, a menudo llevaba las huellas de su mal genio. No podía complacerlo en nada, por mucho que se esforzara.

Ayla atravesó el calvero pensando en el incidente. Al acercarse al Poste vio que todavía estaba la honda en el suelo donde la había arrojado Broud con enojo. Nadie se había acordado de recogerla antes de marchar. Se quedó mirándola, sin atreverse a tocarla: era un arma, y el temor a Brun la hacía temblar como la idea de hacer alguna cosa que pudiera enojarlo con ella tanto como con Broud. Su mente retrocedió hacia la serie de incidentes que acababa de presenciar, y al ver el trozo de cuero caído recordó las instrucciones que Zoug le había dado a Vorn, y las dificultades de éste. “¿Era realmente tan difícil? Si Zoug me enseñara ¿sería capaz de hacerlo?”

Se sentía aterrada ante la temeridad de sus pensamientos y echó una mirada en derredor para asegurarse de que estaba sola, con miedo a que se adivinaran sus pensamientos si alguien la veía. Broud no podía hacerlo, recordó. Pensó en Broud cuando intentaba atinarle al poste y en los gestos despectivos de Zoug ante su fracaso, y una sonrisa fugaz pasó por su rostro.

“¿No se enfurecería si fuera yo capaz de hacer algo que él no puede?” Le agradaba la idea de ser mejor que Broud en algo. Echando una mirada más a su alrededor, volvió a clavar la vista, llena de aprensión, en la honda; de repente se agachó y la recogió. Sintió el cuero flexible de la vieja arma y de repente pensó en el castigo que le acarrearía el que alguien la sorprendiera con una honda en la mano. Por poco la suelta, mirando rápidamente al otro lado del calvero, el camino que habían tomado los hombres. Su mirada cayó sobre el montoncito de cantos rodados.

“Me pregunto si podría hacerlo. ¡Oh, Brun estaría tan furioso conmigo que no sé lo que haría! Y Creb diría que soy mala sólo por tocar esta honda. ¿Qué puede tener de malo tocar un trozo de cuero? Sólo porque se haya usado para lanzar piedras. ¿Me pegaría Brun? Broud sí; estaría encantado de que lo hubiera tocado sólo como excusa para pegarme. ¡Y qué furioso estaría si supiera lo que he visto! Todos estarían furiosos pero ¿podrían estarlo más si lo intentara? Lo malo es malo, ¿verdad? Me pregunto si podría darle al poste con una piedra”.

La muchacha estaba torturada por el deseo de probar la honda y la conciencia de que le estaba prohibido hacerlo. Estaba mal; ya sabia que estaba mal. Pero quería probar. ¿Qué diferencia haría una cosa mala más? “Nadie lo sabrá, aquí no hay nadie más que yo” Echó una nueva mirada en derredor, y echó a andar hacia las piedras.

Ayla recogió una y trató de recordar las instrucciones de Zoug. Cuidadosamente, unió los dos extremos y los agarró con firmeza. El bucle de cuero colgaba blandamente; se sintió torpe, insegura en cuanto a la manera de introducir la piedra en la bolsa gastada. Varias veces se le cayó la piedra en cuanto empezaba a moverla. Se concentró, tratando de ver en el recuerdo las demostraciones de Zoug, Volvió a intentarlo, casi lo lanzó pero la honda se dobló y la piedra cayó nuevamente al suelo.

La vez siguiente trató de tomar algo de impulso y lanzó el canto rodado a cuantos pasos de distancia. Encantada, agarró otra piedra. Después de unas cuantas lanzadas en falso, logró lanzar una segunda piedra. Los siguientes intentos fallaron, después una piedra voló, lejos de la meta pero cerca del poste, empezaba a entender el modo.

Cuando el montón de piedras desapareció, volvió a recogerlas y lo hizo una tercera vez, A la cuarta ronda, ya podía lanzar la mayoría de las piedras sin que se le cayeran muchas veces. Ayla bajó la mirada y vio que quedaban tres piedras en el suelo. Recogió una, la puso en la honda, la hizo girar por encima de su cabeza y lanzó el proyectil. Oyó un “pac” cuando golpeó el poste y rebotó, y la niña saltó embriagada por el gozo del éxito.

¡Lo logré! Le atiné al poste. Fue pura suerte, un golpe casual, pero eso no redujo su alegría. La siguiente piedra voló hacia otro lado pero más allá del poste, y la última cayó al suelo sólo a unos pies de distancia. Pero lo había hecho una vez y estaba segura de poder hacerlo de nuevo.

Empezó a recoger nuevamente las piedras y se dio cuenta de que el sol estaba acercándose hacia e horizonte al oeste del cielo. Súbitamente recordó que había ido en busca de corteza de cerezo silvestre para Iza. ¿Cómo se le había hecho tan tarde? “he pasado aquí toda la tarde, Iza se preocupará y Creb también.” Rápidamente escondió la honda en un pliegue de su manto, corrió hacia los cerezos, quitó la corteza exterior con su cuchillo de sílex y raspó largas tiras delgadas de la capa interior de cambium. Entonces echó a correr lo más aprisa que pudo hacia la cueva, deteniéndose sólo al acercarse al río para adoptar la postura digna que se esperaba de las hembras. Tenía miedo de meterse ya en líos por haber vuelto tan tarde; no quería dar a nadie más razones para enfadarse.

Ayla! ¿Dónde has estado? No podía soportar la angustia; pensé que te habría atacado algún animal. Estaba a punto de pedirle a Creb que Brun mandara alguien en tu busca —rezongó Iza tan pronto la vio.

—Estuve mirando por ahí a ver si algo comenzaba a crecer, y luego fui al calvero —dijo Ayla, sintiéndose culpable—. No me había dado cuenta de lo tarde que era. —Era la verdad, pero no toda la verdad—. Aquí esta tu corteza de cerezo. La grana está saliendo donde la vimos crecer el año pasado. ¿No me habías dicho que sus raíces también eran buenas para el reuma de Creb?

—Si, pero debes macerar la raíz y aplicarla como un lavado para aliviar el dolor, Las bayas sirven para hacer té. El jugo de las bayas aplastadas es bueno para tumores e hinchazón también comenzó a explicar la curandera, respondiendo automáticamente a su pregunta; de repente se interrumpió—: Ayla, estás tratando de distraerme con preguntas médicas. Ya sabes que no deberías haber pasado tanto tiempo afuera, causándome tanta preocupación —señaló Iza con sus ademanes. Ahora que la niña había vuelto sana y salva, no estaba enojada pero quería asegurarse de que Ayla no se fuera sola tanto tiempo. Iza estaba preocupada siempre que Ayla salía.

—No volveré a hacerlo sin avisarte, Iza. Se me hizo tarde sin darme cuenta.

.

Mientras volvían a la cueva, Uba, que había estado buscando a Ayla todo el día, la vio y echó a correr hacia ella con sus piernitas regordetas y arqueadas estando a punto de caer antes de llegar a ella. Pero Ayla la agarró al vuelo y la lanzó por el aire.

—Iza, ¿no podría llevarme de vez en cuando a Uba? No me quedaría afuera mucho tiempo. Y podría empezar a enseñarle algunas cosas.

—Es demasiado joven para comprender todavía. Apenas está aprendiendo a hablar —dijo Iza, pero viendo lo felices que eran ambas cuando estaban juntas, agregó. — Supongo que puedes llevártela como compañía de vez en cuando, si no vas muy lejos.

— ¡Oh, qué bien! —dijo Ayla abrazando a Iza sin soltar a la niña. La lanzó nuevamente al aire y rió a carcajadas mientras Uba la contemplaba con ojos brillantes y llenos de adoración—. ¿Verdad que será divertido, Uba? —dijo después de dejar a la niña en el suelo—. Madre va a dejar que vengas conmigo.

“¿Qué le ha pasado a esta muchacha? —pensó Iza—. Hacía tiempo que no la veía tan excitada. Tiene que haber espíritus extraños por el aire hoy. Primero vuelven temprano los hombres y en vez de sentarse a charlar como de costumbre, cada uno se va a su hogar y ni siquiera presta atención a las mujeres; creo que no he visto a ninguno regañar a nadie. Inclusive Broud ha sido casi amable conmigo y luego Ayla se queda afuera todo el día y regresa llena de energías abrazándonos. No lo entiendo.”