Capítulo 10
— ¿Si? ¿Qué quieres? —accionó Zoug con impaciencia. Hacia un calor inusitado para ser principios del verano. Zoug tenía sed y se sentía incómodo, sudando bajo el calor del sol, trabajando un extenso cuero de venado con un rascador romo a medida que secaba. No estaba de humor para interrupciones, especialmente procedentes de la muchacha de cara chata que acababa de sentarse junto a él con la cabeza inclinada, esperando que le prestara atención.
— ¿No quería Zoug un poco de agua? —señaló Ayla, alzando prudentemente la mirada al sentir el golpecito en su hombro—. Esta muchacha estuvo en el manantial y vio al cazador trabajando bajo el ardiente sol. La muchacha pensó que el cazador tal vez tuviera sed; no tenía ánimos de interrumpir —expresó con la seriedad debida al dirigirse a un cazador. Presentó una taza de corteza de abedul y sostuvo la fresca y chorreante bolsa de agua hecha con el estómago de una cabra montés.
Zoug gruñó asintiendo, disimulando su sorpresa ante la solicitud de la muchacha mientras le vertía agua fresca en la taza. No había podido llamar la atención de ninguna mujer para pedirle de beber, y no quería dejar el trabajo en ese momento. El cuero estaba casi seco; era importante seguir trabajándolo para que el producto acabado fuera tan flexible como él quería. Su mirada siguió a la muchacha mientras ésta dejaba la bolsa de agua allí cerca, a la sombra, y regresaba con un hato de hierbas duras y raíces leñosas empapadas en agua, para ponerse a trenzar una canasta.
Aun cuando Uka siempre era respetuosa y respondía a sus solicitudes sin vacilar desde que se había mudado con el hijo de su compañera, ella no solía adelantarse a sus necesidades de la manera que lo había hecho su compañera antes de morir. Las atenciones de Uka estaban dirigidas principalmente Grod, y Zoug echaba de menos los pequeños detalles de una compañera abnegada. De vez en cuando Zoug lanzaba una mirada a la muchacha que estaba sentada junto a él. Estaba silenciosa, aplicada a su trabajo. “Mog-ur la ha adiestrado bien”, pensó. No se fijó en que ella lo estaba observando con el rabillo del ojo mientras él estiraba, tendía y raspaba la piel húmeda.
Aquella tarde el viejo estaba sentado solo delante de la cueva, mirando a lo lejos. Los cazadores habían salido, Uka y otras dos mujeres los acompañaban y Zoug había comido junto al fuego de Goov con Ovra. El ver a la joven, adulta ya y apareada, cuando hacía tan poco tiempo que era sólo una niña en brazos de Uka, hizo sentir a Zoug el paso del tiempo que lo había privado de las fuerzas para cazar con los hombres. Había dejado el fuego poco después de comer. Estaba sumido en sus pensamientos cuando observó que la muchacha se acercaba a él con un tazón de mimbre en la mano.
—Esta muchacha ha recogido más frambuesas de las que podemos comer—dijo, una vez que él reconoció su presencia; ¿podrá el cazador encontrar lugar para comérselas, y que no se pierdan?
Zoug aceptó el tazón que le ofrecían con un placer que no consiguió disimular. Ayla se quedó sentada a distancia respetuosa mientras Zoug saboreaba la fruta dulce y jugosa. Cuando hubo terminado devolvió el tazón, y la muchacha se alejó rápidamente. “No sé por qué dice Broud que es irrespetuosa —pensó, viéndola alejarse. No le veo nada malo salvo que es notablemente fea.”
Al día siguiente Ayla volvió a llevar agua del fresco manantial mientras Zoug trabajaba, y extendió los materiales para el canasto que estaba haciendo allí cerca, para ir recolectando. Más tarde, cuando Zoug estaba terminando de frotar con grasa la suave piel de venado, Mog-ur llegó cojeando donde se encontraba el viejo.
—Es un trabajo duro curtir una piel al sol —dijo con gestos.
—Estoy haciendo hondas nuevas para los hombres, y también a Vorn le he prometido una. El cuero tiene que ser muy flexible para las hondas; hay que trabajarlo sin cesar mientras seca, y la grasa debe absorberse por completo. Es mejor hacerlo al sol.
—Estoy seguro de que los cazadores se sentirán complacidos —observó Mog-ur—. Todos saben que eres el experto en cuanto a hondas. Es un arte difícil de dominar. También debe de ser un arte el confeccionar las hondas.
Zoug rebosó de contento al oír el halago del mago.
—Mañana las cortaré. Ya conozco los tamaños para los hombres, pero tengo que ajustar la de Vorn. Una honda debe estar hecha para el brazo, así se asegura mayor fuerza y precisión.
—Iza y Ayla están preparando la perdiz blanca que trajiste el otro día como parte para el Mog-ur. Iza está enseñándole a la muchacha a guisarla como a mi me gusta. ¿No te agradaría cenar esta noche en el hogar de Mog-ur? Ayla quería que te invitara, y tu compañía me sería agradable. A veces, a un hombre le agrada hablar con otro hombre, y yo sólo tengo hembras en mi hogar.
—Zoug cenará con Mog-ur —dijo el viejo, visiblemente complacido.
Aunque los banquetes en común eran frecuentes, y a menudo compartían una comida dos familias, especialmente cuando estaban emparentadas, pocas veces invitaba Mog-ur a otros. Tener un lugar suyo era algo nuevo para él, y disfrutaba descansando en compañía de sus mujeres. Pero conocía a Zoug desde la infancia, siempre lo había querido y respetado. El placer que vio en el rostro del otro hizo pensar a Mog-ur que debería haberlo invitado antes. Se alegró de que Ayla lo mencionara. Al fin y al cabo, había sido Zoug quien les dio la perdiz blanca.
Iza no estaba acostumbrada a tener invitados; se preocupé, se agitó y se superó. Su conocimiento de las hierbas comprendía igualmente los condimentos, no sólo las medicinas. Sabía impartir un toque sutil y hacer combinaciones compatibles que mejoraban el sabor de los platillos. La comida fue deliciosa; Ayla se mostró especialmente atenta sin exagerar, y Mog-ur estuvo contento de ambas.
Una vez que los hombres se hubieron hartado, Ayla les sirvió un té delicioso a base de manzanilla y menta, del que Iza sabia que contribuía a la buena digestión. Con dos mujeres dispuestas a adelantarse a sus deseos y una niñita regordeta y contenta que se subía a su regazo, los dos viejos descansaron y hablaron de tiempos pasados. Zoug se mostró agradecido y algo envidioso del dichoso hogar que el viejo mago podía llamar suyo, y Mog-ur sentía que su vida no podía ser más dulce.
Al día siguiente Ayla miró mientras Zoug media una tira de cuero con el brazo de Vorn, y prestó mucha atención mientras el viejo explicaba por qué los extremos debían ser afinados sólo así, porqué no debería ser demasiado larga ni demasiado corta, y lo vio meter una piedra, que había estado sumida en agua, en medio del bucle para estirar lo suficiente el cuero y formar la bolsa. Estaba recogiendo las tiras después de cortar unas cuantas hondas más, cuando Ayla le llevó una taza de agua.
— ¿No necesita Zoug los trozos que han sobrado? ¡El cuero parece tan suave! —dijo con gestos.
Zoug se sintió generoso con la muchacha amable y admirada.
—No necesito esas tiras. ¿Te gustarían?
—Esta muchacha agradecería. Creo que algunos de los trozos son suficientemente grandes para aprovecharlos —accionó, con la cabeza inclinada.
Al día siguiente Zoug echó de menos a Ayla, que no fue a su lado a trabajar ni a llevarle agua. Pero había terminado su tarea y las armas estaban hechas. La vio alejarse hacia el bosque con su nuevo canasto de cosechadora colgado de la espalda y su palo de desarraigar en la mano. “Sin duda va en busca de más plantas para Iza —pensó—. No comprendo a Broud.” A Zoug no le agradaba mucho el joven; no había olvidado cómo le atacó anteriormente. “¿Por qué está siempre molestándola? La muchacha es trabajadora, respetuosa, y hace honor a Mog-ur. Este tiene suerte: Iza y ella.” Zoug recordaba la agradable cena que había tomado con el gran mago, y aun cuando nunca lo dijo, recordaba que Ayla había sido quien insinuó a Mog-ur que lo invitara a compartirla. Observó a la alta joven de piernas rectas, mientras se alejaba. “Lástima que sea tan fea —se dijo—, podría ser una excelente compañera para algún hombre.”
Una vez que Ayla se confeccionó una honda nueva con los restos de cuero de Zoug, para sustituir la vieja que finalmente se había acabado, decidió buscar un lugar donde practicar lejos de la cueva. Siempre tenía miedo de que alguien la sorprendiera. Echó a andar río arriba, siguiendo la ribera, y luego empezó a subir por el monte siguiendo un arroyo que desembocaba en el río que pasaba junto a la cueva, abriéndose paso entre la maleza.
La detuvo una roca abrupta por encima de la que caía el arroyo forma, una cascada. Rocas salientes, cuyas siluetas recortadas eran suavizadas por un profundo cojín de precioso musgo verde, separaban el agua que brincaba de roca en roca formando chorros que salpicaban creando velos de niebla y seguían cayendo. El agua se aquietaba en una poza espumosa que llenaba un hueco rocoso de poca profundidad al pie de la cascada, antes de seguir su camino para reunirse al río, pero cuando Ayla quiso seguir su camino por allí para volver a la cueva, el risco formaba un ángulo abrupto por donde se podía trepar.
Líquenes húmedos de un gris verdoso cubrían los pinos y abetos que dominaban en lo alto. Había ardillas correteando por los altos árboles y a través del césped de musgo jaspeado que tapizaba tierra y piedras y troncos caídos por igual con un manto continuo matizado desde un amarillo claro hasta un verde profundo. Más adelante la muchacha podía ver que el sol se filtraba entre los bosques de hojas perennes. Siguiendo el arroyo los árboles fueron haciéndose más escasos mezclados con algunos deciduos reducidos al tamaño de arbustos, y finalmente apareció un claro. La muchacha salió del bosque a un pequeño campo cuyo extremo más alejado terminaba en la roca de un gris moreno del monte, poco cubierta con plantas trepadoras a medida que iba ascendiendo
El arroyo, formando meandros a través de uno de los lados del prado encontraba su origen en un enorme manantial brotando del costado de la roca cerca de un frondoso avellano que crecía como si saliera de la roca. La sierra estaba perforada de grietas subterráneas y saltos de agua que filtraban el hielo derretido que aparecía más abajo como fuentes claras y efervescentes.
Ayla cruzó la pradera montañosa y bebió agua fría, deteniéndose después de examinar los racimos dobles y triples de avellanas, verdes aún, encerradas en sus fundas verdes cubiertas de púas. Arrancó un racimo, peló la funda y rompió la cáscara blanda con los dientes, dejando al descubierto una avellana blanca a medio crecer. Siempre le gustaban más las avellanas verdes que las maduras que caían al suelo. El sabor le abrió el apetito, y comenzó a recoger varios racimos y a meterlos en su canasto. Al tender la mano, observó un espacio oscuro detrás del tupido follaje.
Cautelosamente, apartó las ramas y vio una pequeña cueva oculta por los densos matorrales del avellano. Empujó las ramas, miró cuidadosamente el interior y entró, dejando que las ramas se cerraran tras ella. La luz del sol moteaba una pared con una serie de luz y sombras iluminando tenuemente el interior. La cuevita tendría unos tres metros y medio de profundidad y unos dos de ancho. Si se ponía en puntillas, casi podía tocar con la mano la parte superior de la abertura. El techo se inclinaba suavemente hasta más o menos la mitad de la profundidad, acercándose más rápidamente hacia el suelo de tierra seca hacia el fondo.
Era justo un agujero en la pared montañosa, pero suficientemente amplio para que una muchacha pudiera encontrarse cómoda y moverse. Vio una reserva de nueces podridas y unos cuantos excrementos de ardilla junto a la entrada, y comprendió que la cueva no había sido aprovechada por ningún animal mayor.
Ayla bailó en círculo, encantada con su hallazgo. La cueva parecía hecha justo a su medida.
Salió de nuevo y miró a través del claro, después trepó un poco por la roca desnuda y avanzó hasta un estrecho saliente que serpenteaba alrededor del promontorio. Muy lejos, entre dos colinas, estaba el agua espumosa del mar interior. Más abajo pudo divisar una figura diminuta cerca de la estrecha cinta plateada de un río: se encontraba casi directamente encima de la cueva del Clan. Bajando de nuevo, recorrió el perímetro del claro.
“Es perfecto”, pensó. “Puedo practicar en el campo, hay agua cerca para beber, y si llueve puedo entra en la cueva. También ahí puedo esconder mi honda. Entonces no tendré miedo de que la descubra Iza o Creb. Inclusive hay avellanas, y más adelante puedo llevar algunas para el invierno. Los hombres no suben casi nunca tan arriba para cazar.
Esto va a ser exclusivamente mío.”Corrió por el clavero hasta el arroyo y se puso a buscar cantos rodados para probar su honda nueva.
Ayla subía para practicar en su retiro en cuanto podía. Encontró un camino más directo aunque más empinado para llegar a su pequeña pradera del monte, y a menudo sorprendía a gamos, ovejas o tímidos venados que allí pacían. Pero los animales que frecuentaban el alto pastizal pronto se acostumbraron a ella, y sólo se retiraban al extremo opuesto del prado herboso cuando llegaba.
Cuando atinarle al poste con una piedra perdió su encanto, una vez que fue adquiriendo habilidad con la honda, se impuso blancos más difíciles. Observaba cuando Zoug daba explicaciones a Vorn, y después aplicaba los consejos y las técnicas al practicar a solas. Para ella era como un juego algo divertido; y para incrementar el interés, comparaba su progreso con el de Vorn. Le interesaba más la lanza, el arma de los cazadores primitivos, y se las había arreglado para matar algo de caza menor, animalillos lentos como serpientes y puercoespines. No se aplicaba tanto como Ayla, y le resultaba más difícil. A ella le daba una sensación de orgullo y logro, saber que era mejor que el muchacho, así como un ligero cambio de actitud, un cambio del que Broud se percató.
Se suponía que las hembras debían ser dóciles, serviles, humildes y nada presumidas. El dominante joven consideraba como una afrenta personal que ella no se acobardara un poco en cuanto él se acercaba. Eso amenazaba su masculinidad. La observaba, tratando de saber qué había en ella que resultara diferente, y era rápido para darle un manotazo sólo por el placer de sorprender una mirada fugaz de temor en sus ojos o por verla encogerse.
Ayla trataba de responder convenientemente, hacia todo lo que él ordenaba y lo más rápidamente posible. No sabía que en su andar había libertad, una desenvoltura procedente de sus correrías por campos y selvas; orgullo en su porte, por estar aprendiendo una habilidad difícil y adquirirla mejor que nadie; y una confianza creciente en su semblante. No sabía por qué la atormentaba más que a nadie. El propio Broud no sabia por qué le fastidiaba tanto la muchacha. Era algo indefinible, y ella no podría haberlo cambiado como tampoco podía cambiar el color de sus ojos.
Parte de ello era el recuerdo de la atención que había usurpado el día en que se celebraron los ritos de su virilidad, pero el verdadero problema estaba en que ella no era originaria del Clan. No había sido imbuida desde generaciones con el atavismo de la servilidad. Era una de los Otros, una raza nueva, más joven, más vital, más dinámica, que no estaba controlada por tradiciones innatas arraigadas en un cerebro que era casi exclusivamente memoria. El cerebro de ella seguía caminos distintos, su alta y ancha frente que alojaba lóbulos frontales capaces de pensar hacia adelante, le proporcionaba un entendimiento que procedía de una perspectiva diferente. Era capaz de aceptar lo nuevo, de configurarlo según su voluntad, de forjarlo con ideas que el Clan jamás soñara, y según el plan de la naturaleza, su especie estaba destinada a sustituir a la raza antigua que estaba a punto de desaparecer.
En un nivel profundo e inconsciente, Broud intuía los destinos opuestos de ambas. Ayla era algo más que una amenaza contra su masculinidad: era una amenaza contra su existencia. El odio que experimentaba hacia ella era el odio de lo viejo contra lo nuevo, de lo tradicional contra lo innovador, de lo moribundo contra joven que vive. La raza de Broud era demasiado estática, demasiado ajena al cambio. Habían alcanzado la cima de su desarrollo, no les era posible seguir progresando. Ayla formaba parte del nuevo experimento de la naturaleza y aun cuando se esforzaba por modelarse a imagen de las mujeres del Clan, era sólo una apariencia, una fachada superficial adoptada para sobrevivir. Ya estaba encontrando rodeos en respuesta a una necesidad profunda que buscaba expresarse. Y aun cuando trataba por todos los medios de complacer al insoportable joven, comenzaba a rebelarse interiormente.
Una mañana particularmente pesada, Ayla fue a la poza para buscar agua de beber. Los hombres estaban reunidos juntos en el lado opuesto de la abertura de la cueva, proyectando la próxima cacería. Ella se alegraba, pues eso significaba que Broud estaría ausente unos días. Estaba sentada con una taza en la mano junto al agua tranquila, sumida en sus pensamientos. “¿Por qué se porta siempre tan ruinmente conmigo? Trabajo tanto como cualquier otra. Hago todo lo que quiere. ¿De qué me sirve esforzarme tanto? Ninguno de los otros hombres la toma contra mí como él. Sólo quisiera que me dejara en paz.”
— ¡Ay! —exclamó sin querer, cuando el golpe de Broud la tomó por sorpresa.
Todos interrumpieron lo que estaban haciendo y se quedaron mirándola, apartando la vista después. Una muchacha tan cerca de la edad adulta no debe gritar así sólo porque un hombre le da un manotazo. Ella se volvió hacia su atormentador, con el rostro colorado de confusión.
—Estabas mirando nada, sentada ahí sin hacer nada, muchacha perezosa.
—Gesticuló Broud—. Te dije que nos trajeras té y me has ignorado. ¿Por qué tengo que repetírtelo?
Una sensación de ira la hizo enrojecer más aún. Se sintió humillada por haber gritado, avergonzada delante de todo el Clan, y furiosa contra Broud por ser el causante. Se puso en pie pero no con su prisa habitual para obedecer a sus órdenes. Lenta, insolentemente se puso de pie echó a Broud una mirada de odio frío antes de alejarse para ir en busca del té, y oyó que todo el Clan daba un jadeo. ¿Cómo se atrevía a portarse con tanto descaro?
Broud estalló de ira. Dio un brinco tras ella, la hizo girar y le dio un puñetazo en la cara. La muchacha cayó al suelo a sus pies, y entonces él le propinó otro golpe muy fuerte. Ella se encogió, tratando de protegerse con los brazos mientras la golpeaba una y otra vez. Luchó por no gritar, aun cuando no se esperara silencio de quien sufriera semejante maltrato. La furia de Broud aumentaba con su violencia; quería oírla gritar y hacia llover sobre ella un golpe brutal tras otro en su ira descontrolada. Ella apretaba los dientes, tratando de hacerse fuerte contra el dolor, negándose empecinadamente a proporcionarle la satisfacción que él buscaba, Al cabo de un rato, ya no habría podido gritar.
Débilmente, a través de una roja y vaga nebulosidad, se dio cuenta de que la paliza había cesado. Sintió que Iza la ayudaba a levantarse y se recostó pesadamente en la mujer mientras se dirigía a la cueva dando traspiés, casi inconsciente. Oleadas de dolor la recorrían mientras oscilaba entre la conciencia y una insensibilidad entumecida. Sólo tenia vagamente conciencia de las cataplasmas frescas y calmantes y de que la le sostenía la cabeza para que pudiera beber un brebaje amargo antes de caer en un sueño aletargado.
Al despertar, la luz débil que precede al amanecer apenas diseñaba la silueta de los objetos familiares de la cueva, débilmente acompañada por el brillo apagado de las brasas de la lumbre. Quiso enderezarse: todos los músculos y huesos de su cuerpo se rebelaron contra el movimiento; un gemido salió de sus labios y al instante estuvo Iza junto a ella. Los ojos de la mujer se expresaban elocuentemente estaban llenos de dolor y preocupación por la muchacha. Nunca había visto propinar tan brutal paliza; ni siquiera su compañero, en los peores momentos había golpeado tan rudamente a Iza. Estaba segura de que Broud la habría matado si no lo hubieran obligado a dejarla. Fue una escena que nunca esperaba volver a ver Iza, y que no deseaba presenciar de nuevo.
Al volverle el recuerdo del incidente. Ayla se sintió llena de odio y temor. Sabía que no debería haberse mostrado tan insolente, pero tampoco tenia por qué esperar una reacción tan violenta. ¿Por qué lo afectaba ella de tal modo que abandonara a estallidos semejantes?
Brun estaba enojadísimo, con esa ira calmada y fría que obligaba el Clan a andar silenciosamente y evitarlo en lo posible. El había reprobado la insolencia de Ayla, pero la reacción de Broud lo escandalizó. Estaba bien castigar a la muchacha, pero Broud había transpuesto demasiado lejos los límites del castigo. Ni siquiera había atendido a la orden del jefe cuando le mandó detenerse; Brun tuvo que apartarlo físicamente. Peor aún: había perdido el control con una hembra. Había permitido que una muchacha lo provocara haciéndole exhibir una furia descontrolada tan poco viril.
Después del arranque de mal genio de Broud en el campo de ejercicios, Brun había quedado convencido de que el joven no volvería a permitirse perder nuevamente el control, pero ahora había hecho una rabieta que era más que infantil, mucho peor porque Broud tenía el cuerpo fuerte de un adulto Por vez primera, Brun empezó a poner seriamente en duda el juicio de hacer de Broud el siguiente jefe, y le dolía al hombre estoico más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Broud era algo más que el hijo de su compañera, más que el hijo de su corazón; Brun estaba seguro de que fue su propio espíritu el que lo creó, y lo amaba más que a la vida misma. Lamentaba el fracaso del joven con una punzada de culpabilidad. La culpa tenía que ser suya; había fallado en algo, no lo había criado debidamente, ni entrenado debidamente, le había mostrado demasiada predilección.
Brun esperó unos cuantos días antes de hablar con Broud. Quería darse tiempo para pensarlo todo a fondo y cuidadosamente. Broud pasó esos días en un estado de agitación nerviosa, apartándose de su hogar, y casi dio un suspiro de alivio cuando Brun le hizo finalmente señas de que lo siguiera, aun cuando el corazón le palpitaba desordenadamente. No había nada en el mundo que temiera tanto como la ira de Brun, pero precisamente la falta de ira de Brun fue lo que le hizo comprender.
Con ademanes sencillos y matices de voz tranquilos, Brun dijo a Broud exactamente lo que había estado pensando. Se echó la culpa de las fallas de Broud, y el joven sintió mayor vergüenza que nunca en su vida. Se le hizo comprender el amor de Brun y su angustia, de una manera que no había sabido antes.
No estaba ahí el orgulloso jefe que Broud había respetado y temido siempre, allí estaba un hombre que lo amaba y estaba profundamente desilusionado por él. Broud se sintió lleno de remordimientos.
Entonces vio Broud una mirada dura de resolución en los ojos del jefe. Por poco se le rompe el corazón a Brun, pero los intereses del Clan tenían que pasar por encima de todo.
—Un arrebato más, Broud. Sólo un indicio más de semejante exhibición y dejarás de ser el hijo de mi compañera. Te corresponde asumir la jefatura después de mí, pelo antes de confiar el Clan a un hombre que carezca de autocontrol, te desconoceré y mandaré que te maldigan con la muerte. —Ninguna emoción expresaba el rostro del jefe mientras prosiguió: —. Hasta que vea alguna señal de que ya no eres un niño no hay esperanzas de que seas capaz de asumir el mando. Te estaré observando, pero también observaré a los demás cazadores Tendré que ver algo mas que una falta de exhibición de tu temperamento, tendré que convencerme de que eres un hombre, Broud. Si tuviera yo que escoger a otro como jefe tu posición sería en última fila, permanentemente. ¿He sido claro?
Broud no podía creerlo: ¿desconocerlo? ¿Maldecirlo de muerte? ¿Otro puesto en la situación de jefe? ¿Siempre el varón de más baja categoría? No podía decirlo en serio. Pero la mandíbula apretada de Brun y su dura mirada de determinación no dejaban lugar a dudas.
—Si, Brun —asintió Broud; tenía el rostro de color ceniza.
—No hablaremos de esto con los demás. Un cambio así les resultaría difícil de aceptar, y no quiero provocar preocupaciones innecesarias. Pero no pongas en duda que haré lo que he dicho. Un jefe debe poner siempre los intereses del Clan por encima de los suyos propios; es lo primero que debes aprender. Por eso es tan esencial que un jefe se controle. La supervivencia del Clan es responsabilidad suya. Un jefe disfruta de menos libertad que una mujer, Broud. Tiene que hacer muchas cosas que tal vez no desea hacer. De ser necesario, tendrá inclusive que desconocer al hijo de su compañera. ¿Comprendes?
—Comprendo, Brun —respondió Broud, aunque no estaba muy seguro de comprender. ¿Cómo podía tener un jefe menos libertad que una mujer? Un jefe podía hacer cualquier cosa, dar órdenes a todos, hombres y mujeres por igual.
—Ahora vete Broud. Quiero estar solo.
Pasaron varios días antes de que Ayla pudiera levantarse, y muchos más antes de que las manchas amoratadas que le cubrían el cuerpo pasaran a un amarillo sucio antes de desaparecer. Al principio estaba tan asustada que no se atrevía a acercarse adonde estaba Broud, y brincaba al verlo. Pero cuando el último dolor pasó, comenzó a percatarse del cambio que se había producido en él. Ya no la acosaba ni la fastidiaba: la evitaba, positivamente. Una vez que se olvidó del dolor, empezó a considerar que la paliza había valido la pena. Se percató de que, desde entonces, Broud la había dejado en paz.
La vida le resultaba más fácil a Ayla sin tener que aguantar constantemente sus vejámenes. No se había dado cuenta de la presión bajo la que vivía, hasta que ésta cesó. Por comparación se sintió libre, aun cuando su vida seguía siendo tan limitada como la del resto de las mujeres. Caminaba con entusiasmo, echando a correr o dando un brinco gozoso súbitamente, mantenía erguida la cabeza, agitaba libremente los brazos e inclusive soltaba la carcajada. Su sensación de libertad se revelaba en sus movimientos. Iza sabia que era feliz, pero sus acciones no eran usuales y provocaban miradas de reprobación. Era demasiado exuberante; eso no estaba bien.
Que Broud la evitaba se hizo obvio también para el Clan, y constituyó un tema de reflexión y asombro. Observando casualmente conversaciones por gestos, Ayla comenzó a adquirir el conocimiento de que Brun había amenazado a Broud con funestas consecuencias si volvía a pegarle, y se le confirmó al ver que el joven la ignoraba inclusive cuando ella lo provocaba. Fue sólo un poco descuidada al principio, dando a sus tendencias naturales una rienda más suelta, pero entonces inició una campaña deliberada de insolencia sutil. No la falta de respeto descarada que había causado aquella paliza sino insignificancias, trucos mezquinos calculados para fastidiarlo. Le odiaba, quería vengarse de él y se sentía protegida por Brun.
Era un pequeño Clan, y por mucho que Broud tratara de evitarla en el transcurso de las interacciones normales del Clan había ocasiones en que tenía que darle órdenes. Ella ponía todo su empeño en ser más lenta para obedecer si creía que nadie observaba, alzaba la mirada y la fijaba en él con la mueca peculiar que sólo ella podía hacer, cuando lo veía luchar para controlarse. Tenía cuidado cuando había otros cerca, especialmente Brun; no deseaba experimentar la ira del jefe, pero se mostró irónica respecto a la ira de Broud y puso su voluntad en contra de la de él más abiertamente a medida que avanzaba el verano.
Sólo cuando sorprendió accidentalmente una mirada de odio venenoso se preguntó si lo que estaba haciendo sería juicioso. Su mirada de hostilidad era tan intensamente malévola que fue casi como un golpe físico. Broud le reprochaba a ella su situación inaguantable. De no haber sido ella tan insolente, él no se habría enfurecido tanto. De no ser por ella, no tendría una maldición de muerte pendiente sobre su cabeza. La exuberancia gozosa de ella lo irritaba por mucho que tratara de controlarse. Era obvio y patente que su comportamiento era de una indecencia escandalosa. ¿Por qué no lo veían los demás? ¿Por qué la dejaban salirse con la suya? La odiaba más profundamente que antes, pero tenía cuidado de disimularlo cuando Brun estaba cerca.
La batalla entre ellos se había vuelto solapada, pero se libraba con una densidad feroz, y la muchacha no era tan sutil como creía. El Clan entero tenía conciencia de la tensión que había entre ellos, y se preguntaba por qué la permitiría Brun. Los hombres, siguiendo la actitud del jefe, evitaban intervenir e inclusive permitían mayor libertad a la joven de lo que habría sido normal, pero con eso todo el Clan se sentía incómodo, hombres y mujeres por igual.
Brun reprobaba el comportamiento de Ayla; no habían pasado inadvertidas para él lo que ella consideraba como maniobras sutiles, y tampoco le agradaba ver que Broud la dejaba salirse con la suya. La insolencia y la rebelión eran inaceptables de parte de quien fuera, especialmente de las mujeres; ninguna mujer del Clan las consideraría siquiera. Las mujeres del Clan estaban conformes con el lugar que ocupaban, era su estado natural; comprendían con un instinto profundo la importancia que tenían para la existencia del Clan. Los hombres no podían aprender sus habilidades como tampoco ellas podían aprender a cazar; carecían de los recuerdos necesarios para hacerlo. ¿Por qué iba una mujer a luchar y combatir para cambiar un estado natural? ¿Lucharía por dejar de comer o de respirar? Si Brun no hubiera estado absolutamente seguro de que era mujer, habría pensado, por sus acciones, que era varón. Y sin embargo, había aprendido las habilidades femeninas e inclusive estaba mostrando aptitudes para la magia de Iza.
Por muy perturbado que se sintiera, Brun se reprimía para no interferir pues podía ver que Broud luchaba por dominarse. El desafío de Ayla servía de ayuda para que Broud dominara su genio, dominio tan esencial para un futuro jefe. A pesar de haber considerado seriamente la posibilidad de hallar un nuevo sucesor, Brun simpatizaba con todo lo concerniente al hijo de su compañera. Broud era un cazador intrépido, y a Brun lo enorgullecía su valor. Si pudiera aprender a dominar su único defecto evidente, Brun consideraba que Broud sería un buen jefe.
Ayla no tenía perfecta conciencia de las tensiones que la rodeaban. Aquel verano se sentía más feliz de lo que podía recordar. Aprovechó su mayor libertad para vagabundear más por si sola, recogiendo plantas y practicando con la honda. No esquivaba tarea alguna que le fuera impuesta —eso no se le permitía— pero una de sus tareas consistía en llevarle a Iza las hierbas que necesitaba, y eso le proporcionaba una excusa para alejarse del hogar. Iza nunca recuperó plenamente sus fuerzas, aunque su tos cedió con el calor del verano. Tanto Creb como Iza se preocupaban por Ayla. Iza estaba segura de que las cosas no podrían seguir así, y decidió salir con la muchacha en busca de vegetales, y aprovechar la oportunidad para hablarle.
—Ven aquí, Uba, madre está preparada —dijo Iza levantando a su hija y asegurándola contra su cadera con el manto. Bajaron la pendiente y atravesaron el río hacia el oeste, siguiendo entre bosques una senda de animales que había sido ligeramente ensanchada al usarse a veces como una pista. Cuando llegaron a una pradera descubierta, Iza se detuvo y echó una mirada en derredor antes de dirigirse hacia las flores amarillas, altas y llamativas, parecidas al aster.
—Estas son atarragas, Ayla —dijo Iza—. Por lo general crecen en campos Y lugares descubiertos, las hojas son grandes óvalos puntiagudos, de un verde oscuro por arriba y con pelusilla por debajo ¿ves? —la estaba de rodillas sosteniendo una hoja mientras explicaba—. La nervadura del medio es gruesa y carnosa. —Iza la rompió para mostrársela.
—Si, madre, ya veo.
—Lo que se usa es la raíz. La planta sale de la misma raíz todos los años, pero es mejor recogerla el segundo a fines del verano o en otoño, cuando la raíz está suave y sólida. Se corta en trocitos y se pone la cantidad que cabe en la palma de la mano, y se hace hervir en la taza pequeña de hueso hasta la mitad. Debe enfriarse antes de beberse, unas dos tazas al día. Elimina las flemas y es especialmente buena para la enfermedad de los pulmones que hace escupir sangre. También ayuda a sudar y a orinar. —Iza había usado su palo de cavar para mostrar una raíz, y estaba sentada en el suelo, con las manos agitándose rápidamente mientras explicaba—. La raíz también puede secarse y molerse muy fina.
—Arrancó cuidadosamente varias raíces y las metió en su cesto.
Cruzaron una pequeña loma, y nuevamente se detuvo Iza. Uba se había quedado dormida, confortablemente segura junto al cuerpo de Ayla.
¿Ves esa plantita de flores amarillentas, en forma de embudo, púrpura en el centro? — preguntó Iza, señalando otra planta.
— ¿Estas? —preguntó Ayla tocando una planta de treinta centímetros de alto.
—Sí, es el beleño. Muy útil para una curandera, pero no debe comerse nunca; puede ser peligrosamente venenosa si se come.
— ¿Qué parte se emplea? ¿La raíz?
—Muchas partes: raíces, hojas y semillas. Las hojas son más anchas que las flores y crecen una tras otra alternándose a ambos lados del tallo. Presta mucha atención, Ayla: las hojas son de un verde apagado y pálido, con orillas erizadas, ¿y ves los pelos que crecen en el medio? —Iza tocó los finos y largos pelos mientras Ayla miraba atentamente. Entonces la curandera arrancó una hoja y la arrugó—. Huele —ordenó; Ayla olisqueó: la hoja tenía un fuerte olor narcótico—. El olor se quita una vez que se ha secado la hoja. Más tarde habrá muchas semillitas morenas. —Iza cavó y sacó una raíz gruesa, en forma de ñame, corrugada y de piel morena. El color blanco interior se vio donde se había roto—. Las distintas partes se usan con fines distintos, pero todas ellas son buenas contra el dolor. Se puede hacer un té y beberlo (es muy fuerte, no hace falta poner mucho) o un lavado y aplicarlo a la piel. Elimina los espasmos musculares, calma y descansa, produce sueño.
— Iza recogió varias plantas y echó a andar hacia una mata cercana de la malvarrosa brillante y arrancó varias de las flores rosadas, púrpuras, blancas y amarillas de los altos tallos sencillos.
—La malvarrosa es buena para calmar irritaciones, dolores de garganta, arañazos y raspaduras. Las flores sirven para hacer una bebida que pueda calmar el dolor, pero quien la toma se queda adormilado. La raíz es buena para las heridas. Usé malvarrosa en tu pierna, Ayla.
La joven bajó la mano y sintió las cuatro cicatrices paralelas de su muslo y pensó de repente dónde estaría ahora de no ser por Iza.
Siguieron andando juntas un rato, disfrutando del cálido sol y del calor de su compañía mutua, sin hablar. Pero la mirada de Iza examinaba constantemente la zona. La hierba del campo abierto, que alcanzaba el pecho de la mujer, estaba dorada y había granado. La mujer miraba hacia el otro lado del campo de grano, con las espigas inclinadas por el peso de las semillas maduras, ondulando suave mente bajo la cálida brisa. Entonces vio algo y se dirigió hacia ello, atravesando el campo para detenerse en un punto en que el centeno tenía semillas de un negro violáceo.
—Ayla —dijo señalando uno de los tallos—, el centeno no crece así normalmente; es una enfermedad de las semillas, pero tenemos suerte de haberlo encontrado: ese cornezuelo del centeno, huélelo.
— ¡Huele muy mal! A pescado podrido.
—Pero hay una magia en esas semillas enfermas que resulta especialmente buena para las mujeres embarazadas. Si una mujer tarda mucho en el parto, esto puede contribuir a acelerarlo. Provoca las contracciones; y también puede iniciar el alumbramiento. Puede causar que una mujer pierda pronto al bebé, Y eso es importante, especialmente si ya ha tenido problemas anteriormente.
—Una mujer no debe tener hijos muy seguidos, es difícil para ella, y si se queda sin leche ¿quién alimentará al que ya tiene? Demasiados bebés mueren al nacer o durante el primer año; la madre debe cuidar del que ya vive y tiene una posibilidad de vivir y crecer. Hay otras plantas que pueden ayudarla a perder pronto al bebé si es necesario; el cornezuelo del centeno es sólo una de ellas. También es bueno después del parto. Ayuda a expulsar la sangre vieja y volver a su sitio normal los órganos. Sabe mal, no tan mal como huele, pero resulta útil cuando se emplea con juicio. Si se toma demasiado se puede sufrir mucho: calambres vómitos, e incluso morir.
---Es como el beleño: puede ser bueno o malo —comentó Ayla.
—Eso suele ser cierto. Muchas veces las plantas más venenosas sirven para hacer las mejores y más fuertes medicinas, cuando se sabe hacer uso de ellas.
Cuando regresaban hacia el río, Ayla se detuvo señalando una hierba de flores púrpura-azuladas, de más o menos treinta centímetros de alto.
—Ahí hay algo de hisopo. La infusión es buena contra la tos y cuando se tiene catarro, ¿no es así?
—Si, y además proporciona un agradable sabor aromático a cualquier infusión. ¿Por qué no recoger un poco?
Ayla arrancó de raíz unas cuantas plantas y fue cortando las hojas mientras caminaba.
—Ayla —le dijo la mujer—, esas raíces sacan plantas nuevas todos los años. Si arrancas las raíces no habrá plantas aquí el próximo verano. Es mejor juntar sólo las hojas cuando no vas a hacer uso de las raíces.
—No se me había ocurrido —dijo Ayla, contrita—. No volveré a hacerlo.
—Inclusive si aprovechas las raíces, es mejor no arrancarlas todas de un mismo lugar. Deja siempre algunas para que sigan creciendo.
Dieron media vuelta hacia el río, y al llegar a un lugar pantanoso Iza señaló otra planta.
—Esto es ácoro; se parece un poco al iris pero no es igual. La raíz hervida sirve de lavado para calmar quemaduras, y cuando se mastican las raíces se alivia a veces el dolor de muelas, pero hay que tener cuidado al administrárselas a una mujer encinta. Algunas mujeres han perdido al bebé por beber el jugo, aunque nunca he tenido mucha suerte al dársela a una mujer con ese propósito. Puede ayudar a un estómago descompuesto, especialmente en casos de estreñimiento. Puedes ver la diferencia en esta planta —mostró Iza—: se llama bulbo y también la planta huele más fuerte.
Se detuvieron y descansaron a la sombra de un arce de hojas grandes que había junto al río. Ayla tomó una hoja, la enrolló corno cornucopia, dobló la base y puso debajo su pulgar antes de sacar un poco de agua fresca del río para beber. Se la llevó a Iza en el vaso improvisado, antes de arrojarlo.
—Ayla —dijo la mujer después de haber bebido—, deberías hacerlo que dice Broud ¿sabes? Es un hombre y tiene derecho a darte órdenes.
—Hago todo lo que me manda —respondió, a la defensiva.
—Pero no lo haces como deberías —dijo Iza meneando la cabeza—. Lo desafías, lo provocas. Ayla, algún día lo lamentarás. Broud será jefe alguna vez. Tienes que hacer lo que mandan los hombres, todos los hombres. Eres mujer y no te queda más remedio.
— ¿Por qué han de tener los hombres el derecho de mandar a las mujeres? ¿En qué son mejores? Ni siquiera pueden tener hijos —expresó con un gesto de amargura, pues se sentía sublevada.
-Así son las cosas. Siempre ha sido así en el Clan. Ahora tú eres del Clan, Ayla; eres mi hija. Tienes que portarte como cualquier muchacha del Clan.
Ayla bajó la cabeza sintiéndose culpable. Iza tenía razón, ella estaba provocando a Broud. ¿Qué habría sido de ella si no la hubiera encontrado Iza? ¿Si no la hubieran permitido quedarse? ¿Si Creb no la hubiera hecho del Clan?
Miró a la mujer, la única madre que recordaba. Iza había envejecido; estaba delgada y demacrada. La carne de sus otrora musculosos brazos colgaban de sus huesos, y sus cabellos morenos eran casi grises. Creb le había parecido tan viejo al principio, pero apenas había cambiado. Ahora Iza era quien parecía vieja, más vieja que Creb. Ayla se preocupaba por Iza, pero en cuanto decía algo, la mujer la hacia callarse.
—Tienes razón, Iza —dijo la muchacha—. No me he portado como debía con Broud. Me esforzaré más por complacerlo.
La niñita que llevaba Ayla empezó a agitarse. Abrió de repente los ojos muy grandes:
—Uba hambre —señaló, y se metió el regordete puño en la boca.
—Se está haciendo tarde y Uba tiene hambre —dijo Iza después de examinar el cielo—. Será mejor que emprendamos el camino de regreso.
“Ojalá tuviera fuerzas Iza para salir más frecuentemente conmigo —pensaba Ayla mientras regresaban rápidamente hacia la cueva—. Entonces pasaríamos más tiempo juntas, aprendo siempre mucho más cuando ella está conmigo.”
Aunque Ayla se esforzaba por cumplir su decisión de agradar a Broud, le costaba mucho. Se había acostumbrado a no hacerle caso, pues sabía que se volvería hacia otra de las mujeres o lo haría él mismo si ella no se apresuraba. Sus sombrías miradas no la asustaban se sentía a salvo de su ira. Dejó de provocarlo a propósito, pero su impertinencia también se había vuelto hábito. Lo había mirado demasiado tiempo en vez de bajar la mirada inclinando la cabeza, ignorándolo, en vez de correr a cumplir sus mandatos; se había vuelto automático.
Su desdén inconsciente lo ofendía más que sus intentos por fastidiarlo. Se daba cuenta de que no lo respetaba; no le había perdido el respeto, le había perdido el miedo.
Pronto se vería obligado el Clan a meterse de nuevo en la cueva a causa de los vientos fríos y las fuertes nevadas; Ayla odiaba ver que las hojas cambiaran de color aunque el brillante espectáculo otoñal siempre la cautivaba, y su rica cosecha de frutas y nueces tenía ocupadas a las mujeres. Poco tiempo le quedaba a Ayla para trepar a su retiro secreto durante el último ajetreo por guardar una reserva de la cosecha del otoño, pero el tiempo pasó tan rápidamente que no se percató de ello hasta que la temporada llegó a su fin.
Finalmente el ritmo se calmó y un buen día se colgó su canasto, tomó su palo de cavar y trepó una vez más a su calvero oculto, pensando recoger avellanas. En el momento en que llegó se quitó el canasto de la espalda y entró en su cuevita para buscar la honda. Había amueblado su casita de juguete con unos cuantos implementos que ella misma había confeccionado y una piel para dormir. Tomó una taza de madera de abedul de un trozo plano de madera montada en dos piedras grandes que también sostenía unos cuantos platos de concha, un cuchillo de sílex y algunas piedras que solía usar para romper nueces- Entonces sacó la honda del canasto de mimbre con tapa donde lo guardaba; después de haber tomado un trago del manantial, corrió por el arroyo en busca de cantos rodados.
Hizo unos cuantos tiros de práctica. “Vorn no da en el blanco tan a menudo como yo”, se dijo, complacida consigo misma cada vez que las piedras daban donde ella había apuntado. Al cabo de un rato se cansó del deporte hizo a un lado la honda y las últimas piedritas, y empozó a recoger las avellanas que había por el suelo junto a los densos arbustos viejos y retorcidos. Estaba pensando en lo maravillosa que en la vida. Uba estaba creciendo y prosperando, y su madre tenía mucho mejor aspecto. Los dolores y achaques de Creb estaban siempre aliviados durante los veranos cálidos, y a ella le encantaba vagar con él durante largos paseos a lo largo del río. Jugar con la honda era un deporte que le agradaba y en el que se había vuelto muy hábil. Era casi demasiado fácil dar en las piedras o el poste o las rumas que se fijaba como blancos, pero todavía había cierta excitación en el manejo del arma prohibida. Y más que nada, Broud había dejado de fastidiarla. No pensaba que nada pudiera echar a perder su felicidad mientras llenaba de avellanas su canastillo.
Hojas secas, rojizas y morenas eran atrapadas por los fríos vientos mientras se desprendían de los árboles, arrojadas hacia todos lados y finalmente depositadas suavemente en el suelo. Cubrían las nueces que todavía estaban tiradas al pie de los árboles que las habían hecho madurar. Los frutos que no habían sido recogidos para la reserva invernal colgaban, pesados y maduros, de las ramas desprovistas de hojas. Las estepas del este eran un mar dorado de granos, rizado por el viento del mismo modo que las olas orladas de espuma del agua gris al sur; y los últimos racimos de uvas redondas e hinchadas, reventando de jugo, pedían ser recolectadas.
Les hombres estaban, como siempre, reunidos para planificar una de las últimas cacerías de la estación. Habían estado discutiendo el recorrido desde temprano por la mañana, y Broud había sido enviado para que ordenara a una mujer llevarles agua de beber. Vio a Ayla sentada cerca de la abertura de la cueva con palitos y trozos de cuero a su alrededor: estaba armando marcos de los cuales colgarían racimos de uva para convertirse en fruta seca.
— ¡Ayla! ¡Trae agua! —ordenó Broud con un ademán, y se volvió.
La muchacha estaba sujetando un ángulo crítico, sosteniendo el marco sin terminar contra su cuerpo. Si se movía en ese momento, todo se desprendería y habría que volver a empezar. Vaciló, echó una mirada para ver si otra mujer andaba cerca y finalmente, soltando un suspiro de contrariedad, se levantó lentamente y se fue a buscar una amplia bolsa para agua.
El joven luchó por dominar la ira que le provocó al instante ver la renuencia con que lo obedecía, y luchando contra su enojo, buscó con la mirada otra mujer que respondiera a su mandato con mayor rapidez. De repente cambió de opinión, miró a Ayla que se ponía de pie y entrecerró los ojos. “¿Qué le da derecho a mostrarse tan insolente? ¿Acaso no soy un hombre? ¿No es obligación suya obedecerme? Brun nunca me ha ordenado que tolere tal falta de respeto —pensó—. No puede mandar que me echen la maldición mortal sólo porque le ordeno cumplir con su obligación. ¿Qué clase de jefe deja que una hembra lo desafíe?” Algo chasqueó dentro de Broud: “¡su imprudencia ha durado demasiado! No permitiré que esto continúe: ¡ha de obedecerme!”
Las ideas acudieron a su mente en una fracción de segundo, mientras daba los tres trancos que cubrían la distancia entre ellos. Mientras ella se ponía en pie el duro puño de él la tomó por sorpresa y la derribó. Ayla lanzó una mirada de asombro rápidamente sustituida por otra de ira. Miró a su alrededor y vio que Brun los miraba, pero en su rostro inexpresivo había algo que le aconsejó no esperar ayuda por ese lado. La ira en los ojos de Broud cambió su enojo en temor, había visto su mirada colérica y eso despertó el odio apasionado que le tenía ¡Cómo osaba desafiarle!
Rápidamente Ayla se apartó del camino del golpe siguiente. Corrió hacia la cueva en busca de la bolsa para agua. Broud salió tras ella con los puños apretados, luchando por mantener su furor dentro de límites aceptables. Echó una mirada hacia los hombres y vio el rostro impasible de Brun. No había en su expresión nada que indicara aprobación, pero tampoco rechazo. Broud observó mientras Ayla corría a la poza para llenar la bolsa y se echaba después la pesada vejiga a la espalda. No había pasado por alto su rápida respuesta ni la mirada de temor al ver que pensaba volver a golpearla. Eso facilitó un poco que controlara su ira, “he sido demasiado indulgente con ella”, se dijo.
Cuando Ayla pasaba cerca de Broud, inclinada bajo el peso de la bolsa llena de agua, le dio un empujón que por poco vuelve a derribarla, La ira enrojeció las mejillas de la muchacha; se enderezó, le lanzó una rápida mirada llena de odio y empezó a andar más despacio. El Clan entero estaba mirando ya. La muchacha miró a los hombres: la mirada dura de Brun la hizo correr más que los puños de Broud. Recorrió a todo correr la corta distancia, se arrodilló y empezó a echar agua en una taza, manteniendo la cabeza inclinada. Broud la siguió lentamente, temeroso en cuanto a la reacción de Brun.
—Crug estaba diciendo que ha visto la manada ir hacia el norte, Broud
—Indicó por gestos Brun mientras Broud se reunía con el grupo.
— ¡Todo estaba bien! Brun no estaba enfadado con él. “Claro que no ¿por qué iba a estarlo? Hice lo correcto. ¿Por qué iba a interesarse por un hombre que impone disciplina a la hembra que se lo tiene merecido?” El suspiro de alivio de Broud casi pudo oírse.
Cuando los hombres terminaron de beber, Ayla volvió a la cueva. La mayoría de la gente había reanudado sus ocupaciones, pero Creb seguía de pie en la entrada, mirándola.
— ¡Creb! Broud casi vuelve a pegarme —dijo con gestos, corriendo hacia él. Miró al viejo que amaba, pero la sonrisa de sus labios se apagó al ver en su rostro una mirada que nunca antes había visto.
—Sólo has cobrado tu merecido —señaló Creb con una mirada despectiva. Su mirada era dura; le dio la espalda y cojeó hasta su hogar. “¿Por qué estará Creb enojado conmigo?” pensó la muchacha.
Aquella misma tarde Ayla se acercó tímidamente al viejo mago y tendió los brazos para pasárselos alrededor del cuello, gesto que nunca había dejado de enternecerlo; pero él no respondió a la caricia, ni siquiera se molestó en sacudírsela. Siguió mirando a lo lejos, frío y distante. Ella retrocedió.
—No me molestes. Encuentra algo que hacer, muchacha. Mog-ur está meditando, no le queda tiempo para hembras insolentes —señaló con un gesto abrupto e impaciente.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, se sintió dolida y de repente un poco asustada ante el viejo mago. No era ya el Creb que ella conocía y amaba. Era el Mog-ur. Por vez primera desde que fue a vivir con el Clan, comprendió por qué todos se mantenían a distancia y sentían pavor del gran Mog-ur. & había apartado de ella. Con una mirada y pocos gestos mostraba su desaprobación y u rechazo más fuerte del que hubiera sentido jamás la muchacha. Ya no la quería. Habría querido abrazarlo, decirlo que lo amaba, pero estaba asustada. Llegó hasta ha, arrastrando los pies.
—. ¿Por qué está Creb tan enfadado conmigo? —preguntó por señas.
—Ya te lo había dicho, Ayla, tienes que hacer lo que manda Broud, hombre y tiene derecho a darte órdenes —dijo amablemente Iza.
— ¡Pero si hago todo lo que dice! Nunca le he desobedecido.
—Le muestras resistencia, Ayla. Lo desafías. Tú sabes que eres insolente. No te portas como se porta una muchacha bien criada. Eso se refleja sobre Creb y sobre mí. Creb tiene la impresión de que no te ha criado debidamente, de que te ha concedido demasiada libertad, de que te ha dejado hacer lo que querías, de modo que ahora crees que puedes hacer lo que te viene en gana con todo el mundo. Tampoco Brun está contento de ti, y Creb lo sabe. Corres sin parar, Ayla, los niños corren, no las muchachas que son tan altas como mujeres. Haces esos ruidos con tu garganta. No te mueves rápidamente cuando te mandan hacer algo. Todo el mundo te desaprueba, Ayla. Estas avergonzado a Creb.
—Yo no sabía que era tan mala, Iza —expresó Ayla por señas—. No quería ser mala. —Lo que pasa es que nunca habría pensado en ello.
—Pero tienes que pensar en ello. Eres demasiado alta para portarte como una chiquilla.
—Es que Broud ha sido siempre tan ruin conmigo, y aquella vez me golpeó tan fuerte...
—No hay diferencia alguna en que sea ruin o no, Ayla. Puede ser todo lo ruin que quieras; es su derecho: es un hombre. Puede pegarte siempre que se le antoje, y es tan fuerte como quiera. Algún día llegará a ser jefe, Ayla, tienes que obedecerle, debes hacer lo que él diga y cuando lo diga. No te queda otro remedio —explicó Iza. Miró el rostro afligido de la niña. “¿Por qué le resultará tan duro?”, se preguntó Iza sintió tristeza y simpatía por la muchacha que tropezaba con tanta dificultad para aceptar las cosas de la vida—. Es tarde, Ayla, ve a acostarte.
Ayla fue al lugar donde dormía pero pasó mucho tiempo antes de conciliar el sueño. Se revolvió y se agitó y durmió mal, cuando por fin el sueño se apoderó de ella. Despertó temprano, tomó su canasto y su palo de cavar y salió antes del desayuno. Quería estar sola para pensar. Trepé a su pradera secreta y tomó la honda pero no se sentía con ganas de practicar.
“Todo es por culpa de Broud —se decía—. ¿Por qué siempre fastidiándome? ¿Qué le he hecho? Nunca le he agradado. ¿Y qué si es hombre? ¿Qué hace mejores a los hombres? No me importa que llegue a ser jefe, no es tan grande. Ni siquiera es tan bueno con la honda como Zoug. Yo podría ser tan buena como él, soy ya mejor que Vorn. Falla muchas más veces que yo; y probablemente Broud también. Cuando estaba presumiendo delante de Vorn falló.”
Furiosamente, siguió lanzando piedras con la honda. Una de ellas rebotó en un matorral y sacó a un pequeño puercoespín de su agujero. Pocas veces se cazaban animalitos nocturnos. “Todos han hecho gran alharaca porque Vorn mató un puercoespín —recordó—, también yo podría si quisiera”. El animalito trepaba por una colina arenosa cerca del arroyo con las púas erizadas. Ayla metió una piedra en la bolsa de su honda de cuero, apuntó y lanzó la piedra. El lento puercoespín era un blanco fácil; cayó al suelo.
Ayla corrió hacia él, complacida consigo misma, pero al tocarlo se dio cuenta de que el animalito no estaba muerto, sólo atontado. Sintió que le latía el corazón y vio que la sangre corría de una herida en la cabeza; entonces sintió el impulso de llevar al animalito de regreso a la cueva para curarlo, como había hecho con tantas criaturas heridas. Ya no estaba contenta, experimentaba mucha pena. ¿Por qué lo he lastimado? No quería hacerle daño”, pensó. “No puedo llevármelo a la cueva: Iza se percataría inmediatamente de que ha sido golpeado con una piedra; ha visto demasiados animales muertos de una pedrada”
La muchachita miraba al animal herido. “Ni siquiera puedo cazar —si matara un animal no podría llevármelo de nuevo a la cueva. ¿De qué sirve practicar con la honda? Si Creb está enojado conmigo ahora, ¿qué haría si supiera? ¿Qué haría Brun? Se supone que no debo siquiera tocar un arma, no digamos usarla. ¿Me despacharía Brun? Ayla estaba abrumada por un sentimiento de culpabilidad y de temor. ¿Adónde iría? No puedo dejar a Iza, a Creb y Uba. ¿Quién se ocuparía de mí? “No quiero irme”, pensó, prorrumpiendo en llanto.
“He sido mala. ¡He sido tan mala, y Creb está tan enfadado conmigo! Lo quiero, no deseo que me odie. Oh ¿por qué está tan enfadado conmigo?” Las lágrimas corrían por el rostro desdichado de la niña. Se tendió en la tierra sollozando de pena. Cuando finalmente se quedó sin lágrimas, se sentó y se limpió la nariz con el dorso de la mano, mientras sus hombros se sacudían aún con sollozos renovados de vez en cuando. “No voy a volver a ser mala, nunca. ¡Oh, voy a ser tan buena! Haré todo lo que quien Broud, sea lo que sea. Y no volveré a tomar una honda.” Y para dar mayor fuerza a su convicción, arrojó la honda debajo de un matorral, corrió por su canasta y echó a correr monte abajo hacia cueva. Iza la había estado buscando y la vio regresar.
¿Dónde has estado? Has estado fuera toda la mañana y traes vacío el canasto.
—He estado pensando, madre —indicó Ayla por gestos, mirando a Iza con grave seriedad—. Tenías razón: he sido mala. No volveré a ser mala. Haré todo lo que me mande Broud. Y me portaré como es debido, no correré ni nada. ¿Crees que Creb volverá a quererme si soy muy, muy buena?
—Seguro que si, Ayla —respondió Iza, acariciándola suavemente. “Ha tenido de nuevo esa enfermedad, la que le llena los ojos de agua cuando cree que Creb no la quiere —pensó la mujer, viendo el rostro de Ayla lleno de chorretes y sus ojos hinchados y rojos. Le dolía el corazón de pena por la muchacha—. Le resulta más duro, su especie es diferente. Pero quizá ahora sea mejor”.