Capítulo 16
El Clan se reunió temprano fuera de la cueva. Soplaba un frío viento del este anunciando ráfagas más heladas aún, pero el cielo estaba claro y el sol mañanero brillante, justo por encima de la sierra, en contraste con los ánimos sombríos. Cada uno evitaba las miradas de los demás; los brazos colgaban a los lados, a falta de conversación, mientras todos iban a ocupar su lugar arrastrando los pies, para saber cuál sería el sino de la extraña muchacha que no les era ajena.
Uba podía sentir que su madre temblaba y su mano la apretaba tanto que le bacía daño. La niña sabía que era algo más que el viento lo que estremecía tan fuertemente a su madre. Creb estaba en pie en la abertura de la cueva. Nunca había parecido más imponente el gran mago, con su cara estropeada como de granito cincelado y su único ojo tan opaco como si fuera de piedra. A una seña que le hizo Brun, fue a la cueva, lenta, cansadamente, abrumado bajo un peso avasallador. Fue hasta su hogar y miró a la muchacha que estaba sentada sobre sus pieles, y con un esfuerzo supremo de voluntad, se obligó a acercársele.
—Ayla, Ayla —dijo dulcemente. La muchacha alzó la mirada—. Es la hora, tienes que venir. La muchacha tenía la mirada apagada, carente de entendimiento Ahora tienes que venir, Ayla, Brun espera —repitió Creb.
Ayla asintió y se puso penosamente en pie. Tenía las piernas tiesas por haberse quedado sentada tanto tiempo, pero apenas se dio cuenta. Siguió silenciosamente al viejo, contemplando el polvo pisoteado que todavía mostraba las huellas de los que habían seguido ese camino anteriormente la señal de un talón, la impresión de dedos, la silueta borrosa de un pie encerrado en una bolsa floja de cuero, el extremo redondo del cayado de Creb y el surco de la pierna tullida que arrastraba. Se detuvo al ver los pies de Brun, envueltos en sus protectores polvorientos, y se dejó caer al suelo. Al sentir un leve golpe en su hombro, se conminó a alzar la mirada hasta el rostro del jefe del Clan.
El impacto le devolvió la conciencia y despertó en ella un temor indefinible. Era familiar —frente baja y huidiza, cejas fuertes, nariz grande en forma de pico, barba entrecana—, pero la mirada orgullosa, severa y dura de los ojos del Jefe había desaparecido, sustituida por una compasión sincera y un pesar luminoso.
—Ayla —dijo en voz alta antes de proseguir con los gestos oficiales reservados para las ocasiones serias—, muchacha del Clan, las tradiciones son antiguas.
Hemos vívido con ellas por generaciones, casi desde que el Clan existe. No has nacido de nosotros pero eres de las nuestras, y debes vivir o morir según nuestras mismas costumbres. Mientras estuvimos en el norte, cazando mamut, se te vio emplear una honda, y ya habías cazado anteriormente con honda. Las mujeres del Clan no usan armas, es una de nuestras tradiciones. Así vive el Clan y no se puede cambiar.
Brun se inclinó hacia adelante y miró a los ojos azules llenos de espanto de la muchacha.
—Sé por qué has usado la honda, Ayla, aunque todavía no puedo entender por qué comenzaste. Brac no viviría de no haber sido por ti. —Se enderezó y con los gestos más formales, de manera que todos lo pudieran ver, agregó—. El jefe de este Clan agradece a la muchacha el haber salvado la vida del hijo de la compañera de su hijo.
Unas cuantas miradas se intercambiaron entre los miembros del Clan. Era una concesión que un hombre no solía hacer públicamente, y más raro aún que un jefe admitiera estar agradecido a una simple muchacha.
—Pero las tradiciones no tienen ese tipo de consideraciones —prosiguió. Hizo una seña a Mog-ur y el mago entró en la cueva—. No me queda más remedio, Ayla. Mog-ur está ahora colocando los huesos y diciendo en voz alta los nombres que no se pueden pronunciar, nombres que sólo conocen los Mog-urs. Cuando haya terminado, morirás. Ayla, muchacha del Clan, estás Maldita, Maldita de Muerte.
Ayla sintió que la sangre abandonaba su rostro. Iza chilló y siguió su lamento, quejándose por su hija perdida. El sonido se cortó de repente al alzar Brun la mano:
—No he terminado —indicó. En el silencio súbito, miradas de curiosidad a la expectativa se cruzaron entre los miembros del Clan. ¿Qué más tendría que decir Brun?
—Las tradiciones del Clan son claras, y yo, como jefe, debo seguir las costumbres. Una mujer que emplee un arma debe ser maldita de muerte, pero no hay costumbres que indiquen por cuánto tiempo. Ayla, estás Maldita do Muerte por toda una luna. Si, por la gracia de los espíritus, eres capaz de volver del otro mundo una vez que la luna haya concluido su ciclo y se encuentre en la misma fase que ahora, podrás volver a vivir con nosotros.
El grupo sufrió una conmoción: era inesperado.
—Eso es cierto —señaló Zoug—. Nada dice que la maldición sea permanente.
—Pero, ¿qué diferencia habrá? ¿Cómo puede alguien estar muerto por tanto tiempo y volver a vivir? Tal vez unos cuantos días, pero, ¿una luna entera? —cuestionó Droog.
—Si la maldición fuera por unos pocos días, no estoy seguro de que se cumpliría el castigo —dijo Goov—. Algunos Mog-urs consideran que el espíritu no llega nunca al otro mundo si la maldición es breve. Se queda merodeando en espera de que pase el tiempo para poder regresar. Si el espíritu se queda cerca, también se quedarán los malos. Es una maldición de muerte limitada, pero es tan prolongada que bien pudiera ser permanente. Eso satisface las costumbres.
—Entonces, ¿por qué no le ha echado la maldición y se acabó? —señalo Broud con ira—. No hay nada en las tradiciones acerca de maldiciones de muerte temporal por ese delito. Se supone que debe morir por ello, la maldición de muerte debería ser el final para ella.
— ¿Crees que no lo será, Broud? ¿De veras crees que podría regresar? —preguntó Goov.
—No creo nada. Sólo quiero saber por qué Brun no se ha limitado a echarle la maldición. ¿Acaso no es capaz de tomar una decisión? —Broud estaba con fundido por la pregunta directa. Había manifestado abiertamente la idea que todos habían ponderado privadamente.
¿Impondría Brun una maldición temporal de muerte si no creyera que podía haber una oportunidad, por remota que fuera, de que pudiera volver de entre los muertos?
Brun había luchado con el dilema la noche entera. Ayla había salvado la vida del niñito; no era justo que hubiera de morir por ello. El amaba al niño y estaba sinceramente agradecido, pero había algo más en todo aquello que sus sentimientos personales. Las tradiciones exigían que la muchacha muriera, pero también había otras costumbres: las de la obligación, las costumbres que imponían una vida por otra. Ella llevaba parte del espíritu de Brac; merecía, se le debía algo de igual valor: se le debía su propia vida.
Sólo al comenzar a clarear el alba había finalmente encontrado el camino. Algunas almas osadas habían vuelto después de una maldición temporal de muerte. Era una oportunidad lejana, casi no llegaba a ser una oportunidad, pero no podía ofrecer más, y era mejor que nada.
Súbitamente cayó un silencio de muerte: Mog-ur estaba en pie ante la abertura de la cueva, y parecía la muerte en persona, anciano y agotado. No era necesario que hiciera la seña: Mog-ur había cumplido con su deber, Ayla estaba muerta.
El alarido de Iza cortó el aire. Entonces comenzaron Oga y Ebra y después todas las mujeres se unieron a Iza, lamentándose por simpatía hacia ella. Ayla vio a la mujer que amaba derrumbase bajo el dolor, y corrió hacia ella para consolarla; pero justo cuando iba a rodear con sus brazos a la única madre que podía recordar, Iza le volvió la espalda, y se apartó para evitar el abrazo; era como si no la hubiera visto. La muchacha estaba confundida; miró interrogativamente a Ebra, pero ésta miró a través de ella. Fue hacia Aga y después hacia Ovra ninguna la veía. Cuando se acercaba, se daban vuelta ose apartaban. No deliberadamente para dejarla pasar sino como si hubieran pensado cambiar de sitio antes de que ella llegara. Corrió hacía Oga.
—Soy yo, soy Ayla. Estoy aquí, frente a ti. ¿No me ves? —señaló.
Los ojos de Oga se volvieron vidriosos. Se dio vuelta, alejándose sin responder, sin mostrar que la reconociera, como si Ayla fuera invisible.
Ayla vio que Creb se dirigía a Iza y corrió hacia él:
— ¡Creb! Soy Ayla, aquí estoy —señalaba frenéticamente. El viejo mago siguió su camino, apartándose apenas para evitar a la muchacha que se derrumbó a sus pies hecha un ovillo, como lo habría hecho de haber una roca inanimada en su camino—. ¡Creb! —gimió la muchacha—. ¿Por qué no puedes verme? —Se incorporó y corrió nuevamente hacia Iza.
— ¡Madre! ¡Madrrre! ¡Mírame! ¡MIRAME! —gesticuló delante de los ojos de la mujer. Iza volvió a gritar, lanzando un grito prolongado de duelo; agitó los brazos y se golpeó el pecho.
— ¡Mi hija, Mi Ayla! Ha muerto mi hija. Se ha ido. Mi pobre, pobre Ayla Ya no vive.
Ayla miró a Uba que abrazaba las piernas de su madre, llena de temor y confusión. Se arrodilló frente a la niña.
—Tú me ves ¿verdad, Uba? Estoy aquí. —Ayla vio que los ojos de la niña mostraban reconocerla, pero al instante siguiente Ebra se agachó, tomó a la niña y se la llevó.
— ¡Quiero ir con Ayla! —señalaba la niña tratando de bajarse.
—Ayla ha muerto, Uba. Se ha ido. Eso no es Ayla, es sólo su espíritu: tiene que encontrar su camino hacia el otro mundo. Si tratas de hablarle, si lo ves, el espíritu querrá llevarte consigo. Te traerá mala sueñe verlo; no lo mires No quieres tener mala suerte, ¿verdad, Uba?
Ayla se dejó caer al suelo; realmente no había sabido lo que significa una maldición de muerte y había imaginado todo tipo de horrores, pero la realidad era mucho peor.
Para el Clan, Ayla había dejado de existir. No era una farsa, no era una simulación para asustarla: no existía. Era un espíritu que resultaba visible por casualidad, que aún daba una semblanza de vida a su cuerpo, pero Ayla había muerto. La muerte era un cambio de estado para la gente del Clan, un viaje a otro plano de la existencia. La fuerza vital era un espíritu invisible, resultaba evidente. Una persona podía estar viva un instante y muerta al siguiente sin cambio aparente, excepto que lo que causaba movimiento y hálito y vida había desaparecido. La esencia que fue la verdadera Ayla había dejado de formar parte de su mundo; se había visto obligada a pasar al otro. No importaba que la parte física estuviera fría e inanimada o cálida y animada.
Sólo quedaba dar un paso más para creer que la esencia de la vida pudiera ser apartada. Si el cuerpo físico de Ayla no lo sabía aún, muy pronto se entera ría. Nadie creía realmente que regresaría algún día, ni siquiera Brun. El cuerpo de ella, la cáscara vacía, nunca podría ser nuevamente viable a menos que su espíritu fuera autorizado a regresar; y sin el espíritu vital, el cuerpo no podría comer ni beber, y pronto se deterioraría. Si se creía firmemente en semejante concepto, y si los seres amados no reconocían más la existencia de uno, ya no quedaba más existencia, ninguna razón para comer, beber o vivir.
Pero mientras el espíritu permaneciera cerca de la cueva, animando al cuerpo aun cuando ya formaba parte de él, las fuerzas que lo arrastraban también merodeaban cerca: podrían perjudicar a los que seguían viviendo, podrían intentar llevarse consigo otra vida. No era poco frecuente que el compañero y otra persona íntima de alguien a quien se hubiera maldecido a muerte fallecen poco después. Al Clan no le importaba que el espíritu se llevara consigo el cuerpo o dejara la cáscara inmóvil tras de sí, lo que deseaba era que el espíritu de Ayla se fuera, y pronto.
Ayla observaba a las personas que tan bien conocía y que estaban a su alrededor. Se apartaban llevando a cabo sus tareas rutinarias, pero existía cierta tensión. Iza y Creb entraron en la cueva; Ayla se puso en pie y los siguió. Nadie intentó detenerla, sólo Uba fue retenida lejos de ella. Se consideraba que los niños disfrutaban de protección adicional, pero nadie querría arriesgarse recogió todas las pertenencias de Ayla, incluyendo su lecho de pieles y el relleno de hierba seca que ocupaba el hueco del piso, y las llevó afuera; Creb la acompañó después de agacharse para recoger una rama ardiendo del fuego de la cueva. La mujer lo arrojó todo a un lugar junto a una hoguera sin encender que Ayla no había visto antes, y regresó corriendo a la cueva mientras Creb prendía el fuego; el mago hizo gestos silenciosos por encima de sus cosas y del fuego, gestos que en su mayoría eran desconocidos para la muchacha.
Con una consternación que crecía por instantes, Ayla vio cómo Creb echaba al fuego todas las cosas que habían sido de ella. No habría ceremonia funeraria en su honor. Eso formaba parte del castigo, parte de la maldición. Pero había que destruir todo recuerdo de ella, no debía quedar nada que pudiera retenerla allí. Ella vio cómo su palo de cavar empezaba a arder, después su canasto, el relleno de hierba seca, ropa; todo fue arrojado al fuego. Vio que le temblaban las manos a Creb al agarrar su manto de pieles. Lo apretó un instante contra su pecho, y lo arrojó después a las llamas.
— ¡Creb, yo te quiero! —señaló la muchacha. El no pareció verla. Con un entendimiento de horror profundo, lo vio recoger su bolsa de medicinas, la que Iza le había hecho justo antes de la malhadada cacería de mamut, y tirarla también al fuego.
— ¡No Creb, no! Mi bolsa de medicinas no —rogó; pero era demasiado tarde; ya había prendido fuego.
Ayla no pudo soportarlo más. Echó a correr ciegamente cuesta abajo y hacia el bosque, sollozando de dolor y desolación. No se daba cuenta de la dirección que había tomado ni le importaba. Había ramas que le cerraban el paso, pero seguía avanzando aunque le arañaban brazos y piernas. Atravesó agua helada pero no se fijó en que tenía los pies empapados ni en que comenzaban a entumecérsele hasta que tropezó con un tronco muerto y cayó cuan larga era. Quedó tendida sobre la tierra fría y húmeda, deseando que la muerte se apurara y la aliviara de su aflicción. No le quedaba nada: ni familia, ni Clan ni razón para seguir viviendo. Estaba muerta. Ellos decían que estaba muerta.
La muchacha estaba a punto de ver realizado su deseo. Perdida en su mundo privado de temor y desdicha, no había comido ni bebido desde su regreso, hacia más de dos días. No llevaba ropa caliente, los pies le dolían de frío. Estaba débil y deshidratada, y era una perfecta candidata a morir por su exposición a la intemperie. Pero dentro de ella había algo más fuerte que su deseo de morir, lo mismo que la había mantenido en movimiento mucho antes, cuando un terremoto devastador había dejado a la niña de cinco años privada de amor, familia y seguridad. Una voluntad indomable de vivir, un instinto de supervivencia empecinado que no le permitiría abandonarse mientras respirara, mientras le quedara vida para continuar.
La caída la había repuesto un poco del cansancio; sangrando de los arañazos y tiritando de frío, se sentó. Su rostro había dado contra un montón de hojas secas, y se lamió los labios, pues su lengua buscaba humedad; tenía sed.
No podía recordar cuándo había tenido tanta sed en toda su vida. El gorgoteo del agua próxima la hizo incorporase. Después de beber prolongada y satisfactoriamente, siguió caminando. Tiritaba tanto que los dientes le castañeteaban, Y le dolía caminar con sus pies fríos y doloridos. Estaba mareada y confusa. Su actividad la hizo entrar un poco en calor, pero la temperatura de su cuerpo había bajado tanto que ya comenzaba a sentir sus efectos.
No sabia con seguridad dónde se encontraba, no había pensado en un destino determinado, pero sus pies la llevaron por un trayecto que había recorrido muchas veces anteriormente y que se había fijado en su cerebro a fuerza de repetirlo. El tiempo no significaba nada para ella, no sabía cuánto rato llevaba caminando. Trepó a lo largo de la base de una muralla empinada más allá de una cascada nebulosa y empezó a tener conciencia de que la zona le parecía familiar. Saliendo de un bosque ralo de coníferas mezcladas con sauce y abedul enanos se encontró en su alto prado secreto.
Se preguntó cuánto tiempo hacia que no visitaba el lugar. Pocas veces había vuelto desde que empezó a cazar, menos cuando estuvo practicando la técnica de las dos piedras. Siempre había sido un lugar de prácticas, no de caza ¿Había estado allí siquiera una vez en todo el verano? No podía recordar, Apartando las densas y enmarañadas ramas que la ocultaban a pesar de no tener hojas, Ayla entró en su pequeña cueva.
Le pareció más pequeña de lo que recordaba. Ahí están las viejas pieles para dormir, se dijo, recordando cuando las había traído, tanto tiempo atrás. Algunas ardillas listadas habían hecho su nido en ellas, pero cuando las sacó para sacudirlas, comprobó que no estaban demasiado estropeadas: sólo un poco tiesas, por viejas, pero la cueva seca las había conservado. Se envolvió en ellas, agradeciendo su calor, y volvió a entrar en la cueva.
Había una pieza de cuero, una vieja capa que había llevado a la cueva para hacerse un jergón rellenándola de hierbas por debajo. “Me pregunto si seguirá aquí aquel cuchillo —se dijo—. El estante se ha caído, pero debería estar por aquí cerca. . . ¡aquí está!” Ayla sacó la hoja de sílex de entre la tierra, la limpió y empezó a cortar la vieja capa de cuero. Se quitó los protectores mojados que llevaba en los pies y pasó las correas por orificios abiertos en los círculos que había cortado, después se puso éstos en los pies rellenándolos con hierba seca que había encontrado debajo del cuero, y tendió los mojados para que se secaran. Entonces empezó a hacer su inventario.
Necesito un fuego —pensó—, la hierba seca servirá para que prenda. —La amontonó junto a una pared—. El estante está seco, lo puedo hacer astillas para el fuego también; y como base para encenderlo, si encuentro un palo para la fricción. Ahí está mi taza de corteza de abedul; también podría quemarla, no, me servirá para el agua. Esta canasta está hecha trizas —pensó, mirándola—, pero ¿qué hay adentro? ¡Mi vieja honda! No recordaba haberla dejado aquí, sin duda hice una nueva. —Alzó la honda—: Es demasiado pequeña, y los ratones acabaron con ella; necesitaré otra. — Se detuvo y se quedó contemplando el trozo de cuero que tenía entre las manos.
“He sido maldita. Por esto he sido maldita. Estoy muerta. ¿Cómo puedo estar pensando en fuegos y hondas? Estoy muerta. Pero no me siento muerta, siento hambre y frío, Un muerto, ¿acaso puede sentir hambre y frío? ¿Que se siente estando muerto? ¿Estará mi espíritu en el otro mundo? Ni siquiera Se dónde está mi espíritu. Nunca he visto un espíritu. Creb dice que nadie puede ver a los espíritus, pero que se les puede hablar. ¿Por qué no podía verme Creb? ¿Por qué no me podía ver nadie? Debo de estar muerta. Entonces ¿por que estoy pensando en fuegos y en hondas? ¡Por qué tengo hambre!.
“¿Debería usar una honda para conseguir algo de comer? ¿Y por que no? Ya tengo la maldición encima, ¿qué más podrían hacerme? Pero ésta no sirve, demasiado tiempo aquí; lo que necesito es piel suave, un cuero delgado y flexible. Miró a su alrededor en la cueva—. Ni siquiera puedo matar un animal para hacerme una honda, si no tengo honda. ¿Dónde podría encontrar cuero? —Después de darle muchas vueltas al asunto en la cabeza, se sentó en el suelo, desesperada.
Miró las manos que tenía sobre el regazo y de repente se percató de dónde las tenía apoyadas: ¡el manto! “El manto es suave y flexible. Puedo cortarle un trozo”.”Se alegró y empezó a buscar por la cueva; nuevamente entusiasmada.”
“Aquí está mi viejo palo de cavar; no recuerdo haber dejado ninguno aquí. Y al trastos. Eso mismo, traje unas cuantas conchas. Tengo hambre, ojalá hubiera algo de comer por acá. ¡Espera! ¡Eso es! Este año no he recogido avellanas: tienen que estar caídas por el suelo.”
Todavía no se había dado cuenta Ayla de que ya había vuelto a vivir. Recogió las avellanas, las llevó a la cueva y comió todas las que su estómago, encogido por falta de alimentos, pudo retener. Entonces se quitó las pieles viejas y cortó un trozo para hacerse una honda. La tira no iba a tener el bolso hundido para retener las piedras, pero creía que de todos modos serviría.
Nunca había cazado anteriormente animales para comer, y el conejo era rápido pero no lo suficiente. Creyó recordar haber pasado junto a fina presa de castores; derribó al animal acuático precisamente cuando iba a zambullirse. Al regresar a la cueva divisó una piedra pequeña, gris y gredosa junto al arroyo. “¡Eso es sílex! ¡Sé que es sílex!” Recogió el nódulo y se lo llevó también. Metió conejo y castor en la cueva y salió otra vez en busca de leña y de una piedra para martillar.
“Necesito un palo para hacer fuego —se dijo—, tiene que ser bueno y seco; esta madera está algo húmeda. —Vio su viejo palo de cavar—. Con eso se puede hacer”, se dijo. Era algo difícil iniciar un fuego sin ayuda: estaba acostumbrada a alternar la presión hacia abajo, girando, con otra mujer para que no parara de dar vueltas, Después de un esfuerzo y concentración intensos, un trocito ardiente de la plataforma del fuego cayó en un montón de leña seca. Soplando cuidadosamente, se vio recompensada por llamitas que subían; agregó las astillas una por una y después trozos más grandes del viejo estante, Cuando el fuego quedó firmemente prendido, colocó encima trozos de madera más grandes que había estado recogiendo, y un fuego alegre calentó la pequeña cueva.
“Voy a tener que hacerme una olla para cocinar —pensó mientras ensartaba el conejo desollado en el asador y le ponía encima la cola del castor para añadir su sabrosa grasa a la carne magra—. Necesitaré otro palo de cavar y un canasto, Creb quemó el mío; lo quemó todo, hasta mi bolsa de medicinas. ¿Por qué tenia que quemar mi bolsa de medicinas? —Se le llenaron los ojos de lágrimas que muy pronto corrieron por sus mejillas—. Iza dijo que yo había muerto; le supliqué que me mirara pero sólo decía que yo había muerto. ¿Por qué no podía verme? Si yo estaba allí de pie, delante de ella. —La muchacha lloró un poco Y después acabó por sentarse y secarse las lágrimas—. Voy a hacerme otro palo de cavar, necesitare un hacha de mano”, se dijo con firmeza.
Mientras el conejo se asaba, talló a golpes un hacha de mano de la manera que le había visto hacer a Droog, y con ella se recortó una rama verde para hacer un palo de cavar. Después recogió más leña y la depositó en la cueva.
Esperaba con impaciencia que la carne estuviera guisada: de sólo olerla se le hacía la boca agua, y su estómago vacío gruñía. Estaba segura de que nada le había parecido tan sabroso, cuando mordió el primer bocado.
Había oscurecido para cuando terminó, y Ayla se alegró de tener fuego Lo juntó bien para que no se apagara y se acostó envuelta en las viejas pieles pero el sueño se negó a venir. Se quedó mirando las llamas mientras los espantosos sucesos del día pasaban por su mente en su horrenda procesión, sin darse cuenta de que le corrían las lágrimas. Estaba asustada pero, más que nada, esta solitaria. No había pasado una noche sola desde que Iza la recogió. Por fin el agotamiento le cerró los ojos, pero su sueño fue perturbado por pesadillas. Llamaba a Iza y llamaba a otra mujer en un lenguaje que casi había olvidado. Pero no había nadie para consolar a la muchacha desesperada, enferma de soledad.
Los días de Ayla transcurrían en una actividad constante para asegurar la supervivencia. No era ya la criatura inexperta e ignorante que había sido a los cinco años. Durante los años pasados con el Clan, había tenido que trabajar duro, pero al hacerlo había aprendido. Tejió canastos muy cerrados, impermeables, para llevar agua y cocinar, y se hizo un nuevo canasto para recolectar. Curtió las pieles de los animales que cazaba y forró con piel de conejo el interior de los protectores que usaba para los pies, polainas envueltas y atadas con cuerda, y protectores para las manos parecidos a los de los pies; una pieza circular que se ataba alrededor de la muñeca formando una bolsa, pero con ranuras cortadas en la palma para sacar el pulgar. Hizo herramientas con sílex y recogió hierba seca para que su cama fuera más muelle.
Las hierbas del prado también le suministraban alimento. Estaban altísimas, cargadas de semillas y granos. En la zona inmediata también había nueces, bayas de arándano, gayubas, manzanillas duras, tubérculos feculentos y helechos comestibles. Le agradó hallar astrágalos, en la variedad no venenosa de la planta cuyas vainas verdes encerraban hileras de verdura redondita, e inclusive recogió las diminutas semillas duras del quenopodio blanco para molerla y agregarlas a los granos que cocía para hacer gachas. Su entorno cubría sus necesidades
Poco después de llegar reconoció que necesitaba otro manto de piel. El invierno no había lanzado aún lo peor que tema en reserva, pero hacía frío, y Ayla sabía que la nieve no tardaría en caer. Pensó primero en una piel de lince; el lince encerraba para ella un significado especial; pero su carne sería incompatible, al menos para ella, y el alimento resultaba tan importante como la piel. No le costaba mucho cubrir sus necesidades inmediatas mientras podía cazar, pero tenía que almacenar para cuando la nieve no le permitiera salir de la cueva- Ahora, el alimento era su razón de cazar.
Odiaba la idea de matar a una de las dulces y tímidas criaturas que hablan compartido por tanto tiempo su retiro, y no estaba segura de poder matar un venado con la honda. La sorprendió ver que todavía ocupaban el alto prado al ver la pequeña manada, pero comprendió que debía aprovechar la oportunidad antes de que los animales bajaran a zonas menos elevadas. Una piedra lanzada con fuerza desde cerca derribó una hembra, y un fuerte estacazo acabó con ella.
La piel era gruesa y suave —la naturaleza había preparado al animal para el invierno frío—, y el asado de venado fue una cena muy buena. Cuando el olor a carne fresca atrajo a un glotón de mal genio, una rápida piedra lo mató y le recordó el primer animal que había derribado: un glotón que había estado robándole al Clan. “Los glotones sirven para algo”, le dijo a Oba en aquella oportunidad la respiración helada no se congelaba en la piel de un glotón; con sus pieles se hacían siempre las mejores capuchas. “Esta vez me haré una capucha con su piel”, se dijo, arrastrando al animal muerto hacia la cueva.
Encendió fuegos formando un círculo alrededor de su tendedero de carne evitando así que otros carnívoros se acercaran y acelerando al mismo tiempo el proceso de secado; además de que le agradaba el sabor que el humo le daba a la carne. Abrió un hoyo en el fondo de la cueva, poco hondo puesto que la capa de tierra no era profunda en la parte posterior de la grieta del monte, y lo forró con piedras del río. Una vez almacenada la carne, cubrió el escondite con piedras pesadas.
Su piel nueva, curtida mientras se secaba la carne, tenía olor a humo también, pero era caliente, y junto con la vieja, le proporcionaba un lecho confortable. La cierva le proporcionó también una bolsa para el agua, una vez que el estómago impermeable estuvo bien lavado, y tendones para hacer cuerdas así como grasa de la giba que tenía encima de la cola, que es donde el animal guardaba su reserva para el invierno. Se preocupaba todos los días esperando la nieve, mientras se secaba la carne, y dormía afuera, dentro de su círculo e hogueras, para mantener éstas encendidas. Una vez que lo tuvo todo guardado, se sintió mucho más tranquila y segura.
Cuando un cielo pesadamente encapotado ocultó la luna, empezó a preocuparse por el paso del tiempo. Recordaba exactamente lo que había dicho Brun: “Si, por la gracia de los espíritus, eres capaz de volver del otro mundo una vez que la luna haya concluido su ciclo y se encuentre en la misma fase que ahora, podrás volver a vivir con nosotros”. Ella no sabía si estaba en el “otro mundo”, pero más que nada, lo que deseaba era regresar. No estaba segura de poder, no sabía si la verían cuando se presentara, pero Brun dijo que podía, y ella se aferraba a las palabras de él. Sólo que, ¿cómo iba a saber cuándo podía volver si las nubes ocultaban la luna?
Recordó una vez, mucho antes, que Creb le había mostrado cómo hacer muescas en un palo. Comprendió que la colección de palos mellados que guardaba en un sitio del hogar — fuera de límites para los demás miembros de éste— eran las cuentas del tiempo entre sucesos importantes. Una vez, por curiosidad, trató de llevar la cuenta de algo, igual que él, y puesto que la luna seguía ciclos que se repetían, pensó que sería divertido ver cuántas muescas harían falta para completar un ciclo. Cuando lo descubrió Creb, la riñó severamente. La reprimenda fortaleció el recuerdo de la ocasión además de advertirla de que no deberla volver a hacerlo. Se preocupó un día entero acerca de cómo iba a saber cuándo regresar a la cueva, antes de recordar aquello, y decidió que marcaría cada noche. No importaba lo mucho que se esforzara por retenerlas: se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que hacía una muesca.
Se le llenaban muy a menudo los ojos de lágrimas. Cositas insignificantes provocaban el recuerdo de amor y calor. Un conejo asustado que brincara a través del camino le recordaba sus largos paseos con Creb. Amaba su viejo rostro áspero, tuerto y lleno de cicatrices. Pensar en él la hacía llorar. Ver una planta que había cortado para Iza provocaba sus sollozos al recordar cómo la mujer explicaba sus usos; y su llanto aumentaba al recordar a Creb quemando su bolsa de medicina. Lo peor de todo era la noche.
Se había acostumbrado a andar sola todo el día por sus años pasados en busca de plantas o cazando por el campo, pero nunca había estado separada de la gente, de noche. Sentada sola en su cuevita contemplando el fuego y su reflejo rojizo que danzaba sobre la muralla, lloraba anhelando la compañía de los seres amados. En ciertos aspectos, a quien más echaba de menos era a Uba. Con frecuencia abrazaba sus pieles y las mecía canturreando suavemente para si como tantas veces había hecho con Uba. Su ámbito satisfacía sus necesidades materiales pero no las humanas.
La primen nieve cayó silenciosamente durante una noche. Ayla exclamó con deleite al salir de la cueva por la mañana. Un blancor prístino suavizaba los contornos del paisaje familiar, creando un mundo de ensueño de formas fantásticas y plantas míticas. Los arbustos tenían altos sombreros de nieve suave, las coníferas estaban vestidas con nuevas prendas blancas de gala, y las ramas deshojadas estaban cubiertas de mantos brillantes que las destacaban nítidamente sobre el profundo azul del cielo. Ayla miró sus huellas que estropeaban la capa perfecta y suave de blanco luciente, y echó a correr por la blanca nevada, cruzando sus pasos una y otra vez para formar un diseño complejo cuyo plan original se perdió al ejecutarlo. Empezó a seguir las huellas de un animalito, y de repente cambió de opinión y trepó al estrecho saliente del crestón rocoso que el viento no había permitido cubrir a la nieve.
Toda la sierra que avanzaba tras ella en una serie de picos mayestáticos estaba cubierta de blanco matizado de azul. Chispeaba el sol como una joya luminosa gigantesca. La vista que se extendía ante ella mostraba hasta dónde se había extendido la nevada. El mar verde azulado, agitado con la espuma del oleaje, se recogía en la grieta abierta entre colinas nevadas, pero la estepa del este seguía sin cubrir. Ayla vio diminutas figurillas escabullirse a través de la extensión blanca a sus pies, y una de las figuras parecía arrastrarse lentamente cojeando. De repente la magia abandonó el paisaje nevado, y la muchacha abandonó su atalaya.
La segunda nevada careció de magia. La temperatura bajó bruscamente. Tan pronto como dejaba Ayla la cueva, feroces vientos le clavaban afiladas agujas en la piel de su rostro, congelándoselo. La tormenta duró cuatro días amontonando tanta nieve contra la muralla que casi bloqueó la entrada de la cueva. Ayla se abrió un túnel para salir, haciendo uso de las manos y de un hueso plano de la cadera del venado que había matado, y se pasó el día recogiendo leña. Con secar la carne se había consumido la reserva de la leña que habla alrededor, y avanzar a duras penas por la nieve la dejó exhausta. Estaba segura que tenía suficiente comida pero no había mostrado un cuidado igual en cuanto a amontonar madera. No estaba segura de que le bastaría, y si nevaba mucho más, su cueva podría quedar enterrada tan profundamente que le resultara imposible salir.
Por primera vez desde que se encontró sola en su cuevita, temió por su vida. La altitud del prado era tan grande... si se encontraba atrapada allí, no podría durar el invierno entero. No había tenido tiempo para prepararse pensando en la totalidad de la estación fría. Aquella tarde Ayla regresó a su cueva prometiéndose recoger más leña al día siguiente.
Por la mañana, otra tormenta de nieve estaba aullando furiosamente, y la entrada de la cueva quedó totalmente bloqueada. La muchacha se sintió encerrada, atrapada, asustada. Se preguntó cuánta profundidad tendría la nieve que la cubría: encontró una rama larga y la metió a través de las ramas del matorral de avellano, con lo que entró nieve en la cueva. Sintió que entraba aire miró comprobando que la nieve caía horizontalmente, empujada por el viento; dejó la rama en el agujero y regresó junto al fuego.
Fue una suerte que pensara medir la altura del amontonamiento de nieve en la entrada porque el orificio, que la rama mantenía abierto, permitía entrar aire fresco en el corto espacio que ella ocupaba; el fuego necesitaba oxigeno y ella también. Sin aquel orificio, podría haberse quedado dormida y no despertaría más; habría corrido un mayor peligro del que suponía.
Descubrió que no necesitaba un fuego muy grande para mantener caliente la cueva. La nieve, que encerraba minúsculas bolsas de aire entre sus cristales helados, era un buen aislante; el calor de su Cuerpo casi habría bastado para mantener caliente el pequeño espacio. Pero necesitaba agua; el fuego resulta más importante para derretir la nieve que para mantener el calor.
Sola en la cavernita, sin más iluminación que el diminuto fuego, se quedaba mirándolo; era caliente y se movía sin parar, de modo que encerrada como sepultada, en su mundo, le pareció que cobraba vida propia. Lo miraba devorar cada astilla, dejando sólo por residuo un poco de ceniza. ¿Tendría también su espíritu el fuego? —se preguntaba.—. ¿Adónde va el espíritu del fuego cuando éste se apaga? Creb dice que cuando muere una persona, su espíritu pasa al otro mundo. ¿Estaré yo en el otro mundo? No se siente mucha diferencia; sólo que éste es más solitario y nada más. ¿Tal vez mi espíritu esté en otra parte? ¿Cómo saberlo? Pero no me da esa impresión. Bueno, quizá. Creo que mi espíritu está con Creb, Iza y Uba. Pero estoy maldita, debo de estar muerta”
“Sabiendo que iba a sufrir la maldición ¿por qué me daría una señal mi tótem? Creí que me estaría probando; tal vez esto sea otra prueba. Tal vez haya ido él al mundo de los espíritus en mi lugar. Tal vez sea él quien está combatiendo a los malos espíritus; podría hacerlo mejor que yo. Tal vez me haya enviado aquí a esperar. ¿Podría estar protegiéndome? Pero si no estoy muerta, ¿cómo estoy? Estoy sola, eso es lo que me pasa; ojalá no estuviera tan sola.”
‘El fuego tiene nuevamente hambre y quiere de comer. Creo que yo también voy a comer algo. —Ayla tomó otro leño de su reserva que menguaba rápidamente y se lo echó a las llamas, y después fue a ver su paso de aire—. Está oscureciendo —pensó—, será mejor que marque mi palo. ¿Irá a soplar esa tormenta el invierno entero? —Tomó su palo mellado, hizo una marca y ajustó sus dedos sobre todas las marcas, primero una mano, después la otra, nuevamente la primera y continuó hasta haber cubierto todas las marcas—. Ayer fue mi último día; ahora puedo volver pero ¿cómo salir con esa tormenta?” Comprobó nuevamente su paso de aire; apenas podía ver la nieve que seguía cayendo lateralmente en la oscuridad creciente. Meneó la cabeza y regresó junto al fuego.
Al día siguiente cuando despertó, lo primero que hizo fue comprobar de nuevo su paso de aire, pero el ventarrón seguía soplando furiosamente. ¿No se detendría nunca? “No puedo seguir así siempre ¿no es cierto? Yo quiero regresar. ¿Y si Brun hubiera hecho permanente mi maldición? ¿Y si nunca pudiera aunque cesara la tormenta? Si ahora no estoy muerta moriría entonces, de seguro. No habría tiempo suficiente. Apenas he podido durar toda una luna; no podría lograrlo el invierno entero. Me pregunto por qué haría Brun que fuera una maldición limitada de muerte. No me lo esperaba. ¿Podría haber regresado realmente si hubiera ido yo al mundo de los espíritus y no mi tótem? ¿Cómo es que no fue mi espíritu? Tal vez mi tótem haya estado protegiendo aquí cuerpo mientras mi espíritu está lejos: ¡Yo qué sé! No lo sé y eso es todo. Sólo que si Brun no hubiera hecho temporal la maldición, no habría quedado la menor oportunidad para mi.”
“¿Una oportunidad? ¿Querría Brun darme una oportunidad?” Con una percepción repentina, todo se ajustó con una nueva profundidad que revelaba su madurez alcanzada. “Creo que Brun lo decía sinceramente cuando me dio las gracias por haber salvado la vida de Brac. Tenía que maldecirme porque es la ley del Clan, aunque no quisiera, pero si quiso darme una oportunidad. No sé si estoy muerta. Cuando uno está muerto, ¿come o duerme o respira?” Se estremeció con un escalofrío que no era casado por la temperatura. “Creo que la mayoría de la gente no quiere, y ya sé por qué.”
“Entonces, ¿qué me decidió a seguir viviendo? ¡Habría sido tan fácil morir si me hubiera quedado tendida donde caí al salir corriendo de la cueva! Si Brun no me hubiera dicho que podría regresar ¿me habría vuelto a levantar? De no saber que había una posibilidad, ¿habría seguido esforzándome? Brun dijo: por la gracia de los espíritus. . ¿Qué espíritus? ¿El mío?, ¿el de mi tótem? ¿Importa acaso? Algo me ha hecho desear seguir viviendo; tal vez fuera mi tótem que me protegía y tal vez fue simplemente que yo sabía tener una oportunidad. Tal vez ambas cosas. Si, creo que eso fue.”
Ayla tardó un rato en captar que estaba despierta, y tuvo que tocarse los ojos para saber que estaban abiertos. Ahogó un chillido en la negrura sofocante de la cueva. ¡Estoy muerta! ¡Brun me echó la maldición y ahora estoy muerta! Nunca podré salir de aquí ni regresar a la cueva; es demasiado tarde. Los malos espíritus me han engañado; me han dejado creer que estaba viva, a salvo en mi cueva; pero estoy muerta. Se enfurecieron al ver que no iba con ellos siguiendo el río, de modo que me castigaron. Me hicieron creer que estaba viva y en realidad estuve muerta todo el tiempo.” La muchacha temblaba de miedo, arrebujada en sus pieles y sin atreverse a hacer un movimiento.
La muchacha había dormido mal; despertaba a cada momento y recordaba sueños pavorosos de horrendos espíritus malignos y terremotos, y linces que atacaban y se convertían en leones cavernarios, y nieve, nieve sin fin. La cueva tenía un olor húmedo, desagradable, peculiar, pero el olfato fue lo primero que le hizo percatarse de que sus sentidos estaban funcionando aunque no la vista. Lo segundo fue cuando, presa de pánico, dio un brinco y se golpeo la cabeza con la muralla rocosa.
—¿Dónde está mi palo? —preguntaba por señas en la oscuridad. Es de noche y tengo que marcar mi palo.
Gateó en la oscuridad buscando su palo como si fuera lo más importante de su vida. “Se supone que lo marco de noche, pero ¿cómo puedo marcarlo si no lo encuentro? ¿Lo habré marcado ya? ¿Cómo voy a saber si puedo regresar a casa si no encuentro mi palo? No, eso no está bien.” Sacudió su cabeza tratando de aclarar sus ideas: “Puedo regresar a casa, ya ha transcurrido el tiempo, pero estoy muerta, y la nieve no quiere parar: va a seguir y seguir y seguir nevando. El palo; el otro palo; tengo que ver la nieve. ¿Cómo voy a ver la nieve en la oscuridad?”
Arrastrándose por la cueva, tropezando con las cosas, llegó a la abertura y vio un oscuro y pálido resplandor por arriba. “Mi palo, tiene que estar ahí arriba” trepó por el matorral que penetraba un poco en la cueva, encontró el extremo de la larga rama y la empujó. Le cayó nieve encima mientras la rama avanzaba entre la nieve y abría el paso de aire. Una bocanada de aire fresco la saludó junto con un tramo de cielo de brillante azul. La tormenta había cedido finalmente y al dejar de soplar el viento, la última nieve había taponado el agujero. El aire fresco y frío le aclaró las ideas. ¡Ha terminado! ¡Ha dejado de nevar! ¡Por fin ha dejado de nevar! Puedo volver a casa. Pero, “¿cómo voy a salir de aquí?” Revolvió con la rama tratando de ensanchar el orificio. Se aflojó una amplia porción, cayó por la boca de la cueva y se despanzurró en el suelo, cubriendo a la joven de nieve húmeda y fría. “Tengo que pensarlo muy bien.” Bajó de nuevo y sonrió al ver cómo entraba la luz a raudales por la abertura ensanchada. Estaba excitada, ansiosa por marcharse, pero se forzó a sentarse y pensarlo todo muy bien.
“Ojalá no se hubiera apagado el fuego, habría querido beber té. Pero creo que hay algo de agua en la vejiga. Sí, bueno —pensó, y bebió—. No podré cocinar nada para comer, pero una comida menos no me hará mucho daño. De todos modos, puedo comer algo de carne de venado seca. No hay necesidad de cocinarla. —Volvió rápidamente a la entrada de la cueva para asegurarse de que el cielo seguía azul. Ahora bien ¿qué voy a llevarme? No tengo que preocuparme por la comida, hay mucha en reserva, especialmente desde la cacería del mamut”
De repente todo volvió a ella; la cacería del mamut, la muerte de la hiena y la maldición de muerte. “¿Me aceptarán realmente otra vez? ¿Y sino? ¿Adónde iré? Pero Brun dijo que podría volver, lo dijo.” Ayla se aferraba a esa idea.
“Bueno, no me llevaré la honda, eso sí que no. ¿Y mi canasto? Creb quemó el mío; entonces haré otro nuevo. Mi ropa; me llevaré toda la ropa, la llevaré puesta y quizás algunas herramientas.” Ayla reunió todas las cosas que pensaba llevarse y empezó a vestirse. Se puso el forro de piel de conejo y sus dos partes de protectores para los pies, envolvió sus piernas en polainas de piel de conejo, metió sus herramientas en el manto y ató firmemente sus pieles contra su cuerpo. Se cubrió con la capucha de piel de glotón y los protectores de manos, y avanzó hacia el orificio. Volviéndose, echó una mirada a la cueva que había sido su hogar durante la luna pasada, retiró entonces los protectores de sus manos y volvió sobre sus pasos.
No sabia por qué era importante dejar la cuevita en orden, pero eso le daba una sensación de algo completo, como apartarla ahora que había terminado
Ayla tenía un sentido inherente del orden, fortalecido por Iza, ya que ésta debía conservar un ordenamiento sistemático de su depósito de medicinas. Rápidamente lo ordenó todo limpiamente, volvió a ponerse los protectores de las manos y se dirigió decididamente hacia la entrada bloqueada por la nieve. Iba a salir; Ayla no sabía cómo, pero iba a regresar a la cueva del Clan.
“Será mejor que salga por la parte de arriba del agujero, porque no podré abrirme un túnel a través de tanta nieve”, pensó. Empezó a trepar por el matorral de avellano y aprovechó la rama que había mantenido abierto el orificio para ensancharlo. Subida a las ramas más altas, que sólo se doblaban ligeramente la nieve alta bajo el peso de la joven, sacó la cabeza del hoyo y contuvo el aliento: su prado del monte era irreconocible. Desde su posición, la nieve formaba una suave pendiente. No podía identificar una sola marca: todo estaba cubierto de nieve. “¿Cómo voy a poder pasar a través de todo esto? Está tan profundo. La muchacha estaba casi abrumada por el desaliento.
Mirando a su alrededor comenzó a determinar su posición: “Aquel bosquete de abedul, junto al alto pino, no es mucho más alto que yo. La nieve no puede ser muy profunda por ahí. Pero, ¿cómo voy a llegar?” Gateó para salir del agujero en que se encontraba, pateando la nieve para que proporcionara una base más sólida, mientras se esforzaba. Trepó por el saliente y cayó de bruces sobre la nieve; su peso se distribuyó por igual sobre una superficie más amplia, impidiéndole hundirse más.
Cuidadosamente se puso de rodillas y finalmente de pie, viendo que sólo estaba más o menos un pie por debajo del nivel de la nieve circundante. Dio un par de pasos vacilantes, pisoteando la nieve mientras avanzaba. Los protectores de sus pies eran círculos flojos de cuero fruncidos alrededor del tobillo, y dos pares permitían caminar sólo torpemente, pues el segundo par se ajustaba peor aún sobre el primero formando como un globito. Aunque no eran exactamente raquetas para nieve, servían para repartir el peso de la muchacha sobre un área mayor, y eso le impedía sumirse demasiado en la nieve ligera como polvo.
Pero era difícil avanzar. Pisoteando la nieve al andar, dando pasos cortos y sumiéndose de vez en cuando hasta las caderas, se fue abriendo paso hasta el lugar donde había estado el arroyo. La nieve que cubría el agua helada no en tan profunda. El viento había acumulado una gran cantidad contra la muralla en que se abría su cueva, pero en otras áreas había dejado la tierra casi desnuda. Se de tuvo allí, tratando de decidir si seguía el arroyo helado hasta el río y después daría un amplio rodeo o si seguiría el camino más abrupto y directo hacia abajo, hasta la cueva. Estaba anhelante no aguantaba la impaciencia que la impulsaba a regresar y decidió tomar el camino más corto. ¡No sabía cuánto más peligroso sería!
Ayla se puso en marcha cuidadosamente, pero era lento y difícil encontrar el camino de bajada. Para cuando el sol estuvo alto en el cielo, apenas había recorrido la mitad del trecho cuesta abajo, que en verano solía bajar en el tiempo que transcurre entre crepúsculo y oscuridad. Hacía frío, pero los brillantes rayos del sol de mediodía calentaban la nieve, y la joven empezaba a cansarse y a mostrarse descuidada.
Partió de un reborde descubierto barrido por el viento, que conducía a una pendiente suave totalmente nevada, y patinó sobre un tramo cubierto de piedrecillas. La grava suelta desprendió unas rocas mayores que sacaron de su sitio a otras. Todas las piedras se fueron abajo cayendo en un montón de nieve, sacándolo de su posición insegura mientras Ayla perdía pie. En un instante se encontró resbalando y rodando cuesta abajo, nadando a través de una cascada de nieve desplazada, en medio del rugido atronador de una avalancha.
Creb estaba acostado pero despierto cuando apareció Iza silenciosamente una taza de té caliente —. Sabía que no dormías, Creb. He pensado que tal vez quisieras tomar algo caliente antes de levantarte. La tormenta cesó durante la noche.
Ya lo sé, puedo ver cielo azul del otro lado de la muralla.
Se quedaron tomando té, sentados uno junto al otro. A menudo se quedaban sentados juntos, sin hablar. El hogar parecía vacío sin Ayla. Costaba trabajo creer que una muchacha pudiera dejar un vacío tan grande. Iza y Creb trataban alejarlo estando más juntos, tratando de consolarse mutuamente con su presencia, pero no era mucho consuelo. Uba estaba desanimada y lloriqueaba; nadie podía convencer a la niña de que Ayla había muerto; seguía preguntando por ella, jugueteaba la comida, tiraba la mitad o se le caía y luego se ponía de mal humor. Y pedía más, cosa que sacaba de quicio a Iza hasta que la regañaba y al instante se arrepentía. La tos de la mujer había vuelto y la mantenía despierta la mitad de la noche.
Creb había envejecido más de lo que parecía posible en tan corto tiempo.
No se había acercado a la caverna pequeña desde el día en que colocó los huesos blancos del oso cavernario en dos hileras paralelas, el último, metido en la base de la calavera, saliendo por el orificio ocular izquierdo y dijo en voz alta los nombres de los malos espíritus en silabas tensas y ásperas, reconociéndolos y concediéndoles poder. No tenía fuerzas para volver a mirar esos huesos, ni deseaba emplear los bellos movimientos fluidos que servían para comulgar con espíritus más benéficos. Había considerado seriamente renunciar y entregar las funciones de Mog-ur a Goov. Brun trató de convencerlo de que lo pensara mucho primero, un vez que el viejo mago tocó el tema.
— ¿Qué vas a hacer, Mog-ur?
— ¿Qué hace un hombre al retirarse? Estoy haciéndome demasiado viejo para pasarme largas horas sentado en esa fría cueva. Mi reuma está empeorando.
—No te precipites, Creb —señaló dulcemente el jefe—. Piénsalo un poco más.
Creb lo pensó y casi había decidido anunciarlo ese mismo día.
--Iza, creo que voy a dejar que Goov sea el Mog-ur —señaló el mago a la mujer que estaba sentada a su lado.
—Esa sólo puede ser decisión tuya, Creb —respondió. No trató de disuadirlo; sabia que ya no tenía ganas de seguir adelante desde el día en que pronunció la maldición de muerte contra Ayla, aunque eso había sido toda su vida.
—Ya ha pasado el plazo, ¿verdad, Creb? -preguntó Iza.
—Sí, ya ha pasado el plazo.
— ¿Como puede ella saber que ha terminado el plazo? Nadie puede ver la luna con tanta tormenta.
Creb recordó cuando había mostrado a una niñita cómo contar los años antes de poder tener un bebé, y en otra mayor que contaba los días del ciclo de la luna, ella sola.
—Si viviera, lo sabría, Iza.
—Pero ha sido una tormenta tan terrible. Nadie podría salir.
—No lo pienses más. Ayla ha muerto.
—Ya lo sé, Creb —expresó Iza con gestos desesperados. Creb miró a su hermana, pensó en cuánto sufría y quiso darle algo, algún gesto para mostrarle que la comprendía.
—No debería decir esto, Iza, pero el plazo ha vencido; espíritu ha abandonado este mundo, y los malos también. No queda daño en ninguna parte. Su espíritu me habló antes de irse, Iza. Dijo que me amaba. Fue tan real que por poco cedo. Pero el espíritu de la persona que ha recibido la maldición es el más peligroso; siempre intenta atraparte haciéndote creer que es real, para llevarte consigo. Casi desearía haberme ido.
—Ya lo sé, Creb. Cuando su espíritu me llamó madre, yo... yo. —Iza alzó las manos, no podía proseguir.
—Su espíritu me suplicó que no quemara su bolsa de medicinas, Iza. Se le llenaron los ojos de agua, igual que cuando vivía. Fue lo peor. Creo que sino lo hubiera arrojado ya al fuego, se lo habría entregado. Pero fue la última trampa. fue entonces cuando se marchó definitivamente.
Creb se puso de pie, se envolvió en sus pieles y tendió la mano hacia el cayado. Iza lo observaba; pocas veces se alejaba ya del fuego. Llegó hasta la entrada de la cueva y se quedó allí largo tiempo, contemplando la nieve brillante Sólo volvió cuando Iza mandó a Uba a buscarlo para que fuera a comer. Regresó a su puesto poco después; Iza se reunió más tarde con él.
—Aquí hace frío, Creb. No deberías quedarte así expuesto al viento —señaló.
—Es la primera vez que tenemos un claro desde hace muchos días. Da gusto ver algo que no sea una tormenta aullante.
—Si, pero acércate al fuego para calentarte de vez en cuando.
Creb anduvo cojeando del fuego a la entrada de la cueva varias veces, que dándose largos ratos contemplando la escena invernal. Pero a medida que avanzaba el día tardó más y más en volver. Al cenar, mientras el crepúsculo se convertía en oscuridad, hizo señas a Iza.
—Me iré al hogar de Brun cuando terminemos de cenar. Le diré que de ahora en adelante Goov será Mog-ur.
—Si, Creb —contestó Iza, cabizbaja. No había esperanza. Ahora estaba segura de que no había más esperanza
Creb se puso en pie mientras Iza retiraba la comida. De repente, un grito de espanto surgió del hogar de Brun; Iza levantó la mirada. Una extraña aparición se encontraba en la entrada de la cueva, totalmente cubierta de nieve y sacudiéndose los pies a patadas.
— ¡Creb! —gritó Iza—. ¿Qué es eso?
Creb se quedó mirando un momento, alerta contra los malos espíritus; de repente su único ojo se abrió muy grande.
— ¡Es Ayla! —exclamó a voz en cuello y se dirigió a ella cojeando rápidamente; olvidando su cayado, olvidando su dignidad y olvidando todas las costumbres que imponían disimular los sentimientos fuera del hogar propio, rodeo a la muchacha con sus brazos y la apretó contra su pecho.