Capítulo 8
—Siento mucho informar —dijo Ebra, haciendo el ademán usual para expresar pena— que la criatura de Iza es una niña.
Pero la noticia no fue recibida con pena. Brun se sintió aliviado aun cuando nunca lo admitiría. El arreglo propuesto por el mago, de que proveería para su hermana, especialmente con el agregado de Ayla al Clan, estaba saliendo bien, y el jefe no tenía ganas de cambiarlo. Mog-ur estaba realizando un excelente trabajo al adiestrar a la recién llegada, mucho mejor de lo que había esperado. Ayla estaba aprendiendo a comunicarse y comportarse de acuerdo con las costumbres del Clan. Creb no sólo estaba aliviado: desbordaba de júbilo. A su avanzada edad y por primera vez en su vida había logrado disfrutar los placeres de una familia cálida y amante, y el nacimiento de una hija de Iza le aseguraba que así seguiría.
Y por vez primera desde que se había mudado a la caverna nueva, Iza pudo respirar libre de toda angustia. Estaba contenta de que el parto hubiera sido tan bueno, a pesar de su avanzada edad. Había ayudado a muchas mujeres que habían dado a luz con mayores dificultades que ella. Algunas estuvieron a punto de morir, unas pocas murieron y también más de un niño. Le parecía que las cabezas de los bebés eran demasiado voluminosas para poder pasar por el orificio del cuerpo de las mujeres. Su desasosiego por este parto no había sido tan grande como su preocupación por el sexo de la criatura. Tanta inseguridad respecto al futuro resultaba casi inaguantable para la gente del Clan.
Iza se tendió de nuevo sobre sus pieles, descansando. Uka envolvió a la niñita en un manto de suave piel de conejo y la tendió entre los brazos de la madre. Ayla no se había movido. Estaba mirando con una curiosidad anhelante a Iza; la mujer la vio y le hizo seña de que se acercara.
—Ven aquí, Ayla. ¿Te gustaría ver al bebé?
Ayla se acercó tímidamente.
—Sí —asintió con un movimiento de la cabeza, Iza retiró la cubierta para que la niña pudiera ver al bebé.
La diminuta réplica de Iza tenía una pelusilla suave y morena en la cabeza, y la protuberancia occipital en la parte posterior se veía muy bien sin la espesa mata de pelo que pronto habría de tener. La cabeza del bebé en algo mas redonda que la de los adultos, pero aún así, larga, y su frente huía hacia atrás desde su arco superciliar no totalmente desarrollado aún. Ayla tendió la mano y tocó la suave mejilla de la recién nacida, y ésta se volvió instintivamente hacia el contacto, haciendo ruiditos con la boca, como chupando.
—Es preciosa —expresó Ayla con un gesto, llenos sus ojos de una dulce maravilla ante el milagro que había presenciado—. ¿Está tratando de hablar, Iza? —preguntó la niña, al ver que la recién nacida alzaba sus puñitos cerrados. Todavía no, pero pronto lo hará, y tendrás que ayudar a enseñarle —replicó Iza.
— ¡Oh, lo haré, lo haré! Lo mismo que me enseñaron Creb y tú.
—Sé que lo harás, Ayla —dijo la nueva mamá, cubriendo nuevamente a su hijita.
La niña se quedó muy cerca, como protegiendo a Iza mientras ésta descansaba. Ebra había envuelto los tejidos de la placenta en la piel que se había preparado justo antes del parto, y los había escondido en un rincón discreto hasta que pudiera llevárselos y enterrarlos en un lugar que sólo ella conociera. Si el bebé hubiera nacido muerto habría sido enterrado al mismo tiempo, y nadie habría vuelto a mencionar el parto; como tampoco habría mostrado la madre su pena, aun cuando una simpatía y una amabilidad sutiles se hubieran demostrado.
De haber nacido la criatura viva pero deforme, o si el jefe del Clan hubiera decidido que el recién nacido era inaceptable por cualquier otra razón, la tarea de la madre habría sido más penosa. Entonces se la habría obligado a llevarse al bebé y enterrarlo o dejarlo expuesto a los elementos y los carnívoros. Pocas veces se permitía vivir a un niño deforme; y si era hembra, casi nunca. De ser varón un niño, sobre todo de ser el primero, y si el compañero de la mujer desean a la criatura, podía permitírsele, a discreción del jefe, permanecer con la madre durante los siete primeros días de su vida, como prueba de su capacidad para sobrevivir. Cualquier niño que sobreviviera siete días, por tradición del Clan, que tenía fuerza de ley, debía ser nombrado y aceptado en el Clan.
Los primeros días de la vida de Creb habían estado así pendientes de la balanza. Su madre sobrevivió con dificultades al parto; el compañero de ésta era también el jefe, y la decisión de si el recién nacido varón podría seguir viviendo reposaba exclusivamente en él. Pero su decisión fue tomada más por la mujer que por el niño, cuya cabeza deforme y miembros inmóviles indicaban ya el daño que el parto difícil le había causado. Ella estaba demasiado débil, había perdido demasiada sangre y vacilaba a las puertas de la muerte. Su compañero no podía exigirle que dispusiera del niño: estaba demasiado débil para hacerlo. Si la madre no podía hacerlo o si falleciera, la tarea incumbiría a la curandera, pero la madre de Creb era la curandera del Clan, de modo que el niño quedó con su madre, aun cuando nadie tenía esperanzas de verlo sobrevivir.
La leche de su madre tardaba en aparecer. Cuando se aferró el bebé a la vida contra todas las probabilidades, otra madre que estaba criando se apiadó del pobre bebé y le dio su primer alimento, En tales circunstancias, la vida comenzó para Mog-ur, el más santo de los hombres santos, el más hábil y poderoso mago de todo el Clan.
Ahora el hombre lisiado y su hermano se acercaron a Iza y al bebé. Ante la señal perentoria de Brun, Ayla se puso en pie y se apartó, pero sin dejar de observar a distancia con el rabillo del ojo. Iza se incorporó, descubrió a su hijita Y la sostuvo enseñándosela a Brun, teniendo buen cuidado de no mirar a ninguno de los dos hombres. Ambos examinaron al bebé que se quejaba al ser apartado del calor de su madre y expuesto al aire frío de la cueva. Los dos tuvieron el mismo cuidado en no mirar a Iza.
—La criatura es normal —anunció gravemente Brun con un gesto—. Puede quedarse con su madre. Si vive hasta el día del nombramiento, será aceptada.
Iza no temía realmente que Brun rechazan a su hijita, pero aún así se sintió aliviada ante la declaración oficial del jefe. Sólo seguía en pie una última inquietud: esperaba que su hija no tuviera mala suerte porque su madre vivía sin compañero. El estaba con vida, al fin y al cabo, cuando ella adquirió la certeza de que estaba embarazada, razonaba Iza, y Creb era como un compañero, al menos proveía para ellos. Iza apartó esa idea de su mente.
Durante los siguientes días Iza quedaría aislada, confinada a los límites del hogar de Creb, excepto para las salidas necesarias para aliviar sus necesidades y enterrar la placenta. Ninguno en el Clan reconoció oficialmente la existencia del bebé de Iza mientras ésta se encontró aislada, salvo los que compartían el mismo hogar, pero otras mujeres llevaban comida para que Iza pudiera descansar. Eso permitía una visita breve y una rápida ojeada a la recién nacida. Después de los siete días y hasta que dejara de sangrar, estaría bajo una maldición femenina modificada. Sus contactos se limitarían a mujeres, igual que durante su menstruación.
Iza se pasaba el tiempo amamantando a su bebe y cuidándolo, y cuando se sintió reposada, reorganizó las áreas de los alimentos, de la cocina y de dormir además del área en que almacenaba sus medicinas, dentro de las piedras limítrofes que definían al hogar de Creb, su territorio dentro de la cueva, compartido ahora por tres hembras.
Debido a la singular posición de Mog-ur en la jerarquía del Clan, le correspondía un lugar muy favorable en la cueva: lo suficientemente cerca de la entrada para aprovechar la luz del día y el sol veraniego, pero no tan cerca corno para estar sometido a lo peor de los vientos invernales. Su hogar tenía una característica adicional, que Iza apreciaba particularmente, pensando en Creb: una saliente de piedra que surgía de la pared lateral proporcionaba una protección más contra los vientos. Inclusive con la barrera contra el viento y un fuego constante junto a la entrada, los vientos fríos solían barrer lugares más expuestos. La artritis y el reuma del viejo siempre empeoraban mucho en invierno, por la fría humedad de la cueva, Iza se había asegurado de que 1a pieles de Creb, reposando sobre una suave capa de paja y hierba apretada dentro de una trinchera poco profunda, se encontraran en el rincón abrigado.
Una de las pocas tareas que se había exigido de los hombres, además de cazar, era la construcción de la barrera contra el viento; pieles de animales tendidas a través de la entrada, sostenidas por postes enterrados en el suelo. Otra era pavimentar el área alrededor de la entrada con piedras lisas traídas del río, para evitar que las lluvias y la nieve fundida convirtieran la entrada de la cueva en un lodazal. El piso de los hogares individuales era de tierra, con esteras tejidas dispersas alrededor del fuego para sentarse o servir comidas.
Otras dos trincheras poco profundas, llenas de paja y cubiertas de pieles, se encontraban junto a la de Creb, y la piel que las cubría por encima era la que usaba también como manta la persona que allí dormía. Además de la piel de oso de Creb, estaba la piel de saiga de Iza y una nueva piel blanca de un leopardo de las nieves. EL animal había estado husmeando cerca de la cueva, muy por debajo de sus lugares predilectos en las partes más elevadas del monte. Goov se acreditó el haberlo cazado, y obsequió la piel a Creb.
Muchos de los del Clan llevaban pieles o conservaban un trozo de cuero o diente del animal que simbolizaba a su tótem protector. Creb consideraba que el leopardo de las nieves en una piel adecuada para Ayla. Aunque no era su tótem, era una criatura similar y bien sabia que era muy poco probable que los cazadores acecharan a un león cavernario. El enorme felino pocas veces se alejaba de la estepa y no constituía una amenaza para el Clan, dentro de su cueva sobre las faldas boscosas. No estaban dispuestos a cazar al enorme carnívoro sin tener buenas razones para ello. Iza había terminado de curtir la piel y de preparar el calzado para la niña cuando empezó a dar a luz. La pequeña estaba encantada con su piel y aprovechaba cualquier pretexto para salir y poder ponérsela.
Iza estaba preparándose una infusión de pazote para fomentar el flujo de leche y aliviar los dolorosos calambres de su útero al recuperar poco a poco su forma normal. Había recogido y secado las largas hojas estrechas y las pequeñas flores verduzcas anteriormente, pensando en el nacimiento de su hijo. Miró hacia la entrada de la cueva, buscando a Ayla. La mujer acababa de cambiar la tira de cuero absorbente que llevaba durante sus reglas y desde su alumbramiento, y había querido salir al bosque circundante para enterrarla que estaba sucia. Buscaba a la niña para que cuidara de la recién nacida que dormía, durante los cortos momentos en que se ausentan.
Pero Ayla no aparecía en ningún lado cerca de la cueva. Estaba buscando cantos rodados a lo largo del río, Iza había comentado que necesitaba más piedras para cocer, antes de que se congelara el río, y Ayla creía complacerla llevándole unas cuantas. La niña estaba de rodillas sobre un tramo rocoso cerca de la orilla del agua, buscando piedras del tamaño exacto. Alzó la mirada y observó un montoncito de piel blanca debajo de un matorral. Apartando las hojas, vio un conejo medio adulto tendido de costado: tenía la patita rota y cubierto de sangre seca.
El animalito herido, muriéndose de sed, no podía moverse. Miraba a la niña con ojos nerviosos cuando ésta tendió la mano y sintió la piel suave y cálida. Un lobezno, que estaba aprendiendo a cazar, había atrapado al conejito que consiguió liberarse. Antes de que el joven carnívoro pudiera volver a perseguir a su presa, su madre lanzó un aullido para llamarlo, y como el lobezno no tenía mucha hambre, se volvió para responder a la llamada de urgencia. El conejo se había lanzado hacia el matorral donde se quedó inmóvil, esperando no ser visto. Pero cuando se sintió suficientemente seguro para alejarse no pudo hacerlo, y se había quedado tendido junto al agua que corría, muerto de sed. Casi no le que daba vida.
Ayla levantó al animalito cálido y peludo y lo meció en sus brazos. Había tenido al bebé de Iza, envuelto en suave piel de conejo, y el conejillo le daba la misma sensación. Se sentó en el piso meciéndolo, y entonces se dio cuenta de la sangre y de la patita doblada en un ángulo insólito. “Pobre bebé, tienes la pata herida —pensó la niña—. Tal vez Iza pueda arreglarla, una vez curó la mía.” Olvidándose de buscar piedras para cocer, se puso en pie y se llevó el animalito herido hasta la cueva.
Iza estaba dormitando cuando llegó Ayla, pero al oír sus pasos se despertó. La niña tendió el conejito a la curandera, mostrándole sus heridas. En ocasiones Iza se había apiadado de pequeños animales, y les había dado los primeros auxilios, pero nunca había llevado uno a la cueva.
—Ayla, la cueva no es para animales —dijo Iza con un gesto.
Las esperanzas de Ayla se derrumbaron, abrazó al conejito, inclinó tristemente la cabeza y se dispuso a salir, con los ojos llenos de lágrimas.
Al darse cuenta de la desilusión de la niña, Iza le dijo:
—Bueno, ya que lo has traído hoy, voy a echarle una mirada.
El semblante de la niña se iluminó al tenderle a Iza el animalito herido.
—Este animalito esta sediento, ve a buscarle un poco de agua —Indicó Iza con un gesto. Ayla echó rápidamente agua clara de una amplia bolsa de agua y llevó una taza, llena hasta el borde. Iza estaba haciendo astillas para entablillar la patita; había tiras de cuero recién cortadas para sujetar el entablillado.
—Toma la bolsa de agua y ve por más, Ayla, casi no nos queda. Entonces empieza a calentar un poco; la necesito para limpiar la herida —ordenó la mujer mientras atizaba el fuego y le ponía varias piedras. Ayla agarró la bolsa y echó a correr hacia la poza. El agua había revivido al animalito, que estaba mordisqueando semillas y granos que Iza le había dado, cuando volvió Ayla.
Creb se sorprendió mucho a su regreso, más tarde, viendo que Ayla mecía al conejo mientras Iza daba de mamar a su hijita. Vio el entablillado de la pata y comprendió la mirada que Iza le echaba como diciendo: “¿Qué otra cosa podía hacer?” Mientras la niña estaba ocupada con su muñeca viviente, Iza y Creb hablaron mediante silenciosas señas.
— ¿Por qué has traído un conejo a la cueva? —preguntó Creb.
—Estaba herido. Me lo trajo para que yo lo curara. No sabía que no traemos animales al hogar. Pero sus sentimientos no estaban equivocados. Creb, creo que tiene instintos de curandera. —Y haciendo una pausa, Iza prosiguió—. Quería hablarte de ella. No es una niña bonita, ya lo sabes.
Creb echó una mirada hacia Ayla.
—Es conmovedora, pero tienes razón, no es atrayente —admitió—. Pero ¿qué tiene que ver eso con el conejo?
— ¿Qué posibilidad va a tener de llegar a aparearse? Cualquier hombre que tenga un tótem suficientemente fuerte para ella, no la querrá; podrá escoger la mujer que quiera. ¿Qué va a ser de ella cuando se convierta en mujer? Si no se aparea, no tendrá posición.
—Ya he pensado en eso pero ¿qué se puede hacer?
—Si fuese curandera, tendría su propia posición —sugirió Iza— y para mí, es como una hija.
—Pero no es de tu estirpe, Iza. No ha nacido de ti. Tu hija prolongará tu linaje.
—Ya lo sé: ahora tengo una hija, pero ¿por qué no puedo adiestrar a Ayla también? ¿No le pusiste nombre mientras yo la sostenía en mis brazos? ¿Acaso no anunciaste su tótem al mismo tiempo? Eso hace de ella mi hija, ¿no es verdad? Ha sido aceptada, ahora forma parte del Clan ¿no es así? —preguntó Iza con fervor, y luego prosiguió rápidamente por miedo a que Creb pudiera darle una respuesta negativa—: Creo que tiene el talento natural que se requiere, Creb.
Muestra interés, siempre está haciéndome preguntas cuando trabajo con la magia curativa.
—Hace más preguntas que nadie que yo haya conocido —interpuso Creb—, acerca de todo. Tiene que aprender que es mala educación hacer tantas preguntas —agregó.
—Pero mírala, Creb. Ve un animal herido y quiere curarlo. Esa es la señal de la curandera, si no me equivoco.
Creb se quedó silencioso, pensativo.
—La aceptación del Clan no cambia lo que es, Iza. Ha nacido de los Otros ¿cómo puede aprender todo lo que tú sabes? No ignoras que carece de los recuerdos.
—Pero aprende rápidamente. Ya lo has visto. Mira lo pronto que ha aprendido a hablar. Te sorprendería saber todo lo que ya ha aprendido. Y tiene buenas manos para ello, el toque suave. Sostenía el conejo mientras yo le entablillaba la pata; parecía que confiaba en ella. —Iza se inclinó hacia adelante—. Ya no somos jóvenes ninguno de los dos, Creb. ¿Qué será de ella cuando nos hayamos ido al mundo de los espíritus? ¿Quieres que se la pasen de un hogar a otro, siempre una carga para todos, siempre la mujer de más baja categoría?
Creb se había preocupado por eso también, pero como no había sido capaz de encontrar una solución, había descartado las preguntas.
— ¿Crees realmente que podrás adiestrarla, Iza? —preguntó, incierto aún.
—Puedo comenzar con el conejo. Puedo dejar que ella lo cuide, y enseñarle a hacerlo. Estoy segura de que puede aprender, Creb, inclusive sin los recuerdos. No hay tantas heridas y enfermedad distintas; ella es suficientemente joven para aprendérselas, no hace falta recordarlas.
—Tengo que pensar en ello, Iza —dijo Creb.
La niña estaba meciendo y cantándole al conejo. Vio que Iza y Creb estaban hablando y recordó que había visto a menudo a Creb hacer gestos para llamar a los espíritus y que ayudaran al trabajo de magia curativa de Iza. Llevó el animalito peludo al mago.
—Creb, por favor ¿quieres pedirle a los espíritus que sanen al conejo? —expresó por señas después de haberlo puesto a los pies del mago.
Mog-ur miró su rostro serio. Nunca había pedido ayuda a los espíritus para curar a un animal, y se sintió un poco tonto, pero no tuvo valor para negárselo. Echó una mirada en derredor, y después hizo unos cuantos ademanes.
—Ahora es seguro que sanará —señaló Ayla con decisión, y viendo que Iza había terminado de alimentar a su hijita, preguntó—: ¿Puedo tomar en brazos a la niña, madre? —El conejito era un sustituto cálido y acariciable, pero no cuando podía tener un bebé de veras en brazos
—Está bien —dijo Iza—. Ten cuidado con ella, como te enseñé.
Ayla meció a la niña y le cantó como había hecho con el conejo.
— ¿Qué nombre le pondrás, Creb? —preguntó.
También Iza sentía curiosidad, pero jamás le habría preguntado. Vivían en el hogar de Creb, él las mantenía, y tenía derecho a nombrar a los niños que nacieran en su hogar.
—Todavía no lo he decidido. Y debes aprender a no hacer tantas preguntas, Ayla —reprendió Creb, pero estaba complacido al ver la confianza que tenía en su habilidad mágica, aunque fuera con un conejo. Se volvió hacia Iza, agregando—:
Supongo que no hará daño a nadie que el animalito siga aquí hasta que se le cure la pata: es una criatura inofensiva.
Iza expresó su conformidad con un gesto, y sintió un calor de satisfacción. Estaba segura de que Creb no se opondría a que empezara a adiestrar a Ayla, aun cuando nunca diera su consentimiento explícito. Lo único que Iza necesitaba saber era que no la detendría.
— ¿Cómo saca ese sonido de su garganta? No me lo explico —preguntó Iza para cambiar de tema, escuchando el tarareo de Ayla—. No es desagradable, pero si inusitado.
—Es otra diferencia entre el Clan y los Otros —indicó Creb con un ademán y la actitud de quien imparte un hecho de gran sabiduría a un estudiante admirado—, como no tener recuerdos y los extraños sonidos que solía hacer. Ya no hace tantos desde que ha aprendido a hablar convenientemente.
Ovra llegó al hogar de Creb con la cena para los tres. Su pasmo al ver al conejo no fue menor que el que había sentido Creb. Aumentó al ver que Iza dejaba a la joven sostener su bebé, y que Ayla tomaba el conejo en brazos para arrullarlo como si fuera también un bebé. Ovra echó una mirada de soslayo a Creb para ver su reacción, pero él no parecía haberse dado cuenta. No aguantaba la impaciencia por ir a contárselo a su madre: imagina, cuidar un conejo como si fuera un bebé. Tal vez la niña no estuviera bien de la cabeza. ¿Creería que el animal era humano?
Poco después Brun se acercó para hacerle señas a Creb de que deseaba hablar con él. Creb se lo esperaba. Se fueron juntos hacia el fuego de la entrada, lejos de ambos hogares.
—Mog-ur —comenzó a decir el jefe, vacilando.
—He estado pensando, Mog-ur. Ha llegado el momento de efectuar una ceremonia de apareamiento. He decidido dar Ovra a Goov, y Droog ha aceptado tomar a Aga y sus niños, y permitirá que Aba también viva con el —dijo Brun, sin saber cómo abordar el tema del conejo en el hogar de Creb.
—Me preguntaba cuándo ibas a decidir aparearlos —respondió Creb, sin brindar comentario alguno acerca del tema que, bien lo sabía él, deseaba tratar Brun.
—Habría querido esperar. No podía permitirse tener dos cazadores bajo restricciones mientras la cacería era buena. ¿Cuándo crees que sea el mejor momento? —A Brun le costaba mucho no volver la mirada hacia el territorio de Creb, delimitado por piedras, y Creb estaba divirtiéndose bastante con el desconcierto del jefe.
—Pronto voy a ponerle nombre a la hija de Iza; podríamos celebrar las uniones al mismo tiempo —propuso Creb.
—Se lo voy a decir —dijo Brun. Se quedó apoyándose primero en un solo pie, luego en el otro, y mirando el alto techo abovedado, y el piso, el fondo de la cueva y después, hacia afuera: cualquier cosa que no fuera directamente Ayla sosteniendo el conejo. La cortesía exigía que no mirara el hogar de otro hombre, pero para enterarse de lo del conejo, tenía forzosamente que verlo. Estaba tratando de pensar una manera aceptable de abordar el tema. Creb seguía esperando.
— ¿Por qué hay un conejo en tu hogar? —indicó rápidamente Brun con un esto. Se encontraba desaventajado y lo sabía. Creb se volvió deliberadamente y miró a las personas que se encontraban dentro de los límites de sus dominios. Iza sabía perfectamente lo que estaba pasando. Se ocupaba intensamente del bebé con la esperanza de no tener que intervenir. Ayla, causa del problema, estaba ajena a la situación.
—Brun, es un animalito inofensivo —fue la evasiva de Creb.
—Pero ¿por qué hay un animal dentro de la cueva? —replicó el jefe.
—Ayla lo trajo. Tiene la pata rota y quería que Iza lo curara —dijo Creb como si fuera la cosa más natural del mundo.
—Nunca ha traído nadie un animal dentro de la cueva —dijo Brun, frustrado al no poder encontrar una objeción más fuerte.
—Pero ¿dónde está el mal? No se quedará mucho tiempo, justo hasta que se le cure la pata —repuso Creb, razonable y calmado.
A Brun no se le ocurría ninguna buena razón para insistir en que Creb se deshiciera del animal, mientras éste estuviera dispuesto a quedarse con él; estaba dentro de su hogar. No había costumbre que prohibiera la presencia de animales dentro de las cuevas; pero nunca anteriormente los hubo. Aunque no era tal la verdadera causa de su apuro. Se daba cuenta de que el verdadero problema era Ayla. Desde que Iza había recogido a la niña, había habido demasiados incidentes insólitos asociados con ella. Todo lo que la rodeaba era sin precedentes, y todavía era una niña. ¿A qué tendría él que enfrentarse cuando creciera? Brun no tenía experiencia ni una serie de reglas para tratar con ella. Pero tampoco sabía cómo decirle a Creb las dudas que tenía. Creb sentía la incomodidad que experimentaba su hermano, y trató de darle otra buena razón para que permitiera al conejo permanecer en su hogar.
—Brun, el Clan que es anfitrión de la Reunión tiene un osezno en su cueva
—le recordó el mago.
—Pero eso es distinto: se trata de Ursus. Es para el Festival del Oso. Los osos cavernarios han vivido en cuevas inclusive antes que la gente, pero los conejos no viven en cuevas.
—Sin embargo, el osezno es un animal que se ha llevado a una cueva.
Brun no tenía respuesta, y el razonamiento de Creb parecía brindar algunos lineamientos, pero ¿por qué tenía que llevar la niña un conejo a la cueva, en primer lugar? De no ser por ella, nunca habría surgido el problema. Brun sentía que la firme base de sus objeciones se sumía bajo sus pies como arena movediza, y no volvió a tratar el asunto.
La víspera de la ceremonia del nombre fue un día frío pero soleado. Se habían producido unas cuantas neviscas, y los huesos de Creb le habían estado doliendo últimamente. Estaba seguro de que una tormenta se avecinaba. Quería aprovechar los últimos y escasos días de buen tiempo antes de que las nieves comenzaran en serio, y avanzaba caminando por la senda junto al río. Ayla estaba con él, probando su nuevo calzado. Iza se lo había hecho cortando trozos más o menos redondos de cuero de auroch, curtido con la suave pelusa que le dejaban y frotado con más grasa para impermeabilizarlo. Había hecho orificios formando un circulo interior como para una bolsa, y los había unido alrededor de los tobillos de la niña, con la piel para adentro dándole calor.
Ayla estaba encantada y alzaba mucho los pies mientras correteaba junto al hombre. Su manto de piel de leopardo de las nieves cubría su prenda interior y una suave piel peluda de conejo estaba moldeada sobre su cabeza, con el pelo hacia adentro, tapándole las orejas y sujeto bajo la barbilla con las partes que habían servido anteriormente para cubrir las patas del animal. Ella echaba a correr por delante, luego volvía atrás y caminaba junto al viejo, abandonando su paso exuberante para seguir el paso arrastrado qué le era habitual a él. Llevaban agradablemente callados un rato, cada uno sumido en sus pensamientos.
“Me pregunto qué nombre darle a la hija de Iza”, pensaba Creb. Amaba a su hermana y quería escoger un nombre que le agradara. “No uno del lado de su compañero” pensaba. Pensar en el hombre que había sido el compañero de Iza le dejaba mal sabor en la boca. El cruel castigo que había inflingido a Iza enfurecía a Creb, pero sus sentimientos iban mucho más atrás en el tiempo. Recordaba cómo lo había provocado el hombre cuando era muchacho, llamándolo mujer porque nunca podía cazar. Creb adivinaba que sólo fue el temor al poder de Mog-ur lo que interrumpió el ridículo. “Me alegro de que Iza haya tenido una hija pensó—; un hijo le habría proporcionado demasiado honor a aquel hombre.”
Ahora que el hombre había dejado de ser una espina para él, Creb disfruta de los placeres de su hogar mucho más de lo que habría creído posible. Ser el patriarca de su propia familia, tener la responsabilidad, mantenerla, todo ello le daba una sensación de virilidad que nunca anteriormente había experimentado.
Adivinaba una especie diferente de respeto de parte de los demás hombres y descubrió que se interesaban mucho más por sus cacerías, ahora que una porción le correspondía a él. Anteriormente se había interesado mas por las ceremonias de la caza; ahora tenía más bocas que alimentar.
“Estoy seguro de que también Iza se siente mas feliz”, se dijo, pensando en las atenciones y e1 afecto que le prodigaba, cocinando para él, cuidándolo, adelantándose a sus necesidades. En todo, menos en una sola cosa, en su compañera, lo más próximo que había estado nunca a tener una, Ayla era una dicha constante. Las diferencias inherentes que descubría lo interesaban; adiestrarla era un reto como el que todo maestro natural siente con un alumno brillante y lleno de buena voluntad pero insólito. U nueva niñita también lo intrigaba. Después de las primeras veces, superó el nerviosismo que experimentaba cuando Iza se ponía a la niña en su regazo, y observaba sus movimientos desordenados y sus ojos sin enfocar con una atención cautivada contemplando maravillado cómo algo tan pequeño y subdesarrollado podría crecer y convertirse en mujer adulta.
“Asegura la continuación de la estirpe de Iza —pensaba—, y es un linaje que bien merece su posición. Su madre ha sido una de las mas renombradas curanderas del Clan.” Personas de otros clanes habían ido a ella en ocasiones, llevando a sus enfermos cuando podían, o llevándose medicinas para ellos. La propia Iza era de una estatura similar, y su hija podía contar con todas las posibilidades de alcanzar esas mismas alturas. Merecía un nombre que estuviera de acuerdo con su antigua y distinguida herencia.
Creb pensaba en el linaje de Iza y recordaba a la mujer que fue madre de su madre. Siempre había sido buena y amable con él, lo cuidó más que su propia madre, después del nacimiento de Brun. También ella fue famosa por su habilidad curativa, inclusive había curado a aquel hombre nacido de los Otros, de la misma manera que Iza curó a Ayla. “Es una lástima que Iza no llegara a conocerla”, pensaba Creb. Entonces se detuvo.
“¡Eso es! Daré su nombre a la niña”, pensó, contento de su inspiración. Una vez decidido el nombre volvió sus pensamientos hacia las ceremonias del apareamiento. Pensó en el joven que era su abnegado acólito. Goov era tranquilo serio, y Creb le tenía afecto. Su tótem de Auroch deberla ser suficientemente fuerte para el tótem de Ovra, la Nutria. Ovra trabajaba duro y pocas veces merecía que la reprendieran. Sería una buena compañera para él. “No hay razón para que no le dé hijos; y Goov es buen cazador, proveerá bien para ella. Cuando se convierta en Mog-ur, su parte compensará lo que sus deberes no le permitan cazar.”
Creb se preguntaba: ¿llegara a ser un poderoso Mog-ur? Meneó la cabeza. Por mucho que quisiera a su acólito, bien se daba cuenta de que Goov no tendría nunca la habilidad que Creb sabía poseer. El cuerpo tullido que impedía actividades normales como la caza y el apareamiento, le había dado tiempo para concentrar todas sus pasmosas dotes mentales y desarrollar su renombrado poder. Por eso era el Mog-ur. Era el que dirigía las mentes de todos los demás Mog-urs en la Reunión del Clan, durante la ceremonia que era la más santa entre todas las santas. Aun cuando conseguía hacer la simbiosis de las mentes con los hombres de su Clan, no se comportaba con la fusión de almas que se producía con las mentes adiestradas de los demás magos. Pensó en la siguiente Reunión del Clan, aun cuando faltaban todavía muchos años. Las Reuniones del Clan se celebraban una vez cada siete años, y la última había sido el verano anterior al derrumbe de la cueva. “Si vivo hasta la siguiente, será la última para mí”, comprendió súbitamente.
Creb volvió de nuevo su atención hacia la ceremonia del apareamiento, que uniría también a Droog con Aga. Droog era un cazador experimentado que había demostrado su habilidad desde hacía mucho. Su pericia para fabricar herramientas era mayor aún. Era tan tranquilo y serio como el hijo de su difunta compañera, y él y Goov compartían el mismo tótem. Se parecían también en muchas otras cosas, y Creb estaba seguro de que era el espíritu del tótem de Droog el que creó a Goov. Era una lástima que la compañera de Droog hubiera sido llamada al otro mundo, pensó. Hubo en aquella pareja un afecto que probablemente nunca llegaría a desarrollarse con Aga Pero ambos necesitaban compañero, y Aga se había revelado ya como más prolífica que la primera compañera de Droog. Era una unión lógica.
Creb y Ayla fueron interrumpidos en sus pensamientos por un conejo que cruzó su camino. Eso recordó a la niña el conejo que tenía en la cueva, y volvió sus pensamientos hacia lo que la tenía preocupada todo el tiempo: la hija de Iza.
—Creb ¿cómo entró la niñita dentro del cuerpo de Iza? —preguntó.
—Una mujer traga el espíritu del tótem de un hombre —señaló Creb de una manera muy natural, aún perdido en sus pensamientos—. Lucha contra el espíritu del tótem de ella si el tótem del hombre vence al de la mujer, deja parte de si mismo para iniciar una nueva vida.
Ayla miró a su alrededor, preguntándose acerca de la omnipresencia de los espíritus, no podía ver a ninguno, pero si Creb decía que ahí estaban, lo creía.
¿Puede el espíritu de cualquier hombre meterse dentro de la mujer?—fue su siguiente pregunta.
—Si, pero sólo un espíritu más fuerte puede derrotar al de ella. A menudo el tótem del compañero de una mujer pide ayuda a otro espíritu. Entonces el otro espíritu puede ser autorizado a dejar su esencia. Por lo general el espíritu del compañero de una mujer es el que más se esfuerza; es el que está más cerca, pero a menudo necesita ayuda. Si un muchacho tiene el mismo tótem que el compañero de su madre, eso significa que tendrá suerte —explicó cuidadosamente Creb.
— ¿Sólo las mujeres pueden tener bebés? —preguntó, interesadísima por su tema.
—Sí —asintió Creb.
— ¿Tiene que estar apareada una mujer, para poder tener un bebé?
—No, a veces traga un espíritu antes de estar apareada. Pero si no tiene compañero cuando nace el bebé, éste podría tener mala suerte.
— ¿Puedo yo tener un bebé? —fue la siguiente pregunta llena de esperanza. Creb pensó en el poderoso tótem de la niña; su principio vital en demasiado fuerte. Inclusive con ayuda de otro espíritu, era poco probable que llegara a ser denotado. “Pero eso, ya lo sabrá pronto” pensó.
—Eres demasiado joven aún —fue su evasiva respuesta.
— ¿Cuándo seré suficientemente vieja?
—Cuando seas mujer.
— ¿Cuándo voy a ser mujer?
Creb empezaba a pensar que nunca se acabarían sus preguntas.
—La primera vez que el espíritu de tu tótem batalle contra otro espíritu, sangrarás. Es la señal de que ha sido herido. Algo de la esencia del espíritu que combatió contra él quedará, para que tu cuerpo esté dispuesto. Tus senos crecerán, y habrá otros cuantos cambios. Después de eso, el espíritu de tu tótem peleará con regularidad contra otros espíritus. Cuando llegue el momento en que debas sangrar, y no sangres, significará que el espíritu que te hayas tragado ha derrotado al tuyo y que se ha iniciado una nueva vida.
—Pero ¿cuándo voy a ser mujer?
—Quizá cuando hayas vivido el ciclo de todas las estaciones ocho o nueve veces. Es entonces cuando la mayoría de las niñas se convierten en mujeres, algunas antes, sólo siete años —respondió.
—Pero ¿cuánto va a tardar eso? —insistió Ayla, El viejo y paciente mago exhaló un suspiro.
—Ven acá, voy a ver si puedo explicarlo —dijo, tomando un palito y sacando un cuchillo de sílex de su bolsa. Dudaba mucho de que pudiera comprender, pero con eso se acabarían las preguntas.
Los números constituían una difícil abstracción para que los entendiera la gente del Clan. La mayoría no podía pensar más allá de tres: tú, yo y otro. No era cuestión de inteligencia; por ejemplo, Brun sabía inmediatamente cuándo faltaba uno de los veintidós miembros de su Clan. Sólo tenía que pensar en cada individuo, y lo podía hacer rápidamente sin tener conciencia de ello. Pero trasladar a ese individuo a un concepto llamado “uno” exigía un esfuerzo que muy pocos podían lograr: “¿Cómo puede esa persona ser una y otra vez ser también una esa persona, acaso son personas distintas?”, era la primera pregunta que solía hacerse.
La incapacidad del Clan para sintetizar y abstraer se extendía a otras áreas de su vida. Tenían un nombre para cada cosa. Conocían el roble, el sauce, el pino, pero no tenían concepto genérico para todos ellos; no tenían una palabra que significara árbol. Cada clase de suelo, cada clase de roca, inclusive las diferentes clases de nieve tenían un nombre. El Clan dependía de la abundancia de sus recuerdos y de su capacidad para incrementarlos; casi no se les olvidaba nada. El lenguaje estaba lleno de color y descripción, pero casi totalmente desprovisto de abstracciones. Las ideas eran ajenas a su naturaleza, a sus costumbres, y a la manera en que se habían desarrollado. Contaban con Mog-ur para que se mantuviera informado de las pocas cosas que debían ser contadas: el tiempo entre las Reuniones del Clan, la edad de los miembros, la duración del aislamiento después de una ceremonia de apareamiento, y los siete primeros días de vida de una criatura. El que pudiera hacerlo era uno de sus poderes más mágicos.
Creb se sentó, sostuvo el palito firmemente entre su pie y una piedra.
—Iza dice que cree que eres un poco mayor que Vorn —comenzó a explicar Creb—. Vorn ha vivido su año de nacer, su año de andar, su año de mamar y su año del destete —dijo, cortando una muesca en el palo por cada año que indicaba—… Voy a hacer una marca más para ti. Esto es lo vieja que eres ahora. Si pongo mi mango en cada marca, cubriré todos estos años con una mano, ¿ves?
Ayla miró con concentración las muescas, extendiendo los dedos de su mano. De repente, su rostro se iluminó.
— Tengo tantos años como esto —dijo, mostrándole su mano con todos los dedos extendidos. Pero ¿cuánto falta para que pueda tener un bebé? —preguntó, mucho más interesada en la reproducción que en los cálculos.
Creb se quedó de una pieza: ¿cómo había podido captar tan rápidamente la idea esa niña? Ni siquiera había preguntado lo que tenían que ver las muescas con los dedos ni con los años. Para que Goov lo comprendiera, había hecho falta repetirlo muchas veces. Creb hizo tres muescas más y puso tres dedos encima de ellos. Con sólo una mano, le había resultado especialmente difícil mientras estuvo estudiando. Ayla miró su otra mano e inmediatamente alzó tres dedos, encogiendo el índice y el pulgar.
— ¿Cuando tenga todos éstos? —preguntó, mostrando sus ocho dedos otra vez. Creb asintió con la cabeza. Lo que hizo después la niña lo tomó completamente por sorpresa: era un concepto que le había costado años dominar a él. Ella bajó la primera mano y sostuvo solamente los tres dedos.
—Seré bastante grande para tener un bebé dentro de estos años —hizo los ademanes con seguridad, positiva en cuanto a su deducción. El viejo mago se sintió abrumado: no podía creer que una criatura, y además hembra, pudiera razonar tan fácilmente hasta esa conclusión. Estaba casi demasiado abrumado para recordar que debía dar una respuesta.
—Es probablemente el menor tiempo; pudiera ser más, éstos más o éstos más —dijo, haciendo dos muescas más en el palo—. O tal vez más aún. No hay modo de estar seguro.
Ayla arrugó levemente el entrecejo, alzó su dedo índice y después el pulgar
— ¿y cómo puedo saber más años? —preguntó.
Creb se quedó mirándola con suspicacia. Estaban llegando a un terreno en el que él mismo encontraba dificultades. Empezaba a lamentar haber comenzado. A Brun no le gustaría si supiera que esta niña era capaz de una magia tan fuerte, magia reservada únicamente a los Mog-urs. Pero había picado su curiosidad... ¿sería capaz de abarcar unos conocimientos tan avanzados?
—Toma tus dos manos y cubre todas las marcas —indicó. Después de que ella hubo ajustado cuidadosamente sus dedos en todas las muescas, Creb hizo una más y puso su dedo meñique encima:
—La siguiente marca está cubierta por el meñique de mi mano. Después de la primera serie, debes pensar en el primer dedo de la mano de otra persona, y después el siguiente dedo de la mano de la otra persona. ¿Comprendes? —preguntó por señas, observándola detenidamente.
La niña apenas parpadeó. Miró sus manos, luego la mano de Creb, e hizo la mueca que daba a entender a Creb que estaba contenta. Asintió vigorosamente con la cabeza para indicar que comprendía. Entonces hizo una deducción inmensa, una deducción que estaba casi más allá de tos poderes de entendimiento de Creb.
—Y después de eso, las manos de otra persona, y las de otra, ¿no es así?
—preguntó.
El impacto fue demasiado. La mente de Creb experimentó un vértigo. Con dificultad, podía contar hasta veinte. Los números más allá de 20 se perdían en cierta infinidad indistinta llamada muchos. En pocas oportunidades, después de una profunda meditación, apenas había podido captar una visión vaga del concepto que Ayla entendía con tanta facilidad. Su asentimiento fue casi retardado. Acababa de comprender la brecha entre la mente de la niña y la suya propia, y la idea lo sacudió. Se esforzó por recobrar la compostura.
—Dime ¿cómo se llama esto? —preguntó para cambiar de tema, sosteniendo el palito que había estado empleando para las muescas. Ayla se quedó mirándolo, tratando de recordar.
—Sauce —dio—... creo.
—Está bien —contestó Creb. Puso la mano sobre el hombro de ella y la miró a los ojos—. Ayla, es mejor que evites hablar de todo esto con nadie —dijo, tocando las muescas de la ramita.
—Si, Creb —contestó, dándose cuenta de lo importante que era para él. Había aprendido a comprender sus acciones y sus expresiones mejor que las de nadie, excepto las de Iza.
—Ya es hora de emprender el camino de regreso —dijo. Deseaba estar solo para pensar.
— ¿Tenemos que volver ya? —rogó—. Todavía hace buen tiempo.
—Si, tenemos que volver —dijo Creb, poniéndose en pie con ayuda de su cayado—. Y no se debe alegar con un hombre una vez que ha tomado una decisión —regañó dulcemente.
—Sí, Creb —contestó, inclinando la cabeza para asentir, como le habían ensoñado. Caminó silenciosamente a su lado mientras regresaban a la cueva, pero pronto su exuberancia juvenil pudo más, y echó a correr por delante de nuevo. Corría hacia atrás llevando ramitas y piedras, diciéndole a Creb sus nombres o preguntándole, si se le habían olvidado. El contestaba pensando en otra cosa, pues le costaba mucho prestar atención debido al tumulto que se había armado en su cabeza.
La primera luz del alba disipo la oscuridad que envolvía la cueva, y el frescor picante del aire olía a nieve próxima. Iza estaba tendida en su cama observando los contornos familiares de la cueva que iban cobrando forma y nitidez con la luz que aumentaba progresivamente. Era el día en que sería nombrada su hija, y aceptada como miembro de Clan, el día en que sería reconocida como un ser viviente y viable. Anhelaba ver reducido su confinamiento obligatorio, aun cuando su asociación con los demás miembros del Clan seguiría limitándose a las mujeres mientras no dejara de sangrar.
Al iniciarse la menarca, las niñas estaban obligadas a pasar la duración de su primer periodo apartadas del Clan. Si se producía en invierno, la joven permanecía sola en un área delimitada en la parte posterior de la cueva, pero se le exigía que pasara sola un periodo más en primavera. Vivir sola era a la vez peligroso y temible para una joven desarmada, acostumbrada a la protección y la compañía de todo el Clan. Era una prueba que marcaba el paso de las niñas al estado de mujeres adultas, similar a la prueba del hombre al matar por vez primera, pero ninguna ceremonia señalaba su retomo al redil. Y aun cuando la joven mujer disponía de fuego para protegerse contra los animales carnívoros, no era insólito que una mujer nunca regresara... y sus restos solían ser hallados después por alguna banda de cazadores o de recolectoras. La madre de la joven tenía permiso para visitarla una vez al día y llevarle alimentos y confianza; pero si la joven desaparecía o era muerta, se prohibía a su madre mencionarlo antes de que hubiera transcurrido cierto número de días.
Las batallas que libraban los espíritus dentro del cuerpo de las mujeres en la contienda elemental para producir vida, constituían profundos misterios para los hombres. Mientras sangraba una mujer, la esencia de su tótem era potente: estaba triunfando de algún principio esencial masculino, derrotándolo, echando afuera su esencia fecundante. Si una mujer miraba a un hombre en esos momentos, el espíritu de él podría ser atraído hacia la batalla perdida. Tal era la razón de que los tótems de las mujeres debieran ser menos potentes que los de los varones, porque inclusive un tótem débil cobraba fuerzas de la fuerza vital que residía en las hembras; las mujeres aprovechaban la fuerza vital, ellas eran quienes producían nueva vida.
En el mundo físico el hombre era más grande, más fuerte y mucho más potente que una mujer, pero en el pavoroso mundo de las fuerzas invisibles, la mujer estaba dotada de mayor poder potencial. Los hombres creían que la forma física de la mujer, más pequeña y débil, que les permitía dominarlas, era un equilibrio compensador, y que no se debía permitir a ninguna mujer percatarse de su propio potencial porque entonces el equilibrio se trastornaría. Ella era apartada de una plena participación en la vida espiritual del Clan, para que siguiera ignorando la potencia que la fuerza vital le otorgaba.
Los hombres jóvenes eran advertidos desde su primera ceremonia de la virilidad, de las funestas consecuencias que pudiera tener el que una mujer vislumbrara siquiera los ritos esotéricos de los hombres, y se contaban leyendas de un tiempo en que las mujeres eran quienes controlaban la magia para interceder ante el mundo de los espíritus. Los hombres les habían quitado la magia pero no su potencial. Muchos jóvenes miraban a las mujeres con un nuevo entendimiento tan pronto como se enteraban de tales posibilidades; asumían sus responsabilidades masculinas con gran seriedad. Una mujer debía ser protegida, mantenida y dominada por completo, pues de lo contrarío el delicado equilibrio entre fuerzas físicas y espirituales se quebrantaría, y la existencia continuada del Clan quedaría destruida.
Debido a que sus fuerzas espirituales eran mucho más potentes durante las reglas, la mujer era aislada. Tenía que permanecer con las mujeres, no se le permitía tocar alimentos que pudieran ser consumidos por un hombre, y pasaban el tiempo llevando a cabo tareas insignificantes tales como recoger leña o curtir pieles que sólo mujeres pudieran ponerse. Los hombres no reconocían su existencia la ignoraban por completo, ni siquiera la reprendían. Si por casualidad la mirada de un hombre se fijaba en ella, era como si fuera invisible: miraba a través de ella.
Parecía un castigo cruel. La maldición de la mujer parecía una maldición mortal, el castigo supremo que era infligido a los miembros del Clan que hubieran cometido un delito grave. Sólo el jefe podía ordenar a un Mog-ur que invocara a los espíritus malignos y pronunciara una maldición mortal. El Mog-ur no podía negarse, aun cuando era peligroso para el mago y para el Clan. Una vez maldito, el delincuente no volvía a ser visto por ningún miembro del Clan, y ninguno de ellos le hablaba más. Era ignorado, condenado al ostracismo; había dejado de existir, exactamente como si hubiera muerto. Su compañera y sus parientes lloraban su muerte, no se compartían alimentos con él. Unos cuantos abandonaban el Clan y no volvían a vérselos más. 1a mayoría dejaba simplemente de comer, de beber y cumplía la maldición en la que también creía.
De vez en cuando se podía imponer una maldición mortal durante el periodo limitado de tiempo, pero inclusive eso resultaba fatal con frecuencia, puesto que un delincuente renunciaba a vivir mientras durara la maldición. Pero si sobrevivía a una maldición limitada de muerte, era admitido de nuevo en el Clan como miembro con todos sus derechos, e inclusive con su posición anterior. El-la había pagado su deuda a la sociedad, y su delito había sido olvidado. Pero los delitos no eran frecuentes, y semejante castigo se imponía raras veces. Aun cuando la maldición femenina la condenaba al ostracismo parcial y temporalmente, la mayoría de las mujeres agradecían el respiro periódico que significaba alejarse de las exigencias constantes y las miradas observadoras de los hombres.
Iza esperaba con ansia el mayor contacto que habría de tener después de la ceremonia del nombre. Se aburría dentro de los límites de piedras del hogar de Creb, y anhelaba salir al brillante sol que penetraba por la abertura de la cueva durante los últimos días antes de las nieves invernales. Esperaba ansiosamente la señal de Creb, anunciando que estaba dispuesto, y el Clan, reunido. Los nombres se ponían frecuentemente antes del desayuno, poco después de salir el sol, cuando los tótems se encontraban cerca aún después de haber protegido al Clan durante la noche. Cuando le hizo seña, se apresuró en reunirse mientras descubría a su hijita. Sostuvo al bebé mientras el mago miraba por encima de su cabeza haciendo los gestos que invitaban a los espíritus a asistir a la ceremonia. Entonces, con una reverencia, comenzó.
Metiendo el dedo en el tazón que sostenía Goov, trazó una línea desde el punto en que se unían las cejas de la niñita hasta la punta de su nariz, con la pasta de ocre rojo.
—Uba, el nombre de la niña es Uba —anunció Mog-ur. La niña desnuda, atacada por el viento frío que pasaba más allá de la soleada fachada de la cueva, lanzó un aullido saludable que fue apagado por el murmullo aprobatorio del Clan.
—Uba —repitió Iza, abrazando a su tiritante hijita. “Es un nombre perfecto” pensó, deseando haber conocido a la Uba cuyo nombre llevaba su niña. Los miembros del Clan desfilaron frente a ella, repitiendo cada uno el nombre, familiarizarse, ellos y sus tótems con ese suplemento de vida. Iza mantenía cuidadosamente baja la cabeza, para no mirar inadvertidamente a ninguno de los hombres que avanzaban para reconocer a su hijita. Después la envolvió en pieles calientes de conejo y la metió dentro de su manto, contra su piel los gritos de la niña se interrumpieron de repente en cuanto empezó a mamar Iza regresó a su lugar entre las mujeres, dejando paso al ritual del apareamiento.
Para esta ceremonia, y sólo ésta, se empleaba ocre amarillo en la sagrada unción. Goov tendió el tazón del ungüento amarillo a Mog-ur, quien lo sostuvo con firmeza entre el muñón de su brazo y su cintura. Goov no podía servir de acólito en su propio apareamiento. Tomó posición frente al hombre santo y esperó que Grod presentara a la hija de su compañera. Iza miraba con una emoción compleja: orgullo de que su hija hubiera conseguido un buen compañero, y pena porque abandonaba su hogar. Ovra, con un manto nuevo, miraba sus pies mientras caminaba detrás de Grod, pero emanaba una radiación de su rostro modestamente bajo. Era obvio que la elección que habían hecho para ella no le disgustaba. Se sentó con las piernas cruzadas delante de Goov, con la mirada hacia abajo.
Con gestos ceremoniosos, silenciosos, Mog-ur volvió a dirigirse a los espíritus: entonces mojó su dedo cordial en el tazón de pasta amarilla algo parda, y trazó la señal del tótem de Ovra sobre la cicatriz de la marca del tótem de Goov, simbolizando la unión de los espíritus de ambos. Metiendo nuevamente el dedo en el ungüento, pintó la marca de Goov sobre la de ella, para mostrar la dominación de él.
—Espíritu del Auroch, tótem de Goov, tu signo ha dominado el Espíritu del Castor, tótem de Ovra —expresó Mog-ur con gestos—. Que Ursus permita que así sea siempre. Goov: ¿aceptas a esta mujer?
Goov respondió dando un golpecito sobre el hombro de Ovra y haciendo le señas de que lo siguiera dentro de la cueva, al lugar recientemente delineado con piedras que ahora sería el hogar de Goov. Ovra dio un brinco y siguió a su nuevo compañero. No había tenido que opinar en el asunto, ni le habían preguntado si lo aceptaba. La pareja permanecería aislada, confinada al hogar durante catorce días, durante los cuales dormiría separada. Al final del aislamiento, una ceremonia se celebraría en la pequeña cueva entre los hombres, para consolidar la unión.
En el Clan, el apareamiento de dos personas era exclusivamente asunto espiritual, iniciado con una declaración ante el Clan entero pero consumado por el rito secreto que sólo atañía a los hombres. En aquella sociedad primitiva, el sexo era una cosa tan natural y poco restringida como dormir o comer. Los niños aprendían, al igual que otras habilidades y costumbres, observando a los adultos, y jugaban a acoplarse de la misma manera que imitaban otras actividades desde edad temprana. A menudo el joven que había llegado a la pubertad pero sin haber matado a su primer animal, y que existía en una especie de limbo entre niños y adultos, penetraba a una niña aun antes de que ésta hubiera tenido su primera menstruación. Los hímenes eran rotos desde muy pequeñas, aun cuando los varones se asustaban un poco cuando manaba sangre y se apresuraban en ignorar a la muchacha cuando sucedía.
Cualquier hombre podía tomar a cualquier mujer cuando lo deseaba para desahogarse, con excepción, por una tradición muy lejana, de sus hermanas. Por lo general, una vez que se había apareado una pareja, ambos se mantenían más o menos fieles por cortesía hacia la propiedad del prójimo, pero se consideraba peor que un hombre se dominara y no que tomara la mujer que tenía más cerca. Y la mujer no tenía empacho en hacer gestos tímidos y sutiles que se comprendían como sugerencias, cuando un hombre la atraía, y de ese modo provocaba sus avances. Para el Clan, una nueva vida se formaba mediante las esencias ubicuas de los tótems, y cualquier relación entre la actividad sexual y el nacimiento estaba fuera de su entendimiento.
Otra ceremonia se celebró para unir a Droog con Aga. Aun cuando la pareja estaría aislada del Clan, salvo para los demás miembros de su hogar, los que ahora compartían el hogar de Droog estaban en libertad de ir y venir como quisieran. Una vez que la segunda pareja entró en la cueva, las mujeres se agruparon alrededor de Iza y su hijita.
—Iza, es perfecta —expresó Ebra entusiasmada—. Tengo que admitir que me había preocupado un poco al enterarme de que habías quedado embarazada al cabo de tanto tiempo.
—Los espíritus me cuidaban —señaló Iza—. Un fuerte tótem ayuda a que una criatura sea saludable, una vez que ha sucumbido.
—Temía que el tótem de la niña pudiera tener malos efectos. Parece tan diferente, y su tótem es tan poderoso, que podría haber deformado al bebé
—comentó Aba.
—Ayla tiene suerte y me ha traído suerte —repuso rápidamente Iza, mirando a Ayla para ver si se había enterado. La niña estaba mirando a Oga que sostenía al bebe, y estaba cerca de Uba, sonriendo como si fuera suya. No se había enterado del comentario de Aba, pero como a Iza no le gustaban esas ideas abiertamente expresadas, preguntó: — ¿Acaso no nos ha traído suerte a todos?
—Pero no tuviste suerte suficiente para que fuera niño —replicó Aba, insistiendo.
—Yo quería una niña —dijo Iza.
— ¡Iza! ¡Cómo puedes decir semejante cosa! —Las mujeres estaban escandalizadas, pocas veces admitían preferir una niña.
—No la censuro —dijo Uka, saliendo en defensa de Iza—. Tienes un hijo lo cuidas, lo alimentas, lo crías y entonces, tan pronto como es adulto, se va. Si no lo matan cazando lo matan de otra manera. La mitad de los varones son muertos mientras ‘todavía son jóvenes. Por lo menos Ovra puede vivir unos cuantos años más.
Todas sentían pena por la madre que había perdido a su hijo en el derrumbe. Todas sabían cuánto luto había llevado. Ebra cambió de tema con tacto.
—Me pregunto cómo van a ser los internos en la nueva caverna.
—La caza ha sido buena, y hemos cosechado tanto y almacenado tanto que hay muchísimos alimentos en conserva. Los cazadores saldrán hoy, sin duda por última vez. Espero que haya suficiente espacio en la reserva para que ‘podamos congelar todo lo que traigan —dijo Iza—. Y parece que se están impacientando. Será mejor que les preparemos algo de comer.
Las mujeres dejaron de mala gana a Iza y su hijita y se aprestaron a hacer los desayunos. Ayla se sentó junto a Iza y la mujer rodeó a la niña con su brazo, sosteniendo al bebe con el otro, Iza se sentía a gusto: contenta de encontrarse afuera en aquel día de principios del invierno, frío soleado y vigorizante; contenta de la caverna y contenta de que Creb hubiera tomado la decisión de mantenerla; y contenta con la niña rubia, delgada y extraña que estaba junto a ella. Miró a Uba y después a Ayla: ‘Mis hijas —pensó la mujer—, y ambas son mis hijas. Todos saben que Uba será curandera, pero también Ayla lo será; me aseguraré de ello. Quién sabe, tal vez algún día llegue a ser una gran curandera.”