Capítulo 6

—El hijo de tu compañera se ha portado bien, Brun. Ha sido una matanza limpia y buena —dijo Zoug mientras los cazadores depositaban el animal sobre el suelo delante de la cueva—. Tienes un nuevo cazador del cual sentirte orgulloso. —Ha mostrado valentía y un brazo fuerte —expresó Brun por medio de gestos. Puso la mano en el hombro del joven, brillándole los ojos de orgullo. Broud se complacía en el cálido halago.

Zoug y Dorv examinaron con admiración al joven y potente toro, sintiendo una punzada de nostalgia por la excitación de la cacería y la emoción del éxito, olvidando los peligros y desilusiones que formaban parte de la ardua aventura que constituía la caza mayor. Como ya no podían cazar con los hombres más jóvenes y no querían quedar fuera de todo, los dos viejos habían pasado la mañana explorando las laderas boscosas en busca de presas pequeñas.

—Ya veo que Dorv y tú han hecho buen uso de las hondas. He olido la carne asada desde la mitad de la cuesta. —Brun prosiguió—: Cuando estemos instalados en la nueva cueva, habrá que encontrar un sitio para practicar. El Clan se beneficiaría si todos los cazadores tuvieran la misma habilidad que tú con la honda, Zoug. Y no falta mucho para que Vorn necesite entrenamiento.

El jefe tenía conciencia de la contribución que seguían haciendo los ancianos a la subsistencia del Clan, y quería que lo supieran. Los cazadores no siempre tenían éxito. Más de una vez la carne fue obtenida mediante los esfuerzos de los ancianos, y durante las fuertes nevadas del invierno, había ocasiones en que se conseguía más fácilmente carne fresca con ayuda de una honda. Proporcionaba un cambio agradable en su dieta invernal de carne seca en conserva especialmente al final de la temporada, cuando las provisiones heladas procedentes de las últimas cacerías del otoño llegaban a su fin.

—No hemos conseguido nada comparable a ese joven bisonte, pero si unos cuantos conejos y un castor muy gordo. La comida está dispuesta, solo estábamos esperando su regreso --expresó Zoug con un gesto-—. He visto cerca de aquí un calvero llano que podría servir como campo de prácticas.

Zoug, que había estado viviendo con Grod desde que murió su compañera, había estado perfeccionando su habilidad con la honda desde que abandonó las filas de los cazadores de Brun. Eso y las boleadoras eran las armas que más les costaban dominar a los hombres del Clan. Aunque sus brazos musculosos, de fuerte osamenta y ligeramente encorvados, tenían un tremendo poder, podían llevar a cabo tareas tan delicadas y precisas como chasquear el pedernal. El desarrollo de las articulaciones, en especial la manera en que músculos y tendones estaban unidos a los huesos, les proporcionaban una destreza manual precisa unida a una fuerza increíble. Pero había un inconveniente; el desarrollo mismo de las articulaciones restringía el movimiento del brazo; no podían formar un arco completo de oscilación libre, lo cual limitaba su capacidad para lanzar objetos.

Lo que debían pagar a cambio de su fuerza no era un buen control sino el apalancamiento.

Su lanza no era una jabalina lanzada a gran distancia, sino una lanza que se plantaba desde cerca con gran fuerza, El entrenamiento con la lanza o el garrote         era poco más que desarrollar músculos poderosos, pero aprender a emplear la honda o las boleadoras llevaba años de practica y concentración. La honda, una tira de cuero flexible unida en los dos extremos y hecha girar alrededor de la cabeza para darle impulso antes de soltar el canto rodado sostenido en el recipiente abultado del medio, exigía un gran esfuerzo y Zoug se enorgullecía de su habilidad para lanzar el canto con precisión. También lo enorgullecía que Brun contara con él para adiestrar a los jóvenes cazadores en el uso del arma.

Mientras Zoug y Dow recorrían las laderas cazando con honda, las mujeres estuvieron merodeando por el mismo terreno, y el apetitoso aroma de los alimentos guisándose hacían agua la boca de los cazadores. Eso les hacía comprender que la cacería era trabajo que abría el apetito. No tuvieron que esperar mucho.

Los hombres descansaron después de la comida, satisfechos y relatando una y otra vez los incidentes de la palpitante cacería, tanto por su propio placer como para que se enteraran Zoug y Dow. Broud, resplandeciente, disfrutan do de su nuevo prestigio y de las sinceras felicitaciones de sus nuevos pares, observó que Vorn lo miraba con una admiración ostensible. Hasta aquella mañana, Vorn y Broud habían sido iguales, y Vorn había sido su único compañero varón entre los niños del Clan, desde que Goov se hizo hombre.

Broud recordaba haber merodeado alrededor de los cazadores cuando volvían de la cacería, exactamente como lo hacia Vorn ahora. No tendría nunca más que permanecer fuera del círculo, ignorado por los hombres y escuchando ávidamente sus historias; ya no estaría sometido a las órdenes de su madre ni de las demás mujeres mandándole ayudar en las tareas. Ahora era un cazador, un hombre. Sólo le faltaba a su posición masculina la ceremonia final, y ésta formaría parte de la ceremonia de la cueva, lo cual lo haría particularmente memorable y afortunada.

Cuando eso sucediera, sería el varón de menor rango, pero no le importaba mucho. Cambiaría, pues su lugar estaba ya predeterminado. Era el hijo de la compañera del jefe; algún día el manto de la jefatura recaería en él. Vorn había sido insoportable a veces, pero ahora Broud podía permitirse mostrase magnánimo. Fue hacia el niño de cuatro años, sin dejar de percatarse de cómo los ojos de Vorn se encendían con un anhelo expectante al ver aproximarse al nuevo cazador.

—Vorn, creo que ya eres bastante grande —expresó Broud con un ademán algo pomposo tratando de parecer más viril—. Voy a hacerte una lanza. Es hora de que empieces a entrenarte para ser cazador.

Vorn se retorció de gusto, y una adulación pura brillaba en sus ojos al contemplar al joven que tan recientemente había obtenido el codiciado título de cazador.

—Sí —asintió vigorosamente mostrando su acuerdo—. Ya soy bastante grande, Broud —expresó tímidamente el mocito, y señalando la fuerte lanza con la punta manchada de sangre oscura— ¿Puedo tocarla?

Broud tendió la punta de su lanza hacia el suelo delante del niño. Vorn acercó poco a poco su mano y tocó la sangre seca del enorme bisonte que ahora yacía sobre el suelo delante de la cueva.

— ¿Tuviste miedo, Broud? —preguntó.

—Brun dice que todos los cazadores se sienten nerviosos en su primera cacería —respondió Broud, reacio a confesar sus temores.

— ¡Ahí estás tú, Vorn! ¡Debí imaginármelo! Se supone que ayudarías a Oga a recoger leña --dijo Aga, al ver a su hijo que se había escurrido lejos de mujeres y niños. Vorn fue caminando detrás de su madre, echando miradas por en cima del hombro a su nuevo ídolo. Brun había estado observando al hijo de su compañera con aprobación: es señal de un buen jefe, pensaba, no olvidarse del muchacho sólo porque todavía es niño. Algún día Vorn será cazador, y cuando Broud sea jefe, recordará una amabilidad que tuvo con él de niño.

Broud observó a Vorn mientras éste iba a la zaga de su madre arrastrando los pies. Apenas el día anterior Ebra había ido a buscarlo a él para que ayudara en las tareas, recordó. Echó una mirada a las mujeres que estaban cavando un hoyo, y sintió el deseo de alejarse para que su madre no lo viera, pero entonces vio que Oga estaba mirándolo: “Mi madre no puede seguir diciéndome lo que debo hacer; no soy un niño soy un hombre. Ella me tiene que obedecer ahora—pensaba Broud hinchando algo el pecho—. Me obedece ¿no es cierto?... y Oga ¿está mirando?’

— ¡Ebra! ¡Tráeme agua para beber! —ordenó imperiosamente, fanfarroneando delante de las mujeres. Casi esperaba que su madre lo mandara a él por leña. Técnicamente no sería hombre hasta después de la ceremonia de su virilidad.

Ebra alzó la mirada hacia él y sus ojos se llenaron de orgullo. Ese era su niñito que tan eficazmente había cumplido su misión, su hijo, que había alcanzado la prestigiada posición de hombre. Brincó, fue a la poza junto a la cueva y volvió rápidamente trayendo agua, mirando altaneramente a las demás mujeres como diciendo: “¡Miren a mi hijo! ¿No es un hombre hermoso? ¿No es un valiente cazador?”

La presteza de su madre y su mirada orgullosa le hicieron perder su ánimo defensivo y lo predispusieron en su favor, demostrándoselo con un gruñido de reconocimiento. La respuesta de Ebra le proporcionó casi tanto placer como la cabeza modestamente inclinada de Oga y la mirada de adoración que sorprendió en sus ojos que lo seguían mientras se alejaba.

Oga había sufrido gran tristeza por el deceso de su madre, tan pronto después de la muerte del compañero de ésta. Por ser hija única de la pareja y a pesar de ser niña, había sido muy amada por ambos. La compañera de Brun fue buena con ella cuando se trasladó a vivir con la familia del jefe, sentándose con ellos y caminando tras Ebra mientras buscaban una cueva. Pero Brun la asustaba. Era más serio que el compañero de su madre; su responsabilidad arrojaba una pesada carga sobre sus hombros. La preocupación principal de Ebra era Brun, y nadie disponía de mucho tiempo para conceder a la huérfana mientras viajaban. Pero Broud la había visto sentada sola y contemplando tristemente las llamas una noche. Oga se sintió abrumada de gratitud cuando el orgulloso muchacho, casi un hombre que raras veces le había prestado atención anteriormente, fue a sentarse su lado y le rodeó los hombros con su brazo mientras ella desahogaba su pena.

Desde aquel momento Oga vivió con un solo deseo; cuando se convirtiera en mujer, deseaba ser entregada a Broud como su compañera.

El sol del atardecer era cálido en el aire inmóvil. Ni una leve brisa agitaba una sola hoja. El silencio expectante estaba perturbado únicamente por el zumbido de las moscas, que se saciaban con los restos de comida, y el ruido de las mujeres que cavaban una fosa para asar.

Ayla estaba sentada junto a Iza mientras la curandera buscaba la bolsa roja en su bolsa de piel de nutria. La niña había andado tras ella el día entero, pero ahora Iza tenía que efectuar con Mog-ur ciertos ritos destinados a la preparación del importante papel que debería desempeñar al día siguiente en la ceremonia de la cueva, puesto que ya estaban seguros de que habría una. Condujo a la niña que la seguía hacia el grupo de mujeres que excavaban un profundo hoyo no lejos de la boca de la cueva. Se forraría con piedras y se encendería adentro un gran fuego que habría de arder toda la noche. Por la mañana, el bisonte desollado y descuartizado envuelto en hojas, sería bajado a la fosa, lo cubrirían con más hojas y una capa de tierra, y se quedaría cociéndose en el horno de piedras hasta el crepúsculo.

La excavación era un trabajo lento y fastidioso. Se usaban palos agudos para cavar, para romper la tierra que se vaciaba a puñados lanzados a un manto de cuero que después se sacaba del foso y se vaciaba. Pero una vez cavado el foso podría servir muchas veces; lo único que necesitaría sería que le quitaran las cenizas de vez en cuando. Mientras las mujeres cavaban, Oga y Vom, bajo la mirada vigilante de Ovra, la hija soltera de Uka, recogían leña y llevaban piedras desde el río.

Al acercarse Iza llevando a la niña de la mano, las mujeres interrumpieron su trabajo.

—Tengo que ver a Mog-ur —explicó Iza con un ademán. Entonces dio un empujoncito a Ayla hacia el grupo. La niña se disponía a seguir a Iza cuando ésta se volvió para alejarse, pero la mujer meneó la cabeza y la empujó de nuevo hacia las mujeres antes de alejarse rápidamente.

Era el primer contacto de Ayla con cualquiera del Clan que no fuera Iza o Creb, y se sintió perdida y tímida lejos de la presencia reconfortante de Iza. Se quedó plantada en el lugar, mirando sus pies con nerviosismo y alzando de vez en cuando una mirada llena de aprensión. Contra todos los principios de cortesía, todo el mundo estaba mirando a la delgada niña de piernas largas con aquella Cara chata tan peculiar y una frente tan abombada. Todos habían sentido curiosidad por la niña pero ésta era la primera oportunidad que se les brindaba de verla de cerca.

Finalmente Ebra rompió el hechizo:

—Puede recoger leña —indicó la mujer del jefe con un movimiento silencioso hacia Ovra, y después se puso otra vez a cavar.

La joven se dirigió a un grupo de árboles y troncos caídos. Oga y Vorn apenas podían alejarse. Ovra hizo una señal impaciente a los dos niños y después también a Ayla. Esta creyó comprender el gesto, pero no estaba segura de lo que se esperaba de ella. Ovra volvió a hacerle seña y después se volvió para dirigirse a los árboles. Los dos miembros del Clan que más se aproximaban a la edad de Ayla siguieron renuentemente a Ovra. La niña los miró alejarse y después dio un par de pasos vacilantes en su dirección.

Cuando llegó a los árboles Ayla se quedó un rato observando cómo Oga y Vom recogían ramas secas mientras Ovra daba hachazos a un tronco caído de buenas dimensiones con su hacha de piedra. Oga, que volvía para depositar una carga de leña junto al foso, empezó a arrastrar hacia el montón de leña una parte del tronco que Ovra había desprendido. Ayla la vio esforzarse y acudió en su ayuda. Se inclinó para levantar el extremo opuesto del tronco y mientras ambas se enderezaban miró a los oscuros ojos de Oga. Se detuvieron y se quedaron mirándose un momento.

¡Las dos niñas eran tan diferentes y sin embargo tan llamativamente parecidas! Surgida de la misma semilla antigua, la progenie de su antepasado común tomó caminos alternos, conduciendo ambos a una inteligencia ricamente desarrollada pero diferente. Ambas sapientes, la brecha que las separaba no era grande, pero la sutil diferencia creaba un destino muy diferenciado.

Sosteniendo cada una de ellas un extremo del leño, Ayla y Oga lo llevaron hasta el montón de leña. Mientras regresaban, una junto a la otra, las mujeres de tuvieron nuevamente su trabajo y las miraron alejarse. Las dos niñas tenían casi la misma estatura, aun cuando la más alta doblaba casi la mitad de la otra. Una era esbelta, de extremidades rectas y cabellos claros; la otra, regordeta, de piernas arqueadas, más morena. Las mujeres las compararon, pero las niñas, como pasa en todas partes con los niños, olvidaron pronto sus diferencias. Compartir facilitaba la tarea, y antes de terminar el día, habían hallado la manera de comunicarse y de agregar un elemento de juego al trabajo.

Aquella noche se buscaron y se sentaron juntas para cenar, disfrutando el placer de una compañía más próxima a su estatura. Iza se alegró de ver que Oga aceptaba a Ayla y esperó hasta que hubiera oscurecido para llevarse a la niña a la cama. Se siguieron con la mirada al separarse, después Oga se volvió y llegó hasta sus pieles junto a Ebra. Hombres y mujeres seguían durmiendo separados; la prohibición de Mog-ur no se retiraría antes de que se mudaran a la cueva.

Iza abrió los ojos al sentir el primer destello del alba. Se quedó quieta, escuchando la melodiosa cacofonía de los trinos, los gorjeos, gorgoritos y silbidos de las avecillas al saludar el nuevo día. Muy pronto, se decía, abriría los ojos entre murallas de piedra. No le importaba dormir afuera mientras el clima fuera clemente, pero anhelaba la seguridad de los muros. Sus pensamientos le hicieron recordar todo lo que tendría que hacer ese día, y pensando en la ceremonia de la cueva con excitación creciente se levantó rápidamente.

Creb ya estaba despierto. Se preguntó si habría dormido; seguía sentado en el mismo lugar en que lo dejó la noche anterior, contemplando el fuego en un silencio meditativo. Empezó a calentar agua y para cuando le llevó su té matutino a base de menta, alfalfa y hojas de ortiga, ya estaba Ayla sentada junto al hombre tullido. Iza dio a la niña un desayuno de restos de la cena de la noche anterior. Los hombres y mujeres no probarían bocado ese día hasta el banquete ritual.

Al terminar la tarde, deliciosos aromas se desprendían de los diversos fuegos en que se guisaban los alimentos e impregnaban el área próxima a la cueva. Utensilios y demás trastos para cocinar que se habían recuperado de su antigua cueva y habían sido transportados en los paquetes por las mujeres, se encontraban dispuestos. Hechos con arte, canastos tupidamente trenzados a prueba de agua de textura y diseño sutiles, creados mediante leves cambios en el tejido, se usaban para sacar agua de la poza y como ollas y recipientes para cocer. Los tazones de madera se empleaban de manera similar. Huesos de costilla servían para revolver, anchos huesos pélvicos eran platos y platones, junto con delgadas secciones de troncos Los huesos de la quijada y de la cabeza servían de cucharas, tazas y tazones. Corteza de abedul pegada con goma balsámica, en algunos puntos reforzada con un nudo bien colocado de tripa, eran doblados de distintas formas para muchos usos.

En una piel de animal colgada de un marco unido por correas encima de un fuego hervía un sabroso caldo. Se vigilaba constantemente para que el líquido no mermara demasiado. Mientras el nivel del caldo estuviera por encima del nivel que alcanzaban las llamas, mantenía la temperatura de la olla de cuero demasiado baja para quemarse. Ayla miraba cómo Uka revolvía trozos de carne y hueso del cuello del bisonte que estaban cociéndose con cebollas silvestres, fárfara salada y otras hierbas. Uka lo probó, y después agregó tallos de cardo, hongos, capullos y raíces de lirio, berros, capullos de asclepiadea, pequeños ñames verdes, arándanos traídos de la otra cueva y flores marchitas de los lirios del día anterior, para espesarlo.

Las duras y fibrosas raíces viejas de la espadaña habían sido machacadas para quitarles las fibras. Arándanos secos que habían llevado consigo y granos re secos y molidos fueron añadidos al almidón resultante que se asentó en el fon do de las canastas de agua fría. Mendrugos de para oscuro y plano, sin levadura, cocían sobre piedras calientes cerca del fuego. Hojas verdes de cenicilla, quenopodio, calvo fresco y hojas de amargón sazonadas con fárfara se cocían en otra olla, y una salsa de manzanas secas y ácidas mezcladas con pétalos de rosa silvestre y un afortunado hallazgo de miel, humeaban junto al otro fuego.

Iza se había sentido particularmente complacida al ver regresar a Zoug de una excursión por la estepa con un manojo de perdices blancas. Esas aves pesa das, que volaban bajo y eran fáciles de cazar a pedradas de la honda del tirador, eran las predilectas de Creb. Rellenas de hierbas aromáticas y de verduras comestibles que envolvían sus huevos enteros, rodeadas de hojas de vid, las sabrosas aves estaban cocinándose en un foso más pequeño forrado con piedras. Liebres y gigantescas marmotas, desolladas y atravesadas por brochetas, se asaban sobre carbones ardientes, y montones de diminutas fresas del bosque brillaban, muy rojos, al sol.

Era un banquete digno de la ocasión.

Ayla estaba impaciente; había vagado sin rumbo todo el día alrededor del área de la cocina. Iza y Creb estaban casi todo el tiempo por un lado y por otro, y Iza estaba cerca, tenía que hacer. También Oga estaba trabajando afanosamente con las mujeres, preparando el festín, y nadie tenía tiempo ni deseos de tomarse molestias por la niña. Después de unas cuantas palabras ásperas y empujones no muy amables de las atareadas mujeres, trató de mantenerse fuera del ajetreo.

Cuando las largas sombras del sol crepuscular se extendieron sobre la tierra roja delante de la boca de la cueva, una quietud expectante se apoderó del Clan. Todos se reunieron alrededor del ancho foso en el que se estaban asando los cuartos traseros del bisonte. Ebra y Uka comenzaron a retirar la tierra caliente que los cubría. Sacaron hondas blandas y quemadas, y expusieron al animal sacrificatorio en una nube de vapor que ponía agua en la boca. Tan tierna que casi se desprendía de los huesos, la carne fue sacada con precaución. Sobre Ebra, la compañera del jefe, recaía el deber de cortar y servir, y su orgullo resultaba evidente cuando entregó el primer trozo a su hijo.

Broud no mostró falsa modestia al adelantarse para recibir lo que le correspondía. Una vez que todos los hombres estuvieron servidos, las mujeres recibieron su parte, y después los niños. Ayla fue la última, pero había más que suficiente para todos, y todavía sobraría. El siguiente silencio que imperó era el resultado de tener a todo el Clan devorando afanosamente su cena.

Fue un banquete prolongado, y unos y otros volvían para servirse un poco más de bisonte o algo de su platillo predilecto. Las mujeres habían trabajado mucho, pero su recompensa no era solamente recibir las felicitaciones del Clan satisfecho; no iban a tener que guisar durante unos cuantos días. Todos descansaron después de la cena, preparándose para una velada prolongada.

Las sombras seguían alargándose, y cuando se fundieron en la media luz grisácea que anuncia la proximidad de la noche, el humor de perezoso atardecer se alteró sutilmente. Se cargó de expectativa . Ante una mirada de Brun, las mujeres limpia rápidamente los residuos del banquete y ocuparon sus lugares alrededor de una hoguera sin encender en la boca de la cueva. El aspecto desigual del grupo contradecía la formalidad de las posiciones que ocupaban. Las mujeres se encontraban situadas, unas respecto a otras, en relación con su posición dentro de Clan. Los hombres reunidos del otro lado constituían un patrón de acuerdo con su lugar jerárquico dentro del Clan, pero Mog-ur no estaba visible.

Brun, más cerca del frente, hizo una seña a Grod, quien avanzó con digna lentitud y de su cuerno de bisonte sacó un carbón encendido. Era el carbón más importante de todo el linaje de carbones iniciados con el fuego prendido en los escombros de la vieja cueva. Una continuación de aquel fuego simbolizaba la continuación de la vida del Clan. Encender ese fuego en la entrada significaba la reclamación de la cueva, su establecimiento como lugar de residencia del Clan.

El fuego controlado era un artificio creado por el hombre, esencial para la vida en un clima frío. Inclusive el humo poseía propiedades benéficas; su mero olor evocaba una sensación de hogar y seguridad. El humo del fuego de la cueva, filtrándose por la caverna hasta el alto techo abovedado, encontraría su camino por grietas y resquicios para salir. Se llevaría consigo cualesquiera fuerzas invisibles que pudieran serles nefastas, purgaría la cueva y la impregnaría con su esencia, la esencia del humano.

Encender el fuego era un rito suficiente para purificar la cueva y reclamarla, pero había tantos otros ritos que se celebraban al mismo tiempo que habían llegado casi a ser considerados como parte de la ceremonia de la cueva. Uno de ellos era familiarizar a los espíritus de sus tótems protectores con su nuevo hogar, cosa que solía llevar a cabo el Mog-ur acompañado exclusivamente de miembros varones. A las mujeres se les autorizaba su propia celebración, lo cual era la causa de que Iza hiciera una bebida especial para los hombres.

La cacería exitosa demostró ya que sus tótems aprobaban el lugar, y el que se confirmaba su intención de convertirlo en hogar permanente, aun cuando en ocasiones el Clan podría ausentase durante largos períodos en ciertas épocas. También los espíritus totémicos viajaban, pero mientras los miembros del Clan tuvieran sus amuletos, sus tótems podrían seguirles la pista desde la cueva y acudir adonde fueran necesarios.

Puesto que de todas maneras los espíritus estarían presentes en la ceremonia de la cueva, se podían incluir otras ceremonias, y a menudo así se hacía. Cualquier ceremonia se veía ensalzada por la asociación con el establecimiento de un nuevo hogar y, a su vez, incrementaba el nexo territorial del Clan. Aun cuando cada clase de ceremonia tenía su propio ritual que no cambiaba nunca, los ocasionales ceremoniales tenían caracteres distintos, según los ritos que se llevaran a cabo.

Mog-ur, generalmente después de haber consultado con Brun, decidía cómo se desarrollarían las diferentes partes para constituir la celebración total, pero era cosa orgánica que dependía de cómo se sintieran. La ceremonia presente comprendería la ceremonia de la virilidad de Broud, además de una para nombrar los tótems de ciertos niños, puesto que había que hacerlo y todos deseaban complacer a los espíritus. El tiempo no era factor de importancia —tardarían lo que fuera necesario— pero si se hubieran visto apremiados o en peligro, con encender un fuego habría bastado para que la cueva fuera suya.

Con una gravedad justificada por la importancia de la tarea, Grod se arrodilló, puso la brasa ardiente sobre la leña seca y empezó a soplar. El Clan se inclinó hacia adelante, ansiosamente, y contribuyó a lanzar su aliento en un suspiro común al ver lenguas llameantes lamer los palitos secos en su primer saboreo fatal. El fuego prendió y, súbitamente, surgiendo de ninguna parte, una espantosa figura se vio de pie junto al fuego, sus llamaradas parecieron envolverla en su centro. Tenía el rostro colorado y coronado por una espantosa calavera blanca que parecía colgar dentro del fuego mismo, sin que la energía radiante transmitida por los zarcillos ascendentes la alterara.

Ayla no vio la flameante aparición al principio y se quedó boquiabierta al percatarse de su presencia. Sintió que la mano de Iza aseguraba la suya para tranquilizarla. La niña sentía las vibraciones del golpetear sordo de los palos de las lanzas sobre el suelo y se echó hacia atrás cuando el nuevo cazador brincó frente a las llamas en el momento en que Dorv redoblaba un contrapunto rítmico y agudo en un instrumento de madera, como un enorme tazón apoyado con la abertura hacia abajo contra un leño.

Broud se agazapó y miró a lo lejos, con la mano cubriéndole los ojos ante un sol inexistente, mientras otros cazadores brincaban para unírsele en una representación de la cacería del bisonte. Su habilidad en la pantomima era tan evocadora, refinada durante generaciones de comunicarse mediante gestos y señales, que se recreaba la intensa emoción de la caza. Inclusive la extraña de cinco años de edad se sentía cautivada por el impacto del drama. Las mujeres del Clan, que percibían los finos matices, se sintieron transportadas a las calurosas llanuras polvorientas. Percibían el tronar de las pezuñas que hacían vibrar la tierra; sentían en la boca el polvo sofocante; compartían la excitación gloriosa de la matanza. Era un privilegio poco frecuente para ellas, ser autorizadas a echar esa mirada hacía la sacrosanta vida de los cazadores.

Desde el principio, Broud se encargó de dirigir la danza. Había sido su matanza y ahora era su noche. Experimentaba las emociones de los demás, sentía cómo las mujeres se estremecían de temor, y él respondía con una actuación más apasionadamente intensa. Broud era un actor consumado y nunca estaba más en su elemento que cuando constituía el centro de la atención. Jugaba con las emociones de su auditorio, y el temblor extático que pasó entre las mujeres cuando repitió su lanzada final, encerraba una calidad erótica. Mog-ur, observando desde el otro lado de la hoguera, no se sintió menos impresionado: a menudo veía cuando los hombres hablaban de la cacería, pero sólo durante estas ceremonias, poco frecuentes, podía compartir la experiencia en algo que se aproximaba a la profundidad de su excitación. “El muchacho lo hizo bien”, pensó el mago, dando vuelta alrededor del fuego, “se ha ganado la marca de su tótem. Quizá merezca que se le deje presumir un poco.”

El salto final del joven lo puso directamente frente al poderoso hombre de la magia, mientras el sordo ritmo golpeado y el contrapunto entrecortado y lleno de excitación terminaban con un floreo. El viejo mago y el joven cazador estaban frente a frente. También Mog-ur sabía desempeñar su papel. El maestro del momento esperaba, dejando que la excitación de la danza de los cazadores fuera calmándose y que surgiera un sentimiento de expectación. Su figura voluminosa y torcida, cubierta de una piel de oso, se recortaba sobre el fuego llameante. Su rostro, pintado de ocre, estaba sombrado por su propia estructura, haciendo que sus rasgos constituyeran un borrón indefinible con el ojo asimétrico y ominoso d: un demonio sobrenatural.

La quietud de la noche sólo era perturbada por el fuego que restallaba, una leve brisa que susurraba entre los árboles, y la carcajada aullante de una hiena a la distancia. Broud jadeaba con los ojos muy brillantes, en parte por el cansancio de la danza, en parte por la excitación y el orgullo, pero más aún por un temor creciente, inquietante.

Sabía lo que vendría después; y cuanto más tardara más tendría que es forzarse por dominar un escalofrío que era como un temblor. Era hora de que Mog-ur le labrara la marca de su tótem en la carne. No había querido pensar en ello, pero ahora que había llegado el momento, Broud sentía que su temblor era de algo más que el dolor; el mago proyectaba un aura que llenaba al joven de un temor mucho más grande.

Estaba avanzando por la orilla del mundo de los espíritus; el lugar contenía seres muchísimo más aterradores que el gigantesco bisonte. A pesar de su fuerza y su volumen, el bisonte era sólido, al menos, se trataba de una criatura de sustancia del mundo físico, criatura con la que el hombre podía vérselas. Pero las fuerzas invisibles, y sin embargo, más poderosas, que podrían hacer temblar la tierra eran algo totalmente distinto. Broud no era el único de los presentes que trataba de disimular un escalofrío cuando el recuerdo del terremoto recientemente sufrido se apoderaba de su mente. Sólo los hombres santos, los Mog-ures se atrevían a enfrentarse a ese plano insustancial, y el joven supersticioso deseaba que éste, el más grande entre todos los Mog-ures, se apresurara y terminara pronto su prueba.

Como en respuesta a la silenciosa súplica de Broud, el mago alzó el brazo fijó la mirada en la luna creciente. Entonces, con movimientos suaves, comenzó una invocación apasionada; pero su auditorio no era el Clan hipnótico que lo observaba; su elocuencia se dirigía al mundo etéreo, aun cuando no menos real, de los espíritus; y sus movimientos eran elocuentes. Empleando todos los expedientes sutiles de la postura, todos los matices del gesto, el hombre manco había superado su deficiencia para el lenguaje. Resultaba más expresivo con su único brazo que la mayoría de los hombres con dos. Para cuando terminó, los miembros del clan estaban enterados de que se encontraban rodeados por la esencia de sus tótems protectores y un sinnúmero de espíritus desconocidos, y el escalofrío de Broud se convirtió en un tiritar irrefrenable.

Entonces veloz, tan instantáneamente que unas cuantas gargantas se quedaron sin resuello, el mago hizo surgir bruscamente un afilado cuchillo de piedra de uno de los pliegues de su manto, y lo sostuvo muy por encima de su cabeza. Arrojó rápidamente el agudo instrumento, sumiéndolo casi en el pecho de Broud: pero en un movimiento perfectamente controlado, Mog-ur se retuvo de una penetración fatal; en cambio, ambas cunas y en la misma dirección, uniéndolas en un punto que parecía el extremo del cuerno de un rinoceronte.

Broud cerró los ojos pero no se arredró mientras el cuchillo le partía la piel. La sangre surgió y empezó a correr, bajándole por el pecho en rojos chorritos. Goov se presentó junto al mago, sosteniendo un tazón con bálsamo hecho con la grasa derretida del bisonte mezclada con cenizas antisépticas de la madera de un fresno. Mog-ur embarró la herida con la grasa negra, deteniendo la hemorragia y asegurándose de que se formaría una cicatriz negra. La marca anunciaba a todos los que la vieran que Broud era un hombre; un hombre que estaría por siempre bajo la protección del Espíritu del formidable, impredecible Rinoceronte Lanudo.

El joven regresó a su lugar, claramente consciente de la atención que se concentraba en él y disfrutando de ella a fondo, ahora que lo había pasado. Es taba seguro de que su valentía y su habilidad en la caza, su interpretación evocativa durante la danza, su aceptación sin vacilaciones de la marca de su tótem, serian tema de animadas comidillas tanto de hombres como de mujeres y por mucho tiempo. Pensaba que podría convertirse en leyenda, en una historia que se repetiría muchas veces durante los largos inviernos que confinaban el Clan a la caverna y se relataría en las Reuniones del Clan, “De no ser por mí —se decía—, no tendríamos esta cueva. De no haber matado yo al bisonte, no tendríamos ceremonia, seguiríamos buscando una cueva.” Broud había empezado a creer que la nueva cueva y toda la ocasión de la celebración se debían exclusivamente a él.

Ayla observaba el ritual fascinada y llena de temor, incapaz de reprimir un estremecimiento ante e temible y voluminoso hombre que apuñaló a Broud y le sacó sangre. Retrocedió cuando Iza condujo hacia el mago aterrador y Vestido de oso, preguntándose lo que le haría a ella. Aga, con Oria en sus brazos, Iza sosteniendo a Borg, también se acercaban a Mog-ur. Ayla se alegró de que ambas mujeres se alinearan junto a Iza y ella.

Ahora Goov tenía en sus manos una canasta cerradamente tejida y teñida de rojo por las muchas veces que se había usado para contener el ocre rojo sagrado molido en polvo fino y calentado con grasa de animal para formar una pasta de fuerte color. Mog-ur miró por encima de las cabezas de las mujeres que tenía por delante, hacia el trozo de luna en el cielo. Hizo gestos en el lenguaje oficial sin palabras, pidiendo a los espíritus que se acercaran y observaran a los niños cuyos tótems protectores iban a ser revelados. Entonces, metiendo un dedo en la pasta roja, formó una espiral en la cadera del niño, parecida a la colita en tirabuzón del cerdo silvestre. Un murmullo bajo y áspero surgió del Clan, mientras todos hacían gestos comentando lo apropiado del tótem.

—Espíritu del Jabalí: el niño Borg queda bajo tu protección —manifestaron los signos hechos por la mano del mago mientras pasaba una bolsita colgada de una cuerda por la cabeza del niño.

Iza inclinó la cabeza asintiendo, y el movimiento implicaba la sugestión de que estaba complacida. Era un espíritu fuerte y respetable, y la mujer sentía la corrección inherente al tótem para su hijo. Entonces se hizo a un lado.

El mago volvió a invocar a los espíritus y metiendo la mano en la canasta roja que sostenía Goov, trazó un círculo sobre el brazo de Ona con la pasta.

—Espíritu de la Lechuza —proclamaron sus ademanes—, la niña Ona está colocada bajo tu protección. —Entonces Mog-ur pasó al cuello de la niña el amuleto hecho por su madre. Una vez más hubo una sub-corriente de gruñidos mientras las manos se agitaban comentando el fuerte tótem que protegía a la niña. A se sentía feliz. Su hija estaba bien protegida, y además eso quería decir que el hombre con quien se acoplan no podría tener un tótem débil. Sólo esperaba que no le dificultara demasiado el tener hijos.

El grupo se inclinó hacia adelante con interés al ver apartarse a Asa y a Iza tomar a Ayla en brazos. La niña había perdido el miedo. Ahora que estaba más cerca, se daba cuenta de que la imponente figura de rostro rojo no era sino Creb, y en el ojo de éste había un destello cálido cuando la miró.

Con asombro del Clan, los gestos del mago fueron diferentes cuando invocó a los espíritus para que asistieran al ritual. Eran los gestos que hacía cuando nombraba a un recién nacido a los siete días de su vida. La niña extraña no sólo iba a saber cual era su tótem: ¡iba a ser adoptada por el Clan! Metiendo el dedo en la pasta, Mog-ur trazó una línea desde el medio de la frente, el lugar donde la gente del Clan tenía la unión de los arcos óseos de las cejas, hasta la punta de su naricilla.

—La niña se llama Ayla —dijo, pronunciando lentamente el nombre, con mucho cuidado, para que el Clan y los espíritus lo comprendieran.

Iza se volvió frente a la gente que presenciaba la ceremonia. La adopción de Ayla había resultado una sorpresa tan grande para ella como para el resto del Can, y la niña podía sentir cómo le palpitaba rápidamente el corazón. “Eso tiene que significar que es mi hija, mi primera hija —pensó---. Sólo una madre sostiene a la criatura cuando le ponen nombre y la reconocen como miembro del Clan. ¿Hace siete días que me la encontré? Tendré que preguntárselo a Creb, pero creo que sí. Tiene que ser mi hija, ¿quién más podría ser su madre ahora?”

Todas las personas pasaron, una por una, delante de Iza que sostenía en brazos a la niña de cinco años, como si fuera un bebé, y cada una de ellas repitió su nombre con diversos grados de exactitud, Entonces Iza se volvió de frente al mago. Este alzó la mirada y llamó a los espíritus para que se reunieran una vez más. El Clan aguardaba a la expectativa. Mog-ur se percataba de su atención anhelante y la aprovechaba. Con movimientos lentos y deliberados, estirando el momento para que durara el suspenso, tomó un trocito de la pasta roja y aceitosa y pintó una línea directamente sobre uno de los arañazos casi curados que tenía Ayla en la pierna.

“¿Qué significa eso? ¿Qué tótem es ése?” El Clan expectante estaba intrigado. El hombre santo volvió a meter el dedo en la canasta roja y pintó una segunda línea en el arañazo siguiente. La niña sintió que Iza empezaba a temblar. Nadie más se movía, no se oía respirar a nadie. Con la tercera línea, Brun, con un ceño iracundo, intentó cruzar la mirada con el Mog-ur, pero el mago evadió el encuentro. Cuando se trazó la cuarta línea, todo el Clan lo sabía pero no quería creerlo. Al fin y al cabo, no en esa la pierna. Mog-ur volvió la cabeza y miró directamente a Brun al hacer el gesto final.

—Espíritu del León Cavernario, la niña Ayla queda bajo tu protección.

El movimiento oficial de la mano apartó la última duda. Cuando Mog-ur pasó el amuleto por la cabeza de la niña, las manos de los miembros del Clan se agitaban revelando una sorpresa escandalizada. “¿Era posible? ¿Podía corresponder a una niña uno de los tótems masculinos más fuertes? ¿El León Cavernario?”

La mirada de Creb se sumió en los ojos iracundos de su hermano con firmeza e indiferencia. Por un instante las dos voluntades libraron una silenciosa batalla. Pero Mog-ur sabía que la lógica de un tótem de León Cavernario para la niña era implacable; por ilógica que pareciera en una mujer la protección de un espíritu tan fuerte. Mog-ur sólo había subrayado lo que el propio León Cavernario había hecho. Brun no había puesto nunca anteriormente en tela de juicio las revelaciones de su hermano tullido pero por alguna razón se sintió engañado por el mago. No le gustaba, pero tenía que admitir que nunca había visto que un tótem estuviera obviamente corroborado... Fue el primero en apartar la mirada, pero no se sentía feliz,

La idea de recibir dentro del Clan a la niña extraña le había costado bastante, pero este tótem suyo era demasiado. Era irregular, no se sometía a las convenciones. A Brun no le agradaban las anomalías en su bien organizado Clan. Apretó con determinación sus fuertes quijadas. “No habría más desviaciones. Si la niña iba a ser miembro del Clan tendría que someterse, con León Cavernario o sin él.

Iza había quedado pasmada. Sosteniendo aún en brazos a la niña, inclinó la cabeza en señal de aceptación. Si así lo había decretado Mog-ur, así sería. Sabia que el tótem de Ayla era fuerte. . . pero un ¿león cavernario? De sólo pensarlo sintió aprensión; ¿una hembra, con el más fuerte de los felinos por tótem? Ahora si que estaba segura de que Ayla nunca se acoplaría. Eso fortalecía su decisión de enseñar a la pequeña la magia médica, con el fin de que tuviera posición por si misma. Creb la había nombrado, la había reconocido y había revelado su tótem mientras la curandera la sostenía en sus brazos. Si eso no hacia de la niña una hija suya ¿qué? El nacimiento mismo no era una garantía de aceptación. Iza recordó repentinamente que si todo seguía bien, ella se encontraría en pie frente al mago antes de poco, con un bebé en brazos. Ella, que había carecido de hijos por tanto tiempo, pronto se encontraría con dos.

El Clan estaba alborotado, y el asombro se revelaba en gestos y rostros.

Algo cohibida, Iza retornó a su lugar en medio de las miradas sorprendidas de hombres y mujeres. Todos se esforzaban por no quedarse mirándolas, a ella y la niña —era una falta de cortesía mirar directamente—, pero había un hombre que hacia algo más que mirar.

La expresión de odio de los ojos de Broud mientras miraba a la niña espantó a Iza. Trató de colocarse entre ambos, de proteger a Ayla de la mirada malévola del orgulloso joven. Broud podía comprobar que no era él el centro de la atención; ya nadie hablaba de él. Se había olvidado su potente hazaña que aseguraba la cueva como hogar aceptable, se había olvidado su maravillosa danza así como su valor estoico cuando Mog-ur labró el tótem sobre su pecho. El bálsamo astringente y antiséptico dolía más que el corte —todavía punzaba— pero ¿se fijaba alguien en lo valerosamente que aguantaba el dolor?

Nadie se estaba fijando en él. Los ritos del paso de la vida de los muchachos a la de los hombres se producía con regularidad ordinaria, inclusive para el muchacho que habría de ser jefe. No se comparaban con el pasmo y lo inesperado de la revelación sin precedentes que hizo Mog-ur acerca de la niña extraña. Estaban diciendo que la niña fea había hallado el nuevo hogar. — “¡Y qué, que su tótem sea el León Cavernario! —pensaba Broud con petulancia—. ¿Fue ella quien mató al bisonte?” Se suponía que esa noche sería de él, que sería el centro de la atención, se suponía que él sería objeto de la admiración y el pavor del Clan, pero Ayla le había robado su noche.

Miraba a la niña extraña, pero al ver que Iza corría hacia el campamento junto al río, su atención volvió a Mog-ur. Pronto, muy pronto le sería permitido tomar parte en los rituales secretos con los hombres. No sabía qué esperar; lo único que le habían dicho era que aprendería, por vez primera, lo que eran realmente los recuerdos. Era el paso final para convertirlo en hombre.

Junto al fuego que había cerca del río, Iza retiró rápidamente su manto y recogió un tazón de madera y una bolsa roja llena de raíces secas que había preparado. Deteniéndose primero para llenar de agua el tazón, regresó a la enorme hoguera cuyas llamas alcanzaban grandes alturas con la leña suplementaria que Grod le añadió.

El manto de Iza había cubierto en parte la razón de sus prolongadas ausencias de aquel día. Cuando la curandera se puso nuevamente en pie frente al mago, estaba completamente desnuda; sólo llevaba su amuleto y pintura roja sobre su cuerpo. Un enorme círculo subrayaba su vientre hinchado. También sus dos senos estaban subrayados con una línea que partía desde los hombros y se reunía en una V bajo sus riñones. Círculos rojos rodeaban sus dos nalgas Los símbolos enigmáticos, cuyo significado sólo el Mog-ur conocía, estaban ahí para protegerla a ella y proteger también a los hombres. Era peligroso que una mujer estuviera implicada en rituales religiosos, pero también era necesario para éstos.

Iza estaba de pie junto a Mog-ur, lo suficientemente cerca para ver gotas de sudor sobre su rostro, debido a su posición junto al fuego envuelto en su pesada piel de oso. Tras una señal imperceptible del mago. Iza alzó el tazón y se volvió frente al Clan. Era un tazón antiguo, conservado durante generaciones para ser usado exclusivamente en estas ocasiones especiales. Alguna curandera ancestral había vaciado cuidadosamente y prolongadamente el interior y formado el exterior de una sección de tronco de árbol, y después por más tiempo y amorosamente había frotado el tazón con arena y una piedra redonda. Un pulido final con los tallos abrasivos del helecho fibroso lo había dejado suave y brillante como la sed. Una pátina blancuzca cubría el interior del tazón, debido al uso repetido que se hacía de él como recipiente para la bebida ceremonial.

Iza se metió en la boca las raíces secas y las masticó lentamente, con mucho cuidado para no tragar saliva cuando sus anchos dientes y fuertes mandíbulas comenzaron a romper las rudas fibras. Finalmente escupió la pulpa masticada en el tazón de agua y revolvió el fluido hasta que se volvió de un blanco lechoso. Sólo las curanderas de la estirpe de Iza conocían el secreto de la potente raíz. La planta era relativamente rara aun cuando no desconocida, pero la raíz fresca o mostraba evidencias de su calidad narcótica. La raíz había sido secada y añejada durante por lo menos dos años; y cuando estaba colgada para secarse, era con las puntas de la raíz hacia abajo, no hacia arriba como era costumbre para la mayoría de las plantas medícales. Aun cuando solo una curandera podía elaborar la bebida, la tradición establecida por mucho tiempo estipulaba que sólo los hombres podían beberla.

Una antigua leyenda, transmitida de madres a hijas junto con instrucciones esotéricas para concentrar el componente eficaz de la planta en la raíz relataba que en tiempos muy remotos sólo las mujeres usaban la potente droga. La ceremonia y los ritos asociados a su uso fueron robados por los hombres, y se prohibió a las mujeres utilizarlos, pero los hombres no pudieron robar el secreto de su preparación. Las curanderas que lo conocían se mostraban tan renuentes a compartir el secreto con quien no fuera descendiente de ellas, que el secreto se había perdido para las mujeres que no pudieran pretender a un linaje directo e ininterrumpido desde la más lejana antigüedad. Inclusive ahora, la bebida no se daba sin recibir algo a cambio que tuviera el mismo valor y fuera de importancia similar.

Cuando la bebida estuvo preparada, Iza asintió con la cabeza y Goov avanzó con un tazón de infusión de datura preparado de la manera que solía prepararlo para los hombres, aun cuando ahora estaba destinado a las mujeres. Con una dignidad formal, se intercambiaron los tazones; entonces Mog-ur abrió la marcha mientras los hombres penetraban en la caverna pequeña.

Una vez que se fueron, Iza repartió el té de datura entre las mujeres, una por una. Era frecuente que la curandera empleara la misma droga como anestésico, analgésico o soporífero, y tenía una preparación diferente de la planta de datura siempre preparada como sedante para los niños. Las mujeres sólo podían descansar tranquilas si sabían que sus hijos no irían a buscarlas y estarían plenamente seguros. En las pocas ocasiones en que las mujeres se permitían el lujo de una ceremonia, Iza se aseguraba de que los niños estarían seguros en brazos del sueño.

Al cabo de un corto rato las mujeres comenzaron a acostar a sus niños adormilados, y regresaron junto al fuego. Después de acostar a Ayla en sus pieles, Iza se acercó al tazón boca abajo que Dorv había utilizado durante la danza de la cacería, y comenzó a tamborilear un ritmo lento y regular, alterando el tono al golpear la parte superior con el palo, más cerca del borde.

Al principio las mujeres se quedaron inmóviles. Estaban demasiado acostumbradas a cuidar de sus movimientos en presencia de los hombres, pero poco a poco, a medida que se dejaban sentir los efectos de la droga, y con la seguridad de que los hombres estaban donde no pudieran verlas, algunas de las mujeres comenzaron a moverse siguiendo el ritmo ceremonioso. Ebra fue la primen en brincar. Bailaba con pasos complicados formando un círculo alrededor de Iza y a medida que la curandera aceleró el ritmo, se excitaron los sentidos de otras mujeres. Pronto se unieron todas a la compañera del jefe.

A medida que el ritmo se volvía más rápido y complejo, las mujeres, normalmente dóciles, retiraron sus mantos y bailaron con movimientos que calecían de toda restricción y resultaban abiertamente eróticos. No se dieron cuenta de cuándo Da dejó de tocar y se reunió con ellas; estaban demasiado sumidas en la danza con sus propios ritmos internos. Sus emociones exacerbadas, tan reprimidas en la vida cotidiana, se soltaban en el movimiento desprovisto de inhibiciones. Las tensiones se drenaban en una catarsis de libertad, una catarsis que les permitía aceptar su cohibida existencia. En un torbellino de frenesí, brincando y pateando, las mujeres bailaron hasta que, poco antes de la aurora, se dejaron caer, agotada y se quedaron dormidas en el lugar de su caída.

Con la primera luz del nuevo día, los hombres comenzaron a abandonar la cueva. Pasando por encima de los cuerpos de las mujeres tendidas, encontraron sus lugares de dormir y poco después quedaron sumidos en un sopor sin sueños. La catarsis de los hombres provenía de la tensión emocional de la cacería. Su ceremonia tenía una dimensión distinta: más restringida, vuelta hacia adentro, mucho más antigua pero no menos excitante.

Al salir el sol por encima de la sierra del este, Creb salió cojeando de la cueva y examinó el escenario cubierto de cuerpos. En una única ocasión había podido observar la celebración de las mujeres, por curiosidad pura. Con un profundo sentimiento interior, el sabio y viejo mago comprendió que necesitaban relajarse. Sabía que los hombres se preguntaban siempre lo que hacían para quedar después en tal estado de agotamiento, pero Mog-ur nunca se lo dijo los hombres se habrían sentido tan escandalizados por el abandono irrestricto de las mujeres como ellas, de haber oído las súplicas fervientes de sus estoicos compañeros dirigidas a los espíritus invisibles que compartían su existencia.

Ocasionalmente Mog-ur se había preguntado si podría dirigir las mentes de las mujeres de regreso a los comienzos. Sus recuerdos eran distintos aunque tenían la misma capacidad para recordar conocimientos antiguos. ¿Tendrían memorias raciales? ¿Podrían reunirse con los hombres en alguna ceremonia? Mog-ur se preguntaba, pero nunca se arriesgaría a incurrir en la ira de los espíritus intentando descubrirlo. Que una mujer fuera incluida en ceremonias tan sagradas, destruiría al Clan.

Creb se fue arrastrando los pies hasta el campamento, y se dejó caer en sus pieles. Vio los cabellos rubios enredados entre las pieles de Iza, y eso le hizo pensar en los sucesos que habían ocurrido desde que salió trastabillando justo a tiempo antes de que se derrumbara la vieja cueva. ¿Cómo había sabido la niña extraña abrir tan fácilmente las puertas de su corazón? Estaba perturbado por la corriente subterránea de malos sentimientos que Brun experimentaba hacia ella, y no había pasado por alto las malévolas miradas de Broud en su dirección.

La disensión entre el grupo estrechamente unido había estropeado la ceremonia, dejándolo a él un poco incómodo.

“Broud no va a dejar las cosas —pensaba Creb—. El Rinoceronte Lanudo es un tótem adecuado para nuestro futuro jefe. Broud puede ser valiente, pero es empecinado y exageradamente orgulloso. Se muestra tranquilo y racional, inclusive dulce y amable; y de repente, por una razón insignificante cualquiera, puede lanzarse a la carga con furor presa de ira ciega. Espero que no se vuelva contra la niña.”

“No seas tonto —se reprendió—. El hijo de la compañera de Brun no va a dejarse trastornar por una muchacha. Será jefe, y además, Brun no lo aprobaría. Broud es ahora un hombre; aprenderá a dominar su enojo.”

El viejo tullido se tendió, y entonces se percató de lo cansado que estaba. La tensión se había apoderado de él durante el terremoto, pero ahora podría descansar. La cueva era de ellos, sus tótems estaban firmemente establecidos en el nuevo hogar, y el Clan podría mudarse al interior en cuanto despertara. El cansado mago bostezó, se estiró y, finalmente, cerró el ojo.