Capítulo 3
La niña se volvió y empezó a agitarse.
— ¡Madre! —gimió. Sacudiendo alocadamente sus bracitos volvió a llamar, más fuerte esta vez—: ¡Madre!
Iza la tomó en sus brazos murmurando suavemente. La cercanía cálida del cuerpo de la mujer y sus sonidos apaciguadores penetraron en el cerebro calenturiento de la niña y la calmaron. Había dormido de un tirón toda la noche, despertando de vez en cuando a la mujer con sus movimientos, sus gemidos y sus murmullos delirantes. Los sonidos eran extraños, diferentes de las palabras que hablaba la gente del Clan. Salían con facilidad, con fluidez, un sonido fundiéndose en el siguiente. Iza no podía siquiera empezar a reproducir muchos de ellos; su oído no estaba condicionado para distinguir las variaciones más sutiles. Pero esa serie particular de sonidos se repitió tantas veces que Iza adivinó que se trataría de un nombre para alguien próximo a la niña, y cuando vio que su presencia la reconfortaba, intuyó quién sería ese alguien.
“No puede ser muy mayor —pensaba Iza—, ni siquiera sabía cómo encontrar alimentos. Me pregunto cuánto tiempo habrá estado sola. ¿Qué le habrá pasado a su gente? ¿Habrá sido el terremoto? ¿Habrá vagado sola todo este tiempo? ¿Y cómo consiguió salvarse de un león cavernario con sólo unos arañazos?’ Iza había cuidado suficientes laceraciones para saber que las de la niña habían sido causadas por el enorme felino. “Debe de estar protegida por espíritus poderosos”, pensó.
Era todavía de noche, aun cuando se aproximaba el alba, al resolverse finalmente la fiebre de la niña en un sudor abundante. Iza la mecía contra su cuerpo, agregando su calor y asegurándose de que estuviera bien tapada. La niña despertó poco después y se preguntó dónde estaba, pero la oscuridad era demasiado profunda aún; sintió el cuerpo tranquilizador de la mujer junto al suyo y cerró nuevamente los ojos, cayendo en un sueño más sosegado.
Tan pronto como el cielo se aclaró, destacando las siluetas de los árboles sobre su pálido resplandor Iza salió calladamente de debajo de su cobija caliente. Atizó el fuego, agregó más leña y después llegó hasta al arroyuelo para llenar su tirón y arrancarla corteza de un sauce. Se detuvo un momento, se aferró a su amuleto y dio gracias a los espíritus por el sauce. Siempre daba gracias a los espíritus por el sauce, por su presencia ubicua así como por su corteza que calmaba el dolor. No podía recordar cuántas veces habría arrancado corteza de sauce para hacer un té con el cual aliviar dolores y sufrimientos. Conocía calmantes más fuertes, pero que también embotaban los sentidos. Las propiedades analgésicas del sauce calmaban el dolor y rebajaban la fiebre.
Otras cuantas personas empezaban también a agitarse mientras Iza se acuclillaba junto al fuego, echando pequeñas piedras calientes al tazón de agua con té de sauce. Cuando todo estuvo listo, lo llevó hacia su cobija, depositó cuidadosamente el tazón en un pequeño hoyo del suelo y se deslizó entonces junto a la niña. Iza examinó a la pequeña, observando que su respiración era normal pero intrigada por su rostro poco común. La insolación se había apagado un poco, salvo algo de pellejo levantado a través del puente de su naricilla.
Iza había visto una vez a gente de su especie, pero sólo de lejos. Las mujeres del Clan siempre corrían y se escondían. Se habían relatado en las Reuniones del Clan encuentros casuales entre el Clan y los Otros, y la gente del Clan los evitaba. Se permitían menos aún el contacto a las mujeres. Pero la experiencia de su Clan no había sido mala. Iza recordaba haber hablado con Creb del hombre que cayó en su cueva mucho tiempo atrás, medio loco de dolor por un brazo roto.
Había aprendido algo de su lenguaje, pero sus modales eran extraños. Le gustaba hablar con las mujeres como con los hombres, y trataba con mucho respeto a la curandera, casi con veneración, lo cual no había impedido que se hiciera acreedor al respeto de los hombres. Iza se preguntaba acerca de los Otros mientras, despierta, observaba a la niña a medida que el cielo se aclaraba.
Mientras Iza la miraba, un rayo de sol cayó sobre el rostro de la niña desde la brillante bola de llamas que surgía tras el horizonte. Los párpados de la niña temblaron; abrió los ojos y se quedó mirando un par de ojos morenos, muy sumidos bajo un arco superciliar protuberante en un rostro que avanzaba como un hocico.
La niña chilló y cerró nuevamente los ojos. Iza la acercó a su cuerpo, sintiendo que su flaco cuerpecillo se sacudía de espanto, y murmuró apaciguadoramente. Los sonidos le resultaron algo familiares a la niña, pero más familiar aún era el cuerpo caliente y confortable. Poco a poco dejó de temblar convulsivamente. Abrió los ojos un poquito y volvió a mirar a Iza. Esta vez no gritó. Finalmente abrió muy grandes los ojos y se quedó mirando el rostro espantoso, totalmente desconocido de la mujer.
Iza también la miraba, pasmada. Nunca había visto ojos del color del cielo anteriormente; durante un instante se preguntó si la niña sería ciega; a veces los ojos de los ancianos del Clan se cubrían de una película que aclaraba los ojos y Oscurecía la vista. Pero las pupilas de la niña se dilataban normalmente, y no cabía la menor duda que había visto a Iza. “Aquel color gris-azulado debía ser normal para ella” pensó Iza.
La niña estaba tendida, absolutamente quieta, temerosa de mover un músculo, con los ojos muy abiertos. Cuando la niña se incorporó con ayuda de Iza, hizo una mueca de dolor y su recuerdo le volvió de repente. Recordó el monstruoso león con un estremecimiento, viendo la garra afilada que arañaba su pierna recordó haber luchado para llegar al río, pues la sed se había sobrepuesto a su temor y al dolor de su pierna, pero no podía recordar nada anterior a aquello: su mente había bloqueado todo recuerdo de sus penalidades mientras vagó sola, hambrienta y asustada, el horrible terremoto y los seres amados que había perdido.
Iza sostuvo el tazón de líquido junto a la bocado la niña; ésta tenía sed y tomó un sorbo, haciendo después un gesto por lo amargo del sabor. Pero cuando la mujer acercó nuevamente la taza a sus labios, volvió a beber, demasiado asustada para resistirse. Iza aprobó con un gesto de la cabeza, y después se alejó para ayudar a las mujeres a preparar el desayuno. Los ojos de la niña siguieron a Iza, y los abrió aún más cuando vio por vez primera un campamento lleno de personas parecidas a la mujer.
El olor de alimentos que se cocían le provocó espasmo de hambre, y cuando la mujer regresó con una taza de caldo sustancioso, espesado con grano para convertirlo en papilla, se lo tragó con voracidad. La curandera no creía que estuviera aún preparada para ingerir alimentos sólidos. No hacia falta mucho para llenar su estómago contraído: entonces Iza puso lo que sobraba en un pellejo para que la niña bebiera durante el viaje. Cuando la niña hubo terminado, Iza la acostó y le quitó la cataplasma. Las heridas estaban dejando salir el pus y la hinchazón había disminuido.
—Bien —dijo Iza en voz alta.
La niña dio un brinco al oír el rudo sonido gutural de la palabra, la primera que oía en voz de la mujer. No parecía palabra, más bien un gruñido o un ronquido de algún animal, para los oídos la niña. Pero las acciones de Iza no eran bestiales sino humanas y llenas de humanitarismo. La curandera tenía preparada otra raíz machacada y mientras aplicaba el nuevo vendaje, un hombre deforme, torcido, llegó a ellas cojeando.
Era el hombre más espantosamente repulsivo que hubiera visto la niña. Tenía lleno de cicatrices un lado de la cara, y un trozo de piel cubría el lugar en que debería haber estado uno de sus ojos. Pero todas aquellas personas le eran tan extrañas y feas, que la desfiguración horrenda de este hombre sólo era cuestión de grado. No sabía quiénes eran ni cómo se encontraba con ellos, pero sabía que la mujer estaba cuidándola. Le habían dado alimentos, el vendaje refrescaba y aliviaba su pierna y. sobre todo, desde lo más profundo de su inconsciente, sentía un alivio a la ansiedad que la había llenado de pavor doloroso. Por extraña que fuera aquella gente, por lo menos con todos ellos había dejado de estar sola.
El hombre tullido se sentó y observó a la niña. Esta le devolvió la mirada con una curiosidad sincera que lo sorprendió; los niños de su Clan siempre le tenían algo de miedo. Aprendían muy pronto que inclusive sus mayores lo miraban con temor, y sus modales distantes no fomentaban la familiaridad. La brecha se ensanchaba cuando las madres amenazaban con llamar a Mog-ur si se portaban mal. Para cuando los niños eran casi adultos, la mayoría, sobre todo las niñas, le temían de verdad. Sólo al alcanzar la madurez los miembros del Clan mitigaban su temor con respeto. El ojo derecho de Creb centelleaba de interés ante la manera en que aquella niña lo examinaba sin temerlo.
—La niña está mejor, Iza —indicó. Su voz era más baja que la de la mujer, pero los sonidos que hacía le parecían a la niña más gruñidos que palabras. Ella no se había fijado en los ademanes que acompañaban a los sonidos. El lenguaje le era totalmente extraño; sólo sabía que el hombre le había dicho algo a la mujer. Los cortes son profundos, pero no lo suficiente para poner su pierna en peligro, la infección empieza a retroceder. Ha sido arañada por un león cavernario, Creb. ¿Has sabido de algún león cavernario que se conforme con dar unos cuantos arañazos una vez que decide atacar? La niña debe de tener un espíritu fuerte que la protege. Pero agregó Iza— ¿que sé yo de los espíritus?
Desde luego, no era el lugar de una mujer, ni siquiera de su hermana, hablarle a Mog-ur de espíritus. Ella hizo un gesto despreciativo que pedía perdón también por su presunción. El fingió no enterarse —como ella tampoco lo esperaba— pero miró a la niña con mayor interés después de oír el comentario sobre un fuerte espíritu protector. Había estado pensando él también lo mismo, y aun cuando nunca lo admitiría, la opinión de su hermana tenía mucho peso para él y confirmaba sus propias ideas.
Levantaron rápidamente el campamento. Iza, cargada con su cuévano y sus paquetes se agachó para alzar a la niña hasta su cadera antes de echar a andar detrás de Brun y Grod. Cabalgando sobre la cadera de la mujer, la niña miraba a su alrededor con curiosidad mientras avanzaban, observando todo lo que hacían Iza y las demás mujeres. Estaba particularmente interesada cuando se detenían para recoger alimentos. Iza solía tenderle un bocadito de capullo o un brote tierno, y eso le producía un vago recuerdo de otra mujer que había hecho lo mismo Pero ahora la niña prestaba mayor atención a las plantas y comenzó a observar características distintivas. Sus días de hambre despertaban en la chiquilla un fuerte deseo de aprender a encontrar comida. Señaló una planta y se alegró al ver que la mujer se inclinaba y desenterraba su raíz. También Iza estuvo contenta: la niña es ágil, pensó. No la conocía anteriormente, pues entonces habría tenido qué comer.
Se detuvieron para descansar casi a mediodía, mientras Brun miraba un lugar donde pudiera haber cuevas; después de dar a la niña lo último que quedaba del caldo, Iza le tendió una tira de carne dura, para que la masticara. La cueva no satisfacía sus necesidades. Mas tarde aquel mismo día, la pierna de la niña comenzó a palpitar en cuanto pasaron los efectos de la corteza de sauce, y empezó a agitarse. Iza la acarició y cambió a una postura más cómoda. La niña se entregó por completo al cuidado de la mujer; con una confianza absoluta, rodeó con sus brazos flacuchos el cuello de Iza y dejó reposar su cabeza sobre el amplio hombro de la mujer. La curandera, que había vivido tanto tiempo sin hijos, sintió que en ella se despertaba un calor afectuoso hacia la huerfanita. Estaba todavía cansada y enferma, y mecida por el movimiento rítmico de la mujer que caminaba, se quedó dormida.
Al atardecer ya sentía Iza el cansancio de la carga adicional que llevaba, y se alegró de poder dejar a la niña en el suelo cuando Brun dio orden de terminar la jornada. La niña tenía fiebre, sus mejillas estaban rojas y ardientes, sus ojos, vidriosos, y mientras la mujer iba en busca de leña también buscó plantas para volver a administrárselas a la niña. Iza no sabía qué causaba la infección, pero sabía como tratarla, y lo mismo pasaba con muchos padecimientos más.
—Todavía está débil por el hambre —dijo Iza—, pero la herida está mejor.
Aun cuando el curar era magia y se desempeñaba en términos de los espíritus, eso no hacía que la medicina de Iza resultara menos eficaz. El antiguo Clan había vivido siempre recogiendo y cazando, y generaciones de uso de plantas silvestres habían acumulado, por experiencia o casualidad, un caudal de información al respecto. Los animales eran desollados y cortados, y sus órganos se examinaban y comparaban. Las mujeres disecaban mientras preparaban la cena, y aplicaban esos conocimientos así mismas.
Su madre había mostrado a Iza las diversas partes internas, y explicado las funciones que cumplían como parte de su adiestramiento, pero sólo para recordarle algo que ya sabía. Iza había nacido de un linaje de curanderas altamente respetado, y por un medio más misterioso que el adiestramiento, el saber curar era transmitido a las hijas de una curandera. Una curandera en ciernes, procedente de un linaje ilustre, gozaba de una posición más alta que una curandera experta de antecesoras mediocres, y con razón.
Al nacer, tenía almacenado en su cerebro el conocimiento adquirido por sus antepasados, el antiguo linaje de curanderas del que descendía directamente Iza. Podía recordar lo que ellas sabían. No era muy diferente de recordar su propia existencia, y una vez estimulado, el proceso se llevaba a cabo automáticamente. Conocía sus propios recuerdos, para empezar porque podía recordar también las circunstancias que los rodeaban —nada olvidaba— y sólo podía recordar los conocimientos de su banco de memoria, nunca cómo fueron adquiridos. Y aun cuando Iza y sus hermanos tenían los mismos padres, ni Creb ni Brun gozaban de sus conocimientos medicinales.
Los recuerdos de la gente del Clan estaban diferenciados por el sexo. Las mujeres no necesitaban erudición en cuanto a la cacería, como tampoco los hombres la necesitaban en cuanto a las plantas. La diferencia en el cerebro del hombre y de la mujer estaba impuesta por la naturaleza y sólo confirmada por la cultura. Era otro de los intentos de la naturaleza por limitar el tamaño de su cerebro, en un esfuerzo por prolongar la raza. Cualquier niño con un saber que no correspondiera con todo derecho al sexo opuesto, al nacer, lo perdía por falta de estímulos para cuando llegaba a la posición de adulto.
Pero el intento de la naturaleza por salvar la raza de la extinción llevaba consigo los elementos para derrotar a sus propios fines. No sólo eran esenciales ambos sexos para la procreación, sino para la vida cotidiana; uno no podía sobre vivir mucho sin el otro. Y no podía uno aprender las habilidades del otro, pues no tenía la memoria correspondiente.
Pero los ojos y los cerebros de la gente del Clan también habían dotado a sus miembros de una visión aguda y perceptiva, aun cuando la usaran de maneras distintas. El terreno había cambiado progresivamente a medida que viajaban e inconscientemente Iza recordaba cada detalle del paisaje que cruzaban, fijándose especialmente en la vegetación. Podía discernir variaciones secundarias en la forma de una hoja o la altura de un tallo desde gran distancia, y aun cuando había algunas plantas, unas pocas flores, un árbol o arbusto eventual que no hubiera conocido anteriormente, no le resultaban extraños. De algún lugar recóndito de la parte posterior de su gran cerebro le llegaba el recuerdo de ellos, un recuerdo que no era suyo propio. Pero inclusive con el enorme depósito de información que tenía a su disposición, había visto recientemente alguna vegetación que le resultaba totalmente desconocida, tan desconocida como el paisaje. Habría querido examinarla más de cerca. Todas las mujeres sentían curiosidad respecto a la vida vegetal desconocida; aunque significara conocimientos nuevos, resultaba esencial para la supervivencia inmediata.
Parte de la herencia de cada una de las mujeres era el saber cómo probar plantas desconocidas, y cómo las demás Iza las experimentaba personalmente en base a su similitud con plantas conocidas, situaba a las nuevas en categorías, pero ella sabía el peligro que implica suponer que características tales implicaban propiedades similares. El procedimiento experimental era simple: daba un mordisco; si el sabor era desagradable, lo escupía inmediatamente. Si era agradable, conservaba el pequeño fragmento en su boca, observando cuidadosamente cualquier picor o ardor que produjera o cualesquiera cambios de sabor. Si no había, tragaba y esperaba para ver si podía reconocer algunos efectos. Al día siguiente daba un mordisco más grande y seguía el procedimiento. Si no se observaban efectos perniciosos después de la tercera prueba, el nuevo alimento se consideraba comestible, al principio en pequeñas porciones.
Pero Iza solía interesarse más cuando podían observarse efectos, pues eso indicaba la posibilidad de un uso medicinal. Las demás mujeres le llevaban cualquier cosa que tuviera características similares a plantas de las que se sabía que eran venenosas o tóxicas. Procediendo con cautela, ella experimentaba también con éstas siguiendo sus propios métodos. Pero esa experimentación llevaba tiempo, y mientras viajaban se limitaba a las plantas que conocía.
Cerca de ese campamento, Iza encontró varias plantas altas de malvarrosa como varitas y de tallo delgado con grandes flores luminosas. Las raíces de las plantas en flor de varios colores podían ponerse en una cataplasma parecida a las de raíz de lirio para acelerar la curación y reducir hinchazón e inflamación. Una maceración de las flores embotaría el dolor de la niña y le daría sueño; de modo que las recogió junto con la leña.
Después de cenar, la niña estuvo sentada contra una roca, observando las actividades de las personas que la rodeaban. La comida y un vendaje fresco la habían mejorado, y hablaba a Iza sin parar, aun a sabiendas de que ésta no la comprendía. Otros miembros del Clan miraban en su dirección con expresión de censura, pero la niña no tenía conciencia del significado de las miradas. Sus órganos vocales subdesarrollados imposibilitaron a la gente del Clan una articulación precisa. Los pocos sonidos que utilizaban para dar énfasis habían evolucionado desde gritos de advertencia o la necesidad de que se les prestan atención, y la importancia concedida a la expresión verbal formaba parte de sus tradiciones. Sus medios básicos de comunicación —señas con las manos, gestos, posturas y una intuición procedente del contacto íntimo, las costumbres establecidas y el discernimiento perceptivo de expresiones y posturas— eran expresivos pero limitados. Objetivos específicos vistos por uno de ellos resultaban muy difíciles de describir a los demás, y los conceptos abstractos, todavía más. La volubilidad de la niña intrigaba al Clan y le inspiraba desconfianza.
Apreciaban amorosamente a los niños, los criaban con un afecto y una disciplina cariñosos que se iban haciendo más severos a medida que crecían. Los bebés eran mimados por hombres y mujeres por igual, los niños eran castigados simplemente mediante indiferencia, Cuando los niños se percataban de la posición más alta que tenían los mayores y los adultos, emulaban a sus mayores y se oponían a ser mimados, dejando ese trato sólo para los bebés. Los jóvenes aprendían muy pronto a comportarse dentro de los estrictos límites de la costumbre establecida, y una de esas costumbres consistía en que los sonidos superfluos no eran propios. Debido a su estatura, la niña parecía mayor que su edad, y el Clan la consideraba indisciplinada, malcriada.
Iza, que había estado en un contacto más estrecho con ella, adivinó que era más joven de lo que parecía. Estaba acercándose al cálculo de la edad verdadera de la niña, y respondía a su desamparo con mayor indulgencia. También sentía, por lo que la niña murmuraba cuando estaba delirando, que su especie hablaba verbalmente con mayor fluidez y frecuencia. Iza se sentía atraída por la niña cuya vida dependía de ella y que había rodeado con sus flacos bracitos su cuello en una confianza absoluta. “Ya llegará el momento —pensaba Iza— de enseñarle mejores modales”; ya empezaba a considerar a la niña como suya.
Creb llegó hasta donde se encontraba Iza vertiendo agua hirviendo sobre las flores de malvarrosa, y se sentó junto a la niña. Le interesaba la extraña, y puesto que los preparativos para la ceremonia vespertina no se habían terminado aún, fue a ver cómo se estaba restableciendo. Se miraron de hito en hito, la niña y el tullido anciano lleno de cicatrices, estudiándose mutuamente con una intensidad similar. El nunca se había encontrado tan cerca de alguien de su especie y nunca había visto una sola cría de los Otros. Ella ni siquiera sabía de la existencia de la gente del Clan hasta que despertó y se encontró entre ellos, pero más que sus características raciales, sentía curiosidad por el cutis rugoso del rostro de él. En su corta experiencia nunca había visto un rostro tan espantosamente cubierto de cicatrices. Impetuosamente, con las reacciones desinhibidas de los niños, tendió la mano hacia su rostro para ver si el tacto de la cicatriz era distinto.
Creb se sintió desconcertado mientras la niña pasaba suavemente la mano por su rostro. Ninguno de los niños del Cian lo había tocado de esa manera; y tampoco los adultos lo hacían. Evitaban el contacto con él, como si en cierto modo pudieran adquirir su deformidad al tocarlo. Sólo Iza, que lo cuidaba durante las crisis de artritis que lo atacaban con mayor gravedad a cada invierno, no parecía sentir el menor escrúpulo —No sentía repugnancia por su cuerpo deforme y sus feas cicatrices ni pavor frente a su situación y poderío. El suave contacto de la mano de la niña hizo vibrar una cuerda interior en su viejo corazón solitario. Quiso comunicarse con ella y por un instante se preguntó cómo empezar
—Creb —dijo, señalándose con el dedo. Iza observaba calladamente, esperando que las flores terminaran de macerar. Se alegraba de ver a Creb interesarse por la niña y el empleo que hizo de su nombre personal no le pasó inadvertido.
—Creb —repitió, golpeándose el pecho.
La niña inclinó la cabeza, tratando de comprender; él quería que ella hiciera algo. Creb repitió su nombre una vez más. De repente a la niña se le iluminó e rostro: se sentó muy derecha y sonrió.
— ¿Creb? —respondió, pronunciando la r en imitación del sonido.
El viejo asintió con la cabeza: la pronunciación era parecida. Entonces la señaló a ella. Ella arrugó levemente el entrecejo, no muy segura de lo que él pretendía ahora. Se golpeó Mog-ur el pecho, repitió su nombre y después golpeó levemente el pecho de ella. A él, la amplia sonrisa que ella le dirigió se le antojó una mueca, y la palabra polisílaba que salió de su boca no sólo era impronunciable sino también incomprensible. Creb hizo los mismos movimientos inclinándose hacia ella para oír mejor. La niña dijo su nombre.
— Aay-rr —pronunció el hombre, vacilando, meneó la cabeza y volvió a intentarlo: ¿Aay-lla, Ayla? —Era lo más aproximado que podía lograr; no eran muchos los del Clan que hubieran podido decirlo tan bien. Ella sonrió ampliamente y meneó vigorosamente su cabecita de arriba abajo. No era exactamente lo que ella había dicho, pero lo aceptó, dándose cuenta en su joven mente de que él no podría pronunciar la palabra que era su nombre.
— Ayla —repitió Creb, acostumbrándose al sonido.
— ¿Creb? —dijo la niña, sacudiéndole el brazo para lograr su atención, y después señaló a la mujer.
—Iza —dijo Creb—. Iza.
—Iiizsa —repitió la niña. Le encantaba el juego de las palabras Iza, Iza —repitió, mirando a la mujer.
Iza asintió con un movimiento solemne de la cabeza, los sonidos de los nombres eran importantísimos. Se inclinó hacia adelante y golpeó el pecho de la niña del mismo modo que lo había hecho Creb para que repitiera otra vez la palabra de su nombre. La niña repitió su nombre completo, pero Iza meneó negativamente la cabeza; no podía comenzar a decir aquella combinación de sonidos que la niña expresaba con tanta facilidad. La niña se sintió desalentada, entonces, mirando a Creb repitió su propio nombre como él lo había dicho.
— ¿Eye-ghaa? —intentó la mujer. La niña meneó la cabeza y lo repitió bien dicho—. ¿Eye-ya? —repitió la mujer.
—Aay, Aay, no Eye —dijo Creb—. Aaay-llla —pronunció lentamente, para que Iza pudiera distinguir la extraña combinación de sonidos.
—Aay-lla —dijo cuidadosamente la mujer, esforzándose por emitir la palabra como lo había hecho Creb.
La niña sonrió: no importaba que el nombre fuera exactamente eso, Iza se había esforzado tanto por decir e nombre que Creb le había dado, que lo aceptó como propio. Para ellos, sería Ayla. Espontáneamente, tendió los brazos y estrechó entre ellos a la mujer.
Iza la abrazó cariñosamente y después se retiró. Tendría que enseñar a la niña que las exhibiciones de afecto eran incorrectas en público, aunque a pesar de todo se sentía complacida.
Ayla estaba fuera de sí de gozo. Se había sentido tan perdida, tan aislada entre aquella gente extraña. Se había esforzado tanto por comunicarse con la mujer que la estaba atendiendo, y se había sentido tan desilusionada al ver fracasar todos sus intentos. Esto sólo era un comienzo, pero por lo menos tenía un nombre para llamar a la mujer y un nombre para que la llamaran. Se volvió hacia el hombre que había iniciado la comunicación; ya no te parecía tan feo. Estaba llena de gozo; experimentó hacia él un sentimiento cálido y como lo había hecho muchas otras veces rodeó el cuello del tullido con sus brazos, atrajo su cabeza y apoyó su mejilla en la de él.
Ese gesto de afecto lo trastornó. Dominó el anhelo de devolver la caricia. Sería muy impropio que lo vieran abrazando a aquella criatura extraña fuera de los límites de un hogar familiar. Pero le permitió que apretara su mejilla dulce y firme contra su rostro barbudo un momento más, antes de desprender sus bracitos de su cuello.
Creb tomó su cayado y se aferró a él para incorporarse. Mientras se alejaba cojeando pensaba en la niña. “Tengo que enseñarle a hablar, ella aprenderá a comunicarse debidamente —se dijo—. Al fin y al cabo, no puedo confiar toda su instrucción a una mujer.” Pero bien sabía él que su verdadero deseo era pasar más tiempo con ella. Sin percatarse de ello, estaba pensando en ella como en una parte permanente del Clan.
Brun no había considerado las implicaciones que representaba el permitir que Iza recogiera a una niña extraña en el camino. No era una falla suya como jefe, sino una falla de su raza. No podía haber previsto la posibilidad de encontrar a una niña herida que no fuera del Clan, y tampoco las consecuencias lógicas de su rescate. Se le había salvado la vida; la única alternativa, de no dejarla permanecer con ellos, era mandarla a vagar sola de nuevo. No podría sobrevivir sola; para eso no hacia falta ser adivino, era un hecho. Después de salvarle la vida, para exponerla de nuevo a la muerte tendría que oponerse a Iza quien, aun cuando no tenía poder personalmente, disponía de una colección formidable de espíritus que estaban de su parte... y ahora Creb, el Mog-ur que tenía la habilidad de llamar a todos y cualquiera de los espíritus. Los espíritus, para Brun, representaban una poderosísima fuerza; no tenía el menor deseo de ponerse a mal con ellos. A decir verdad, era sólo esta eventualidad la que lo molestaba al pensar en la niña. No había sido capaz de expresárselo a sí mismo, poro el pensamiento lo había estado rondando. No lo sabía aún, pero el Clan de Brun había aumentado su número en un miembro: ahora eran veintiuno.
Cuando la curandera examinó la pierna de Ayla a la mañana siguiente pudo comprobar la mejoría. Bajo sus expertos cuidados, la infección había desaparecido casi por completo, y los cuatro arañazos paralelos estaban cerrados y en vías de sanar aun cuando siempre ostentaría esas cicatrices. Iza decidió que ya no hacía falta ponerle más cataplasmas, pero hizo un té ligero de corteza de sauce para la niña, Cuando la sacó de las pieles donde dormían, Ayla trató de ponerse de pie. Iza la ayudó y la sostuvo mientras la niña trataba torpemente de reposar su peso sobre la pierna. Dolía, pero después de dar unos cuantos pasos prudentes, se sentía mejor.
De pie y erguida, la niña era todavía más alta de lo que había pensado Iza. Tenía piernas largas, flacas y con rodillas nudosas — y eran rectas; Iza se preguntó si estarían deformes. Las piernas de la gente del Clan estaban arqueadas hacia afuera pero, excepto una leve cojera, la niña no encontraba dificultad alguna en caminar. “También deben de ser cosa normal para ella, las piernas rectas —pensó Iza—, al igual que los ojos azules”. La curandera envolvió a la niña en el manto y la levantó sobre su cadera mientras el Clan se ponía en marcha; su piernecita no estaba todavía suficientemente curada para que pudiera caminar a gran distancia. A intervalos durante la marcha del día, Iza la bajó para que anduviera un poco. La niña había estado comiendo vorazmente, compensando su hambre prolongada, y ya creía Iza notar que aumentaba algo de peso. La alegraba el alivio eventual que le proporcionaba dejar a la niña en el suelo, sobre todo porque el viaje se estaba haciendo más difícil.
El Clan dejó atrás la vasta estepa y durante los siguientes días recorrió colinas ondulantes que poco a poco se hicieron más abruptas. Estaban en las estribaciones de los montes cuyas brillantes cimas heladas se acercaban más cada día. Las colinas estaban cubiertas de bosques frondosos, no con los árboles perennes de la selva boreal, sino con las ricas hojas verdes y los troncos gruesos y nudosos de árboles deciduos de hoja ancha. La temperatura había subido mucho más rápidamente de lo que solía ocurrir durante la estación, lo cual intrigaba a Brun. Los hombres habían sustituido sus capas con una piel corta, sin pelo, y llevaban el dorso desnudo. Las mujeres no adoptaron su ropa de verano, pues resultaba más cómodo llevar la carga puesta en sus mantos, lo cual les evitaba excoriaciones.
El terreno perdió toda semejanza con la fría pradera que había rodeado a 1a caverna Iza tuvo que depender cada vez más de los conocimientos que poseían memorias más antiguas que la suya mientras el Clan atravesaba es trechos valles sombreados y lomas herbosas de una selva templada. Las rudas cortezas del roble, la haya, el nogal, el manzano y el arce alternaban con árboles más flexibles y rectos, de corteza delgada, como el sauce, el abedul, el álamo, el ojaranzo y los altos arbustos del arraclán y el avellano. El aire estaba impregnado de un saborcillo que Iza no podía identificar y que parecía llegar con la suave brisa del sur. Todavía colgaban candelillas de los álamos, cubiertos de hojas; caían delicados pétalos blancos y rosados, flores abiertas de los frutales y nogales, brindando una promesa de abundancia para el otoño.
Cruzaron con dificultad matorrales y trepadoras de la selva densa, y escalaron pendientes escarpadas. Mientras subían por riscos, las faldas de las colinas que los rodeaban resplandecían con verdes de todos los matices. Los tonos oscuros del pino reaparecieron mientras escalaban, así como el abeto. Más arriba, las piceas aparecían ocasionalmente. Los colores más oscuros de las coníferas se mezclaban con los verdes amarillos y pálidos de las variedades de hoja más corta. Musgos y hierbas agregaban sus matices al mosaico de fresco verdor de la vegetación lujuriante y las pequeñas plantas, desde la acederilla, la acedera del bosque parecida al trébol, hasta las diminutas y suculentas que crecían pegadas a los riscos. Flores silvestres crecían por todo el bosque trilios blancos, violetas amarillas, espinos rosados, mientras junquillos amarillos y gencianas blancas y azules dominaban algunas de las praderas más altas. En algunos de los lugares sombreados, los últimos azafranes amarillos blancos y púrpura, surgiendo de nuevo, alzaban valerosamente sus cabezas.
El Clan se detuvo a descansar después de alcanzar la cumbre de una escarpada pendiente. Más abajo terminaba abruptamente el panorama de colinas boscosas ante la estepa que se extendía hasta el horizonte. Desde su posición elevada podían divisar varias manadas pastando las altas hierbas que ya ostentaban el oro estival. Cazadores rápidos, viajando con poco equipo y sin mujeres agobiadas por pesadas cargas, podrían escoger entre las diversas variedades de presas y alcanzar fácilmente la estepa en menos de media mañana. Hacia el este, por encima de la Inmensa pradera, el cielo era claro, pero se estaban formando nubes de tormenta Impulsadas velozmente desde el sur. De seguir así, la alta sierra del norte haría que las nubes arrojaran su carga de agua sobre el Clan.
Brun y los hombres estaban celebrando una reunión fuera del alcance de las mujeres y los niños, pero las miradas preocupadas y los ademanes que hacían no dejaban la menor duda en cuanto al tema de la discusión. Estaban tratando de decidir si deberían dar media vuelta. El terreno era desconocido, pero lo más importante era que se estaban alejando demasiado de las estepas. Aun cuando habían divisado muchos animales en las estribaciones boscosas, no era lo mismo que las enormes manadas alimentadas por el abundante forraje de las praderas que había allá abajo. Era más fácil cazar animales en campo descubierto, más fácil ver sin la sombra del bosque para ocultarlos, sombra que también abrigaba a sus cazadores de cuatro patas. Los animales del llano eran más sociables, tendía a reunirse en manadas y no a vivir aisladamente o por pequeños grupos familiares como las presas de la selva.
Iza adivinaba que probablemente darían media vuelta, lo cual significaría que el esfuerzo de escalar las colinas habría sido vano. Las nubes que se acumulaban y la lluvia amenazadora arrojaron un manto de melancolía sobre los viajeros desanimados. Mientras esperaban, Iza dejó a Ayla en el suelo y se alivió de su pesada carga. La niña disfrutando de la libertad de movimientos que le permitía su pierna en vías de sanar, después de haberse visto movilizada contra la cadera de la mujer, se puso a vagabundear. Iza la vio perderse de vista bajo un saliente que había más adelante; no quería que la niña se alejara demasiado, La reunión podría interrumpirse en cualquier momento, y Brun no vería con buenos ojos a la niña si retrasaba la partida. Echó a andar tras ella y, rodeando el saliente, Iza la vio, pero lo que vio más allá puso a palpitar fuertemente su corazón.
Echó a correr volviendo sobre sus pasos y echando rápidas miradas por encima del hombro. No se atrevía a interrumpir a Brun y los hombres, y esperaba con impaciencia que se disolviera la reunión. Brun la vio, y aun cuando no dio señales de percatarse de ello comprendió que algo la preocupaba. Tan pronto como se separaron los hombres, Iza corrió hacia Brun, se sentó delante de él y miró al suelo, posición que significaba su deseo de hablar con él. El podía conceder audiencia o no, como quisiera. Si la ignoraba, Iza no podría decirle lo que estaba pensando.
Brun se preguntaba lo que querría; había observado que la niña exploraba más adelante — eran pocas las cosas de su Clan que le pasaran inadvertidas— pero tenía problemas más apremiantes. Tenía que ser algo sobre esa niña, pensó despectivamente, y estuvo a punto de pasar por alto la solicitud de Iza, No importaba lo que dijera Mog-ur, no le agradaba que la niña viajara con ellos. Echando una mirada hacia él, Brun vio que el mago estaba mirándolo y trató de adivinar lo que el tuerto estaría pensando, pero le resultó imposible leer en aquel rostro impasible.
EL jefe volvió a mirar a la mujer, sentada a sus pies; su postura delataba una tensa agitación. “Esta realmente alborotada”, pensó. Brun no era hombre insensible y tenía en alta estimación a su hermana. A pesar de los problemas que había tenido con su compañero, siempre se había portado bien; era un ejemplo para las demás mujeres, y pocas veces lo molestaba con solicitudes insignificantes. Tal vez debiera dejarla hablar; eso no implicaba que hubiera de actuar de acuerdo con su solicitud. Se inclinó y le tocó el hombro.
El aliento de Iza estalló al sentir el contacto; no se había dado cuenta de que estaba aguantando la respiración. ¡La dejaría hablar! Había tardado tanto en decidirse que estaba segura de que habría de ignorarla. Iza se puso de pie y señalando hacia el saliente, dijo una sola palabra “Cueva”.