Capítulo 5

Árboles de hojas negras temblaban y se agitaban con la brisa crepuscular silueta, danzantes contra un cielo que se oscurecía. El campamento estaba silencioso, preparándose para la noche. Al leve resplandor del carbón encendido, Iza comprobó el contenido de varias bolsas pequeñas ordenadas en hileras sobre su manto, alzando de vez en cuando la mirada en la dirección en que había visto alejarse a Creb. Le preocupaba saber que estaba solo en bosques desconocidos, sin armas para defenderse. La niña dormía ya, y la mujer sintió que su preocupación aumentaba a medida que oscurecía.

Anteriormente había examinado la vegetación que crecía alrededor de la cueva, deseando saber qué plantas había disponibles para reponer y enriquecer su farmacopea. Siempre llevaba consigo algunas cosas en la bolsa de piel de nutria, pero para ella, las bolsitas de hojas, flores, raíces, semillas y cortezas secas dentro de su bolsa de medicinas constituían únicamente primeros auxilios. En la nueva caverna tendría espacio para mayor cantidad y una diversidad más grande. Pero nunca iba muy lejos sin su bolsa de medicinas; constituía parte de su manto. Más aún: se habría sentido desnuda sin sus medicinas, no sin su manto.

Finalmente vio Iza que el viejo mago volvía cojeando; aliviada, dio un brinco para calentar la comida que había guardado para él, y puso a hervir el agua para su té de hierbas predilecto. El llegó arrastrando los pies y se sentó al lado de ella, viéndola poner las bolsas pequeñas dentro de la grande.

— ¿Cómo está hoy la niña? —preguntó con un ademán.

—Descansa mejor. Ya casi no le duele. Ha preguntado por ti —respondió Iza.

Creb gruñó, secretamente complacido.

—Haz un amuleto para ella por la mañana, Iza.

La mujer inclinó la cabeza a modo de asentimiento, y después brincó de nuevo para comprobar cómo estaban el agua y la comida. Tenía que moverse. Se sentía tan feliz que no podía quedarse tranquilamente sentada. “Ayla va a quedarse”. Creb ha tenido que hablar con su tótem”, pensaba Iza, con el corazón palpitante de excitación. Las madres de los dos bebés habían hecho amuletos ese mismo día. Lo habían hecho muy abiertamente, para que todos supieran que sus hijos habrían de conocer sus tótems en la ceremonia de la cueva. Vaticinaba buena suerte para ellos, y las dos mujeres casi se hinchaban de orgullo. “¿Sería por eso que Creb estuvo ausente tan largo rato? Tiene que haber sido difícil para él.” Iza se preguntaba cuál sería el tótem de Ayla, pero se contuvo y no preguntó nada: de todos modos se lo diría, y ella se enteraría pronto.

Llevó su comida a su hermano, y el té para ambos. Se quedaron tranquilamente sentados juntos, con un afecto cálido y confortable entre ambos. Una vez que terminó Creb, eran ya los últimos que quedaban despiertos.

—Los cazadores saldrán por la mañana —dijo Creb—. Si tienen buena caza, la ceremonia será al siguiente día. ¿Estará preparada?

—He examinado la bolsa, hay suficientes raíces. Estaré preparada. —Iza mostró una bolsa pequeña en su mano: era diferente de las demás. El cuero había sido teñido de un rojo moreno fuerte, con ocre rojo finamente pulverizado mezclado con la grasa de oso que se había empleado para curtir la piel de oso cavernario con que estaba hecha. Ninguna otra mujer tenía nada teñido del rojo sagrado, aun cuando todos los del Clan llevaban algo de ocre rojo en sus amuletos. Era la reliquia más sagrada que Iza poseyera. Me purificaré por la mañana...

Nuevamente gruñó Creb: era el comentario indiferente que empleaban los hombres al responder a una mujer. Solo contenía significado suficiente para indicar que la mujer había sido comprendida, sin prestar gran importancia a lo dicho. Permanecieron tranquilos un rato, y finalmente Creb, después de dejar su pequeña taza de té miró a su hermana.

—Mog-ur proveerá para ti y la niña, y si tienes una hija, también para ella. Compartirán mi fuego en la nueva caza, Iza —dijo—, y después tendió la mano hacia su báculo para enderezarse y se alejó cojeando hasta su sitio de dormir.

Iza había empezado a incorporarse pero volvió a sentarse, fulminada por el anuncio. Era lo último que hubiera esperado. Con su compañero desaparecido, sabía que algún otro hombre tendría que proveer para ella. Había tratado de no pensar en su sino —poco importaba lo que ella opinara, Brun no habría de consultarla— pero no podía evitar pensar en ello de vez en cuando. Entre todas las opciones posibles, algunas no le agradaban y las demás, las consideraba improbables.

Estaba Droog; desde que había muerto la madre de Goov en el terremoto, estaba solo, Iza respetaba a Droog. Era el mejor tallador de herramientas del Clan. Cualquiera podía sacar copos de una roca de pedernal para hacer un hacha tosca o un raspador, pero Droog tenía talento para hacerlo. Era capaz de formar previamente el tamaño y la forma que deseaba. Sus cuchillos, raspadores, todas sus herramientas eran altamente valoradas. Si pudiera escoger entre todos los hombres del Clan, Iza preferiría a Droog. Había sido bueno con la madre del acólito; había existido un cariño verdadero en su relación.

Sin embargo, era más probable —y bien lo sabía Iza— que diera Aga a Droog. A era más joven y ya tenía dos hijos. Vorn, su hijo, necesitaría pronto de un cazador que se responsabilizara de su adiestramiento, y el bebé, Ona, necesitaba un hombre capaz de proveer para ella hasta que creciera y se apareara. El tallador de herramientas estaría probablemente dispuesto a encargarse también de la madre de Aga, Aba; esa anciana necesitaba un lugar tanto como su hija. Asumir todas esas responsabilidades significaría un gran cambio en la vida del tranquilo y callado tallador de herramientas. Aga se mostraba algo insoportable a veces, y no tenía la comprensión que había tenido la madre de Goov, pero Goov pronto establecería su propio fuego, y Droog necesitaba mujer.

Goov como compañero para ella estaba fuera de orden: era demasiado joven, apenas un hombre, y ni siquiera se había apareado por primera vez. Brun no le daría nunca una mujer vieja, además de que Iza lo consideraría más como un hijo que como compañero.

A Iza se le había ocurrido vivir con Grod y Uka, y el hombre que se había apareado con la madre de Grod, Zoug. Grod era un hombre rígido y lacónico, pero nunca cruel, y su lealtad hacia Brun estaba fuera de discusión. No le habría importado vivir con Grod, aun siendo segunda esposa. Pero Uka era hermana de Ebra y nunca había perdonado del todo a Iza su posición, por haber usurpado el lugar de su hermana. Y desde la muerte de su hijo —antes de que se fuera a vivir a su propio fuego— Uka estaba triste y retraída. Ni siquiera Ovra, su hija, era capaz de aplacar algo del dolor de la mujer. “Hay demasiada desdicha en ese hogar”, había pensado Iza.

Nunca había considerado seriamente el fuego de Crug, Iza, la compañera de éste y madre de Borg, era una mujer joven, sincera y amistosa. Ahí estaba el mal: ambas eran tan jóvenes, y nunca se había llevado muy bien. Iza con Dorv, el anciano que había sido compañero de la madre de Iza y que compartía su fuego.

Quedaba Brun, y ella no podía ser siquiera segunda mujer en su hogar por ser su hermana. No importaba mucho, pues ella tenía su propia posición. Por lo menos era como aquella pobre anciana que finalmente halló el caminó del mundo de los espíritus durante el terremoto; procedía de otro Clan, su compañero había fallecido hacia tiempo, nunca había tenido hijos y fue pasada de un hogar a otro, siempre como una carga; había sido una mujer sin posición, sin valor alguno.

Pero la posibilidad de compartir un hogar con Creb, de que él proveyera para ella no le había pasado por la mente. No había nadie en el Clan a quien ella tuviera más afecto, ni hombre ni mujer. “Quiere inclusive a Ayla, estoy segura. Es un arreglo perfecto, a menos que tenga yo un hijo varón. Un muchacho necesita vivir con un hombre que lo pueda adiestrar para convertirlo en cazador, y Creb no puede cazar.”

“Podría tomar la medicina que me hiciera perderlo —pensó por un instante—. Entonces sí que estaría segura de no tener un varón.” Se palpó el estómago y meneó la cabeza: “No, es demasiado tarde y podría haber problemas.” Se dio cuenta de que deseaba tener su bebé, y a pesar de su edad, el embarazo había transcurrido sin dificultad. Había buenas probabilidades de que la criatura fuera normal y saludable, y los niños eran demasiado valiosos para renunciar a ellos a la ligera. “Pediré nuevamente a mi tótem que el bebé sea niña; sabe que siempre he querido tener una niña. He prometido cuidarme para que él bebé Sea saludable, con tal de que lo haga ser niña.”

Iza sabía que las mujeres de su edad podían tener problemas, y comía alimentos y medicinas que eran buenos para las mujeres embarazadas. Aun cuando nunca había procreado, la curandera sabía más acerca del embarazo, el parto y la lactancia que la mayoría de las mujeres. Había ayudado a venir al mundo a todos los niños del Clan, y compartía sus conocimientos y su medicación liberalmente con las mujeres. Pero había cierta magia, transmitida de madres a hijas, tan secreta, que Iza habría preferido morir que revelarla, especialmente a algún hombre.

Cualquier hombre que se enterara nunca permitiría que la usaran. El secreto se había mantenido sólo porque nadie, hombre ni mujer, preguntó sobre su magia a alguna curandera. La costumbre de no preguntar directamente estaba tan arraigada que se había convertido en tradición, casi en ley. Iza podría compartir sus conocimientos si alguien indicara interés, pero Iza nunca hablaba de su magia especial porque si a un hombre se le hubiera ocurrido preguntar, ella no habría podido negarse a contestar — ninguna mujer podía negarse a contestar a un hombre— y si pueblo del Clan le era imposible mentir. Su manera de comunicación, que dependía del matiz sutil de cambios apenas perceptibles en la expresión, el ademán y la postura, permitía que cualquier intento se reconociera al instante. Ni siquiera tenían un concepto para mencionar la mentira; lo más próximo a la falta de verdad era callarse, y eso se reconocía generalmente aun cuando solía permitirse.

Iza nunca mencionó la magia que había aprendido de su madre, pero la había estado usando. Esa magia impedía la concepción, impedía que el espíritu del tótem de un hombre entrara en la boca de la mujer para dar inicio a un niño. Nunca se le ocurrió al hombre que había sido su compañero preguntarle por qué no había concebido un hijo. Suponía que el tótem de ella era demasiado fuerte para una mujer. A menudo se lo decía y se quejaba ante los demás hombres diciéndoles que era esa la razón por la que la esencia de su tótem no era capaz de sobreponerse a la de ella. Iza empleaba las plantas que impiden la concepción porque deseaba avergonzar compañero. Quería que el Clan y él mismo pensaran que el elemento fecundante del tótem de él era demasiado débil para derribar las defensas del suyo propio, a pesar de que la golpeaba.

Las palizas eran dadas, supuestamente, para obligar a someter al tótem de ella, pero Iza sabía que él disfrutaba dándoselas. Al principio Iza tuvo la esperanza de que su compañero la cediera a otro hombre cualquiera si no le daba hijos. Odiaba al inflado fanfarrón aún antes de serle entregada, y cuando descubrió quién habría de ser su compañero no pudo hacer nada más que aferrarse desesperadamente a su madre. Esta sólo podía brindar consuelo; no tenía más voz en el asunto que la hija. Pero el compañero no renunció a ella; Iza era curandera, la mujer de más alto rango en el Clan, y dominarla le proporcionaba un sentimiento de virilidad. Cuando estuvieron en tela de juicio la fuerza de su tótem y su virilidad, porque su compañera no tenía prole, el poder físico que podía ejercer sobre ella le servía de compensación. Aun cuando las palizas estaban permitidas con la esperanza de que tuvieran por resultado algún hijo, Iza sentía que Brun no las aprobaba. Estaba segura de que si Brun hubiera sido jefe por entonces, no la habría entregado a aquel hombre en particular. Brun opinaba que un hombre no demostraba su virilidad superando a una mujer. Las mujeres no tenían más alternativa que someterse. Era indigno de un hombre pelear contra un adversario inferior o permitir que sus emociones fueran provocadas por una mujer. Era deber del hombre mandar en las mujeres, mantener la disciplina, cazar y proveer, controlar sus emociones y no mostrar la menor señal de dolor cuando sufría. Una mujer podía recibir un manotazo si era haragana o irrespetuosa, pero no con ira ni con goce, sólo como disciplina. Aunque algunos hombres golpeaban a las mujeres por costumbre. Sólo el compañero de Iza había hecho de las palizas una práctica regular.

Una vez que Creb se unió a su hogar, su compañero se mostró más renuente aún a devolverla: Iza no era sólo curandera, era la mujer que cocinaba para Mog-ur. Si abandonaba Iza su hogar, Mog-ur también lo haría. Su compañero había imaginado que el resto del Clan pensaba que él estaba aprendiendo secretos del gran mago. En realidad, Creb nunca fue nada más que lo debidamente cortés mientras compartieron el mismo fuego, y en muchas ocasiones apenas se dignaba siquiera fijarse en el hombre. Especialmente, Iza estaba segura de ello, cuando Creb observaba una magulladura particularmente subida de color.

A pesar de todas las palizas, Iza seguía haciendo uso de su magia botánica pero al sentirse embarazada, se resignó a su suerte. Algún espíritu había acabado por superar tanto a su tótem como a su magia. Quizá fuera el de él; pero Iza pensaba que si el principio vital del tótem de su compañero había prevalecido ¿por qué lo habría abandonado ese espíritu cuando se derrumbó la cueva? Le quedaba una última esperanza. Deseaba tener una hija, una niña que le hiciera perder algo de su estimación recién lograda, y además, una niña que transmitiera su linaje de curanderas, aun cuando había estado dispuesta a terminar su estirpe consigo antes de tener un hijo mientras viviera con su compañero. Si daba nacimiento a un hijo, su compañero se vería plenamente justificado; una niña dejaría todavía algo que desear. Ahora Iza deseaba una hija más que nunca... no ya para negarle un prestigio póstumo a su compañero, si no para poder vivir con Creb.

Iza puso a un lado su bolsa de medicinas y se metió en sus pieles al lado de la niña —que dormía apaciblemente. “Ayla debe de ser afortunada —pensó Iza—: —tenemos la caverna nueva, le va a ser permitido vivir conmigo, y hemos de compartir el hogar de Creb. Tal vez su suerte me traiga también una hija.” Iza rodeó a Ayla con su brazo y se pegó a su cuerpecito caliente.

Después del desayuno, a la mañana siguiente, Iza hizo señas a la niña y echó a andar río arriba. Mientras caminaban junto al agua, la curandera buscaba con la mirada ciertas plantas. Al cabo de un rato, Iza vio un calvero al otro lado del río y cruzó éste. Crecían al descubierto varias plantas, de más o menos treinta centímetros de alto con hojas de un verde mate pegadas a largos tallos que tenían en su extremo espigas de flores verdes, pequeñas y muy apretadas. Iza arrancó la raíz roja de la cenicilla y se dirigió a una zona fangosa junto a aguas estancadas donde encontró helechos esquiseáceos con fibras colgando, Y más arriba, jaboneras. Ayla la seguía, observándola con interés y deseando poder comunicarse con la mujer: tenía la cabeza llena de preguntas sin respuesta.

Regresaron al campamento, y Ayla observó a Iza mientras llenaba de agua una canasta apretadamente tejida, y añadía los helechos tallosos y las piedras calientes del fuego. Acuclillada al lado de la mujer, Ayla la miró cortar un trozo circular del manto en que la había llevado mientras estuvo enferma, con un agudo copo de piedra. Aun cuando el cuero era suave y flexible, todavía estaba un poco duro, pero el cuchillo de piedra lo cortó fácilmente. Con otra herramienta de piedra, afilada en punta, Iza abrió varios orificios alrededor del interior del circulo. Entonces, retorció una larga corteza fibrosa de un matorral bajo, Convirtiéndola en cordel, y metió éste por los orificios; después tiró del cordel para formar una bolsa. Con un gesto rápido de su cuchillo, hecho por Droog y altamente preciado por Iza, cortó un fragmento de la larga correa que mantenía cerrado su manto después de haber medido con él el contorno del cuello de Ayla. Todo el proceso duró sólo unos cuantos minutos.

Cuando empezó a hervir el agua de la canasta, Iza reunió las demás plantas que había recogido junto con el tazón de canasta, y regresó al río. Ambas caminaron por la orilla hasta llegar a un lugar en que ésta bajaba suavemente por el agua. Buscando una piedra redonda que pudiera sostener fácilmente en la mano, Iza golpeó la raíz de jabonera en una depresión redonda de una roca plana junto al río. La raíz produjo una rica espuma jabonosa. Tomando de los repliegues de su manto herramientas de piedra y demás objetos pequeños, Iza solté su correa y se quitó el manto; deslizó el cordel que rodeaba su cuello sosteniendo su amuleto, y dejó éste encima de todo.

Ayla se alegró mucho cuando Iza la tomó de la mano y la condujo al río. Amaba el agua. Pero después de que estuvo bien remojada, la mujer la tomó en brazos, la sentó y la enjabonó de pies a cabeza, incluyendo sus cabellos finos y enredados. Después de sumirla en el agua fría, la mujer hizo un movimiento y cerró fuertemente los ojos. Ayla no entendió el movimiento, pero cuando imitó a la mujer, Iza asintió: entonces comprendió que la mujer quería que cerrara los ojos. La niña sintió que le llevaban la cabeza hacia adelante y, después, que el líquido caliente del tazón de helechos se volcaba sobre ella; le había picado la cabeza, y la mujer había visto que tenía piojillos. Iza dio masaje con el líquido insecticida sacado del helecho a la cabeza de la niña después de volver a meterla en el agua fría, Iza aplastó la cenicilla, raíz y hojas, y enjabonó con ella el cabello de la niña; tras enjuagarla por tercera vez, Iza llevó a cabo las mismas abluciones para su propio cuerpo mientras la niña jugaba en el agua,

Mientras estaban sentadas en la orilla para que el sol las secara, Iza arrancó con los dientes la corteza de una rama y la usó para desenmarañar el cabello de ambas mientras se secaba, La asombró la suavidad sedosa y fina del cabello casi blanco de Ayla. Desde luego, era curioso pero bastante bonito; indudablemente, era lo mejor que tenía. Contempló a la niña sin que pareciera demasiado evidente: aunque tenía la piel tostada por el sol, la niña seguía siendo más clara que ella misma, y a Iza le pareció de una fealdad asombrosa, la niña flaca y pálida con sus ojos claro “gente de aspecto raro; no cabe duda de que son humanos pero feos. Pobre criatura. ¿Cómo podrá llegar a encontrar un compañero?”

“Y si no se acopla ¿cómo conseguirá tener posición? Podría sucederle lo que a la anciana que pereció en el terremoto —pensaba Iza—. Si fuera mi verdadera hija tendría también su posición. Me pregunto si le podría enseñar algo de magia curativa. Eso le daría cierto valor. Si tuviera una hija, podría adiestrar a ambas; y si tengo un hijo no habrá mujer que continúe mi linaje. El Clan necesitará otra curandera algún día. Si Ayla conociera la magia, podrían aceptarla, inclusive algún hombre estaría dispuesto a acoplarse con ella. Va a ser aceptada en el Clan; ¿por qué no puede ser hija mía?” Iza pensaba ya en la niña como suya, y sus reflexiones plantaron el germen de una idea.

Alzó la mirada, vio que el sol estaba muy alto y se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde. “Tengo que terminar su amuleto y prepararme a hacer la bebida con la raíz”, se dijo Iza, recordando súbitamente sus responsabilidades.

— ¡Ayla! —llamó a la niña que había vuelto al río y que volvió corriendo Mirándole la piel, Iza comprobó que el agua había ablandado las costras pero que estaba sanando. Metiéndose rápidamente en su manto, Iza condujo a la niña hacia la parte alta del ribazo después de detenerse para recoger su palo de cavar la bolsita que había hecho. Había visto una mancha de tierra roja justo del otro lado, junto al lugar en que se habían detenido anteriormente, antes de que Ayla les mostrara la cueva. Cuando llegaron allá, hurgó con el palo hasta que varios terrones pequeños de ocre rojo se desprendieron. Tomando unos cuantos trozos, los tendió a Ayla; la niña los miró sin saber lo que se esperaba de ella, y entonces, vacilando tocó uno de ellos. Iza tomó el trocito, lo metió en la bolsita y recogió ésta en un pliegue. Antes de dar la vuelta para regresar, Iza miró el paisaje y divisó diminutos personajes avanzando por la llanura que había allá abajo. Los cazadores habían salido temprano aquella mañana.

Muchas eras antes, hombres y mujeres mucho más primitivos que Brun y sus cinco cazadores, aprendieron a competir con los depredadores de cuatro patas para apoderase de sus presas, observando sus métodos y copiándolos. Veían, por ejemplo, cómo los lobos, trabajando juntos, podían abatir presas mucho más grandes y poderosas que ellos. Con el tiempo, utilizando herramientas y armas en vez de zarpas y colmillos, los hombres aprendieron que ellos también, si cooperaban, podrían cazar a las enormes bestias que compartían su entorno. Eso los hizo avanzar rápidamente en su viaje por la evolución.

Como el silencio era necesario para no advertir a la presa que iban acosando, desarrollaron señales de caza que evolucionaron en las señales y gestos de la mano, más complicados, empleados para comunicar otros deseos y necesidades. Los gritos de advertencia cambiaron en cuanto a tono y volumen para encerrar un mayor contenido informativo. Aun cuando la rama del árbol genealógico desembocaba en el Clan, no comprendía mecanismos vocales suficientemente desarrollados para llegar a constituir un lenguaje plenamente verbal, eso no menguaba su capacidad para cazar.

Los seis hombres partieron al primer resplandor del alba. Desde su punto dominante cerca de la cresta montañosa, observaron cómo el sol enviaba sus rayos como exploradores, trepaba lentamente sobre el ángulo de la tierra y después ostentaba toda su gloria en plena posesión del día. Hacia el noreste, una enorme nube de suaves loes velaba una masa ondulante de movimiento oscuro y áspero acentuado por negras púas corvas. Una ancha pista de tierra pisoteada, totalmente desprovista de vegetación, seguía a la lenta manada de bisontes que desfiguraba las llanuras verdes y doradas. Como ya no los detenían mujeres ni niños los cazadores cubrieron rápidamente la distancia hasta la estepa.

Dejando atrás los contrafuertes montañosos, adoptaron un trote lento que devoraba las distancias, acercándose a la manada bajo el viento. Al acercarse, se agacharon en las altas hierbas para observar a las enormes bestias. Gigantescos lomos gibosos que iban estrechándose hacia los flancos, sostenían cabezotas lanudas portadoras de enormes cuernos negros que median más de una yarda de envergadura en los animales maduros. El olor a sudor de la multitud apretada se extendía a los lejos y atacaba sus narices mientras la tierra vibraba bajo el movimiento de miles de pezuñas.

Brun, con la mano alzada para proteger sus ojos, estudió a cada una de las criaturas que pasaban, esperando hallar al animal conveniente en las circunstancias más propicias. Mirando al hombre, resultaba imposible adivinar la tensión insoportable que el jefe mantenía firmemente bajo control. Sólo sus dones palpitantes por encima de quijadas apretadas revelaban su corazón que latía nerviosamente y sus nervios de punta. Era la cacería más importante de su vida. Ni siquiera el primer animal que derribó, elevándose así al rango de hombre, había sido tan importante como esta cacería, pues en ella reposaba la condición final de residencia en la nueva cueva. Una cacería bien lograda no sólo proporcionaría carne para la fiesta que sería parte de la ceremonia de la cueva, sino que aseguraría al Clan que sus tótems favorecían realmente su nuevo hogar. Si los cazadores volvieran con las manos vacías de su primera cacería, el Clan tendría que seguir buscando más allá una cueva más aceptable para sus espíritus protectores. Era la manera que tenía sus tótems de advertirles que aquella cueva era infortunada. Cuando Brun vio la enorme manada de bisontes, se sintió animado: eran la personificación de su propio tótem.

Brun echó una mirada a sus cazadores, que esperaban ansiosamente la señal. Esperar era siempre la peor parte, pero un movimiento prematuro podría tener resultados desastrosos, y si fuera humanamente posible, Brun quería asegurase de que no saliera nada mal en la cacería. Vio la expresión preocupada del rostro de Broud y casi lamentó, durante un momento fugaz, haber permitido que el hijo de su compañera llevara a cabo la matanza. Entonces recordó los brillantes ojos del muchacho, llenos de orgullo, cuando el jefe le dijo que se preparara para la cacería de su virilidad. “Es normal que el muchacho esté nervioso —pensó Brun—. No es sólo la cacería de su virilidad sino que el nuevo hogar del Clan puede depender de la fuerza de su brazo derecho.”

Broud observó la mirada de Brun y rápidamente dominó la expresión que revelaba su tumulto interior. No se había percatado de lo enorme que era un bisonte vivo —de pie, erguido, la joroba entre los hombros del pesado animal estaba a treinta centímetros o más por encima de su propia cabeza— ni lo impresionante que podía ser toda una manada. Tendría que lograr por lo menos infligir la primera herida importante para que le acreditaran la matanza. “¿Y si yerro? ¿Si doy mal el golpe y se escapa?” Las ideas de Broud estaban alborotadas.

Se había esfumado el sentimiento de superioridad que hacía hincharse al mozo delante de Oga, cuando realizaba lanzamientos de práctica y ella lo contemplaba con adoración. El fingía no darse cuenta: era sólo una criatura, y además hembra. Pero no tardaría mucho en convertirse en mujer. “Oga pudiera no ser tan mala compañera cuando crezca —pensó Broud—. Necesitará un fuerte cazador que la proteja, ahora que han desaparecido su madre y el compañero de ésta.” A Broud le gustaba la forma en que ella se esforzaba por atenderlo desde que vivía con ellos, corriendo anhelosamente para obedecer a sus menores deseos, a pesar de que no era hombre todavía. “Pero ¿qué pensará de mí si no consigo matar? ¿Y si no puedo hacerme hombre en la ceremonia de la cueva? ¿Qué pensaría Brun? ¿Qué pensaría todo el Clan? ¿Y si tuviéramos que abandonar la hermosa cueva nueva que ya ha sido bendecida por Ursus?” Broud aferró más fuertemente su lanza y tendió la mano hacia su amuleto en un gesto de suplica hacia el Rinoceronte Lanudo, para que le diera valor y un brazo fuerte.

No habría mucha oportunidad de que el animal se escapara si todo dependiera de Brun. Dejó que el joven pensara que el destino de la nueva cueva del Clan reposaba en él. Para ser jefe algún día, sería bueno que aprendiera el peso de la responsabilidad que el cargo implicaba, y desde ahora. Daría su oportunidad al muchacho, pero Brun proyectaba hallarse cerca para matar él mismo de ser necesario. Por el joven, tenía la esperanza de no llegar a eso. El mozo era orgulloso, su humillación sería grande, pero el jefe no tenía la intención de sacrificar la cueva al orgullo de Broud.

Brun se volvió para observar la manada. Pronto vio un toro joven que luchaba por salirse del tropel. El animal estaba casi en la plenitud pero era aún joven e inexperto. Brun esperó hasta que el bisonte se hubo desviado más lejos de los demás, hasta que fuera una criatura solitaria alejada de la seguridad de la manada. Entonces dio la señal.

Los hombres se abalanzaron al instante, dispersándose en abanico, con Broud a la cabeza. Brun observó cómo se apartaban a intervalos regulares, manteniendo ansiosamente la vista fija en el joven bisonte descarriado. Hizo otra señal y los hombros brincaron hacia la manada, ladrando, gritando y agitando los brazos. Los animales sorprendidos en la parte de afuera empezaron a correr hacia el centro, cerrando las brechas y empujando con el hocico hacia el centro a los que estaban más cerca. Al mismo tiempo, Brun se abalanzó entre ellos y el joven toro, desviándolos.

Mientras las bestias asustadas de la periferia se metían a la fuerza entre el tropel arremolinado, Brun se lanzó hacia el que había escogido y uso hasta el último adarme de energía en la caza, haciendo correr al toro con toda la prisa que podían moverle sus gruesas patas musculosas. La tierra seca de la estepa llenaba el aire de polvo fino y limoso, levantado por la multitud de bisontes de duras pezuñas, mientras el movimiento de las alas se transmitía por toda la manada. Brun entrecerré los ojos y tosió, cegado por el remolino de polvo que se pegaba a los orificios de su nariz y su garganta. Jadeando, casi agotado, vio que Grod proseguía la persecución.

El toro cambió de dirección ante la incitación renovada de Grod, Los hombres estaban avanzando, formando un amplio círculo que llevarla a la bestia de nuevo hacia Brun que se esforzaba, sin aliento, por cerrar el círculo. Toda la manada estaba en estampida, lanzada a través de la pradera con su miedo irracional multiplicado por el movimiento mismo. Sólo quedaba el toro joven, huyendo presa de pánico ante una criatura que sólo poseía una fracción de su fuerza pero suficiente inteligencia y determinación para compensar la diferencia. Grod galopaba tras él, negándose a ceder aunque su corazón palpitaba como si fuera a estallar. El sudor formaba arroyuelos sobre la película de polvo que cubría su cuerpo y daba a su barba un aspecto pardo. Grod finalmente se detuvo justo cuando Droog tomaba su lugar.

La resistencia de los cazadores era grande, pero el fuerte bisonte joven Seguía adelante con energía incansable. Droog era el hombre más alto del Clan y tenía las piernas un poco más largas que los demás. Incitando al animal hacia adelante, Droog se lanzó tras él con un nuevo impulso veloz, desviándolo en Cuanto intentaba seguir la pista de la manada en fuga. Para cuando Crug sustituyó al agotado Droog, el joven animal estaba visiblemente sin resuello. Crug estaba fresco y empujaba a la bestia hacia adelante, obligándola a hacer acopio de energía con una punzada de su lanza en los flancos.

Cuando Goov tomó el relevo, la enorme criatura hirsuta empezaba a perder velocidad. El toro corría a ciegas, tercamente, seguido de cerca por Goov que lo pinchaba sin cesar para acabar con la última gota de fuerza que te quedara al joven animal. Broud vio que Brun avanzaba lanzando un ladrido y tomaba nuevamente su lugar en persecución de la enorme bestia. Su carrera fue corta; el bisonte había llegado a su límite: fue corriendo menos, se detuvo en seco y se negó a moverse, con la piel cubierta de espuma, la cabeza baja y la boca chorreante de espumarajos. Con la lanza en ristre, el joven se acercó al agotado toro.

Con un juicio que era fruto de la experiencia, Brun calculó rápidamente; ¿estaría el joven demasiado nervioso para su primera muerte o exageradamente ansioso? ¿Estaba la bestia agotada por completo? A veces, un perverso bisonte viejo se detenía antes del agotamiento completo y una carga de último minuto podía matar o dañar gravemente a un cazador, especialmente si era inexperto. ¿Debería usar sus boleadoras para detener al animal y derribarlo? La cabeza del bruto casi tocaba al suelo, sus flancos jadeantes no dejaban lugar a dudas: el bisonte estaba acabado. Si empleara sus boleadoras, la primera matanza del muchacho tendría una distinción menor. Brun decidió dejar que Broud se llevara los honores.

Rápidamente, antes de que el bisonte recobrara el aliento, Broud avanzó hacia el enorme animal velludo y alzó su lanza. Con un pensamiento de último minuto para su tótem, se echó hacia atrás tomando impulso y se abalanzó: la pesada y larga lanza mordió profundamente el flanco del joven toro, su punta endurecida al fuego perforó el fuerte cuero y rompió una costilla en la lanzada rápida y fatal. El bisonte mugió de dolor, volviéndose para cornear a su atacante mientras se le doblaban las patas. Brun vio el movimiento y brincó junto al joven, y con toda la fuerza de sus potentes músculos, golpeó con su garrote la cabezota. Su golpe añadió ímpetu a la caída del animal; el bisonte cayó de lado, sus fuertes pezuñas golpearon el aire en los estertores de la muerte, y finalmente quedó inmóvil.

Broud se quedó asombrado al principio y algo abrumado, pero de repente lanzó un grito agudo que era su explosión de triunfo. ¡Lo logró! ¡Había efectuado su primera matanza! ¡Era un hombre!

Broud estaba rebosante de júbilo. Tendió la mano para arrancar su lanza profundamente sumida en el costado del animal y que se alzaba, muy derecha. Liberándola, sintió que su rostro se cubría de sangre que brotó como un surtidor, y saboreó su gusto salado. Brun golpeó a Broud en el hombro, con la mira da llena de orgullo.

“Bien hecho” indicaba elocuentemente el gesto. Brun estaba contento al agregar otro fuerte cazador a sus filas, mi fuerte cazador que era su orgullo y su dicha, el hijo de su compañera, el hijo de su corazón.

La cueva era suya. La ceremonia ritual lo sellaría, pero la matanza de Broud lo había asegurado. Los tótems estaban complacidos. Broud alzó la punta sangrienta de su lanza mientras los otros cazadores corrían hacia ellos, con gozo en sus pasos al ver al animal derribado. El cuchillo de Brun estaba en su mano, dispuesto a abrir la barriga y destripar al bisonte antes de llevarlo a la cueva. Retiró el hígado, lo cortó en rebanadas y dio una de ellas a cada cazador. Era el bocado selecto, reservado solamente a los hombres, que impartía fuerza a los músculos y los ojos, necesaria para cazar. Brun cortó el corazón de la enorme criatura velluda también, y lo enterró cerca del animal, obsequio que había prometido a su tótem.

Broud masticaba el hígado crudo y caliente, su primer bocado de virilidad, y creía que el corazón le iba a estallar de felicidad. Se convertiría en hombre en la ceremonia para santificar la nueva caverna, conduciría la danza de la cacería, se uniría a los hombres en los ritos secretos que habrían de celebrarse en la pequeña cueva, y habría dado alegremente su vida por ver aquella mirada de orgullo en los ojos de Brun. Era el momento supremo de Broud. Gozaba anticipadamente de la atención que habrían de prestarle después de los ritos de su virilidad en la ceremonia de la cueva. Tendría la admiración de todo el clan, todo su respeto. Sólo hablarían de él y de su gran hazaña de cazador. Sería su noche, y los ojos de Oga brillarían con una devoción indecible y un homenaje de adoración.

Los hombros ataron las patas del bisonte más arriba de las articulaciones de la rodilla. Grod y Droog ataron sus lanzas, Crug y Goov hicieron lo mismo, formando dos postes reforzados con las cuatro lanzas. Una fue metida entre las patas delanteras, la otra entre las patas traseras, horizontalmente, a través de la enorme bestia. Brun y Broud se pusieron a ambos lados de la cabeza velluda y agarraron un cuerno quedando su otra mano libre para sostener la lanza. Grod y Droog agarraron cada uno un extremo del poste a cada lado de las patas delanteras, mientras Crug iba a la izquierda y Goov a la derecha de las patas traseras. A una señal de su jefe, los seis hombres echaron a andar, medio alzando y medio arrastrando al enorme animal por los llanos cubiertos de hierba. El viaje de regreso la cueva llevó mucho más tiempo que la ida. Los hombres, a pesar de su fuerza, se agotaron bajo el peso mientras cargaban con el bisonte a través de la estepa y contrafuertes arriba.

Oga estaba observando y vio que regresaban los cazadores muy lejos, abajo, en las llanuras. Cuando se acercaron a la cresta, el Clan los esperaba y se unió a ellos un tropel para acompañarlos durante el último trecho hasta la cueva, caminando junto a ellos en una aclamación silenciosa. La posición de Broud al frente de los hombres victoriosos anunciaba que él había matado. Inclusive Ayla, que no podía comprender lo que estaba pasando, se sentía presa de la excitación que impregnaba el aire.