Capítulo 7
Un silencio reverencial se apoderó del Clan cuando sus miembros penetraron por vez primera en la cueva y advirtieron la amplitud de sus nuevos alojamientos, pero muy pronto se acostumbraron a ella. Rápidamente dejaron de pensar en la vieja cueva y su anhelante búsqueda de un nuevo hogar, y cuanto más iban descubriendo acerca del entorno de su nuevo hogar, más les complacía éste. Se establecieron en la rutina acostumbrada de los breves y calurosos veranos: cazar, recoger y almacenar alimentos que les ayudaban a sobrevivir al prolongado frío helado que, por experiencia, sabían que les esperaba. Y había gran diversidad de comestibles entre los cuales escoger.
Truchas plateadas relampagueaban entre el rocío blanco del torrente, y se podían atrapar con la mano y con una paciencia infinita mientras los imprudentes peces reposaban bajo raíces y rocas medio sumidas en el agua. Salmones y sollos gigantescos, llenos a veces de caviar negro o hueva de color rosa claro, acechaban cerca de la desembocadura de la corriente, mientras enormes siluros y bacalaos negros barrían e fondo del mar interior. Redes barredoras, hechas con los pelos largos de animales, retorcidos a mano para formar cuerdas, extraían del agua los enormes pescados que huían velozmente de los vadeadores que los perseguían empujándolos hacia la barrera de mallas anudadas. A menudo caminaban los quince kilómetros que los separaban de la costa del mar, y no tardaban en disponer de una reserva de pescado salado, que habían secado sobre hogueras humeantes. Recogían moluscos y crustáceos, útiles para hacer cucharones, cucharas, tazones y tazas, y también por su sabor suculento. Los miembros del Clan trepaban por riscos escarpados para recoger huevos en los incontables nidos de aves marinas que anidaban en los promontorios rocosos frente al agua, y de vez en cuando una piedra bien lanzada proporcionaba el deleite adicional de un alcatraz, una gaviota o un alca grande.
Raíces, hojas y tallos carnosos, calabazas, verduras, bayas, frutas, nueces y granos eran recogidos, en la temporada debida a medida que avanzaba el verano. Hojas, flores y hierbas se ponían a secar para hacer infusiones y aromatizar, y terrones de sal arenosa, que habían quedado arriba, muy secos cuajando el gran glaciar septentrional quitaba humedad y hacia retroceder las costas, eran llevados a la cueva para sazonar las comidas invernales.
Los cazadores salían con frecuencia. Las estepas próximas, ricas en hierbas y forrajes y totalmente descubiertas con excepción de algunos bosquetes de venados corrían las llanuras herbosas, con sus enormes cornamentas alzándose más de tres metros en los animales más grandes, junto a bisontes descomunales con astas de dimensiones similares. Pocas veces llegaban tan al sur los caballos esteparios pero burros y onagros la raza de burros intermedia entre caballos y asnos— recorrían las llanuras abiertas de la península mientras su robusto macizo primo, el caballo selvático, vivía aislado o en grupos familiares poco numerosos, más cerca de la cueva. Las estepas a1ojaban, también grupos más pequeños y poco frecuentes de ese pariente de la cabra, que habita las tierras bajas: el antílope de las estepas o saiga.
El valle llano entre la pradera y los contrafuertes montañosos era el hogar de los bisontes grandes, los aurochs, ganado oscuro o negro totalmente salvaje, antepasado de razas domésticas más apacibles. El rinoceronte selvático emparentado con especies tropicales ulteriores que pacen en las llanuras, pero adaptado a las selvas templadas y frías sólo se adentraba un poco en el territorio de otra variedad de rinocerontes que preferían la hierba del valle llano. Ambos, con sus cuernos más cortos sobre el hocico y su cabeza horizontal, diferían del rinoceronte lanudo que, junto con los mamuts lanudos, eran sólo visitantes temporales. Tenían un largo cuerno anterior plantado en ángulo inclinado hacia adelante y llevaban la cabeza hacia abajo, lo cual les facilitaba apartar la nieve de los pastizales de invierno. Su gruesa capa de grasa subcutánea y su sobrepelliz de pelos largos y un rojo oscuro, así como su suave capa interior de lana, eran adaptaciones que los confinaban a climas fríos. Su hábitat natural era la estepa septentrional secada por el hielo, la estepa del loes.
Sólo cuando había glaciares sobre la tierra podía haber estepas de loes.
La presión baja y constante sobre las vastas capas de hielo chupaba la humedad del aire y permitía que cayera sólo poca nieve en regiones periglaciales y creaba un viento constante. Un fino polvo calcáreo, el loes, era levantado de la roca pulverizada en las orillas de los glaciares y depositado a cientos de kilómetros de distancia. Una corta primavera mezclaba la escasa nieve con la capa superior del permagel lo suficiente para que brotaran hierbas y pastos de fácil arraigo. Crecían rápidamente conviniéndose en heno vivo, miles y miles de kilómetros de forraje para los millones de animales que se habían adaptado al frío helado del continente.
Las estepas continentales de la península sólo atraían a las bestias lanudas durante el otoño. Los veranos eran demasiado calientes, y las pesadas nieves del invierno demasiado profundas para que pudieran apartarlas con facilidad. Muchos animales más eran atraídos hacia el norte en invierno, hasta los confines del loes más frío pero también más seco. En su mayoría, regresaban en verano los animales selváticos que podían alimentarse con breñales, cortezas o líquenes Permanecían en las pendientes boscosas que brindaban aislamiento y excluían la existencia de grandes manadas.
Además de los caballos y rinocerontes selváticos, cerdos salvajes y diversas variedades de venados encontraban su hogar en el paisaje arbolado: el venado rojo que se llamaría más adelante alce en otras tierras, en manadas poco numerosas; individual o en cortos gripos, tímidos corzos de cornamenta simple con tres puntas; los gamos, algo más grandes, moteados en rojizo y blanco; y unos pocos alces llamados antas por los que llaman alce al venado rojo; todos ellos compartían el entorno boscoso.
Más arriba en el monte, carneros de anchos cuernos, muflones, se pegaban a salientes y riscos, alimentándose con pastos altos y más alto aún, la cabra montés salvaje, el íbice, y la gamuza brincaban de un precipicio a otro. Aves de vuelo rápido prestaban color y canto a la selva, aun cuando no mucha comida. Su lugar en el mes se llenaba más satisfactoriamente con la perdiz blanca de vuelo lento y el urogallo blanco y azul de la estepa, que se derribaban a pedradas, así como las visitas otoñales de gansos y patos de flojel atraídos hacia las redes cuando aterrizaban en pozas fangosas de la montaña. Las aves de presa y demás rapaces se cernían perezosamente sobre corrientes de aire caliente, re corriendo con la mirada las llanuras generosas y las tierras boscosas que tenían abajo.
Cantidad de animales pequeños llenaban montañas y estepas cerca de la cueva, proporcionando alimento y pieles: Cazadores —visones, nutrias, glotones, armiños, martas y cibelinas, zorros, mapaches, tejones y los pequeños gatos silvestres que dieron más adelante nacimiento a los cazadores domésticos de ratones—, y presas: ardillas voladoras, puercoespines, liebres, conejos, topos, ratas almizcleras, coipos, castores, mofetas, ratones, y ratones de aguas, lemmings, ardillas de tierra, grandes jerbos, marmotas gigantescas, lagomorfos y unos cuantos que nunca han recibido nombre por haberse extinguido.
Los carnívoros más grandes eran esenciales para reducir las filas de las abundantes presas. Había lobos y sus parientes más feroces los perros salvajes. Y había felinos: linces, tigres, chitas y leopardos, leopardos de la nieve que habitaban las montanas y, los más grandes de todos, el doble de cualquier otro, los leones cavernarios. Osos morenos omnívoros cazaban junto a la cueva, pero sus descomunales primos, los osos cavernarios vegetarianos, no aparecían ya. Y la hiena cavernaria ubicua completaba la lista de la fauna salvaje.
La tierra era de una riqueza increíble, y el hombre sólo una fracción de la vida múltiple que vivía y moría en aquel Edén frío y antiguo. Nacido demasiado desnudo y sin dotes naturales superiores para compensar —excepto una: su enorme cerebro—, era el más débil de todos los cazadores. Pero a pesar de su vulnerabilidad aparente, carente de colmillo, garra, pierna rápida o fuerza brincadora, el cazador de dos pies había conseguido que lo respetaran sus competidores cuadrúpedos. Su olor era suficiente para apartar a una criatura mucho más poderosa de una senda escogida, siempre que los dos vivían mucho tiempo en próxima vecindad. Los cazadores capaces y experimentados del Clan eran tan hábiles para la defensa como para el ataque, y cuando se veían amenazadas la seguridad o estabilidad del Clan, o si codiciaban un abrigo caliente para el invierno decorado por la naturaleza, acechaban al confiado cazador.
Era un día soleado, calentado por la plenitud inicial del verano. Los árboles estaban cubiertos de hojas pero todavía de un verde más claro de lo que habría de ser más adelante. Moscas perezosas zumbaban alrededor de huesos sobrantes de comidas anteriores. Una fresca brisa marina llevaba en si un indicio de vida, y el follaje que se agitaba suavemente lanzaba sombras sobre la cuesta soleada delante de la cueva.
Una vez terminada la crisis del nuevo hogar, las tareas de Mog-ur eran llevaderas. Lo único que se le pedía era una ceremonia de caza eventual o un rito para apartar los espíritus nefastos, o si había alguien herido o enfermo, que pidiera ayuda con actos benéficos para respaldar la magia de Iza. Los cazadores habían salido, junto con algunas mujeres; tardarían varios días en regresar. Las mujeres iban con ellos para evitar que se echara a perder la carne de lo que cazaran: era más fácil traerla a casa cuando se había secado previamente para el invierno. El cálido sol y el viento siempre presente en las estepas, secaba rápidamente la carne destazada en tiras delgadas. Fuegos humeantes de hierba y bosta secas eran útiles, sobre todo para apartar los moscones y evitar que pusieran sus huevos en la carne fresca, lo cual la echaba a perder. Las mujeres transportarían además, la mayor cantidad de carga en el viaje de regreso.
Creb había pasado el tiempo con Ayla casi diariamente desde que se trasladaron a la cueva, tratando de enseñarle el idioma. Las palabras rudimentarias —que por lo general constituían la parte más difícil para los niños del Clan— las aprendía fácilmente, pero su sistema complicado de gestos y señales se le escapaba. Creb había tratado de hacerle comprender el significado de los gestos, pero ni uno ni otra disponían de una base para sus respectivos métodos de comunicación, y no había tampoco quien pudiera explicar ni interpretar. El viejo había intentado todos los medios que se le ocurrían sin poder hallar la manera de que los significados fueran entendidos. Ayla se sentía igualmente frustrada.
Sabía que estaba pasando algo por alto y anhelaba poder comunicarse algo más que las pocas palabras que sabía. Le resultaba evidente que la gente del Clan se entendía con algo más que las simples palabras, pero no lograba entender cómo. El problema estaba en que no veía las señales que se hacían con las manos. Para ella eran movimientos al azar, no movimientos con un propósito: no había podido captar el concepto de hablar con ademanes. Que fuera siquiera posible no se le había ocurrido; estaba totalmente fuera del campo de su experiencia.
Creb había empezado a presentir su problema, aunque apenas podía creerlo. “Tiene que ser, no sabe que los movimientos encierran un significado”, pensó.
— ¡Ayla! —llamó Creb, haciendo una seña a la niña. ‘Ese debe ser el problema —pensaba, mientras ambos seguían un sendero junto al río brillante—. O eso o que carece de inteligencia suficiente para comprender un lenguaje”. Pero por lo que había observado, no podía creer que la niña careciera de inteligencia, aunque fuera diferente. “Pero comprende los gestos simples. Había pensado que sólo se trataba de extenderlos.”
Muchos pies que se dirigían a cazar, recoger o pescar, en su dirección, habían aplastado la hierba y los matorrales creando un camino en la línea de menor resistencia Los dos paseantes llegaron a un lugar que agradaba mucho al viejo, un tramo abierto cerca de un enorme roble cubierto de hojas, cuyas raíces salientes brindaban un asiento alto y umbroso en el que podía descansar más fácilmente que agachándose hasta el suelo. Iniciando la lección, señaló el árbol con su cayado; —Roble —contestó Ayla rápidamente. Creb asintió, aprobando con un movimiento de la cabeza; entonces dirigió su cayado hacia el río.
—Agua —dijo la niña.
El viejo asintió de nuevo, y entonces hizo un ademán con la mano repitió la palabra. “Agua que corre, río” indicaba el ademán.
— ¿Agua? —dijo la niña, vacilando, intrigada porque había indicado que la palabra era correcta, pero la había preguntado de nuevo. Empezaba a experimentar una sensación de pánico en el fondo de su estómago. Era igual que siempre: sabía que él deseaba algo más, pero no comprendía qué.
Creó meneó la cabeza; no. Había practicado ese tipo de ejercicios muchas veces con la niña. Lo intentó de nuevo, señalando sus pies.
—Pies —dijo Ayla.
—Si —asintió el mago con un movimiento— “de alguna manera tengo que hacerle ver y no sólo oír”, pensó. Se puso en pie, la tomó de la mano y avanzó con ella unos cuantos pasos, dejando atrás su cayado. Hizo un gesto y dijo la palabra “pies”. “Pies en movimiento, andando”, era el sentido que trataba de comunicar. Ella se esforzaba por escuchar, esforzándose por oír si algo se le había escapado en el tono de su voz.
— ¿Pies? —preguntó la niña con voz trémula, segura de que no era ésa la respuesta que él deseaba.
— ¡No, no, no! ¡Andando! ¡Pies moviéndose! —repitió otra vez, mirándola directamente, exagerando el gesto. La hizo avanzar de nuevo, mostrándole sus pies, desesperado de que llegan a aprender algún día.
Ayla sentía que los ojos se le llenaban de lágrimas. ¡Pies! ¡Pies! Sabia que en la palabra correcta ¿pero por qué meneaba negativamente la cabeza? “Ojalá dejara de mover su mano delante de mi cara de ese modo. ¿Qué estoy haciendo mal?”
El viejo la hizo avanzar de nuevo, señalándose sus pies; hizo el movimiento con la mano y dijo la palabra. La niña se detuvo, observándolo. El hizo nuevamente el gesto, exagerándolo tanto que casi significaba otra cosa, y nuevamente dijo la palabra. Estaba inclinado, mirándola a la cara, haciendo el movimiento justo delante de ella. Gesto, palabra, gesto, palabra.
“¿Qué querrá?, ¿qué se supone que debo hacer?”. Ella quería comprenderlo. Sabía que estaba intentando decir algo. “¿qué sigue moviendo la mano?” pensaba.
Entonces, un levísimo vislumbre de idea se le ocurrió: ¡su mano! Sigue moviendo la mano. Alzó la mano, vacilante.
— ¡Si, sí! ¡Eso es! —El asentimiento vigoroso que le daba Creb con la cabeza era casi un grito—. ¡Haz la señal! ¡Moviéndose! ¡Pies moviéndose! —repetía.
Empezando a comprender, la niña observó su movimiento y trató de imitarlo. “¡Creb está diciendo si! ¡Eso es lo que quiere! El movimiento. ¡Quiere que yo haga el movimiento!”
Volvió a hacer el gesto repitiendo la palabra, sin comprender lo que significaba, pero por lo menos entendiendo que el gesto en lo que él quería que hiciera al decir la palabra. Creb la hizo dar media vuelta y regresar al roble, mientras él cojeaba mucho. Señalando nuevamente los pies de la niña que avanzaba, repitió la combinación de palabra y gesto una vez más.
De repente, como una explosión en su cerebro, la niña estableció la relación. ¡Moviéndose con los pies! ¡Andando! ¡Eso quiere decir! No solamente pies. El movimiento de la mano con la palabra “pies” significa “¡andar!”. La mente de la niña se puso a trabajar a toda prisa. Recordaba haber visto siempre que la gente del Clan movía las manos. Podía ver con la imaginación a Iza y Creb, en pie, mirándose, moviendo las manos, diciendo pocas palabras pero moviendo las manos. “¿Estarían hablando? ¿Es así como hablan entre si? ¿Por eso hablan tan poco? ¿Hablan con las manos?”
Creb se sentó. Ayla se quedó frente a él, tratando de calmar su excitación.
—Pies —dijo señalando los suyos.
—Sí —asintió Creb, intrigado.
Ella se dio media vuelta y echó a andar, y al acercarse nuevamente a él, hizo el gesto y dijo la palabra “pies”.
— ¡sí, sí! ¡Eso es! ¡Esa es la idea! —dijo Creb. “¡Ya entendió! Creo que comprende.”
La niña se detuvo un instante, entonces se dio media vuelta y echó a correr alejándose de él. Después de regresar corriendo por el pequeño calvero, esperó anhelante frente a él, casi sin aliento.
—Corriendo —señaló él mientras ella lo observaba con cuidado. Era un movimiento distinto; como el primero, pero diferente.
—Corriendo —expresó con un movimiento vacilante.
— “¡Ya entendió!”
Creb estaba excitado: el movimiento era basto, carecía de la fineza que le impartían inclusive los niños pequeños del Clan, pero la idea estaba ahí. Asintió con la cabeza y por poco se cae de su asiento cuando Ayla se arrojó contra él, abrazándolo llena de una comprensión gozosa.
El viejo mago miró a su alrededor; era casi instintivo. Los gestos afectuosos estaban limitados a los confines del fuego hogareño. Pero sabía que estaban solos. El tullido respondió con un abrazo cariñoso y experimentó un sentimiento cálido y satisfecho que nunca anteriormente había experimentado.
Un mundo de comprensión totalmente nuevo se abría para Ayla. Tenía un instinto teatral innato y el talento de la mímica, y los aprovechó con una seriedad increíble imitando los movimientos de Creb. Pero los gestos de Creb, que sólo tenía un brazo, eran forzosamente adaptaciones de las señas normales de las manos, y a Iza le correspondía enseñarle los detalles más finos. Aprendió como lo habría hecho un bebé, comenzando con expresiones de las necesidades más simples, pero aprendió con una rapidez mucho mayor. Habíase sentido frustrada por muy largo tiempo en sus intentos comunicativos, y estaba decidida a compensar su falta cuanto antes.
Tan pronto como comenzó a entender mejor, la vida del Clan adquirió un vivido relieve. Observaba a la gente que la rodeaba mientras se comunicaban unos con otros, mirando fijamente, con atención apasionada, tratando de captar lo que se decían. Al principio el clan se mostró tolerante en cuanto a su entre metimiento visual, tratándola como si fuera un bebé. Pero a medida que pasaba el tiempo, miradas de reprobación evidenciaron que un comportamiento tan incorrecto no seguiría siendo aceptado. Observar así como escuchar furtivamente era descortés; las costumbres dictaban que se apartara la mirada cuando otras personas hablaban en privado. El problema hizo crisis un atardecer de mediados del verano.
El Clan se encontraba dentro de la cueva, cada familia reunida alrededor de su fuego después de haber cenado. El sol se había puesto detrás del horizonte y el último resplandor opaco destacaba las siluetas de hojas oscuras que susurraban al movimiento de la suave brisa vespertina. El fuego que había a la entra da de la cueva, prendido para alejar a los malos espíritus, los depredadores curiosos y la humedad del aire nocturno, lanzaba jirones de humo y oleadas trémulas de calor, haciendo ondular los árboles y los matorrales sumidos en sombras oscuras al ritmo silencioso de las llamas parpadeantes. Su luz danzaba con las sombras sobre la piedra áspera de la cueva.
Ayla estaba sentada dentro del círculo de piedras que limitaba el territorio de Creb, y observaba el hogar de Brun. Broud estaba de mal humor y lo desahogaba con su madre y Oga, ejerciendo sus prerrogativas de varón adulto. El día había comenzado mal para Broud y fue empeorando. Después de pasarse horas acechando una zorra roja cuya piel había prometido a Oga, el animal desapareció entre los densos matorrales, advertido por la piedra lanzada con presteza, habiéndose hecho perder el tiempo a Broud. Las miradas que le lanzaba Oga llenas de comprensión y perdón, sólo servían para lastimar aún más su orgullo herido: él era quien debería perdonarle a ella sus defectos, no ella a él.
Las mujeres, cansadas de un día pesado, estaban intentando terminar sus últimas tareas, y Ebra, exasperada por las constantes interrupciones de su hijo, hizo una leve seña a Brun. El jefe no había dejado de observar el comportamiento imperioso y exigente del joven. Tenía derecho a portarse así, pero a Brun le parecía que debería ser más tolerante con ellas. No era necesario hacer las correr para cualquier cosa, ya que estaban suficientemente atareadas y cansadas.
—Broud, deja tranquilas a las mujeres tienen suficiente quehacer —expresó Brun con un reprimenda silenciosa.
E reproche fue demasiado, especialmente delante de Oga y procediendo de Brun. Broud se fue al extremo más apartado del territorio del fuego de Brun, junto a las piedras limítrofes, muy enfurruñado cuando vio que Ayla estaba mirándolo fijamente. No importaba que Ayla hubiera percibido sólo vagamente el sutil altercado doméstico que se había desarrollado dentro de los límites del hogar colindante: en lo concerniente a Broud, la feúcha intrusa había visto cómo lo regañaban como si fuera un chiquillo: fue el golpe final a su sensible ego. “Ni siquiera tiene la corrección de mirar a otro lado”, pensó. “Bueno, pues ella no es la única que puede ignorar la cortesía más elemental” Todas las frustraciones de la jornada desbordaron y, lanzando por la borda los convencionalismos, Broud lanzó una mirada malévola más allá de los limites, hacia la niña a quien odiaba.
Creb se había percatado de la ligera discusión en el hogar de Brun, pues siempre estaba al tanto de todas las personas que vivían en la cueva. La mayor parte del tiempo, como si se tratara de un ruido de fondo, permanecía fuera de su conciencia, pero cualquier cosa que implicara a Ayla despertaba su atención Sabía que había sido necesario un esfuerzo deliberado a la vez que maligno de parte de Broud, para ayudarle a superar lo que le había sido inculcado durante toda la vida, para hacerle mirar dentro de los limites del hogar de otro hombre “Broud siente demasiada animosidad hacia la niña —pensó Creb—, por el bien de ella, es hora de enseñarle buenos modales.”
— ¡Ayla! —ordenó severamente. Ella dio un brinco al percatarse del tono de su voz—. ¡No mires a la gente! —expresó con una seña. La niña se sintió regañada.
— ¿Por qué no mirar? —preguntó.
—No mirar, no observar: a la gente no le gusta —trató de explicar, consciente de que Broud estaba observando con el rabillo del ojo, sin molestarse siquiera en disimular el deleite que le causaba el fuerte regaño que Mog-ur estaba propinando a la niña. “De todos modos, el mago la consiente demasiado —pensaba Broud—. Si viviera aquí, ya le iba a enseñar yo cómo se supone que debe comportarse una hembra.”
—Quiero aprender a hablar —señaló Ayla, todavía intrigada y algo dolida.
Creb comprendía perfectamente por qué había estado mirando, pero llegaría el momento en que tuviera que aprender. Quizá se aplacan un poco el odio que Broud le tenía, si veía que la reñía por mirarlo.
—Ayla no observará —señaló Creb con una mirada severa—- Está mal. Ayla no responde a hombre cuando éste habla. Malo. Ayla no mirará a la gente dentro de su hogar. Malo. Malo— ¿Comprendes? — Creb se mostró duro; quería ser comprendido. Vio que Broud se ponía de pie y regresaba junto a la lumbre cuando Brun lo llamó, y se veía a las claras que su humor había mejorado.
Ayla estaba deshecha: nunca se había mostrado Creb duro con ella. Había creído que se alegraría de que aprendiera su idioma; y ahora te decía que era mala porque miraba a la gente y trataba de aprender más.
Confundida y dolida, se le saltaron las lágrimas y corrieron por sus mejillas.
— ¡Iza! —llamó Creb, preocupado—. ¡Ven acá! Ayla tiene algo en los ojos.
Los ojos de la gente del Clan sólo se llenaban de lágrimas cuando algo se les metía adentro o si tenían catarro o padecían alguna enfermedad de los ojos. El nunca había visto que de los ojos brotaran lágrimas de infelicidad. Iza llegó corriendo.
— ¡Mira eso! Le chorrean los ojos. Quizá le haya entrado una chispa. Será mejor que los mires —insistió.
También Iza estaba preocupada. Alzando los párpados de Ayla miró de cerca los ojos de la niña.
— ¿Te duele el ojo? —preguntó.
La curandera no podía ver la menor señal de inflamación. No parecía que tuviera nada malo en los ojos: sólo chorreaban.
—No, no duele —lloriqueó Ayla No podía comprender su preocupación por sus ojos, pero gracias a eso comprendió que se preocupaban por ella aunque Creb dijera que era mala—. ¿Por qué se enfada Creb, Iza? —preguntó, sollozando.
—Tienes que aprender, Ayla —explicó Iza, mirando a la niña con expresión seria—. No es correcto mirar fijamente. No es correcto mirar el fuego de otro hombre, ver lo que dicen otras personas junto al fuego. Ayla debe aprender que cuando habla el hombre, la mujer mira hacia abajo, así —demostró Iza—. Cuando el hombre habla, la mujer baja la cabeza; no pregunta. Sólo los chiquitines miran fijamente. Los bebés. Ayla es mayor. Entonces la gente se enoja con Ayla.
— ¿Creb enfadado? ¿No le importo? —preguntó, deshaciéndose nuevamente en llanto.
Iza seguía sin comprender que los ojos de la niña se llenaran de agua, pero comprendió la confusión en que se encontraba.
—A Creb le importa Ayla, también a Iza. Creb le enseña a Ayla. Hay que aprender algo más que hablar. Hay que aprender las costumbres del Clan —dijo la mujer, tomando en sus brazos a la niña. La sostuvo cariñosamente mientras Ayla se desahogaba llorando, y después secó los ojos húmedos e hinchados de la niña con una piel suave y volvió a mirarlos para asegurarse de que estaban bien.
— ¿Qué pasa con sus ojos? —Preguntó Creb—. ¿Está enferma?
—Ha creído que no la quieres. Pensaba que te habías enfurecido contra ella. Sin duda eso la ha puesto enferma. Quizá los ojos tan claros como los que ella tiene sean débiles, pero no puedo encontrarles nada malo y dice que no le duelen. Creo que sus ojos han chorreado de tristeza, Creb —explicó Iza.
— ¿Tristeza? ¿Se puso triste porque pensó que yo no la quería, y eso la puso enferma? ¿Hizo chorrear sus ojos?
El sorprendido mago apenas podía creerlo, y se sintió lleno de emociones complejas. ¿Sería enfermiza? Parecía saludable, pero nadie se enferma de pensar que no lo quisieran. Nadie, excepto Iza, se había preocupado por él de esa manera. La gente lo temía, sentía pavor ante él, lo respetaba, pero nadie había deseado tanto que él lo quisiera como para que le chorrearan los ojos. “Quizá tenga razón Iza, quizá tenga los ojos débiles, pero su vista es buena. De alguna manera tengo que mostrarle que debe aprender a portarse convenientemente, por su propio bien. Si no aprende los modales del Clan, Brun la expulsará; puede hacerlo. Pero eso no significa que yo no la quiera. La quiero —admitió para si—; por curiosa que sea, la quiero mucho.”
Ayla avanzó hacia el anciano tullido, arrastrando los pies, y mirándoselos con nerviosismo. Se quedó frente a él y después alzó la mirada, todavía empañada por el llanto.
—Ya no miro fijamente —dijo con señas—. ¿Creb no enfadado?
—No —respondió, también por señas—. No estoy enfadado, Ayla. Pero ahora perteneces al Clan, me perteneces a mí. Debes aprender el lenguaje pero también debes aprender las costumbres del Clan. ¿Comprendes?
— ¿Yo pertenezco a Creb? ¿Creb se preocupa por mí? —preguntó.
—Sí, yo te quiero, Ayla. La niña sonrió ampliamente, se acercó a él y lo abrazó, y después se sentó en el regazo del hombre deforme y desfigurado, y se peg6 cariñosamente a él.
A Creb siempre le habían interesado los niños. Cuando se desempeñaba como Mog-ur, pocas veces reveló el tótem de un niño sin que la madre lo reconociera inmediatamente como apropiado. El Clan atribuía la habilidad de Mog-ur a sus poderes mágicos, pero su verdadera habilidad estaba en sus poderes de observación perceptiva. Se fijaba en los niños desde el día en que nacían, y a menudo veía cómo hombres y mujeres por igual los mimaban y consolaban. Pero el viejo lisiado no había conocido el gozo de mecer a un niño en sus brazos.
Agotada por sus emociones, la niña se había quedado dormida; se sentía segura con el pavoroso mago: había sustituido en su corazón a un hombre que ya no recordaba como no fuera en algún punto inconsciente. Mientras Creb miraba el rostro apacible y confiado de la niña en su regazo, sintió que un amor profundo se abría paso en su alma hacia ella. No podía haberla amado más si hubiera do su propia hija...
—Iza—llamó en voz baja el hombre. La mujer tomó a la niña dormida de los brazos de Creb, pero no antes de que él la tuviera apretada contra si un momento.
—Su enfermedad la ha fatigado —dijo, una vez que la mujer la hubo acostado—. Asegúrate de que descanse mañana, y será bueno que le vuelvas a examinar los ojos de día.
—Sí, Creb —asintió; Iza amaba a su hermano lisiado; sabia mejor que nadie que un alma buena y amable vivía bajo aquel exterior repulsivo. Se sentía feliz de que hubiera hallado a quien querer, alguien que también lo amaba, y eso fortalecía aún más sus sentimientos hacia la niña.
Iza no recordaba haber sido tan feliz desde que era niña. Sólo su temor de que la criatura que llevaba en su seno fuera niño empañaba su dicha. Un hijo de ella tendría que ser criado por un cazador. Era hermana de Brun; su madre había sido la compañera del que fue jefe antes que él. Si algo le sucediera a Broud o si la mujer con quien se acoplara no produjera un hijo varón, la jefatura del clan recaería en el hijo de ella, en el caso de que tuviera uno. Brun se vería obligado a entregarla, a ella y al niño, a uno de los cazadores, o a quedarse con ella. Todos los días rogaba a su tótem que hiciera de la criatura que no había nacido aún, una hija, pero no podía deshacerse de su aprensión.
A medida que avanzaba el verano, con la amable paciencia de Creb y el deseo anhelante de Ayla, la niña comenzó a comprender no sólo el lenguaje sino también las costumbres de la gente que la había adoptado. Aprender a apartar la mirada para permitir a la gente del Clan la única intimidad posible, era sólo la primera de muchas duras lecciones. Mucho más difícil resultaba aprender a refrenar su curiosidad natural y su entusiasmo impetuoso para adoptar la docilidad habitual de las hembras.
También Iza y Creb estaban aprendiendo. Descubrieron que cuando Ayla hacia cierta mueca, separando los labios y mostrando los dientes, lo que solía ir acompañado de sonidos aspirantes peculiares, eso significaba que se sentía feliz, no hostil. Nunca consiguieron superar del todo su ansiedad ante la extraña debilidad de los ojos de la niña que se llenaban de agua cuando estaba triste. Iza decidió que, esa debilidad era particular de los ojos claros, y se preguntaba si sería un rasgo común en los Otros o si sólo ocurría con los ojos de Ayla. Para estar tranquila, Iza le lavaba los ojos con el fluido cristalino de la planta de color azul blancuzco que crecía muy profunda en la sombra. Aquella planta, parecida a un cadáver, sacaba su alimento de la madera y materia vegetal en putrefacción, Y su superficie cerúlea se volvía negra al tocarla. Pero Iza no conocía mejor re Inedia contra el dolor o la inflamación de los ojos, que el líquido fresco que manaba de su tallo roto, y aplicaba el tratamiento tan pronto como la niña lloraba.
No lloraba con frecuencia. Aun cuando las lágrimas servían para llamar la atención, Ayla se esforzaba mucho por dominarlas. No sólo resultaban perturbadoras para las dos personas a quienes amaba, sino que los demás del Clan lo consideraban como señal de su diferencia y ella quería encajar y ser aceptada.
El Clan estaba aprendiendo a aceptarla, pero todavía se mostraban todos cautelosos y suspicaces en cuanto a sus peculiaridades.
Ayla también estaba aprendiendo a conocer a la gente del Clan y a aceptarla. Aun cuando los hombres sentían curiosidad hacia ella, era indigno que mostraran demasiado interés en una niña, por insólita que fuera, y ella los ignoraba tanto a ellos como la ignoraban a ella. Brun demostraba mayor interés que los demás, pero la asustaba. Era serio y no se mostraba abierto a las efusiones lo mismo que Creb. No podía saber que a la gente del Clan, Mog-ur le parecía mucho más distante e imponente que Brun, y que estaba pasmada ante la intimidad que se creó entre el pavoroso mago y la extraña niñita. El que más le desagradaba de todos era el joven que compartía el hogar de Brun. Broud siempre tenía una expresión mezquina cuando la miraba.
Con las mujeres fue con quienes se familiarizó primero. Pasaba más tiempo con ellas. Excepto cuando se encontraba dentro de los límites de las piedras del hogar de Creb o cuando la curandera se la llevaba, al salir en busca de plantas exclusivas para su uso, Iza y ella estaban generalmente con los miembros femeninos del Clan. Al principio Ayla sólo seguía a Iza por donde iba y observaba cuando desollaban animales, curtían pieles, trenzaban canastos, estiraban correas sacadas en espiral de un solo pellejo, recogían alimentos silvestres, preparaban comidas, hacían conservas de carne y plantas para el invierno, y respondían a los deseos de cualquier hombre que las llaman para ordenarles algún servicio. Pero cuando vieron la buena voluntad de la niña para aprender, no sólo la ayudaron con el idioma sino que comenzaron a enseñarle aquellas habilidades tan útiles.
Elia no era tan fuerte como las mujeres o los niños del Clan —su estructura más delgada no podía soportar la poderosa musculatura de la gente del Clan, de huesos más pesados— pero era asombrosamente diestra y flexible. Las tareas pesadas le resultaban difíciles, pero para ser sólo una niña, era hábil trenzando canastos o cortando correas de un ancho uniforme. Muy pronto estableció una relación cordial con Iza, cuya naturaleza amigable la hacia simpática. La mujer dejó que Ayla llevara en brazos a Borg en cuanto comprobó el interés que Ayla sentía por el bebé. Ovra se mostraba reservada, pero Uka y ella eran especial mente amables con la niña. La pena que sentían al haber perdido al joven en el derrumbe de la cueva, sensibilizaba a la madre y la hermana respecto a la niña que había perdido a su familia. Pero Ayla no tenía compañeros de juego.
Su primer impulso de amistad con Oga se había enfriado después de la ceremonia. Oga se sentía dividida entre Ayla y Broud. La recién llegada, aunque más joven, era alguien con quien le habría sido posible compartir sus pensamientos infantiles, y se sentía compenetrada con la joven huérfana dado que compartía su mismo sino, pero los sentimientos de Broud hacia ella resultaban obvios. Oga decidió, renuentemente, evitar a Ayla, por deferencia hacia el hombre con quien esperaba acoplarse. Menos cuando trabajaban juntas, pocas veces se reunían, y después de que los intentos de Ayla por hacer amistad se vieron rechazados varias veces, la niña se retrajo y no intentó más mostrarse sociable.
No le gustaba a Ayla jugar con Vorn. Aun cuando tenía un año menos que ella, su idea del juego consistía generalmente en darle órdenes, en una imitación consciente del comportamiento viril adulto hacia las hembras adultas, cosa que todavía le costaba mucho aceptar a Ayla. Cuando ésta se rebelaba, provocaba la ira de hombres y mujeres, especialmente la de Aga, madre de Vorn, quien estaba orgullosa de que su hijo aprendiera a portarse “como un hombre”, y no se le pasaba por alto, al igual que todos los demás, el resentimiento que Broud le mostraba. Algún día Broud sería jefe, y si su hijo seguía disfrutando de su valimiento, podría ser recogido como segundo al mando. Aga aprovechaba cualquier oportunidad por elevar la estatura de su hijo, hasta el punto de atormentar a Ayla cuando Broud andaba cerca. Si veía juntos a Vorn y Ayla cuando Broud estaba por ahí, apartaba rápidamente a su hijo.
La capacidad de Ayla en cuanto a comunicarse mejoraba rápidamente, con ayuda de las mujeres. Pero un símbolo en particular, lo aprendió por su propia observación. Seguía observando a los demás —no había aprendido todavía a cerrar su mente a los que la rodeaban— aun cuando no los observaba tan obviamente.
Una tarde estaba mirando a Iza jugar con Borg. Iza hizo una señal a su hijo y la repitió varias veces. Cuando los movimientos que el niñito hacia al azar parecieron imitar el gesto, la madre llamó la atención de las otras mujeres y alabó a su hijo. Más tarde vio Ayla que Vorn corría hacia Aga y la saludaba con el mismo gesto. Inclusive Ovra hacia aquel gesto al iniciar una conversación con Uka.
Aquella noche se acercó tímidamente a Iza, y cuando la mujer alzó la mirada, Ayla hizo la señal con la mano. Iza abrió muy grande los ojos.
—Creb —dijo—, ¿cuándo le has enseñado a llamarme madre?
—No se lo he enseñado, Iza —respondió Creb—, lo habrá aprendido sola.
Iza se volvió hacia la niña:
— ¿Lo has aprendido tú sola? —preguntó.
—Sí, madre —expresó Ayla con el mismo símbolo. No estaba muy segura de lo que significaba la seña, pero tenía una idea. Sabía que lo usaban los niños con las mujeres que los atendían. Aun cuando su memoria había bloqueado el recuerdo de su propia madre, su corazón no la había olvidado. Iza había sustituido a aquella madre que Ayla amó y perdió.
La mujer que había vivido sin hijos por tanto tiempo sintió una profunda emoción.
—Mi hija —expresó con uno de sus pocos abrazos espontáneos—. Mi hija. Desde el principio supe que era mi hija. ¿No te lo dije? Me fue dada; los espíritus querían que fuera mía, estoy segura.
Creb no discutió con ella; tal vez tuviera razón.
Después de aquella noche las pesadillas de la niña disminuyeron, aun cuando tenía alguna de vez en cuando. Dos sueños se repetían con mayor frecuencia. Uno era que estaba escondiéndose en una cueva muy pequeña, tratando de alejarse de una garra enorme y afilada. El otro era más vago y perturbador. Tenía la sensación de que se movía la tierra, de un profundo retumbar y de un sentimiento infinitamente doloroso de pérdida. Gritaba en su extraño lenguaje, que usaba menos cada día, al despertar aferrándose a Iza. Cuando llegó con ellos, al Principio, se ponía a hablar en su idioma a veces, sin darse cuenta, pero a medida que aprendió a comunicarse más a la manera del Clan, sólo hablaba ya en sueños. Al cabo de un tiempo, ni siquiera en sueños, pero nunca despertó de la tremenda pesadilla cuando se movía la tierra, sin una sensación de desolación.
El corto y cálido verano transcurrió, y las ligeras heladas matutinas del otoño enfriaban el aire y agregaban un destello escarlata y ambarino muy vivo al verdor de la selva. Unas cuantas nieves prematuras, derretidas por fuertes lluvias de temporada que arrebataban sus mantos llenos de colorido a los árboles, anunciaban el frío por venir. Más adelante, cuando sólo unas cuantas hojas tenaces se aferraban a las ramas peladas de árboles y arbustos, un breve interludio de brillante sol recordó finalmente el calor estival antes de que los rudos vientos y el frío intenso cerraran la posibilidad de llevar a cabo muchas actividades al aire libre.
El Clan estaba afuera, disfrutando del sol. Sobre la ancha tenaza que constituía la entrada de la cueva, las mujeres estaban procediendo al bieldo de granos cosechados en las estepas herbosas que se extendían más abajo. Un viento mordaz abatía muchísimas hojas secas, prestando una apariencia de vida a los vestigios alborotados de la plenitud estival. Aprovechando el aire agitado, las mujeres aventaban el grano de amplios y profundos canastos, dejando que el viento se llevara la cascarilla antes de volver a recuperar las semillas.
Iza estaba inclinada detrás de Ayla, con sus manos sobre las de la niña mientras sostenía el canasto, mostrándole cómo aventar muy alto el grano sin que se cayera junto con la paja y cascarilla.
Ayla sentía el estómago duro y abultado de Iza contra su espalda, y sintió la fuerte contracción que obligó a la mujer a detenerse súbitamente. Poco después, Iza dejó el grupo y entró en la cueva, seguida por Ebra y Uka. La niña echó una mirada de aprensión al grupo de hombres que habían interrumpido la conversación y seguían con la mirada a las mujeres, y esperó que las regañaran por alejarse cuando quedaba aún trabajo por hacer. Peto los hombres se mostraron inexplicablemente tolerantes. Ayla decidió arriesgarse y provocar su disgusto, y siguió a las mujeres.
En la cueva, Iza estaba descansando sobre las pieles en que dormía, con Ebra y Uka a ambos lados. “¿Por que se ha acostado Iza cuando sólo es la mitad del día? —pensaba Ayla—. ¿Estará enferma?” Iza vio la mirada preocupada de la niña y le hizo una seña para tranquilizarla, pero eso no casó la inquietud de Ayla, que aumentó al ver la expresión tensa de su madre adoptiva al experimentar la siguiente contracción.
Ebra y Uka charlaban con Iza de cosas corrientes, de los alimentos que estaban almacenados y del cambio de temperatura. Pero Ayla había aprendido lo suficiente para captar su preocupación por la postura y las expresiones de las mujeres. Algo andaba mal, estaba segura de eso. Ayla decidió que nada la apartaría de Iza mientras no supiera lo que estaba pasando, y se sentó junto a sus pies para esperar.
Al anochecer, Oca se fue con Borg apoyado en su cadera, y entonces Aga trajo a su hija, Oga, y ambas mujeres se quedaron sentadas, de visita, mientras alimentaban a los bebés, brindando su apoyo moral. Ovra y Oga estaban preocupadas y llenas de curiosidad cuando se acercaron a la cama de Iza. Aun cuando la hija de Uka no estaba aún apareada, en una mujer, y Ovra ya sabía que de ahora en adelante podría dar vida. Oga no tardaría en hacerse mujer, y las dos estaban intensamente interesadas en el proceso por el que estaba pasando Iza
Cuando Vorn vio que Aba se alejaba y se sentaba junto a su hija, quiso saber por qué estaban todas las mujeres junto al fuego de Mog-ur. Se acercó y se subió al regazo de Aga junto a su hermana, para ver lo que estaba ocurriendo, pero Ona estaba lactando aún, de modo que la mujer mayor tomó al niño y lo tuvo sobre su regazo. Allí no pudo ver nada interesante, sólo la curandera que descansaba, de modo que volvió a alejarse.
Las mujeres no tardaron en separarse para comenzar a preparar las cenas. Uka permaneció con Iza, aunque Ebra y Oga siguieron echando miradas discretas mientras cocinaban. Ebra sirvió a Creb así como a Brun, después llevó comida para Uka, Iza y Ayla. Ovra cocinó para el compañero de su madre, pero Oga y ella regresaron rápidamente cuando Grod se acercó al hogar de Brun para reunir se con el jefe y Creb. No querían perderse nada, y se sentaron junto a Ayla que no se había apartado de su lugar.
Iza sólo bebió un poco de té, y tampoco Ayla tenia mucha hambre- Picó poco de su comida, incapaz de comer con el apretado nudo que le oprimía el estómago. “¿Qué le pasa a Iza? ¿Por qué no se levanta para prepararle la cena a Creb? ¿Por qué no pide Creb a los espíritus que la pongan buena? ¿Por qué se queda con los demás hombres junto al fuego de Brun?”
Iza estaba esforzándose más. Cada pocos momentos respiraba varias veces rápidamente y entonces empujaba sujetándose con las manos de las dos mujeres, Todos los miembros del Clan se mantuvieron en vela a medida que avanzaba la noche. Los hombres estaban agrupados alrededor del fuego del jefe, visiblemente dedicados a alguna discusión profunda. Pero las miradas ocasionales que lanzaban subrepticiamente delataban su verdadero interés. Las mujeres hacían visitas periódicas comprobando el progreso de Iza, y a veces se quedaban un rato. Todos estaban esperando, unidos para dar aliento y esperando lo que llegara mientras su curandera sufría los dolores del parto.
Había anochecido desde hacia mucho, ya. De repente hubo un revuelo de actividad. Ebra tendió una piel mientras Iza ayudaba a Iza a acuclillarse. Estaba respirando fuerte, esforzándose mucho, llorando de dolor. Ayla temblaba, sentada entre Ovra y Oga que gemían, simpatizando con Iza. La mujer respiró profundamente y, empujando prolongadamente, rechinando los dientes y tensando los músculos, la corona redonda de la cabeza del bebé apareció entre chorros de agua. Otro tremendo esfuerzo permitió que la cabeza saliera; lo de más resultó más fácil, mientras Iza traía al mundo el cuerpecito mojado y agitado de un diminuto bebé.
Un empujón final sacó afuera una masa de tejidos sanguinolentos. Iza se volvió a tender, agotada por su esfuerzo, mientras Ebra se apoderaba del bebé, sacó de su boca una gota de moco con el dedo, y tendía al recién nacido sobre el est6mago de Iza. Al golpear los pies del bebé, éste abrió la boca y un vagido anunció el primer hálito de vida del primer hijo de Iza. Ebra sujetó un trozo de tendón teñido de rojo alrededor del cordón umbilical y cortó con los dientes la parte que aún permanecía sujeta a la masa placentaria; finalmente, alzó la criatura para que Iza la viera. Después se puso en pie y regresó a su propio hogar para informar del parto feliz de la curandera y del sexo de la criatura, a su compañero. Se sentó frente a Brun, inclinó la cabeza y volvió a alzarla al sentir un golpecito sobre el hombro.