Capítulo 11
El cambio de Ayla fue increíble. Se había convertido en una persona distinta, Estaba pesarosa, se mostraba dócil, corría para ejecutar las órdenes de Broud. Los hombres estaban convencidos de que lo había logrado disciplinándola. Asentían con la cabeza, entendidos. Era la prueba viviente de lo que habían sostenido siempre si los hombres eran demasiado indulgentes, las mujeres se volvían insolentes y perezosas. Las mujeres necesitaban la firme dirección de una mano fuerte. Eran criaturas débiles y obstinadas, incapaces de controlarse a sí mismas como los hombres. Necesitaban hombres que las mandaran, que las tuvieran bajo control, para poder ser miembros productivos del Clan y contribuir a la supervivencia de éste.
No importaba que Ayla fuera sólo una muchacha ni que no fuera realmente del Clan. Era casi suficientemente mayor para ser mujer, ya que era más alta que la mayoría, y era hembra. Las mujeres sentían los efectos cuando los hombres se empeñaban en sus ideas. Los hombres del Clan no querían ser culpables de indulgencia.
Pero Broud tomó la filosofía masculina a pecho vengativamente. Aun cuando apretaba más fuerte las clavijas a Oga, esto no era nada comparado con el ataque que sostenía contra Ayla. Si se había mostrado duro con ella anteriormente, era doblemente duro con ella ahora. Estaba tras ella constantemente, la acosaba, la agobiaba, la buscaba para darle cualquier tarea insignificante de manera que tuviera que brincar ante sus exigencias, la abofeteaba a la menor infracción o aun sin la infracción, y lo disfrutaba. Ella había amenazado su virilidad y lo iba a pagar. Había resistido demasiado, lo había desafiado, él había tenido que luchar demasiado para no golpearla. Ahora le tocaba a él. La había doblegado a su voluntad y ahí la iba a mantener.
Ayla hacía todo lo posible por complacerlo; inclusive trató de adelantarse a sus deseos, pero le salió el tiro por la culata cuando la reprendió por suponer que ella podía saber lo que él quería. Tan pronto como Ayla salía de los límites del hogar de Creb, allí estaba Broud preparado, y no podía la muchacha quedar se sin razón alguna dentro de los límites marcados por piedras del dominio privado del mago.
Era la última temporada ajetreada de la estación, por los preparativos para el invierno; había demasiadas cosas que hacer para asegurar al Clan contra el frío que aumentaba rápidamente. El depósito de medicinas de Iza estaba prácticamente completo, de modo que ya no tenía Ayla excusas para abandonar los alrededores de la cueva. Broud la tenía todo el día atareada, y por la noche caía en su cama, agotada.
Iza estaba segura de qué el cambio de actitud de Ayla tenía menos que ver con Broud de lo que éste creía.
Su amor por Creb era más importante que su temor a Broud. Iza contó a viejo que Ayla había padecido su extraña enfermedad de nuevo, cuando creyó que él no la quería.
—Ya sabes que ha ido demasiado lejos, Iza. Yo tenía que hacer algo. Si Broud no hubiera empezado a disciplinarla de nuevo, lo habría hecho Brun. Eso podría haber sido peor. Broud sólo puede hacerla infeliz; Brun puede despacharla replicó, pero eso hizo reflexionar al mago sobre el hecho de que el poder del amor tuviera más fuerza que el poder del temor, y el tema, ocupó sus meditaciones días enteros. Creb se mostró inmediatamente más blando con ella. Bastante trabajo le había costado mantener su distancia desde el principio.
La primera fina nieve que cayó fue lavada por helados aguaceros que se convirtieron en cellisca o lluvia helada con las temperaturas más bajas del atardecer. Por la mañana había charcos cubiertos de ligero hielo quebradizo, que presagiaba un frío más profundo y se derretía de nuevo al soplar el viento capricho so desde el sur mientras un sol indeciso se decidía a hacer sentir su autoridad.
Durante la titubeante transición entre fines del otoño y comienzos del invierno, Ayla no abandonó ni una sola vez su obediencia femenina correcta. Respondía al menor capricho de Broud, brincaba en cuanto él daba una orden, inclinaba sumisamente la cabeza, controlaba su manera de andar, no reía, ni siquiera sonreía y se mostraba totalmente desprovista de resistencia, pero no era fácil. Y aun cuando luchaba consigo misma, tratando de convencerse de que estaba mal y se obligaba a ser más dócil, empezaba a sublevarse interiormente contra su yugo.
Perdió peso, se volvió inapetente, se quedó tranquila y alicaída inclusive en el hogar de Creb. Ni siquiera Uba podía hacerla sonreír, aun cuando a menudo la tomaba en brazos en cuanto regresaba al hogar de noche y estaba con ella hasta que ambas se quedaban dormidas. Iza se preocupaba por ella, y cuando un día de brillante sol apareció después de otro de lluvia helada, decidió que era el momento de dar un poco de respiro a Ayla antes de que el invierno se cerrara del todo sobre ellos.
—Ayla —dijo Iza en voz fuerte cuando salían de la cueva, antes de que Broud pudiera expresar su primera exigencia—, he estado examinando mis medicinas y veo que me faltan tallos de bolitas de nieve para los dolores de estómago. Son fáciles de identificar: es mi matorral cubierto de bayas blancas que duran cuando todas las hojas han caído.
Iza no comentó que disponía de otros muchos remedios contra los dolores de estómago. Broud arrugó el entrecejo al ver que Ayla corría cueva adentro en busca de su canasto, pero sabia que recoger las plantas mágicas de Iza en más importante que conseguirle una taza de agua o de té o un trozo de carne o las pieles que olvidaba a propósito ponerse en las piernas como polainas o su capucha o una manzana o dos piedras del río para romper nueces, porque no le gustaban las piedras que había cerca de la cueva o cualquier otra de las tareas inconsecuentes que se le podía ocurrir ordenarle. Se apartó al ver que Ayla salía de la cueva con su canasto y su palo de cavar.
Ayla corrió hacia el bosque, agradeciendo a Iza la posibilidad de estar sola. Miraba a su alrededor mientras caminaba, pero no estaba pensando en matorrales de bolas de nieve. No prestaba la menor atención al rumbo que había tomado y no se dio cuenta de que sus pies comenzaban a llevarla hacia un arroyuelo y, siguiéndolo, hasta una cascada musgosa velada de nieblas. Sin pensar, trepó la aguda pendiente y se encontró en su prado de la alta montaña por encima de la cueva. No había vuelto por allá desde que hirió al puercoespín.
Se sentó en la orilla junto al arroyo y se puso a tirar piedrecillas sin pensar en lo que hacia. El aire era frío; la lluvia del día anterior había sido nieve a esta altitud. Un denso manto de nieve cubría el terreno despejado y había manchas entre los árboles empolvados de blanco. El aire inmóvil brillaba con una claridad que hacia juego con la nieve brillante que reflejaba, con millones incontables de diminutos cristalillos, el sol brillante en un cielo tan azul que casi parecía púrpura. Pero Ayla no podía ver la serena belleza del paisaje de principios del invierno; sólo le recordaba que pronto el frío obligaría al Clan a quedarse en la cueva y que no podría alejarse de Broud antes de la primavera. Mientras el sol seguía ascendiendo en el cielo, rociadas de nieve caían repentinamente de las ramas y se aplastaban contra el suelo.
El largo y frío invierno amenazaba, con Broud acosándola día a día. “No puedo contentarlo —se decía—. No importa lo que haga ni cuánto me esfuerce, de nada sirve. ¿Qué más puedo hacer?” Echó una mirada casual a un trecho de tierra desnuda y vio una piel parcialmente podrida y unas cuantas púas dispersas, todo lo que quedaba del puercoespín. “Probablemente una hiena dio con él—pensó— o un glotón.” Con una punzada de remordimiento, pensó en el día que le atinó. “Nunca debería haber aprendido a usar la honda, eso estuvo mal. Creb se enojaría, y Broud, Broud no se enojaría, estaría encantado si se enterara. Realmente le proporcionaría un buen pretexto para golpearme. ¡Cuánto le gustaría hacerlo! Pues bien, no lo sabe ni lo sabrá.” Le proporcionó un sentimiento de placer saber que había hecho algo que él no sabía y que le habría dado la oportunidad de hacerla sufrir. Sintió ganas de hacer algo —por ejemplo lanzar una piedra con la honda— para aliviar su rebeldía frustrada.
Recordó haber arrojado la honda bajo un matorral y la buscó; vio el trozo de cuero debajo e un matorral próximo y lo recogió: estaba húmeda pero su exposición a la intemperie no la había dañado aún. Pasó entre sus manos la suave y flexible piel de venado, y le gustó su contacto. Recordó la primera vez que había recogido una honda, y una sonrisa iluminó su semblante al recordar cómo se había amilanado Broud frente a la ira de Brun cuando derribó a Zoug. No era ella la única en haber provocado alguna vez el mal genio de Broud.
“Sólo que conmigo, se puede dar gusto —pensó amargamente Ayla—. Sólo porque soy hembra. Brun se enfadó de veras cuando tiró a Zoug, pero a mi me puede golpear siempre que se le antoje, y a Brun no le importará. No, eso no es cierto —admitió para sus adentros—: Iza me ha dicho que Brun arrastró a Broud para que dejara de pegarme, y Broud no me golpea tanto cuando Brun está cerca. No me importaría que me golpeara nada más, con tal de que me dejara en paz de vez en cuando.”
Había estado recogiendo piedrecitas y tirándolas al arroyo, se dio cuenta de que, sin querer, había metido una en la honda. Sonrió, vio una última hoja seca colgando del extremo de una ramita, tomó puntería y lanzó. Un cálido sentimiento de satisfacción la recorrió al ver que la piedra arrancaba la hoja del árbol. Recogió unos cuantos cantos más, se puso en pie y avanzó hasta el centro del campo donde las lanzó. “Todavía puedo dar en el blanco que quiera —pensó, y después arrugó la frente—. ¿De qué sirve? Nunca he intentado darle a nada en movimiento, el puercoespín no cuenta; estaba casi parado. Ni siquiera sé si podría hacerlo, y si aprendiera a cazar de verdad ¿de qué serviría? No podría llevarme nada; lo único que haría sería ayudar a algún glotón o un lobo o una hiena y ya nos roban lo suficiente tal como están las cosas”
La cacería y los animales matados eran tan importantes para el Clan, que todos deberían estar constantemente en guardia contra depredadores rivales. No solo los felinos grandes y las manadas de lobos o las hienas arrebataban algún animal a los cazadores, sino que las hienas en acecho o los glotones furtivos estaban siempre alrededor de la carne que se estaba secando o trataban de meterse en los depósitos. Ayla rechazó la idea de ayudar a la supervivencia de los competidores.
Brun no había permitido que llevara un lobezno a la cueva cuando estaba herido, y muchas veces los cazadores los mataban aun cuando no tuvieran necesidad de sus pieles. “los carnívoros siempre nos están causando problemas.” Ese pensamiento no se le apartaba de la mente. Entonces otra idea empezó a tomar forma: Los carnívoros —pensó—, los carnívoros pueden ser muertos con una honda menos los más grandes. Recuerdo que Zoug se lo ha dicho a Vorn. Dijo que a veces es más fácil emplear la honda porque no hay que acercarse tanto”
Ayla recordó el día en que Zoug estaba ensalzando las virtudes del arma con la que era más experto. Era cierto que con una honda el cazador no tenía que acercarse tanto a los colmillos agudos o las potentes zarpas, pero tampoco dijo que si el cazador erraba el golpe, podía verse atacado por un lobo o un lince sin tener otra arma con la cual protegerse, aunque si insistió en que sería imprudente usar la honda con animales grandes.
“¿Y si sólo cazara carnívoros? Nunca los comemos, de manera que no sería desperdicio —pensó- aunque les quede a los que se alimentan con carroña. Eso hacen los cazadores”
“¿En qué estoy pensando? —Ayla meneó la cabeza para apartar la vergonzosa idea de su mente—. Soy hembra se supone que no debo cazar, ni siquiera tocar un arma. Pero sé ahora cómo usar una honda. Aun cuando se supone que no deba hacerlo —pensó, desafiante—, ayudaría. Si matara un glotón o una zorra o algo por el estilo, ya no nos robaría más carne, imagina qué ayuda representaría.” Ayla so imaginaba al acecho de los taimados depredadores.
Había estado practicando con la honda el verano entero, y aun cuando sólo se trataba de un juego, comprendía y respetaba suficientemente las armas Para saber que su propósito verdadero era la caza. . . no la práctica con un blanco sino la cacería. Sabía que la excitación que se sentía al dar en el blanco contra postes o blancos en piedras o ramas pronto se apagaría si no había un reto más importante y aun si fuera posible, el reto de la competición sólo por el placer de competir era un concepto que no podría llevarse a la práctica mientras la tierra no estuviera domesticada por civilizaciones que ya no necesitaran cazar para sobrevivir. La competición dentro del Clan sólo tenía un propósito: agudizar la habilidad para sobrevivir.
Aun cuando no podía definirla de esa manera, parte de su amargura estaba causada por el hecho de tener que renunciar a una habilidad que había desarrollado y que estaba dispuesta a incrementar. Había disfrutado cultivando su capacidad, adiestrando la coordinación de ojo humano, y se sentía orgullosa de haber aprendido sola. Estaba preparada para el desafío mayor, el de la cacería, pero necesitaba convencerse por medio del razonamiento.
Desde el principio, cuando sólo estaba jugando, se había imaginado cazado y viendo las miradas complacidas y sorprendidas del Can cuando llevara a casa la carne que hubiera matado. El puercoespín le había hecho comprender la imposibilidad de semejante sueño. Nunca podría llevarse lo que hubiera matado y lograr que se reconociera su hazaña. Era hembra, y las hembras del Clan no cazaban. La idea de matar a los competidores del Clan le proporcionaba un vago sentimiento de que su habilidad sería apreciada aunque no reconocida. Y también le daba una razón para cazar.
Cuanto más lo pensaba más se convencía de que cazar carnívoros, aun cuando fuera en secreto, era la respuesta, aunque todavía no podía superar sus sentimientos de culpabilidad.
Luchó con su conciencia. Tanto Creb como Iza le habían dicho que no estaba bien que las mujeres tocaran las armas. ‘Pero he hecho ya algo más que tocar un arma —pensó—. ¿Puede ser mucho peor cazar con ella?” Miró la honda que tenía en la mano y de repente tomó una decisión, combatiendo su sentimiento de que estaba cometiendo un delito.
— ¡Lo haré! ¡Voy a hacerlo! ¡Voy a aprender a cazar! Pero sólo mataré carnívoros.
Lo dijo con énfasis, haciendo los gestos que agregaban una finalidad a su determinación. Roja de excitación, corrió hacia el arroyo en busca de más cantos rodados.
Mientras buscaba cantos del tamaño exacto, le llamó la atención un objeto peculiar parecía un piedra pero también parecía la concha de un molusco como las que se encuentran a la orilla del mar. Lo recogió y lo examinó cuidadosamente: era una piedra, una piedra en forma de concha. “Qué piedra tan extraña —pensó—. Nunca he visto una piedra así.”
Entonces recordó algo que Creb le había dicho y sintió un destello de percepción tan abrumador que le pareció que se le iba la sangre, y una corriente helada le recorrió la espina dorsal. Tenía las piernas débiles y estaba temblando tanto que tuvo que sentarse. Sosteniendo en sus manos el fósil de un gasterópodo, se quedó mirándolo fijamente.
“Creb dijo —recordó— que cuando tienes que tomar una decisión correcta, su tótem te ayudará, si es la decisión correcta, te dará una señal. Creb dijo que sería algo insólito y nadie más puede decirte si es una señal. Tienes que aprender a escuchar con el corazón y la mente, y el espíritu de tu tótem, dentro de ti, te dirá”
—Gran León Cavernario ¿es una señal que me das? —Empleó el lenguaje formal y silencioso para dirigirse a su tótem—. ¿Me estás indicando que he tomado la decisión correcta? ¿Me estás diciendo que está bien que cace aun siendo una muchacha?
Se quedó sentada muy quieta, contemplando la piedra en forma de concha que tenía en la mano, y trató de meditar como había visto hacer a Creb. Sabia que la consideraban extraña porque tenía por tótem al León Cavernario, pero no había pensado mucho en ello hasta entonces. Metió la mano dentro de su manto y tanteó las cicatrices de las cuatro líneas paralelas de su muslo. “De todos modos ¿por qué me escogería un León Cavernario a mí? Es un tótem poderoso un tótem masculino, ¿por qué había de escoger a una muchacha? ¿Tiene que haber alguna razón? Siguió pensando en la honda y en que había aprendido a manejarla. ¿Por qué recogí yo esa vieja honda que Broud había tirado? Ninguna de las mujeres la habría tocado. ¿Qué me impulsó a hacerlo?
“¿Querría mi tótem que lo hiciera? ¿Querrá que aprenda a cazar? Sólo los hombres cazan, pero mi tótem es masculino. ¡Claro está! ¡Tiene que serlo! Tengo un tótem fuerte, y quiere que yo cace”
— ¡Oh, Gran León Cavernario! Los caminos de los espíritus me son desconocidos. No sé por qué quieres que yo cace, pero me alegro de que me hayas dado esta señal. Ayla volvió a dar vueltas en sus manos a la piedra, después se quitó el amuleto que llevaba colgado al cuello, aflojó el nudo que mantenía cerrada la bolsita y metió adentro el molde fósil junto al trozo de ocre rojo. Volvió a apretar el nudo, se pasó el amuleto por la cabeza y observó la diferencia de peso. Parecía agregar peso a la sanción que el tótem había dado a su decisión.
—Desapareció su sentimiento de culpabilidad. Estaba destinada a cazar; su tótem lo deseaba. No importaba que fuera hembra. ‘Soy como Durc —pensó—: abandonó su Clan a pesar de que todos decían que no debería hacerlo. Creo que halló un mejor lugar donde Monte de Hielo no podría darle alcance. Creo que inició su Clan totalmente nuevo. Tuvo que tener un tótem muy fuerte también. Creb dice que es difícil vivir con un tótem fuerte. Dice que te someten a prueba para asegurarse de que vales, antes de darte algo. Dice que estuve a punto de morir antes de que Iza me hallara. Me pregunto si el tótem de Durc lo sometió a prueba. ¿Volverá a probarme a mí mi León Cavernario?”
“Pero una prueba puede ser dura. ¿Y si no valgo? ¿Cómo sabré que estoy teniendo una prueba? ¿Qué será la cosa difícil que me imponga mi tótem?”
Ayla reflexionó sobre las cosas difíciles de su vida, y de repente comprendió:
“¡Broud es mi prueba! —se explicó a si misma por gestos. ¿Podía haber algo peor que vivir todo un invierno con Broud? “Pero si valgo, si lo puedo hacer, mi tótem me dejará cazar.”
Había una diferencia en la manera de andar de Ayla cuando regresó a la cueva, y su madre Iza se dio cuenta a pesar de que no podía explicarse cuál era la diferencia. No en menos comedida, pero parecía más fácil, no tan tensa, y había una expresión de aceptación en el rostro de la muchacha cuando vio acercarse a Broud. No era resignación sino aceptación. Pero fue Creb quien observó que el amuleto abultaba más.
Al cerrarse sobre ellos el invierno, tanto Creb como Iza se alegraron de ver que estaba volviendo a la normalidad a pesar de las exigencias de Broud. Aun cuando solía estar cansada, cuando jugaba con Uba había vuelto su sonrisa, no su risa. Creb adivinó que había llegado a alguna decisión y hallado una señal de su tótem, y su aceptación más fácil del lugar que ocupaba en el Clan le proporcionó una sensación de alivio; él comprendía la lucha interior que libraba la muchacha, pero también sabia que no era sólo necesario someterse a la voluntad de Broud, tenía que dejar de combatirla. Tenía que aprender también a domarse.
Durante el invierno que iniciaba su octavo año de vida, Ayla se hizo mujer. No físicamente: su cuerpo seguía teniendo las líneas rectas y subdesarrolladas de una muchacha sin el menor indicio de que fueran a surgir cambios. Pero fue durante aquella prolongada estación cuando Ayla hizo a un lado su niñez.
A ratos su vida le resultaba tan insoportable que no estaba segura de desear seguir viviéndola. Algunas mañanas, al abrir los ojos frente a la aspereza familiar de la roca desnuda que tenía sobre su cabeza, anhelaba poder dormirse de nuevo y no despertar nunca más. Pero cuando pensaba que no podría aguantar más, agarraba su amuleto y el contacto de la piedra nueva le impartía de cierto modo la paciencia necesaria para soportar un día más. Y cada día vivido la acercaba un poco más al momento en que las nieves profundas y las ráfagas heladas se convirtieran en hierba verde y brisas marinas, y ella pudiera correr por campos y bosques nuevamente en libertad.
Como el rinoceronte lanudo cuyo espíritu era su tótem, Broud podía ser tan testarudo como imprevisiblemente maligno. Era característica del Clan que una vez que se había establecido cualquier rumbo de acción en particular, se apegaba uno a él con una aplicación inmutable, y Broud se aplicaba a tener disciplinada a Ayla. El martirio cotidiano de ésta compuesto de bofetadas, maldiciones y agobio constante, le resultaba obvio al resto del Clan. Muchos consideraban que merecía algo de disciplina y castigo, pero pocos aprobaban los extremos a que Broud llegaba.
Brun seguía preocupado de que Broud permitiera que la muchacha lo provocara demasiado, pero puesto que el joven controlaba su furor, el jefe consideraba que había alguna mejoría. Pero Brun esperaba ver en el hijo de su compañera una manera más moderada de abordar las cosas, y decidió permitir que la situación siguiera su curso. A medida que el interno avanzaba, empezó a experimentar aunque renuentemente, cierto respeto por la extraña joven, la misma clase de respeto que había experimentado por su hermana mientras soportaba las palizas de su compañero.
Como Iza, Ayla estaba imponiendo un ejemplo de comportamiento femenino. Soportaba sin quejarse, como corresponde a una mujer. Cuando se detenía para agarrarse a su amuleto, Brun, como muchos otros, lo consideraban como señal de veneración hacia las fuerzas espirituales tan pavorosamente importantes para el Clan. Eso aumentaba la estatura femenina de la muchacha.
El amuleto le daba algo en qué creer; reverenciaba a las fuerzas espirituales de la manera que las concebía. Su tótem la estaba sometiendo a prueba. Si demostraba que valía, podría aprender a cazar. Cuanto más la atormentaba Broud, más decidida estaba a comenzar a aprender sola tan pronto como se iniciara la primavera. Iba a ser mejor que Broud, mejor inclusive que Zoug. Iba a ser la mejor cazadora con honda del Clan, aun cuando nadie habría de saberlo más que ella. Esa era la idea a la que se afeitaba. Cristalizó en su mente, como los largos fustes ahusados de hielo que se formaban a la entrada de la cueva donde el calor de las hogueras subía para enfrentarse a las temperaturas heladas del exterior, y creció, como las pesadas y translúcidas cortinas de hielo, durante todo el invierno.
Aun cuando no intencionadamente, ya estaba entrenándose. A pesar del hecho de que la acercaba más a Broud, se sintió interesada y atraída por los hombres cuando estaban sentados en grupo, pasando los largos días repitiendo una y otra vez cacerías pasadas o comentando estrategias para las futuras. Encontró medios para trabajar cerca de ellos, y la complacía especialmente cuando Zoug o Dorv relataban cuentos de cacería con honda. Sintió que su interés por Zoug revivía así como su respuesta femenina a los deseos del viejo cazador. En cierto modo, éste se parecía a Creb: era orgulloso y serio, y se alegraba al recibir un poco de atención y calor aunque sólo fuera de parte de una muchacha fea y extraña.
Zoug no había dejado de fijarse en su interés, y relataba sus glorias pasadas, de cuando era segundo al mando como lo era ahora Grod. Ella era un auditorio que, aunque silencioso, sabía apreciar y se mostraba siempre comedidamente respetuosa. Zoug empezó a llamar a Vorn para explicarle alguna técnica de persecución o alguna tradición cazadora, consciente de que la muchacha se las arreglaría para sentarse junto a ellos si podía, aun cuando fingía no fijase. Si ella disfrutaba con sus cuentos ¿qué tenía eso de malo?
“Si fuera más joven —pensaba Zoug— y todavía proveedor, podría tomarla como compañera cuando se convirtiera en mujer. Necesitará un compañero más adelante, y con lo fea que es, le va a costar encontrar uno. Pero es joven y fuerte y respetuosa. Tengo parientes en otros clanes; si estoy lo suficiente fuerte para asistir a la próxima Reunión del Clan hablaré en su favor. Puede no querer seguir aquí después de que Broud se convierta en jefe; no es que importe nada lo que quiera o no, pero yo no la censuraría. Espero haberme ido al otro mundo antes de que eso suceda.” Zoug no había olvidado el ataque de Broud contra él y no experimentaba la menor simpatía por el hijo de la compañera de Brun. Consideraba que el futuro jefe era irracionalmente duro con la muchacha a quien había cobrado afecto. Merecía que la disciplinaran, pero esto tenía sus límites y Broud los había pasado. Ella nunca se mostraba irrespetuosa con él; para saber manejar a las mujeres había que ser más viejo y más sabio. “Si, hablaré en su favor. Si no puedo ir, enviaré un mensaje. Si solamente no fuera tan fea meditaba.”
Por difícil que fuera para Ayla, no todo era malo. Las actividades seguían un paso más lento y había menos cosas que hacer. Inclusive Broud sólo podía encontrar un número limitado de tareas, y después, nada. Con el paso del tiempo se empezó a aburrir: ya ella no peleaba, y la intensidad de su acoso se redujo.
Y había otra razón por la cual Ayla empezó a encontrar más soportable el invierno. Al principio, en un esfuerzo por hallar razones válidas para retenerlo dentro de los límites del hogar de Creb, Iza había decidido adiestrarla en la preparación de aplicación de hierbas y plantas que Ayla había estado recogiendo. Ayla se sintió fascinada por el arte de curar. El ávido interés de la muchacha fue causa de que Iza se encontrara en medio de un programa regular, y la mujer curandera, comprendió que debería haber comenzado antes, pues logró entender de qué manera tan diferente funcionaba la mente de su hija adoptiva.
De haber sido Ayla su hija verdadera, Iza sólo habría tenido que recordarle lo que ya estaba almacenado en su cerebro, para que se acostumbrara a utilizarlo. Pero Ayla luchaba por memorizar los conocimientos con que Uba había nacido, y la memoria consciente de la muchacha no era tan buena. Iza tenía que repetir, repasar muchas veces las mismas cosas, y examinarla constantemente para asegurarse de que lo había asimilado. Iza sacaba información de sus recuerdos así como de su experiencia, y se sorprendía ella misma con el caudal de saber de que disponía. Nunca había tenido que pensar en ello anteriormente; estaba ahí siempre que lo necesitaba, sin más. A veces Iza desesperaba de llegar a enseñar a Ayla todo lo que sabía o siquiera lo suficiente para hacer de ella una curandera adecuada. Peto el interés de Ayla nunca flaqueaba, y su madre adoptiva estaba decidida a dar a la muchacha una posición segura dentro del Clan. Las lecciones seguían adelante, día tras día.
— ¿Con qué se alivian las quemaduras, Ayla?
—Déjenme pensar. Flores de hisopo mezcladas con flores de van de oro y flores de cono, secas y pulverizadas a partes iguales. Se humedecen y se prepara una cataplasma con ellas, se cubre con una venda. Cuando esté seca, se remoja nuevamente con agua fría vertida sobre la venda —terminaba rápidamente, y después se detenía a pensar—. Y flores y hojas secas de mastranzo nevado son buenas para las quemaduras de agua hirviendo; se humedecen en la mano y se colocan sobre la quemadura. Raíces hervidas de ácoro sirven para lavar quemaduras.
—Bien. ¿Algo más?
La muchacha buscaba en su memoria.
—También el hisopo gigante. Se mastican las hojas frescas y el tallo para hacer una cataplasma, o se mojan las hojas secas. Y… ¡ah, si! púas amarillas de flores de cardo, hervidas. Se lava la quemadura con ellas en frío.
—Eso también es bueno para inflamaciones de la piel, Ayla. Y no te olvides de las cenizas de helechos de cola de caballo que, mezcladas con grasa, hacen un buen ungüento para las quemaduras.
Ayla comenzaba también a guisar un poco más, bajo la dirección de Iza. Pronto se encargó de preparar las comidas de Creb, pero eso no era una tarea para ella. Se esforzaba por moler los granos especialmente finos antes de cocerlos, para facilitarle la masticación con sus dientes gastados. También las nueces, las picaba finamente antes de servírselas al viejo. Iza le enseñó a preparar las fastidiosas bebidas y las cataplasmas que aliviaban su reumatismo, y Ayla se convirtió en especialista de los remedios para ese padecimiento de los miembros más viejos del Clan, cuyos sufrimientos siempre se agravaban en cuanto quedaban confinados a la fría cueva de piedra. Aquel invierno fue la primera vez que Ayla ayudó a la curandera, y su primer paciente fue Creb.
Estaban a mediados del invierno; las fuertes nevadas habían bloqueado hasta varios pies de altura la entrada de la cueva. La capa de nieve aislaba, ayudando a mantener el calor de los fuegos dentro de la inmensa caverna, pero el viento seguía silbando a través de la vasta abertura por encima de la nieve. Creb estaba generalmente de mal humor, pasando del silencio al refunfuño y de ahí a un arrepentimiento lleno de disculpas y nuevamente al silencio. Su comportamiento desconcertaba a Ayla, pero Iza adivinó la causa: a Creb le dolían las muelas de una manera particularmente aguda.
—Creb ¿no quieres dejar que te vea la muela? —rogó Iza.
—No es nada. Sólo un dolor de muelas. Sólo un pequeño dolor. ¿No crees que puedo aguantar algo de dolor? ¿No crees que he sufrido dolores antes de ahora mujer? ¿Qué es un dolorcillo de muelas? —replicó Creb.
Si, Creb —respondió Iza, cabizbaja. Al instante su hermano se arrepintió.
—Iza, ya sé que sólo tratas de ayudar.
—Si me dejaras mirar, podría darte algo. ¿Cómo puede saber qué darte si no me dejas mirar?
— ¿Qué hay que ver? —respondió con gestos—. Una muela podrida es igual que otra. Hazme un poco de té de corteza de sauce —gruñó Creb, y entonces se sentó en su piel mirando a lo lejos.
Iza meneó la cabeza y empezó a preparar el té.
— ¡Mujer! —gritó Creb poco después—. ¿Dónde está esa corteza de sauce? ¿Por qué tardas tanto? ¿Cómo voy a poder meditar? No me puedo concentrar expresó con gestos de impaciencia.
—Iza se apresuró en llevarle una taza de hueso, indicando a Ayla que la siguiera.
—Precisamente venia a traértela, pero no creo que la corteza de sauce te sirva de mucho, Creb. Sólo deja que mire.
—Está bien, está bien, Iza. Mira. —Abrió la boca y señaló la muela que le dolía.
—Mira qué profundo es el orificio negro, Ayla. La encía está hinchándose, está podrida hasta adentro. Me temo que habrá que sacarla, Creb.
— ¡Sacarla! Decías que querías mirar para ver qué me podías dar. No habías dicho nada de sacarla. Bueno, dame algo, mujer.
—Sí, Creb —dijo Iza—. Ahí tienes tu té de corteza de sauce.
Ayla observaba la conversación, totalmente pasmada.
—Creí que habías dicho que el té de corteza no serviría de mucho.
—Nada servirá de mucho. Puedes masticar un trozo de raíz de ácoro, te puede hacer bien. Pero lo dudo.
— ¡Qué curandera! Ni siquiera puede curar un dolor de muelas —rezongó Creb.
—Puedo tratar de quemar el dolor —señaló calmadamente Iza.
—Mascaré el ácoro —dijo Creb, tras un escalofrío.
A la mañana siguiente la cara de Creb estaba hinchada, lo cual contribuía a que su rostro tuerto y lleno de cicatrices pareciera más espantoso. Tenía los ojos colorados de no dormir.
—Iza —gimió—, ¿puedes hacer algo contra este dolor de muelas?
—Si me hubieras dejando sacártela anoche, el dolor habría desaparecido ya —señaló Iza, y se fue a revolver un tazón de grano molido, reseco, que hacía enormes burbujas que reventaban haciendo “ploc”, “ploc”.
— ¡Mujer! ¿No tienes corazón? ¡No he pegado el ojo en toda la noche!
—Ya lo sé; no me has dejado dormir.
Bueno, ¡haz algo! —estalló.
—Sí, Creb —dijo Iza—. Pero no puedo sacarla ahora: tengo que esperar a que desaparezca la hinchazón.
— ¿Es lo único que se te ocurre? ¿Sacarla?
—Puedo intentar algo más, Creb, pero no creo que eso salve la muela —expresó con un ademán compasivo—. Ayla, tráeme ese paquete con las astillas de madera chamuscada del árbol que fue abatido por el rayo el verano pasado. Tendremos que abrir la encía para reducir la hinchazón ahora, antes de poder sacar la muela. Será mejor ver si podemos quemar el dolor.
Creb se estremeció al oír las instrucciones que la curandera daba a la muchacha, y después se encogió de hombros. “No puede ser mucho peor que el dolor de muelas”, se dijo.
Iza revolvió el paquete de astillas y escogió dos.
—Ayla, quiero que lleves al rojo vivo la punta de ésta. La punta debe estar como carbón, pero suficientemente fuerte para no quebrarse. Saca un carb6n del fuego y ponle encima la punta de la astilla hasta que humee. Pero antes quiero que me veas abrir la encía. Mantenle los labios separados.
Ayla hizo lo que le ordenaron y miró la enorme boca abierta de Creb y las dos hileras de anchos dientes gastados.
—Pinchamos la encía con una astilla dura y afilada por debajo de la muela hasta que corra la sangre —explicó Iza y después hizo la demostración. Creb tenía la mano cerrada en un puño apretado, pero no chistó.
—Ahora, mientras se drena esto, calienta la otra astilla.
Ayla corrió hacia el fuego y no tardó en volver con una brasa humeante en el extremo de la astilla carbonizada. Iza la tomó, la miró detenidamente, asintió para expresar su aprobación y con un gesto ordenó a Ayla que sostuviera abierta la boca del mago. Metió la punta ardiendo en la cavidad; Ayla sintió el sobresalto de Creb y oyó el siseo, viendo cómo un poco de humo salía del enorme agujero de la boca de Creb.
—Bueno, ya está. Ahora esperaremos para ver si se quita el dolor. Si no, habrá que sacar la muela —dijo Iza después de haber espolvoreado en la muela de Creb una mezcla de polvo de geranio y raíz de nardo con la yema del dedo.
—Qué pena no tener ninguno de esos hongos que son tan buenos para el dolor de muelas. A veces matan el nervio, otras veces lo sacan. Entonces no habría que sacar la muela. Es mejor emplearlos cuando están frescos, pero también los secos sirven, y deben recogerse a fines del verano. Si encuentro algunos el año que viene te los enseñaré, Ayla.
— ¿Sigue doliéndote la muela? —preguntó Iza al día siguiente.
—Está mejor, Iza —contestó Creb lleno de esperanza.
— ¿sigue doliendo? Si no se ha quitado el dolor del todo, volverá a hincharse, Creb —insistió Iza.
—Bueno sí, todavía duele —admitió el mago—. Pero no tanto; de veras no tanto. ¿Por qué esperar un día más? He hecho un poderoso encantamiento. He pedido a Ursus que destruya el mal espíritu que está provocando el dolor.
— ¿No le has pedido ya muchas veces a Ursus que te quite ese dolor? Creo que Ursus desea verte sacrificar esa muela antes de quitarte el dolor, Mog-ur —dijo Iza.
— ¿Qué sabes tú del gran Ursus, mujer? —preguntó Creb, irritado.
—Esta mujer ha sido presuntuosa. Esta mujer no sabe nada de los caminos de los espíritus —replicó Iza con la cabeza gacha; entonces alzándola hacia su hermano—. Pero una curandera sabe de dolores de muelas. El dolor no terminara mientras no se saque la muela —señaló firmemente con ademanes.
Creb le dio la espalda y se fue cojeando. Se sentó en la piel de su cama con el ojo cerrado.
— ¿Iza?—llamó al cabo de un rato.
—Tienes razón. Ursus quiere que renuncie a la muela. Adelante. Terminemos con esto.
Iza se acercó a él.
—Toma, Creb, bebe esto. Reducirá el dolor. Ayla, hay una estaquilla junto paquete de astillas, y un trozo largo de tendón. Tráemelos.
— ¿Cómo se te ocurrió tener lista la bebida? —preguntó Creb.
—Conozco a Mog-ur. Es difícil renunciar a una muela, pero si Ursus lo ordena, Mog-ur renunciará. No es el sacrificio más duro que haya hecho por Ursus. Es difícil vivir con un tótem poderoso, pero Ursus no te habría escogido si no fueras merecedor.
—Creb asintió y se tomó la bebida. “Es de la misma planta que yo uso para ayudar a los hombres con los recuerdos —pensó—. Pero creo haber visto que Iza lo pone a hervir; ella hace un cocimiento en vez de una infusión. Es más fuerte que en infusión. Tiene muchos usos. La datura debe de ser un don de Ursus.” Ya empezaba a sentir los efectos del narcótico.
Iza mandó a Ayla sostener abierta la boca del viejo mago, mientras colocaba cuidadosamente la estaquilla en la base de la muela dolorosa. Creb dio un brinco, pero no le dolió tanto como había creído. Entonces Iza amarró el hilo de tripa alrededor de la muela floja y mandó que Ayla sostuviera el otro extremo alrededor de uno de los postes plantados sólidamente en el suelo, que formaban parte de la estructura de la que colgaban las hierbas para secarse.
—Ahora, mueve su cabeza hasta que la cuerda esté tensa —dijo a la muchacha. Con un tirón rápido Iza agarró el hilo—. Ya está —dijo, y levantó la cuerda con el pesado molar colgando de un extremo. Espolvoreó con raíz seca de geranio el orificio sangrante y metió un trocito de piel absorbente de conejo en una solución antiséptica de corteza de goma balsámica y unas pocas hojas secas, y le cubrió la mandíbula con el cuero mojado.
—Toma tu muela, Mog-ur —dijo Iza poniéndole la muela careada en la mano al mago todavía medio atontado—. Todo ha terminado.
Mog-ur cerró la mano sobre la muela, y después la dejó caer mientras se tendía en la cama.
—Tengo que dársela a Ursus —musitó medio dormido.
El Clan observó cómo se recobraba Creb después de que Ayla ayudó a la curandera en su cirugía dental. Cuando vieron que la boca sanaba rápidamente, sin complicaciones, sintieron una mayor seguridad de que la presencia de la muchacha no enajenaba a los espíritus. Mostraron mayor conformidad para que Ayla ayudara a Iza cuando ésta los cuidaba. A medida que avanzaba el invierno Ayla aprendió a curar quemaduras, cortadas, magulladuras, catarros, dolores de garganta de estómago, de oídos y muchas de las heridas y dolencias menores que se sufrían durante el transcurso de la vida.
Con el tiempo, los miembros del Clan acudieron con la misma facilidad a Ayla que a Iza para el tratamiento de problemas insignificantes. Sabían que Ayla había estado recogiendo hierbas para Iza, y veían que la curandera estaba adiestrándola. Sabían también que Iza envejecía y que no se sentía bien, y que Uba era demasiado joven. El Clan estaba acostumbrándose a la muchacha extraña que vivía entre ellos, y comenzaba a aceptar la idea de que una niña nacida de los Otros podría ser algún día la curandera de su Clan.
Durante el momento más frío del año, después del solsticio de invierno y antes de que se anunciara la primavera, Ovra empezó a sentir los dolores del parto.
—Es demasiado pronto —dijo Iza a Ayla—. No debería pasar antes de la primavera, y últimamente no ha sentido movimientos. Me temo que el nacimiento no se produzca debidamente. Creo que su hijito nacerá muerto.
—Ay, Iza, Ovra ha deseado tanto ese bebé. ¡Se sintió tan feliz al darse cuenta de que estaba embarazada! ¿No puedes hacer algo? —preguntó Ayla.
—Haremos lo que podamos, pero hay cosas que están más allá de toda ayuda, Ayla —respondió la curandera.
Todo el Clan estaba preocupado por el parto prematuro de la compañera de Goov. Las mujeres trataban de brindar apoyo moral mientras los hombres esperaban ansiosamente cerca. Habían perdido a varios miembros durante el terremoto, y esperaban que aumentara su número. Los nuevos representaban más bocas que alimentar para los cazadores de Brun y las mujeres cosechadoras, pero con el tiempo esos bebés crecerían y proveerían para ellos cuando se hicieran viejos. La continuación y supervivencia del Clan era esencial para la supervivencia de los individuos. Se necesitaban unos a otros, y les entristecía que Ovra no diera probablemente a luz un niño viviente.
Goov estaba más preocupado por su compañera que por la criatura, y habría querido poder hacer algo. No le gustaba ver sufrir a Ovra, especialmente cuando el resultado prometía tan poca felicidad. Ella deseaba el bebé; se había sentido inadecuada por ser la única mujer del Clan que no tenía hijos. Inclusivo la curandera había dado a luz, con lo vieja que era. Ovra se había sentido gozosa al saberse embarazada, y ahora Goov deseaba poder pensar en algo que le hiciera sentir menos duramente su pérdida.
Droog parecía comprender al joven mejor que nadie. Había tenido la oportunidad de experimentar sentimientos similares respecto a la madre de Goov, aun cuando se alegraba de que hubiera tenido a Goov, y Droog tenía que admitir que estaba disfrutando de su nueva familia, ahora que ya se había acostumbrado. Inclusive había esperanzas de que Vorn se interesara por hacer herramientas, y Ona era una delicia, especialmente ahora que la habían destetado y que comenzaba a imitar a las mujeres a su modo. Droog nunca había tenido una niña en su hogar anteriormente, y ésta había sido tan pequeña cuando se unió con Aga, que le parecía que Ona hubiera nacido en su hogar.
Ebra y Uka estaban sentadas junto a Ovra, brindándole su afecto mientras Iza preparaba las medicinas. Uka había estado anhelando que su hija diera a luz, y tenía a Ovra de la mano mientras ésta sufría. Oga había ido a preparar la cena para Brun y Grod además de Broud, y había invitado también a Goov, que se brindó a prestar ayuda, pero al ver que Goov agradecía sin aceptar, Oga dijo que no necesitaba ayuda. Goov no tenía ganas de comer y se fue a visitar el hogar de Droog donde Aba consiguió hacerle comer unos bocados.
Oga estaba distraída, preocupada por Ovra, y empezaba a lamentar haber rechazado la ayuda de Iza. No supo cómo pasó, pero mientras estaba sirviéndoles tazones de sopa caliente a los hombres, tropezó, la sopa hirviendo que llevaba cayó sobre el hombro y el brazo de Brun.
— ¡Aayyy! —gritó Brun cuando el liquido abrasador chorreó sobre él a dar brincos apretando los dientes de dolor. Todas las cabezas se volvieron y cada uno aguantó la respiración. El silencio fue roto por Broud:
—. ¡Oga! ¡Tú, mujer estúpida y torpe! —gesticuló para disimular su confusión, por el hecho de que fuera su compañera la culpable de tal torpeza.
—Ayla, ve a ayudarlo, ahora no puedo yo —señaló Iza.
- Broud avanzó hacia su compañera con los puños preparados, dispuesto a castigarla.
—No, Broud —señaló Brun, avanzando la mano para detener al joven. La grasa caliente de la sopa estaba pegada a su cuerpo y el hombre se esforzaba por no mostrar cuánto le dolía—. No fue culpa suya. Castigarla no servirá de nada
— Oga estaba encogida a los pies de Broud, temblando de miedo y humillación.
Ayla estaba llena do aprensión. Nunca había tratado al jefe del Clan y lo miraba con un temor excesivo. Corrió hacia el hogar de Creb, agarró un tazón de madera y se dirigió rápidamente a la boca de la cueva. Recogió un montón de nieve y fue al hogar del jefe, dejándose caer al suelo delante de él.
—Iza me envía, ahora no puede dejar a Ovra. ¿Permitirá el jefe que esta muchacha le ayude? —preguntó cuando Brun le dio permiso.
Brun asintió. Abrigaba muchas dudas en cuanto a que Ayla se convirtiera en curandera del Clan, pero en aquellas circunstancias no le quedaba más remedio que permitirle tratarlo. Muy nerviosa, Ayla aplicó la nieve refrescante sobre la fuerte quemadura roja, y sintió que los duros músculos de Brun se aflojaban al sentir disminuir el dolor. Se fue corriendo, encontró la hierbabuena seca y añadió agua caliente a las hojas; cuando estuvieron blandas, echó nieve al tazón para que se enfriaran rápidamente, y volvió junto a su paciente. Con la mano aplicó la medicina calmante, y sintió que seguía disminuyendo la tensión del cuerpo del jefe, musculoso y duro como la piedra, mientras ella lo cuidaba. Brun empezó a respirar mejor. La quemadura seguía doliendo, pero era mucho más soportable. Asintió en señal de aprobación, y la muchacha se sintió menos nerviosa.
“Parece estar aprendiendo la magia de Iza —pensaba Brun—.. Y está aprendiendo a portarse bien, como corresponde a una mujer; quizá lo que le faltaba era un poco de madurez. Si algo le ocurre a Iza antes de que Uba sea mayor, no quedaríamos sin curandera. Tal vez Iza muestre buen juicio al enseñarle.”
Poco después llegó Ebra y dijo a su compañero que el hijo de Ovra había nacido muerto. Brun asintió y miró hacia ella meneando la cabeza. ¡Y además era varón! —pensó—. Debe de estar destrozada, todos sabíamos cuánto deseaba ese bebé. Espero que le vaya mejor cuando vuelva a embarazarse. ¿Quién habría pensado que un tótem de castor pudiera luchar tanto?” Aun cuando el jefe sentía mucha lástima de la mujer no dijo nada, pues nadie debía mencionar la tragedia. Pero Ovra comprendió lo que incitó a Brun a acercarse al hogar de Goov pocos días después para decirle que podía tomarse todo el tiempo que quisiera para reponerse de su “enfermedad”. Aunque los hombres solían reunirse alrededor del fuego de Brun, el jefe visitaba pocas veces los hogares de los demás, y era raro que hablara a las mujeres cuando lo hacía. Ovra agradeció sus atenciones, pero no había nada que aliviara su pesar.
Iza insistió en que Ayla siguiera cuidando a Brun, y cuando la quemadura curó, el Clan la aceptó mejor aún. Ayla se sintió también más tranquila, después, cuando se encontraba cerca del jefe. Al fin y al cabo, sólo era humano.
Capítulo 12
Cuando el largo invierno llegó a su fin, el ritmo de la vida del Clan se aceleró para ajustarse al ritmo de la vida que también se aceleraba dentro de la rica tierra. La estación fría obligaba, no a una verdadera hibernación sino a una modificación de las tasas metabólicas, provocada por la reducción de las actividades. En invierno todos eran más lentos, dormían más, comían más y lograban que una capa aislante de grasa subcutánea se formara como protección contra el frío. Al subir la temperatura, se cambiaba esa tendencia, lo cual agitaba al Clan y lo incitaba a salir y moverse.
El proceso era ayudado por el tónico primaveral de Iza, compuesto de raíces de trigo recogido a principios de la primavera de la hierba basta parecida al centeno, hojas secas de asperilla y polvos ricos en hierro del polvo amarillo de viburno que administraba a todos: desde los pequeños hasta los viejos. Con un vigor nuevo, el Clan salió de la cueva preparado para iniciar un nuevo ciclo de estaciones.
El tercer invierno en la cueva no les había resultado demasiado duro. La única muerte había sido la del bebé de Ovra, y eso no contaba porque nunca había sido nombrado y aceptado. Iza, que ya no se veía agotada por las exigencias de un bebé hambriento al que hubiera que alimentar, lo había pasado bien. Creb no había sufrido más que de costumbre. Tanto Aga como Oga estaban nuevamente encintas, y puesto que ambas mujeres habían dado a luz anteriormente sin problemas, el Clan contaba esperanzadamente con un aumento del número de miembros. Las primeras verduras, brotes y retoños, fueron recogidos, y se proyectó una cacería temprana con el fin de obtener carne fresca para un banquete primaveral en honor de los espíritus que despertaban a la vida nueva, y de los espíritus de los tótems protectores del Clan, por haberles ayudado a pasar un invierno más.
Ayla sentía que tenía razones especiales para agradecer a su tótem. El invierno había sido a la vez agotador y palpitante. Llego a odiar a Broud con mayor intensidad aún, pero se dio cuenta de que podía arreglárselas con él. La había tratado lo peor posible, y ella había aprendido a aguantarlo. Habla un límite que ni siquiera Broud podía traspasar. Aprender más de la magia curativa de Iza sirvió de mucho; le gustó. Cuanto más aprendía, más deseaba aprender. Descubrió que ansiaba salir en busca de plantas medicinales por sus usos —ahora que las comprendía mejor— más que como un medio de escape.
Mientras soplaran los vientos fríos y las tormentas heladas, esperó pacientemente. Pero en cuanto se percibieron los primeros indicios del cambio, se apoderó de ella una anticipación inquieta. Estaba deseando que llegara esta primavera más que ninguna otra que pudiera recordar. Era tiempo ya de aprender a cazar.
En cuanto lo permitió la temperatura, Ayla salió al bosque y al campo. Dejó de esconder su honda en la cuevita, junto a su pradera de prácticas. La guardaba consigo, metida en un pliegue de su manto, o bajo una capa de hojas de su canastillo. Aprender sola a cazar no era fácil. Los animales eran rápidos y esquivos, y los blancos movedizos resultaban mucho más difíciles de alcanzar que los inmóviles. Las mujeres hacían siempre ruido cuando salían a recolectar, de manera que se alejaran los animales en acecho, y era un hábito difícil de perder. Muchas veces se enojó consigo misma por haber advertido de su proximidad a algún animal, al ver cómo se escondía a toda prisa. Pero estaba decidida, y con la práctica iba aprendiendo.
Mediante prueba y error aprendió a perseguir y comenzó a comprender y aplicar los fragmentos de tradición que había oído comentar a los cazadores. Ya tenía adiestrado el ojo para descubrir pequeños detalles que diferenciaban unas plantas de otras, y sólo hacía falta extender ese adiestramiento un poco más para aprender a definir el significado de los excrementos de un animal, de una leve huella en el polvo, de una hoja de hierba doblada o de una ramita rota. Aprendió a distinguir el rastro de diferentes animales, se familiarizó con sus hábitos y su hábitat. Aun cuando no pasara por alto a las especies herbívoras se concentraba en los carnívoros su presa de elección.
Se fijó en el camino que tomaban los hombres cuando salían de caza. Pero no eran Brun y sus cazadores quienes la preocupaban más. Casi siempre escogían la estepa como coto de caza, y ella no se atrevía a cazar en llanura descubierta sin árboles. Los que más la preocupaban eran los dos viejos; había visto en ocasiones a Zong y Dorv, cuando ella iba en busca de plantas para Iza, tiempo atrás. Eran los que más fácilmente podría encontrarse cazando en el mismo terreno que ella. Tenía que mantenerse constantemente en guardia para evitarlos. Inclusive tomar la dirección contraria a la de ellos, no en garantía de que no regresaran ambos sobre sus pasos y la descubrieran con una honda en la mano.
Pero a medida que aprendió a moverse silenciosamente, los siguió en ocasiones para observar y aprender. Entonces se mostraba especialmente cautelosa. Era más peligroso para ella rastrear a los rastreadores que a los objetos de su persecución. Pero era un buen entrenamiento. Aprendió a moverse sin hacer ruido, tanto para seguir a los hombres como por perseguir a un animal, y podía fundirse en una sombra si uno de ellos volvía la mirada por casualidad.
A medida que Ayla fue adquiriendo habilidad en la caza, aprendiendo a moverse furtivamente y entrenando sus ojos para distinguir una forma dentro de su abrigo oculto, hubo veces en que estaba segura de que habría podido atinarle a un animalillo. Aun cuando sentía la tentación, sino era carnívoro pasaba cerca de él sin intentarlo. Había tomado la decisión de cazar sólo depredadores, Y su tótem sólo aprobaba esto. Los brotes primaverales se convirtieron en flores y surgieron de los árboles frondosos, cayeron las flores y los frutos se hincharon Saliendo de ellas, y colgaban medio maduros y verdes, y todavía Ayla no había matado su primer animal.
— ¡Largo de aquí! ¡Fuera! ¡Zape!
Ayla salió corriendo de la cueva para enterarse de la causa de tanto ruido. Varias mujeres estaban agitando los brazos y corriendo tras un melenudo, robusto y pequeño. El glotón se dirigía a la cueva, pero giró de lado con un gruñido al ver a Ayla. Se escurrió entre las piernas de las mujeres y corriendo con un trozo de carne entre los dientes.
—Hipócrita tragón. Acababa de poner a secar esa carne —gesticulaba Oga frustrada y enfurecida—. Apenas volví la espalda. Ha estado merodeando por aquí todo el verano, envalentonándose un poco más de día en día. Ojalá Zoug lo alcanzara. Es bueno que hayas salido en este momento Ayla, estuvo a punto de meterse en la cueva. ¡Piensa el hedor que nos habría dejado si llegamos a acorralarlo ahí!
—Creo que es hembra, Oga, y sin duda tendrá su nido por aquí cerca. Apostaría que tiene varios bebés hambrientos que deben estar creciendo cerca
— ¡Lo que nos faltaba! Toda una pandilla. —Gestos iracundos acentúan sus gestos—. Zoug y Dorv se han llevado a Vorn temprano por la mañana. Hubieran ido a cazar a esa glotona en vez de marmotas y perdices blancas por allá abajo. Los glotones no sirven para nada.
—Sirven para algo, Oga: su piel no se hiela bajo tu aliento en invierno. Sus pieles sirven para hacer buenos sombreros y capuchas.
— ¡Ojalá ése fuera piel!
Ayla regresó junto al fuego. En realidad no tenía nada que hacer por el momento, pero Iza había dicho que le faltaban unas cuantas cosas. Ayla decidió salir en busca del nido de glotones. Sonrió para sus adentros y aceleró la marcha, y poco después abandonaba la cueva con su canasto, dirigiéndose bosque adentro en la dirección que había tomado el animal.
Examinando el suelo, vio la huella de una garra con uñas largas y agudas en el polvo; poco más allá, un tallo doblado. Ayla se puso a rastrear al animal. Al cabo de unos instantes oyó ruidos precipitados extrañamente cerca de la cueva. Avanzó cautelosamente, sin rozar siquiera una hoja y vio a la glotona con cuatro crías casi adultas gruñendo y peleando por el trozo de carne robada. Cuidadosamente sacó la honda de un pliegue de su manto y ajustó una piedra en la cavidad del cuero.
Esperó a que se presentara la oportunidad de disparar bien. Un movimiento del aire transmitió un olor extraño al taimado glotón que miró arriba olisqueando, alerta ante un peligro posible. Era el momento que había estado esperando Ayla. Rápidamente, justo cuando el animal captaba el movimiento, lanzó la piedra. La glotona cayó en tierra mientras los cuatro pequeños se alejaban brincando, asustados por la piedra.
Ayla se detuvo fuera de la maleza que la había ocultado y se agacho para examinar al bicho. La comadreja, con aspecto de oso, tenía más o menos un metro de largo desde la nariz hasta la punta de la cola, y una piel áspera, gruesa y de un castaño oscuro. Los glotones eran ladrones intrépidos y bélicos, suficientemente feroces para apartar a depredadores mayores que ellos de lo que hubieran matado, suficientemente arrojados para robar carne que se estuviera secando o cualquier otra cosa movible que pudieran llevar, y taimados hasta el punto de irrumpir en escondrijos de depósito. Tenían glándulas almizcleras que dejaban tras ellos un olor como de mofeta, y era para el clan una peste peor que la hiena, que era tanto depredador como aficionado a la carroña y que no dependía de la habilidad ajena para sobrevivir.
La piedra de la honda de Ayla había dado encima del ojo, precisamente donde ella había apuntado. —Este glotón nunca más volverá a robarnos— pensó Ayla, llena de una satisfacción que lindaba con el alborozo. Era el primer animal que había matado. Creo que le daré la piel a Oga— pensó, tendiendo la mano para sacar el cuchillo y despellejar al animal—. “Estará muy contenta al enterarse de que no volverá a fastidiarnos”. La muchacha se detuvo.
“¿En qué estoy pensando? No puedo darle esta piel a Oga, no se la puedo dar a nadie, ni siquiera la puedo conservar. Se supone que yo no cazo. Si alguien descubre que he matado a este glotón no sé qué harían”. Ayla se sentó junto al glotón muerto, pasándole los dedos por su piel de pelos rudos. Su alborozo se había esfumado.
Había matado por vez primera. No era un gran bisonte derribado con una lanza pesada y afilada, pero era más que el puercoespín de Vorn. No habría fiesta para celebrar su ingreso entre las filas de los cazadores ni banquetes en honor suyo ni siquiera miradas de halago y felicitación. Si regresan a la cueva con el glotón, lo único que podía esperar era que la miraran con expresión escandalizada y que la castigaran severamente. Poco importaría que su intención fuera ayudar al Clan o que fuera capaz de cazar y mostrara señales de que lo haría bien. Las mujeres no cazaban, las mujeres no mataban animales. Los hombres, sí.
Exhaló un tremendo suspiro. “Lo sabía, lo he sabido siempre —se dijo—. Aun antes de comenzar a cazar, antes de recoger esa honda, sabia que no debía hacerlo.” El más valiente de los jóvenes glotones salió de su escondite, olisqueando al animal muerto. “Esos pequeños van a darnos tanto que hacer como su madre —pensó Ayla—. “Están ya suficientemente grandes para que un par de ellos sobreviva; mejor será que me deshaga de este cadáver; si lo alejo, es probable que los pequeños sigan el olor.” Ayla se enderezó y empezó a arrastrar a la glotona muerta por la cola, llevándola bosque adentro. Después se puso a buscar las plantas que necesitaba.
La glotona fue sólo el primero de los pequeños depredadores y aficionados a carne muerta que cayeron bajo su honda. Martas, visones, hurones, nutrias, mofetas, tejones, armiños, zorros y los pequeños gatos monteses, de rayas grises y negras, se convirtieron en presa fácil para sus rápidas pedradas. No se daba cuenta de ello, pero la decisión que había tomado de cazar depredadores había tenido un importante efecto: aceleró el proceso de aprendizaje de Ayla y afinó su habilidad mucho más que si hubiera cazado a los más amables herbívoros. Los carnívoros eran más rápidos, más astutos, más inteligentes y más peligrosos.
Pronto superó a Vorn con su arma de elección. No es sólo que el muchacho tendiera a mirar la honda como arma de viejo y careciera del empeño necesario para dominarla; es que le resultaba más difícil. No tenía la estructura física de Ayla, con su brazo que podía girar, mejor adaptado al lanzamiento. El apalancamiento pleno y la coordinación lograda entre la mano y el ojo, prestaban a la muchacha velocidad, fuerza y precisión.
—Ya no se comparaba a Vorn; en su imaginación, era Zoug con cuya habilidad competía, y la muchacha se aproximaba rápidamente a la pericia del viejo cazador. Demasiado aprisa. Se estaba volviendo demasiado confiada.
El verano llegaba poco a poco a su fin, con todo su aporte de calor calmante y una cosecha abundante de tormentas acompañadas de rayos y truenos. Aquel día era caluroso, insoportablemente agobiante. Ni un amago de brisa agitaba el aire quieto. La tormenta de la noche anterior, con su exhibición fantástica de destellos que iluminaban las cimas montañosas y su granizo de tamaño de guijarros, había obligado al Clan a refugiarse en la cueva. El húmedo bosque, normalmente fresco bajo la sombra de los árboles, estaba húmedo y asfixiante. Moscas y mosquitos zumbaban interminablemente alrededor del chorrito limoso del agua mansa del arroyo casi seco, atrapada por niveles inferiores de agua en pozas estancadas y charcos llenos de algas.
Ayla seguía el rastro de un zorro rojo, moviéndose silenciosamente entre el bosque, junto a la orilla de un claro umbroso. Tenía calor y estaba sudorosa; no le interesaba mucho el zorro, y pensaba renunciar y regresar a la cueva para nadar un poco en el río. Caminando a través del lecho rocoso que pocas veces podía cruzarse en seco, se detuvo para beber ahí donde el arroyo todavía corría libremente entre dos enormes rocas que convertían el chorrito sinuoso en una poza poco profunda.
Se enderezó y, al mirar frente a ella, contuvo la respiración. Ayla miraba con aprensión la cabeza característica y las orejas peludas de un lince, agazapado sobre la roca delante de ella. La estaba mirando cautelosamente, meneando la corta cola de un lado a otro.
Más pequeño que la mayoría de los grandes felinos, el lince de cuerpo largo y patas cortas, como su primo septentrional de años ulteriores, era capaz de dar brincos de cinco metros. Se sustentaba principalmente con liebres, conejos, ardillas grandes y otros roedores, pero bien podía derribar un venado pequeño si quería; y una niña de ocho años podía entrar en esa categoría. Aunque hacía calor y los humanos no eran su presa habitual; probablemente habría dejado que la niña siguiera su camino.
El primer estremecimiento de miedo fue sustituido por un escalofrío de excitación, mientras observaba al gato inmóvil que la vigilaba. ¿No le había dicho Zoug a Vorn que se podría matar un lince con una honda? No dijo nada más grande, pero dijo que una piedra lanzada con honda podía matar un lobo, una hiena o un lince. “Recuerdo que dijo lince”, pensó. No había cazado depredadores de tamaño medio, pero quería ser la mejor cazadora con honda del Clan. Si Zoug podía matar un lince, ella podía matar un lince, y ahí, delante de ella, estaba el blanco perfecto. Obedeciendo a un impulso decidió que había llegado el momento de dedicarse a caza mayor.
Tendió lentamente la mano hacia el repliegue del corto manto de verano, sin apartar los ojos del gato, y tentó hasta encontrar la piedra más grande. Le sudaban las palmas de las manos, pero aferró los dos extremos de la tira de cuero más fuertemente mientras colocaba la piedra en la hendidura. Entonces rápidamente, antes de perder el valor, apuntó a un lugar justo entre los dos ojos y lanzó la piedra. Pero el lince percibió el movimiento mientras ella alzaba el brazo, y volvió la cabeza mientras se disparaba la piedra que rozó el lado de su cabeza causándole un dolor agudo, por lo cerca que estaba, pero nada más.
Antes de que Ayla pudiera pensar en tomar otra piedra, vio tensarse los músculos del felino. Fue por reflejo que se lanzó de lado mientras el lince enojado brincaba contra su atacante. Cayó al lodo junto al arroyo y su mano sintió una fuerte rama de madera de flotación, pelada de ramitas y hojas por su viaje abajo, empapada en agua y pesada. Ayla la agarró y rodó sobre sí misma, justo cuando el furioso lince, con los colmillos al descubierto, se abalanzaba de nuevo. Blandiendo salvajemente la rama, con toda la fuerza que el temor le infundía, dio un golpe fuerte en la cabeza del animal; asombrado, éste rodó de lado, se agazapó un momento sacudiendo la cabeza y después se dirigió silenciosamente hacia el interior del bosque. Ya le habían golpeado suficientemente la cabeza.
Ayla temblaba convulsivamente cuando se sentó, respirando fuerte. Tenía las rodillas como liquidas cuando fue a recuperar la honda, y tuvo que sentarse otra vez. Zoug no había imaginado nunca que alguien intentaría cazar a un depredador peligroso con sólo una honda, sin otro cazador ni otra arma siquiera, como respaldo. Pero como Ayla no había fallado en sus blancos, se había creído demasiado segura de su habilidad y no había pensado en lo que pudiera suceder si fallaba. Estaba a punto de olvidar recoger su canasto del lugar donde lo había escondido antes de echarse a andar detrás del zorro.
¡Ayla! ¿Qué te ha sucedido? ¡Estás cubierta de lodo! —señaló Iza con gestos al verla llegar. La muchacha tenía el rostro de color ceniza; algo tenía que haberla asustado.
— Ayla no respondió, sólo meneó la cabeza y entró en la cueva. Iza sabia que había algo que la muchacha no quería contarle. Pensó en apremiarla, pero cambió de opinión con la esperanza de que se lo contara voluntariamente. Pero Iza no estaba muy segura de querer enterarse.
—Fastidiaba a la mujer que Ayla se fuera sola por ahí, pero hacía falta que alguien recogiera sus plantas medicinales; eran necesarias. Ella no podía ir, Uba era muy joven, y ninguna de las mujeres sabía qué hacer ni tenía ganas de aprender. Tenía que dejar que fuera Ayla, pero si la muchacha le contaba algún incidente peligroso, se preocuparía más aún. Lo único que deseaba era que Ayla no permaneciera tanto tiempo afuera.
Ayla se mostró muy callada aquella noche y se acostó temprano, pero no pudo dormir. Se quedó despierta recordando el incidente con el lince, y en su imaginación se le hizo más espantoso aún. Casi amanecía cuando se quedó dormida.
¡Despertó gritando!
— Ayla! Ayla! —oyó que Iza la llamaba, sacudiéndola suavemente para volverla a la realidad—. ¿Qué sucede?
—He soñado que estaba en una cuevita y que un león cavernario me acosaba. Ahora estoy bien, Iza.
—Hace mucho tiempo que no tenías pesadillas, Ayla. ¿Por qué ahora? ¿Te has asustado por algo?
— Ayla asintió con un ademán y agachó la cabeza, pero no explicó nada. La oscuridad de la cueva, iluminada solamente por el vago resplandor de las brasas disimuló su expresión de culpabilidad. No se había sentido culpable por cazar, desde que encontró la señal de su tótem. Y se preguntaba si había sido una señal. Tal vez ella sólo creyó que lo era; tal vez no debiera cazar, al fin y al cabo. Especialmente animales tan peligrosos. ¿Qué le habría hecho creer que una muchacha debería intentar cazar linces?
—Nunca me ha gustado que salgas sola, Ayla. Siempre pasas tanto tiempo afuera. Ya sé que te gusta ir sola a veces, pero eso me preocupa. No es natural que las muchachas quieran pasar tanto tiempo solas. El bosque puede ser peligroso.
—Tienes razón, Iza, el bosque puede ser peligroso —señaló Ayla por gestos—. Tal vez cuando vuelva me lleve a Uba, o quizá le gustaría ir a Iza.
Iza se alegró de que Ayla siguiera su consejo. Se quedaba cerca de la cueva, y cuando salía en busca de plantas medicinales, volvía temprano. Cuando no podía lograr que la acompañaran, estaba nerviosa; seguía esperando que un animal agazapado se aprestara a brincar. Empezó a comprender porqué a las mujeres del Clan no les gustaba ir solas a recoger alimentos, y por qué su deseo de salir sola les había sorprendido siempre. Cuando era más joven no tenía la menor idea de los peligros. Pero bastó un ataque —y la mayoría de las mujeres se habían sentido amenazadas por lo menos una vez— para hacerle considerar su entorno con mayor respeto. Inclusive un animal que no fuera depredador podía ser peligroso: jabalís con agudos caninos, caballos con duros cascos, ciervos con pesada cornamenta, cabras y borregos monteses con cuernos letales, todos ellos podían causar graves daños si se excitaban. Ayla se preguntaba cómo se le había ocurrido atreverse a pensar en cazar. Le daba miedo volver.
No había nadie a quien Ayla pudiera contárselo, nadie para decirle que un poco de miedo agudizaba los sentidos, especialmente al rastrear caza peligrosa, nadie para alentarla a que saliera antes de que el miedo la acobardara del todo. Los hombres comprendían el temor. No hablaban de él pero cada uno de ellos lo había conocido muchas veces en su vida, empezando con su primera gran cacería que los llevaba a la categoría de hombres. Los animales pequeños eran para practicar, para adquirir habilidad en el manejo de las armas, pero la posición del hombre adulto no se alcanzaba mientras no hubieran conocido y superado el miedo.
Para una mujer los días que pasaba lejos de la seguridad del Clan no eran una menor prueba de valor, aunque más sutil. En cierto modo, hacia falta más valor para enfrentase a esos días y noches a solas, consciente de que pasara lo que pasara, estaba sola y abandonada a sus propios recursos. Desde su nacimiento, una muchacha había tenido siempre gente a su alrededor, protegiéndola. Pero no disponía de armas para defenderse ni de un varón protector aullado que la salvara durante los ritos de su paso. Las muchachas, así como los muchachos, no se convertían en adultos mientras no se hubieran enfrentado al temor y lo hubieran superado.
Los primeros días Ayla no sintió el deseo de alejarse mucho de la cueva, pero al cabo de un corto lapso empezó a sentirse inquieta. En invierno no le queda más remedio, y aceptaba su confinamiento en la cueva con los demás, pero se había acostumbrado a vagabundear libremente cuando hacia calor. Una ambivalencia la torturaba. Cuando estaba sola en el bosque, lejos de la seguridad del Clan, se sentía incómoda y llena de aprensión; y cuando estaba cerca de la cueva con el Clan, echaba de menos la libertad y la intimidad de que gozaba en el bosque.
Una incursión en busca de plantas, cuando estaba sola, la llevó cerca de su retiro privado, y trepó todo el camino hasta la alta pradera. El lugar tenía un efecto calmante en ella; era su mundo privado, su cueva, su pradera, inclusive se sentía posesiva respecto a la pequeña manada de corzos que solía pacer allí. Se habían vuelto tan mansos que a veces podía acercárseles hasta casi tocarlos, antes de que se alejaran de un brinco. El campo abierto le producía una sensación de seguridad, de la que ahora carecía en los bosques donde se ocultaban bestias peligrosas. No había visitado el lugar en toda la temporada, y los recuerdos se agolparon en su memoria. Allí fue donde aprendió por vez primera a usar la honda, donde le dio al puercoespín, y donde había hallado la señal de su tótem.
‘Llevaba consigo la honda —no se atrevía a dejarla en la cueva, de miedo a que Iza la hallara y al cabo de un rato recogió unos cantos y practicó unos cuantos tiros. Pero era un deporte demasiado tranquilo para interesarla mucho, ahora; su mente regresaba al incidente con el lince.
“Si hubiera tenido otra piedra en la honda —pensaba—. Si hubiera podido golpearlo inmediatamente después de la piedra que falló, lo podría haber derribado sin darle la oportunidad de brincar”. Tenía dos piedras en la mano y las miró: si hubiera una manera de lanzar una tras otra... ¿habría dicho Zoug algo así a Vorn? Se esforzó por recordar. “De haberlo hecho —decidió—, tuvo que ser cuando yo estaba ausente.” Ponderó la idea: si pudiera meter una segunda piedra en la bolsa al volver la honda del primer lanzamiento, sin parar, podría seguir lanzándola del mismo envión, “Me pregunto si sería posible”.
Empezó a intentarlo y se sintió tan torpe como la primera vez que usó la honda. Entonces empezó a formar su propio ritmo: lanzar la primera piedra, agarrar la honda a su regreso con la segunda piedra lista, meter ésta en la bolsa mientras aún estaba en movimiento, lanzar la segunda piedra. Las piedrecillas caían frecuentemente, e inclusive después de lanzarlas, su precisión en ambos tiros no fue tan buena. Pero se convenció de que podía hacerse; y después, volvió diariamente para practicar. Seguía sintiéndose incómoda en cuanto a cazar, pero el reto de crear una nueva técnica renovó su interés en el arma.
Para cuando las laderas boscosas se incendiaron con el cambio de estación, era tan precisa con dos piedras como lo había sido con una. De pie en medio del campo, lanzando piedras contra un nuevo poste que había plantado en el suelo, sentía una profunda satisfacción al oír los dos golpes que le indicaban que ambas piedras habían dado en el blanco. Nadie le había dicho que fuera imposible lanzar dos piedras una tras otra con una honda, porque nunca se había hecho anteriormente, y puesto que nadie le dijo que no podía, aprendió a hacerlo.
Un cálido día de otoño, temprano, casi un año después de haber tomado la decisión de cazar, Ayla decidió trepar al alto pastizal para recoger las avellanas maduras que habían caído en tierra. Al acercase a la cima, oyó el resoplido, caqueteo y ululeo de una hiena, y al llegar a la pradera, vio que uno de los odiosos bichos estaba medio sumido en las entrañas sangrientas de un viejo corzo.
Se enfureció ¿Cómo se atrevía aquella apestosa criatura a profanar su pradera, a atacar a su corzo? Echo a correr hacia la hiena para espantarla, pero lo pensó mejor: también las hienas eran depredadores, con quijadas suficientemente fuertes para quebrar los grandes huesos de las patas de los grandes ungulados herbívoros, y no era fácil apartadas de su presa. Rápidamente se deshizo de su canasto, que llevaba colgado, y sacó del fondo la honda. Miraba hacia el suelo en busca de piedras mientras se dirigía a un saliente cerca de la muralla rocosa. El viejo corzo estaba medio devorado, pero el movimiento de la muchacha llamó la atención del animal medio pelado, cubierto de manchas y casi tan grande como el lince. La hiena alzó la cabeza, descubrió el olor humano y se volvió hacia la muchacha.
Estaba preparada. Saliendo de detrás de la roca, lanzó un proyectil inmediatamente seguido por un segundo. No sabía que el segundo era innecesario—el primero había cumplido— pero era más seguro. Ayla había aprendido la lección. Tenía una tercera piedra en la honda y una cuarta en la mano, preparada para una segunda serie en caso de ser necesario. La hiena cavernaria había caído hecha un ovillo y no se movió. Ayla miró en derredor para asegurarse de que no hubiera ninguna más cerca, y cautelosamente avanzó hacia la bestia con la honda preparada. En el camino recogió un hueso de pata que todavía tenía unas cuantas hebras de carne roja pegadas y que no estaba roto. Con un golpe capaz de romperle la cabeza, Ayla se aseguró de que la hiena no volvería a levantarse.
Miró al animal muerto a sus pies y dejo caer el garrote de hueso. Lentamente se fue percatando de las implicaciones de su hazaña. “He matado una hiena —se dijo mientras comprendía—, he matado una hiena con mi honda. No un animalito: una hiena, un animal que podría haberme matado. ¿Significa que ya me he convertido en cazador? ¿Un verdadero cazador?” No era alborozo lo que sentía ni la excitación de su primera matanza ni siquiera la satisfacción de haberse sobrepuesto a una bestia poderosa. Era algo más profundo, algo que la volvía más humilde. Era saber que se había sobrepuesto a si misma. Fue como una revelación espiritual, una percepción mística; y con una veneración profundamente sentida, habló al espíritu de su tótem con el antiguo lenguaje formal del Clan;
—Sólo soy una muchacha, Gran León Cavernario, y los caminos de los espíritus me son desconocidos. Pero ahora comprendo un poco mejor. El lince fue una prueba, todavía más que Broud. Creb ha dicho siempre que no es fácil vivir con un tótem poderoso, pero nunca me dijo que los dones más grandes que otorgan están adentro. Nunca me dijo cómo se siente uno cuando comprende por fin. La prueba no es simplemente algo difícil que hacer, la prueba es saber que uno lo puede hacer. Agradezco el que me hayas escogido, Gran León Cavernario. Espero que llegue a ser siempre digna de ti.
Cuando el brillante y policromo otoño perdió su esplendor, y las ramas esqueléticas dejaron caer sus hojas secas, Ayla regresó al bosque. Rastreó y estudió los hábitos de los animales que había decidido cazar, pero los trataba con mayor respeto, a la vez como criaturas y como adversarios peligrosos. Muchas veces, aun cuando se acercaba lo suficiente para lanzar un canto, se reprimía limitándose a observar. Se convenció más fuertemente de que era un despilfarro matar un animal que no amenazara al Clan y cuya piel no pudiera emplear. Pero estaba decidida aún a convertirse en la mejor cazadora con honda del Clan; no se daba cuenta de que lo era ya. La única manera en que podría seguir mejorando su habilidad consistía en cazar. Y cazaba.
Los resultados comenzaron a ser observados, y los hombres se sentían incómodos.
—He encontrado otro glotón, o lo que quedaba de él cerca del campo de prácticas —señaló Crug.
Y había trozos de piel, parecían de lobo, sobre la cresta, a medio camino de la colina —agregó Goov.
—Siempre son carnívoros, los animales más fuertes, no tótems femeninos —dijo Broud—. Grod cree que deberíamos hablarle a Mog-ur.
—De tamaño mediano y pequeño, pero no los grandes felinos. Corzos y caballos, borregos y cabras monteses, inclusive jabalís son siempre perseguidos por los grandes felinos y los lobos y hienas, pero ¿qué está cazando a los más pequeños cazadores? Nunca he visto tantos muertos por algo —observó Crug.
—Eso es lo que yo quisiera saber: ¿qué los está matando? No es que tenga inconveniente alguno en que haya unas cuantas hienas o unos cuantos lobos menos por ahí, pero si no los matamos nosotros. — ¿Le hablará Grod a Mog-ur? ¿Creen que sea un espíritu? —El joven reprimió un escalofrío.
—Y si es un espíritu ¿es uno bueno que nos ayuda o uno malo que está furioso contra nuestros tótems? —preguntó Goov.
—Tenias que ser tú, Goov, el que saliera con una pregunta de ésas. Tú eres el acólito de Mog-ur; ¿qué crees? —replicó Crug.
—Creo que será menester meditar y consultar profundamente con los espíritus para responder a esa pregunta.
—Ya hablas como un Mog-ur, Goov. Nunca das una respuesta directa —ironizó Broud.
—Bueno, Broud ¿y cuál es tu respuesta? —repuso el acólito—. ¿Puedes darme una que sea más directa? ¿Qué está matando esos animales?
—Yo no soy Mog-ur, ni siquiera estoy aprendiendo a serlo. No me preguntes.
Ayla estaba trabajando cerca, y reprimió las ganas de sonreír. “Así que ahora soy un espíritu, pero no pueden decidir si uno bueno o uno malo.”
Mog-ur se acercó sin que nadie se diera cuenta, pero había visto la discusión.
—Todavía no tengo respuesta, Broud —señaló el mago—. Habrá que meditar. Pero sí voy a decir esto; no es el comportamiento normal de los espíritus
— “Los espíritus —se decía Mog-ur— pueden hacer que haga demasiado calor o demasiado frío o provocar demasiada lluvia o demasiada nieve o alejar las manadas o provocar enfermedades o causar truenos, rayos y terremotos, pero por lo general no provocan la muerte de animales individuales. Este misterio parece proceder de mano humana.” Ayla se puso en pie y fue hasta la cueva, y el mago la miró alejarse. “Hay algo diferente en ella, ha cambiado”, se decía Creb. Observó que la mirada de Broud también la seguía, y estaba llena de malignidad frustrada. “También Broud ha observado la diferencia. Tal vez sea porque no es realmente del Clan y camina de manera diferente, está creciendo.” Pero algo, en el fondo de su mente, fastidiaba a Creb como para decirle que ésa no era la repuesta.
Ayla había cambiado. A medida que mejoró su habilidad para cazar, se formó en ella una seguridad y una gracia vigorosa desconocidas entre las mujeres del Clan. Tenía el andar silencioso del cazador experimentado, confianza en sus propios reflejos, y una mirada lejana en sus ojos que se ensombrecía levemente siempre que Broud comenzaba a agobiarla, como si no lo viera realmente Brincaba igual de pronto al oír sus órdenes, pero su respuesta carecía de ese algo de miedo, por mucho que la abofeteara.
Su compostura, su confianza eran algo mucho más intangible pero no menos visible para Broud que la rebelión casi abierta de tiempos anteriores. Era como si le hiciera el favor de obedecerle, corno si supiera algo que él ignoraba. La observaba, tratando de descubrir el cambio sutil, tratando de encontrar, algo por qué castigarla, pero no lo conseguía.
Boud no sabía cómo lo hacía, pero cada vez que trataba de imponer su superioridad, le hacia sentir que era inferior a ella, que estaba muy por debajo de ella. Lo frustraba, lo enfurecía, pero cuanto más la hostigaba, menos control sentía que tenía sobre ella, y la odiaba por ello. Pero poco a poco la agobió menos, inclusive se apartó de ella, recordando sólo de vez en cuando la demostración de sus prerrogativas. Al terminar la estación, su odio se volvió más intenso. Algún día la quebraría, se prometió. Algún día le haría pagar las heridas que infligía a su propia estimación. ¡Oh, claro que sí! Algún día le iba a pesar.