Capítulo 1
La niña desnuda salió corriendo del cobertizo de cuero hacia la playa rocosa en el recodo del riachuelo. No se le ocurrió volver la mirada. Nada en su experiencia le daba razón alguna para poner en duda que el refugio y los que estaban adentro siguieran allí cuando regresan.
Se echó al río chapoteando y al alejarse de la orilla, que se hundía rápidamente sintió como la arena y los guijarros se escapaban bajos sus pies. Se zambulló en el agua fría y salió nuevamente, escupiendo, antes de dar unas brazadas firmes para alcanzar la escarpada orilla opuesta. Había aprendido a nadar antes de andar y a los cinco años de edad se encontraba a gusto en el agua. En muchas ocasiones, la única manera en que se podía cruzar un rió era nadando.
La niña jugó un buen rato, nadando de un lado a otro, y después dejó que la corriente la arrastrara río abajo; cuando éste se ensanchó y empezó a hacer borbotones sobre las piedras se puso en pie y regresó a la orilla donde se dedicó a escoger piedrecillas. Acababa de poner una en la cima de un montoncillo de algunas especialmente bonitas, cuando la tierra comenzó a temblar.
La niña vio sorprendida, que la piedrecita rodaba como por voluntad propia, y que las que formaban su pequeña pirámide se sacudían y volvían al suelo. Sólo entonces se dio cuenta de también ella se sacudía, pero todavía experimentaba más sorpresa que aprensión. Echó una mirada en derredor tratando de comprender por qué su universo se había alterado de manera incomprensible. Se suponía que la tierra no debía moverse.
El riachuelo, que momentos antes corría suavemente, se había vuelto turbulento, con olas agitadas que salpicaban las orillas mientras su lecho se alzaba contra la corriente, sacando lodo del fondo. Los matorrales que crecían cerca de las orillas río arriba se estremecían, animados por un movimiento invisible de sus raíces, y río abajo, las rocas oscilaban, presas de una agitación insólita. Más allá, las majestuosas coníferas del bosque por el que pasaba el río e inclinaban de manera grotesca. Un pino gigantesco próximo a la orilla, con sus raíces al aire y debilitado por la corriente del arroyo, se inclinó hacia la orilla opuesta; con un crujido se desplomó, por encima de las aguas turbias, y se quedó temblando sobre la tierra inestable.
La niña dio un brinco al oír la caída del árbol; el estómago se le revolvió y se hizo un nudo cuando el temor pasó por su mente. Trató de ponerse en pie, pero cayó de espaldas, al perder el equilibrio por el horrible balanceo. Lo intentó nuevamente, consiguió enderezarse y se quedó de pie, insegura, sin atreverse a dar un paso.
Al echar a andar hacia el cobertizo de cuero, un poco apartado del río. Sintió un rumor sordo, que se convirtió en estrepitoso rugido aterrador; un olor repugnante a humedad surgió de una grieta que se abría en el suelo, como si fuera el aliento fétido que exhala por la mañana la tierra al bostezar. La niña miró sin comprender la tierra, las piedras y los arbolillos que caían en la brecha que seguía abriéndose mientras la corteza fría del planeta en fusión, se resquebrajaba en sus convulsiones.
El cobertizo, encaramado en la orilla más lejana del abismo, se inclinó al retirarse la mitad de la tierra firme que tenía abajo; el esbelto poste se balanceó como indeciso antes de desplomarse y desaparecer en el profundo orificio, llevándose su cubierta de cuero y todo su contenido. La niña tembló, horrorizada y con los ojos desorbitados, mientras las apestosas fauces abiertas se tragaban todo lo que había dado significado y seguridad a los escasos cinco años de su vida.
— ¡Madre! ¡Madre! —gritó cuando la abrumó el entendimiento. No sabía si el grito que resonaba en sus oídos era el suyo en medio del rugido atronador de las rocas hendidas. Se acercó gateando a la profunda grieta, pero la tierra se elevó y la derribó. Se aferró a la tierra, tratando de agarrarse a algo sobre el suelo que se alzaba y se escurría.
Entonces la brecha se cerró, el rugido cesó y la tierra agitada se calmó, pero no la niña. Tendida boca abajo sobre la tierra floja y húmeda, revuelta por el paroxismo que acababa de sacudirla, temblaba de miedo; y tenía sobradas razones para estar asustada.
La niña se encontraba sola en medio de un desierto de estepas herbosas y selvas dispersas.
Al norte, glaciares cubrían el continente, empujando su frío por delante. Números incalculables de animales herbívoros, y los carnívoros que de ellos se sustentaban, recorrían las vastas praderas, pero había poca gente. No tenía adónde ir ni nadie a quien acudir para que se ocupan de ella. Estaba sola.
El suelo volvió a estremecerse, asentándose, y la niña oyó un gruñido de las profundidades, como si la tierra estuviera haciendo la digestión de una comida tragada sin masticar. Dio un salto, presa de pánico, aterrada a la idea de que pudiera abrirse de nuevo. Miró el lugar donde había estado el cobertizo: lo único que allí quedaba era tierra descubierta y arbustos desarraigados. Deshecha en llanto, la niña corrió otra vez hacia el riachuelo y se dejó caer hecha un ovillo sollozante junto a la fangosa corriente.
Pero las mojadas orillas del riachuelo no brindaban refugio alguno contra el agitado planeta. Otra sacudida, esta vez más grave, agitó el suelo. La niña se quedó mirando con asombro la salpicadura de agua fría sobre su cuerpecito des nudo. Nuevamente se apoderó de ella el pánico, haciéndola incorporarse. Tenía que apartarse de ese aterrador lugar de tierra sacudida, devoradora, pero ¿a dónde podría dirigirse?
No había lugar de donde pudieran brotar semillas sobre la playa rocosa, y tampoco había matorrales, pero las riberas río arriba estaban cubiertas de maleza que comenzaba justo a retoñar hojas nuevas. Un instinto profundo le decía que debería permanecer cerca del agua, pero las enmarañadas zarzas parecían impenetrables. A través de sus ojos empañados por el llanto que le enturbiaba la visión, miró hacia el otro lado, hacia la selva de altas coníferas.
Delgados haces de rayos de sol se filtraban por entre las ramas tupidas de densos árboles perennes que se apretujaban cerca del río. La selva umbrosa carecía casi por completo de maleza, pero muchos de aquellos árboles no se erguían ya. Unos cuantos habían caído sobre la tierra, otros más se inclinaban en ángulos estrambóticos, sostenidos por vecinos que todavía estaban firmemente anclados. Más allá del revoltijo de árboles, la selva boreal era oscura y no resultaba más atractiva que la maleza río arriba. No sabía hacia dónde ir; miró primero a un lado y después a otro, indecisa.
Un temblor bajo sus pies mientras miraba río abajo la puso en movimiento. Dirigiendo una última mirada anhelante hacia el paisaje vacío, con la esperanza infantil de que el cobertizo siguiera allí, echó a correr hacia los bosques.
Estimulada por algún gruñido casual mientras la tierra se asentaba, la niña siguió el curso del agua corriente, deteniéndose sólo para beber en su prisa por alejarse. Las coníferas que habían sucumbido a las sacudidas telúricas yacían postradas sobre el suelo, y la niña evitaba cráteres abiertos por el enredo circular de raíces cortas que aún tenían tierra y grava pegadas a sus partes ocultas, ahora descubiertas.
No veía tantas evidencias de perturbación al atardecer, eran menos los árboles arrancados y las rocas desplazadas, y el agua estaba más clara. Se detuvo cuando ya no pudo ver por dónde andaba, y se dejó caer, agotada, sobre la tierra del bosque. El ejercicio le había ayudado a conservar el calor mientras estuvo en movimiento, pero se puso a tiritar bajo el aire frío de la noche, se sumió en la espesa alfombra de agujas caídas y se hizo un ovillo, cubriéndose a puñados.
Pero por cansada que estuviera, no logró conciliar el sueño la asustada criaturita. Mientras se ocupaba en rodear obstáculos para seguir el curso del río, había conseguido apartar de su mente el temor que ahora la abrumaba.
Estaba tendida, perfectamente inmóvil, con los ojos muy abiertos, observando cómo la oscuridad se espesaba y congelaba a su alrededor. Temía moverse, casi temía respirar.
Nunca anteriormente se había encontrado sola de noche, y siempre había tenido cerca una hoguera para mantener a raya la oscuridad desconocida. Final mente no pudo dominarse más y, con un sollozo convulsivo, lloró de angustia. Su cuerpecito se sacudía con sollozos y el hipo lo contraía, y su desahogo sirvió para adormecerla. Un animalito nocturno la olfateó con curiosidad amable sin que ella se diera cuenta.
¡Despertó gritando!
El planeta seguía inquieto, y rugidos lejanos que resonaban por dentro la devolvieron a su honor en una espantosa pesadilla. Se puso de pie, quiso echar a correr, pero sus ojos no podían ver más, abiertos, que con los párpados cerrados Al principio no pudo recordar dónde se encontraba. Su corazón palpitaba fuerte mente: ¿por qué no podía ver? ¿Dónde estaban los amorosos brazos que siempre habían estado allí para reconfortarla cuando despertaba de noche? Poco a poco el recuerdo consciente de su terrible situación se fue abriendo paso en su mente y, tiritando de frío y de miedo, volvió a hacerse un ovillo ya sumirse en el suelo mareo. Trataba de no pensar en ello ni en cosa alguna que no fuera el río, seguir cubierto de agujas. Los primeros pálidos rayos del alba la encontraron dormida. La luz del día llegó lentamente a la profundidad de la selva, Cuando despertó la niña, había avanzado mucho la mañana, pero bajo aquella sombra espesa resultaba difícil de comprobar. Se había alejado del río la noche anterior cuando la luz empezó a menguar, y algo de pánico amenazó apoderarse de ella cuando miró en derredor y sólo vio árboles.
La sed le ayudó a reconocer el sonido de agua gorgoteante. Siguió el ruido y sintió un gran alivio al ver de nuevo el riachuelo. No estaba menos perdida junto al río que dentro de la selva, pero se sentía mejor al tener algo que seguir, y podría calmar su sed mientras estuviera cerca de él. Le había venido bien el día anterior tener agua corriente, pero no le servía de mucho para aplacar el hambre.
Sabia que podía comer raíces y vegetales, pero no sabía lo que era comestible. La primera hoja que probó era amarga y le lastimó la boca; la escupió y se enjuagó para quitar el mal sabor, pero eso la hizo vacilar en cuanto a probar otras. Bebió más agua porque le daba una sensación pasajera de estar ahíta, y volvió a la orilla río abajo. Los profundos bosques la atemorizaban, y se mantuvo cerca del río mientras brilló el sol. Al caer la noche, abrió un hoyo en las agujas que cubrían el suelo y se acurrucó nuevamente entre ellas para dormir.
Su segunda noche de soledad no fue mejor que la primera. Al mismo tiempo que el hambre un tenor helado le contraía el estómago; nunca había sentido semejante tenor, ni tanta hambre: nunca había estado tan sola. Su sensación de pérdida era tan dolorosa que empezó a bloquear el recuerdo del terremoto y de su vida anterior a él; y pensar en el futuro la puso al borde del pánico, de manera que luchó por apartar también esos temores de su mente. No quería pensar en lo que pudiera suceder ni en quién pudiera encargarse de ella.
Vivía sólo para el momento presente, salvando el siguiente obstáculo, cruzando el siguiente afluente, trepando por encima del siguiente tronco caído. Seguir el río se convirtió en un fin en sí, no porque la fuera a llevar a parte alguna sino porque era lo único que le impartía alguna orientación, algún propósito, algún curso de acción. Era mejor que no hacer nada.
Al cabo de cierto tiempo el vacío de su estómago se convirtió en un dolor sordo que le apagaba la mente. Lloraba de vez en cuando mientras seguía avanzando penosamente, y sus lágrimas pintaban chorretes blancos por su rostro sucio. Su cuerpecito desnudo estaba cubierto de tierra, y los cabellos que habían sido anteriormente casi blancos y tan finos y suaves como la seda, estaban pegados a su cabeza en una maraña de agujas de pino, ramillas y barro.
El viaje se dificultó cuando la selva de árboles siempre verdes cambió por una vegetación más abierta, y cuando el suelo cubierto de agujas dejó el paso a matorrales, hierbas y herbajes que cubren generalmente el suelo debajo de árboles de hojas caducas y más pequeñas. Cuando llovía, se encogía bajo un tronco caído o una roca grande o ramas extendidas o simplemente se dejaba lavar por la lluvia sin dejar de avanzar pesadamente por el barro. De noche, amontonaba hojas secas caídas la temporada anterior, y se enterraba en ellas para dormir.
El abundante abastecimiento de agua para beber impidió que la deshidratación causara hipotermia, esa baja de la temperatura corporal que provoca la muerte por exposición, pero la niña se estaba debilitando. Estaba ya más allá del hambre; sólo sentía un dolor constante, sordo y una sensación ocasional de mareo. Trataba de no pensar en ello ni en cosa alguna que no fuera el río, seguir el río.
La luz del sol, al penetrar en su nido, la despertó. Salió de la cómoda bolsa entibiada por el calor de su cuerpo y se dirigió al río para beber agua, con hojas secas todavía pegadas a su piel. El cielo azul y el sol brillante eran un consuelo después de la lluvia del día anterior. Poco después de que echara a andar, la orilla de su lado del río comenzó a subir. Para cuando decidió tomar otro trago, una pendiente abrupta la separaba del agua. Empezó a bajar cuidadosamente, pero perdió pie y cayó rodando hasta abajo.
Se quedó tendida, raspada y dolorida en el barro junto al agua, demasiado cansada, demasiado débil y demasiado infeliz para moverse. Gruesos lagrimones le formaban en sus ojos y corrían por su rostro, y tristes lamentos rasgaban el aire. Nadie la oyó. Sus gritos se convirtieron en plañidos rogando que alguien fuera a ayudarla. Nadie fue. Sus hombros se sacudían con sollozos mientras lloraba su desesperanza. No quería ponerse en pie, no quería seguir adelante pero ¿qué más podría hacer? ¿Allí, llorando en el barro?
Cuando dejó de llorar se quedó tendida junto al agua. Al sentir que una raíz se le incrustaba en el costado y que su boca sabía a lodo, se sentó. Entonces, cansadamente se puso en pie y fue a beber un poco de agua del río. Echó a andar de nuevo, retirando tercamente las ramas que obstruían su paso, trepando por troncos caídos y cubiertos de musgo, chapoteando a la orilla del río.
La corriente, que ya estaba alta debido a inundaciones de principios de la primavera, había aumentado hasta más del doble de su tamaño gracias a sus afluentes. La niña oyó un rugido a la distancia mucho antes de ver la cascada que caía desde la alta ribera en la confluencia de un río grande con el más pequeño, un río que iba a doblar nuevamente su volumen. Más allá de la cascada, las rápidas corrientes de los ríos hervían sobre las piedras mientras corrían hacia las llanuras herbosas de la estepa.
La rugiente catarata saltaba desde el borde de la alta orilla formando una amplia capa de agua blanca. Caía salpicando una poza llena de espuma que había sido horadada en la base de la roca, creando una pulverización constante de rocío y torbellinos de corrientes contrarias allí donde se unían los ríos. En algún momento de un pasado lejano, el río había labrado más profundamente el farallón de piedra dura detrás de la cascada. El saliente por el que chorreaba el agua salía más allá del muro que había detrás de la cascada, formando un paso en medio.
La niña se acercó y miró cuidadosamente el túnel mojado, y después echó a andar detrás de la movediza cortina de agua. Se pegaba a la roca mojada para mantenerse firme, pues la caída continua del río fluyendo la aturdía. El rugido era ensordecedor, rebotando sobre la pared de piedra detrás del tumultuoso caudal. Alzó con temor la vista, consciente, llena de angustia, de que la corriente estaba más arriba de las rocas que chorreaban por encima de su cabeza y avanzó cautelosa y lentamente.
Estaba casi en el otro lado cuando terminó el pasaje, estrechándose poco a poco hasta ser otra vez muralla abrupta. El corte del farallón no lo recorría por completo; la niña tuvo que dar media vuelta y volver sobre sus pasos. Cuando llegó a su punto de partida, miró el torrente que surgía por encima del borde y meneó la cabeza: no había otro camino.
El agua estaba fría cuando se puso a vadear por el río, y las corrientes fuertes. Nadó hasta el medio, dejó que la fuerza del agua la llevara rotando por las cataratas, y después se volvió hacia la orilla del ancho río que se había orinado más abajo. Se cansó de nadar, pero ahora estaba más limpia que desde algún tiempo a esta parte, excepto su cabello enredado y enmarañado. Volvió, a sentirse fresca pero no por mucho tiempo.
El día era inusitadamente caluroso para fines de la primavera, y cuando los árboles y las malezas dejaron el paso a la pradera abierta, el cálido sol resultó agradable. Pero a medida que la ardiente bola ascendía, sus rayos calurosos se ensañaron en las pocas reservas que le quedaban a la niña. Por la tarde iba ya tambaleándose a lo largo de una estrecha faja de arena entre el río y un escarpado farallón. El agua chispeante reflejaba sobre ella el brillante sol, mientras la casi blanca arenisca devolvía luz y calor, sumándose al fulgor deslumbrante.
Del otro lado del río y más allá, se extendían hasta el horizonte pequeñas flores herbáceas blancas, amarillas y púrpuras, que se combinaban en el brillante y fresco verdor a medio crecer de la hierba, con una vida nueva. Pero la niña no se fijaba en la efímera belleza primaveral de la estepa: la debilidad y el hambre la hacían delirar, y empezó a tener alucinaciones.
—Dije que tendría cuidado, madre. Sólo nadé un poco, pero ¿adónde te has ido? —murmuraba—. ¡Madre! ¿Cuándo vamos a comer? Tengo tanta hambre y hace tanto calor. ¿Por qué no viniste cuando te llamaba? Llamé y llamé y no viniste. ¿Dónde has estado? ¿Madre? ¡ Madre! ¡No te vayas de nuevo! ¡Quédate aquí, Madre, espérame! No me dejes.
Corrió hacia donde había visto el espejismo, y la visión se fue apagando, siguiendo la base del farallón, pero éste se alejaba de la orilla del agua, apartándose del río. La niña abandonaba su provisión de agua. Corriendo ciegamente se golpeó el dedo gordo del pie con una piedra y cayó rudamente. Eso casi la devolvió a la realidad. Se sentó frotándose el dedo y tratando de ordenar sus pensamientos.
La muralla dentada de piedra arenisca estaba perforada de hoyos oscuros y partida por estrechas grietas y hendeduras. La dilatación y contracción provocadas por cambios extremos en temperaturas desde un calor agobiante hasta un frío inferior a cero, habían quebrantado la roca blanda. La niña miro un orificio cerca del suelo, en el muro junto a ella, pero la insignificante gruta no le causó la menor impresión.
Mucho más impresionante en la manada de uros que se apacentaba, pacíficamente en la lozana hierba nueva que crecía entre el farallón y el río. En su ciega precipitación por perseguir un espejismo la niña no se había fijado en el ganado salvaje, de un rojo moreno y un metro ochenta de altura en la cerviz con inmensos cuernos curvos. Cuando se dio cuenta, un temor repentino limpió las últimas telarañas de su cerebro. Retrocedió pegándose a la muralla rocosa, sin apartar la vista de un robustísimo toro que había dejado de pacer para observarla; entonces se dio vuelta y echó a correr.
Volvió la mirada por encima del hombro, contuvo la respiración al vislumbrar un súbito borrón en movimiento y se paró en seco. Una enorme leona, dos veces mayor que cualquier felino que hubiera de poblar las sabanas mucho más al sur en una era muy ulterior, había estado rondando la manada. La niña, ahogó un grito al ver que la monstruosa gata se arrojaba sobre una vaca salvaje.
En un remolino de colmillos descubiertos y zarpas de acero la leona gigantesca destripó al enorme uro. Con un crujido de potentes quijadas, el mugido aterrado del bovino fue ahogado mientras el imponente carnívoro le abría la garganta. Un surtidor de sangre mojó el hocico de la cazadora cuadrúpeda y manchó de carmesí su piel atezada. Las patas del uro se agitaban todavía, mientras la leona le abría el estómago y le arrancaba un bocado de carne roja y caliente.
Un terror absoluto se adueñó de la niña; echó a correr dominada por el pánico mientras otro de los grandes gatos la observaba atentamente. La niña había penetrado sin saberlo en el territorio de los leones cavernarios. Normalmente los grandes felinos habrían desdeñado una criatura tan pequeña como lo es un humano de cinco años, pues escogían sus presas entre los robustos uros, bisontes descomunales o gigantescos ciervos para satisfacer las necesidades de la flor y nata de los hambrientos leones cavernarios. Pero la niña que huía se estaba acercando demasiado a la cueva que alojaba a un par de cachorros recién nacidos y maullantes.
El león de melena desgreñada, que había quedado al cuidado de las crías mientras la leona cazaba, lanzó un grito de advertencia. La niña levantó la cabeza y se quedó sin resuello al avistar al gigantesco gato agazapado sobre un saliente, preparándose para saltar. Gritó, se detuvo resbalando, cayéndose y arañándose la pierna con la grava suelta que había junto a la pared, y gateó para darse vuelta. Aguijoneada por un temor mayor aún, volvió corriendo por donde había venido.
El león cavernario brincó con una gracia lánguida, confiando en su habilidad para atrapar a la pequeña intrusa que se atrevía a profanar la santidad de la caverna infantil. No tenía prisa —ella se movía despacio en relación con la fluidez veloz del animal— y se sentía de humor para jugar como el gato con el ratón.
En su pánico, sólo su instinto guió a la niña hacia un pequeño orificio junto al suelo en la fachada del farallón. Le dolía el costado y apenas podía respirar, pero se escurrió por un agujero justo lo suficientemente grande para ella. Era una cueva minúscula, poco profunda, apenas una hendidura. Se revolvió en el reducido espacio hasta encontrarse de rodillas con la espalda pegada a la pared, tratando de fundirse con la roca sólida que tenía atrás.
El león cavernario rugió su frustración al llegar al agujero y no poder alcanzar su presa. La niña tembló al oír el rugido y se quedó mirando con horror hipnótico cómo la fiera tendía la pata estirando sus garras curvas dentro del orificio. Incapaz de alejarse, vio cómo se acercaban las garras y gritó de dolor al sentir que se le hundían en el muslo rayándolo con cuatro profundos arañazos paralelos.
La niña se revolvió para ponerse fuera de su alcance y encontró una ligera depresión en la oscura muralla a su izquierda. Recogió sus piernas, se aplastó como pudo y contuvo la respiración. La garra volvió a meterse lentamente en el pequeño orificio tapando casi por completo la escasa luz que penetraba en el nicho, pero esta vez no encontró nada. El león cavernario rugió y siguió rugiendo mientras iba y venía frente al orificio.
La niña pasó el día entero en su estrecha cueva, también la noche y la mayor parte del día siguiente. La pierna se le hinchó y la herida Infectada era un dolor constante, además de que el reducido espacio de la cueva de paredes ásperas no le permitía volverse ni estirarse. Deliró de hambre y dolor la mayor parte del tiempo y soñó espantosas pesadillas y terremotos y garras agudas y un temor doloroso y solitario. Pero no fueron su herida ni el hambre ni siquiera su dolorosa insolación las que la sacaron finalmente de su refugio, fue la sed.
La niña miró temerosamente por el pequeño orificio. Magros bosquecillos de sauces y pinos castigados por el viento arrojaban largas sombras a principios de la tarde. La niña miró un buen rato el palmo de tierra cubierto de hierba y el agua chispeante más allá, antes de hacer acopio de suficiente valor para salir, se lamió los resquebrajados labios con su lengua seca mientras examinaba el terreno. La familia de leones se había marchado, la leona, preocupada por sus pequeños y molesta por el olor extraño de la criatura desconocida que tan cerca estaba de su cueva, decidió buscar otro cuarto para sus hijos.
La niña salió del agujero y se puso de pie. La cabeza le golpeteaba por dentro, y veía manchas bailando vertiginosamente frente a sus ojos. Oleadas de dolor la sumergían a cada paso, y sus heridas comenzaron a supurar un líquido verde-amarillo que chorreaba a lo largo de su pierna hinchada.
No estaba segura de poder llegar hasta el agua, pero su sed era irresistible. Cayó de rodillas y se arrastró los últimos pasos, gateando, después, se tendió boca abajo y bebió vorazmente grandes tragos de agua fría. Cuando calmó finalmente su sed, intentó incorporarse de nuevo, pero había llegado al límite de su resistencia. Con manchas pasando frente a sus ojos, la cabeza le dio vueltas y todo se oscureció mientras se desplomaba sobre el suelo.
Un ave de rapiña que hacía círculos perezosos allá arriba, espió a la forma inmóvil y fue descendiendo para verla más de cerca.