Capítulo 24

—Entonces, ¿cómo lo hizo? Ninguna de las demás se atrevió a ir por él, pero ella no tuvo miedo. —El Mog-ur del clan al que pertenecía el hombre herido estaba hablando—. Era casi como si supiera que Ursus no le haría daño igual que el primer día. Yo creo que

Mog-ur tiene razón, Ursus la ha aceptado. Es una mujer del Clan. Nuestra curandera ha dicho que le salvó la vida, que no sólo está bien adiestrada sino que tiene una aptitud natural, como si hubiera nacido para ello. Yo creo que debe de ser de la estirpe de Iza.

Los Mog-urs estaban en una cámara pequeña, muy adentro en la montaña. Lámparas de piedra, platitos poco hondos llenos de grasa de oso absorbida por una mecha de musgo seco, formaban círculos de luz que rechazaban la negrura absoluta que los rodeaba. Las débiles llamas hacían chispear facetas ocultas de la matriz cristalina de las rocas, y se reflejaban en la superficie lustrosa de las estalactitas húmedas que colgaban como eternos carámbanos del techo, anhelando alcanzar a sus complementos invertidos que ascendían desde el suelo. Algunas habían logrado unirse. Filtradas a través de la piedra de los tiempos, las gotas calcáreas habían logrado culminar en majestuosas columnas que partían desde el suelo hasta el techo abovedado, más delgadas en el centro. Una estalactita estaba separada del beso satisfactorio de su estalagmita por el grosor de un cabello: tendrían que transcurrir unas cuantas eras más para que la alcanzara.

—Sorprendió a todos al no mostrar temor de Ursus aquel primer día —dijo otro mago—. Pero, si se llega a un acuerdo, ¿quedará tiempo para que lo prepare?

—Queda tiempo —respondió Mog-ur—, sino tardamos mucho.

—Nació de los Otros, ¿cómo puede ser mujer del Clan? —preguntó el Mog-ur de la flauta—. Los Otros no son Clan ni lo serán nunca. Dices que llegó marcada ya con cicatrices de un tótem del Clan, pero no son las marcas de un tótem femenino. ¿Cómo puedes estar seguro de que son marcas del Clan? Las mujeres del Clan no tienen por tótem al León Cavernario.

—Nunca he dicho que naciera con ellas —dijo en tono razonable Mog-Ur— ¿Estás diciendo que un León Cavernario no puede escoger a una mujer? Un Oso Cavernario puede escoger a quienquiera. Estaba casi muerta cuando la encontramos; Iza le devolvió la vida. ¿Crees que una niña puede salvarse de un León Cavernario a menos de estar bajo protección de su Espíritu?. El la marcó con su señal para que no cupiera la menor duda. Nadie puede negar que lleva en su pierna las marcas de un tótem del Clan. ¿Por qué iba a estar marcada con cicatrices de un tótem del Clan sino para que se convirtiera en mujer del Clan? Yo no sé por qué, no pretendo comprender por qué hacen las cosas los espíritus. Con ayuda de Ursus a veces puedo interpretar lo que hacen. ¿Puede hacer algo más uno de ustedes? Yo sólo diré que conoce el rito; Iza le ha dicho el secreto de las raíces que hay en la bolsa roja, y no se lo habría dicho Iza de no ser suya. No tenemos que renunciar al ritual. Ya he presentado mis argumentos anteriormente. La decisión es de ustedes, pero que sea pronto.

-Has dicho que tu Clan cree que tiene suerte —indicó el Mog-ur de Norg.

—No tanto que tenga suerte como que parece traer suerte Hemos tenido mucha suerte desde que la encontramos. Droog piensa en ella como en la señal de un tótem. algo único e insólito. Tal vez, a su manera también ella tenga suerte.

-Bueno, desde luego es bastante insólito que una mujer de los Otros sea mujer del Clan —comentó uno de ellos.

—Hoy nos ha traído suerte, nuestro joven cazador vivirá —dijo el Mog-ur del herido—. Yo opino que sí; sería una vergüenza que nos priváramos de la bebida de Iza sin necesidad. —Unos cuantos asintieron con la cabeza.

— ¿Y tú? —dijo Mog-ur señalando al mago que era segundo—. ¿Sigues creyendo que Ursus se disgustará si Ayla elabora la bebida ritual?

Todas las cabezas se volvieron hacia él. Si el poderoso mago seguía oponiéndose, podía hacer cambiar de opinión a un número suficiente de los demás Mog-urs para impedirlo. Si se limitaba inflexiblemente a negarse a participar, aun cuando los demás accedieran, sería suficiente; el acuerdo debía ser unánime; no podía haber cisma en sus filas. Miró hacia el suelo, ponderando la pregunta, y luego a cada uno de los demás, uno por uno.

—Puede disgustar a Ursus o tal vez no. No estoy convencido. Hay algo en ella que me molesta. Pero es obvio que nadie más quiere eliminar el ritual, y parece que es la única que está disponible. Yo casi preferiría a la verdadera hija de Iza, a pesar de sus cortos años. Si todos los demás están de acuerdo, retirará mi objeción. No me gusta, pero no lo impediré.

El Mog-ur miró a cada uno de ellos y obtuvo una inclinación de cabeza como mudo asentimiento. Con un suspiro de alivio, disimulado por sus esfuerzos para incorporarse, el hombre tullido salió rápidamente. Cojeó a través de varios corredores que se abrían en salas que volvían a estrecharse formando pasillos, orientado por la lámpara de piedra. Estas desaparecieron sustituidas por antorchas colocadas a intervalos más cortos, mientras se acercaba al lugar donde se alojaban los clanes.

Ayla estaba sentada junto al herido en la cueva de la fachada. Tenía a Durc en sus brazos, y Uba estaba del otro lado. También la compañera del hombre estaba allí, cuidando del sueño y alzando de vez en cuando la vista hacia Ayla con agradecimiento.

—Pronto, Ayla, tienes que prepararte. No queda mucho tiempo - señaló Mog-ur—. Tendrás que apresurarte pero no pases por alto ni un solo paso. Ven a mi cuando estés preparada. Uba, llévale a Durc a Oga para que lo alimente; Ayla no tendrá tiempo.

Las dos se quedaron mirando al mago, asombradas ante el súbito cambio de planes. Tardaron un momento en entender, y entonces Ayla asintió. Corrió rápidamente hasta el hogar de la segunda cueva para recoger un manto limpio. Mog-ur se volvió hacia la joven que vigilaba ansiosamente el sueño de su compañero.

—El Mog-ur quisiera saber cómo está el joven.

—Arrghha dice que vivirá y podrá volver a andar. Pero su pierna nunca, volverá a ser la misma. —La mujer hablaba en un dialecto diferente y los gestos cotidianos estaban tan cambiados que a Uba y Ayla les costaba comunicarse con ella como no fuera en lenguaje oficial. Sin embargo, el mago tenía más práctica en el habla común de los demás clanes, pero usaba el lenguaje formal para que su significado fuera más preciso.

—El Mog-ur quiere saber cuál es el tótem de este hombre.

—El Íbice.

— ¿Y tiene este hombre el píe tan firme como la cabra montés? —preguntó el mago.

—Se ha dicho que lo tiene —comenzó a decir la mujer—. Este hombre no ha sido tan ágil en este día, y ahora no sé lo que hará. ¿Y si nunca más vuelve a caminar? ¿Cómo cazará? ¿Cómo proveerá para mí? ¿Qué puede hacer el hombre si no caza? —La joven pasó al lenguaje común de su clan, mientras sus nervios tensos la ponían al borde de la histeria.

—El hombre vive. ¿No es eso lo más importante? —preguntó Mog-ur para calmarla.

—Pero es orgulloso. Si no puede cazar, tal vez prefiera estar muerto. Era un buen cazador, podría haber llegado a ser segundo del jefe. Ahora nunca podrá alcanzar una posición, perderá la que tenía ¿y qué hará si pierde posición? preguntó la mujer, suplicante.

— ¡Mujer! —señaló Mog-ur con severidad fingida—. Ningún hombre pierde posición si ha sido elegido por Ursus. Ya ha mostrado su virilidad; casi ha sido escogido para acompañar a Ursus al otro mundo. El Espíritu de Ursus no escoge con ligereza. El Gran Oso Cavernario ha decidido dejar que permanezca aquí, pero lo ha dejado marcado. Este hombre tiene el honor de proclamar a Ursus como su tótem; sus cicatrices serán las marcas de su nuevo tótem y puede mostrarlas con orgullo. Siempre podrá proveer para ti. Mog-ur hablará con tu jefe, tu compañero tiene el derecho de reclamar parte de cada cacería. Y puede caminar de nuevo, inclusive quizá cace otra vez. Es probable que no sea tan ágil como el íbice, pero eso no significa que no volverá a cazar. Enorgullécete de él, mujer, muéstrate orgullosa de tu compañero que ha sido elegido por Ursus.

— ¿Ha sido elegido por Ursus? —preguntó la mujer con expresión de pavor—. ¿El Oso Cavernario es su tótem?

—Y también el íbice. Puede reclamase de ambos -dijo el Mog-ur. Observo que el manto de la mujer revelaba un abultamiento. “Con razón está asustada” —pensó—. ¿Tiene hijos esta mujer?

—No, pero la vida se ha iniciado. Pongo mis esperanzas en un hijo.

—Eres una buena mujer, una buena compañera. Quédate con él, y cuando despierte, cuéntale lo que ha dicho Mog-ur.

La joven asintió y después alzó la mirada al ver que Ayla pasaba por allí a toda prisa.

El pequeño río que había cerca de la cueva del clan anfitrión se convertía en un torrente de aguas furiosas en primavera, algo menos violento en otoño, arrancando los árboles de raíz, desprendiendo enormes roscas de la pared pétrea y arrojándolas cuesta abajo desde lo alto de la montaña. Inclusive cuando se mostraba tranquila, la corriente impetuosa, formando espuma desde el medio de un gran río de la planicie sembrado de rocas y mucho más ancho que ella, tenía el matiz verdoso, nebuloso, del vertedero glacial. Ayla y Uba habían explorado la región aledaña a la cueva poco después de llegar, en busca de las plantas purificadoras que habrían de necesitar en el caso de que una de ellas hubiera de participar en la ceremonia.

Ayla estaba nerviosa mientras se apresuraba en busca de la raíz de planta jabonera y quenopodio de raíz roja, y tenía el estómago hecho un ovillo mientras esperaba que hirviera el agua de una de las hogueras donde se cocinaba para sacar el elemento insecticida del helecho. La noticia de que se le permitiría llevar a cabo el ritual se difundió rápidamente por el Clan. Que los Mog-urs aceptaran a la joven, servía para que cada uno volviera sobre la opinión que tenían de la mujer del Clan procedente de los Otros, y el valor de ella se incrementó proporcionalmente. Confirmaba que era en verdad la hija de Iza, y la elevaba a la categoría de curandera de más alto rango. El jefe del clan que tenía parientes de Zoug entre sus miembros, volvió sobre su negativa contundente a recibirla; al fin y al cabo, la recomendación de Zoug bien podría tener algún mérito; quizás alguno de los hombres estuviera dispuesto a tomarla, aunque fuera como segunda mujer. Quizá fuera un aporte valioso.

Pero Ayla estaba demasiado preocupada para observar los comentarios que se hacían por medio de gestos y ademanes a su alrededor. Estaba más que preocupada: estaba aterrada. “No lo puedo hacer —le gritaba su mente mientras se dirigía corriendo hacia el pequeño río—. No hay tiempo suficiente para prepararse. ¿Y si se me olvida algo? ¿Y si cometo un error? Deshonraría a Creb; deshonraría a Brun y deshonraría a todo el Clan.”

El río, alimentado por glaciares, estaba helado, pero el agua fría le calmó los nervios en tensión; se sintió más serena al sentarse en una roca, desenredando sus largos cabellos rubios que se secaban con la brisa ligera, y observando la cima de la montaña brillante y rosada que reflejaba el sol poniente, cambiar a un espléndido púrpura azulado. Todavía tenía el cabello húmedo cuando se pasó nuevamente por la cabeza el cordel que sostenía su amuleto y se cubrió con el manto limpio. Metiendo sus instrumentos en los pliegues, recogió el otro manto y regresó corriendo a la cueva. Pasó junto a Uba, que tenía a Durc en brazos, y le hizo una señal rápida.

Las mujeres estaban trabajando frenéticamente, sin conseguir la menor ayuda de los niños, totalmente desenfrenados. El sangriento rito de la matanza del oso cavernario los había vuelto excitables; no estaban acostumbrados a pasar hambre y los aromas de la cocina estimulaban apetitos ya muy despiertos y los volvían irritables; y la preocupación de sus respectivas madres les proporcionaba una oportunidad, muy poco frecuente entre los niños del Clan, de portarse mal.

Algunos de los muchachos habían recogido las ataduras cortadas de la jaula a del oso y se las habían puesto alrededor del brazo como insignias de honor. Otros muchachos menos rápidos, trataban de quitárselas, y todos ellos corrían alrededor de los fuegos donde se estaba cocinando. Cuando se cansaban del juego molestaban a las niñas, las cuales deberían estar atendiendo a sus hermanos pequeños, y ellas empezaban a correr tras ellos o se acercaban a sus madres para quejarse. Era una verdadera casa de locos, escandalosa y desorganizada. Inclusive las órdenes que el compañero de alguna de las mujeres expresaba severamente servían muy poco para calmar a los muchachitos, inusitadamente turbulentos.

Los niños no eran los únicos que tenían hambre. Los alimentos, preparados en cantidades enormes, irritaban las papilas gustativas de todos, y la perspectiva del gran festín y de la ceremonia nocturna incrementaba la excitación frenética. Montones de ñames silvestres, de blancas y feculentas raíces de psoralea, y de nueces subterráneas semejantes a los tubérculos de papa, hervían suavemente en ollas de cuero colgadas por encima de las hogueras. Espárragos silvestres, raíces de lirio, cebollas silvestres, verduras, calabacitas y setas se cocinaban en diversas combinaciones con diferentes aliños. Una montaña de hojas de lechuga silvestre, bardana, cenizo y amargón, recién lavados, esperaban para servirse crudas con una salsa de grasa de oso caliente, especias y sal, añadida a última hora.

La especialidad de un clan consistía en una combinación de cebollas, setas y las legumbres verdes redondas del astrágalo aderezadas con una combinación secreta y espesadas con liquen de los renos. La de otro, una variedad especial de piñones procedentes de un árbol exclusivo de la zona de su cueva gruesos y sabrosos, que se desprendían al calor de un fuego.

El clan de Norg presumía de nueces tostadas recogidas en las pendientes bajas convertidas en una salsa de gachas con sabor a nuez, hechas con hayucos, granos secos y rebanadas de manzanas pequeñas, duras y amargas, cocidas a fuego lento y por mucho rato. El área circundante próxima a la cueva había sido devastada en cuanto a vaccinios, arándanos y, en las elevaciones menos abruptas, moras silvestres y frambuesas.

Las mujeres del Clan de Brun habían pasado días enteros rompiendo y moliendo las bellotas secas que trajeron consigo. La harina lograda se metía en huecos poco profundos de la arena junto al río, y se vertían cantidades de agua sobre la mezcla pulposa para quitarle el amargor. La masa resultante se asaba para formar pastelillos planos, empapados en jarabe de arce hasta que quedaban saturados por completo, y entonces se dejaban secar al sol. El clan anfitrión que también solía hacer sangrar sus arces a principios de la primavera y hervir la savia acuosa durante largos días, se mostró interesado al ver los recipientes usuales de corteza de abedul que se empleaban para guardar azúcar y jarabe de arce. Los pastelillos pegajosos y dulces bellotas con dulce de arce eran una golosina inusitada que las mujeres del clan de Norg decidieron confeccionar más adelante.

Uba, sin quitarle la vista a Durc mientras ayudaba alas mujeres, miraba la cantidad y variedad, aparentemente infinita, de alimentos y se preguntaba como conseguirían comérselos todos.

El humo que ascendía lentamente desaparecía en la noche tranquila y oscura llena de estrellas tan enormes que parecía que un velo de gasa velara la bóveda de los cielos. La luna era nueva y no insinuaba para nada su presencia, volviéndole la espalda al planeta a cuyo alrededor giraba y reflejando su luz hacia las frías profundidades del espacio. El brillo de los fuegos encendidos para cocinar iluminaba el área junto a la cueva, contrastando con la oscuridad de los circundantes. Los alimentos habían sido apartados de la fuerza directa del calor, pero seguían suficientemente cerca para mantenerse calientes, y la mayoría de las mujeres se habían retirado a la cueva. Estaban poniéndose mantos nuevos y descansando unos momentos antes de que se iniciaran los festejos. Pero inclusive las mujeres cansadas estaban demasiado excitadas para permanecer mucho rato dentro de la cueva. El espacio que había frente a la entrada empezó a llenarse de una multitud en movimiento, que esperaba el festín y el principio de la ceremonia. Un silencio palpable se instaló en cuanto los diez magos y sus diez acólitos desfilaron por la abertura, seguido de una agitación para ocupar los lugares. Parecía una reunión desordenada la que hacía frente a los magos; los sitios ocupados por los componentes del auditorio no estaban definidos tanto por la ubicación como por la relación con los demás. Hileras muy rectas no tenían importancia, sólo que cada individuo se encontraba delante o detrás del lado correcto de ciertos individuos. Siempre había movimientos de último minuto cuando la gente intentaba ocupar un lugar más ventajoso dentro de un círculo de relaciones.

Con un ceremonial lleno de nobleza, se encendió una gran hoguera delante del oscuro orificio de la montaña. Entonces se retiraron las piedras que cubrían las zanjas donde se había estado cociendo la carne del oso; las compañeras de los jefes del principal Clan y del Clan anfitrión tuvieron el insigne honor de levantar los enormes cuartos traseros de carne tierna, y el pecho de Brun se ensanchó de satisfacción al ver que Ebra daba un paso adelante.

La aceptación de Ayla por los Mog-urs había zanjado finalmente el problema. Brun y su Clan eran los primeros y más fuertes que nunca. Por poco probable que pareciera al principio, la hembra alta y rubia era una mujer del Clan, y una curandera de la prestigiosa estirpe de Iza. La insistencia empecinada de Brun de que así era había sido demostrada como correcta, tal era la voluntad de Ursus. Si hubiera vacilado aun cuando fuera sólo un instante, su prestigio no habría sido ni tan grande ni su triunfo tan dulce.

Nubes de vapor suculento causaron gruñidos en los estómagos famélicos mientras la carne de oso era sacada con palos bifurcados. Era la señal para las demás mujeres de que comenzaran a amontonar en fuentes de madera y hueso los alimentos que se habían pasado tanto tiempo preparando y a llenar amplios tazones con ellos. Broud y Voord avanzaron llevando amplias bandejas planas y se detuvieron delante de Mog-ur.

—Esta fiesta de Ursus honra también a Gorn, escogido por el Gran Oso Cavernario para acompañarlo Mientras vivió con el Clan de Norg, Ursus se entero de que su Pueblo no había olvidado sus lecciones. Llegó a conocer bien a Gorn y lo juzgó como un digno compañero, Broud y Voord, por su valor, su fuerza y su resistencia, han sido escogidos para mostrar al Gran Espíritu la valentía de los hombres de su Clan. Los puso a prueba con su gran fortaleza, y está complacido. Se han portado bien, y tienen el privilegio de llevarle la última comida que compartirá con su Clan hasta que regrese del Mundo de los Espíritus. Que el Espíritu de Ursus los acompañe siempre.

Los dos jóvenes pasaron junto a fuentes llenas de comida, y seleccionaron de cada una de éstas los mejores bocados, exceptuando la carne. El oso cavernario cautivo nunca había comido carne aunque cuando vivía en los bosques sabía hacerlo si estaba a su alcance. Las fuentes fueron colocadas delante de la piel de oso montada sobre postes.

Entonces prosiguió Mog-ur:

—Han bebido su sangre; ahora coman de su cuerpo y sean uno con el Espíritu de Ursus.

La bendición señalaba el comienzo del festín. Broud y Voord obtuvieron los primeros trozos de carne de oso, y entonces se dedicaron a llenar fuentes para ellos mismos, seguidos por el resto del Clan. Suspiros y gruñidos de deleite surgieron en cuanto se sentaron para disfrutar de su comida. La carne del oso vegetariano alimentado de la mano a la boca estaba tierna y veteada de grasa. Verduras, frutas y granos, preparados con una atención meticulosa, fueron saboreados plenamente, y ese aperitivo que es el hambre contribuía a que todo tuviera mejor sabor aún. Era un festín que bien merecía la espera.

—Ayla, no estás comiendo. Ya sabes que toda la carne debe ser comida esta noche.

—Ya lo sé, Ebra, pero no tengo apetito.

—Ayla está nerviosa —señaló Uba entre bocado y bocado—. Me alegro de que no me hayan escogido. Está tan rico todo, que no querría sentirme demasiado nerviosa para comer.

—De todos modos, come algo de carne; tienes que hacerlo. ¿Tienes un poco de caldo para Durc? Habría que darle un poco, eso lo unificaría con el Clan.

—Le he dado un poco pero no ha querido más. Oga acaba de darle de mamar. Oga ¿tiene todavía hambre Grev? Tengo los pechos tan llenos que empiezan a doler.

—Habría esperado, pero los dos tenían hambre, Ayla. Podrás alimentarlo mañana.

—Tendré leche suficiente para ellos dos y otros dos más, entonces. No querrán esta noche, estarán dormidos. El sedante de datura está preparado. Cuando tengan hambre, dales esto primero para que duerman. Uba te dirá cuánto; tengo que ver a Creb justo después de cenar, y no estaré de vuelta sino después de la ceremonia.

—No tardes demasiado; nuestra danza comenzará después de que los hombres entren a la cueva. Algunas de las curanderas son buenas de verdad, tocando los ritmos. La danza de las mujeres en las Reuniones del Clan siempre es algo especial —señaló Ebra.

—Todavía no he aprendido a tocar muy bien, Ebra. Iza me ha enseñado un poco, y la curandera del Clan de Norg me ha estado mostrando, pero no he tenido mucha práctica —explicó Ayla.

—No llevas mucho tiempo de curandera, y también Iza ha dedicado mas tiempo a mostrarte la magia curativa que los ritmos, aunque éstos también son mágicos —señaló Ovra—. Las curanderas ¡tienen que saber tantas cosas!

—Ojalá estuviera Iza aquí —señaló Ebra—. Me alegro de que te hayan aceptado finalmente, Ayla, pero echo de menos a Iza. Parece tan extraño que no esté con nosotros.

—Yo también desearía que estuviera aquí —dijo Ayla—. Odio haber tenido que dejarla atrás. Está más enferma de lo que quiere reconocer. Ojalá esté descansando mucho al sol.

—Cuando sea el momento de que vaya al otro mundo, irá. Cuando los Espíritus llamen, nadie podrá detenerla —dijo Ebra.

Ayla se estremeció aunque la noche era calurosa, y la sensación súbita de un presentimiento se apoderó de ella, una sensación vaga, incómoda, como esos vientos fríos que anuncian la terminación del calor del verano. Mog-ur hizo señas y ella se puso de pie rápidamente, aunque no podía sacudirse aquella sensación mientras se dirigía a la cueva.

El tazón de Iza, forrado de blanco por la pátina de muchas generaciones de uso, estaba sobre las pieles de su lecho donde Ayla lo había dejado. Sacó la bolsa teñida de rojo de su bolsa de medicinas y la vació de su contenido; a la luz de la antorcha comenzó a examinar las raíces. Aun cuando Iza había explicado muchas veces cómo calcular la cantidad correcta, Ayla no estaba todavía segura de cuánta habría que usar para los diez Mog-urs. La fuerza de la poción dependía no sólo del número sino del tamaño de las raíces y del tiempo que tenían guardadas.

Nunca había visto hacerlo a Iza. La mujer había explicado muchas veces que la bebida era demasiado venerable, demasiado sagrada para elaborarla por practicar. Las hijas solían aprender observando a sus madres, por las repetidas explicaciones que les daban e inclusive más aún por el conocimiento innato que tenían; pero Ayla no había nacido del Clan. Tomó varias raíces y después añadió una más para estar segura de que la magia sería efectiva. Entonces se acercó a la entrada, a un lugar próximo donde había agua fresca, donde Creb le había dicho que esperara, y observó el comienzo de los ritos.

El sonido de los tambores de madera fue seguido por el golpeteo de los mangos de las lanzas y después por el staccato de tubo largo y hueco. Los acólitos pasaron entre los hombres con tazones de té de datura y pronto todos oscilaron al compás del redoble. Las mujeres estaban en último término; su momento llegaría después. Ayla esperaba ansiosamente, con su manto suelto cubriéndola. La danza de los hombres se volvió más frenética, y la joven se preguntó cuánto más habría de esperar.

Ayla brincó al sentir que le daban un golpecito en el hombro —no había oído acercarse a los Mog-urs procedentes del fondo de la cueva— pero se calmó al reconocer a Creb. Los magos salieron silenciosamente de la cueva y se situaron alrededor de la piel de oso. El Mog-ur se puso al frente, y desde el punto ventajoso en que se encontraba, Ayla tuvo una impresión fugaz del oso cavernario, armado erguido y con la boca abierta, estaba a punto de atacar al hombre tullido. Pero el animal monstruoso que dominaba a Mog-ur estaba en movimiento suspendido, era meramente una ilusión de fuerza y ferocidad.

Vio que el gran mago hacía señas a los acólitos que estaban tocando los instrumentos de madera. Los hombres se interrumpieron con el siguiente redoble fuerte y todos alzaron la mirada, algo asombrados al ver a los Mog-urs ahí donde un momento antes no había ninguno o eso parecía. Pero la aparición súbita de los magos era también una ilusión, y ahora la joven sabía Como se llevaba a cabo.

Mog-un esperó, permitiendo que el suspenso fuera imponiéndose, hasta que estuvo seguro de que la atención de todos se encontraba fija en la gigantesca figura del oso cavernario iluminada por el fuego ceremonial y flanqueada por los hombres santos. Su señal fue prácticamente invisible y él mismo se esforzó por mirar a otro lado, pero era la señal que esperaba Ayla. Se deshizo de su manto, llenó de agua su tazón y, sujetando las raíces con las manos, respiró hondo y echó a andar hacia el mago tuerto.

Hubo un jadeo de sorpresa cuando Ayla avanzó por el círculo iluminado. Mientras estuvo envuelta en su manto atado con una larga correa que disimulaba sus formas por sus pliegues sueltos y sus bolsas, actuando como cualquier otra hembra, había comenzado a parecerse a una de ellas. Pero sin los bultos que la disfrazaban, su verdadera forma se destacaba en contraste con las mujeres del Clan. En vez del cuerpo redondo, casi en forma de barril, cuya estructura caracterizaba a hombres y mujeres, Ayla era esbelta. Vista de perfil parecía delgada excepto sus senos hinchados de leche. Su cintura se sumía y se ensanchaba después formando caderas redondas, y sus brazos y piernas eran largos y rectos. Ni siquiera los círculos rojos y negros y las líneas pintadas en su cuerpo desnudo podían disimularlo.

Su rostro carecía de la quijada saliente, y con su nariz pequeña y su frente alta, parecía más chato de lo que recordaban. Su espesa cabellera rubia, que enmarcaba su rostro en ondas sueltas y llegaba hasta la mitad de su espalda, reflejaba luces del fuego y brillaba como el oro; una corona extrañamente bella para la fea joven, evidentemente extraña.

Pero lo más sorprendente era su estatura. De cierto modo, cuando avanzaba arrastrando los pies rápidamente, inclinada, o cuando se sentaba al pie de un hombre, no se habían dado tanta cuenta; pero en pie frente a los magos, se evidenciaba. Al inclinar la cabeza, miraba lo alto de la de Mog-ur. Ayla era mucho más alta que el hombre más alto del Clan.

Mog-ur hizo una serie de gestos formalizados, invocando la protección del Espíritu que todavía se cernía sobre ellos. Entonces Ayla metió las raíces duras y secas en su boca; le resultaba difícil masticarlas: no tenía los dientes grandes y fuertes ni las pesadas mandíbulas de los miembros del Clan. Por mucho que la hubiera advertido Iza en contra de tragarse algo del jugo que se formaba en su boca, no podía evitarlo. No sabía realmente cuánto tardaría en ablandar las raíces, pero le parecía estar mascando y mascando y mascando. Para cuando escupió lo que quedaba de pulpa masticada, se sentía mareada. La revolvió hasta que el antiguo tazón sagrado se volvió de un blanco acuoso, y entonces lo entregó a Goov.  -

Los acólitos habían esperado mientras ella trabajaba con las raíces, y cada uno de ellos sostenía un tazón de té de datura largamente macerado. Goov tendió el tazón del líquido blanco que recibió de Ayla a Mog-ur, y entonces tomó su tazón y se lo entregó a Ayla mientras los demás aprendices de mago entregaban los suyos a las curanderas de sus clanes. Era un intercambio del mismo género y valor. El Mog-ur tomó un sorbo del líquido.

—Es fuerte —señaló el hombre santo a Goov, con gestos discretos—. Sírveles menos.

Goov asintió y tomó el tazón, y después se acercó al segundo mog-ur.

 Ayla y las curanderas llevaron sus tazones a las mujeres que esperaban, y les entregaron cantidades controladas del líquido, a ellas y a las muchachas mayores Ayla bebió las ultimas gotas de su tazón pero ya comenzaba a experimentar una extraña sensación de distancia, como si una parte de ella misma se hubiera desprendido y estuviera observando desde un lugar apartado. Varias de las más viejas curanderas se apoderaron de los tambores de madera y comenzaron a tocar los ritmos de la danza de las mujeres. Ayla miraba los palillos en movimiento con una extraña fascinación, y cada redoble resonaba preciso y claro. La curandera del clan de Norg le ofreció un tambor de madera; Ayla escuchó el ritmo, golpeando ligeramente, y se encontró tocando con las demás.

El tiempo perdió todo significado. Al alzar la mirada comprobó que los hombres habían desaparecido y que las mujeres giraban con un frenesí salvajemente libre y erótico. Sintió el anhelo de unirse a ellas; dejó el tambor y vio cómo caía y giraba un poco antes de detenerse. Su atención fue distraída por la forma del instrumento: era como un tazón, y eso le recordó el tazón de Iza, la valiosa reliquia antigua que le había sido confiada. Recordó haber mirado el líquido blancuzco y acuoso, haberlo revuelto con el dedo. “¿Dónde está el tazón de Iza? —se preguntó—. ¿Qué ha sido de él?” Pensó en el tazón, se preocupó por él y se sintió obsesionada.

Se representó a Iza y los ojos se le llenaron de lágrimas. “El tazón de Iza. He perdido el tazón de Iza. Su bello y antiguo tazón. Su madre se lo había transmitido y la madre de su madre.” Con los ojos de la mente vio a Iza y a otra Iza tras ella y otra y otra; curandera tras curandera alineada detrás de Iza en un pasado antiguo y nebuloso, cada una de ellas con un tazón venerable y manchado de blanco. Las mujeres desaparecieron y los ojos de su mente se fijaron en el tazón. Entonces, de repente, el tazón se rompió, cayó en dos pedazos roto por el medio. “¡No!” El grito estaba en su mente; estaba presa de frenesí. “El tazón de Iza, tengo que encontrar el tazón de Iza.”

A trompicones se apartó de las mujeres y llegó vacilando a la boca de la cueva. Tardó una eternidad. Se puso a rebuscar entre las fuentes de hueso y los tazones de madera en que habían quedado cuajados los restos del festín, en busca del valiosísimo recipiente. La entrada de la cueva la atrajo, apenas delineada por las antorchas de adentro, y llegó dando tumbos. De repente se le cerró el paso. Estaba atrapada, encerrada en la malla de alguna criatura peluda y áspera. Alzó la mirada y abrió mucho la boca: un rostro monstruoso, con una boca enorme, abierta, la miraba. Ayla retrocedió y después echó a correr hacia el asilo de la cueva.

Al cruzar la entrada, vio algo blanco junto al lugar donde había estado esperando la señal de Mog-ur. Cayó de rodillas y recogió cuidadosamente el tazón de Iza, estrechándolo entre sus brazos. Todavía quedaba un líquido lechoso bailando la pulpa de raíces del fondo. “No se lo bebieron todo —se dijo—. Hice demasiado, sin duda. ¿Qué voy a hacer con esto? No puedo tirarlo, Iza dijo que no se podía tirar. Por eso no me pudo enseñar, por eso hice demasiado, porque no me pudo enseñar. Lo hice mal… ¿Y si alguien se da cuenta? Podrían pensar que no soy una verdadera curandera... no mujer del Clan. Podrían obligar a marchar. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?”

“Me lo beberé, eso es lo que voy a hacer. Si me lo bebo, nadie lo sabrá.” Ayla alzó el tazón hasta sus labios y lo vació. La misteriosa bebida era fuerte, Pero las raíces que maceraban en el poco líquido que había en el fondo, le añadían mas fuerza aún. Pasó a la segunda cueva con la vaga idea de guardar el tazón en el lugar seguro pero antes de llegar a su hogar comenzó sentir los efectos.

Ayla estaba tan desorientada que no se dio cuenta de que había dejado caer el tazón dentro de los límites de su hogar En la boca tenía un sabor a Selva antigua primitiva; arcilla rica y húmeda, madera mohosa y podrida , árboles enormes de hojas grandes empapados en lluvia, hongos carnosos de grandes dimensiones. Los muros de 1a cueva se ensancharon, retrocediendo más y más sentía como un insecto que trepara por el suelo. Detalles minuciosos que surgían claramente, sus ojos trazaban el contorno de una huella de pie, veían todos los pequeños guijarros, no pasaban por alto ni un gramo de polvo. Percibió un movimiento con el rabillo del ojo y vio que una a trepaba por un cable de seda brillante que relucía bajo la luz de una antorcha. La llama la hipnotizaba; se quedó mirando la luz parpadeante, danzante, y observó cómo el humo oscuro elevaba en volutas hacia el oscuro techo. Se acercó a la antorcha, y entonces vio otra; siguió la luz que la llamaba, pero al llegar hasta ella otra antorcha la atrajo y después otra, haciéndola penetrar más profundamente en la cueva. No se percató del momento en que el fuego de la antorcha fue sustituido por lo fuegos de lamparillas de piedra más espaciadas, y nadie la vio pasar por una amplia cámara interior llena de hombres perdidos en un éxtasis profundo ni por la cámara más pequeña que contenía muchachos adolescentes encabezados por acólitos de más edad en una ceremonia que les hacía probar la experiencia del varón adulto.

Con un solo propósito, avanzaba hacia cada una de las diminutas llamas únicamente para ser atraída hacia la siguiente. Las luces la condujeron por corredores angostos que se abrían en salas más amplias y volvían a estrecharse. Tropezaba sobre el suelo desigual y se sostenía apoyando las manos en la muralla rocosa y húmeda que giraba a su alrededor. Dobló una esquina y penetró en un pasillo, y al fondo percibió un resplandor grande y rosado. Era de una longitud increíble; seguía adelante, interminablemente A menudo le parecía verse a si misma desde una gran distancia tambaleándose a lo largo del túnel tenuemente iluminado. Sentía que su mente se alejaba más y más, dentro de un gran vacío negro, pero la inmensidad de la nada la amedrentó, y quiso luchar para apartarse de ella.

Finalmente se aproximó a la luz que había al final del túnel y vio varias figuras sentadas en círculo. Gracias a alguna reserva de cautela profundamente sumida en su mente narcotizada, se detuvo antes de llegar a las últimas llamas hipnóticas y se ocultó detrás de una columna de piedra. En su cámara iluminada los diez Mog-urs estaban profundamente dedicados a un ritual; había comenzado la ceremonia que incluía a todos los hombres del Clan, pero dejando que sus acólitos la terminaran y entonces se retiraron a sus sanctasanctórum solos para llevar a cabo ritos que resultaban demasiado secretos inclusive para los acólitos.

Cada uno de ellos, envuelto en una piel de oso, estaba sentado detrás de la calavera de un oso cavernario, Otras calaveras adornaban los nichos del muro En medio de su circulo se encontraba un objeto peludo que al principio Ayla no pudo identificar; pero al hacerlo, sólo su estupor letárgico inducido por la droga impidió que gritara: era la cabeza cortada de Gora.

Observó, presa de un horror fascinado, cómo el Mog-ur del Clan de Norg agarraba la cabeza, le daba vuelta y con una piedra ensanchaba el foramen mágnum, la gran abertura de la espina dorsal; la masa cerebral de Gora, una gelatina de un gris rosado, quedó al descubierto. El mago efectuó ademanes silenciosos por encima de la cabeza, después metió la mano en la abertura y arrancó un trozo del tejido blanco; sostuvo la masa temblorosa en su mano mientras el siguiente Mog-ur hacía lo propio con la cabeza. Aún sumida en su estupor, Ayla sintió una profunda repugnancia, pero se quedó como hechizada viendo cómo cada uno de los magos metía la mano en la cabeza espeluznante y sacaba una porción de la sesera del hombre que había sido muerto por el oso cavernario.

Un mareo vertiginoso, arrollador, puso a Ayla al borde del profundo vacío; tragó para contener el vómito. Desesperadamente se aferró al borde del vacío, pero cuando vio que los grandes hombres santos del Clan llevaban la mano a la boca y comían el cerebro de Gorn, no pudo dominarse; el acto de canibalismo la sumió en un abismo de espacio negro.

 Gritó silenciosamente, incapaz de oírse. No podía ver ni sentir: estaba privada de sensaciones, pero lo sabía. No se había refugiado en un sueño que alivia la mente, el vacío tenía otra calidad, una calidad aterradora, vacua. El temor, un temor dominante la atenazó. Luchó por regresar, pidió ayuda a gritos silenciosos pero sólo para sentirse arrastrada más profundamente. Sintió un movimiento que dejó de sentir e medida que, cada vez más rápidamente, fue cayendo por la profunda infinidad negra, en el vacío negro infinito.

De repente su movimiento inmóvil se fue lentificando; experimentaba una sensación como de cosquilleo dentro de su cerebro dentro de su mente, y un tirón en reserva que le fue sacando poco a poco hasta el borde del orificio infinito. Experimentó sensaciones que le eran ajenas, emociones que no eran suyas. La más fuerte era el amor, pero se mezclaba con una ira profunda y un gran temor, y entonces, una chispa de curiosidad, Con un sobresalto se percató de que Mog-ur estaba dentro de su cabeza. En su mente, sintió los pensamientos de él junto con las emociones de ella y los sentimientos de él. Había una calidad claramente física en ello, una sensación de estar abarrotada pero no de manera desagradable más bien como un contacto más próximo que el contacto físico.

— Las raíces de Iza que alteraban la mente, procedentes de la bolsa roja, acentuaban una tendencia natural del Clan, el instinto había evolucionado en la gente del Clan, para convertirse en memoria. Pero la memoria, si retrocedía lo suficiente, se volvía idéntica, se volvía memoria racial. Los recuerdos raciales del Clan eran los mismos; y una vez exacerbadas las percepciones, todos podían compartir sus recuerdos idénticos. Los Mog-urs adiestrados, habían desarrollado su tendencia natural mediante esfuerzo consciente. Todos eran capaces de controlar de cierto modo los recuerdos compartidos, pero el Mog-ur había nacido con una capacidad única.

No sólo podía compartir los recuerdos y controlarlos sino que podía también mantener el vínculo intacto mientras los pensamientos de ellos avanzaban a través de tiempo desde el pasado hasta el presente. Los hombres de su Clan disfrutaban de una interrelación ceremonial más rica y plena que los de los otros clanes. Pero con las mentes adiestradas de los Mog-urs, él podía establecer el vínculo telepático desde el principio. A través de él, todos los Mog-urs compartían una unión mucho más estrecha y satisfactoria que cualquier unión física: era un contacto entre espíritus. El liquido blanco del tazón de Iza que había exaltado las percepciones y abierto las mentes de los magos a Mog-ur, había permitido que la habilidad especial de éste creara una simbiosis con la mente de Ayla.

El nacimiento traumático que dañó el cerebro del hombre desfigurado sólo había menoscabado una parte de sus facultades físicas no el superdesarrollo psíquico sensible que le impartía su gran poder. Pero el hombre tullido era el último producto final de su especie; sólo él había tomado la naturaleza del rumbo establecido para el Clan, hasta su extremo más completo. No podría haber más desarrollo sin cambio radical, y las características de aquellos hombres habían dejado de ser adaptables. Como la enorme criatura que veneraban, y como otras muchas que compartían su entorno, eran incapaces de sobrevivir a un cambio radical.

La raza de hombres con suficiente conciencia social para cuidar de sus débiles y sus heridos, con suficiente conciencia espiritual para enterrar a sus muertos y venerar a su gran tótem, la raza de hombres con cerebro grande pero sin lóbulos frontales, que no daba grandes pasos hacia adelante, que casi no progresó en unos cien mil años, estaba condenada a seguir el camino del mamut lanudo y del gran oso cavernario. No lo sabían, pero sus días en la tierra estaban contados: estaban destinados a extinguirse. En Creb habían llegado al final de su linaje.

Ay experimentó una sensación parecida a profundo latido de una corriente sanguínea ajena sobreimpuesta a la suya propia. La poderosa mente del gran mago estaba explorando sus circunvoluciones ajenas, tratando de encontrar una manera de armonizarlas. El ajuste era imperfecto, pero encontró canales de similitud, y allí donde no existía ninguno, buscó alternativas y estableció conexiones donde sólo había tendencias. Con una claridad pasmosa, Ayla captó súbitamente que era él quien la había sacado del vacío; pero más aún, estaba impidiendo que los demás mog-urs, vinculados también con él, supieran que ella estaba allí. Apenas podían sentir la conexión de ellos con él, pero no los podía sentir a ellos. También ellos sentían que el Mog-ur había establecido una conexión con alguien —o con algo— pero nunca se les habría ocurrido que fuera Ayla.

Y justo al comprender que Mog-ur la había salvado y seguía protegiéndola, experimentó el profundo sentimiento de veneración con que los magos habían procedido al acto de canibalismo que tanto le había repugnado. No había comprendido, no disponía de medios para comprender que se trataba de una comunión. La razón que inspiraba la Reunión de los Clanes era algo más que todos los clanes allí reunidos; todos ellos sabían de clanes que vivían demasiado lejos para poder acudir a esta reunión; iban a Reuniones de Clan que estaban mas cerca de sus propias cuevas. Y seguían siendo parte del Clan. Todos los miembros del Clan compartían una herencia común, y la recordaban, y cualquier rito celebrado en cualquiera de las Reuniones tenía el mismo significado para todos. Los magos creían estar contribuyendo benéficamente al Clan; estaban absorbiendo el valor del joven que viajaba con el Espíritu de Ursus. Y puesto que eran Mog-urs y puesto que sus cerebros tenían capacidades especiales, eran ellos quienes tenían la capacidad de dispersar el valor entre todos los demás.

Tal era la razón de la ira de Mog-ur, y su temor. Era una tradición muy antigua que sólo los hombres pudieran tomar parte en las ceremonias del Clan. Las consecuencias de que una mujer presenciara una ceremonia, por ordinaria que ésta fuera dentro de cualquier clan, serían que ese clan estaba condenado, Y ésta no era una ceremonia ordinaria. Era una ceremonia de gran significado para todo el Clan. Ayla era una mujer; su presencia sólo podía significar una cosa: una desdicha y un infortunio irreversibles, inevitables para todos ellos.

Y ni siquiera era mujer del Clan. Mog-ur se percataba ahora de ello con una seguridad que no le era posible seguir negando. Desde el momento en que se percató de su presencia, supo que no era del Clan. Comprendió con la misma rapidez las consecuencias de su presencia, pero ya era demasiado tarde. Eran implacables, y él también lo sabía. Pero el crimen de Ayla era tan grande que no muy seguro de lo que debería hacer con ella; ni siquiera una maldición de muerte bastaría.

 Antes de llegar a una decisión, quiso saber más de ella y, a través de ella, más de los Otros.

Se sorprendió al oírla pedir ayuda. Los Otros eran diferentes, pero también tenía que haber similitudes. Sintió que necesitaba saber, por el bien del clan, y sentía una curiosidad superior a lo normal en su especie. Ayla lo había intrigado siempre y quería saber en qué residía su diferencia. Decidió intentar un experimento.

Abriéndose paso en cavidades más recónditas, el poderoso hombre santo —controlando las nueve mentes que se ajustaban a la suya y asentían voluntariamente, además de otra, por separado, que era similar aunque distinta— les hizo volver a todos hasta sus comienzos.

Ayla volvió a sentir el sabor de la selva primitiva y sintió que se convertía en sal caliente. Sus impresiones no eran tan claras como lo demás todo era nuevo para ella, esa sensación de ser y recordar el amanecer de la vida, y sus recuerdos de todo ello eran subconscientes y vagos... Pero sus niveles más interiores, más primitivos, eran los mismos “Los principios fueron los mismos”, pensó Mog-ur. Ella sintió la individualidad de sus propias células y supo cuándo se dividían y diferenciaban en las aguas cálidas y nutricias que todavía llevaba dentro de si. Crecieron y se dividieron y se apartaron, y el movimiento tuvo un propósito. Nuevamente una divergencia, y las suaves pulsaciones de la vida se endurecieron y dieron forma y configuración

Otra divergencia, y conoció el dolor de la primera explosión del aire respirado por las criaturas en un elemento nuevo- Divergencia, y la rica tierra margosa y el verde de un joven verdor, y a esconderse para huir de monstruos aplastantes. Divergencia, y la seguridad al cruzar un abismo sobre un árbol, y de repente calor y sequía y una sequía tan grande que la llevó de nuevo a la Orilla del mar. Divergencia, y huellas de un nexo perdido en el mar, que ensanchó su forma y le quitó el pelo de la piel y cambió sus contornos, dejando a los primeros regresar hacia una forma anterior, más aerodinámica, pero respirando aire y criando a los hijos con leche de su pecho.

Y ahora caminaba erguida sobre dos piernas traseras, dejando las delanteras libres de manipular, y ojos para ver un horizonte más lejano, y el principio de un prosencéfalo. Estaba alejándose de Mog-ur, siguiendo una senda diferente, pero no tan alejada que él no pudiera seguirla desde la suya, casi paralela. Cortó el contacto con los demás, pero ellos estaban suficientemente lejos para seguir su camino. De todos modos casi había llegado el momento de separarse.

Sólo ellos dos seguían unidos, el viejo del Clan y la joven de los Otros.

El había dejado de guiar y no sólo seguía el rumbo de ella sino que ella seguía también el suyo. Ayla vio que la tierra cambiaba del calor al hielo, más profundo y más congelante que el hielo de sus tiempos actuales. Era una tierra muy alejada en el espacio de un gran mar muchísimo más amplio que el mar que rodeaba su península.

Vio una caverna, hogar de algún antepasado del gran mago, un antepasado muy parecido a él. Era un cuadro nebuloso, visto a través del abismo que separaba sus razas. La cueva se encontraba en una muralla abrupta que se abría Sobre un río y una planicie. En la parte superior del risco una enorme roca se destacaba; era una columna larga y ligeramente aplanada de piedra que se inclinaba sobre el borde, como detenida al caer y congelada en aquel lugar. La piedra provenía de un lugar distinto, era de material diferente, bloque errático transportado por aguas turbulentas y tierra movediza hasta alojarse en el borde del risco en que se abría la cueva. El cuadro osciló, pero su recuerdo quedó en ella.

Por un instante sintió un pesar abrumador. Y de repente se encontró sola. Mog-ur no podía seguirla. Ella encontró su propio camino hasta sí misma y un poco más allá. Tuvo una visión fugaz de la cueva, una vez más, seguida de un calidoscopio confuso de paisajes que no estaban hechos al azar por la naturaleza, sino formando diseños regulares. Estructuras como cajas surgían de la tierra y largas cintas de piedras se extendían junto con grandes animales que corrían a grandes velocidades; enormes aves surcaban el aire sin agitar las alas. Entonces más escenas, tan extrañas que ella no las captaba. Todo sucedió en un instante. En su prisa por volver al presente traspasó el momento, adelantó un poco sobre su tiempo hasta donde podría haber una nueva divergencia. Entonces su mente se aclaró y miró desde detrás de la columna a los diez hombres sentados en círculo.

El Mog-ur la estaba mirando, y vio en el ojo profundo y moreno el pesar que ella había sentido. El había forjado nuevas sendas indelebles en la mente de ella, sendas que le permitían ver hacia adelante, pero en su propia mente, no podía forjar sendas nuevas. Mientras ella miraba hacia adelante, él vislumbró no el futuro sino cierto sentido del futuro que era de ella pero no de él. Captó imperfectamente el concepto, pero comprendió el potencial que encerraba y se amedrentó al comprenderlo. Creb era casi incapaz de abstracciones; podía contar, sólo con mucho esfuerzo, hasta poco más de veinte. No podía sumar grandes cantidades ni tener golpes geniales. Su mente, bien lo sabía él, era mucho más potente que la de ella; más inteligente tal vez. Pero su genio era de una índole distinta; él podía identificarse con los comienzos de ambos; podía recordar más y mejor que cualquiera de su antiguo Clan. Inclusive podía obligar a Ayla a recordar; pero en ella, sentía que había la juventud y la vitalidad de una nueva forma. Ella había vuelto a desviarse, y él no.

— ¡Márchate!

Ayla dio un brinco al oír la orden severa, sorprendida de que Mog-Ur hubiera hablado tan fuerte, pero se percató de que no había hablado: ella lo había sentido, no lo había oído.

— ¡Sal de la cueva! ¡Pronto! ¡Márchate ahora!

Salió corriendo de su escondite y corrió por el pasillo. Algunas de las lamparillas de piedra se habían consumido, otras estaban chisporroteando a punto de apagarse. Pero había suficiente luz para guiarla hacia afuera. Ningún sonido salía de las cámaras interiores en que todos los hombres y muchachos dormían ahora sin soñar. Llegó a las antorchas, algunas de las cuales también empezaban a extinguirse, y finalmente salió de la cueva.

Todavía era de noche, pero los leves destellos de un nuevo día comenzaban a insinuarse. La mente de Ayla estaba clara, no quedaba ni huella de la poderosa droga, pero se sentía exhausta. Vio a las mujeres tendidas sobre el suelo, purgadas y vacías, y se tendió junto a Uba. Seguía desnuda, pero no sintió más el frío del amanecer que las demás mujeres que también dormían desnudas.

Pero cuando Mog-ur llegó a la salida de la cueva, después de haber seguido a la joven a pasos más lentos, ella estaba profundamente dormida sin soñar. Cojeó por encima de ella y contempló sus cabellos rubios enredados, tan claramente diferentes de los cabellos de las demás mujeres como la propia Ayla, y una gran pesadumbre se apoderó de su alma. No debería haberla dejado marchar. Debería haberla llevado ante los hombres para matarla allí mismo por su delito. Pero, ¿de qué habría servido? Eso no impediría la catástrofe que su presencia había provocado, no suprimiría la calamidad que el Clan habría de sufrir. ¿De qué serviría matarla? Ayla era sólo una de su especie, y era precisamente a la que él amaba.