ANTES

La transformación llegó cuatro semanas después de la falsa alarma. Aunque los síntomas fueron los mismos, esta vez los ignoré. No quería volver a entrar en la jaula, donde cada hora que pasaba allí sentada me sentía más sucia, asustada, abatida.

El primer síntoma fue una sensación de tirantez en la piel cuando iba de camino a la escuela. El mismo escozor que había sentido durante la falsa alarma. Seguí caminando. No me encontraba muy mal. Cuando fui al baño durante el recreo encontré una pequeña gotita de sangre. Insignificante, como la vez anterior. Pensé que, incluso si aquella era la definitiva, tendría tiempo de sobra de terminar el día en la escuela y volver a casa.

Como la vez anterior, no tenía fiebre. Ni me dolían los dientes.

Estaba en clase de mates. La segunda hora del día. Estábamos haciendo rompecabezas con números. Debíamos dibujar tres formas que se tocaran en tres puntos, y después en cuatro, cinco. Cinco era imposible. Estaba intentando hacerlo cuando sentí el sofoco. Y el escozor empeoró. Después, fuertes pinchazos en el estómago y puntitos brillantes frente a mis ojos. La cabeza me empezó a latir con fuerza. Sentí un dolor intenso en los dientes.

Notaba que algo se removía en mi interior, y conocía el motivo. Tenía que volver a casa.

Me puse en pie.

—Micah, siéntate —dijo la profesora, sin levantar la cabeza.

Volví a dejarme caer en la silla. No pretendía hacerlo, pero parecía como si los músculos de las piernas se hubieran licuado. Sin embargo, cuando bajé la cabeza seguían siendo humanas.

—¿Te encuentras bien, Micah? —La profesora me estaba mirando fijamente.

—No —dije, sorprendida de que mi lengua cooperara. Intenté levantarme de nuevo, sosteniéndome en el pupitre. Los huesos se estaban convirtiendo en cuchillos—. Mi enfermedad.

En mi informe escolar había una nota sobre ella. Todos los profesores lo sabían.

—He de llamar a mi padre.

Creo que eso fue lo que dije, porque un segundo después mi cuerpo empezó a combarse y tuve la sensación de que la columna vertebral intentaba descollar por la nuca.

—He de irme. Llamar a mi padre. Él sabrá qué hacer.

No tengo la menor idea de si las palabras salieron de mi boca o no.

Mientras avanzaba hacia la puerta, metí la mano en mi mochila en busca del móvil. El dolor se estaba extendiendo rápidamente por todo mi cuerpo.

Creía que iba a morirme.

Logré salir de la clase aún no sé bien cómo. Tenía el móvil en la mano. Pulsé la tecla rápida de papá. Le grité que viniera a buscarme. Le dije que intentaría llegar a casa tan rápido como pudiera. La escuela solo estaba a cinco manzanas de casa: una avenida, cuatro calles. Corriendo llegaría antes. Normalmente, solo tardaba unos minutos.

Pero no con los músculos licuados, los huesos readaptándose, el dolor en todas las fibras y células de mi cuerpo.

Continué avanzando: en dirección a la salida, las escaleras, la calle.

No sabía si lo conseguiría, si me transformaría en lobo en mitad de la Primera avenida, a plena luz del día de un jueves por la tarde.

La profesora seguía acechándome, creo. ¿Me había seguido? Tal vez era otra persona. O más de una. Mis ojos no procesaban bien la información. Había menos colores. Rojo. Amarillo. Pero sobre todo rojo. Sin embargo, conocía el camino. Abajo. Sur. Oeste.

Continué avanzando.

Alguien me estaba llamando. Haciendo un esfuerzo por retardar la transformación, me concentré en la respiración, en colocar un pie después del otro y coger un buen ritmo. Creo que conseguí caminar arrastrando los pies. No sé cuántas manzanas recorrí antes de que papá me cogiera en brazos.

Oí gritos, preguntas. Cerré los ojos con todas mis fuerzas.

Cuando papá me metió en el ascensor, tenía los brazos cubiertos de pelo y estaba doblada sobre mí misma. Podía oler su miedo, su sudor. ¿O era el mío?

Jamás he experimentado un dolor semejante. Me metería otra vez en la jaula. No sabía cuál de las dos cosas me daba más miedo.

Cuando papá me metió en el apartamento, en mi habitación, en la jaula, los huesos de la cara pugnaban por salir al exterior. Ya no veía nada. Ni oía nada. Me habían estallado los ojos y los oídos.

Lo siguiente que recuerdo es que era un lobo.

Encerrada en una jaula de dos por uno y más hambrienta de lo que he estado nunca en mi vida.

Papá me dijo luego que no había dejado de aullar durante los veinte minutos que había durado la transformación. Mintió a los vecinos para evitar que llamaran a la policía. No sé qué les contó exactamente, pero a partir de aquel día todos me miraban con una extraña expresión en sus rostros.

Mentirosa
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