DESPUÉS
Quiero más a mi madre que a mi padre, aunque a veces su forma de hablar —fragmentada, poco americana— puede resultar embarazosa. No me da la lata tanto como mi padre. No se pone siempre de parte de Jordan.
Durante el desayuno, mi padre insiste con la cantinela de siempre: la granja. Estamos apretujados en la diminuta cocina, alrededor de una mesa que no es mucho mayor que un pupitre. Apenas hay espacio para los platos. Las bicicletas cuelgan sobre nuestras cabezas porque en el apartamento no hay sitio donde guardarlas. Si me levanto de la mesa demasiado rápido, olvido que están ahí y me doy un coscorrón. Por desgracia, Jordan es aún demasiado bajito para que le ocurra lo mismo. Pero ya crecerá.
Si extiendo el brazo derecho, más allá de Jordan, casi puedo tocar la nevera. Cuando nos sentamos a la mesa de la cocina, ya no puede abrirse la puerta de la despensa. He de sentarme con los pies encogidos porque el procesador de alimentos, la cafetera y la tostadora viven apiñados bajo la mesa.
—Odio a los Mayores —le digo a papá mientras me meto una loncha de beicon en la boca—. Para —le grito a Jordan, quien acaba de golpearme con el codo al retorcerse para recoger la tostada que le ha caído al suelo—. Mocoso.
—Déjala, Jordan —dice mamá—. Lo limpiaré después. No querrás llegar tarde a la escuela, ¿verdad?
—¡Claro que sí! —dice Jordan, y me saca la lengua.
—Pues yo no quiero que llegues tarde. ¡Y deja de moverte y cómete el desayuno! ¡Tienes diez años, no dos!
—No es verdad, Micah —dice papá, ignorando completamente a Jordan y a mamá—. Siempre te lo has pasado genial en la granja.
—No. Siempre me voy a correr y me escondo en algún sitio para no tener que estar cerca de ellos. Ni de mis estúpidos primos. —Mantengo los codos bien pegados al cuerpo para no golpeármelos con la pared ni estamparlos contra la pegajosa boca de Jordan. No es que me importe hacerle daño, pero no quiero pringarme el codo con el viscoso sirope.
—¡Jordan! ¡Para! —Mamá le quita de las manos el sirope de arce.
—Pero es que no me gusta el beicon sin sirope.
—¡Pero si está inundado! Tienes diez minutos para acabar de desayunar. Hemos de irnos. ¡Vite! —Mamá acompaña a Jordan a la escuela de camino a la suya, una muy pija donde da clases de francés. Cada mañana se produce una lucha similar para sacarlo de casa.
—Creo que te sentaría bien pasar un tiempo lejos de aquí, Micah. Después de todo lo que ha pasado. Aire fresco…
—¿Te refieres a…? —Titubeo—. ¿A su muerte?
Papá asiente.
—Sí. Zach era tu amigo. Está siendo muy duro.
—Es un proceso natural —dice mamá—. Deberíamos dejar que pasara por él.
—¡Zach es un idiota! —dice Jordan. Estoy tentada de estrangularlo aquí mismo, sobre la mesa de la cocina. Me encantaría ver cómo le cae la cabeza sobre el beicon empapado en sirope.
—Silencio, Jordan. Debes comportarte como un niño de tu edad —dice mamá. Se levanta con cuidado de la silla, evitando las bicicletas, deja su plato en el fregadero y el sirope de arce en la nevera.
—En la granja hay mucho más espacio —dice papá.
—¡En un ataúd hay más espacio que allí! —Imagino a Zach metido en uno. El beicon pierde su sabor. Estoy masticando polvo.
Papá mira a mamá.
—Debería vivir en la granja.
Me obligo a mí misma a terminarme el beicon.
—Deberían sedarla —dice Jordan.
—Silencio —le advierte mamá.
—Y a ti deberían tirarte por el desagüe —le digo sin ni siquiera mirarle—. Como a los caimanes.
—¡Mamá! —lloriquea Jordan.
—Silencio, por favor. Ya sabes que no lo dice en serio.
Papá me mira. Él sabe que lo digo muy en serio.
—Si no quieres ir no pasa nada —dice mamá con la espalda apoyada en el fregadero—. Pero ¿por qué no te lo piensas un poco? Han pasado cosas bastante… —A veces le cuesta encontrar la palabra adecuada—. Bastante… —Vuelve a interrumpirse, y entonces ve que Jordan está cortando el beicon en trocitos y sumergiéndolos en el lago de sirope—. ¡Para, Jordan! Cómetelo o no te lo comas, pero deja de jugar con la comida. —Vuelve a centrar su atención en mí—. Desagradables. Han pasado cosas bastante desagradables. Tal vez te sentaría bien alejarte por un tiempo. No tiene que ser con los Mayores.
—¿Adónde más podría ir? —dice papá—. ¿Sugieres que la enviemos al Club Med?
—Bueno, ¿podrías llevártela contigo en tu próximo viaje?
Papá y yo cruzamos una mirada.
—¡No! —decimos al unísono.
Mamá empieza a reír.
—No podríais ser más parecidos.
Papá tiene la misma expresión de desconcierto que noto en mi propio rostro. Al darme cuenta, frunzo el ceño aún más.
Mamá se inclina hacia delante por encima de la cabeza de Jordan, encogiéndose para evitar golpearse con las bicicletas, y me da un beso en la mejilla.
—Si no quieres ir a ningún sitio no pasa nada.
—¿Te has tomado la píldora? —pregunta papá.
No me molesto en contestar.