DESPUÉS
Los Mayores insisten más que nunca en que debería ir a la granja. Papá dice que están preocupados. Están convencidos de que necesito aire fresco. Quieren que pueda correr a campo abierto. Ojalá mis padres no supieran lo de Zach.
Desde que desapareció, los Mayores han llamado cada día. Y eso que en la granja no hay teléfono. Tienen que ir hasta la gasolinera y llamar desde allí. A la abuela no le gustan los teléfonos. Dice que le dan picor en las orejas.
Antes solo hablaba con papá y las llamadas duraban el tiempo justo. Llamadas ladrido, las llamaba papá. Ahora solo quiere hablar conmigo.
—¿Micah? —dice casi gritando. Entonces empieza a decirme lo que debería hacer. Ir a la granja y pasar más tiempo con mi familia. Decido no puntualizar que ya estoy con mi familia. Mamá y papá están a mi lado.
La abuela me dice que vaya a la granja, que correr por el bosque es la mejor cura para un corazón roto.
Yo le digo que no tengo roto el corazón. Aún sigue latiendo, la sangre aún fluye a través de mis venas; solo me duele cuando recuerdo que debo respirar.
La abuela no me escucha.
—Un corazón roto puede hacer que languidezcas —dice—. Hasta que no quede apenas nada que enterrar.
Trago saliva. A Zach lo enterrarán. No puedo imaginarlo dentro de una caja, a tres metros bajo tierra.
—Aquí serás mucho más feliz, Micah —dice la abuela—. El bosque te sentará bien. —Voy a mi cuarto con el teléfono pegado a la oreja y cierro la puerta.
—Aquí voy a Central Park —digo. Sostengo el teléfono con muy poca fuerza. Ojalá saliera volando de mis manos. Central Park es donde Zach y yo nos conocimos de verdad. Es nuestro espacio.
—Demasiado domesticado para ti, cariño.
Odio cuando me llama así. No le sienta nada bien. Mi abuela no es muy cariñosa. Ella ordena, jamás convence. Además, Zach no era domesticado. Y tampoco lo es Central Park.
—Aquí puedes aprender muchas más cosas. Te echamos de menos, Micah.
Yo no digo nada. Nunca les echo de menos. A quien echo de menos es a Zach.
—Ojalá tu tío Hilliard estuviera aún con nosotros. Te haría entrar en razón.
El tío Hilliard que recuerdo era taciturno y brusco. No perdía el tiempo haciendo entrar en razón a la gente.
—Tu tía quiere hablar contigo —dice la abuela. Oigo sonidos rasposos al otro lado del teléfono. Voces apagadas. Pego la nariz al suéter de Zach y respiro hondo. Su olor se está desvaneciendo.
—¿Micah? —grita la tía abuela Dorothy—. ¿Eres tú?
—Sí.
—Nos gustaría mucho que vinieras. No tienes que quedarte. Solo una o dos semanas. Para aislarte de todos los problemas.
—No tengo ningún problema —digo dándole una patada al escritorio. El metal resuena.
—Bueno, supongo que no. Pero tu padre cree que necesitas descansar un poco. La muerte nunca es fácil. Sobre todo cuando se es joven.
Suspiro en el auricular para asegurarme de que me oiga.
—¿Y por qué habría de ser más fácil en la granja?
Zach seguirá estando muerto esté donde esté.
—Ya sabes por qué, Micah. Aquí estamos más cerca de la naturaleza. La naturaleza lo arregla todo. —La tía abuela Dorothy siempre dice lo mismo.
La naturaleza también despedaza las cosas en un millón de partes distintas. Las tormentas destruyen, los vientos erosionan, y todo acaba pudriéndose.
—Tengo que ir a la escuela.
—Aún eres joven… eso no es tan importante. Además, si quieres estudiar, podemos ayudarte.
¡Voy al instituto! En estos momentos se decide todo mi futuro. ¿Cómo van a ayudarme a estudiar dos personas que no terminaron el instituto? Están locas si creen que iré a vivir con ellos. ¿Cómo pretenden ayudarme a entrar en la universidad? Si siguen llamando a los vaqueros «pantalones de peto». No saben nada.
Me hablan como si pensaran que nunca iré a la universidad. No creen que sea lo suficientemente lista.
Pero yo sé que lo soy. Mi profesora favorita, Yayeko Shoji, siempre me lo dice.
—Aquí eres más feliz, Micah.
Esa es otra de las cosas que siempre dicen. Pero no es verdad. Creen que estoy hecha de campo, que llevo el bosque en las venas. En realidad, soy una chica de ciudad: alcantarillas, ratas, metros… eso es lo que corre por mis venas.