DESPUÉS
—Cuando te interrogamos el pasado martes —dice el detective Stein—, dijiste que nunca habías hablado con Zach.
—Sí —digo, porque eso es lo que dije. No me gusta que le llamen «Zach». Ellos no le conocían. Deberían referirse a él como «Zachary», como el resto de los adultos que no le conocían.
Es una visita domiciliaria. Aunque nosotros vivimos en un apartamento. En uno muy pequeño. Estamos en la cocina. Mi padre está apoyado en la nevera, junto al detective Rodríguez, quien a su vez se apoya en el fregadero. Están a escasos centímetros de la mesa de la cocina, donde estamos sentadas mi madre y yo, justo delante del detective Stein. Espero que una de las bicis le caiga en la cabeza.
Mamá ha ofrecido a los detectives café, té, zumo y agua. Ellos lo han rechazado todo. Invita a Rodríguez a sentarse al lado de Stein. Rodríguez le dice que no, que prefiere estar de pie. En el otro interrogatorio él estaba sentado y Stein de pie.
Supongo que rechazan toda muestra de hospitalidad para dejar claro que no confían en mí, y por extensión, tampoco en mis padres. Resulta mezquino. Me gustaría poder preguntarles algunas cosas. ¿Dónde encontraron a Zach? ¿Quién le mató? ¿Por qué?
Me miro las manos. Quiero que crean que soy tímida y que estoy asustada. No que estoy cabreada por tener que hablar con ellos. Mamá me coge la mano izquierda y la aprieta con fuerza. Como hizo Yayeko en el primer interrogatorio.
—¿Es verdad? —pregunta Rodríguez.
—¿El qué? —pregunto. Tal vez si creen que soy estúpida me dejen en paz.
—¿Es verdad que Zachary Rubin era tu novio?
—Era el novio de Sarah Washington.
Stein se mueve en su silla y, sin querer, golpea con el pie la tostadora. Un fuerte sonido metálico rebota en las paredes de la cocina.
—Y también el tuyo —dice el detective Stein como si no acabara de hacerse daño en los dedos del pie—. ¿O todos los alumnos que me han dicho eso están mintiendo?
Se inclina sobre la mesa de la cocina. Puedo olerle el aliento. Es un fumador. Ha intentado disimular el olor con algo mentolado, pero la nicotina es más potente. Tiene tres dedos con manchas amarillentas.
—He oído que es a ti a la que le gusta contar mentiras. ¿Es eso cierto?
La pregunta incontestable. Por tanto, no respondo. Me quedo mirando fijamente los dedos de mamá entrelazados con los míos. Tengo que cortarme las uñas. Mamá aumenta un poco más la presión de su mano.
—Eres una mentirosa, ¿verdad, Micah? —me dice Stein entre dientes.
—¿Es necesario que sea tan maleducado, agente? —pregunta mi padre en su tono más cordial, lo que significa que está muy enfadado.
—Detective —dicen Stein y Rodríguez al unísono.
—Detectives, les agradecería que no gritaran a mi hija. Hemos accedido a la entrevista porque queremos colaborar en la investigación. No quiero llamar a mi abogado, pero lo haré si es necesario.
Por lo que sé, papá no tiene abogado.
—Disculpe, señor Wilkins —dice Stein en un tono de voz muy poco convincente—. Intentamos descubrir la verdad.
—Lo sentimos mucho, señora, señor —dice el detective Rodríguez con mayor sinceridad, mirando primero a mamá y después a papá—. Pero hemos de hacer esas preguntas. También podemos realizar el interrogatorio en comisaría. No nos gusta insistir en esos temas, pero esto es una investigación criminal.
Papá abre la boca para objetar, pero Stein se adelanta:
—Micah, ¿era tu novio?
—No —digo. Nunca usamos esa palabra. De acuerdo, alguna vez lo hice, pero solo en mis pensamientos, nunca en voz alta. Zach siempre me llamaba Micah. Miro a papá de reojo; aunque me sonríe tímidamente, sé que no está contento. Mamá vuelve a estrujarme la mano. Me alegro por el consuelo que me proporciona, pero estoy segura de que no seguirá haciéndolo después del interrogatorio.
—¿No era tu novio?
—No. —Siento el impulso de decirles que todo es una mentira que Brandon anda propagando. Asegura que nos vio besarnos en Central Park. Podría decirles que nunca nos besamos. Brandon es un mentiroso. Caigo en la cuenta de que soy sospechosa. No solo en la escuela, también para la policía.
—¿Viste a Zach fuera de la escuela? —Stein tiene las mejillas coloradas. Pretende ponerme nerviosa. Miro a Rodríguez. Es más difícil saber qué está pensando y no parece muy amigable.
Realmente creen que he podido matar a Zach. Muevo la cabeza; un gesto entre un asentimiento y una sacudida. Lo interpretan como un sí.
—¿Por qué no nos dijiste la otra vez que le habías visto fuera de la escuela? —pregunta Stein.
—Era un secreto. Le prometí que no se lo diría a nadie.
—Estoy seguro —dice el detective Rodríguez— de que Zach no se refería a la policía.
Bueno, Zach está muerto, ¿no? Ahora sus intenciones ya no valen para nada. Mis promesas están tan muertas como lo está él. Aun así, sigo sin querer hablar de él. No con ellos.
El detective Stein está inclinado sobre la mesa de la cocina, mirándome fijamente. Es inquietante. Ojalá la mesa fuera más grande. Ojalá la cocina fuera más grande. O que tuviéramos una sala de estar de verdad y no la habitación donde papá y mamá duermen y donde también vemos la tele.
—¿Qué hacíais fuera de la escuela? —pregunta Stein en un tono de voz que implica que debíamos de hacer algo que él desaprueba.
Miro a mamá. Me aprieta la mano con fuerza. Papá asiente y sonríe.
—Corríamos —digo—. Entrenábamos. Me gusta correr.
—Es muy rápida —dice papá con orgullo.
—¿Dónde corríais? —pregunta Rodríguez.
—Sobre todo en Central Park.
—¿Cuándo fue la última vez que le viste?
—El viernes por la noche.
—¿Corríais por la noche? —dice Rodríguez como si fuera poco habitual.
—Mucha gente lo hace —dice papá como si creyera que Rodríguez es un estúpido sin remedio. Es uno de los tonos favoritos de papá. Stein deja de mirarme un instante para mirarle a él. Pero solo un instante. No quiero decirle que no conseguirá ponerme nerviosa porque significaría que lo ha conseguido.
—¿Entonces corríais juntos? ¿No hablabais ni ibais a tomar algo?
—Corríamos —digo. No sé qué podría haber tomado con Zach. Pero sé que no importa. No quiero ni pensar que puedan creer que maté a Zach.
—¿A qué hora dejasteis de correr aquel día?
—No estoy segura —digo—. Puede que a las nueve o a las nueve y media.
—¿Hicisteis algo distinto aquella noche? —pregunta Rodríguez.
—No —digo—. Hicimos estiramientos. Esprintamos. Y después hicimos fondo. Algo más de quince kilómetros.
—¿Quince kilómetros? —pregunta Stein—. ¿A qué hora empezasteis?
—Sobre las ocho y media.
—¿Empezasteis a correr quince kilómetros a las ocho y media y terminasteis a las nueve y media? ¿A qué ritmo? ¿Seis minutos por kilómetro? —pregunta. Cree que estoy mintiendo. Nunca miento sobre eso.
¿Seis minutos? Estoy tentada de decirle que casi nunca paso de los cinco. Pero a papá no le gusta que alardee. Además, si saben lo rápido que corro, eso les hará sospechar aún más de mí.
—Llevábamos mucho tiempo entrenando —digo.
—Ya les he dicho que es buena —dice papá.
—Nos estábamos preparando para los cuarenta y dos —añado.
—Es la distancia de la maratón —explica papá para demostrar hasta qué punto cree que son estúpidos—. Cuarenta y dos kilómetros, ciento noventa y cinco metros. —No me está ayudando mucho.
—Cuando acabasteis de entrenar aquella noche —dice Rodríguez—, ¿qué hiciste?
—Volver a casa.
—¿Volvisteis juntos?
—No —digo, aunque sí lo hicimos—. Zach vive… vivía en Inwood, y yo, en la otra punta.
—¿Y esa fue la última vez que le viste? —pregunta Rodríguez.
—Sí.
—¿Parecía disgustado? —pregunta Rodríguez, intentando fingir preocupación.
—No.
—¿Te dijo si había quedado con alguien?
—No. Me dijo que se marchaba a casa. —No solo lo dijo. Corrí a su lado cada centímetro del trayecto desde el parque hasta Inwood.
—¿Alguna vez te dijo si tenía miedo de alguien? —quiere saber Stein.
—No. Nunca. Creo que no le tenía miedo a nada.
—¿Ni a nadie?
Niego con la cabeza. Ni siquiera tenía miedo de mí, y eso lo convertía en alguien distinto al resto de los chicos de la escuela. La mayoría me tiene tanto miedo que ni siquiera es capaz de mirarme a los ojos. Es como si creyeran que mis mentiras son contagiosas. O que al mirarme se convertirán en un monstruo como yo.
—¿Cuál era su estado mental cuando os separasteis? —pregunta Rodríguez.
¿Estado mental? Tengo ganas de burlarme de él, pero es un policía que cree que maté a Zach.
—Estaba cansado. Agotado. Pero parecía contento. No sabía que sería la última vez que iba a verle. —Tengo que concentrarme para mantener la voz calmada. No puedo llorar delante de ellos.
—¿Y fue la última vez?
—Sí —digo—. Ya se lo he dicho.
—Tenemos un testimonio de otro alumno que asegura que le viste el sábado por la noche. O mejor dicho, el domingo por la mañana.
Sarah. Tiene que haber sido ella. ¿Por qué le mentí sobre eso? Porque quería que se sintiera mal, que creyera que yo fui la última que le besó, no ella.
—No. Puede preguntárselo a mis padres. Estuve en casa todo el sábado. Y también el domingo.
Rodríguez mira a papá.
—Sí —dice papá. Mamá asiente—. Micah estuvo castigada el fin de semana.
—¿Por qué? —pregunta Rodríguez.
Papá duda un instante y mira a mamá.
—No —dice mamá finalmente—. No podemos decírselo.
Me castigaron porque me descubrieron besando a Zach. Una de sus muchas normas es no salir con chicos hasta que acabe el instituto. Jordan no tendrá que respetar esa norma; él no tiene la enfermedad familiar.
—Es una cuestión privada. Solo para la familia —dice mamá.
Stein y Rodríguez no parecen muy convencidos, ni impresionados.
—Podemos continuar la conversación en la comisaría. Tengo la sensación de que deberíamos interrogarlos a los tres.
—De acuerdo —dice papá—. Micah cogió dinero de mi cartera y después mintió cuando se lo pregunté.
Genial, pienso, ahora papá está mintiendo al decir que mentí y me está acusando de ser una ladrona. Eso me ayudará mucho. Mamá le clava una mirada de hielo.
—Isaiah —susurra.
—¿Cómo sabe que fue ella?
—La vi —dice papá—. Queríamos saber qué decía cuando le dijéramos que me había desaparecido dinero.
—Entonces, ¿los dos confirman que su hija es una mentirosa?
Bueno, ellos mismos se habían metido en aquello.
—A veces —dice papá, intentando quitarle hierro al asunto—. ¿No lo son todos los críos? Intentamos corregirlo. De ahí el castigo.
—¿Has dicho la verdad hoy, Micah? —pregunta Stein.
—Sí, señor —digo—. Toda la verdad.
—Porque si descubrimos que nos has estado mintiendo, las consecuencias serán mucho peores que pasar un fin de semana sin poder salir de casa. ¿Lo entiendes?
Asiento.
—Sí, lo entiendo.
Rodríguez tose.
—Sospecho que volveremos a hablar contigo —dice—. Mientras tanto, si recuerdas algo, por insignificante que te parezca, llámanos. —Rodríguez extiende el brazo para entregarme su tarjeta. La dejo sobre la mesa, sin dejar de observarla. Tal vez no sospechen de mí, después de todo.
Stein se pone de pie y se golpea la cabeza con la bicicleta de papá. Suelta un taco.
Papá baja la cabeza y mamá se muerde el labio. Rodríguez sonríe brevemente. Soy la única que no siente ningunas ganas de reír.