El paradero de las alondras.
Zwei Lerchen nur doch steigen
nachtraumend in den Duft.
Joseph von Eichendorff, In Abendrot
¿Monotonía de los paraderos? A nosotros nos parecen cada vez más variados, los sentimos y vivimos como a microcosmos en los que nuestra cápsula roja aterriza cada día como en planetoides ignotos. Por ejemplo el de La Coucourde, a la altura de Montélimar, es un pequeño país en sí mismo y además es el país de las alondras, el primero que encontramos desde París. Suponiendo que sean alondras, claro, porque no somos fuertes en pájaros. La Osita reserva su opinión pero yo estoy convencido por razones sobre todo cordiales. También entra en juego la poesía y sobre todo la música, como se verá, y recuerdos de infancia. Desde luego que en mi infancia suburbana no hubo alondras, pero alguien de la familia decía que la alondra canta sobre todo mientras vuela, al revés de casi todos los otros pájaros, y esa peculiaridad le daba un prestigio especial en mi imaginación; además se hablaba mucho de alondras en El Tesoro de la Juventud, que era mi reserva inagotable de realidad.
Los turistas no encontrarán más que espacio en La Coucourde, pero las alondras han hecho de él su paraíso.
En el paradero de La Coucourde, enorme y despejado y donde acampamos con todo el cielo abierto sobre Fafner, desde esta tarde ese cielo está lleno de pájaros que trepan y trepan cantando, suben a lo más alto y siguen cantando, enfrentan el viento con un maravilloso temblor de las alas y cantan, y después descienden cantando y se posan en los árboles y todavía cantan, cantan todo el tiempo y son desde luego alondras, aunque en el fondo a lo mejor no pero qué puede importarme mientras escucho con delicia cantar en el espacio a las alondras.
Lo que pasa con las alondras es que siempre han provocado discusiones, y aunque no tengo aquí mi Shakespeare en edición de Oxford (Fafner tiene sus límites, pobrecito), me acuerdo por ejemplo de la noche de amor de los amantes de Verona, y el diálogo entre Julieta y Romeo sobre si el pájaro que canta cerca de la ventana es un ruiseñor o una alondra. Aquí en La Coucourde no hay ruiseñores, es seguro, de manera que las que vuelan y cantan en torno de nosotros son alondras; parece una conclusión bastante shakespiriana.
La autopista hierve de viajeros, pero en ha Coucourde reina el vacío y la soledad para los felices exploradores.
Tendido boca arriba en mi Horror Florido, sigo a una alondra en su ascenso. Gana altura en amplios círculos, pequeña y parda y feliz, sube cantando y su canto es lleno, no muy variado pero constante y rico en color, parece nacer de una alegría incesante como si la alondra y su vuelo no tuvieran otra razón de ser que ese canto ininterrumpido, esa celebración de la vida por sí misma, sin razones ni ontologías, sin infiernos ni cielos. Ya casi un punto en el espacio, permanece inmóvil contra el viento, temblándole las alas en una suspensión cristalina de donde brota el canto y baja prodigiosamente hasta aquí. Esa mínima garganta, ese cuerpecito frágil, ¿cómo pueden ser la fuente de una música exhalada a cientos de metros de altura y que viene a posarse con tanta nitidez en mis oídos casi incrédulos?
Los «caballeros teutones», siempre un poco amenazadores para quienes se sienten vigilados…
… por fuerzas extrañas. Solitario, un «caballero teutón» cuida las colinas.
En ese instante de contacto, de perfecta empatía, me invade el recuerdo del poema sinfónico de Vaughan Williams, The Lark Ascending. No puedo escucharlo aquí, por las mismas razones que no puedo leer a Shakespeare, y me es imposible comparar su línea melódica con la que ahora baja del cielo, pero su título me confirma que la alondra canta mientras sube, que asciende llevada por su propia música como creo que ningún otro pájaro.
Y luego baja dulcemente, casi sin ganas, para descansar en una rama, y Carol la ve con la forma de un fénix, el cuerpo curiosamente curvado hacia abajo, hipocampo del aire, las alas batiendo cada vez más pausadamente hasta convertirse en un pajarito insignificante en la rama, un bichito que ya parece un gorrión o un tordo. Ah, cómo me gustaría tener aquí a Shelley (¿no es de él To a Skylark?), pero está dicho que en La Coucourde me faltarán todos los amigos ingleses. No importa, son alondras, y éste es el único paradero de la autopista con alondras, reserva elegida por ellas porque el cielo es alto y ancho, y tal vez porque un día íbamos a llegar nosotros para celebrarlas y las alondras no son otra cosa que eso, celebración incesante, como lo somos nosotros a nuestra manera más oscura, con palabras que también quisieran ser música, ser alondras.