Donde se procura explicar, como si ello fuera posible, la felicidad.

Esa vieja obsesión que vuelve otra vez, leitmotiv de las alegrías y las inquietudes: el mundo no tiene dimensiones. En esas ya lejanas clases de química en la que nos explicaban pacientemente que el volumen de los gases está determinado por su continente, ¿por qué no agregaban nunca lo esencial de la explicación, es decir que tampoco el continente puede tener dimensiones eternamente fijas, que nada impide intentar la unión del infinito por las dos extremidades?

De cuando en cuando hay que lavar la ropa…

… y también eso se comparte.

Los paraderos no escapan a la regla. Dos veces seguidas no hemos podido reprimir un breve «oh» de decepción al descubrir el terreno en el cual debemos vivir durante algunas horas o toda una noche. Una cinta de asfalto, en cierto modo gemela de la que sigue en línea recta hacia Lyon y Marsella, con la diferencia de que de este lado los vehículos están inmóviles y del otro —del que casi nada nos separa— corren a toda velocidad. Una especie de entrada de garage, pues, salvo que en lugar de llevar a él nos proyecta de nuevo y sin verdadero cambio de dirección ni de paisaje en la autopista. Pero no por eso vamos a renunciar a las reglas del juego. Con la misma rapidez de siempre alzamos el fuelle de tela que forma el techo, instalamos las reposeras sobre la parte metálica que lo completa, verificamos el nivel horizontal del refrigerador y, como haciéndole un corte de mangas a la fealdad del paradero, abrimos la cama y tendemos las sábanas, prontos a una venganza más bien íntima. Ya no vemos autos, ni siquiera el Super-tren TGV que pasa como un avión a reacción a muy pocos metros de Fafner. Ahora hay un aposento cuya luz tamizada va bajando a medida que el cielo se cubre y que empiezan a gruñir los truenos. Un aposento que se transforma en uno, en todos los refugios clandestinos del amor. El cielo se oscurece cada vez más, la lluvia golpetea en el techo, pero nosotros ya estamos lejos; y la llama piloto del refrigerador, si alcanzáramos a verla, podría muy bien ser el fuego de una chimenea en una gran cámara medieval escocesa en la que hubiéramos buscado refugio ante la proximidad de la tormenta. Fafner se abre como nos abrimos nosotros el uno al otro, deja de ser ese espacio simpático pero estrecho en el que hay que calcular los gestos y los movimientos para no golpearse un codo o darle un puntapié al otro o volcar la caja de huevos o el transistor. No: se despliega, campo inmenso y vibrante; cómplices son estos tabiques que ceden a nuestros gestos sin romperse, y asociado íntimo este techo que se alza infinitamente cuando nuestros deseos exigen más lugar del que Fafner puede ofrecernos normalmente. Ya más de una vez habíamos comprobado que nuestros abrazos no lo dejaban indiferente. Hace algunos años pusimos en la cuenta de su juventud y de su inexperiencia el único desliz que le conocimos: buscando sin duda vivir las cosas de la misma manera que nosotros, se dejó llevar con un tal arrebato a su goce que la puerta trasera se abrió de un solo golpe y bruscamente nos encontramos bajo las estrellas en el momento más inesperado.

Pero el dragón ha madurado después de eso, y pienso que las puertas no volverán a abrirse bajo el impulso de su alegría. Este largo viaje en el que nada nos impide buscarnos constantemente lo ha apaciguado y agrandado. No podemos negar que se llena, se extiende, se colma de deseo, ofreciéndonos una resistencia allí donde la buscamos, protegiéndonos de miradas indiscretas y al mismo tiempo haciéndose muy pequeño en torno de nosotros, quizá para sentir mejor el mínimo estremecimiento del deseo que irrumpe. Quizá, también, para mostrarnos que en esas condiciones el espacio carece efectivamente de límites.

El producto final de un valiente esfuerzo.

Como tantas veces ya, la primera ojeada resulta ser engañosa. Lo que nos había parecido un alto concebido sobre todo para las vejigas impacientes y, en el peor de los casos, para que los conductores pudieran cambiar un neumático con menos riesgo que en la autopista, nos revela sus secretos después de la siesta, bajo un sol cálido y franco.

Del lado más alejado de la autopista (es decir, a cuatro o cinco metros), Julio descubre una mínima hondonada, un rinconcito de verdura en la que podemos instalar las reposeras, leer y beber nuestro aperitivo. Aunque la autopista de los demás parece terrible y hasta peligrosamente próxima, poco a poco nos damos cuenta de que está siempre muy lejos, que ya no podrá alcanzarnos como lo temíamos al comienzo de la expedición. O bien la locura se agrava, o realmente entramos poco a poco en este espacio sin límites gracias al cual y más allá de las primeras apariencias se dibuja una segunda realidad que nos permite decir, exhaustos y fatigados y felices, mientras Julio nos sirve borgoña blanco muy helado a las cinco de la tarde, y mirándonos con una sonrisa llena de serenidad:

—¡Qué bien estamos aquí!