Donde la Osita también juega a su manera.
Vistas desde la altura de la infancia (o al menos vueltas a ver en el recuerdo de esa altura) en la que jugar es una obligación, las reglas que todo lo determinaban parecían existir desde tiempos inmemoriales, y si uno se aventuraba a hacer notar que alguien había tomado a su cargo el inventarlas… ¡atención, niño subversivo! Entrar en el juego —cuando no se trataba de juegos de fantasía, yo seré el rey y tú él indio, pues ahí sí las «reglas» fluctuaban al ritmo de la imaginación, pero sólo las amistades muy sólidas sobrevivían a ellas—, era quizá el aprendizaje menos doloroso de esa pérdida de libertad que asociamos (¿inútilmente?) al hecho de crecer, de «vivir en sociedad» donde las reglas son no menos arbitrarias, por lo menos en gran parte (barrera protectora de lo cotidiano, ¿quién ha decidido que todo tiene límites?), que las de la rayuela (¿no se podría jugarla en redondo, incorporarla a los árboles, a los rascacielos, o ampliar los límites del dibujo cuando el tejo cae a un costado?).
Reglas inamovibles, y nadie sabía por qué. Había que buscar circunstancias realmente excepcionales (o jugar solo) para poder modificarlas; jugar a la rayuela en la pendiente de una colina, por ejemplo, permitía al menos agregar reglas inventadas —si la piedra rueda a la derecha, una vuelta de menos, si a la izquierda, se puede saltar más allá, y si una pequeña avalancha se lleva todo, el primero que llega a casa gana—, y cambiar el mundo.
Una manera de obligar a hacer trampas, quizá, que era la única puertecita de los juegos. Pero los juegos de la transgresión misma, ésos se jugaban solitariamente. Cierto, había las transgresiones menores que todo el mundo esperaba, los adultos en primer lugar, y que podían compartirse con los amigos. ¿Pero la transgresión profunda, íntima, constante, esa libertad muy pronto asumida de rehusar el mundo en caso necesario? Lo más delicioso era que nadie sabía nada. Sólo más tarde aprendimos a establecer con toda libertad nuestros propios juegos con sus reglas mudas y esenciales. Para dar un sentido a las cosas, cuando era necesario. Esqueletos de algunos caminos que sin ellas sólo serían imaginación estéril o nada. Este viaje, sin sus reglas, no pasaría de una estupidez (recorrer el país entre París y Marsella sólo tiene un interés turístico, mientras que hacer el viaje…). ¿Pero hay que creer que una regla pierde su fuerza por haber sido transgredida?
¿Fue por perversidad que me sugeriste que diera una vuelta allá donde se alzaba el árbol perfumado? La puertecita estaba entreabierta; del otro lado un pequeño sendero, tres casitas, una casilla de perro y una cuerda de la que colgaban una sábana y dos o tres camisas. Tarjeta postal del año 2050: Vista del suburbio en el último cuarto del siglo pasado.
¿Fue por eso que corrí a través del campo hasta llegar al auto? Pero de ninguna manera porque esa puerta me diera miedo. Y la manzana la partimos en dos a la hora del almuerzo.
DIARIO DE RUTA Martes, 25 de mayo
Desayuno: naranjas, magdalenas, café.
8.34 h. Partida con un tiempo magnífico.
8.44 h. Paradero: AIRE DE VILLIERS.
Orientación de Fafner: Proa al sur.
Estacionamos en una de las dos franjas paralelas a la autopista. Hacia la derecha, vasta superficie arbolada donde abundan; mesas/bancos/megalitos (rocas de la zona de Fontainebleau)/rocas grabadas (más bien modernas, pero nunca se sabe)/pendientes/senderos ondulantes/pinos/pájaros/etc. Es el parking más bello hasta este momento. A la distancia, valles y colinas. Más cerca, gran número de turistas ingleses que hasta ahora superan de lejos a los belgas, cosa sorprendente.
11 h. ¡Gran asombro! Llega Nicole Adoum, en viaje a Suiza. Nos trae cerezas y cariño.
Almuerzo: Ensalada de atún, ajíes, tomate y cebolla, queso, crema, café.
Carol va a distribuir los restos del pan a los pájaros, y oye nuestro primer cuclillo.
15.40 h. Partida.
15.50 h. Paradero: AIRE DE NEMOURS.
Orientación de Fafner: E.N.E.
Dormimos en el hotel.
Cena: biftec con papas fritas, café (en el hotel).