Jardineros.

Según el mapa oficial de la autopista, en este paradero no hay nada, aparte de su función de «zona de descanso». Basta instalarse para descubrir que no sólo los viajeros lo ocupan durante la breve pausa de un picnic o del W.C.; una población más estable se mueve en su territorio, entregada a tareas de remodelamiento y de ampliación. Jóvenes obreros completan canteros de tierra fresca, y en el momento de instalar a Fafner cerca de un bosquecito propicio, vemos a dos de ellos que repiten el eglógico gesto de sembrar al voleo lo que suponemos serán semillas de un futuro césped. Más tarde otro trabajador llega para levantar las piedras que el arado dejó en descubierto; con movimientos pausados y llenos de una antigua gracia, se inclina para alzar las piedras, las junta en una brazada segura, y va a echarlas en un montón que crece poco a poco. Desde mi atalaya —una mesa de piedra donde almorzamos a la sombra saboreando la fragante ensalada de garbanzos y cebollas preparada por Carol— veo esta escena a la vez fuera del tiempo y mezclada con el paso vertiginoso de autos y camiones por la autopista que apenas esconde un talud herboso.

Cada vez más sumidos en este interregno en el que cosas y tiempos se difunden, se confunden, a veces se funden, ¿qué relación persiste entre esa carrera en la que sólo cuenta lo que aún no se ha alcanzado, ese más allá que concentra y petrifica la mirada de los conductores, y este eterno tema de la primavera y la germinación, este gesto fuera de la historia con el que los jóvenes trabajadores lanzan a la tierra puñados de semillas?