Donde el Lobo juega con fuego.

Primeros signos del azar en el paradero de Archéres-la-Foret. Por un lado el mensaje que nos viene del Tarot (Carol oficiante, los dos medio asustados), y que no puede ser más alentador. Cuando di vuelta a las tres cartas y vi el Carro de Hermes, supe. Todo lo que proviene de ese dios sutil me ha guiado siempre en la vida, y si ser de Virgo no es precisamente cómodo en muchos planos, en otros lo mercurial, lo gris, lo introvertido me han ido dando algo así como itinerarios de topo a plena luz, de pasaje allí donde muchos Toros o Capricornios se hubieran roto los cuernos. Ahora sé que vamos a llegar a la meta, que Hermes se divertirá un poco a costa de nosotros, pero a la vez nos irá abriendo paso, señor de las rutas, protector de viajeros.

Por otro lado, un signo fragante a las cinco y media de la tarde. Considerablemente deprimido por la versión española de un libro de viaje de Werner Herzog, fui a ventilarme al norte del parking, donde un terreno baldío lleno de florecitas augúrales lleva a un camino asfaltado que sube hasta un pabellón reservado sin duda al encargado de este paradero particularmente importante y lleno de servicios de garage, tienda con productos a veces insólitos (¿usted compraría un televisor en la autopista?) y otras facilidades que no siempre descifro bien.

Cuando llegué a lo alto del sendero, el perfume de un arbusto lleno de flores blancas fue como una voz diciéndome: «Ves, esto ya no es el olor de la autopista, aquí se entra en otro mundo». Pero no se trataba de entrar sino de salir, y eso era a la vez el signo y la tentación: casi increíblemente, en este microcosmos cerrado que une a París con Marsella, en esta interminable sucesión de ochocientos kilómetros de alambrados, taludes, paredones, setos agresivos y otras murallas chinas de fabricación francesa, en este paradero prácticamente inicial, virginal de nuestro viaje, me encontré delante de un portón cerrado con cadena y candado pero ofreciendo a la vez y por razones que nunca comprenderé un pasaje que tenía algo de entrada a un laberinto, una incitación a franquearlo, a doblar un primer codo y luego un segundo que se abría a un sendero de tierra entre los cultivos del otro lado, y al fondo la visión de una aldea a menos de un kilómetro.

Tan claro, tan grosero casi. Una vez más, la Tentación. Ni árbol ni serpiente ni manzana, pero la invitación a franquear el pasaje y violar, sin que nadie lo supiera, la regla del juego, por nada, por el placer de avanzar diez o veinte metros y volver a nuestro territorio. Por joder, como dicen los jodones. Para no decírselo a Carol, por ejemplo, guardarme para mí esa transgresión como nos guardamos casi todas. O decírselo, para ver. Sí, era un signo pero, a diferencia del Tarot, un signo invitándome a ejercer mi libertad.

Mientras volvía (¿la ejercí en un sentido o en otro? Decida usted), pensé una vez más en tanto que homo ludens, me sentí como agradecido de no haber cambiado, casi al final de la vida, en ese plano que tantos otros sustituyen por la seriedad o las acciones al portador. Me acordé de los juegos a los ocho, a los diez años: esto se puede, esto no se puede, sin explicaciones ni reflexión, el tiempo de los barriletes empezaba en tal mes y nadie, en los potreros de Banfield, mi pueblo de infancia, hubiera pensado en remontar el suyo antes de esa fecha inicial que tampoco nadie conocido había fijado, antes o después de ese período que se abría y cerraba en obediencia a una tradición ignota. Me acordé de las reglas de la rayuela, de la mancha, de la bolita, y el ingreso paulatino en otras reglas que me iban encerrando en el mundo de los mayores, las del ludo, las damas, el ajedrez: No-se-puede-enrocar-estando-en-jaque, pieza-tocada-pieza-jugada, todo estatuido, fatal y perfecto como dos y dos son cuatro o las campañas libertadoras del general San Martín. Así como hoy, y los otros 32 hoy que nos faltan, no-se-puede-salir-de-la-autopista. Oh sí, era un buen signo, me ha hecho bien encontrármelo cómo envuelto en el perfume del arbusto de flores blancas. Gerontología de verdad, sentir de nuevo «que veinte años no es nada», y muchos más de veinte, compadre.

Un poco perdido entre tanto entusiasmo turístico, Fafner alza lo más posible su fuelle para que lo veamos desde lejos.