Donde el paciente lector asistirá a la presentación sucesiva de los protagonistas de la expedición, y conocerá sus características y rasgos más notables.
1.
Los autores suelen dialogar entre ellos o aludirse recíprocamente a lo largo de este diario de viaje. Como es natural se llaman por sus nombres de pila pero también, como es todavía más natural, se valen con frecuencia de sus nombres más íntimos, que confían ahora al lector dado que les parece justo confiarle todo lo que se refiere a la expedición y a la vida personal que la sustenta. Así no tardarán en aparecer referencias a la Osita y al Lobo, y en el caso de este último hay incluso un fragmento de un Manual de los Lobos que la Osita preparaba para su placer pero también para que el Lobo fuera menos tonto que de costumbre y conociera algo mejor tantas cosas que sólo las Ositas conocen de verdad.
A nuestro vehículo Fafner, se le llama con frecuencia Dragón. A vuelta de página se dan detalles de su naturaleza telúrica, pero aquí es bueno decir que nuestra triada no sólo se servía de sus nombres silvestres por razones de afecto e intimidad, sino porque a lo largo de la expedición se fue identificando cada vez más con los bosques, los prados y los animales del mundo más secreto de la autopista. Era nuestro lado cuento de hadas, nuestra ecología inocente, nuestra felicidad en pleno fragor tecnológico, que anulábamos queriéndonos.
2.
Este breve pero necesario capítulo es una auto-cita (palabra particularmente apropiada dado el tema de que trata) extraída de un texto escrito hace años y que se titula Corrección de pruebas en Alta Provenza.
Y así, cada tanto dejo de trabajar y me voy por las calles, entro en un bar, miro lo que ocurre en la ciudad, dialogo con el viejo que me vende salchichas para el almuerzo porque el dragón, ya es tiempo de presentarlo, es una especie de casa rodante o caracol que mis obstinadas predilecciones wagnerianas han definido como dragón, un Volkswagen rojo en el que hay un tanque de agua, un asiento que se convierte en cama, y al que he sumado la radio, la máquina de escribir, libros, vino tinto, latas de sopa y vasos de papel, pantalón de baño por si se da, una lámpara de butano y un calentador gracias al cual una lata de conservas se convierte en almuerzo o cena mientras se escucha a Vivaldi o se escriben estas carillas.
Lo del dragón viene de una antigua necesidad: casi nunca he aceptado el nombre-etiqueta de las cosas y creo que eso se refleja en mis libros, no veo por qué hay que tolerar invariablemente lo que nos viene de antes y de fuera, y así a los seres que amé y que amo les fui poniendo nombres que nacían de un encuentro, de un contacto entre claves secretas, y entonces mujeres fueron flores, fueron pájaros, fueron animalitos del bosque, y hubo amigos con nombres que incluso cambiaban después de cumplido el ciclo, el oso podía volverse mono, como alguien de ojos claros fue una nube y después una gacela y una noche se volvió mandragora, pero para volver al dragón diré que hace dos años lo vi llegar por primera vez subiendo la rue Cambronne en París, lo traían fresquito de un garage y cuando me enfrentó le vi la gran cara roja, los ojos bajos y encendidos, un aire entre retobado y entrador, fue un simple click mental y ya era el dragón y no solamente un dragón cualquiera sino Fafner, el guardián del tesoro de los Nibelungos, que según la leyenda y Wagner habrá sido tonto y perverso, pero que siempre me inspiró una simpatía secreta aunque más no fuera por estar condenado a morir a manos de Sigfrido y esas cosas yo no se las perdono a los héroes, como hace treinta años no le perdoné a Teseo que matara al Minotauro. Sólo ahora ligo las dos cosas, aquella tarde estaba demasiado preocupado con los problemas que iba a plantearme el dragón en materia de palanca de velocidades, alto y ancho muy superiores a mi ex Renault, pero me parece claro que obedecí al mismo impulso de defender a los que el orden estatuido define como monstruos y extermina apenas puede. En dos o tres horas me hice amigo del dragón, le dije claramente que para mí cesaba de llamarse Volkswagen, y la poesía como siempre se mostró puntual porque cuando fui al garage donde tenían que instalar la placa definitiva y además la inicial del país en que vivo, me bastó ver al mecánico pegándole una gran F en la cola para confirmar la verdad; desde luego que a un mecánico francés no se le puede decir que esa letra no significa Francia sino Fafner, pero el dragón lo supo y de vuelta me demostró su alegría subiéndose parcialmente a la acera con particular espanto de una señora cargada de hortalizas.
3.
Donde se verá que the last but not the least no participó personalmente en la expedición, pero que su preciosa contribución confirma, si ello fuera todavía necesario, el carácter atemporal y extraespacial de nuestro viaje fértil en prodigios.
Apenas terminada nuestra denodada gesta —que todavía no ha empezado para el lector a quien le pedimos humildemente que tenga paciencia—, Fafner tuvo derecho a un reposo bien merecido mientras Carol y yo partíamos rumbo a Nicaragua donde debía reunírsenos el hijo de la Osita, que vive en Montreal con su padre. Los alegres catorce años de Stéphane Hébert, su vocación de baterista de rock, su gracia adolescente se sumaron a nuestra felicidad en unas vacaciones tropicales en las que nuestra expedición seguía presente en el recuerdo como un eco un poco nostálgico.
Stéphane descubrió así nuestros borradores y los negativos y contactos de las fotos del viaje. Carol, que conocía su gran talento de dibujante, le propuso que se convirtiera en nuestro cartógrafo ex post facto. Tal vez Stéphane no comprendió esta expresión latina, pero sacó en seguida sus lápices y su cuaderno de dibujo, y se puso a imaginar cada uno de los paraderos a partir de nuestros textos, explicaciones de viva voz, anécdotas y fotografías.
Los exploradores, cuya severidad en la materia puede imaginar fácilmente el lector, se maravillaron del rigor científico que este adolescente aportaba a su trabajo, y decidieron incorporar sus relevamientos a la documentación general del viaje. Así, y aunque ausente de hecho, Stéphane Hébert es aquí una presencia tan manifiesta como la de Fafner o la nuestra.