De la lucha titánica que libraron los exploradores contra un enemigo cuyas armas son el silencio y las tenazas.
Jamás pretenderemos que esta expedición, por más riesgos y azares que presente, pueda compararse a la que Werner Herzog imaginó (o sea, puso en imágenes) en Aguirre, o la cólera de los dioses. Aquí no hay indios ni flechas untadas con curare, y mucho menos monos; para decir toda la verdad ni siquiera hay españoles como en la película, porque en este viaje lo único que vamos encontrando hasta ahora son ingleses en cualquier cantidad, seguidos de cerca por alemanes y belgas, todo eso aparte de los aborígenes que de alguna manera dan la impresión de borrarse frente a este aluvión internacional. Si analógicamente pensamos que los franceses son los indios de esta autopista, hay que reconocer que proceden con suma discreción y que tienden a hacer pipí lo más rápido posible, comer un sandwich y volver a sus piraguas Renault o Talbot como si lo que pasa afuera los aterrara considerablemente. Madre querida, ¿siempre han viajado así? ¿Cómo hizo Jacques Cartier, oh dioses? ¿Y Bougainville? Estas gentes vernáculas que encontramos en los parkings no parecen capaces de descubrir ni siquiera un café en el barrio latino; es cierto que también ahí los espantaría la clientela de variados metecos que planta sus pendones en dichos lugares de esparcimiento. Por todas esas razones y a manera de síntesis, podemos concluir que nuestro lento avance del septentrión al meridión se cumple sin aviesas emboscadas, trampas letales, ingreso inoportuno de leopardos, serpientes u otras de las muchas calamidades que llevaron a Lope de Aguirre a matar a todo el mundo, su hija incluida, antes de perderse en el Orinoco envuelto en mosquitos y monos.
La mirada que anuncia algún descubrimiento científico de importancia.
Sí, pero tal vez sería el momento de hablar de las hormigas.
Como todo el mundo sabe, la hormiga es un animalito encantador cuando uno se lo encuentra evolucionando sobre una mesa o tratando de escalar el tobillo de nuestra tía. Habría que ser infame para ensañarse contra una hormiga, que sólo nos morderá si tratamos de apretarle la cabeza entre los dedos. A nadie aprecio más que a una hormiga, insecto paradigmáticamente laborioso, Maeterlinck, Fabre, etc. El único problema es que, como los nazis y los fanáticos del rock’n roll, las hormigas no vienen nunca solas sino en avasalladoras multitudes, y el encanto de lo individual se diluye en el horror de la masa bruta, exactamente como nos pasó anoche cuando al disponernos al reposo en la tibia y acogedora barriga de Fafner, descubrimos que los industriosos insectos en cuestión habían trepado por los neumáticos para introducirse en espesas legiones hasta invadir todos los rincones invadibles del dragón, que los tiene abundantes, y que mientras unas setecientas cuarenta intentaban acabar con un pan de manteca, varios miles proliferaban del lado del salame, las galletitas saladas y las seis bananas compradas ese mismo día con la intención de hacer un rotundo arroz a la cubana.
La Osita compra horrores, pero hay que ver cómo se divierte con ellos.
Ignoro si Carol profirió el grito entre angustiado y rabioso que es de rigor en estos casos, y si yo lo subtendí con una de esas puteadas que han hecho mi fama desde tiempos ya venerables; sé que comprendimos instantáneamente el peligro, que procedimos a un número coreográfico frente al cual la mejor secuencia de Fred Astaire hubiera parecido un inane pataleo, y que en pocos minutos le bajamos la cresta a gran parte de los malvados atacantes. Justamente orgullosos de tan aplastante (nunca mejor dicho) contraofensiva, decidimos recompensarnos con un nightcap debidamente embotellado en Escocia antes de embarcarnos hacia esa Citerea en la que, contrariamente a la opinión de eminentes helenistas, Afrodita y Morfeo alternan sus ritmos dorados a lo largo de la noche[2].
Fafner a la hora del café.
Casi inútil agregar que apenas habíamos acabado de deslizarnos en la cama, sentimos en regiones más bien proclives al prurito las tenazas de cinco o seis hormigas indignadas al advertir que las desalojábamos de la blanca estepa donde divagaban en plena autosugestión siberiana. Matarlas fue fácil, por aquello de negro sobre blanco, pero lo que no sabíamos era la latente presencia de legiones de reserva, agazapadas en rincones poco visibles del dragón. Así fue como Carol, que hacia las tres de la mañana entró en uno de sus extravagantes intermedios de insomnio que la llevan luego a dormir de un solo saque hasta las nueve y media, descubrió que a lo largo del filete de plástico que subraya la ventanilla situada de su lado de la cama, las hormigas habían iniciado una procesión acaso religiosa pero no menos inquietante en la medida en que se encaminaban hacia los pies de la cama, o sea la parte de la cama donde teníamos los pies. Dulce, discreta como siempre, Carol no me despertó; su sentido del sacrificio combinado con su insomnio la hizo pasar dos horas con un dedo en el aire, que dejaba caer suavemente sobre cada nueva hormiga que cruzaba por el reborde, hasta que la procesión perdió su empuje místico o ella se quedó dormida. Por la mañana encontramos todavía diversos individuos que, aniquilado ya por completo el espíritu militar, se dedicaban a describir jeroglíficos erráticos en el piso, el techo o las almohadas.
Ruda había sido la lucha pero hoy, casi una semana después, podemos asegurar que sólo siete u ocho hormigas se agazapan todavía en Fafner. Como se ve la autopista no es un lecho de rosas; de no haber reaccionado a tiempo, acaso los policías que circulan en los parkings hubieran tenido la horrenda sorpresa de encontrarse con nuestros esqueletos, sin hablar de la manteca enteramente consumida. Triunfamos porque conocíamos la táctica de estos nefastos insectos, que consiste en crear el pánico en el enemigo a base de precipitaciones masivas. Bien lo dijo aquel traductor de la Unesco que, debiendo poner en español la frase siguiente: «Comme disait feu le Président Roosevelt, rien n’est a craindre hormis la crainte elle-meme», produjo la memorable versión a la que acaso debemos la vida: «Como decía con ardor el presidente Roosevelt, el miedo a las hormigas lo crean ellas mismas».
Donde se ve que la sociedad de consumo no pierde el tiempo en la autopista.