Un paradero cerrado. —Otro donde al mismo tiempo se venden Budas, y Eros propone sus ceremonias.
El viernes poco antes de mediodía abandonamos con tristeza el paradero de Chaignot, hermosísimo parking arbolado donde nos hubiera gustado pasar un día o dos más trabajando, leyendo, escuchando música, dejando fluir ese tiempo fuera de los relojes que nos da una paz tan grande. Lo lamentábamos especialmente porque el mapa de la autopista nos prometía una jornada muy poco agradable: un primer paradero que no entraba siquiera en el verdor de una floresta borgoñona, y un segundo en el que se anunciaba una estación de servicio. Sabíamos por experiencia que el primero podría no ser más que una vía paralela a la autopista, sin protección contra el ruido ni contra el sol (que, a medida que avanzamos hacia el sud, calienta más y más), y que tampoco nos ofrecería la posibilidad de instalarnos tan cómodamente como nos hemos acostumbrado a hacerlo. El segundo, por su parte, prometía no ser más que un charco de asfalto cuya monotonía sólo se vería rota por los tanques de gasolina y la sombra de los camiones pesados detenidos en torno, un paradero en el que dormiríamos casi en las mismas condiciones que en un terreno de supermercado.
Pero mucho antes de emprender el viaje habíamos decidido que no haríamos trampas, o por lo menos muy pocas, y nos dijimos que si la experiencia no era agradable, acaso resultara divertida. Después de todo, después de tantos paraderos en los cuales, para llamar las cosas por su nombre, la habíamos pasado padre, el lector podría preguntarse por qué, si queríamos vivir un mes haciendo camping, era necesario armar todo este teatro. Acaso hubiera sido tiempo de que nuestros dos intrépidos exploradores tuvieran que afrontar las angustias que cuadran a tan peligroso viaje.
Ni el uno ni la otra hubieran llevado esta disposición de ánimo hasta el masoquismo, y cuando a las 11.32 percibimos una P cubierta con una especie de toldo, sentimos algo así como un cosquilleo en el estómago. Quizá eso no quería decir nada, pues en verdad no habíamos visto la P, pero el instinto nos llevaba a reconocer la forma y las dimensiones de los carteles que anuncian los paraderos. ¿Tendríamos que pasar todo el día y toda la noche en las cercanías de una horrible estación de servicio? (Ya nos había sucedido cuando el primer sabotaje, en el segundo día de la expedición; pero ésta era todavía muy joven y sabíamos que muchos hermosos paraderos nos estaban esperando más adelante, mientras que ahora, al término de dos semanas de autopista, teníamos la certidumbre de que cada día nos acercaba a una región en la que la mayoría son malos, por lo menos según nuestros recuerdos).
Usted pone esto en su auto, y no le queda más remedio que ser feliz.
11.34 del viernes 4 de junio. Estamos a la altura del parking, que efectivamente está cerrado aunque lo ocupe un ejército de hombres vestidos de amarillo naranja que trabajan entre montañas de ripio y arena. La próxima vez que pasemos por aquí esto será un gran paradero en el que resultará agradable detenerse; pero por el momento ha cesado de existir, como una estrella de cine a la hora de su lifting o su inyección anual de silicones. El próximo paradero —el de los tanques de gasolina— tendrá que valer por los dos.
11.40: Nos cuesta reprimir un ligero estremecimiento a la vista del gigantesco P/1000 m, que se va acercando al parabrisas. La autopista, que no tenemos la impresión de recorrer con frecuencia, tiene por lo menos a esta altura la ventaja de ofrecer una espléndida vista sobre hermosos paisajes. Viajamos a 30 o 40 kilómetros por hora después de haber sobrepasado el paradero cerrado, como para hacer durar el verdor que se tiende hasta perderse de vista a uno y otro lado de la autopista, buscando prolongar ese no estar en ninguna parte que de pronto parece tan agradable. Pero Fafner, apenas se aprieta el acelerador y por más discretamente que se lo haga, avanza inevitablemente hacia lo que hay delante de él, y no hacia los lados donde reina ese paisaje que jamás habíamos mirado tan bien en el curso de nuestros viajes precedentes. Pese a nuestro amor por esta región, sabíamos entonces que su papel inmediato era el de dejarse atravesar lo más rápido posible. Es así; cuando se va de veras hacia las landas y el tomillo uno olvida que también se puede apreciar la dulce ondulación de una Borgoña de verdes innumerables, los campos de alfalfa, las vacas que parecen esperar a algún paisajista del siglo diecinueve.
¿Qué más puede pedirle usted al mundo moderno?
Fafner avanza, pues, a pesar de los votos silenciosos que formulamos a dioses que evidentemente no viajan por la autopista, para que esta aceleración se haga al revés. P/200 m. Ya llegamos. Y damos las gracias a quienes han cerrado el primer paradero y nos han forzado a aceptar esta pequeña trampa. (¿De dónde viene la sensación de que si no hubiéramos estado tan contentos de escapar al primer paradero, que respondía desde todo punto de vista a nuestra sospecha negativa, esto hubiera sido más honesto?). Para nuestra sorpresa, el paradero es uno de los más hermosos que hemos visto hasta aquí. Senderos casi íntimos entran en un gran bosque, y Fafner se interna en ellos con un instinto que no se equivoca. Es cierto, a la entrada del parking hay una super-estación de servicio, una tienda donde se puede comprar de todo, por ejemplo un Buda de porcelana y de un metro de alto, o un oso de juguete gigantesco que vale la módica suma de 850 francos, y también café, sandwiches calientes o helados. Pero detrás está la floresta con sus senderos secretos y umbríos, y un lugar ideal para instalar al dragón.
Eso podría haber sido todo, las comidas saboreadas bajo los árboles, la larga siesta con la brisa que nos acariciaba apenas a través de las cortinas, la sabrosa baguette descubierta como por milagro en la tienda, y hubiera sido ya mucho para una sola jornada. Sólo el azar nos hizo entrar en el verdadero secreto de la sorpresa, que será quizá objeto de otro texto cuando su efecto haya madurado en algún rincón de mí.
Llegó el momento en que deberíamos decidir si lavaríamos los platos junto a Fafner, sirviéndonos del bidón de Jean, o en las instalaciones sanitarias que veíamos a la distancia. Ignorábamos si habría allí un lavabo exterior que facilitara el enjuague de las tazas y los vasos.
Paradero de La Foret: las instalaciones sanitarias donde tuvo lugar la visión.
—Iré a ver, y decidimos después.
—No, déjame a mí —dijo Julio.
—Lo haré yo, porque de todas maneras tengo que ir allá.
Tomo el sendero que pasa por un bosquecillo, en dirección del W.C. ultramoderno que apenas distinguimos desde el lugar donde nos hemos instalado. A unos veinte metros observo que las puertas de ambos lados están abiertas, pero cuando avanzo otros cinco pasos me quedo petrificada. No sólo porque en la puerta plenamente abierta del lado de las mujeres veo para empezar unas nalgas, y en especial la sombra que las divide puesto que allí se concentra sobre todo la luz del día que entra a raudales; y ni siquiera porque después de haberme dado cuenta de que se trata efectivamente de unas nalgas desnudas, descubro que son hermosas y blancas y firmes, y que en el hueco de la puerta se dibuja perfectamente un cuerpo de mujer esbelta, graciosa, vagamente inclinada hacia adelante en un gesto robado a alguna pintura simbolista; no, lo que provoca la segunda y verdadera sorpresa de la jornada es comprobar, con una mezcla de admiración y de nostalgia inexplicable, que lo más intrigante son las medias negras que ciñen las largas piernas como suspendidas sobre tacones altos, y las ligas igualmente negras que las ajustan.
Detalle científico de nuestra instalación en el paradero del Rossignol.
DIARIO DE RUTA Sábado, 5 de junio
8 h. 20 °C.
Desayuno: Naranjas, bizcochos de almendras, café,
9.6 h. Partida.
9.11 h. Alturas de Bossey-en-Chaume. Altitud; 565 metros.
9.16 h. Paradero: AIRE DU ROSSIGNOL.
Vista panorámica.
Orientación de Fafner: N.N.E.
12.30 h. 36 °C.
12.32 h. Partida.
12.33 h. A la altura de Beaune.
12.43 h. Paradero: AIRE DE BEAUNE-TAILLY.
Orientación de Fafner: S.S.E.
Almuerzo (en el "bistrot" del paradero): sopa (solamente Julio), carrito de "hors d’oeuvre" (Carol), boeuf bourguignon, quesos de la región.
17 h. 57 °C (al sol), lo que no nos ha impedido explorar, como intrépidos expedicionarios que somos, el "arqueódromo".
El paradero es el más gigantesco que hayamos visto hasta ahora. Pasamos la noche en el motel.
Cena: olvidamos anotar el menú.