Otra vez los tártaros, por si fuera poco.

—Ya almorzaron, che —dice una voz detrás de los arbustos.

—Siempre lo mismo —dice otra voz—, deben tener un radar para detectarnos, y aunque todavía falta una hora para cualquier almuerzo de gente educada, éstos se precipitan a la mortadela y al vinacho con tal de no dejarnos nada. Y nosotros que nos sacrificamos por ellos.

—Madre querida, hace años que no hacemos más que eso y mira cómo nos pagan.

En el paradero de Bornaron, un acentuado desorden muestra el desgaste perceptible de las energías de los expedicionarios.

Repuesta de la primera impresión, la Osita los invita a acercarse, cosa que de todos modos ya han hecho, y les ofrece sendos vasos de vino y lo que queda del salame, que es bastante pero que desaparece casi de inmediato. Hasta ahora no he querido hacerles preguntas que les den tema para acusarme de toda clase de ingratitudes y ninguneos, pero como ya llevan días sin aparecer me siento obligado a preguntarles dónde dejaron el auto.

—Auto —dice Calac, mirando a Polanco como si necesitara apoyarse visualmente en él para no rodar por el suelo—. Vos te das cuenta lo que me pregunta.

—En general la autopista está reservada a los autos —le hago notar para justificarme.

—A los autos de los ricos —dice Polanco con la voz que le imagino a Karl Marx diciendo la misma cosa—. Nosotros los poetas vivimos de rayos de luna y del agua que por suerte es gratis en estos lugares.

—El salame es también alimentación —dice Carol que los aguanta bastante menos que yo, cosa que comprendo de sobra y que ellos retribuyen con sordas miradas hostiles.

—Nosotros —me informa Calac— nos creemos en la obligación moral de seguirlos a pesar del martirio que eso representa, para cerciorarnos de que todavía no están lo suficientemente locos como para morirse de hambre en el camino.

Una vasta, luminosa soledad llama al descanso en el paradero de Vont de l’Isére.

—Lo dijiste muy bien —aprueba Polanco—. Usaste un vocabulario que me sorprende en vos, pero que se ajusta notablemente al contexto.

—Me alegro de que comprueben la buena marcha de la expedición —digo para sacarlos de los mutuos elogios que amenazan prolongarse un buen rato—, pero no me contestaron la pregunta. ¿Cómo diablos se las arreglan? Supongo que usan los autos de los otros o algo así.

—Ya te dijimos que es un calvario —suspira Polanco—. Hacer dedo como dice el vulgo parece muy fácil dada nuestra simpatía y personalidad, los autos se paran apenas nos ven, pero el problema es que cada vez que hemos terminado de inspeccionarlos a ustedes, casi siempre secretamente, hay que salir de la autopista y volver a entrar al otro día para no perder ni un solo paradero.

—Es simplemente horrible —complementa Calac—. Ustedes avanzan a dos paraderos por día, pero las salidas de la autopista están en los sitios más raros, de modo que tenemos que hacer dedo de vuelta, bajarnos a distancia prudencial, pasar al otro lado y esperar otro auto.

—No entiendo mucho —digo.

—Sin contar que apenas nos han levantado, tenemos que bajarnos en el primer paradero que aparece, donde clavado que ustedes ya no están pero no hay que fiarse, y después tenemos que esperar otro auto, y después otro paradero, Dios mío, Dios mío.

Nadie puede saber dónde estamos, en lo más hondo del paradero del Pont de l’Isére.

—No te dejes dominar por el sentimiento —aconseja Calac—. Al final éstos van a creer que los tomamos realmente en serio.

—Tenés razón, hermano —dice Polanco—. Me vengo abajo por la falta de proteínas y las noches de insomnio, nunca pude dormir en el pasto sin que me invadiera la urticaria.

Carol, que parece bastante conmovida, va a buscar dos manzanas y propone un café bien caliente. Yo aprovecho su breve ausencia para sugerir amablemente que tanta abnegación no es imprescindible, máxime cuando no la hemos pedido, y que harían mejor en volverse a París y dormir en la cama un par de semanas. Me miran, claro, con esa mirada que les conozco desde hace tanto. Me quieren, qué le van a hacer, no es culpa de ellos que sean tan sentimentales.

—Ya te diste cuenta —dice Polanco—. Nos echan. Si este calvario…

—Yo te previne —ataja Calac—. Juegan con nuestra dignidad, por lo cual apenas hayamos tomado el café nos retiraremos.

—Hay un poco de grapa —digo, sintiéndome bastante culpable.

—Eso no cambia la situación —dice Polanco—, aunque el problema de las proteínas me induce a aceptarla, si es posible doble.

—Y después seguiremos adelante, dado que no hay dos lugares en tu vehículo.

—Aunque sean dos rinconcitos —dice Polanco.

—Lo sentimos mucho —digo yo, sabiendo que en ese instante se juega nuestra suerte y que si me dejo llevar por la compasión nos vamos de cabeza al infierno, como pasa casi siempre.

—Ya ves —dice Calac, echando todo el azúcar posible al café.

—Y sí, es nuestro destino —dice Polanco que ya tiene en la mano la botella de grapa—. No parece de muy buena calidad, fíjate el sedimento que se le ha formado.

—Compran cualquier cosa —dice Calac—. Yo no creo que lleguen vivos a Marsella.

—Hacemos lo posible por protegerlos, pero no podemos prometer nada. Tal vez otra copita, gracias.

—Tené cuidado que ya estás llegando al sedimento —le advierte Calac—. Yo tomaré el final con riesgo de mi vida, pero es lo único que puedo hacer para salvarte.

—Sos una madre —dice Polanco.

La infancia recobrada: trabajar sobre un enorme juego de cubos…

DIARIO DE RUTA Martes, 15 de junio

Desayuno: naranjas, pan con manteca, café.

9 h. 18°C.

9 h. Partida bajo un cielo gris y amenazador. 9.05 h. Castillo de Crussol a la derecha.

9.12 h. Paradero: AIRE DE PORTES-LES-VALENCE. Gasolina, restaurante, tienda, juegos para niños. Orientación de Fafner: S.

9.24 h. Partida.

9.30 h. Paradero: AIRE DE BELLEVUE.

¡Ugh! Y sin embargo, lo pasamos bien.

Orientación de Fafner: S.

Almuerzo: Huevos duros, jamón, ensalada (lechuga, tomate, pimientos), queso, duraznos, café.

Cena: Sopa de gallina, biftec con muchísima cebolla, arvejas y zanahorias, crema de postre, café. (En el restaurante).

A las tres de la madrugada tuvimos que utilizar las "boules Quies" por segunda vez en nuestro viaje. Y no por el fragor de la autopista que está sin embargo al lado, sino por el estrépito infernal y constante de un camión frigorífico que ha venido a pernoctar exactamente detrás de nosotros.