Costumbres indígenas.

Honradamente hay que reconocer que la estupidez humana nos ayuda enormemente en esta expedición. Nadie vendió sus joyas para ayudarnos, como nos enseñan que hizo Isabel la Católica para darle una mano a Cristóbal Colón, o como esas secretarias de la Unesco que alguna vez anduvieron juntando plata para salvar a los bebés de las focas cruelmente masacrados por escandinavos sedientos de pieles o de aceite. Ningún mecenas nos tendió un cheque en blanco, y es evidente que al llegar a los paraderos tampoco encontraremos al inglés de gran corazón o al mexicano de caballeresco proceder que se apresurarán a retirar su Mercedes o su Porsche para dejarnos el único lugar con sombra. Pero no nos importa, porque en cambio somos los beneficiarios de una extraña ley no escrita, con arreglo a la cual los turistas que viajan para escapar del infierno urbano, de la contaminación atmosférica y del estrépito de las calles, tienden en abrumadora mayoría a detener sus vehículos lo más cerca posible de la autopista, prácticamente a la entrada o a la salida del parking. Felices, relajados, en camiseta y shorts, instalan las mesitas y los sillones (y la radio y hasta la televisión) al lado de sus autos, a fin de vigilarlos de cerca no sea cosa de que, ya se sabe, en estos tiempos, la criminalidad, mire lo que pasó en Poitiers, fue a orinar y a la vuelta le habían roto un vidrio, ¡y justamente el collar de perlas que era el regalo de bodas de su padre!

Si alguien no nos cree, que se dé una modesta vuelta de fin de semana por las rutas que bordean los grandes bosques de la Isla de Francia, por ejemplo Rambouillet. Estos bosques están llenos de maravillosos senderos que llevan a zonas de una tranquilidad perfecta, perfecta precisamente porque nunca hay nadie en ellas: las familias paran los autos a cinco metros de la carretera, de manera de verla bien y de paso aspirar sin tregua las emanaciones de todos los tubos de escape de los otros autos, y ahí mismo instalan sus mesas, sillas, bebés y abuelitas. En los parkings la cosa es menos masiva, la gente se anima a meterse bastante adentro y algunos hasta ocupan los mejores lugares, pero estadísticamente es fácil verificar que la mayoría sigue integrando una cinta de autos lo más próxima posible a la autopista. Carol piensa que tal vez esa gente tiene miedo del lobo, hay atavismos que mueren difícilmente, y ya se sabe, en los bosques. Yo, menos romántico, pienso simplemente que son idiotas, y que gracias a eso nos ayudan muchísimo en nuestra valerosa expedición.

Observaciones científicas sobre los efectos del gas en el agua cuando se los mezcla en un sifón.