Mutación.
Como siempre, la práctica manda al diablo toda teoría demasiado segura de sí misma. Era presumible que un avance por una autopista que prácticamente todo el mundo recorre a la máxima velocidad, deteniéndose apenas para orinar, tomar nafta o a lo sumo descansar un rato en un parking acogedor, sería muy diferente de esta reptación imperceptible en la que todo se invierte: el vehículo pierde su importancia pues apenas ha salido de un paradero tiene que echar el ancla en el siguiente; las urgencias urinarias o intestinales dejan de ser una razón para interrumpir la marcha o alterar el horario previsto; las zonas de reposo se vuelven infinitamente más importantes que la cinta blanca tendida en un espacio que devora al automovilista que lo está devorando.
Todas esas alteraciones eran previsibles mientras organizábamos la expedición, pero ningún adelanto teórico pudo darnos una idea de su magnitud, de su riqueza. Estamos apenas en el tercer día de viaje y los parámetros usuales han cedido frente a otra manera de vivir la autopista. Sensaciones primarias: apenas más allá de Fontainebleau, tenemos la impresión de estar muy lejos de París, al punto que Marsella no nos parece más distante que nuestro punto de partida. El tiempo muerde en el espacio, lo transforma; ya no alcanzamos a imaginar una diferencia importante entre este paradero y los últimos que nos esperan en la víspera del fin de la expedición.
Más importante que eso: la alteración paulatina de la noción usual de autopista, la sustitución de su funcionalidad insípida y casi abstracta por una presencia llena de vida y de riqueza: las gentes, los altos, los episodios en sus escenarios más o menos arbolados, actos sucesivos de una pieza de teatro que nos fascina y de la que somos los únicos espectadores. Fafner, rojo dragón devorador de kilómetros a lo largo de tantos años y países, es ahora un dócil elefante inmóvil que sólo se desplaza diez o veinte minutos para volver a quedarse plácidamente anclado en sus cuatro patas gomosas. No lo toma a mal, muy al contrario, parecería que se solidariza con nosotros y que su fuelle anaranjado, que alzamos en cada etapa y que lo convierte en una casita donde es grato vivir, leer y escribir, es como un signo de que se está esponjando satisfecho a la hora de darnos lo mejor de sí mismo. No nos cabe la menor duda de que Fafner es el tercer explorador y que aprueba este avance en lentitud y profundidad, mientras que otros viajes le habrán parecido acaso demasiado frívolos, demasiado a rienda suelta como no creemos que les guste a los dragones y a los elefantes.
Segunda metamorfosis, los autopistenses. ¿Qué idea nos hacíamos de esa fauna lanzada a la velocidad máxima, rota apenas por un sandwich o una carrera al W.C.? Cierto, cuando se está en la hora del hastío después de cincuenta u ochenta kilómetros igualmente monótonos, surgen los únicos temas posibles de conversación: «Mira, otro belga y ya van cinco. Ahora un alemán, cuatro franceses, dos suizos, un inglés. ¿Y esa chapa? Bulgaria, parece. Qué raro, Bulgaria, primera vez que veo un búlgaro por aquí». Y también los camiones: «Cada día son más grandes y más temibles, ahora corren a cien o ciento diez por hora, no respetan nada, y esos con acoplados que de golpe se convierten en serpientes y te largan un coletazo, hay que guardar siempre mucha distancia al pasarlos, aunque en general son ellos los que te pasan, van realmente como locos».
Nada de eso ha cambiado en el fondo, pero todo ha cambiado para nosotros. Las observaciones en la ruta se reducen a cero o poco menos: todo ocurre ahora en los paraderos, donde camiones y autos entran lentamente, casi delicadamente, para detenerse con suma precaución los unos al lado de los otros. Lo que era un enorme paralelepípedo amenazante, un bólido llamado Porsche o un zigzagueante Renault 5, se nos acercan ahora con la lenta y amistosa reptación de un perro que busca caricias o un gato que sospecha un resto de sardinas.
Pero eso es poco al lado de lo esencial: Las cosas buscan su lugar, se detienen, y de las cosas empiezan a bajar seres humanos, sólo teóricamente presumibles en la implacable carrera de la autopista. De ese inmenso camión que se anuncia como TRANSPORTS VIALLE, con sede en Thiviers, Périgord, y que nos habría sobrepasado como un horrendo dinosaurio azul y blanco a cien por hora, aterrando al pacífico Fafner, desciende ahora un muchacho rubio que estira las piernas al lado de la portezuela, nos hace un gesto cordial al vernos tan cerca, y se encamina alegremente al snack-bar donde lo esperan bifes con papas fritas y el vino tinto del descanso. De ese Mercedes prepotente que sin duda no abandona jamás la franja de la izquierda reservada a las máximas velocidades, emerge una pareja que el auto parece proyectar al mismo tiempo por las dos portezuelas delanteras, como una extraña gallina mutante capaz de poner a la vez dos huevos de marcado aspecto alemán. Las cosas, entonces, estaban realmente habitadas; los paraderos son el lugar y la hora de la verdad, donde la vida sigue teniendo dos piernas y dos brazos, mientras los robots de la autopista yacen inmóviles, abatidos, muertos en su silencio y su impotencia.
DIARIO DE RUTA Viernes, 28 de mayo.
Desayuno: Naranjas, magdalenas, dulce de higos, café,
10.8 h. Partida. Niebla.
10.15 h. Paradero: AIRE DE LA RESERVE.
¡Vacas!
Primera cosa, damos de beber a Fafner (gasolina ordinaria, puesto que es un dragón de costumbres sencillas).
Tiempo gris, con asomos de sol. Menos frío que ayer.
Hay una tienda y un restaurante. Compramos un termómetro para sustituir al que no anda.
Orientación de Fafner: S.E.
Almuerzo: huevos con mayonesa, biftec con papas fritas, mousse de chocolate, café (en el restaurante).
13.10 h. Primer contacto telefónico con la patrulla de salvamento; todo va bien en París.
13.18 h. Partida.
13.21 h. Entramos en Borgoña.
13.24 h. Paradero: AIRE DE LA RACHEUSE.
Bello parking arbolado.
20°C.
Encontramos un gusano.
Cena: chucrut (que nos da pesadillas), queso, café.
Observaciones científicas: en el segundo paradero habíamos observado una babosa de color terracota, que metía la cabeza en una botella de cerveza vacía tirada en el suelo. Esta noche, después de haber estacionado prudentemente a Fafner en un terreno libre de impurezas, cocinamos un chucrut. Inmediatamente después observamos la presencia de una babosa, igualmente de color ladrillo, que se acercaba a nuestro vehículo. Cinco minutos más tarde, toda la superficie del terreno frente a Fafner estaba cubierto de babosas que avanzaban hacia nuestra cena. Relacionando el incidente del segundo parking con la experiencia de esta noche, nos vemos obligados a concluir que las babosas son de origen alemán.
(Buscar imágenes de babosas, su nombre en latín, etc.). ¿Son un signo del enemigo? No olvidar el corcho cuidadosamente pinchado en la alambrada.
Mini-campamento en una zona hostil: Fafner-muralla, los Horrores Floridos, la micro-mesa y el jerrican de agua potable.