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Maisie paseó con él durante un lapso de tiempo sobre cuya duración no habría sabido decir nada excepto que fue demasiado breve para convertirlo en lo que ella ansiaba: en un intervalo, una barrera infinita, infranqueable. Deambularon, vagabundearon, contemplaron escaparates; hicieron todas las antiguas cosas tal como si intentaran recobrar toda la antigua seguridad, obtener de ellas lo que siempre habían obtenido antaño. Esto último había hecho acto de presencia antaño, fuera lo que fuese, sin que hubieran de buscarlo, mientras que ahora nada hacía acto de presencia salvo una intensísima conciencia de su búsqueda de ello y de su amparo en un subterfugio. Lo más extraño era lo que en realidad había acontecido a la antigua seguridad. Lo que en realidad había acontecido era que Sir Claude era «libre» y que la señora de Beale era «libre», y que sin embargo la nueva coyuntura era extrañamente aún más opresiva que la antigua. Ella advirtió que Sir Claude compartía su parecer de que dicha opresión sería mucho más intolerable en el hospedaje, donde, hasta que no fuera tomada alguna decisión, experimentarían la ausencia de algo; ¿de qué otra forma cabía calificar ese algo ausente excepto como una sólida base? El problema de tal decisión se perfilaba ante ella de un modo más tremebundo en este instante: dependía, tal como por fin lo había comprendido, enteramente de ella. La elección que ella tenía que hacer, como la había denominado su amigo, se alzaba allí ante ella cual una irrealizable suma en una pizarra, una suma que pese a sus alegatos en pro de un ratito de reflexión ella sencillamente pospuso mientras paseaba con él. Antes de resolver la suma debía hablar con la señora Wix; por consiguiente cuanto más postergara esa reunión más alejaba el calvario que la aguardaba. En el momento presente no se preocupó en absoluto de aquella tarea: a fin de eludirla se limitó a impregnarse profundamente de la compañía de Sir Claude. No se fijó en ninguna de las cosas en que le había gustado fijarse hasta el momento: no sintió ningún contacto del escenario extranjero que durante los primeros días había tenido siempre ante sí. El único contacto que sentía era el de la mano de Sir Claude, y sentir dentro la suya propia fue su muda forma de resistirse al transcurso del tiempo. Caminaba a la vera de él tan invidentemente como si él guiara a una niña a quien hubiesen vendado los ojos. Tenían miedo de sí mismos y en el hospedaje se encontrarían consigo mismos. Ahora ella estaba cierta de que lo que los aguardaba allí sería un almuerzo con la señora de Beale. Todo su instinto la impelía a eludir aquello, a prolongar el paseo, a buscar pretextos, a llevarlo hacia la playa, a llevarlo hasta el final del paseo marítimo. El no agregó ni una palabra a lo que habían hablado durante el desayuno, y ella tuvo una tenue percepción de que para cualquiera a quien pusieran al tanto del asunto, por ejemplo para la señora Wix, aquel modo de no hacerla notar que él estaba intensamente a la espera de que ella dijera algo representaría una nueva prueba de su caballerosidad. Cierto es que una o dos veces, en el malecón, en la arena, él la miró durante unos instantes con una mirada que semejó proponerle que sin pérdida de tiempo partieran juntos a París. Empero, aquello no fue una treta para recordarle a ella la responsabilidad asumida. Obviamente él deseaba retrasar el retorno no menos que ella: no sentía ni una pizca más de prisa por retornar junto a las dos mujeres. En este momento la propia Maisie fue capaz de mostrarse secretamente cruel con la señora Wix... al menos hasta el punto de no importarle si su larga ausencia hacía que esta señora empezara a intranquilizarse por su educanda, o incluso que empezara acaso a cavilar si los dos que estaban haciendo novillos no habrían hallado alguna otra solución. Por cierto que idéntica fue cuando menos la falta de compasión que Maisie mostró hacia la señora de Beale... ya que debían de ser mucho mayores la intranquilidad y las cavilaciones de la señora de Beale por ser mucho mayor la persona que las motivaba. Cuando por último Sir Claude, al llegar al extremo de la plage, que ya habían recorrido, entre la colorista muchedumbre, de punta a punta, comentó de improviso, tras echar una mirada al reloj, que ya era la hora, no de retornar para la table d'hôte, sino de pasarse por la estación para comprar los periódicos de París; cuando comentó esto, digo, ella se halló imaginándose con cierta intensidad lo que iban a decir la señora de Beale y la señora Wix. En el camino hacia la estación ella llegó incluso a pintarse un cuadro mental del padrastro y la educanda establecidos en una localidad tranquila del Sur mientras en una localidad tranquila del Norte la institutriz y la madrastra permanecían vinculadas por una comunidad de desconcierto y por la infinita serie de comentarios a que ésta daría pábulo. Los periódicos de París ya habían llegado y su compañero, con una singular extravagancia, adquirió nada menos que once; esto consumió un buen rato mientras curioseaban en la librería del animado andén, donde los pequeños volúmenes de un anaquel eran todos amarillos o color rosa y una de sus entrañables ancianas tocada con una de sus entrañables cofias lo cameló zalameramente para que comprara tres. De esta guisa tuvieron ahora tantas cosas que transportar al hospedaje que habría resultado más fácil, con tal bagaje para un agradable viajecito improvisado por Francia, sencillamente «colarse», como lo denominó ella para sus adentros, en un coupé del tren que, a poca distancia de ellos, estaba a punto de partir. Maisie le preguntó a Sir Claude adónde se dirigía dicho tren.
—A París. ¡Figúrate!
Podía figurárselo perfectamente. Se quedaron allí parados y sonrieron, él con todos los periódicos bajo el brazo y ella con los tres libros, uno amarillo y dos color rosa. Él le había contado que los rosa eran para ella y el amarillo para la señora de Beale, implicando de un modo interesante que de esa manera se dividía intrínsecamente en Francia la literatura infantil y la literatura adulta.27 Ella era consciente de que tenían toda la pinta de quienes se dispusieran a tomar el tren, y enseguida le espetó a su compañero: —Me gustaría ir. ¿Me llevarías?
Él no dejó de sonreír:
—¿De verdad irías?
—Ya lo creo que sí. Haz la prueba.
—¿Deseas que adquiera los billetes?
—Sí, adquiérelos.
—¿Sin equipaje?
Ella señaló hacia los cargados brazos de ambos, sonriéndole de la misma manera que él estaba sonriéndole a ella, pero tan sabedora de sentir un pánico que jamás había sentido en su vida, que le parecía estar viendo su propia palidez como en un espejo. Entonces se dio cuenta de que lo que estaba viendo era la palidez de Sir Claude: él estaba tan aterrorizado como ella.
—¿Acaso no es esto equipaje de sobra? —preguntó ella—. Adquiere los billetes; ¿o es que ya no queda tiempo? ¿Cuándo sale el tren?
Sir Claude interpeló a un mozo:
—¿Cuándo sale el tren?
El hombre alzó la mirada hacia el reloj de la estación y dijo:
—Dentro de dos minutos. Monsieur est placé?
—Pas encore.
—Et vos billetss vous navez que le temps. —Después, tras echarle un vistazo a Maisie, el hombre dijo—: Monsieur veut—il queje les prenne?
Sir Claude se volvió hacia ella:
—Veux—tu bien qu il en prenne?
Fue la cosa más singular del mundo: en la intensidad de su excitación ella no sólo comprendió gracias a una iluminación súbita el francés que hablaban, sino que además comenzó a hablarlo ella misma con activa perfección. Le solicitó directamente al mozo:
—Prenny, prenny. Oh prenny!
—Ah si mademoiselle le veut...! —Permaneció allí en espera del dinero.
Pero Sir Claude se limitó a mirar pasmado; miró pasmado hacia ella con el rostro lívido:
—Entonces ¿ya has escogido? ¿Estás dispuesta a renunciar a ella?
Anhelantemente Maisie dirigió su mirada hacia el tren, donde, entre gritos de «En voiture, en voiture!», se veían cabezas asomadas a las ventanillas y se oía el ruido de las puertas cerrándose. El mozo persistió en su vehemencia:
—Ah vous n'avez plus le temps!
—¡Se va, se va! —exclamó Maisie.
Lo vieron empezar a moverse, lo vieron ponerse en marcha; entonces el mozo siguió su camino encogiéndose de hombros.
—¡Se fue! —dijo Sir Claude.
Maisie dio unos ensimismados pasos por el andén; se paró allí, vuelta de espaldas a su compañero, siguiendo el tren con la mirada, reprimiendo las lágrimas, acunando sus libros entre los brazos. Había sentido auténtico terror pero ahora había vuelto a caer con los pies en la tierra. Lo singular era que en su caída su terror había caído con ella y se había hecho pedazos. Ya no había terror por su parte. Por último se dio la vuelta, en el punto donde se había detenido, hacia el terror de Sir Claude, y entonces se percató de que este terror no se había esfumado. Él estaba sentado con su propio terror en un banco, alineado contra la pared de la estación, al cual se había retirado y donde, con la espalda apoyada contra el respaldo y, tal como pensó ella, con un aire raro, estaba aguardándola. Ella se encaminó hacia él y él volvió a afanarse infructuosamente en simular un aire chistoso.
—Sí, ya he escogido —le dijo la niña—. Estoy dispuesta a renunciar a ella si tú... si tú...
Titubeó; rápidamente él recogió sus palabras:
—Si yo ¿qué?
—Si tú renuncias a la señora de Beale.
—¡Cáspita! —exclamó él; ante lo cual ella percibió cuantísimo y cuán irrescatablemente tenía él miedo. En la cafetería ella había supuesto que era miedo de rebelarse, miedo de sus acumuladas pulsiones; mas ¿cómo podía ser así si sus tentaciones —aquella tentación, sin ir más lejos, del tren que acababan de dejar escapar— eran en último término tan débiles? La señora Wix tenía razón. Él tenía miedo de su propia debilidad... de su propia debilidad.
Posteriormente ella no habría sabido decir cómo retornaron al hospedaje: tan sólo habría sabido decir que tampoco de la estación retornaron directamente, sino que una vez más se pusieron a vagar y deambular y, en determinado momento, se hallaron en el borde del muelle donde —aparentemente con todavía media hora por delante— estaba atracado el barco que se disponía a zarpar rumbo a Folkestone. Aquí curiosearon igual que en la estación; aquí volvieron a intercambiar silencios, pero únicamente silencios. En cubierta, escogiendo sitio, el mejor sitio posible, ya había unos cuantos puntuales pasajeros; algunos ya se habían acomodado, bien envueltos en sus mantas de viaje, con el rostro enfilado hacia Inglaterra y atendidos por el camarero, quien, confinado en semejante día a las tareas más livianas, se dedicaba a abrigar los pies de las damas o a descorchar botellas ruidosamente. Sin pronunciar una sola palabra ellos dos observaron todas estas cosas: incluso descubrieron un buen sitio para dos al socaire de un bote salvavidas; y si permanecieron allí embobados, sin resolverse a subir a bordo ni resolverse a abandonar el lugar, era Sir Claude no menos que ella quien no deseaba moverse. Era Sir Claude quien cultivaba aquella suprema inmovilidad gracias a la cual ella percibía mejor lo que él pensaba. Él pensaba simplemente que ya había percibido muy bien lo que ella misma pensaba. Pero ahora no había ninguna simulación de chistosidad: sus rostros eran serios, cansados. Cuando finalmente se movieron fue como si el miedo de él, su miedo de su propia debilidad, se apoyase en ella pesadamente mientras circundaban la bahía. Cuando penetraron en el vestíbulo del hotel ella vio un viejo baúl maltrecho que identificó: una arcaica maleta con etiquetas que ella conocía y con una gran W rotulada, recientemente repintada e intensamente personal, que por su parte pareció contemplarla fijamente a ella como si la hubiese reconocido e incluso sospechase vagamente de ella. También Sir Claude reparó en el baúl, y ambos se notaron inquietos ante la presencia de este artículo de viaje. ¿Acaso se marchaba la señora Wix y de esa manera su educanda se veía, de improviso, librada de la responsabilidad de repudiarla? Su educanda y el compañero de su educanda, petrificados durante unos instantes, experimentaron, ante aquel agüero, una comunión más intensa que ante el tren de París o ante el paquebote del Canal; luego, todavía sin pronunciar una sola palabra, subieron apresuradamente las escaleras. Empero, una vez llegados al rellano, ya a resguardo de las miradas de las personas de abajo, los abandonaron las fuerzas de suerte que hubieron de sentarse a fin de recobrarlas: se sentaron en el último escalón mientras Sir Claude asía la mano de su hijastra con una vehemencia que en ocasión de diferente tenor sin duda la habría hecho gritar. Sobre el suelo yacían desparramados los libros y los periódicos.
—¡Cree que la has repudiado!
—En ese caso debo hablar con ella, debo hablar con ella —dijo Maisie.
—¿Para darle la despedida?
—Debo hablar con ella, debo hablar con ella —se limitó a reiterar la niña.
Continuaron sentados un minuto más: Sir Claude siguió estrechándole la mano pero sin mirarla, con la vista clavada en el fondo de las escaleras desde donde, tras el recodo, sonaban timbres eléctricos y soplaba la grata brisa marina. Finalmente, aflojando el asimiento, se levantó despacio mientras ella hacía otro tanto. Caminaron juntos por el corredor, pero antes de que llegaran a la sala de estar él volvió a detenerse:
—¿Y si yo renuncio a la señora de Beale?
—Inmediatamente saldré del hotel contigo y no retornaremos hasta que se haya marchado.
El pareció asombrarse:
—¿Hasta que se haya marchado la señora de Beale?
Él había hecho que esto sonara a chiste malo. Ella se explicó:
—No, hasta que se haya marchado la señora Wix... en aquel barco.
Sir Claude casi pareció un orate:
—¿Va a marcharse en aquel barco?
—Me figuro que sí. Ni siquiera le daré la despedida —prosiguió Maisie—. Me quedaré fuera del hotel hasta que el barco haya zarpado. Subiré hasta las antiguas murallas.
—¿Las antiguas murallas?
—Me sentaré en el viejo banco desde donde se contempla la Virgen áurea.
—¿La Virgen áurea? —hizo de eco él con despiste. Pero aquello atrajo su mirada hacia ella como si tras un instante viera el lugar y la cosa a que ella aludía, como si la viera a ella sentada allí sola—. ¿Mientras yo rompo con la señora de Beale?
—Mientras tú rompes con la señora de Beale.
Él exhaló un largo y hondo suspiro ahogado:
—Antes me gustaría hablar con la señora de Beale.
—Y ¿por qué no haces lo mismo que yo? ¿Por qué no sales del hotel y esperas?
—¿Esperar? —De nuevo pareció despistarse.
—Hasta que se hayan marchado las dos —dijo Maisie.
—¿Repudiándonos a nosotros?
—Repudiándonos a nosotros.
¡Oh, con qué semblante se preguntó él por unos momentos si aquello sería posible! Pero al momento siguiente aquella cavilación no hizo sino encaminarlo hacia la puerta y, con la mano en el pomo, dejarlo ahí parado como si escuchara voces. Maisie prestó atención, pero no oyó ninguna. Todo lo que al poco oyó fue a Sir Claude decir con elucubración bastante pesimista, pero de forma que no lo escuchase nadie en la sala de estar:
—La señora de Beale no se marchará nunca. —Tras esto abrió la puerta de par en par y Maisie entró detrás de él. El saloncito estaba vacío, pero no bien entraron ellos, en la puerta del dormitorio apareció la dama recién mentada—. ¿Se marcha la señora Wix? demandó él entonces.
La señora de Beale se aproximó, cerrando tras ella su propia puerta y diciendo:
—Me ha armado una escena verdaderamente tremenda. Ayer me garantizó quedarse.
—Y ¿ha sido mi llegada lo que ha alterado su propósito?
—¡Qué va: nosotras ya habíamos tomado eso en consideración! —La señora de Beale estaba colorada, cosa que nunca la favorecía, y su rostro daba visible fe del encontronazo aludido. Obviamente, empero, no había resultado vencida, y mantenía erguida la cabeza y sonreía y se frotaba las manos como en súbita emulación de la patronne—. Prometió quedarse aunque tú vinieses.
—En tal caso, ¿por qué ha mudado de opinión?
—Porque es una mema. La razón que ha dado es que estabais demorándoos demasiado.
Sir Claude se quedó pasmado:
—¿Qué tiene que ver eso?
—Habéis estado fuera una eternidad —insistió la señora de Beale—; yo misma no conseguía imaginarme qué había podido ocurriros. ¡Hace ya rato —exclamó— que ha transcurrido la mañana entera e incluso la hora del almuerzo!
Sir Claude semejó indiferente a aquel dato. Se limitó a preguntar:
—¿Bajó a almorzar contigo la señora Wix?
—No: ¡ni siquiera movió un músculo! —Y volvió a inflamarse de color, a ojos de Maisie, la tez de la señora de Beale—. Se acurrucó en su cuarto; ni siquiera vino a hablar conmigo; y cuando le mandé recado para invitarla a bajar, sencillamente rehusó comparecer aquí. Dijo que no le apetecía comer nada y bajé sola. ¡Pero cuando regresé, afortunadamente ya oliéndome lo que me aguardaba —y la señora de Beale esbozó una hermosa sonrisa de batalla—, ella había comparecido!
—Y ¿tuvisteis una gran bronca?
—Tuvimos una gran bronca —aseveró con una franqueza no menos grande—. ¡Y mientras vosotros me dejabais sola frente a esta situación morrocotuda, me gustaría saber dónde estuvisteis! —Hizo una pausa en espera de una respuesta, mas Sir Claude se limitó a atalayar a Maisie, gesto que enseguida reactivó la requisitoria de la señora de Beale—. ¿Dónde leches habéis estado?
—Me da la impresión de que te lo tomas tan desapaciblemente como la señora Wix —replicó Sir Claude.
—Me lo tomo como me sale de las narices, y aún no has respondido mi pregunta.
El tomó a atalayar a Maisie... como pidiendo auxilio en este trance; de ahí que Maisie le sonriese a su madrastra y explicase: —Hemos estado en todas partes.
No obstante, la señora de Beale no le contestó, incrementando así una sorpresa que ya había embargado ligeramente a nuestra pequeña. Porque la señora de Beale no la había acogido ni con un saludo ni con una mirada, aunque tal vez esto no había sido tan llamativo como la omisión —en lo referido a Sir Claude, de quien se había separado en Londres hacía dos días— de cualquier señal de bienvenida. Pero lo más llamativo de todo había sido la declaración de la señora de Beale sobre la promesa de la señora Wix, promesa que a su educanda no le había sido revelada hasta el momento. En lugar de prestar atención al testimonio de Maisie, la señora de Beale retomó la palabra con acrimonia:
—Lo cierto es que habrías debido discurrir que iba a suceder algo.
Sir Claude consultó su reloj:
—No tenía ni idea de que fuese tan tarde, ni de que hubiésemos estado tanto rato fuera. No teníamos hambre. El tiempo se nos pasó como un relámpago. ¿Qué ha sucedido?
—Oh, que la señora Wix está disgustada —dijo la señora de Beale.
—¿Con quién?
—Con Maisie. —Incluso ahora ella se abstuvo de mirar a la niña, que permanecía allí simultáneamente involucrada y excluida—. Por no tener sentido moral.
—¿Cómo podría tenerlo? —Una vez más Sir Claude trató de brillar ante su compañerita de paseo—. En todo caso, ¿deduce eso del hecho de haber salido conmigo a dar un garbeo?
—No me lo preguntes a mí: pregúntaselo a esa mujer. No hace sino chochear cuando no brama —declaró la señora de Beale.
—Y ¿abandona a la niña?
—Abandona a la niña —dijo con gran énfasis la señora de Beale, mirando más que nunca por encima de la cabeza de Maisie.
En esta postura de pronto se operó un cambio en su rostro, originado, como advirtieron los otros al siguiente instante, por la reaparición de la señora Wix en el umbral de la puerta que, al entrar pegada a los talones de Sir Claude, Maisie había dejado entreabierta.
—¡No abandono a la niña, no señor! —tronó desde el umbral, avanzando hacia los otros tres pero hablándole directamente a Maisie. Estaba aparejada —decididamente enjaezada— para marcharse, ataviada como cuando su llegada y armada con un abultado bolso mohoso que, casi a modo de hacha de guerra, blandía para realzar sus palabras. Era manifiesto que venía directamente de su cuarto, donde al instante adivinó Maisie que ya había hecho las disposiciones pertinentes para el traslado de sus efectos personales—. No te abandonaré hasta no haberte dado otra oportunidad. ¿Estás dispuesta a venirte conmigo?
Maisie se volvió hacia Sir Claude, quien pareció haberse resituado a un kilómetro y medio de distancia. Hacia la señora de Beale no se volvió más de lo que la señora de Beale se había vuelto hacia ella: se sentía como si hubiera averiguado el secreto de aquella frialdad. ¿Qué se había dicho acerca de esta última propuesta durante el encontronazo entre las dos mujeres? Bastante se dijo ahora, de todas formas, cuando a efectos prácticos le planteó esa misma pregunta a su padrastro:
—¿Te vienes tú? ¿O no te vienes? —inquirió como si aún no hubiese comprendido que tenía que renunciar a él. Era el último rescoldo de su sueño. A estas alturas ya no tenía miedo de nada.
—¡Yo pensaba que serías demasiado orgullosa para preguntarle eso! —intervino la señora Wix. La propia señora Wix era netamente demasiado orgullosa.
Pero ante las palabras de la niña la señora de Beale había pegado literalmente un bote:
—¡¿Piensas repudiarme a mí, Maisie?! —Fue un gemido de consternación y reproche, en el cual su hijastra se quedó atónita de entrever que la señora de Beale no había sido conscientemente hostil y que si se había mostrado tan fríamente altanera no había sido por recelo, sino por un extraño aturrullamiento de la vulnerabilidad.
Sir Claude le mostró a la señora de Beale un semblante resueltamente molesto:
—¡No se lo plantees de esa manera! —Desde luego había habido algo peculiar en el tono de la señora de Beale, y por un momento nuestra pequeña se acordó de los viejos tiempos en que tantos de sus amigos habían quedado «comprometidos».
Esta precisa amiga se sonrojó; estaba ante la señora Wix, y aunque se sintió humillada aceptó la sugerencia:
—Es cierto, ésa no es manera. —Entonces demostró que sabía cuál era la manera adecuada—: No digas idioteces todavía mayores, tesoro: vete derechita a tu cuarto y espera allí hasta que pueda ocuparme de ti.
Maisie no hizo ningún movimiento de obediencia, ya que la señora Wix alzó una mano que prohibía tajantemente que nadie abandonara el saloncito:
—No te muevas de aquí hasta no haberme escuchado. Yo me marcho, pero primero quiero aclararme. ¿Lo has perdido de nuevo?
Buscando un término de comparación para aquella pérdida, Maisie pensó en la inmensidad del espacio sideral. Después respondió bastante grisáceamente:
—Me siento como si lo hubiese perdido todo.
La señora Wix asumió un aspecto sombrío:
—¿Quieres decir que has perdido lo que con tanto esfuerzo habíamos logrado encontrar hace dos días? —Como su educanda no se decidiera a responder, ahondó—: ¿Quieres decir que ya ni siquiera recuerdas qué logramos encontrar juntas?
Maisie rememoró tenuemente:
—¿Mí sentido moral?
—Tu sentido moral. ¿Ahora resulta que no he logrado hacer que surja? —Hablaba como nunca anteriormente, ni siquiera en el cuarto de estudio con el libro en la mano.
Aquello retrotrajo a la memoria de la niña cómo a veces ocurría que el viernes no era capaz de repetir la frase que el miércoles le había parecido «chupada», y desvalida y pesarosamente se enfrentó a la difícil prueba que se le presentaba en este momento. Sir Claude y la señora de Beale permanecían como observadores de un «examen». Por un instante pareció aspirar realmente la fragancia del débil capullo que la señora Wix afirmaba haber hecho surgir y que ahora le había puesto ante la nariz con mano tan coercitiva. Luego éste desapareció y, cual si por culpa de un resbalón estuviera a punto de caerse de un estrado, sus brazos hicieron un brusco movimiento a la desesperada. Lo que simbolizaba este movimiento era el espasmo dentro de ella de algo todavía más hondo que un sentido moral. Miró a su examinadora; miró a los observadores; sintió que los ojos se le cubrían con las lágrimas que había reprimido en el andén de la estación. Éstas no tenían nada, pero que nada que ver con su sentido moral. Lo único con que tenían que ver era con el viejo, humillante y monótono alegato del cuarto de estudio:
—No lo sé, no lo sé.
—Entonces lo has perdido. —Pareció que la señora Wix cerrara el libro mientras orientaba hacia Sir Claude los enderezadores—: Usted ha aniquilado ese capullo. Lo ha destrozado cuando comenzaba a vivir.
Era una señora Wix más novedosa que nunca, una señora Wix elevada y grandiosa; pero a fin de cuentas Sir Claude no era hombre que se dejara tratar cual niño que no se sabe la lección:
—No he destrozado nada —dijo—; antes bien, creo haber dado nacimiento a algo. No sé cómo llamarlo: ni siquiera he sabido tratarlo decentemente, acercarme a ello; pero, sea lo que sea, es lo más hermoso que he conocido en mi vida: es algo exquisito, es algo sagrado. —Tenía las manos en los bolsillos y, aunque acaso en él todavía asomaran trazas de la molestia que resueltamente acababa de mostrar en el semblante, su cabeza se inclinaba con extraordinaria afabilidad hacia las dos amigas que estaba a punto de perder—. ¿Sabe usted para qué vine? —le preguntó a la mayor de ellas.
—¡Yo diría que sí! —exclamó la señora Wix, sorprendentemente inaccesible a cualquier afán de conciliación y manteniendo en el rostro la belicosidad de su reciente discusión con la señora de Beale. Esta última dama, como si se sintiera excesivamente salpicada por tanto cambio de marea, emitió una sonora exclamación inarticulada de protesta y, quitándose de en medio, se asomó momentáneamente por la ventana.
—Vine para hacer una petición —dijo Sir Claude.
—¿A mí? —preguntó la señora Wix.
—A Maisie. Le he pedido que renuncie a usted.
—Y ella, ¿ha aceptado?
Sir Claude titubeó.
—¡Cuéntaselo tú! —exclamó entonces para la niña, apartándose también como para brindarle la posibilidad. Mas la señora Wix y su educanda quedaron cara a cara en silencio: Maisie mas pálida que nunca, más confusa, más rígida y empero más muda. Se miraron una a otra intensamente, y como ninguna de ellas hablara Sir Claude tornó a intervenir—: ¿No vas a contárselo? ¿No te sientes capaz? —Maisie persistió en su silencio; de ahí que, dirigiéndose a la señora Wix, él prorrumpiera en una especie de éxtasis—: ¡No ha aceptado, no ha aceptado!
Ante esto, Maisie recobró la facultad del habla:
—Sí que he aceptado. Sí que he aceptado —reiteró.
Aquello hizo que la señora de Beale volviera junto a ella:
—¡Has aceptado, ángel mío, has aceptado! —Se abalanzó hacia la niña y, antes de que Maisie pudiera oponer resistencia, ya se había sentado con ella en el sofá, tomando posesión de ella, abrazándola estrujadoramente—. ¡Ya has renunciado a ella, ya has renunciado a ella para siempre, y ahora eres nuestra y sólo nuestra, y cuanto antes se marche ella, mejor para todos!
Maisie había cerrado los ojos, pero volvió a abrirlos al oír la voz de Sir Claude:
—¡Suéltala! —le dijo él a la señora de Beale.
—¡Nunca, nunca, nunca! —exclamó la señora de Beale. Maisie se sintió aún más estrujada.
—¡Suéltala! —repitió Sir Claude con mayor intensidad. Miraba a la señora de Beale y en su voz había algo peculiar. Al sentir que en torno a ella se aflojaban aquellos brazos, Maisie supo que la otra era consciente de qué era ello; se levantó despacio del sofá y la niña quedó sentada nuevamente sola y aturrullada—. ¡Eres libre, eres libre! —volvió a hablar Sir Claude; ante lo cual la espalda de Maisie sintió un empujón que fue un desahogo del enojo y que la colocó otra vez en medio del saloncito, constituida en blanco de todas las miradas y sin saber hacia dónde dirigir la suya.
Haciendo un esfuerzo se encaró con la señora Wix:
—No me negué a renunciar a usted. Acepté hacerlo si él renunciaba a...
—¿Si él renunciaba a la señora de Beale? —espetó la señora Wix.
—¡Si yo renunciaba a la señora de Beale! ¿Qué otro adjetivo le cuadra a eso sino exquisito? demandó Sir Claude a todos los presentes, incluyendo la mentada dama; ahora hablaba con un arrobo tan intenso como si ante ellos hubiera sido colocada de improviso alguna obra maestra del arte o de la naturaleza. Velozmente recobraba su energía gracias a esta delicada labor de valoración—: Ha puesto una condición... ¡y con qué sentido del deber! Ha puesto la única condición correcta.
—¿La única condición correcta? —volvió a la carga la señora de Beale. Hacía un instante le había tolerado a él una humillación, pero no iba a tolerarle otra a cuenta de eso—: ¿Cómo puedes soltar tales majaderías y cómo puedes respaldarla en semejante impertinencia? ¿Qué diablos le has hecho a la niña para hacerla concebir algo por el estilo? —Se erguía allí en indignada ira: sus ojos centellearon en todo su derredor. Maisie le sostuvo la mirada, consciente de que por fin había llegado el momento decisivo. Pero al interpelar a su hijastra la señora de Beale descendió a un tono interrogativo esencialmente suave—: ¿Es cierto, preciosidad, que has puesto esa condición?
Extrañamente, ahora que por fin había llegado, el momento decisivo no resultó tan tremebundo. Lo que ayudó a la niña fue saber lo que quería. Finalmente todo aquel aprender y aprender y aprender le había revelado eso; de forma que si aguardó un instante antes de contestar fue sólo por el deseo de ser amable. Su indecisión sencillamente había desaparecido o cuando menos estaba desapareciendo a marchas forzadas. Por último respondió:
—¿Estás dispuesta a renunciar a él ¿Estás dispuesta?
—¡Oh, déjala en paz... déjala, déjala! —protestó con tono súbitamente suplicante Sir Claude para la señora de Beale.
Al mismo tiempo la señora Wix la increpó de otro modo:
—¿No es suficiente para usted, señora, con haberla obligado a discutir sus relaciones?
La señora de Beale dejó sin respuesta a Sir Claude, pero en cambio la sulfuraron las palabras de la señora Wix:
—¿Mis relaciones? ¿Qué sabe usted, repulsivo ser, sobre mis relaciones, y qué derecho tiene a hablar de eso? ¡Salga inmediatamente de esta habitación, vieja repelente!
—Creo que será preferible que se vaya usted, no sea que se le escape el barco —dijo turbadamente Sir Claude para la señora Wix. Ahora se mantenía al margen, o aspiraba a mantenerse al margen; ya sabía lo peor y lo había aceptado; lo que ahora lo preocupaba era evitar, desalentar las vulgaridades—: Por favor, márchese; por favor, márchese rápidamente.
—Tan rápidamente como usted quiera me marcharé con la niña, pero no sin ella. —La señora Wix no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
—Entonces ¿por qué me mintió usted, bribona? —casi chilló la señora de Beale—. ¿Por qué me dijo hace una hora que había renunciado a ella?
—Porque yo había desesperado de ella, porque pensé que ella me había traicionado. —La señora Wix se volvió hacia Maisie—: Estabas con ellos: de parte de ellos. ¡Pero ahora se te han caído las escamas de los ojos, y te llevo conmigo!
—¡No se la llevará usted, no! —Y la señora de Beale, con un gran salto salvaje, asió ferozmente a su hijastra. La tomó del brazo y, culminando un instintivo movimiento, con otro brinco se llegó con ella hasta la puerta, que había sido cerrada por Sir Claude en cuanto la conversación había principiado a subir de tono. La señora de Beale se apoyó contra la puerta e, incluso mientras seguía apostrofando e improperando a la señora Wix, la mantuvo cerrada en la incoherencia de su excitación—. ¡No se la llevará usted; usted se largará sola; Maisie se queda aquí con su familia, por fin libre de usted! ¡Nunca en mi vida había oído nada tan monstruoso! —Sir Claude ya había rescatado a Maisie y la tenía bien sujeta: la mantuvo ante sí, con las manos delicadamente posadas en los hombros de la niña y la mirada orientada hacia las dos estruendosas antagonistas. Había desaparecido el rubor de la señora de Beale: se había puesto pálida de magna cólera. Continuaba dirigiéndole dicterios y exabruptos a la señora Wix; tenía pegada la espalda contra la puerta para impedir la marcha de Maisie; parecía querer arrojar a la señora Wix por la ventana o la chimenea—. ¡Está usted buena, señora «Discutir Relaciones», con eso de que ella estaba «de parte de nosotros» y otras lindezas! Y ¿qué diantres son nuestras relaciones sino un común amor hacia la niña que constituye nuestra obligación y la misión de nuestras existencias y que desde los comienzos nos ha mantenido tan estrechamente unidos?
—¡Es cierto, es cierto! —dijo Maisie en un arranque de vehemencia—. Yo fui quien os unió.
De Sir Claude brotó la más extraña de las carcajadas:
—¡Tú fuiste quien nos unió, vaya que sí! —Y suavemente le acarició los hombros.
La señora Wix era dueña de la situación hasta tal punto que tenía reservado un sarcasmo distinto para cada uno de los presentes.
—¡Y ahí los tienes, ya lo ves! —le comentó a su educanda con voz cargada de intencionalidad.
—¿Estás dispuesta a renunciar a él? —insistió Maisie para la señora de Beale.
—¿En beneficio de ti, abominable monstruita? —inquirió con indignación la interpelada—. ¿Y también en beneficio de esta diabólica vieja desvariante que ha inflamado con su malignidad tu estúpido cerebrito? ¿Es que has sido una odiosa hipócrita durante todos estos años en que me he matado por conquistar tu amor y en que he estado creyendo ilusamente haberlo conquistado?
—Yo amo a Sir Claude: lo amo a él —respondió Maisie con la incómoda sensación de parecer estar dando a entender que venía a ser lo mismo. Sir Claude había seguido palmeándole los hombros, y en realidad aquellas palabras eran una respuesta a sus palmaditas.
—Ella te odia, te odia—comentó él, con la más extraña calma, para la señora de Beale.
Su calma la enardeció:
—Y tú, ¿la respaldas y me entregas al oprobio?
—No: yo sólo insisto en que es libre, es libre.
La señora de Beale lo miró asombrada; la señora de Beale lo miró furibunda.
—¡¿Libre de irse con esa lunática pordiosera a morirse de hambre?! —exclamó.
—¡Haré por ella más de lo que nunca ha hecho usted! —repuso la señora Wix—. Trabajaré hasta despellejarme las manos.
Con las manos de Sir Claude aún posadas en sus hombros, Maisie se percató, al igual que se percató de que poco a poco se desvanecía la presión, de que por encima de su cabeza él miró a la señora Wix de una manera especial.
—No tendrá usted que hacer eso —lo oyó decir—. Maisie tiene recursos económicos.
—¿Recursos? ¿Maisie? —vociferó la señora de Beale—. ¡Unos recursos que ha hurtado su infame padre!
—Yo los recuperaré, yo los recuperaré. Ya me encargaré de ello. —Él le sonrió y le hizo un ademán a la señora Wix.
Eso produjo un efecto terrible sobre su otra amiga:
—¿Acaso yo no me he encargado de ello, me gustaría a mí saber, y acaso no me he encontrado ante un abismo? ¡Es indescriptible tu crueldad conmigo! —espetó violentamente. Ardientes lágrimas manaban de sus ojos.
Él le habló muy consideradamente, casi engatusadoramente:
—Volveremos a encargarnos de ello juntos, volveremos a encargarnos de ello juntos. Es un abismo, pero él puede ser coaccionado... o tal vez pueda serlo Ida. ¡Piensa en todo el dinero que ambos tienen ahora! —dijo riéndose—. Todo se solucionará, todo se solucionará —remachó—. Nosotros no podemos cuidar de ella. No saldría bien, no saldría bien. Es la pura verdad eso de que ella es única. Y nosotros no somos lo suficientemente buenos... ¡oh, no! —Y, con bastante exuberancia, volvió a reírse.
—¿Nosotros no somos lo suficientemente buenos y en cambio esa imbécil sí lo es? —aulló la señora de Beale.
En ese momento se produjo un silencio en el saloncito, y aprovechándolo Sir Claude contestó esa pregunta acercando a Maisie hasta el sitio donde estaba de pie la señora Wix. Al punto la niña fue consciente de hallarse pegada a esta mujer y firmemente asida por el brazo. La señora de Beale seguía montando guardia ante la puerta.
—Déjalas pasar—dijo finalmente Sir Claude.
Ella continuó sin moverse, no obstante; Maisie observó que la pareja se miraba fijamente a los ojos. Luego vio a la señora de Beale volverse hacia ella:
—Ahora yo soy tu madre, Maisie. Y él es tu padre.
—¡He ahí la tragedia! —suspiró la señora Wix con un efecto de ironía marcadamente impasible y filosófico.
La señora de Beale prosiguió hablando con su amiguita, y a su modo fue notable su esfuerzo por mostrarse razonable y afectuosa:
—Ahora nosotros representamos, bien lo sabes, al señor Farange y a su primera esposa. Esta mujer no representa más que una ignorante osadía. Tenemos de nuestro lado la ley.
—¡Oh la ley, la ley! —escarneció la señora Wix soberbiamente—. ¡Realmente lo más indicado sería que la ley se ocupara de ustedes!
—¡Déjalas pasar, déjalas pasar! —apremió Sir Claude a su amiga; literalmente se lo suplicó.
Pero ella se obstinó en procurar persuadir a Maisie:
—¿Es cierto que me odias, tesoro?
Maisie la miró de un modo distinto, pero contestó de idéntico modo que antes:
—¿Estás dispuesta a renunciar a él?
Tardó en hacer acto de presencia la respuesta de la señora de Beale, mas cuando por fin llegó fue digna:
—¡No deberías plantearme cosas así! —Estaba atónita, estaba escandalizada hasta las lágrimas.
Para la señora Wix, empero, lo que fue indigno fue su distinción entre cosas que se le podían plantear y cosas que no:
—¡Debería usted avergonzarse de sí misma! —exclamó rotundamente.
Sir Claude hizo un ruego supremo:
—¡Ten la bondad de dejar poner punto final a este festival de horrores!
La señora de Beale clavó en él su mirada, y nuevamente Maisie los observó.
—Debería usted hacerle justicia a él —retomó la palabra la señora Wix, dirigiéndose a la señora de Beale—. Siempre hemos sentido devoción por él Maisie y yo, y él ha demostrado lo muchísimo que nos quiere. A él le gustaría hacer feliz a esta niña; le gustaría incluso, me figuro, hacerme feliz a mí. Pero no puede renunciar a usted.
Continuaron inmóviles cara a cara los dos padrastros mientras Maisie seguía observándolos. Dicha observación nunca había sido tan honda como en este preciso instante.
—Sí, querida, no he renunciado a ti —le dijo finalmente Sir Claude a la señora de Beale—, y si permites que considere como testigos solemnes a nuestras amigas aquí presentes no tengo inconveniente en darte mi palabra de que nunca renunciaré a ti. ¡Ahí queda eso! —exclamó gallardamente.
—¡Él no puede! —comentó trágicamente la señora Wix.
Erguida y montaraz aun en la derrota, la señora de Beale desvió violentamente su hermoso rostro.
—¡Él no puede! —repitió burlonamente.
—¡El no puede, no puede, no puede! —El alegre énfasis de Sir Claude acabó por imponerse triunfalmente.
La señora de Beale aceptó todo aquello, pero sin embargo no se apartó de su puesto; ante lo cual Maisie le preguntó a la señora Wix:
—¿No vamos a terminar perdiendo el barco?
—Sí, vamos a terminar perdiendo el barco —le recalcó la señora Wix a Sir Claude.
Mientras tanto la señora de Beale se encaró con Maisie.
—¡No sé qué pensar de ti! —espetó.
—Adiós —le dijo Maisie a Sir Claude.
—Adiós, Maisie —contestó Sir Claude.
La señora de Beale se retiró de junto a la puerta.
—¡Adiós! —profirió para Maisie; luego atravesó impetuosamente el saloncito y desapareció en la habitación contigua.
Sir Claude ya había avanzado hasta la puerta del corredor y la había abierto. La señora Wix salió aprisa. En el umbral Maisie todavía hizo una pausa: le tendió la mano a su padrastro. Él se la estrechó y se la retuvo un momento, y sus miradas se enfrentaron ostentando la expresión de quienes han hecho todo lo posible el uno por el otro.
—Adiós —repitió él.
—Adiós. —Y Maisie siguió a la señora Wix.
Lograron alcanzar el paquebote, que casi había zarpado ya, y, navegando a todo vapor sobre los abismos marinos, se sintieron a bordo tan mareadas y asustadas que malgastaron la mitad del viaje en hacer amainar su malestar. Amainó con lentitud e imperfección; mas por último, a mitad del Canal, rodeadas de la mar en calma, la señora Wix hizo acopio de fuerzas para volver al asunto:
—Yo no volví la vista atrás; ¿y tú?
—Yo sí. Él no estaba allí —dijo Maisie.
—¿Quieres decir que no estaba asomado al balcón?
Maisie guardó silencio unos instantes; después se limitó a repetir:
—Él no estaba allí.
La señora Wix también se quedó callada unos instantes.
—Es que acudió al lado de ella —comentó a renglón seguido.
—¡Sí, lo sé! —repuso la niña.
La señora Wix le dedicó una mirada de soslayo. Aún no se había agotado su capacidad de asombrarse ante lo que Maisie sabía.
Fin